LA LEYENDA DE COMARRE (Arthur C. Clarke)
Publicado en
junio 30, 2013
Peyton cayó como una piedra durante tres kilómetros y medio antes de pulsar el neutralizador. Aunque dificultaba la respiración, la corriente de aire era estimulante. Caía a menos de doscientos cincuenta kilómetros por hora, pero la impresión de velocidad crecía por la suave ascensión del gran edificio a sólo unos metros de distancia.
El delicado tirón del campo desacelerador le frenó a unos trescientos metros del suelo. Cayó suavemente hacia las líneas de aparatos voladores aparcados al pie de la torre.
La suya era una pequeña máquina automática de un solo asiento. Al menos había sido totalmente automática cuando la habían construido hacía tres siglos, pero su dueño actual había hecho en ella tantas modificaciones ilegales que nadie más en el mundo habría podido volar en ella y sobrevivir para contarlo.
Peyton desconectó el cinturón neutralizador (un divertido aparato, técnicamente anticuado, pero que aún ofrecía interesantes posibilidades), y entró en la cabina de su máquina. Dos minutos más tarde, las torres de la ciudad se hundían bajo el borde del mundo y las Tierras Salvajes deshabitadas discurrían debajo de él a seis mil quinientos kilómetros por hora.
Peyton puso rumbo al oeste y casi al instante se halló sobre el océano. Nada podía hacer, salvo esperar; la nave llegaría automáticamente a su destino. Se retrepó en el asiento del piloto, rumiando amargas ideas y compadeciéndose.
Se hallaba trastornado de lo que estaba dispuesto a confesar. Hacía años que había dejado de preocuparle el que su familia no compartiese sus intereses técnicos, pero la continua y creciente oposición, que ahora había llegado al máximo, era algo completamente nuevo. No podía comprenderlo.
Diez minutos más tarde, una sola torre blanca se elevó del océano como la espada Excalibur surgiendo del lago. La ciudad conocida en el mundo como Scientia, y como Campanario del Murciélago entre sus más cínicos habitantes, había sido construida hacía ocho siglos en una isla, lejos de las grandes extensiones de tierra. Fue un gesto de independencia, pues las últimas manifestaciones de nacionalismos aún persistían en aquella lejana época.
Peyton descendió sobre la pista de aterrizaje y caminó hacia la entrada más próxima. Nunca dejaba de impresionarlo el rugido de las grandes olas de romper sobre las rocas, a cien metros de distancia.
Se detuvo un momento en la entrada, inhalando el aire salado y observando las gaviotas y las aves migratorias que volaban en círculo alrededor de la torre. Habían empleado este trocito de tierra como lugar de descanso, cuando el hombre estaba observando la aurora con ojos perplejos y preguntándose si era un dios.
La Oficina de Genética ocupaba cien plantas cerca del centro de la torre. Peyton había tardado diez minutos en llegar a la Ciudad de la Ciencia. Tardó casi otro tanto en localizar al hombre a quien buscaba en los kilómetros cúbicos de oficinas y laboratorios.
Alan Henson II era todavía amigo íntimo de Peyton, aunque había dejado dos años antes que él la Universidad de Antártida y se había puesto a estudiar biogenética en vez de ingeniería. Cuando Peyton se hallaba en algún apuro, cosa que ocurría con frecuencia, la calma y el sentido común de su amigo le resultaban muy tranquilizadores. Era natural que hubiese volado ahora a Scientia, sobre todo teniendo en cuenta que Henson le había llamado con urgencia el día anterior.
El biólogo se sintió complacido y aliviado al ver a Peyton, pero sus palabras de bienvenida disimulaban su nerviosismo.
—Me alegro de que hayas venido; tengo algunas noticias que te interesarán. Pero pareces preocupado, ¿qué te pasa?
Peyton se lo dijo, no sin exagerar un poco. Henson guardó unos momentos de silencio.
—¡Así que ya han empezado...! —exclamó—. Era de esperar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Peyton, sorprendido.
El biólogo abrió un cajón y sacó un sobre cerrado. Extrajo dos hojas de plástico en las que estaban cortados varios surcos paralelos de variadas longitudes y tendió una a su amigo.
—¿Sabes qué es esto?
—Parece un análisis de personalidad.
—Exactamente. Es el tuyo.
—Esto es bastante ilegal, ¿no?
—Da lo mismo. La clave está impresa a lo largo del pie de la hoja: va desde Apreciación Estética hasta Ingenio. La última columna da tu Cociente Intelectual. No dejes que se te suba a la cabeza.
Peyton estudió atentamente la hoja. Es una ocasión, se ruborizó ligeramente.
—No veo cómo pudiste averiguarlo.
—No te preocupes —Henson le hizo un guiño Ahora mira este análisis.
Le tendió una segunda hoja.
—¡Pero si es igual...!
—No del todo, pero casi.
—¡A quién pertenece?
Henson se retrepó en su sillón y midió cuidadosamente sus palabras.
—Este análisis, Dick, corresponde a un antepasado tuyo por línea directa masculina, de veintidós generaciones atrás: el gran Rolf Thordarsen.
Peyton se disparó como un cohete.
—¡Qué!
—No grites. Si alguien entra, estamos hablar de nuestros viejos tiempos en la universidad.
—Pero... ¡Thordarsen!
—Bueno, si nos remontamos lo suficiente en el pasado, todos tenemos antepasados distinguidos. Pero ahora ya sabes por qué tu abuelo tiene miedo de ti.
—Lo ha dejado para bastante tarde. Ya he ten nado mi formación, prácticamente.
—Puedes darnos las gracias por esto. Normalmente, nuestros análisis se remontan a diez generaciones, o a veinte en casos especiales. Es un trabajo tremendo. Hay cientos de millones de fichas en la biblioteca de la Herencia, una por cada hombre y mujer que vivió desde el siglo XXIII. Esta coincidencia descubrió accidentalmente hace cosa de un mes.
—Fue cuando empezó el jaleo. Pero todavía no comprendo a qué viene todo esto.
—Dick, ¿qué sabes exactamente de tu famoso antepasado?
—Supongo que no mucho más que cualquiera. No sé cómo ni por qué desapareció, si es esto lo que me quieres preguntar. ¿No abandonó la Tierra?
—No. Dejó el mundo, si quieres llamarlo así, pero no la Tierra. Muy pocas personas lo saben, Dick, pero Rolf Thordarsen fue el hombre que construyó Comarre.
¡Comarre! Peyton pronunció la palabra con los labios entreabiertos, saboreando su significado y su sorpresa. Así que después de todo, existía. Incluso esto había sido negado por algunos.
—Supongo que no sabes mucho sobre los Decadentes —prosiguió Henson—. Los libros de Historia han sido editados con mucho cuidado. Pero toda la cuestión está relacionada con el final de la Segunda Era Electrónica..
La luna artificial que albergaba al Consejo Mundial giraba en su eterna órbita a treinta mil millas por encima de la superficie de la Tierra. El techo de la Cámara del Consejo era una hoja inmaculada de cristalita; cuando los miembros del Consejo celebraban una reunión, parecía como si no hubiese nada entre ellos y la gran esfera que giraba abajo y a lo lejos.
El simbolismo era profundo. Ningún mezquino punto de vista pueblerino podía sobrevivir en semejantes ambiente. Sin duda allí producirían sus obras más grandes las mentes de los hombres.
Richard Peyton el Viejo había pasado toda su vi dirigiendo los destinos de la Tierra. Durante quinientos años, la raza humana había estado en paz y había carecido de nada de lo que podían proporcionar el arte o la ciencia. Los hombres que gobernaban el planeta podían estar orgullosos de su trabajo.
Pero el viejo estadista estaba inquieto. Tal vez cambios que se avecinaban ya proyectaban sombras delante de ellos. Tal vez sentía, aunque fuese en subconsciente, que los cinco siglos de tranquilidad estaban tocando a su fin.
Puso en marcha su máquina de escribir y empezó a dictar.
Peyton sabía que la Primera Era Electrónica ha empezado en 1908, hacía más de once siglos, cuando De Forest inventó el tríodo. El mismo siglo fabuloso había visto la llegada del Estado Mundial, el avión, la nave espacial y la energía atómica, y había sido testigo también de la invención de todos los apara termiónicos que hicieron posible la civilización que conocía.
La Segunda Era Electrónica había empezado quinientos años más tarde. La habían puesto en manos de los físicos sino los médicos y psicólogos. Dura: casi cinco siglos, habían estado estudiando las corrientes eléctricas que fluyen en el cerebro durante procesos de pensamiento. El análisis había sido terriblemente complicado, pero se había llevado a termino gracias al esfuerzo de muchas generaciones. De este modo quedó abierto el camino para las primeras máquinas capaces de leer la mente humana.
Pero esto sólo era el principio. Cuando el hombre descubrió el mecanismo de su propio cerebro, pudo llegar más lejos. Pudo reproducirlo, utilizando transistores y redes de circuitos en vez de células vivas.
A finales del siglo XXV se construyeron las primeras máquinas penantes. Eran muy toscas; se necesitaban cien metros cuadrados de equipo para hacer el trabajo de un centímetro cúbico de cerebro humano. Pero en cuanto se hubo dado el primer paso, no se tardó mucho en perfeccionar el cerebro mecánico y en hacerlo de uso general.
Sólo podía realizar el trabajo intelectual de niveles inferiores y carecía de las características propiamente humanas, como la iniciativa, la intuición y las distintas emociones. Pero en circunstancias que apenas variaban y cuando sus limitaciones no eran graves, podía hacer lo mismo que el hombre.
La aparición de los cerebros de metal había provocado una de las grandes crisis de la civilización humana. Aunque los hombres aún tenían que desempeñar las más altas funciones de gobierno y de control de la sociedad, toda la enorme rutina de la administración había sido asumida por los robots. El hombre había conseguido al fin la libertad. Ya no tenía que estrujarse el cerebro proyectando complicados planes de transporte, decidiendo programas de producción y equilibrando presupuestos. Las máquinas, que habían asumido todo el trabajo manual hacía siglos, habían prestado su segunda gran contribución a la sociedad.
El efecto sobre los asuntos humanos fue inmenso, y los hombres reaccionaron de dos maneras ante la nueva situación. Unos empleaban su recién conquistada libertad, persiguiendo noblemente lo que siempre había atraído a las mentes más elevadas: la búsqueda de la belleza y de la verdad, aún tan esquivas como cuando se construyó la Acrópolis.
Pero había otros que pensaban de modo diferente. «Por fin se ha levantado para siempre la maldición de Adán —decían—. Ahora podemos construir ciudades donde las máquinas cubrirán todas nuestras necesidades en cuanto pensemos en ellas... o antes, porque los analizadores pueden leer incluso los deseos ocultos en el subconsciente. El objetivo de cualquier ser humano es el placer y la búsqueda de la felicidad. El hombre tiene derecho a ello, porque se lo ha ganado. Estamos hartos de esta lucha interminable por el conocimiento y el ciego deseo de cruzar el espacio hasta las estrellas.»
Era el antiguo sueño de los Comedores de Lotos, un sueño tan antiguo como el hombre. Ahora, por primera vez, podía realizarse. Durante un tiempo, no fueron muchos los que lo compartieron. El fuego del Segundo Renacimiento no había empezado todavía a extinguirse. Pero con el paso de los años, los Decadentes fueron consiguiendo cada vez más para su modo de pensar. En lugares escondidos de los planetas interiores construyeron las ciudades de sus sueños.
Durante un siglo florecieron como flores exóticas, hasta que se extinguió el fervor casi religioso que había inspirado sus construcciones. Después se desvanecieron, uno a uno, del conocimiento humano. Al morir, habían dejado gran cantidad de fábulas y leyendas que se habían exagerado con el paso de los siglos.
Sólo una de aquellas ciudades había sido construida en la Tierra, y estaba envuelta en un misterio que el mundo exterior nunca había resuelto. Por motivos que sólo él sabía, el Consejo Mundial había destruido todo el conocimiento que se tenía del lugar. Su situación era un misterio. Algunos decían que estaba en las zonas inhóspitas del Ártico. Nada se sabía de cierto, salvo su nombre: Comarre.
Henson hizo una pausa en su relato.
—Hasta ahora no te he explicado nada nuevo, nada que no sea de conocimiento común. El resto de la historia es un secreto del Consejo Mundial y tal vez de un centenar de hombres de Scientia.
»Como ya sabes, Rolf Thordarsen fue el genio mecánico más grande que el mundo ha conocido. Ni siquiera Edison puede compararse con él. Sentó los conocimientos de la ingeniería del robot y construyó la primera máquina de pensar.
»Sus laboratorios produjeron una serie continua de brillantes inventos durante veinte años. Y entonces, de pronto desapareció. Se dijo que había tratado de llegar a las estrellas. Pero lo que en realidad ocurrió fue lo siguiente:
»Thordarsen creía que sus robots, las máquinas que aún gobiernan nuestra civilización, eran sólo el principio. Acudió al Consejo Mundial con ciertos proyectos que habrían cambiado la faz de la sociedad humana. No sabemos cuáles hubieran sido estos cambios, pero Thordarsen creía que, a menos que se adoptasen, la raza llegaría a un callejón sin salida como muchos de nosotros creemos que ha llegado.
»El Consejo rechazó violentamente sus proyectos. En aquella época, el robot sólo había empezado a desintegrarse en la civilización, y la estabilidad se restablecía lentamente, una estabilidad que se ha mantel durante quinientos años.
»Thordarsen quedó amargamente decepción; Con el olfato que tenían para atraer a los genios Decadentes se pusieron en contacto con él y lo disuadieron de que renunciase al mundo. Era el ú hombre que podía convertir sus sueños en realidad.
—¿Y lo hizo?
—Nadie lo sabe. Pero Comarre fue construida esto es seguro. Nosotros sabemos dónde está, y bien lo sabe el Consejo Mundial. Hay cosas que pueden mantenerse en secreto.
Desde luego, pensó Peyton. Incluso en esta desaparecía gente y se rumoreaba que había ido en busca de la ciudad de sus sueños. La frase «ha ii Comarre» se había integrado hasta tal punto e lenguaje corriente que casi se había olvidado su significado.
Henson se inclinó hacia delante y habló cor tono cada vez más serio.
—Esta es la parte más extraña. El Consejo Mundial podía destruir Comarre, pero no quiso hacerlo. La creencia de que Comarre existe tiene sin duda influencia estabilizadora en la sociedad. A pesa todos nuestros esfuerzos, todavía tenemos psicópatas.
No es difícil hacerles insinuaciones, bajo hipnosis, sobre Comarre. Puede que nunca la encuentren, pero la búsqueda los hará inofensivos.
»Al principio, poco después de la fundación de la ciudad, el Consejo envió agentes a Comarre. Ninguno de ellos regresó jamás. Y no hubo juego sucio; simplemente, prefirieron quedarse allí. Esto se sabe con seguridad porque enviaron mensajes. Supongo que los Decadentes se dieron cuenta de que el Consejo destruiría la ciudad si se retenía a sus agentes.
»He visto algunos de estos mensajes. Son extraordinarios. Sólo hay un calificativo para ellos: exaltados. Sí, Dick, había algo en Comarre que podía hacer que un hombre olvidase el mundo exterior, sus amigos, su familia, ¡todo! Imagínate lo que esto significa.
»Más tarde, el Consejo hizo otro intento, cuando estuvo seguro de que ninguno de los Decadentes podía estar vivo todavía. Y volvió a intentarlo hace cincuenta años. Pero, hasta hoy, nadie ha vuelto nunca de Comarre.
Mientras Richard Peyton hablaba, el robot analizaba sus palabras en grupos fonéticos, insertaba la puntuación y enviaba automáticamente el texto a los archivos electrónicos.
»Copia para el Presidente y mi archivo personal.
»Su nota del 22 y nuestra conversación de esta mañana.
»He visto a mi hijo, pero R. P. III me ha esquivado. Está completamente decidido y sería perjudicial que tratásemos de coaccionarlo. Mientras no descubra que R. T. fue antepasado suyo, no habrá peligro. A pesar de la similitud de caracteres, no es probable que trate de repetir la obra de R. T.
»Debemos asegurarnos ante todo de que nunca localice ni visite Comarre. Si esto ocurriese, nadie podría prever las consecuencias.»
Henson hizo una pausa en su narración, pero su amigo siguió en silencio. Estaba demasiado asombrado para interrumpirlo.
—Esto nos trae al presente y a ti —prosiguió Henson—. Dick, el Consejo Mundial descubrió tu linaje hace un mes. Lamentamos habérselo dicho; pero ahora es demasiado tarde. Genéticamente, eres una reencarnación de Thordarsen, sólo en el sentido científico de la palabra. Se ha dado ahora una de las más remotas probabilidades de la Naturaleza, como se da a intervalos de varios siglos en una u otra familia.
»Dick, tú podrás continuar el trabajo que Thordarsen se vio obligado a abandonar, cualquiera que fuese. Tal vez se ha perdido para siempre, pero si existe algún rastro está en Comarre. El Consejo Mundial lo sabe. Por eso trata de apartarte de tu destino.
»No te amargues por eso. En el Conejo hay algunas de las mentes más nobles que ha producido hasta ahora la raza humana. No te quieren mal ni nunca te harán ningún daño, pero están ansiosos por preservar la estructura actual de la sociedad, que consideran la mejor.
Peyton se puso lentamente en pie. Por un instante parece como si fuese un observador neutral que estudiase desde fuera a un personaje llamado Richard Peyton III, que ya no era un hombre sino un símbolo, una de las claves del futuro del mundo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo mental para reidentificarse.
Su amigo lo estaba observando en silencio.
Hay algo más, que no me has dicho, Alan: ¿Cómo sabes todo esto?
—Estaba esperando que me lo preguntases —dijo Henson con una sonrisa—. Yo no soy más que un portavoz. Me han elegido a mí porque te conozco. No puedo indicarte quiénes son los demás. Pero entre ellos se encuentran varios científicos a los que sé que admiras.
»Siempre ha existido una rivalidad amistosa entre el Consejo y los científicos que le sirven; pero en los últimos años, nuestros puntos de vista se han separado más. Muchos de nosotros creemos que nuestra era, que el Consejo piensa que durará eternamente, es sólo un interregno. Consideramos que un período demasiado largo de estabilidad podría conducir a la decadencia. Los psicólogos del Consejo confían en poderlo evitar.
A Peyton le brillaron los ojos.
—¡Esto es lo que yo estaba diciendo! ¿Puedo unirme a vosotros?
—Más adelante. Primero hay que hacer algún trabajo. Mira, nosotros somos una especie de revolucionarios. Vamos a provocar un par de reacciones sociales. Cuando hayamos terminado, el peligro de decadencia social se habrá aplazado miles de años. Tú, Dick, eres uno de nuestros catalizadores, aunque no el único, desde luego. —Hizo una breve pausa—. Aunque no salga nada de Comarre, tenemos otra carta en la manga. Confiamos en haber perfeccionado el vuelo interestelar dentro de cincuenta años.
—¡Por fin! —exclamó Peyton—. ¿Y qué haré entonces?
—Lo presentaremos al Consejo y diremos: «Mirad, ahora podéis ir a las estrellas. ¿Verdad que si somos unos buenos chicos?» Y el Consejo no tendrá más remedio que sonreír y empezar a desarraigar civilización. Una vez logrado el viaje interestelar, tendremos de nuevo una sociedad en expansión, y el estancamiento será aplazado indefinidamente.
—Espero vivir para verlo —dijo Peyton—. Y ahora, ¿qué queréis que yo haga?
—Queremos que vayas a Comarre para descubrir lo que hay allí. Aunque otros fracasaron, creemos que tú puedes triunfar. Lo tenemos todo planeado.
—¿Y dónde está Comarre?
—En realidad, es muy sencillo —dijo Henson con una sonrisa—. Sólo puede estar en un lugar, el uní lugar al que no pueden volar las aeronaves, donde vive nadie, donde todos los viajes se hacen a pie. En la Gran Reserva.
El viejo desconectó la máquina de escribir. Arriba (o abajo, lo mismo daba), la gran medialuna de Tierra eclipsaba las estrellas. En su eterna circunvalación, la pequeña luna había alcanzado la línea divisoria entre la luz y la sombra y se estaba sumiendo la noche. La tierra centelleante, allá abajo, estaba : picada de luces de las ciudades.
Esta visión llenó de tristeza al viejo. Le recordó que su propia vida estaba tocando a su fin, y pan predecir el final de una cultura que él había tratado de proteger. A fin de cuentas, tal vez tenían razón los jóvenes científicos. El largo descanso estaba terminando y el mundo se movía hacia nuevos objetivos que él nunca vería.
Fin