EMBAJADA ALIENÍGENA (Ian Watson)
Publicado en
junio 09, 2013
Para Marjorie Brunner .
Si un hombre contuviera todo el conocimiento y la ignorancia estuviera totalmente ausente de él, ese hombre se vería consumido y dejaría de existir. Por lo tanto, la ignorancia es deseable, pues mediante ella puede seguir existiendo...
—Jalaluddin Rumi
Discursos
Prólogo
—Entra, Rajit —dijo el Maestro; y el chico del turbante obedeció el chasquido de sus nudillos y entró en la habitación.
(Así debió de suceder...)
En una de las paredes de estuco blanco había un lagarto color esmeralda, inmóvil, con la membrana de su garganta temblando convulsivamente. Sobre la mesa descansaban unos cuantos cacharros de cerámica, cuadernos de ejercicios escolares, una estatuilla de bronce que representaba a un dios tibetano entregado a una copulación casi gimnástica y una gran caja. Las tablillas de la ventana cortaban las hileras de palmeras y el árbol en flor del exterior, proyectando un tablero de ajedrez sobre el resto del cuarto. Había dos sillas de mimbre, una ocupada por el Maestro africano; en la otra se sentaba un chino cuya chaquetilla color verde oliva y funda pistolera (que tanto podía contener un arma como estar vacía) indicaban que era un dobdob, un miembro del ala policial de la Administración de Comunicaciones Espaciales, el Bardo, que también se encargaba de manejar los asuntos internos del mundo.
—Rajit, he oído decir que de mayor quieres ser lama. ¿Es cierto?
El chico asintió enérgicamente con la cabeza.
—¡Es lo que más deseo!
—¿Por qué? —El rostro del Maestro se frunció en una leve mueca de diversión.
—Porque así algún día podré ver la India... —balbuceó el chico.
El chino le interrumpió, enojado.
—¿Te sientes confinado en África? Aquí las cosas son iguales que en los demás sitios..., esto es una parte de la sociedad humana. Si llegas a lama, ¿sobre qué piensas que predicarás? ¿Sobre el turismo? —Logró que la última palabra sonara como una obscenidad, cosa que era—. ¿Qué clase de gente se dedica hoy en día a viajar por el mundo?
—Hay algunos marineros que viajan.
—Oh, sí..., ¡transportando suministros esenciales! Y la única razón de que lo hagan es que no todo el mundo es autosuficiente. Incluso las mayores barcazas de vela sólo necesitan unos cuantos equipos de esposos para tripularlas...
—Ya sé que un ordenador se encarga de controlar las velas.
—Su mundo está en la barcaza, no en los puertos que visitan.
Rajit se ruborizó.
—Pero usted viaja, señor. Si realmente sirve para hacer algún tipo de contribución, viajar no es malo.
—¡Bueno, al menos veo que no te andas con rodeos! Cierto, los funcionarios del Bardo viajan..., para ocuparse de la coordinación mundial y para cuidar de que todo el mundo sea alimentado, atendido y educado correctamente. Y quizá también para encontrar candidatos al vuelo estelar, cuando tenemos suerte...
—Mi único deseo es visitar otros sitios..., para contribuir. Igual que usted, señor. Pero poco a poco, en calidad de lama.
—¡Claro! Ésa es la única misión de un lama. Ir lentamente de un sitio a otro para enseñarle ecología social a la gente. Difundir la buena nueva de que el campo corporal humano puede ser utilizado para entrar en contacto con nuestros amigos de las estrellas sin tener que exprimir el mundo hasta dejarlo seco para construir cohetes y demás parafernalia antigua. El lama usa su propio ejemplo para demostrar que no es necesario malgastar la energía de esa forma. No va de un pueblo a otro porque se le haya concedido alguna especie de alfombra mágica, sino porque es la aguja de brújula perfecta para indicar el camino correcto. Gracias a eso siempre señala en la dirección adecuada.., sin importar donde esté, ya sea en una pequeña aldea como tú Bagamoyo o en una gran ciudad lejana como Bombay.
—Cierto, señor.
—Pero, aun así, te gustaría ver Bombay, ¿eh? Bueno, la sinceridad es una gran virtud, Rajit. Al mismo tiempo, el hombre auténticamente sincero también sabe en qué momento ha de contar una mentira. Sabe cuándo es más honesto contar una mentira... A veces tenemos que contar pequeñas mentiras y fingir un poquito, ¿verdad? Quien no sabe cómo hacerlo es un idiota. Nadie querría tenerle como lama.
El chino sonrió.
—Si estudias y si consigues aprender cómo contar mentiras de forma lo bastante convincente para indicar el camino con ellas, podrás llegar a lama. De hecho, puedes empezar ahora mismo. Tengo que pedirte un pequeño favor, algo que ha de quedar entre nosotros.
—No se lo diré a nadie, sea lo que sea —le prometió Rajit fervorosamente.
Un mosquito perdido había entrado en la habitación con él. Estaba volando de un lado para otro, dejando colgar sus patas igual que si fueran trocitos de hilo, emitiendo un zumbido muy leve pero insistente. El lagarto cruzó velozmente la pared de estuco y se paró sobre la cabeza del dobdob, igual que una llama verde.
—¿Ves la caja que hay sobre la mesa? Dentro hay un coco de mar. Sí, un coco de mar auténtico. Pesa mucho. Quiero que lo lleves a la playa. Sin que te vea nadie. Quiero que lo dejes sobre la orilla igual que si hubiera sido traído por la marea..., pero no lo dejes en un sitio donde sea demasiado fácil encontrarlo. Después líbrate de la caja. Rómpela, hazla pedazos. Bien..., en tu aldea hay una chica llamada Lila.
—Sí, somos buenos amigos.
—Eso me han dicho. Quiero que te asegures de que es ella quien encuentra el coco. Pero quiero que lo encuentre sola, sin ayuda de nadie..., eso es muy importante. En cuanto a la forma de conseguirlo..., confiaré en tu ingenio. Indícale el camino adecuado sin que ella llegue a darse cuenta de lo que estás haciendo; e impide que nadie más pueda encontrar el coco. Después de que Lila lo haya encontrado...
Rajit escuchó atentamente sus palabras.
Un perro ladró fuera de la habitación, perdido entre el polvo caliente y el esplendor azul de la jacarandá en flor.
1
HABÍA CUMPLIDO LOS ONCE AÑOS hacía muy poco tiempo y me acababan de crecer los pechos cuando encontré un coco de mar en la orilla. Estaba medio oculto entre las algas, aunque, y eso era bastante extraño, el coco en si estaba seco. Los cocos de mar son enormes, el doble de grandes que un coco normal. Su forma recuerda a la vulva de una mujer que tenga los muslos separados, por lo que siempre han sido objetos rituales de un gran poder. ¡El océano había hecho que este coco recorriera toda la distancia que nos separa de las islas Seychelles para que acabara en mis manos! Olvidé mis sandalias, emocionada al verme escogida así por el destino (pues incluso entonces ya tenía la firme creencia de que estaba destinada a formar parte del Bardo, aunque esto ocurrió seis años antes de que los dobdobs vinieran a confirmármelo), y corrí por las calles de Bagamoyo, tambaleándome bajo su peso para mostrarle el prodigio a mis amigos. El Edificio del Bardo —la antigua mezquita— contenía un coco de mar tallado en ébano que los niños debíamos mantener brillante y limpio de polvo; pero nunca habíamos visto uno auténtico. Sólo se encuentran en las Seychelles. La corriente ecuatorial del sur suele llevarlos en sentido contrario, hacia la India y Sri Lanka, donde hace siglos que se los guarda como si fueran tesoros.
Yussuf, Rajit, Timothy y mi prima Rose se apelotonaron a mi alrededor.
Puse el negro y reluciente cascarón doble sobre el polvo del camino. Me llegaba hasta la rodilla. La hendidura central, allí donde se dividía, era suave y de un blanco lechoso. El símbolo del amor y la alegría humanas..., y algo más que eso, la puerta que llevaba a las estrellas.
Las lacias hojas de nuestras propias palmeras parecían perforar el azul del cielo allí donde miráramos. Sus cocos eran de un tamaño muy inferior al mío: pequeños cráneos llenos de leche. Sombrillas de hojas brotaban en lo alto de sus nudosos troncos curvados proporcionando la única sombra disponible en nuestra aldea, dejando aparte la que daban unos cuantos tejados de chapa ondulada pegados a las tiendas y el porche situado junto al dispensario, donde los pacientes podían sentarse en cuclillas para hablar entre ellos.
Reses gibosas de piel amarronada en cuyos flancos asomaban las tensas costillas pastaban bajo la sombra de aquellas palmeras en el terreno que separaba la aldea de la playa, mordisqueando las algas que había junto a la línea de la marea.
—Los franceses les llamaban cocos-de-mer. Mer quiere decir mar en francés —nos explicó Rajit, muy serio. (Hay una tal cantidad de hechos metidos bajo su turbante, junto con metros y metros de aceitoso cabello negro...)
—En la India nunca hablaron francés —protestó Yussuf.
— ¡Cuando encontraban un coco nuevo siempre había una ceremonia! —dijo Rajit—. Debemos hacer igual que ellos. Iremos a las tumbas. ¡Es el sitio adecuado!
—Ella debería llevárselo a su casa —farfulló Timothy el albino. Las ruinas del viejo cementerio árabe le asustaban. Tenía miedo de los fantasmas, quizá porque él mismo parecía un fantasma. Su piel era un mosaico de rosa y marfil, y su carne tenía esa textura que adquiere la leche agria cuando se va espesando. Era un muchacho enfermizo. Todos sabíamos que probablemente moriría poco después de cumplir los veinte años, pues los albinos no viven mucho tiempo. Rajit solía aprovecharse de su aspecto para animar nuestros juegos. Timothy era el fantasma perfecto. Pero como éramos niños no nos importaba y Timothy nos seguía tan obedientemente como un cordero, agradeciendo el que no le excluyéramos de nuestro grupo. Nos suplicó que no fuéramos a las tumbas. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y nos dijimos que si lloraba era sólo porque el sol le hacía daño.
La prima Rose y yo teníamos la piel tan negra y reluciente como el ébano tallado. Llevábamos el cabello recogido en una apretada serie de tirabuzones que parecían mazorcas de maíz. Nuestras madres se pasaban horas deshaciéndolos y volviéndolos a trenzar durante los fines de semana..., toda una mañana de cháchara y de mover los dedos, tiempo durante el que nos enterábamos (por ejemplo) de que Bibi Mwezi se había echado agua hirviendo sobre la contracápsula del brazo porque tenía muchas ganas de dar a luz, y de cómo había tenido que pasar semanas enteras soportando un dolor cada vez más fuerte hasta que Mboya, el Médico Descalzo, casi había tenido que acabar amputándoselo. Si no, les oíamos contar la historia de cómo el baobab adquiere esa forma tan extraña suya, pues un baobab da la impresión de crecer al revés, con la copa enterrada en el suelo y las raíces al aire. Ese árbol es alguien cuya cabeza quedó atascada en el «Suelo Divino» porque hacía experimentos con el Tantra, el yoga del amor, sin tener el conocimiento adecuado ni haber tomado las precauciones precisas. El cuento y su moraleja eran difundidos por los lamas, y si hablo de él es más que nada para dar un ejemplo de cómo nos portábamos con Timothy, pues junto a las tumbas árabes había un baobab inmenso y el cuento hizo que a Rajit se le ocurriera un juego. Desenterró una gran piedra y convenció a Timothy para que metiera la cabeza en el agujero, sosteniéndose con las manos mientras los demás le rodeábamos, riéndonos de aquel baobab blanco cuyas piernas se agitaban en el aire. A veces nos dedicábamos a recoger las semillas de baobab caídas del árbol (eran lisas y suaves como cabezas de bebé, y estaban cubiertas por filamentos que parecían una finísima capa de cabello), las abríamos y comíamos su dulce contenido que sabía a sorbete.
***
La atmósfera del cementerio vibraba a causa del calor y el canto de los insectos. Era mediodía. Las viejas columnas de las tumbas llevaban siglos pudriéndose para volver a convertirse en el coral que habían sido al principio. Estaban cubiertas de grietas y señales; ya habían perdido casi todos sus adornos de yeso pintado. La mayor parte del cemento compuesto de caliza y yeso se había desprendido durante los últimos cuatrocientos cincuenta años, aunque seguía habiendo algunos frisos geométricos e incluso un cuenco chino azul y blanco, intacto, empotrado en lo alto de una columna bajo el capitel parecido a un turbante. En el cuenco se veía el ideograma chino que significa «larga vida» (según Rajit). Los otros cuencos y placas conmemorativas se habían desprendido o habían sido robados hacía ya mucho tiempo.
Llevé mi coco de mar hasta la base de una tumba y lo apoyé en la agrietada superficie de coral.
—Yussuf, ¿de quién es esta tumba?
Yussuf, que sabía leer el árabe, entrecerró los ojos para examinar los restos de la ondulante inscripción escrita con puntos y líneas.
—Dice que es la tumba de los musulmanes..., del as-Sultán Shonvi la-Haji... Murió en el año no sé cuántos después de la Huida del Profeta. Debió ser un comerciante de sal. Sultán Shonvi... El Gran Jefe de la Sal. Eso es lo que significa.
Intenté imaginarme a ese árabe barbudo, con sus joyas y sus holgadas ropas. Los esclavos con los sacos de sal sobre sus espaldas. El chasquear de los látigos. Las dhows, las grandes barcas árabes de un solo mástil con su carga atracadas en esa cala que ahora estaba llena de barro y tierra. Antes de que los europeos llegaran a esta parte del África. Después volvieron a sus casas. Antes de que los norteamericanos trajeran sacos de polvo gris de los mares de la Luna y bolsas de arena roja de los desiertos marcianos, a un precio increíble, y antes de que abandonaran todas esas empresas. Antes de que la raza humana descubriera el auténtico camino que lleva a las estrellas a través de la unión sexual del Hombre y la Mujer.
Qué jóvenes éramos todos entonces... Hasta Rajit, con el primer suave brote de vello en su mentón, con su cruel inocencia, obligándonos a llevar a cabo una mascarada entre las tumbas... Insistió en que Timothy y yo debíamos representar la copulación de Kali la Negra y Siva el Blanco. Kali, la Destructora, representa los estragos del tiempo, y Siva representa el eterno espíritu de la creatividad. Ésa es la razón de que, aunque Siva muera y no sea más que un cadáver blanco, siga conservando su erección incluso durante la muerte. Kali monta sobre su cuerpo, blandiendo armas en sus cuatro brazos, dejando asomar su roja lengua en una mueca despectiva. Se supone que lo hace en un cementerio, de noche.
En cuanto oscurecía el cementerio se llenaba de grandes cangrejos que venían del mar, y el baobab relucía fantasmagóricamente bajo la luz de las estrellas. El suspirar del viento por entre sus ramas parecía el gemido de las almas perdidas que intentaban apoderarse de tu cuerpo.
Pero en ese momento el sol brillaba sobre nuestras cabezas. Las hormigas cavaban túneles a través de los huesos del Gran Jefe de la Sal, muerto hacía mucho, convirtiendo esos huesos en flautas y trompetas; y el zumbido de los insectos que nos rodeaban parecía la música de esos huesos brotando del suelo.
—Tendréis que quitaros la ropa —ordenó Rajit—. Timothy tiene que tumbarse en el suelo con los ojos abiertos. Está muerto. Es el cadáver blanco de Siva. Y tiene que dar muestras de virilidad, naturalmente.
— ¿Cómo puede hacer eso? —preguntó la prima Rose—. Cuando estás muerto ya nada te excita.
— ¡Pero Timothy no está realmente muerto, no hace sino ungirlo! Y, de todas formas, tiene que ser así porque la imagen de Kali montada encima de Siva significa que estás dejando atrás tu cuerpo físico..., mediante la sexualidad del cuerpo. ¿No es así, Lila? No es más que un símbolo para representar el vuelo del Bardo. Por lo tanto, Timothy tiene que dar muestras de virilidad y sólo puede usar el pensamiento. No puede acariciarse ni tocarse porque está muerto. No puede moverse, ¿comprendéis?
—Tim se quemará. Ya sabes que su madre no le deja quitarse la ropa para nadar porque se pela enseguida —dijo Yussuf.
— ¡Eso es por culpa del agua salada, no del sol!
Sólo le había visto desnudo en una ocasión y me pareció que era como un gran gusano, gordo, con la carne esponjosa como el pan blanco y manchas rosadas grandes como platos. Pensar en que mi cuerpo entraría en contacto con su desnudez me resultaba repugnante; no me cabe duda de que Rajit lo sabía..., y eso hacía que su sádico placer resultara aún más grande. Tanto Rajit como Yussuf habían demostrado hacía poco su recién adquirida virilidad de pie sobre la arena lamida por el oleaje, exprimiéndose el miembro hasta derramar su blanca semilla en la blancura de la espuma. Pero en cuanto a Timothy, ¿sería capaz de producir algo? Naturalmente, tenía una contracápsula implantada en el brazo, igual que ellos, pero era posible que el Médico Descalzo se la hubiera puesto como un acto de bondad, para ahorrarle el desprecio y las burlas de los otros chicos. Ésa era la razón de que, pese a mi repugnancia, sintiera cierta curiosidad.
Mientras discutíamos, una gigantesca mantis verde se posó sobre la tumba del Gran Jefe de la Sal y nos miró fijamente: medía diez centímetros de largo, con dientes de sierra en sus brazos abiertos, listos para cerrarse de golpe igual que un cepo; tenía los ojos grandes como globos y muy poco cerebro detrás de ellos. Una Hembra; y estaba embarazada. Su hinchada bolsa de huevos era visible detrás de sus alas de ángel. Una Kali verde había acudido a presenciar nuestra pequeña ceremonia. Su llegada hizo que dejáramos de discutir.
Timothy se desnudó torpemente y se acostó sobre la tumba. Su cuerpo recordaba el de un pez varado en la playa. Todos sentimos la misma mezcla de culpa, fascinación y nerviosismo.
—Abre los ojos —dijo Rajit . Siva está muerto y debe tener los ojos abiertos para ver.
—Pero, ¿qué ha de ver? —Los ojos de Timothy se llenaron de lágrimas.
—A Kali, naturalmente. Quítate la ropa, Lila. Pero no te pongas sobre él hasta que no dé muestras de virilidad. Tiene que conseguirlo mediante el poder del pensamiento.
Me quité mi vestido estampado y se lo entregué a Rose.
—¡Usemos el coco para ayudarle! dijo Rajit, riéndose—. ¡Concéntrate en el coco mágico, Tim!
Rajit cogió el coco y lo depositó sobre los muslos de Tim mientras yo me colocaba sobre ellos, inmovilizándole. Rajit me hizo poner las manos encima del coco y empezó a moverlo hacia delante y hacia atrás como si la cáscara del coco estuviera haciendo el amor con el albino. Hizo que la carne de Timothy frotara contra el surco del coco. Era como una babosa de mar chocando contra el cemento.
El pobre Tim me miraba ciegamente a través de una película de lágrimas y yo seguía balanceándome hacia atrás y hacia delante, soñando con el viaje espacial.
—¡Se ha meado! —dijo Rose.
Me aparté de Tim y recuperé mi precioso coco. Tim se puso de lado para escapar a nuestras miradas y empezó a sollozar en voz baja. Rose me tiró mi vestido y se arrodilló junto a Tim, acariciando sus ásperos rizos color jengibre, tan cubiertos de sudor como el cráneo de un bebé durante una rabieta.
—No queríamos hacerte daño, Tim. No es más que un juego —dijo, intentando calmarle.
Ya no teníamos el valor suficiente para mirarnos a la cara. Estábamos avergonzados. Pisé mi vestido sin querer, tropecé y desgarré el algodón con una uña del pie.
***
Cuando volví a casa, mi madre se mostró tan complacida al ver el coco como si el Bardo ya me hubiera aceptado para el programa espacial. Llamó a los vecinos para invitarles a tomar unos cuencos de cerveza de coco y le mandó un mensaje al Maestro Makindi, quien no tardó en llegar para unirse a la fiesta. Él también parecía considerar que el coco era una especie de presagio. Naturalmente, a partir de entonces todos creímos que así era. Mi tía (la madre de Rose) estaba algo celosa.
—Calla, niña. No es más que una casualidad, no significa nada. Sólo tienes once años. —Pero yo me puse la mano sobre el brazo y golpeé el pequeño abultamiento de la cápsula con la punta de un dedo.
—Soy una mujer —dije, y bebí mi cerveza. El jugo de coco fermentado burbujeó al bajar por mi garganta—. ¡Soy un útero humano1! —canturreé—. ¡Mi útero es el espacio!
1 Juego de palabras intraducible entre «woman», mujer, y «womb-man», mujer útero o útero humano. (N. del T.)
2 Literalmente: «niño hermoso». (N. del T.)
3 Doble juego de palabras intraducible, entre «Feng», el nombre del personaje, «fang», colmillo, y «fence», valla o empalizada (N. del T.)
La cabeza no tardó en darme vueltas. Ya estaba nadando por el espacio psíquico que había en mi interior, rumbo a la fabulosa Proción y a la lejana Estrella de Barnard.
2
NUESTRO PEQUEÑO GRUPO se disgregó después de la mascarada del cementerio. Era como si algo se hubiera interpuesto entre nosotros, separándonos. Timothy nos evitaba: se había convertido en el fantasma solitario de un chico que había gastado la energía de toda una existencia sosteniendo el peso de mi coco aquel día. Cuando iba a la escuela se quedaba adormilado en el sitio, sin hacer nada. Consiguió que su piel fuera todavía más repugnante exponiéndose deliberadamente al sol cuando éste quemaba con más fuerza, hasta que se transformó en una especie de crisálida ambulante de la que nunca saldría ninguna mariposa. Dentro de ella siempre habría el mismo gusano blanco.
A Rose y a mí ya no nos trenzaban el pelo juntas. Mi tía dejó que a Rose le creciera el pelo hasta que lo tuvo tan espeso como un matorral. Mi madre llenaba la soledad de las mañanas del sábado de una forma más satisfactoria atendiendo al Maestro Makindi, que siguió visitando nuestra casa para enseñarme los mandalas durante aquellas horas de hacer tirabuzones. Además, las aprovechaba para cortejar a mi madre.
Antes de que hubiera pasado mucho tiempo el Maestro Makindi venía a visitarnos cada día. Cuando yo estaba allí me hablaba de la Astromancia, el Vuelo Espacial Psíquico y el Bardo, mientras mamá nos contemplaba con una mirada llena de orgullo y esperanza. Si daba la casualidad de que yo no estaba en casa cuando venía a visitarnos, al volver me encontraba con que mi madre tenía un aspecto tan feliz y animado como durante aquellas charlas.
***
Nuestras lecciones escolares tenían lugar cinco días a la semana, por las mañanas. Las tardes eran para nadar, jugar algo con los guijarros en la playa, pescar o echar una mano en los campos. El sábado —el Día de Descanso— podíamos hacer lo que quisiéramos, pero cada mañana de domingo teníamos clases en el Edificio del Bardo, la vieja mezquita: se nos hablaba del significado del Bardo y de la Ecología Social, así como sobre el espacio exterior y los misterios internos del mundo, que ahora se habían unido. Aquellas lecciones dominicales, dadas una semana por Makindi y otra por algún lama descalzo que visitaba nuestra aldea, nos revelaron cómo nuestro nuevo conocimiento de las estrellas ayudaba a sostener la Ecología Social de la Tierra, y la razón de que el Bardo fuera la organización más adecuada para administrar los asuntos de la Tierra.
Rajit, que estaba decidido a ser lama, sacaba muy buenas notas en Ecología Social. A medida que iba creciendo dejó de gastar bromas y montar mascaradas. Sus ojos no se apartaban de la polvorienta carretera que seguía la costa hasta llegar a Dar es Salaam, donde las barcazas con velas dirigidas por ordenador se hacían a la mar llevando sus cargamentos de fibra de sisal, cobre y carne de antílope en salazón hasta el Golfo Pérsico y la India. Dar es Salaam era el centro donde se entrenaban los lamas de todo el este de África.
El Bardo... y la Astromancia. Ésa era mi asignatura favorita. La palabra Bardo está formada por las iniciales inglesas Bureau for Astromancy Researchan and development Organization, Oficina para la Investigación Astromántica y Organización del Desarrollo. Hace doscientos años, en los Viejos y Malos Tiempos, poseían cohetes y soñaban con colonizar las estrellas. La Tierra se estaba convirtiendo en un desierto mientras ellos traían polvo de mundos muertos.
Y entonces, en la parte norte de la India Popular, donde el Tantra, el yoga del éxtasis sexual, había logrado subsistir durante todas las revoluciones de la historia, la mujer que conocemos como Camarada Tara Dakini descubrió, por primera vez en toda la historia humana, que estaba en contacto con un rakshasa, una de las inteligencias alienígenas que habitan en la luna del segundo planeta de la Estrella de Barnard; y la raza humana pasó bruscamente de un enfoque de la ciencia a otro. Todas las bases de nuestros conocimientos se alteraron, y así nació nuestro mundo actual. La sociedad también se alteró de una forma muy brusca: puso rumbo hacia la estabilidad y el compartirlo todo. Así aprendimos. Así nos lo contaron el Maestro y los lamas.
El Maestro Makindi era delgado y ágil, y vestía una túnica azul. Siempre estaba dispuesto a ayudarnos, pero en lo más hondo de su ser se mantenía distante y apartado de mí. De una forma u otra, ya fuera en clase, donde yo asistía siempre, o incluso en casa cuando nos visitaba (y así siguió siendo después, cuando se convirtió en mi padrastro).
—La Astromancia —me enseñó un sábado por la mañana en casa, mientras mi madre me trenzaba el cabello, repitiendo la conferencia dada el domingo anterior por un lama que había pasado por Bagamoyo durante su circuito de predicación—, significa comunicarse con las estrellas usando medios psíquicos, del mismo modo que la necromancia significaba comunicarse con los muertos, en cementerios, cuando la gente creía en tales cosas.
Se permitió una leve sonrisa de superioridad, como si lo supiera todo sobre aquel pequeño juego que había tenido lugar entre las tumbas, y mi madre me tiró del pelo aún más fuerte que antes, dejando al descubierto el cuero cabelludo como si estuviera preparando mi cráneo para que le aplicaran los electrodos en la prueba del Bardo, anticipándose años enteros a su llegada.
El Bardo... Hubo un tiempo en el que fue una palabra tibetana, antes de que la Oficina se apoderase de ella. Había un viejo libro religioso tibetano llamado el Bardo Thödol, al que la gente solía referirse como el Libro de los Muertos, aunque en realidad su título debería traducirse como «La Liberación Escuchando lo que Sucede en el Plano que Hay Después de la Muerte». En los viejos tiempos, los lamas tibetanos solían leer ese libro ante los cadáveres para guiar a las almas salidas del cuerpo y conseguir que llegaran a nuevos cuerpos en los que reencarnarse (o eso pensaban). Sin embargo, el auténtico valor del libro radicaba en sus disciplinas mentales expuestas para proyectar la mente humana más allá del cuerpo.
—Ese libro es muy confuso, como ocurre con todos los textos religiosos —dijo Makindi con una sonrisa—. Antes de la época de la Camarada Tara Dakini, nadie se había dado cuenta de que todas las religiones y mitologías no eran más que mensajes interestelares emitidos por nuestros amigos de allí fuera, mensajes que habían sido malinterpretados y no habían podido llegar a su destino. ¡Todas esas tonterías sobre la vida después de la muerte! ¡Dejemos que el Hombre convierta la Tierra en un Infierno, ya que hay un cielo en algún otro lugar! Mientras esa filosofía prevaleciese, jamás habríamos podido tener una auténtica ecología social. No, Lila, cuando el cuerpo muere, el cerebro se derrite igual que una medusa expuesta al sol. Y la conciencia también se derrite con él. Subsistes durante cierto tiempo en las mentes de los demás, bajo la forma de lo que hiciste y de cómo obraste. Sigues existiendo de una forma social. Pero, ¿individualmente? ¿Qué es un «individuo»? Cuando estás dormida, ¿eres un individuo?
Entonces no tienes conciencia de ti misma. La verdad es que la conciencia individual propiamente dicha apenas si existe. Es una ilusión.
Durante un breve período de tiempo la raza humana mantuvo la esperanza de que la Camarada Tara Dakini estaba realmente en contacto con las almas de seres humanos muertos, y de que los mundos alienígenas eran auténticas moradas espirituales, tal y como creían los antiguos tibetanos. Se equivocaban. Esa fue la última gran ilusión de la humanidad. Cuando desapareció, el viejo mundo desapareció con ella. Aquellos mundos alienígenas estaban habitados por auténticos alienígenas, y el «plano psíquico del Bardo» resultó ser la única forma lógica que esos mundos podían usar para comunicarse unos con otros, en vez de mediante radiotelescopios. Lo cierto, según le dijeron los alienígenas a la humanidad, es que, si una cultura enfocaba tecnológicamente el problema del Espacio, acababa dictando su propia sentencia de muerte, más pronto o más tarde.
El único camino auténtico era el camino del campo corporal. ¡El «campo corporal» humano! Ah, con qué entusiasmo hablaba de él Makindi.... igual que hacían todos los lamas que pasaban por nuestra aldea, claro está. Y había buenas razones para ese entusiasmo.
Las religiones habían reconocido en mayor o menor medida la existencia de un campo corporal: un campo de energía asociado a cada organismo vivo. De lo contrario, ¿qué razón había para que la cristiandad tuviera a sus santos con halos? Si no, ¿cuál era la razón de que, cuando meditaba, la cabeza del Buda estuviera rodeada por una aureola brillante? En el Oriente el campo corporal había sido explorado desde hacía milenios usando varios métodos: mandalas de un considerable grado de abstracción y otras clases de «diagramas de circuitos» o, de una forma más práctica, en los gráficos de la acupuntura. Pero las masas supersticiosas se dejaban embobar por los faquires y los milagros, mientras que los auténticos hombres santos se limitaban a anhelar la unión con el gran vacío del nirvana.
En el Occidente, las religiones ignoraron el campo corporal, igual que hizo la ciencia... Hasta que un norteamericano llamado Cleve Backster, por puro capricho, cogió un detector de mentiras y lo conectó a la hoja de una planta de caucho y descubrió que toda la materia viviente, incluso un espermatozoide o una célula, posee «percepción primaria», una especie de campo sensible que llega más allá del cuerpo. Hasta que un ruso llamado Kirlian fotografió eléctricamente el aura de su propio cuerpo y descubrió que emitía destellos luminosos que correspondían a los puntos de la vieja acupuntura china. Hasta que hubo formas de captar en película la actividad eléctrica de las hojas, con lo que se vio que poseían un campo corporal capaz de seguir subsistiendo durante cierto tiempo incluso después de que la hoja fuera mutilada; y ello demostró que existía un cuerpo de energía, aparte del cuerpo físico. Si se le guiaba adecuadamente y se le suministraba la energía suficiente, el campo corporal podía ser irradiado a grandes distancias del cuerpo. Y, por fin, las religiones orientales, con su magia y su misticismo podados, hallaron un terreno común que compartir con las tecnologías occidentales.
El «plano astral» —del que la ciencia occidental se había burlado durante muchos años— resultó ser por supuesto el plano de las estrellas. Los guías esperaban pacientemente, guías que habían sabido mejorar la cohesión de sus propios campos corporales y que llevaban mucho tiempo proyectándolos hacia la raza humana, y que sólo habían conseguido ser tomados por Dioses o Demonios, o por fantasmas de la otra vida..., el mismo error cometido por aquellos tibetanos obsesionados con la idea de la reencarnación que escribieron el Libro de los Muertos. ¡Habría sido mucho mejor llamarle «El Libro de la Vida»!
—¿Puedes prestarme ese Libro de los Muertos, aunque se equivoque en algunas cosas? Me gustaría leerlo.
Makindi negó con la cabeza, apenado.
—Sólo he leído un extracto de él. Verás, aunque es un gran clásico, también es un libro profundamente engañoso. Contiene tantas ideas equivocadas... ¡Hizo falta mucho tiempo para lograr separar lo que tenía sentido de las tonterías! El Bardo no quiere que la gente vuelva a dejarse engañar por él. Además, alguien podría intentar poner en práctica sus instrucciones sin ayuda. Ya sabes qué cantidad de personas quieren ser aceptadas en el Bardo para viajar, ¿no? (¡Que si lo sabía!) Pero el Libro de los Muertos ignora gran parte de los problemas prácticos: por ejemplo, el yoga tántrico que necesitas para liberar la energía corporal que sirve de combustible al viaje del Bardo. El Libro de los Muertos no es más que una rueda del Bardo. ¡Un camión puede correr durante cierto tiempo sobre una sola rueda, pero acabará volcando! El yoga tántrico es otra rueda, y nada más. Liberar esa clase de energía por ti mismo es realmente peligroso. Necesitas estudiar diagramas de mandalas para entrenar tu mente, necesitas ordenadores para que vigilen tus ondas cerebrales..., oh, necesitas muchas cosas más.
—¡La Camarada Tara Dakini tuvo que ser una mujer muy inteligente o muy afortunada para resolver todo el problema ella sola y sin ayuda!
—Bueno, los rakshasas la ayudaron... Crearon la primera embajada mental en la Tierra y, naturalmente, nos mostraron cómo hacer encajar todas nuestras piezas dispersas para formar el rompecabezas. Una parte de religión oriental aquí, una parte de otra disciplina mental allá...
—¿Una embajada mental? ¿Qué aspecto tiene eso? No consigo imaginarlo.
—Oh, no es más que un edificio como cualquier otro —dijo él, riéndose—. He visto fotos de la Embajada de Proción. Es un viejo hotel convertido de Miami Beach. La Estrella de Barnard usa el Palacio del Potala en el Tíbet. Los yidags de Épsilon Indi usan un monasterio ruso que está cerca del viejo centro espacial, en el Kazajstán. Pero lo principal es que entrar en el Bardo requiere una clase de mente muy especial, y ni la décima parte del uno por ciento de los seres humanos poseen esa clase de mente.
—Lo sé. No debo sentirme decepcionada...
Pero Makindi y mi madre intercambiaron una mirada. Sabía lo que creían. Quizás el amor que sentían el uno hacia el otro se sostenía hasta tal punto en esa esperanza que necesitaban creer en ella, ya fuera cierta o no.
Salí de casa y caminé por las calles sobre las que caía la cegadora claridad del sol. Quería estar sola.
Astromancia. Para mí la palabra tenía otros significados ocultos en su seno.
Romanticismo, emoción.
No pensaba en el aspecto erótico del vuelo estelar, la necesidad de tener un compañero con el que hacer el amor. Estaba imaginándome lo que sería que tu mente entrara en contacto con algo como un rakshasa. ¡Aquellos seres llameantes que cambiaban de forma con la fluidez del mercurio, aquellas criaturas volantes que moraban en ciudades de nubes bañadas por la claridad anaranjada de un sol alienígena! ¿Cómo se manifestarían en Lhasa? ¿Una luz deslumbrante, una columna de fuego? Los rakshasas decían llevar diez mil años explorando nuestra galaxia en el plano del Bardo, y después de diez milenios sólo habían conseguido alejarse quinientos años luz de la Estrella de Barnard. Haría falta tanto tiempo para trazar el mapa de toda la galaxia y conocer a todos los seres extraños que vivían en ella... Quizá no bastara con cien mil años. Aun así, ahora teníamos tiempo para ello. Ése era el único regalo del Bardo, el más precioso de todos. ¡Espacio suficiente para respirar!
La luz del sol caía sobre la blancura de la calle, trazando una línea de oscuridad que nacía bajo los tejados de chapa ondulada: un anciano estaba sentado ante su máquina de coser haciéndoles dobladillos a las túnicas de lino blanco. Su pie bailaba sobre el pedal; bailaba continuamente sin moverse del mismo sitio mientras todo el mundo bailaba alegremente, sin ir a ninguna parte. Cuando pasé junto a él me miró y sonrió distraídamente, enseñándome el hueco de los dientes que le faltaban.
Una bicicleta yacía ante una puerta abierta. La huella de sus neumáticos se desenrollaba por la calle como la piel de una serpiente larguísima. Una gallina avanzaba por el polvo siguiendo la huella del neumático, con paso lento y pomposo, hasta que un perro salió corriendo de la casa, ladrándole, y la gallina huyó cacareando, molesta y con todas las plumas revueltas. Éste era el ritmo de la vida humana actual. Y este ritmo era exactamente el mismo en Nairobi, Nueva York, Moscú y Pekín. Habíamos logrado salvarnos. Todo el espacio y el tiempo eran nuestros.
Aún había muchas grandes ciudades, cierto; pero ya no eran los tumores del siglo XX tal y como se los describía en nuestro libro de historia escolar. Aquella cultura llegó a su punto de crisis debido a su loco impulso de conquistar el espacio con las máquinas y domar la Tierra usando el mismo sistema..., como si la naturaleza no estuviera viva y fuera una amiga nuestra, y como si cada planta no poseyera su propio campo corporal, sino que fuera una cosa que necesitaba venenos y sustancias químicas para hacerla crecer.
Hoy la ciencia tenía su lugar en la vida, el que debía ocupar: los ordenadores que dirigían las velas de las barcazas transoceánicas o los paneles de energía solar para obtener corriente, o las contracápsulas de nuestros brazos que limitaban la población manteniéndola en un nivel racional..., sí, todo aquello había sido inventado en el siglo XX, claro está, pero sólo como míseras «alternativas» al cáncer básico del crecimiento.
Nuestras almas debían ser muy diferentes a las de aquella masa de competidores egoístas y codiciosos que vivían entonces..., de hecho, debíamos ser más parecidos a los chinos que ayudaron a inaugurar el Nuevo Camino mientras Occidente caía en la bancarrota y los guías alienígenas lograban entrar en contacto con nosotros. Incluso los chinos habían tenido que olvidar sus falsos ideales de crecimiento y aprender de Occidente, aunque para ellos era más fácil comprender las fuerzas cósmicas que siempre habían moldeado sutilmente el alma humana y que, sin nosotros saberlo, la habían unido a las estrellas. Tenían las tradiciones de su lado.
Ahora nos resultaba muy difícil comprender las mentes de los hombres del siglo XX y su ciego impulso, como si fueran una multitud de topos que se metían por túneles oscuros buscando la riqueza, el poder, el vuelo espacial, las superautopistas, el frenético viajar de uno a otro lado, las diversiones electrónicas empaquetadas... Nuestros libros de historia escolar, editados por el Bardo, se limitaban a contener los hechos sin hacer juicios de valor, pues ésa era la mejor forma de condenar los Viejos y Malos Tiempos.
Al menos ahora conocíamos nuestras propias mentes. No deseábamos nada de lo que ellos habían deseado. Y la verdad es que no habíamos renunciado a nada. Al contrario, habíamos conseguido un mundo sano y cuerdo; y la amistad con los pueblos de las estrellas.
La calma es una cualidad que dudo mucho que comprendieran. Aquellos hombres y mujeres de la «civilización» anterior... Ahora obrábamos con calma, sí, pero al mismo tiempo vibrábamos, igual que plantas arraigadas en la tierra, con el centelleo de su propia aura individual rodeando a cada una. Habíamos visto muchas fotos Kirlian de esas auras en la escuela. Cada vegetal inmóvil era en realidad una galaxia de luz y energía. Quizás estuviéramos quietos, cierto, pero la vida cantaba en nuestro interior.
3
RAJIT se me acercó un día en la calle llevando un objeto de cristal y goma del que sobresalía un tubo parecido a una chimenea.
—Es una mascarilla de buceo. Con ella puedes ver por debajo del agua. —Sus dedos no paraban de acariciar la mascarilla—. Mi tío la encontró en uno de los viejos hoteles de la playa. ¿Quieres probarla? ¿Quieres ir a la isla conmigo?
Nuestros pescadores jamás habían usado nada parecido a aquello. Era un auténtico juguete de la era del desperdicio. El tubo para respirar estaba hecho de plástico... Así que su tío la había encontrado en uno de los hoteles abandonados, ¿eh? ¿Y en un estado tan perfecto después de todos aquellos años? La verdad es que no le creía. Pero, dado que no había ninguna otra explicación, acabé teniendo que creerle.
Rajit había crecido mucho desde los días del cementerio. Ahora medía bastantes centímetros más que yo, y lucía los inicios de una barba adolescente.
—Podemos ir mañana con el viejo Mkwepu. Ya se lo he pedido. Bajo el agua hay toda una realidad distinta. Casi se puede sentir cómo debe ser el vuelo del Bardo.
Aquel tubo de plástico me inspiraba una leve repugnancia. Hubo un tiempo en el que el mundo entero estuvo a punto de ser destruido por objetos como ése: frivolidades, kilómetros cúbicos de basura que consumían inútilmente los recursos. Sin embargo, la mascarilla de buceo estaba delante de mí y existía ahora, no hacía dos siglos..., y tenía cierta curiosidad por averiguar cuál era la auténtica razón de que Rajit quisiera ir a la isla. Evidentemente, pensaba que había llegado el momento de practicar juegos más serios que una mascarada en el cementerio.
***
La mañana del sábado ayudamos a Mkwepu a cargar sus redes y sus cestas de sisal para el pescado en la canoa: él mismo se había encargado de fabricar la embarcación, como se hacía con todas las barcas de pesca pequeñas, y la madera del interior estaba llena de señales dejadas por la azuela que utilizó. Mkwepu había pintado un mandala yantra en la proa para tener buena suerte; un racimo de triángulos entrelazados, cuatro apuntando hacia arriba y cuatro hacia abajo, representando respectivamente a las fuerzas masculinas y femeninas, con un punto en el centro que se suponía era el punto de entrada al Espacio del Bardo..., ¡cuando aprendías a entrar en él, claro! (Pero yo ya estaba preparándome para aprender. Me pasaba horas enteras contemplando yantras y otras clases de mandalas hasta que acababan grabándose en el ojo de mi mente igual que si fueran nuevos circuitos cerebrales... El yantra pintado por Mkwepu era bastante tosco comparado con los hermosos diagramas que Makindi me mostraba, pero aun así tenía un cierto efecto hipnótico.)
El viejo accedió a dejarnos en la isla Sinda para que pasáramos el día allí y pusimos rumbo hacia los bancos de peces que había cerca de la isla. Rajit había traído consigo un poco de vino de palmera, pastelillos y una papaya para que comiéramos. Mientras navegábamos se dedicó a tocar una flauta de madera de la que brotaba una melodía alegre y juguetona que tan pronto parecía misteriosa como burlona.
—Estamos navegando por la superficie de la realidad proclamó con voz grandilocuente, quitándose la flauta de los labios para señalar hacia la espuma que se apartaba de nuestra proa—. Pronto sabrás lo que hay bajo todo esto.
—Oh, sí, seguro —dije yo, riéndome.
Durante un largo tiempo tuvimos la impresión de estar moviéndonos muy cerca de la orilla, y de repente cruzamos alguna línea visual divisoria y nos encontramos a una gran distancia de ella. El continente se encogió hasta convertirse en una línea verde pegada al horizonte marino.
En Sinda no había más que cangrejos y pájaros. Cangrejos grandes como cráneos correteaban por entre la vegetación espinosa. Pájaros tejedores con el cuerpo manchado de amarillo se movían por entre la espesura. Gaviotas de plumaje tiznado iban y venían por la playa recorriendo la línea de la marea. Rajit y yo éramos los únicos seres humanos de la isla. Las corrientes marinas formaban turbulencias a cierta distancia de la orilla, rodeando la isla y dejando una franja de unos cien metros de agua tranquila que se movía en lentas ondulaciones yendo hacia la playa.
Cuando nos desnudamos todo me pareció muy distinto de aquella vez en el cementerio. Ahora mis pechos eran pequeñas peras negras terminadas en pezones que recordaban los cuernos del creciente lunar. Rajit estaba tan delgado que parecía medio muerto de hambre, y los huesos tensaban su carne en demasiados puntos de su cuerpo. Se quitó el turbante y lo arrojó hacia la orilla. Después hizo lo mismo con la redecilla y dejó que la reluciente cascada negra de su cabello cayera sobre sus hombros. Parecía una Kali loca y enflaquecida de algún óleo pintado por un barroco artista de Calcuta. Pequeños cangrejos blancos tan grandes como la uña de un pulgar echaron a correr de lado para esconderse en sus profundos túneles; partes de la playa se movieron velozmente, parpadeando y tragándose a sí mismas.
La mascarilla hacía que mi respiración pareciera un ronquido. Mis palabras se convertían en ecos retumbantes que empañaban el cristal. Si Rajit tenía un aspecto extraño con el cabello suelto, ¡qué extraña debía parecer yo, con aquel cuerno de plástico azul brotando de mi cabeza igual que una serpiente kundalini hecha visible!
Fui hacia el oleaje, agaché la cabeza y me zambullí. Antes de que hubiera pasado mucho tiempo, tal y como me había prometido, estaba flotando en el cielo de un mundo extraño que jamás había visto antes...
Los corales abrían sus ramas y florecían bajo mi cuerpo: abanicos escarlata, colmillos purpúreos, platos de color violeta que formaban curiosas ciudades dispuestas en forma de terrazas. Cerebros amarillos agazapados sobre campos de erizos de mar. Las púas de los erizos, negras como el azabache, se agitaban suavemente en la brisa líquida y, sin embargo, aquel tipo de vida no tenía nada de blando o carnoso, aunque los cuerpos brillaban con la suave claridad de la gelatina, como si estuvieran hechos de una sustancia aterciopelada. Me encontraba en un mundo donde los minerales habían cobrado una vida tan estática como abigarrada: un planeta de silicio con masas cerebrales porosas y cúpulas fungoides como sus Pensadores, dominando con su presencia ciudades extrañas e iluminadas por un vívido resplandor, a medio camino entre la vida y la piedra.
Minúsculos pececillos iridiscentes que más parecían veloces bandadas de pájaros iban y venían por las ciudades, moviendo sus alas y contemplándome con ojos como burbujas. Las ciudades parecían proyectar aquellas parpadeantes motas de una vida más blanda que cruzaban sus cielos como si fueran señales dirigidas de una zona a otra. Me pregunté si las ciudades de nubes del mundo rakshasa, los bosques de Asura o los yidag en forma de botella me parecerían más extraños que todo aquello.
Y, de repente, torres, colmillos, terrazas y cerebros se detuvieron ante un risco. El mundo se desplomó en las profundidades. Estaba suspendida sobre un gran precipicio.
Abajo. Tan lejos... En el abismo, borrosas y medio invisibles, había siluetas amorfas que se movían lentamente, tropezando unas con otras. Las Profundidades estaban repletas de ellas. Y, sin embargo, eran invisibles. No eran más que las negruras del abismo resistiéndose a la luz.
¿Sería ése el aspecto que tendría el espacio interestelar? No un vacío incapaz de oponer resistencia, sino algo tan pesado como el plomo cuya textura se aferraba al viajero en vez de permitirle pasar... ¿Sería algo provisto de su propia y salvaje gravedad, muy distinta a la gravedad de los mundos? Comparado con esto, ¿podía decirse que los planetas poseían una auténtica gravedad, o acaso la gravedad no era más que una fuerza de repulsión que la pesada masa del espacio ejercía sobre ellos?
Me quedé inmóvil, fascinada y medio enloquecida por el terror, mirando hacia abajo, flotando, acercándome lentamente al abismo. Y, entonces, algo de forma triangular subió hacia mí emergiendo de aquella rígida nada, aleteando, desprendiéndose de su telón de fondo y adquiriendo color. Una gruesa lámina de materia gomosa repentinamente congelada que vino rápidamente hacia mí hasta volverse de un azul brillante, con ojos amarillos reluciendo sobre todo su cuerpo...
No eran ojos. No. Eran manchas repartidas por su piel. Y en ese instante supe lo que era.
Sus dos únicos ojos estaban clavados en mí. Su cola se movió como un látigo capaz de matarme.
Volví rápidamente hacia la orilla, alejándome de la mantarraya, y me encontré con Rajit que flotaba sobre su espalda, con el cabello rodeándole como un velo.
Cuando se puso en pie su cabello se le pegó al cuerpo, lacios mechones que dibujaban líneas de fuerza desde la cabeza hasta la ingle, y de repente se convirtió en un Siddha, un hombre sabio de los viejos tiempos. Sus ojos ardían con una luz dura e imperiosa. Su sonrisa, tímida y hambrienta... Fuimos juntos hasta la orilla y Rajit me entregó la botella de vino con un gesto ceremonioso. ¿Un nervioso chorro de palabras brotado de sus labios, promesas, halagos, cumplidos? Nada de eso. No dijo nada. Se limitó a actuar, después de que yo hube bebido. Y era mejor así. Era más sorprendente, más extraño y misterioso..., y, sin embargo, también era algo esperado, algo que estaba aguardándome, que siempre había estado aguardando ahí. Hicimos el amor en la playa con una concentración salvaje, igual que dos desconocidos, en silencio, abriendo los sellos de las puertas que había en nuestros corazones y nuestros cuerpos. Despertamos al yo escondido que había en nuestro interior.
***
Al año siguiente los dobdobs vinieron a buscarme.
4
MAKINDI nos enseñó que una purga es el momento en el que una sociedad se libra del veneno que hay en sus venas. Pero no lo hace mediante un derramamiento de sangre; ese tipo de herida necesita demasiados años para curarse. La misma sociedad queda herida. El aislamiento es la cura adecuada. Sumergir la enfermedad en hielo. Por eso los elementos purgados del viejo mundo —los científicos que iban en contra de la humanidad, los falsos filósofos—, fueron enviados a pasar el resto de sus días sin que pudieran hacer daño a varias zonas de cuarentena que eran frías, sí, pero también estimulantes, y donde el paisaje poseía cierta pureza. En aquellos tiempos los dobdobs necesitaban armas para vigilar a los enemigos sociales. Pero, ¿quién haría que un dobdob sacara su arma hoy en día? ¿Quién rechazaría el honor de ser elegido para el Bardo, incluso si eso significaba no ver nunca más a la familia o el hogar? ¡Ni yo ni nadie hartamos semejante cosa!
Un equipo de dobdobs llegó a Bagamoyo en helicóptero: el estruendoso parloteo de la máquina y el resplandor de sus palas nos impresionaron a todos. El autobús de la costa que venía una vez al mes, con su techo de paneles solares bebiendo el sol africano, era lo bastante rápido para cualquier otra necesidad cotidiana de nuestro mundo, y lo mismo ocurría con las dhows que nos visitaban durante la cosecha del sisal. Las máquinas volantes eran sólo para las emergencias, los desastres... y la Administración Espacial.
Makindi le hizo una seña a Rajit para que ayudara a los dobdobs con su equipo. Mi padrastro cogió un estuche metálico mientras Rajit luchaba con el otro, que resultó pesar más de lo esperado. Rajit acabó teniéndolo que dejar en la arena; el dobdob de ojos azules se encargó de llevar su peso.
Las pruebas se realizarían en la escuela. El grupo de candidatas estaba formado por yo misma, mi prima Rose y otra prima más lejana que vivía en la aldea de Kingongoni, a unos cuantos kilómetros hacia el interior. Makindi y Mboya, el Médico Descalzo, se habían encargado de recomendar a las candidatas más adecuadas basándose en pruebas de memoria y percepción, el ritmo metabólico básico y media docena de factores más.
Un dobdob jovial no tardó en llevarme al despacho de Makindi y me hizo tomar asiento en un sillón de mimbre situado delante de la mesa. La habitación estaba sumida en la penumbra y las persianas creaban una brillante rejilla de luces y sombras que arrojaba suaves arco iris sobre la otra pared. Empezó a hablarme con voz tranquila y baja. No se trataba de «aprobar» o «suspender». Buscar un campo corporal adecuado al viaje del Bardo era más parecido a buscar un tipo de sangre raro...
—No estoy nerviosa —le dije—. De veras, no lo estoy.
—¿Y por qué no? Casi todo el mundo suele estarlo.
—Sencillamente, porque no lo estoy.
—¿Eres la chica que encontró el coco?
—Sí.
—¿Y ésa es la razón de que no estés preocupada?
—Supongo que sí.
El otro dobdob, que estaba haciendo los últimos ajustes en sus máquinas, dejó escapar una leve carcajada.
—Sé que poquísimas personas poseen el poder del Bardo en alguna de sus formas utilizables, y que poseerlo o no es algo que viene determinado por el azar; pero aun así...
El dobdob de expresión jovial dejó que siguiera hablando sin interrumpirme.
Y, sin embargo, de no haber encontrado el coco, ¿habría estado tan dispuesta a grabar los mandalas de Makindi en mi mente? Preguntadle a cualquiera qué sistema usa el Bardo para escoger a sus viajeros estelares, y seguramente obtendréis siempre la misma respuesta: todos los niños de la Tierra tienen ocasión de probar suerte. Pero, al mismo tiempo, esa oportunidad se daba en muy raras ocasiones: eso hacía que se convirtiera en un honor, un privilegio, un raro triunfo personal. Aun así, era un privilegio compartido con todos, y eso hacía que no experimentásemos ningún resentimiento y no hubiera ninguna sensación de desigualdad.
El otro dobdob ya había terminado de comprobar sus aparatos. Había electrodos, auriculares y una especie de mascarilla que me recordó a la mascarilla de buceo (pero ésta era opaca), y junto a todo eso había una caja llena de agujas plateadas.
El segundo dobdob colocó delicadamente los minúsculos electrodos en mi cuero cabelludo, usando una pasta adhesiva y guiándose por el tacto para localizar los sitios adecuados, midiendo mi cráneo con el compás de sus dedos. Aunque la habitación estaba sumida en la penumbra, tenía los ojos medio cerrados.
Iba a utilizar grabaciones de mantras que yo oiría a través de los auriculares.
¿Qué sabía yo de los mantras?
Repetí lo que Makindi y los lamas me habían enseñado. Cada átomo del universo es un conjunto de partículas que, en sí mismas, no son más que pautas de interferencia entre las vibraciones energéticas primitivas. Los sonidos del mantra, concebidos en la antigua India, imitan esas vibraciones básicas. Son los «ruidos» primordiales a partir de los que se crea la realidad. Pronunciar los mantras de la forma adecuada el número suficiente de veces hace que la mente entre en contacto con los ritmos universales básicos.
—Naturalmente, nunca he oído ningún mantra —me apresuré a añadir. Sería jugar con fuego... Despertaría fuerzas que una mente sin entrenamiento no podría controlar.
El dobdob acarició sus agujas plateadas de acupuntura.
—Tenemos que localizar los chakras principales del cuerpo que vibran al sentir los distintos sonidos del mantra. Háblame de los chakras, Lila.
Los centros energéticos del cuerpo humano. «Ruedas». La medicina oriental fue la primera en descubrirlos. La medicina occidental acabó aceptando su existencia dos siglos antes de nuestra época..., cuando el oriente y el occidente convergieron para formar un solo mundo. El kundalini, la energía vital del cuerpo, pasa por cada chakra subiendo hacia el cerebro, y de él parte al cosmos.
—Tendremos que aumentar un poco tu fuerza kundalini para poder medirla. Si no eres aceptada, debes prometer que nunca intentarás aumentarla por tu cuenta, utilizando lo que recuerdes de esta prueba.
Lo prometí.
Jugar con fuego.
—Y ahora, la mascarilla...
Era un estereoscopio, y servía para mostrar imágenes tridimensionales. Proyectaría un mandala yantra en relieve delante de mis ojos. El dobdob me enseñó una tarjeta.
—Este yantra... ¿Lo conoces?
Vi una plaza en forma de cuadrado rodeada por paredes oscuras. Tenía cuatro entradas. Dentro de la plaza había pétalos de loto dispuestos alrededor de un círculo negro como el azabache. En el centro del círculo ardía un punto blanco rodeado por cuatro triángulos blancos con las puntas hacia abajo. Claro que lo conocía. Hacía años que lo conocía, gracias a Makindi. Era el Kali Yantra, el Yantra de la Energía Femenina.
En la mascarilla había incorporado un retinoscopio que podía lanzar rayos de luz tan delgados como lápices hacia los puntos ciegos de mis ojos, allí donde los millones de fibras nerviosas se agrupan y ofrecen una entrada directa al cerebro. Al igual que los puntos de luz encerrados en el corazón del yantra —los puntos bindu—, que dan al infinito, esos puntos ciegos de la retina son sus puntos bindu particulares, el sitio donde el mundo exterior de las realidades superficiales se desvanece y se pasa del mero ver a la auténtica visión, al mundo del pensamiento interior.
El dobdob escogió unas cuantas agujas y las esterilizó con alcohol. Me dijo que debía desnudarme hasta la cintura.
—El chakra situado más arriba está en el cerebro y se llama Sahasrara. La verdad es que quizá sería mejor llamarle Sahara..., porque es la entrada a un desierto inconmensurable en el que es fácil perderse y morir. Los mundos alienígenas están tan lejos como cualquier oasis de la Tierra. Recuerda que este camino a las estrellas no tiene nada de fácil. Sencillamente, es el camino auténtico y natural para llegar a ellas.
La prueba había empezado. Oí ladrar un perro, y después mis oídos quedaron taponados por los auriculares y mis ojos cegados por la oscuridad de la mascarilla.
Haces luminosos empezaron a brillar delante de mis ojos, y vi un cono de triángulos con las puntas invertidas en cuyo interior había... la negrura. Rodeaban un disco negro que parecía el sol durante un eclipse, un disco a cuyo alrededor había una corona blanca de pétalos de loto y que contenía un corazón en su centro, igual que si lo que eclipsaba el sol, fuera lo que fuese, estuviera agujereado. Aquel sol negro se tragaba la luz. Pero los triángulos mantenían confinada la oscuridad. Tejían una valla interna de luz. Y, en mi sordera, oí... el mantra. Al principio no pude distinguirlo del suave latir del aire encerrado en mis tímpanos, aislados por las protecciones de los auriculares. Pero muy pronto, en aquel silencio palpitante, pude oír un sonido:
HUM.., HUM..., HUM...
Latiendo. Aumentando de intensidad. Creando ecos en mi mente, ecos que unían el pasado, el presente y el futuro hasta que todo el tiempo se volvió una sola cosa y me encontré viviendo simultáneamente en todos los tiempos.
HUM, y cada pétalo de la brillante corona blanca vibraba mientras yo giraba alrededor de aquel sol negro, yendo de una protuberancia a otra, mitad en el tiempo, mitad en la eternidad.
Mi ombligo relucía. Ya debía tener una aguja de acupuntura metida en él. O quizá no estuviera allí sino en algún otro sitio, comunicándose con el ombligo a través de los nervios invisibles e inmateriales del campo corporal. Una suave gema llameante ardía de forma indolora pero insistente en aquel punto de mi cuerpo donde la carne se doblaba sobre sí misma, y mi cuerpo se imaginó un cordón umbilical que palpitaba bajo el peso de un fluido caliente, uniéndome al útero universal dentro del que flotaba, igual que la estrella negra de pétalos resplandecientes rodeada por una valla de triángulos flotaba dentro de un patio rodeado por oscuras paredes.
Los pétalos de la corona se fueron volviendo de color azul a medida que la oscuridad se filtró hacia el exterior del patio, adoptando tonalidades lilas, violetas y púrpuras. Cuando se volvieron negros el sol negro dejó de existir como entidad separada. Y me encontré flotando sobre un túnel de triángulos resplandecientes que habían dejado de ser un cono de vallas capaces de impedir la entrada y la salida, convirtiéndose en una pirámide invertida de peldaños..., un embudo que llevaba hacia abajo.
El mantra cambió: ahora recordaba el entrechocar de unos címbalos.
¡TRAM! ¡TRAM! ¡TRAM!
El embudo osciló locamente. Primero era un embudo, luego una pirámide. Se dobló sobre sí mismo, perdiendo sus dimensiones, mareándome. Me encontré suspendida sobre el mismísimo punto bindu y, un instante después, el punto estaba muy por debajo de mí y yo caía caía caía... Una pirámide volvió a hacerme subir.
Sentí nacer un segundo foco de calor entre mis pechos. El calor fue haciendo que aquellos locos giros se detuvieran. Ya no podía ver la pirámide, sólo la profundidad del embudo, los peldaños de luz que llevaban hasta el punto central del resplandor. Sólo que ahora ese punto no se encontraba abajo, sino fuera. ¡Fuera de mí misma, fuera del mundo!
¡HRIH! ¡HRIH! ¡HRIH! El zumbido casi me perforó los tímpanos, como si fuera el gemido de un animal atrapado en un cepo. Y me ardía la garganta.
El fuego de mi ombligo se había esfumado. Ya no sabía dónde estaban mis piernas, no conseguía localizarlas. Toda la parte superior de mi cuerpo flotaba, alejándose de ellas...
¡Entonces, esto era lo que se sentía cuando el Cuerpo de Energía se liberaba! ¡Tuve la impresión de haberle convertido en un centauro, con mi Cuerpo Sutil asomando de mi Cuerpo Material igual que la parte humana de la parte equina!
Mi garganta ardía igual que si se hubiera vuelto incandescente. «¡HRIH! ¡HRIH!», grazné, con las fosas nasales dilatadas en un relincho. El sonido era yo misma; yo era el sonido. ¿Auriculares? Nada de auriculares. Este sonido era el sonido-semilla de mi propia existencia. Hasta sabía de qué fosa nasal brotaba este chillido hecho de aliento: de mi fosa nasal izquierda, no de la derecha.
Una de mis piernas de energía logró soltarse con una brusca sacudida, y el primero de los cinco triángulos pasó disparado junto a mí, dejándome atrás, mientras que los cuatro triángulos restantes se hinchaban hasta llenar todo el espacio. El punto brillante se dilató, convirtiéndose en un disco...
***
El gemir del ¡HRIH! fue apagándose hasta volverse un leve zumbido. Tanto los triángulos como el disco bindu desaparecieron. Ahora sólo quedaba el lento baile de las imágenes residuales.
Algo..., no, alguien me estaba quitando los auriculares de los oídos. Alguien estaba hablando. Alguien estaba quitándome la mascarilla de los ojos. Un mundo fue reapareciendo ante mí: una habitación fantasmagórica en la que había geometrías de niebla que iban disolviéndose lentamente, espectros de puntos y triángulos. Los dobdobs estaban sacando los gráficos de su máquina. Su escrutinio pareció durar una eternidad mientras yo seguía sentada, sin que me hicieran caso, no sabiendo si podía abotonarme el vestido.
Y, finalmente, el dobdob de rostro jovial alzó los ojos y me sonrió.
—Felicidades, Lila. Irás a las estrellas.
5
APENAS SI TENÍA UN PAR DE HORAS PARA DESPEDIRME —tiempo durante el cual los dobdobs estuvieron ocupados haciéndole la prueba primero a Rose y luego a mi otra prima, con resultado negativo en los dos casos—, pero me pareció que esa premura era preferible. Ahora me había convertido en una especie de prodigio, el milagro de la aldea. Y, sin embargo, todo aquello también tenía su faceta temible. Lo percibí en las nerviosas felicitaciones de la gente que se congregó en casa de mi madre para beber cuencos de cerveza. Viajaría a las estrellas para que nuestra aldea pudiese permanecer igual que ahora: inmóvil y segura. Sus palabras de felicitación y sus buenos deseos estaban cargados de un impulso parecido al del retroceso: una reacción igual y opuesta a la de mi inminente partida.
Mi tía, la madre de Rose, vino a darme un beso de despedida. Esa rápida visita parecía anunciar una reconciliación entre ella y mi madre. Se abrazaron, unidas por aquel momento de pérdida y recuperación, pues lo que habían perdido en mí lo recuperaban la una en la otra; y aquello parecía alegrarlas. Los celos que habían manchado todos los años transcurridos desde que encontré el coco se esfumaron como por arte de magia. Rose no tardaría en visitar de nuevo la casa de mi madre, ocupando el lugar de su corazón que me había estado reservado a mí. Rose no vino a despedirme. ¿Estaría en su casa, llorando e intentando superar su decepción? Es lo que yo habría hecho en su lugar. Rajit había sido aceptado como estudiante en la lamasería, pero aquello no tenía nada de extraordinario; aún debería quedarse en Bagamoyo durante tres semanas más antes de coger el autobús que le llevaría al sur.
Al final de aquel frenético intervalo, Makindi se presentó en casa de mi madre acompañado por el dobdob rubio; me besó distraídamente en la frente, y mi custodia pasó de sus manos a las del dobdob.
Toda la aldea presenció el despegue del helicóptero, saludando entusiásticamente con la mano. Pero sus saludos iban dirigidos al helicóptero, no a mí. Ya me habían olvidado.
Las palmeras, que siempre habían mantenido sus coronas de hojas a tanta altura, se hundieron en el suelo y se transformaron en estrellas de mar verdes que proyectaban negros erizos de sombra sobre un retazo de tierra amarronada. El paisaje se convirtió en un modelo de sí mismo, un juguete visto desde el aire. Viajar así podía hacer que la gente perdiera la escala de las cosas. El mundo se convertía en un mapa sobre el que se podían hacer garabatos. Ningún campo o árbol era vital. Siempre había más mundo que ver..., mundo disponible, mundo que podía ser consumido y sacrificado. Comprendí cuán fácil era que la movilidad produjera esa despreocupada capacidad de explotación.
Nos alejamos en ángulo de la costa, siguiendo la tira roja de la carretera que se abría paso por la espesa vegetación verde cruzando un riachuelo y un par de aldeas con muchos cocoteros. Vacas que parecían escarabajos peloteros pastaban entre ellos. Después empezamos a sobrevolar las plantaciones de sisal: kilómetros de pinchos verdes que formaban una parrilla geométrica sobre la tierra.
Estaba sentada junto al piloto. Se llamaba Sam, Sam Shaw, y era norteamericano. Los dobdobs encargados de las pruebas iban sentados detrás de nosotros, hablando en lo que supuse sería chino.
—Sí —dijo Sam cuando se lo pregunté—. Liu es chino. Es el jefe.
—¿Y el otro?
—Yongden es tibetano. Pero no hace falta, que te tomes la molestia de recordar sus nombres. Operan en África, así que no volverás a verles, y yo me separaré de ti en cuanto te haya llevado al Centro del Bardo de Florida. Florida te gustará. Mares cálidos, palmeras... Más edificios y ciudades que aquí, y una explotación agrícola mucho más intensa. ¡Naranjas! Se las puede oler desde lejos...
—¿Ciudades?
—Oh, sí. Miami sigue teniendo una población de casi un cuarto de millón de personas. Sin contar el Centro del Bardo... Y seguirá teniendo esa población, dado que le proporciona energía y suministros al Centro. ¡Aunque tampoco es la mayor ciudad del mundo, claro! De todas formas, la política descentralizadora funcionó bastante bien, especialmente en las viejas llagas como las ciudades asiáticas o las megalópolis norteamericanas. Repartir a la gente por el campo ha servido para que ya casi hayamos conseguido llegar a la densidad óptima de población en todo el mundo. Los que viven en ciudades ya no tienen la sensación de ser gente especial. El Japón fue un auténtico problema; pero la emigración a Siberia y Australia ayudó bastante... De camino recogeremos a unos cuantos candidatos más. Podrás hacer amistades durante el vuelo.
—Sam, ¿eres de Florida?
—Oh, todos los sitios son iguales —dijo él, encogiéndose de hombros—. Tanto da de donde seas.
Seguimos volando durante quince minutos hasta ver unas torres blancas que brotaban de una pequeña hilera de colinas rodeadas por una llanura de maleza. Fuimos hacia ellas, cobrando altura, y no tardamos en ver la ciudad, Dar es Salaam: una franja de tejados rojos y blancos que seguía la curva azul de la bahía, allí donde el mar se perdía por detrás de las colinas.
—Aquí está el campus de entrenamiento. Supongo que tanto tu padre como el Médico Descalzo fueron adiestrados aquí. Tomaremos tierra para dejar a Liu y Yongden.
A medida que nos acercábamos, los edificios iban perdiendo su brillo y parecían más gastados por el tiempo. En las paredes había telarañas de grietas dejadas por el estuco al desprenderse. Las carreteras estaban llenas de baches. Los techos de las pasarelas que unían los edificios se habían oxidado. Los adoquines que faltaban dejaban ver retazos de barro rojizo. ¿Qué importaba que la carretera tuviera baches si ahora sólo se la usaba para caminar? Y que la gente se mojara un poco cuando iba de un edificio a otro. carecía de importancia; no se derretirían.
Hombres y mujeres vestidos con túnicas de colores iban y venían por las pasarelas para dirigirse a las aulas de grandes ventanales. Un grupo de trabajo estaba ocupándose de los jardines que nacían al pie de las aulas y se perdían colina abajo hasta llegar a una granja en cuya explanada se veían centenares de gallinas: la tierra marrón oscilaba, moviéndose en un nervioso cacareo. Los rascacielos blancos parecían estar fuera de lugar: qué edificios tan pomposos y llenos de codicia... Me alegró que estuvieran deteriorándose y volviéndose más sensatos. Merecían ser utilizados, no mimados.
Sam posó el helicóptero sobre un cuadrado de asfalto lleno de hoyos situado entre dos bloques de aulas. Los rotores fueron deteniéndose con un gemido y Liu, el chino, me dio una palmadita en el hombro.
—Ridículamente lejos de la ciudad y estúpidamente lujoso, ¿no estás de acuerdo? —(Lo estaba)—. Vivían una época de grandes hambres y creyeron que ésta era la mejor forma de hacer progresar un país pobre. Pensaban que cada país era una pirámide. Bien, éste era el sitio donde se podía adiestrar a un minúsculo porcentaje de niños para que se convirtieran en fragmentos de la base de la gran pirámide que llegaría hasta Marte y la Luna, sosteniéndose sobre las cabezas de los desgraciados.
Antes de salir de la cabina, Yongden me dio una palmadita algo más alegre que la de su compañero.
—Es un servicio, no un privilegio —me dijo con una sonrisa. Liu le pasó las maletas con el equipo para las pruebas y Yongden las llevó hasta la puerta más cercana, donde había una carretilla esperándole. Sam apenas dejó que Liu tuviera el tiempo suficiente para salir del helicóptero y agazaparse: su dedo ya estaba sobre el botón del encendido. Las aspas empezaron a girar, volviéndose borrosas hasta convertirse en un disco de aire sólido que proyectó un chorro de polvo rojizo sobre las medio borradas líneas del suelo que indicaban las parcelas de estacionamiento para los coches; un instante después, el helicóptero salió disparado hacia los aires, igual que un saltamontes.
No íbamos a sobrevolar la ciudad. Iríamos directamente hacia el aeropuerto, que se encontraba al oeste. Supongo que debí poner cierta cara de decepción, pues Sam golpeó el indicador de combustible con la punta del dedo.
—Cada litro de gasolina tiene que recorrer lo mismo que tres mil kilómetros en dhow —me recordó—, y pronto viajarás hasta años luz de distancia, Lila.
Sobrevolamos la espesura de la que emergían los cactus y los baobabs: chicos minúsculos vigilaban reses de color amarronado con una joroba en la espalda. Una docena de fábricas rodeaban otra carretera llena de baches y grietas, y sobre sus tejados de estaño se veían pintadas palabras. CHAI, KATANI, VIATU. Té, Sisal, Zapatos. Más allá había un aeropuerto, vacío con excepción del pequeño reactor plateado que nos esperaba en la pista. Una valla de alambre impedía que el ganado se metiera en ella. Nubes de chorlitos y avutardas asustadas salieron disparadas de las charcas aluviales que había entre la hierba al sentir que nos acercábamos.
Un dobdob africano emergió de la torre de control rematada en una cúpula de cristal para recibirnos.
—La jovencita negra que quiere explorar las estrellas, ¿no? —dijo, y en su voz había un cierto veneno. Se frotó lentamente el cuello—. Bien, ¿qué es lo que realmente ha hecho que tú fueras seleccionada y las demás no? ¿Lo sabes? Los auténticos místicos solían esforzarse toda su vida para llevar a cabo unos cuantos milagros, cosas como caminar sobre el fuego o detener sus corazones durante media hora. ¡Y ahora cualquier mocosa puede aparecer de la nada para que todo el maldito universo se rinda ante ella! ¿Quién lo sabe? ¿Hay alguien que lo entienda?
—Supongo que usted quería participar en los vuelos del Bardo, ¿no? —le pregunté con amabilidad. Él se limitó a fruncir el ceño.
—Oiga —dijo Sam, enojado—, usted también es parte de la aventura y no debe olvidarlo. Todos los seres humanos son parte de ella.
El dobdob africano agitó la mano señalando los pájaros, que estaban volviendo a posarse en las charcas.
—¿Qué clase de aventura es ésta? ¡Fíjese en la cantidad de tráfico aéreo que tenemos!
Sam acabó perdiendo la paciencia con él..., y con razón, o eso me pareció.
—¿Preferiría que el cielo estuviera lleno de aviones, quemando combustible, escupiendo humo y llevando gente a ningún sitio sin ninguna razón que lo justificara? ¿Qué le ocurre? ¿Es que el clima le resulta demasiado cálido? ¿Le gustaría algún lugar más frío, donde pudiera pasarse todo el día quitando nieve de su pista de aterrizaje con una pala? ¿No? Bueno, aquí tiene algo de qué preocuparse..., nuestro plan de vuelo. —Sam le metió una hoja de papel entre los dedos—. Kano, Dakar, Miami. ¿Quiere tener la bondad de darnos permiso para despegar? Encárguese de controlar el tráfico aéreo para nosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, lo siento. Mis disculpas. Que tengas buen vuelo, jovencita negra. —El hombre me sonrió con tristeza—. Sigue tu estrella.
—¡Lo haré!
—Un buen vuelo es un vuelo eficiente—dijo Sam con aprobación, llevándome hacia el reactor mientras el dobdob volvía a su torre de control.
Sólo había unos pocos asientos libres. La mayor parte estaban llenos de cajas de cartón en las que había escrito SUMINISTROS MÉDICOS/BARDO DE MIAMI/CORREO AÉREO. Me pareció que era una distancia increíble para mandar por vía aérea suministros médicos, a menos que Norteamérica estuviera siendo devastada por alguna plaga incontrolable.
—No, no es nada de eso —dijo Sam. Seguía estando irritado. Su tono de voz me indicó que aquello no era asunto mío. Me escogió un asiento junto a la ventanilla y se inclinó sobre mí para abrocharme el cinturón de seguridad—. Tardaremos unas cinco horas en llegar hasta Kano, Nigeria. Pasaremos la noche allí, y recogeremos pasajeros por la mañana. Cuando hayamos despegado me encargaré de preparar un poco de comida. —Fue hacia la cabina de pilotaje y empezó a calentar los motores, pero había dejado la puerta entreabierta, por lo que de vez en cuando podía oír su voz entre el ruido de los reactores—. Vuelo MIA-65 a Control Aéreo de Dar. Pido permiso para despegar...
Y subimos hacia el cielo, en dirección oeste, yendo hacia las colinas y el gran círculo enrojecido del sol. Una luz escarlata empapaba las pocas nubes que flotaban sobre el paisaje, y siguió empapándolas en el crepúsculo más prolongado que jamás había visto. Estábamos persiguiendo al sol a través del mundo.
—¿Liu? —oí decir a Sam por la radio, pasado un rato. No logré comprender todas sus palabras—. Una manzana podrida puede acabar estropeando todo el barril, Liu. No puedes permitir que un dobdob se dedique a difundir el resentimiento... Vale, quizá necesite tener algo más de responsabilidad. Dale una ocasión para que conozca los hechos. Sí, los hechos de la defensa, eso es. Si eso no consigue que esté dispuesto a cooperar, habrá que ponerle en hielo...
Me dediqué a mirar por la ventanilla, preguntándome qué significaba eso, pero la visión de toda aquella vegetación teñida por el ocaso resultaba demasiado maravillosa para que me preocupara por ello. Los árboles eran puntos con sombras que se alargaban hacia el este, como enjambres de espermatozoos que nadaran sobre aquel suelo color magenta lleno de surcos.
—Qué diablos... —exclamó Sam en cuanto abandonó su asiento de pilotaje y vio que la puerta estaba entreabierta—. Era pura envidia... Me refiero a ese tipo del aeropuerto, ¿entiendes? Hasta yo te tengo envidia. ¡Imagínate, viajar hasta las estrellas sin utilizar ni un litro de combustible! Podrás devolverle a la sociedad todo lo que ha hecho por ti multiplicado un millón de veces.
El reactor siguió volando guiado por el piloto automático. Sam fue a una minúscula cocinita que había al final del pasillo —me invitó a que le ayudara, pero la verdad es que lo único que hice fue contemplarle—, y preparó unos sabrosos rollos de soja procedentes de los campos de soja de Florida. Cogió una docena de aquellas láminas, secas y quebradizas, las sumergió en extracto de gambas, las envolvió en tela, las puso al baño maría y acabó obteniendo una masa que hizo pasar por un tubo y cortó en cuatro trozos. Dijo que eran rollos yuba. Parecía estar orgulloso de sus habilidades culinarias.
Después de comer, el sol consiguió escapar de nosotros y una gibosa luna amarilla quedó suspendida del cielo..., era la misma e inquietante linterna de siempre, ésa que el hombre de ahora ignoraba tan sabiamente. Nuestra gran luna, tan cercana, bien podría haber sido puesta en el cielo con una deliberada malicia para apartarnos de nuestro auténtico destino: sí, colgaba del firmamento para que el hombre tecnológico le aullara como si fuese una jauría de chacales. Estuve mirándola hasta que me dormí. Una pelota de roca estéril; el camino que nunca podría llevarnos a las estrellas.
Sam me despertó y volvió a la cabina: esta vez se aseguró de cerrar bien la puerta. Estábamos llegando a Kano y mi corto sueño, terminado de una forma tan brusca, me había dejado algo aturdida.
Vi las luces del aeropuerto antes de que aterrizáramos, pero no tardaron en apagarlas. Salimos del reactor, y el aire estaba tan caliente y lleno de polvo que me irritó los ojos. La luz de la luna permitía ver una gran llanura en la que asomaban los bultos de dos colinas lejanas, o quizá fueran dos pirámides o palacios. Junto a nosotros se alzaba la oscura masa de un edificio con muchos pisos, aunque sólo había luces en los dos primeros.
Sam tosió y escupió en el suelo. Moví las sandalias y descubrí hasta qué punto estaba reseco el suelo: arena resbaladiza, sin la más mínima huella de sal.
Esperamos.
—Dormiremos ahí, en ese gran edificio. Antes fue un hotel de lujo. Esto era un aeropuerto internacional, la encrucijada de África. —Podía perdonarle su puritanismo sarcástico. No es que estuviera intentando amargarme el viaje, nada de eso... Sencillamente, su trabajo hacía que se pasara la vida viajando, y todo el mundo sabía que viajar de aquella forma, usando máquinas tan caras, era un crimen. Debía sentirse como si fuera una especie de criminal voluntario.
Por fin, dos botones de luz vinieron lentamente hacia nosotros; un camión cisterna.
El chofer, un árabe, bajó de la cabina y cogió una gruesa cañería sujeta con abrazaderas a los flancos de la cisterna; vi más cajas de cartón en las que ponía «suministros médicos» amontonadas en el asiento contiguo al del conductor.
Sam firmó unos cuantos papeles para conseguir el combustible que nos llevaría a Dakar, y nos dispusimos a cruzar el medio kilómetro de suelo duro como roca o cemento agrietado que nos separaba de nuestro hotel.
***
La luz del amanecer entraba por la ventana. No había cortinas. De día mi dormitorio parecía aún más austero y desnudo que cuando lo vi de noche, iluminado por el resplandor de una linterna sorda. El cuarto de baño contiguo no tenía agua corriente: la polvorienta bañera contenía una jarra de agua, y también había una letrina portátil química, colocada junto al lavabo seco dentro del que yacía un marchito ciempiés color jengibre.
Fuera, la ciudad de Kano ofrecía un espectáculo de la más absoluta desolación.
Kilómetros de tierra reseca que iban convirtiéndose gradualmente en dunas, y una carretera que nacía al sur del hotel y rodeaba un paisaje devastado de cascotes y guijarros más allá del que había paredes de barro amarillo circundando edificios blancos que parecían bloques de sal. Las dos grandes jorobas de camello que había visto la noche antes se encontraban dentro de esos muros: eran colinas, sí, y parecían dos pechos, pero de ellos no brotaba leche. Todo estaba seco.
Unas cuantas siluetas vestidas de blanco montadas en camellos y caballos color pizarra iban por el camino que llevaba hacia las lejanas puertas de la ciudad, y también había gente que iba a pie, encorvándose bajo el peso de los fardos que llevaban a la espalda: hormigas con pelotas de excremento encima. Alguien apacentaba un rebaño de cabras, pero lo que comían era un misterio. Cintas de humo se alzaban de un campamento de tiendas situado fuera de los muros de la ciudad.
El vacío iba ofreciendo poco a poco más edificios, gente y animales a medida que lo observaba; pero nada de todo aquello abundaba. Kano entregaba sus detalles despacio, con parsimonia.
El aeropuerto del oeste era mucho más grande que el de Dar, y estaba igualmente desierto: a su alrededor no había pájaros y hierba, sino dunas de arena.
Después de haberme lavado con el agua de la jarra, bastante salada, Sam llamó a la puerta y entró en mi habitación.
—Sam, ¿qué pasa aquí? ¿Por qué hay una ciudad en el desierto? Pensé que todo el mundo tenía lo necesario para subsistir. ¡La tierra está seca, se muere de hambre!
—No, ahora ya se ha estabilizado. Estamos manteniéndola estable. En cuanto a las personas, están bien atendidas. No te lo creerás, pero hubo un tiempo en el que aquí vivía tanta gente que su mierda bastaba para hacer que el suelo diera cosechas dos y tres veces al año..., verduras, nueces, mijo, alheña, lo que quieras. Las mayores porquerizas del mundo se alimentaban con sus sobras y desperdicios. Después, el desierto se desplazó hacia el sur..., ¿y qué pasó? ¡Mandaron otra nave a Marte para que volviera trayendo sacos de polvo mientras esta arena asfixiaba a un millón de almas hasta acabar con ellas! Pueblos enteros emigraron hacia el sur para escapar. ¿Y qué hicieron entonces? Trazaron una línea en el mapa y dijeron: Hasta aquí, y no más allá. Los que se hacían llamar economistas dijeron que diez millones de personas debían morir para que algunos otros millones pudieran vivir. Crearon esa línea al norte de esta ciudad. La defendieron con verjas electrificadas y campos de minas..., ¡y durante todo ese tiempo los grandes reactores llenos de turistas seguían aterrizando aquí, llevando turistas hacia el norte y el sur! Ahora todo va bien. Quizá no lo parezca, pero así es. Ven, conocerás a nuestros pasajeros y podremos despegar. Son dos chicos hausa que vendrán a Miami contigo.
—¿Hausa?
—El lenguaje local. No te preocupes, también hablan árabe e inglés. No creo que tengáis problemas para comunicaros. Son un auténtico par de parlanchines...
***
Los dos chicos eran mellizos, lo cual hacía casi imposible saber quién era Hamidou y quién Abdoulaye. No tardé en considerarles una especie de conjunto: Hamidou-A y Abdoulaye-H, con cada uno de ellos ocupando alternativamente la posición dominante. Ésa parecía ser la opinión que ellos mismos tenían de su relación. Sus cabezas eran flacas y algo caballunas, con rasgos que bajaban rápidamente hacia unos mentones pequeños y muy pronunciados, y fosas nasales bastante anchas y abiertas. Tenían los ojos grandes y brillantes, con unas espesas pestañas que no paraban de aletear sobre los minúsculos abultamientos óseos de los pómulos. Su piel era más negra que el negro; relucía igual que si hubiera sido alisada por la arena que flotaba en el viento.
Hablaban el uno con el otro y conmigo usando tanto el hausa como el árabe y el inglés, según quién le estuviera diciendo qué a quién, cambiando de idioma a media frase, dejándome entrar y salir de un triángulo de conversación en el que sólo dos ángulos mantenían una realidad continuada. Con eso lograban la hazaña de incluirme y excluirme al mismo tiempo, pero lo hacían con una amable jovialidad, sin malicia y sin ponerse nerviosos. No era tanto que resultasen «difíciles de seguir», sino que era absolutamente imposible seguirles..., ¡y a veces era lo más sencillo del mundo! O estabas con ellos o estabas lejos. Estabas aquí o en la nada, sin ningún estadio intermedio, y en muchas ocasiones me encontré varada en un punto irreal que carecía de existencia.
Como eran mellizos, habían estado controlados desde muy pequeños. Al parecer el Bardo estaba llevando a cabo un programa de investigación basándose en la teoría de que los mellizos poseían una considerable empatía mutua para captar los estados anímicos, y eso podía «sintonizar» sus Cuerpos Energéticos y llevarlos a un estado más sensible que el normal. Quizá no necesitaran ningún tipo de educación para conseguir el estado anímico que el Bardo andaba buscando; era posible que consiguieran ser mucho más conscientes de cómo era su ser interno, pues lo veían reflejado directamente en otra persona y, al mismo tiempo, podían desprenderse del Yo porque había otro Yo independiente.
—Pasamos las pruebas hace muchos años—alardeó Abdoulaye-H.
—Cuando éramos críos —añadió su mellizo. (Hamidou-A tenía una pequeña peca en su mejilla izquierda; en cuanto a su hermano, una de sus largas uñas en forma de almendra estaba mellada...)
—Nuestros Maestros nos enseñaron yantras. Estábamos en habitaciones separadas.
—Aunque no podían estar seguros de si serviríamos para el Bardo hasta haber dejado atrás la pubertad.
—Ya lo sé —dije yo.
—Antes no piensas de una forma lo bastante conceptual. El pensamiento conceptual es el nivel más elevado del pensamiento. Sabes lo que es real, pero también sabes lo que es posible.
—Puedes separar lo Real de la telaraña de las posibilidades.
—Dado que la mente es un telar que no para de tejer telarañas —dijo Abdoulaye-H (uña rota), riéndose.
Estábamos volando sobre un paisaje árido y desierto: una desolación color ocre con leves interrupciones de sabana herbácea que siempre acababa muriendo para volver a convertirse en polvo. Una tierra triste y desgraciada...
—Verás, cuando llegas a la adolescencia, todos los hechos inmutables del mundo se convierten en variables libres, pero no antes...
—! ...y todos esos hechos pueden ser aislados, recombinados y permutados en un número n de modelos!
—El análisis de red del espacio n-dimensional... —parloteó Hamidou-A, tocándome el codo. (Peca en la mejilla.)
—¡...forma los mandalas de las ideas maduras! —siguió diciendo su mellizo.
—Lila, ¿has estudiado el álgebra booleana?
—No tuve tiempo dije. La verdad es que, cuando estaba en la escuela de Bagamoyo, aprendí muy pocas matemáticas. El canturreo de los dos mellizos me parecía tan inaprensible y abstracto... ¿Estarían intentando impresionarme? No lo creo.
Eran así, sencillamente, y al mismo tiempo nadie les interesaba lo suficiente como para tomarse semejante molestia.
—Verás, en realidad, los yantras y los mandalas son modelos cuasi-booleanos para utilizar en nuestro ordenador cerebral...
—¡...para permitirnos pasar al plano del Bardo!
—Vivimos rodeados por un mundo desnudo donde hay muy pocas cosas. Un mundo abstracto. Piensas en abstracciones y acaba siendo algo natural para ti —se disculpó Abdoulaye-H—. Sé que hay muchas formas de llegar al Bardo, y no hay ninguna que sea superior a las otras. Mientras tu mente y tu campo corporal logren organizarse de la forma adecuada... Pero nosotros sentimos cierta inclinación hacia el álgebra, eso es todo. —Empezaron a caerme bien. La verdad es que, pese a esa eterna embriaguez compartida, su aparente fanfarronería y sus matemáticas, daban la impresión de ser buenos chicos. De hecho, eran un poco simplones, casi encantadores. Para ser hijos de la desolación, poseían una notable inocencia: quizá fuera porque, tal y como me habían dicho, su mundo siempre había sido puro y abstracto.
—¿Podéis leer cada uno en la mente del otro? —les pregunté.
—Somos un equipo en conjunción—dijo Hamidou-A, riéndose—. ¡Compartimos las cabezas y nos robamos los pensamientos!
—¡Y luego nos pisamos los chistes!
La verdad es que no entendí ni una palabra de lo que decían, y un instante después ya estaban hablándose el uno al otro en árabe y en hausa, con lo que me quedé muy lejos de ellos, perdida en un punto del espacio.
Corrientes de aire cálido de gran potencia brotaban del suelo, y volamos a través de bastantes turbulencias. El parloteo de los mellizos tenía el mismo efecto que esas turbulencias: me hacía subir y me dejaba caer de golpe.
***
Acabamos sobrevolando unos apretados rompecabezas de campos y pantanos vidriosos, y el mar apareció repentinamente ante nosotros: franjas de espuma arrugando una superficie de estaño azul. Una península que tenía la forma de una cabeza de jirafa albergaba una compacta ciudad blanca que se asomaba al océano, con el cuello curvándose alrededor de una bahía en la que los rompeolas protegían hileras de muelle. Algunas barcazas transoceánicas de gran tamaño estaban ancladas allí, con la lona de las velas enrollada en sus cinco mástiles.
Nunca había visto una ciudad tan grande. Parecía estar viva, ser algo orgánico y bien equilibrado..., no como Kano, maltratada por el Sahara. Los grandes edificios fueron cediendo el paso a los suburbios y luego a las granjas; aterrizamos y rodamos unos metros por entre campos de mijo y nueces.
Sam nos dijo que esto era el Aeropuerto de Yoff, en Dakar; pero sólo nos quedaríamos allí media hora para recoger un poco de combustible y otra pasajera, una chica wolof.
—El wolof es la lengua local —me apresuré a decirle a los mellizos, queriendo impresionarles. Parecía lógico, ¿no? Sam asintió.
—Se llama Maimuna.
Bajamos del avión para estirar las piernas. La atmósfera era tan caliente y húmeda como la de Bagamoyo, lo que pareció asombrar y preocupar a los mellizos.
—¿Se supone que has ce respirar eso? jadeó uno de ellos. (Uña rota.)
—¿O hay que beberlo? —farfulló su hermano.
Seguimos a Sam, que estaba dando vueltas al reactor, moviendo las piernas exageradamente para estirarlas. La pista contenía dos reactores más y un trío de helicópteros. Más allá de la valla que delimitaba el perímetro, a cierta distancia, vimos pasar mujeres con cestas sobre la cabeza y camiones cargados con productos agrícolas —algunos movidos por energía solar, otros tirados por bueyes—, dirigiéndose a diversas velocidades hacia el centro de Dakar. Un semirremolque que iba en dirección contraria desprendía un leve olor a pescado. Pero no había ningún sitio al que dirigirse ni nada que visitar; estábamos encerrados dentro de la valla. Lo único que pudimos captar del Senegal fue su atmósfera. Qué inútil y vacío era el viajar en avión... Sentí pena por Sam; y le admiré porque era capaz de soportar esa vida en el cielo y sacrificarse para que el Bardo siguiera funcionando sin problemas.
***
Maimuna tenía la piel color chocolate con leche. Sus labios estaban fruncidos en un mohín y sus ojos ardían con un brillo malhumorado..., o quizá fuera un brillo de pasión, no lo sé. Llevaba la cabeza afeitada y se había depilado las cejas. Era como una estatua que representara la Belleza. El mohín parecía formar parte de sus rasgos. En otros aspectos, tenía la misma movilidad facial que una talla de madera. Daba la impresión de ser toda imagen; como si considerara vulgar rebajarse a ser algo menos que una imagen ideal de sí misma.
Tenía los lóbulos de las orejas perforados, y de ellos colgaban unos globos de cristal amarillo suspendidos en una filigrana de alambres que oscilaban igual que boyas de pesca en miniatura. Pensé que la hacían parecer tan anticuada como si se hubiera perforado los labios para meterse pasadores de madera, pero estaba claro que a ella le gustaban mucho y los tenía en un gran aprecio.
Los mellizos fueron bailoteando hacia ella y los golpearon irreverentemente con las uñas. Uno gritó «¡Ping!» y el otro gritó «¡Pong!». Maimuna pareció ofenderse muchísimo.
—¿Por qué no lleváis algo para que la gente pueda distinguiros? —dije yo, riéndome—. El uno podría perforarse la oreja derecha y el otro la izquierda.
—¡Podríamos partir una túnica en dos y llevar la mitad cada uno! —dijo un mellizo, riéndose.
—¡Y medio sombrero!
—¡Y medio juego de cromosomas!
Maimuna se limitó a encogerse de hombros y fue hacia el reactor.
Cuando subí a él, después de que hubiéramos repostado, me la encontré sentada en el sitio junto a la ventanilla que yo había estado ocupando. Me senté a su lado.
—¿Hablas inglés? —le pregunté, algo irritada. Y luego, por si acaso, añadí—. ¿Unasema kiswahili?
Me lanzó una mirada llena de frialdad.
—Maimuna habla inglés, francés, wolof y chino. La verdad es que tenía la esperanza de ser enviada a Lhasa para comunicarme con los rakshasas. Verás, tuve un Maestro chino, por lo que me tomé la molestia de aprender su idioma. Naturalmente, tú no hablas chino, por lo que nunca verás Lhasa, ¿verdad?
—¿Cómo sabes que no hablo chino?
Me dijo algo en chino, y tuve que responderle con una débil sonrisa.
—Es un idioma muy complicado, querida.
—¿Eres de la costa? Yo soy de la otra costa..., ¡del otro lado de África! He estado viendo cómo todo el continente pasaba bajo nosotros...
—Lo siento, ¿quieres sentarte junto a la ventanilla? ¿Acaso Maimuna te ha quitado el asiento?
Hamidou-A, que estaba sentado al otro lado del pasillo, me dio un codazo en las costillas.
—Cuidado. Zorra fina de primera clase.
—¿Qué me importa el paisaje? —dije yo—. No estoy haciendo turismo. ¿Y tú?
—Quieres decir que a partir de ahora todo es océano, ¿verdad? —Bostezó—. Espantoso y francamente monótono.
Sam acabó de poner cajas de cartón en los asientos de atrás y volvió a la cabina, deteniéndose el tiempo suficiente para decirle a Maimuna que se abrochara el cinturón de seguridad. Los demás ya lo habíamos hecho.
—No creo que tenga sentido abrochárselo hasta que vayamos a despegar, ¿verdad?
—Oye, limítate a cooperar, ¿quieres? —dijo Sam, inclinándose sobre ella para abrochárselo.
—Maimuna siempre coopera —ronroneó la chica—. Una actitud egoísta es la ruina del vuelo Bardo.
—Qué afortunada fuiste al tener un Maestro chino —le dije con sarcasmo—. Es una pena que todos esos estudios hayan sido desperdiciados, dado que nadie habla chino en Miami.
Cerró los ojos y me ignoró.
No tardamos en estar volando por encima del mar, y luego vino más mar, y luego todavía más mar.
***
—Hay un huracán formándose en el Golfo de México —nos anunció Sam bastante tiempo después—. El aeropuerto de Miami va a quedar cerrado, por lo que aterrizaremos en el Cabo.
—¿En Cabo Cañaveral?
—¿El espaciopuerto?
—Sí, en ese maldito sitio —dijo Sam, frunciendo el ceño.
6
Y ASÍ, una tarde desapacible, con una tormenta incubándose y la roja luz del sol abriéndose paso a lanzazos por entre el acelerado moverse de las nubes enfurecidas, sobrevolamos las rampas de lanzamiento abandonadas. Cabo Cañaveral era un paisaje llano y abstracto en el que se entrecruzaban grandes caminos que unían las rampas de lanzamiento: formaban una especie de polígono y recordaban mucho un juego de gargantuescos mandalas yantras que apuntara hacia las estrellas. ¡Igual que si la vieja administración espacial hubiera construido los objetos correctos pero no hubiera sabido usarlos bien! ¡Si hubieran logrado liberar los poderes encerrados en aquellas formas con las que pavimentaban el suelo...!
Aún había unas cuantas torres de acero en pie; y una de ellas seguía abrazando un gran cohete que había pasado veinte décadas sin ser lanzado: un magnífico pene lingam. ¡Qué poco le faltaba para encarnar lo que debía ser y, aun así, qué absolutamente equivocado!
—Mirad —exclamaron los mellizos hausa—, ¡es un stupa!
Sí, también recordaba eso: la torre de un templo indio terriblemente aumentada de tamaño. Y, naturalmente, la torre de un templo indio está concebida para representar un pene lingam.
—¡Un stupa norteamericano! ¡Estupendo! —rio Abdoulaye-H.
—¡Es una lástima que su estupor les impidiera comprender lo que era!
—¡Astronautas estúpidos!
La negra masa de nubes de tormenta estaba haciéndose cada vez más espesa. Las gotas de lluvia empezaron a resbalar sobre las ventanillas. Cuando aterrizamos en lo que debía ser la pista más larga del mundo, el cristal estaba lleno de gruesas burbujas de agua; recortado contra la negrura hirviente del horizonte aún pude distinguir un edificio monolítico que debía tener por lo menos medio kilómetro de altura, una masa que parecía atraer a la tormenta, absorbiéndola y condensando la oscuridad hasta formar un bloque sólido.
***
Pasamos toda aquella noche de tormenta durmiendo en un pequeño hospital. El amanecer llegó envuelto en luces malvas y violetas, y de las nubes de tormenta ya sólo quedaban unas hilachas que se alejaban rápidamente rumbo al mar.
Sam nos preparó un desayuno de frijoles y tortitas acompañadas con jarabe, y después le ayudamos a transferir el cargamento de cajas de cartón del reactor a un microbús: Maimuna procuró llevar menos cajas que nosotros y se dedicó a examinar los nombres que había en las etiquetas de origen con cara de entendida, como si eso importara algo. Después cruzamos el espaciopuerto vacío, en dirección a nuestro auténtico puerto de embarque..., allí donde el éxtasis, y no la hidracina, sería nuestro combustible hacia las estrellas.
—¿Por qué no podemos seguir en avión hasta Miami? —se quejó Maimuna.
—Da la casualidad de que la noche pasada iban a traer más combustible desde Orlando para que pudierais viajar con más comodidad, pero el camión cisterna patinó debido a la lluvia. El conductor se ha fracturado el brazo, por lo que el reactor no puede repostar. Infiernos, cómo odio este sitio... Es un insulto al espíritu humano.
El monolito que habíamos visto la noche anterior siguió convirtiéndonos en enanos durante bastante tiempo. Sam dijo que el edificio era una sola e inmensa habitación, la más grande construida jamás por el hombre. Hasta tenía su propio clima, con sus propias nubes y relámpagos internos... Ahí dentro era donde habían montado las naves espaciales.
Salimos del espaciopuerto y fuimos por el centro de una autopista de seis carriles: sólo los de en medio se hallaban en buen estado. Dejamos atrás algún que otro camión cargado con frutas y verduras. Ver los paneles de energía solar que llevaban en el techo hacía pensar en invernaderos móviles. El ferrocarril que pasaba junto a la autopista tenía más tráfico; vimos pasar varios trenes, casi todos cargados con leña, con penachos de humo de carbón saliendo de sus chimeneas. Hacia el interior había pequeñas colinas llenas de naranjales, pero todo lo que nos rodeaba era una llanura bien irrigada en la que había gente de todas las razas —negros, indios, blancos, todos vestidos con los mismos monos azules de algodón—, trabajando en los campos de soja, maíz, apio y rábanos.
Atravesamos ciudades costeras llenas de palacios desconchados y jardines abandonados en las que había pescadores reparando redes, carenando cascos y cosiendo velas bajo el perezoso ondular de las palmeras. Las fábricas dejaban escapar suculentos olores a pescado y frutas. SALMONETES VERO BEACH. PULPA DE LIMÓN PALM BEACH. PROCESADORA DE SOJA DE FORT MERLE. FRIJOLES Y JUDÍAS DANZA. Se notaba que Florida tenía más población que mi parte de África, y todas las ciudades por las que pasábamos daban la impresión de haber contado con muchos más habitantes en el pasado: aun así, no se habían convertido en «fantasmas» de sus antiguas personalidades. Lo que sí había desaparecido eran los lujos y las extravagancias —los parques de diversiones, los hoteles y ese tipo de cosas—, que fueron cerradas y abandonadas a su destino para que se convirtieran en ruinas o acabaran siendo enterradas por la vegetación; al igual que la superautopista había quedado reducida al estado de una simple carretera. La espina dorsal de la vida seguía existiendo y ahora tenía un nuevo espíritu, un espíritu del que daban testimonio los carteles visibles sobre los canales y cursos de agua de Fort Lauderdale, donde se explicaba la ecología social y el camino del Bardo...
¡El Hombre y la Hembra contienen en su interior el Mandala del Universo!
¡Cambiar algo durante un tiempo no basta, el cambio debe ser permanente!
¡Después de la Iluminación, Cortar Madera y Llevar Cubos de Agua!
¡La ayuda de nuestros Amigos Alienígenas nos permite Encontrarnos a Nosotros Mismos!
Finalmente llegamos a Miami, que era tan grande como nos había dicho Sam —aunque había sufrido el mismo proceso de poda y replanificación—, y a Miami Beach, los cuarteles generales del Bardo para el Mundo Occidental.
Quince kilómetros de palacios blancos ofrecían sus fachadas al océano, unidas a la masa principal de la ciudad por pasarelas y caminos, pues en realidad esta «playa» era una isla alargada. Nos detuvimos en un punto de control vigilado por cuatro dobdobs armados con ametralladoras que llevaban granadas de mano en los cinturones y cuyos cascos de acero estaban adornados por el signo del yantra. Sin embargo, la amenazadora presencia de sus armas era desmentida por el comportamiento de quienes las llevaban. Dos de ellos estaban sentados jugando al go bajo un porche situado ante las troneras de su barracón de cemento. Un tercero vigilaba el sedal que había sumergido en la bahía, y sólo el cuarto dobdob, que había estado observando a los pájaros de la laguna con unos binoculares, nos prestó alguna atención.
—Qué armas tan grandes y asquerosas —dijo Abdoulaye-H pese a ello, olisqueando el aire, mientras Sam le entregaba un fajo de papeles a aquel hombre..., papeles entre los que me fijé iban incluidos los gráficos de mis pruebas para el Bardo. El dobdob se los llevó al barracón de cemento.
—No malinterpretes el papel de estos centinelas —le explicó Sam al muchacho hausa—. La verdad es que son un cruce entre los procesadores de datos, ya que se encargan de observar quién entra y quién sale, y una especie de guardia de honor para la Embajada de Proción. Mira, allí está: debajo de donde ondea la bandera. Los huéspedes de las estrellas necesitan un poco de ceremonial. —Señaló hacia un hotel lejano cuyo tejado estaba cubierto de antenas y en el que se veía revolotear una bandera verde.
—Si es una embajada mental, ¿por qué necesita armas reales y una bandera de verdad? —preguntó Maimuna, haciéndose la inocente.
—Por nosotros —dijo Sam, riéndose—. Por los seres humanos... Ver es creer. ¡Aun así, resulta asombroso lo que la gente es capaz de creer! En los viejos tiempos hasta llegué a oír acusaciones según las cuales este sitio era una especie de burdel de lujo para los nuevos amos del mundo.
—¿Qué es un burdel? —preguntó el otro muchacho hausa.
Maimuna dejó escapar una risa bastante aguda y se lo explicó.
—Naturalmente —añadió—, la gente capaz de pensar ese tipo de cosas ya desapareció en las purgas, ¿verdad, Sam? Pero todo eso es historia antigua... Los campamentos de la Antártida ya han sido clausurados, ¿no? —No supe cómo interpretar sus palabras: quizás estaba haciendo una nueva exhibición de sus conocimientos..., o quizás estaba provocándole, queriendo sacarle algún dato nuevo. Después de lo que le había oído decir por la radio cuando hablaba con Liu —si no coopera, habrá que ponerle en hielo—, yo también sentía ciertos deseos de sondearle.
Sam se limitó a encogerse de hombros.
—La bandera es verde porque Asura es un mundo de bosques y selvas, ¿sabéis? —observó.
Serían las tres o las cuatro. Mientras esperábamos en el punto de control vimos llegar un convoy de camiones impulsados por baterías cargados con lechugas, leche, gallinas y cajas de huevos, conducido por hombres y mujeres vestidos con monos azules de algodón. Los dos dobdobs que habían estado jugando al go se pusieron en pie y fueron a ocuparse de ellos. Una barcaza de gran tamaño acabó de cruzar la bahía, atracó junto a uno de los palacios y empezó a cargar la basura de una tolva.
El dobdob salió del barracón con nuestros documentos y cuatro tarjetas de plástico, dos blancas y dos rojas. Se las entregó a Sam, y éste se encargó de repartirlas.
Mi tarjeta, de color rojo, mostraba mi nombre —LILA MAKINDI—, grabado sobre una larga serie de cifras impresas por ordenador; en el reverso de la tarjeta había unas cuantas tiras metálicas que la cruzaban.
—Es una tarjeta codificada de identidad personal con el perfil de tu campo corporal tal y como aparecía en las pruebas. Las túnicas que te dará el Bardo tienen un bolsillo especial para llevarla —me dijo Sam—. Hasta entonces, guárdala bien y procura no perderla.
Cerré los ojos y pasé la yema del dedo sobre las protuberancias de la tarjeta, para saber si era capaz de leer mi nombre mediante el tacto; la voz de Maimuna ronroneó en mi oído:
—Los ordenadores no leen las tarjetas personales con los dedos, querida. Todos los datos han sido registrados mediante impresión magnética.
—Los ordenadores piensan usando el álgebra booleana —dijo Hamidou-A con voz jovial—. ¡Piensan en yantras!
La barra de acero se levantó, y Sam hizo que el microbús avanzara por la Gran Calzada. Un viejo cartel situado a medio trayecto había sido cubierto con pintura y ahora mostraba una nueva consigna: ¡El Éxtasis es el Combustible del Cohete Mental!
—Es una especie de tarjeta de crédito —dijo Maimuna—. En los viejos tiempos la gente solía comprar cosas usando pedacitos de plástico como éste. Naturalmente, ese tipo de crédito ha desaparecido..., pero en cierto sentido el mundo sigue existiendo sobre la misma base, ¿verdad, Sam? El crédito mental de nuestros amigos del espacio, ¿no te parece?
—Sorprendente —se limitó a decir Sam—. Hubo una época en que todo este sitio no era más que un inmenso pantano lleno de manglares, y ahora los asuranos de la estrella Proción viven aquí...
—En cierta forma—dijo la joven wolof, provocándole—. Mentalmente hablando.
Un segundo puesto de control, más protegido y con centinelas más fuertemente armados que los anteriores, nos hizo perder unos instantes al final de la Gran Calzada: nuestras tarjetas de «crédito» fueron introducidas en una máquina. Después, se nos llevó a un aparcamiento rodeado por una valla metálica. Las puertas de salida conducían a varios hoteles. Sam aparcó junto a una puerta que daba directamente a los peldaños de mármol sobre los que se veían girar unas puertas de cristal.
—Tenéis la primera sesión de entrenamiento dentro de dos horas. Deberíamos haber llegado aquí anoche. Adelante, os esperan. Mientras decía esas palabras, una dobdob asiática bastante alta salió por la puerta giratoria y se quedó inmóvil, aguardando a que subiéramos. Sam nos hizo salir del microbús sin más ceremonias y subimos los peldaños.
La mujer nos llevó hasta un gran vestíbulo decorado con mucho lujo. El suelo era un mosaico de baldosas color verde y oro; las galaxias cristalinas de las arañas y los candelabros colgaban de un techo muy lejano. Las enredaderas y los potus crecían abundantemente en las jardineras de terracota. Unas carpas rojas muy gordas nadaban perezosamente por un estanque en cuyo centro había un dios tibetano de bronce: en su mano izquierda sostenía un garrote del que brotaba un chorro de agua. Su mano derecha sostenía a una mujer de bronce que copulaba con él en una postura francamente acrobática, con una pierna pasada alrededor de la cintura del dios.
La dobdob recogió nuestras tarjetas y fue hacia un escritorio mientras nosotros nos dedicábamos a vagabundear por aquel vestíbulo parecido a una jungla, examinando toda la variedad de pinturas, relieves y tallas amorosas que lo adornaban.
En una hornacina había una talla representando a un hombre y una mujer cuyos cuerpos se entrelazaban de una forma tan absolutamente retorcida que habían acabado convirtiéndose en un perfecto bloque cúbico de miembros. De no haber sido por la pintura roja que cubría el cuerpo de la mujer y la pintura blanca que cubría el del hombre, no hubiera habido forma de saber qué brazos y qué piernas pertenecían a quién. ¡Contorsiones imposibles! Nos quedamos inmóviles ante la talla, preguntándonos si...
La mujer nos llamó y nos devolvió las tarjetas, junto con un surtido de listas y horarios.
—La parte delantera del hotel da a la playa. Podéis utilizarla durante vuestro tiempo libre. Dejando aparte esas horas, no debéis salir de este edificio. Razones organizativas... No os preocupéis, tendréis muchas cosas que hacer. Bien, empezando a las cuatro y media de la tarde... Por el horario veréis que se os espera en la sala de conferencias del tercer piso junto con el resto de los recién llegados. El encargado del hotel os dará la bienvenida en nombre de todos nosotros. —Sus ojos fueron hacia los globos de cristal que colgaban de las orejas de Maimuna; le lanzó una mirada desaprobadora—. Joyas. Está prohibido llevar joyas. Se enredan con los cascos e interfieren el campo corporal...
—Oh, está bien, puedo quitármelas.
—¡No está bien! El arte debe servir para que la mente se concentre de forma efectiva. No ha de ser una distracción o una frivolidad. Todo el arte que puedes ver aquí es efectivo. ¿Crees que podrás concentrarte con algo colgando de tus orejas?
—¡No pienso en ellos! —protestó Maimuna—. Cada uno de esos pequeños globos de cristal es un mundo. Los alambres forman yantras alrededor del mundo y lo protegen del mal. ¿Comprende? La mujer asintió, no muy convencida.
—Me los quito cada noche y pienso en lo horrible que sería si no hubiera un yantra alrededor del mundo, protegiéndolo igual que una valla. ¿Qué hay dentro del cristal? En uno hay una arañita y en otro una mosca bañadas en un fluido conservador. ¡Viejos enemigos! Sólo mi cráneo las mantiene separadas. Mi cabeza y mi cerebro... Y los yantras de alambre. Son algo simbólico, ¿entiende? No son un adorno.
—Bueno, si no hay más remedio... Está bien, puedes conservar tus amuletos de la suerte... ¡Pero no los lleves cuando estés fuera de tu habitación!
Maimuna movió la cabeza, haciendo bailar un globo de cristal, y puso cara de triunfo, como si hubiera logrado demostrarse algo a sí misma. Pero, francamente, ¡un yantra no era una valla alrededor del mundo! ¡Nada de eso! Era un medio que nos permitía llegar más lejos..., hasta otros mundos. Su explicación me pareció ridícula.
***
Me habían asignado un dormitorio muy elegante en cuyo centro había una cama individual. Nuestras habitaciones eran para descansar, no para hacer el amor. (De hecho, había leído que hacer el amor en privado estaba prohibido..., al menos, estaba prohibido hacerlo con nadie salvo con un compañero asignado por el Bardo.) Aun así, en la pared había colgado un alegre grabado que representaba el acto amoroso. Un hombre con un bigote rizado y una mujer con pechos que parecían granadas, sus dos cuerpos opulentos y lánguidos, se estaban mirando a los ojos como sumidos en un trance hipnótico. Estaban cubiertos de joyas: anillos, pendientes, peinetas y collares. ¡Obviamente, el grabado era anterior a la época del Bardo! En las rejillas del aire acondicionado había pegadas unas etiquetas casi ilegibles donde ponía FUERA DE SERVICIO, y ahora las ventanas tenían unos cristales movibles que servían para orientar la brisa. Junto a la cama había un teléfono mural blanco. Para utilizarlo tenías que meter tu tarjeta de crédito en una ranura.
Encontré ropas esperándome sobre la cama: unos pantalones de algodón rojo con una goma elástica en la cintura y una blusa de algodón del mismo color con un bolsillo, dentro del cual había un lápiz y un cuaderno de notas. La blusa tenía otro bolsillo más pequeño sobre el que estaba escrito mi nombre: el bolsillo, vacío, tenía el tamaño justo para contener mi tarjeta de crédito.
***
En la sala de conferencias del tercer piso había cincuenta jóvenes de todas las razas: las chicas iban vestidas de rojo, los chicos de blanco. Todo el mundo llevaba el cabello muy corto, aunque sólo un chico que tenía las orejas protuberantes y la piel de un color parecido al de las mondas de naranja había llegado hasta los extremos de
Maimuna y se había rasurado el cráneo para asegurarse de que no tendría ningún problema a la hora de ponerse el casco del Bardo.
El encargado del hotel, un hombre de rostro encendido y cabellos rojizos, golpeó el atril con los nudillos.
—Intentaré ser breve —dijo..., y pronto vimos que no iba a conseguirlo—. Os doy la bienvenida a Miami..., desde Hawái, Escandinavia, África, Brasil o dondequiera que estuviese vuestro primer hogar. A partir de ahora vuestro hogar está aquí. El Bardo es la empresa más importante de toda la historia de la raza humana. ¡Supongo que estáis de acuerdo en eso! El Bardo mantiene unido al mundo y llega hasta las estrellas. Eso es debido a que nosotros trabajamos con seres humanos, no con máquinas. Sí, claro, también usamos máquinas: las usamos como ayuda, pero no son lo más importante. Lo más importante es la mente humana. El campo corporal humano... Ésa es nuestra única esperanza de sobrevivir. Los rakshasas nos dicen que el lapso de existencia de ciertas culturas planetarias, culturas muertas, con las que se han encontrado es de tan sólo unos cuantos años desde el primer estallido del crecimiento hasta el derrumbe. Hasta ahora sólo conocen dos mundos que hayan conseguido superar ese escollo, aparte de ellos mismos. El más importante de esos dos mundos, para vuestros propósitos, es Asura. ¡Bueno, que alguien me hable de los asuranos! ¡Venga, no seáis tímidos!
—Son como árboles —dijo una voz.
—Son pájaros —dijo otra.
—La verdad es que son simbiontes —proclamó con altivez la voz de Maimuna—. Pájaros y árboles que coexisten de una forma simbiótica, lo cual quiere decir que cada uno depende del otro. Los pájaros se alimentan con la savia de los árboles y, a cambio, se encargan de las funciones cerebrales más elevadas. Los dos, juntos, forman temporalmente seres de orden superior...
—¡Correcto! Asura es un mundo isla. Posee un millón de islas, y cada una tiene su pequeño bosque propio de árboles entrelazados. Parece un mundo de bosques, con todo un laberinto de cañadas y arroyos que abarcan el planeta entero, dado que no hay ningún gran mar o lago. Cada isla tiene su propio bosque. Los árboles forman una especie de sistema nervioso vegetal primario. Los pájaros son la forma más alta de conciencia. Pájaro y árbol se relacionan el uno con el otro y dependen el uno del otro. Hace mucho tiempo, antes de la simbiosis, los árboles estaban muy ocupados absorbiendo la radiación solar, convirtiéndose en algo parecido a grandes platos de radar biológicos, y los cerebros de los pájaros aumentaron de tamaño para poder comprender las configuraciones estelares mediante las que se guiaban. Cuando se produjo la simbiosis, esos pájaros de grandes cerebros fueron capaces de aplicar la razón analítica a las radiaciones cósmicas que los árboles podían leer a un nivel primario e instintivo.
»Un pájaro aislado opera de forma más instintiva que racional, naturalmente. Sólo «conectándose» a los árboles, fundiéndose con ellos, se obtiene al individuo asurano total: el pájaro más el árbol. Aun así, cuando una personalidad-pájaro se aleja de su árbol, jamás pierde su magnífico sentido de la pertenencia social y emocional. Los asuranos conocen realmente lo que es la sociedad a un nivel biológico. La simbiosis jamás les absorbe..., lo único que hace es aumentar sus capacidades.
»Si estuviera en nuestro sistema solar, Asura se encontraría a medio camino entre las órbitas de Marte y la Tierra. Pero Proción es una estrella más caliente que el Sol, por lo que la temperatura promedio es más o menos igual a la de la Tierra... ¿Por qué se le llama «Asura»? ¡Esperad a haber oído el sonido del viento entre esas hojas y el batir de las alas en el cielo! Asura es un mundo maravilloso..., y, sobre todo, lo es en el sentido social-ecológico de la palabra. Ah, la armonía sencilla y pura que hay en todo ese proceso de alimentarse, aparearse, navegar, meditar..., de beber el sol y contemplar las estrellas... Todo está en equilibrio.
Nuestros primeros tres meses estarían dedicados a ejercicios físicos y mentales y conferencias. Por las mañanas: conferencias y charlas sobre las formas de localizar el campo corporal —yendo desde la acupuntura china y pasando por los mandalas «mapas mentales» tibetanos hasta terminar con la fotograba Kirlian del aura obtenida mediante altos voltajes y el Efecto Backster de la «percepción primaria» en todas las células vivas—, así como también Matemáticas y Físicas, especialmente la Teoría General del Cosmos de la Acción a Distancia, que nos permitía lanzar nuestro campo corporal hacia las estrellas a la velocidad del pensamiento. Por las tardes: actividades físicas, como el yoga, la coordinación del campo corporal y los ejercicios sexuales.
Después de haber pasado las primeras semanas en esta «Unidad de Orientación», a cada uno se le asignaría un compañero o compañera que ya había estado en Asura, y a partir de entonces viviríamos en lo que era llamado «Unidad de Iniciación», y que estaba en otro hotel. Dos meses después deberíamos estar preparados para hacer nuestro primer viaje mental a las estrellas, partiendo del mismísimo edificio de la Embajada de Proción.
Nos enteramos de que los trescientos hoteles de Miami Beach alojaban aproximadamente a tres mil candidatos para el Bardo, lo cual significaba enormes problemas de organización. Ésa era la razón de que no debiéramos salir de nuestro hotel. En cuanto al interior del hotel, no debíamos entrar en ninguna zona del edificio sobre cuyas puertas hubiera el signo de la esvástica roja.
—Así pues, trabajado duro. Entrenaros. Recordad que necesitamos mantener una continua vigilancia sobre la Embajada de Proción. No podemos perder nuestro contacto con ellos...
Y así terminó el discurso del encargado del hotel.
—¿Alguna pregunta, alguna duda o problema? —Las tres cosas se confundían en una sola, pues todo seguía siendo una pregunta, una duda o un problema—. Está claro que ahora todavía no las hay, ¿verdad? —Se rio—. Bueno, las preguntas más complicadas acaban respondiéndose por sí mismas a medida que pasa el tiempo. Si tenéis alguna dificultad, acudid a recepción o llamad por teléfono desde vuestra habitación.
Maimuna me buscó por entre el gentío.
—¿Por qué necesitan tantos reclutas? ¡Tres mil personas entrenándose sólo para mantenerse en contacto con un mundo! En los viejos tiempos nunca llegó a haber más de doscientos astronautas.
—No usaban el viaje mental. Requiere un montón de energía psíquica. Tienes que descansar entre vuelo y vuelo. Los vuelos son más cortos...
—Llevan años y años entrenando gente. ¿A qué viene tanta premura? ¿Por qué necesitan trabajar con semejante número de reclutas? ¿Tan agotador resulta el vuelo del Bardo? El encargado tenía miedo de algo..., algo relacionado con el Bardo.
—Tonterías.
—Tenía miedo, querida, igual que mi mosca tiene miedo de mi araña. Lo sé. Mi Maestro chino me puso las manos en el cráneo cuando yo tenía diez años. Me miró fijamente a los ojos y dijo que veía la araña en mi ojo izquierdo y la mosca en mi ojo derecho, y que cuando me las encontrara en la vida real siempre sabría reconocerlas. Si la mente del Bardo teje telarañas en el espacio, Lila, ¿qué razón tenía nuestro encargado para estar sudando igual que una mosca atrapada?
Hamidou-A se unió a nuestra conversación.
—Esa mosca y esa araña..., no son más que una imagen de los dos hemisferios de tu cerebro, Maimuna, algo que te ayuda a concentrarte para integrarlos en un solo conjunto. ¿No te das cuenta? La mosca debe aprender a confiar en la araña. La araña debe aprender a dominar el deseo de comerse a la mosca.
—La parte izquierda de tu cerebro analiza —añadió su hermano—. Teje las telarañas del análisis. La parte derecha intuye. Vuela hacia el más allá. Cuando te contó su historia de la mosca y la araña, tu Maestro chino se limitaba a sacarle el mejor partido a tu propia personalidad..., usaba tu astucia y tu suspicacia para conseguir que dieras los máximos resultados posibles.
—Siempre estáis tejiendo telarañas para demostrar lo listos que sois.
—¡Ten cuidado, o quizá acabes atrapada en tu propia telaraña!
7
DURANTE EL PRIMER MES asistimos a charlas y conferencias sobre el fenómeno de campo que utilizaríamos para llevar a cabo nuestra casi instantánea transición hasta Asura: la Acción a Distancia.
Nuestro instructor, un indio de Arizona, nos mostró una película rodada a intervalos sobre una semilla que germinaba, emitía brotes, se convertía en una planta adulta, florecía y moría. Después nos pasó la película hacia atrás. La planta volvió a convertirse en semilla.
Luego nos enseñó una película con una cascada que subía por un risco en vez de caer por él. Después vino otra película con rocas y polvo volando por los aires hasta formar un gran peñasco..., película ante la que todos nos reímos, pues el espectáculo resultaba francamente ridículo.
—La risa es una reacción muy natural —comentó el indio—. El tiempo sólo fluye en una dirección. Por lo tanto, los ríos nunca corren hacia atrás y los guijarros jamás se reorganizan para componer el peñasco una vez que lo has dinamitado. El tiempo vuela hacia delante, igual que una flecha. Lógico y comprensible, ¿eh?
»¡Pues no lo es! Según la física moderna, teóricamente los acontecimientos siempre deberían ser reversibles. Considerad el universo como un todo. El universo es un conjunto. No hay nada que no esté dentro del universo. En consecuencia, todas sus partes deben estar relacionadas con las otras partes. Estrictamente hablando, ¡ni tan siquiera puede haber «partes» a las que referirse! Así pues, ¿qué une lo que está «cerca» con lo que está «lejos»? ¿Cuál es la fuerza que une entre sí a ese conjunto, el universo? Por favor, pensad en una fuente de energía del universo, esté donde esté. Las ondas irradian hacia el exterior naciendo en esa fuente y se mueven a la velocidad de la luz. Ondas de radio, rayos X, luz visible..., lo que sea. Llamamos a todas esas energías ondas «retrasadas» porque llegan un poco después de haber partido, tanto da que sea un minuto después o un millón de años más tarde. Está claro que siempre hay que llegar después de haber partido, ¿no? El efecto debe seguir a la causa.
»¡Pues intentad demostrarlo! Según las ecuaciones fundamentales de Maxwell para los campos electromagnéticos, el caso inverso es igual de posible. También pueden existir ondas «adelantadas» que viajen hacia atrás por el tiempo para convergir en lo que llamaríamos su «punto de origen». Dado que deben formar una reacción igual y opuesta a la emisión de las ondas retrasadas, podemos acudir a la Tercera Ley de Newton para que nos preste un poco de ayuda...
El indio trazó diagramas llenos de flechas y líneas onduladas y empezó a escribir fórmulas que anotamos en nuestros cuadernos. Luego tendríamos que estudiarlas y se nos harían preguntas al respecto.
—Todo esto es teoría. Pero, ¿hay alguna cascada que vuelva a su origen? ¿Hay algún caso en el que la luz de las estrellas retroceda en el tiempo para llegar a una estrella en el mismo instante en que es emitida? Está claro que no... para nuestros ojos. Sin embargo, eso debe ser lo que ocurre en el universo considerado como un todo, o de lo contrario no podría seguirse manteniendo como un conjunto. El universo debe actuar a distancia sobre sí mismo. Cuando una onda «retrasada» emitida desde el Sol llega a Proción, Proción reacciona emitiendo una onda «adelantada» que viaja retrocediendo por el tiempo para llegar al Sol justo cuando la onda retrasada original está a punto de partir. Esto ocurre por todas partes y a cada momento. El universo mantiene una interacción continua y simultánea con todos los acontecimientos y todas las partículas. Sólo gracias a eso puede ser un “universo”.
»Cada vez que ocurre algo, sin importar lo humilde que sea ese acontecimiento, basta con que una sola partícula eléctrica cambie de curso, las ondas salen disparadas hacia delante y hacia atrás en el tiempo, llegando hasta los más lejanos confines del universo y, simultáneamente, volviendo de esos lejanos confines. Ésa es la textura oculta de la Realidad..., la cola, el pegamento universal que lo mantiene todo unido. Es el campo cósmico.
»Ése es el campo mediante el cual el navegante del Bardo transmite sus pensamientos. Percibís una flecha de tiempo. Vivís vuestras existencias según ella. Pero, a escala cósmica, eso es algo que no existe..., y toda la materia, vuestros cerebros y cuerpos incluidos, no son más que grupos de cargas, y gracias a eso vuestros patrones mentales pueden entrar en relación con los pensamientos de los asuranos...
***
Un instructor dobdob llamado Ramón Fernández, que era chicano, nos dio más detalles sobre los extraños seres que habitaban Proción IV, aquellos sorprendentes conjuntos de Pájaro y Árbol llamados asuranos.
Al principio resultaba realmente difícil sentir al nivel más básico y simple cómo era posible que una forma de vida, un Árbol —por mucha «percepción primaria» que poseyese, y por muy sensible que fuera a los ritmos cósmicos—, podía establecer una relación con otra forma de vida, un Pájaro —por mucho cerebro que tuviera éste—, para formar un ser integrado de un orden más elevado. Para los seres humanos, eso era algo que costaba mucho concebir..., al menos, hasta que hubimos experimentado los efectos de la hipnosis profunda y de unas cuantas drogas que alteraban la consciencia, descubriendo que nuestras propias identidades también eran algo compuesto de muchos factores que, a menudo, estaban en franca contradicción los unos con los otros; ¡qué cantidad de estados y subsistemas de consciencia se albergaban dentro de nuestros cerebros, y no siempre eran compatibles los unos con los otros! ¡No éramos esos individuos sólidos y claros que imaginábamos ser! En cierto sentido, Asura reflejaba de una forma visible lo que ocurría continuamente dentro de nuestras propias cabezas...
Cada árbol poseía un tubo de alimentación especializado cerca de su cuerpo frutal, en el nódulo más complicado de todo su sistema sensorial. Aquí era donde anidaban los pájaros, usando el tubo para alimentarse y para entrar en relación con el campo corporal del árbol.
Normalmente, cada simbiosis duraba un solo día. Al anochecer, la consciencia aérea del pájaro, más elevada, se desprendía de los sentidos cetónicos del árbol para buscar una base distinta y formar un asurano nuevo e igualmente temporal. Temporal y casi seguramente imposible de repetir..., pero, al mismo tiempo, entre todos aquellos individuos que nacían y terminaban disolviéndose existía una auténtica continuidad de consciencia a escala mundial, con lo que la experiencia y el conocimiento se difundían por todo el planeta y, además, se acumulaban y eran transmitidos de una generación a otra.
Ahora, algunos pájaros anidaban durante más tiempo del normal en ciertos árboles de «contacto» determinados, interpretando el papel de comunicadores para el Bardo. Eran los que habían firmado el «pacto de la estabilidad», como era llamado...
En sentido numérico, la población era bastante pequeña. Pero en sentido mental era enorme, dado que había tantísimas permutaciones de Pájaro y Árbol posibles, y la variedad constante era la regla más que la excepción. ¡Obviamente, no había ninguna necesidad de «aumentar y multiplican» el tamaño numérico de la población para ensancharla gama de individuos!
En lo psicológico, debido a ese constante formar relaciones y deshacerlas, los asuranos habían conseguido la claridad mental y el alejamiento del mundo buscado por generaciones de místicos terrestres; al mismo tiempo, seguían siendo seres sociales perfectamente integrados..., a diferencia de lo que había sucedido con la mayor parte de místicos terrestres del pasado.
Los árboles siempre habían funcionado como potentes sistemas para absorber radiaciones: las franjas de estroma cloroplástico de las hojas fotosintetizaban trifosfato de adenosina, ácido fosforoglicérico, ácidos grasos y aminoácidos. Pero el factor crucial gracias al que los asuranos pasaron a moverse en el plano del Bardo fue el que las hojas se adaptaran y consiguieran «visión nocturna»: esa visión, estimulada por la curiosidad de los pájaros, les hizo escuchar las emisiones de radio y otras longitudes de onda que llegaban de las estrellas. Los rakshasas descubrieron el secreto antes que Asura. Eso ocurrió hace 10.000 años de la Tierra. Incluso por aquel entonces, los asuranos ya habían logrado una comprensión muy avanzada de la estructura del cosmos y la conexión entre el espacio y el tiempo, gracias a esa relación única entre árbol-receptor y consciencia de pájaro.
***
También aprendimos algunas cosas sobre las otras dos razas alienígenas, los rakshasas y los yidags; aunque no iban a ser nuestra especialidad.
Los rakshasas parecían unas versiones hinchables de la mantarraya que había visto en Sinda, con «brazos» parecidos a tentáculos de calamar alrededor de sus bocas. Su mundo era una luna que orbitaba el segundo planeta de la Estrella de Barnard, un gigante gaseoso: su cielo estaba lleno de remolinos rojos, anaranjados y amarillos. Aquello explicaba el efecto de la «niebla de fuego». En realidad, su mundo era bastante frío.
La gravedad de su luna era demasiado débil para retener la atmósfera, que siempre estaba escapando al espacio. Afortunadamente para los rakshasas, los gases atmosféricos perdidos sé habían ido reuniendo hasta formar una apretada franja alrededor del gigante gaseoso, y dicha franja coincidía de forma perfecta con la órbita de la luna. Gracias a eso, la luna podía recuperar su atmósfera tan deprisa como la perdía. Aparentemente, era lo mismo que ocurría en nuestro sistema solar con Titán, la luna de Saturno...
Que la gravedad fuera débil les permitía moverse libremente por entre las esbeltas montañas de su luna, igual que si fueran reactores; e incluso podían escapar de su mundo hinchando sus sacos corporales hasta el máximo e internándose en la franja de atmósfera que circundaba el sendero orbital de su luna. Usando sus propios cuerpos como naves espaciales —al menos, dentro de los confines de esa franja en forma de donut—, aprendieron a moverse alrededor del gigante gaseoso y se convirtieron en satélites vivientes de éste, aunque eran satélites que debían regresar a su mundo para alimentarse.
Descubrieron cómo utilizar la totalidad del donut gaseoso igual que si fuera una inmensa antena natural que medía tres millones de kilómetros de grosor y tenía nueve millones de kilómetros de longitud. Almacenaron dentro de sus cuerpos los gases ionizados producidos por el campo eléctrico de la magnetosfera del gigante gaseoso, y eso les permitió modular la franja, con lo que lograron crear un receptor-transmisor dotado de una alta sensibilidad...
***
En cambio, los yidags eran auténticos «seres de fuego». Eran unas inmensas «jarras» inmóviles, entre metálicas y cristalinas, que habitaban un planeta muy cálido casi pegado a su sol y que apenas si contaba con protección alguna contra el vacío del espacio.
De día bebían la luz solar y la almacenaban para resistir durante la noche, igual que si fueran baterías orgánicas. La comunicación se realizaba mediante haces de láser emitidos en la frecuencia más baja del infrarrojo. Incluso llegaban a reproducirse por ese medio: iban desarrollando pacientemente nuevas formas cristalinas de su especie usando sus haces láser para crear interferencias en los estanques de flúor y silicio. Aquellos seres eran unos extraordinarios analistas de información; y su «consciencia» no emergía de golpe en el «nacimiento», sino que iba acrecentándose gradualmente a medida que cada nuevo ser-botella era llevado lentamente hacia la madurez y empezaba a aceptar una mayor carga dentro del «sistema de circuitos» de la sociedad yidag. Pues los yidags estaban transformando metódicamente la mismísima superficie de su mundo en una red analítica capaz de pensar...
Por sorprendente que parezca, fueron los asuranos quienes lograron conectar con los yidag en el plano del Bardo, y no los rakshasas. La continua pauta de conexión y desconexión que regía la forma de vida en aquel planeta de bosques y agua permitió que los Pájaros-Árboles pudieran captar con menos dificultades el concepto del mundo de los yidags, donde los «individuos» no eran más que nódulos incrustados en una red planetaria que evolucionaba continuamente.
8
ENTONCES, ¿cuál es la relación secreta que hay entre los tres mundos? —preguntó un día Maimuna, cuando salimos de clase y fuimos a la playa.
¿Había alguna relación? Cada mundo parecía muy distinto de los otros. Criaturas minerales, globos capaces de cambiar de forma, pájaros en sus árboles... En ebullición, congelado, templado y agradable...
Los tres mundos eran muy estables y pacientes comparados con lo que había sido la Tierra en el pasado. No veía forma alguna en que los asuranos o los rakshasas hubieran podido construir una tecnología tal y como nosotros la conocíamos, dada su falta básica de materias primas. Entonces, ¿quería decir eso que la tecnología era el diablo? No, dado que los yidags habían desarrollado una tecnología..., aunque fuese una tecnología orgánica. Pero los yidags no podían desplazarse por su mundo, salvo mediante emisiones. Con todo, los asuranos siempre estaban volando de un sitio para otro... Quizá la combinación fatídica que terminaba con las civilizaciones en desarrollo fuera la tecnología inorgánica más la movilidad más un intenso individualismo. Quizás esa combinación fuera casi inevitable para las culturas de los mamíferos, tanto si evolucionaban partiendo de proto-ratas, proto-simios, proto-osos o lo que fuera. Resultaba significativo que ninguna de las tres razas alienígenas fuera mamífera...
Las olas lamían la orilla trayendo algas y conchas del Atlántico. Vallas de alambre dividían la playa en franjas aisladas. Otros grupos de estudiantes estaban sentados sobre la arena, tomando el sol y hablando, cada grupo en el recinto delimitado por sus vallas.
—¡Está claro que son mundos sencillos! —dijo Maimuna con voz despectiva—. Quiero decir que son realmente simples, casi infantiles... Eso para empezar. ¡Y, especialmente, nuestro precioso Asura!
—Vamos —protestó Hamidou-A—, pero si apenas estamos empezando a aprender cosas sobre él... Eres demasiado impaciente. Ese es el eterno problema de los seres humanos..., lo queremos todo de golpe. Quizá sea nuestra enfermedad de carnívoros: el síndrome de la caza primigenia. ¡Si nos apresuramos, lo más probable es que acabemos tropezando y cayendo! Puede que hagan falta diez millones de años para extender la red de la Acción a Distancia a través de esta galaxia, por no pensar en las otras. ¿Y qué? A escala cósmica, eso no es más que un parpadeo.
—También es mucho tiempo —dije yo—. No puedo evitar el preguntarme si durante ese período de tiempo no habrá civilizaciones que consigan visitarse físicamente las unas a las otras usando naves espaciales.
—¿De qué sirve eso? Ya les visitamos y ellos nos visitan a nosotros. ¿Por qué construir una caja de latón que cuesta la mitad de los recursos mundiales? ¿Quién querría pasarse años encerrado dentro de ella?
Maimuna dio una palmada, como si acabara de tener una inspiración.
—¡Pero ahí fuera debe de haber algo que esté construyendo «cajas de latón»! Tiene que suceder en algún momento u otro. No todas las culturas tecnológicas móviles están condenadas a destruirse. Puede que haya formas de vida que jamás conseguirán viajar usando el sistema del Bardo. No todos los seres humanos pueden hacerlo. ¡Quizás el Bardo tenga miedo de eso! ¡Puede que los rakshasas o los yidags hayan descubierto que cosas metidas encajas de latón vienen hacia nosotros! O quizá sea que nuestros «amigos» no quieren que nosotros fabriquemos cajas de latón, razón por la cual nos mostraron un camino más rápido y sencillo..., ¡para mantenernos lejos de ellos! ¡Para mantenernos fuera del universo mientras nos dan la ilusión de pertenecer a él!
—Jamás podríamos haber construido cajas de latón —protestó Abdoulaye-H—. La clase de mundo que fabricaba naves espaciales ya estaba derrumbándose incluso cuando conquistó la Luna..., si es que a eso puede llamársele conquistar.
—¡Pues, entonces, respóndeme a esto! El vuelo del Bardo es prácticamente instantáneo, ¿de acuerdo? Sin embargo, los rakshasas han necesitado diez mil años para recorrer unos cuantos centenares de años luz. ¿Por qué tardan tanto? ¿Contra qué tiene que abrirse paso el Bardo? ¿Qué fuerza se opone a nosotros?
El muchacho hausa suspiró.
—Para nosotros es muy fácil visitar esos tres mundos. Comparado con lo que sus exploradores están haciendo, con el saltar hacia la nada y buscar un asidero en el vacío...
—Entonces, ¿aceptas una espera de cinco o diez millones de años sólo para que podamos cruzar esta galaxia? Querido muchacho, ¿qué eran los seres humanos hace diez millones de años? ¡No se parecían en nada a lo que somos ahora! ¿Qué seremos en un futuro tan lejano? Seremos criaturas completamente diferentes, debido a la evolución. Pensar en nosotros, la raza humana, como parte del futuro es una pura y simple estupidez. No seremos parte del futuro. No podemos serlo: No consigo entender cómo eres capaz de imaginarte eso.
—Opino que a partir de ahora el Bardo es una forma de evolución para la raza humana...
—Tonterías. ¿Cómo puede serlo? La evolución es un asunto genético, no un asunto de comunicación interestelar. Teniendo en cuenta la velocidad con que se avanza ahora, nuestra especie habrá desaparecido mucho antes de que exista ninguna civilización galáctica. Es una auténtica tragedia. ¿No lo comprendes? La raza humana jamás llegará a conocer el universo por culpa del Bardo.
—Yo diría que el siguiente paso evolutivo está relacionado con el comprender información alienígena e incorporarla —replicó Abdoulaye-H—. En el fondo, la genética no es más que una simple transferencia de información. Fíjate en los yidags: ahí tienes un hermoso ejemplo de una sociedad plenamente consciente de cómo la información crea nuevos individuos...
—¡Oh, sí, seguro! ¡Son un precioso ejemplo de libro escolar! ¡Hasta podrían haberlos inventado para servir como ejemplo! A eso me refería cuando hablaba de lo simples que resultan esos tres mundos alienígenas. Son tan abstractos, tan poco complicados..., ¡igual que un conjunto de ecuaciones!
—Lo consiguieron —dijo Abdoulaye-H, encogiéndose de hombros—. Todas las otras culturas acabaron mal.
—Eso nos han dicho.
—Bueno, de todas formas, a mí me gustan. Son mundos claros y lógicos, no desastres confusos.
El cálido oleaje seguía lamiendo la playa, franja tras franja de espuma burbujeante empapando la arena de Miami y volviendo a retroceder. Salvo por la presencia de los hoteles, todo aquello podría haber estado ocurriendo un millón o mil millones de años atrás. Y sólo estábamos en el año 2170. Los chicos hausa tenían razón. La civilización humana en el planeta llevaba existiendo tan pocos años... Maimuna tendría que aprender a dominar su impaciencia.
***
Los ejercicios para aprender a controlar la mente y el campo corporal tenían lugar en Villa Vizcaya, que estaba unos cuantos kilómetros al sur. Para llegar allí tuvimos que cruzar la ciudad de Miami.
Miami tenía una cierta cantidad de servicios e instalaciones destinadas al Centro. Vi unos cuantos edificios que habían sido «bancos» y oficinas de «líneas aéreas» que aún conservaban sus viejos nombres encima de las ventanas, como una especie de cómica acusación, aunque al pasar junto a ellos estaba claro que en su interior había dobdobs trabajando en varios tipos de labores administrativas y de registro, y los auténticos nombres de los edificios estaban escritos con letras más discretas sobre las puertas. Un tal «Chase Manhattan Bank» era, en realidad, la «Agencia de Contracápsulas para los Estados del Sudeste»...
Villa Vizcaya era un palacio con elegantes jardines construido por un rico excéntrico hacía doscientos cincuenta años en el estilo de un período aún más antiguo: el Renacimiento italiano. Nuestro instructor dobdob era un persa meloso y de rostro ovalado llamado Shotai. Su piel tenía el color ambarino de un melocotón. Nos condujo por un gran jardín geométrico con fuentes flanqueado por naranjos y muretes blancos. Dos hileras de estatuas colocadas sobre plintos se daban la cara. Rosas rojas y amarillas brotaban entre líneas de setos puntuadas por arbustos. Una gran fuente parecida a un stupa burbujeaba en un estanque de color esmeralda rodeado por pequeñas paredes hechas con pétalos de loto. Senderos y cursos de agua tejían una especie de yantra a su alrededor, un yantra de tamaño natural del que cualquier visitante entraba a formar parte apenas lo había pisado. Colocada en el centro del conjunto, la fuente era su punto bindu. Era el punto inexistente de un jardín mental.
Shotai me inyectó una droga para aumentar la percepción llamada MMDA, un compuesto sintético fabricado con los aceites básicos de la nuez moscada, que ayuda a producir intensas visiones eidéticas pero no de experiencias pasadas sino del Ahora, el Presente, y fortalece los poderes para concentrarse en ellas y darles forma. No poseía ninguno de los efectos un tanto perturbadores de las drogas «divisoras de la mente» que se nos habían administrado antes como preparación para ver Asura y mostrarnos hasta qué punto nuestras mismas mentes estaban compuestas de muchas partes. En realidad, era una droga natural muy antigua presentada bajo una nueva forma. La nuez moscada ya era conocida en los viejos textos sagrados hindúes. El dobdob persa me dijo que debía quedarme totalmente inmóvil y concentrar toda mi atención para grabar en el ojo de mi mente cada árbol, cada rama de cada árbol, cada brote de cada hoja de cada rama. Después debía memorizar las rosas, los setos, los cursos de agua, las estatuas...
Estuve como mínimo una hora sin moverme, limitándome a mirar.
Cuando creí estar segura de que conocía perfectamente el jardín, cerré los ojos y lo vi eidéticamente. La imagen era clara y nítida. Pasé media hora viéndolo de esa forma.
Después, paso a paso, empecé a borrar lo que veía.
Al principio borré detalles, no cosas concretas. La textura, la riqueza del color, la longitud, el grosor, la profundidad... Fui haciendo que el jardín perdiera sus cualidades, una a una. Las rosas perdieron su color. Los árboles se volvieron siluetas monocromas, racimos de hojas amorfas.
El jardín se había convertido en un esbozo infantil hecho al carboncillo. Después empecé a borrar las cosas.
Aquello demostró ser mucho más difícil. Las formas luchaban por seguir existiendo mientras yo intentaba esconder los árboles en la tierra, dejar desnudo el suelo, vaciar los canales y secar la fuente.
Finalmente, un esfuerzo de voluntad hizo que hasta la fuente se convirtiera en una simple línea que se alzaba sobre una llanura vacía.
La obligué a convertirse en un punto.
Fue encogiéndose lentamente en mi campo de consciencia. Se volvió unidimensional.
Y, tal y como me había indicado Shotai, me pregunté cuál era la naturaleza de un punto. ¿Qué clase de «esencia» única posee un punto? Desde nuestro punto de vista aquí en la Tierra, todas las estrellas eran puntos debido a estar tan lejos. Si podía hacer que un jardín terrestre acabara esfumándose en un punto, ¿cómo podía invertir el proceso y hacer que un punto se convirtiera en una estrella..., la estrella de Proción? Ése era el objetivo a conseguir en el vuelo del Bardo.
La única forma de lograrlo era entrar en el punto, usar mi mente para convertirme en el punto.
¡No lo conseguí el primer día, ni el segundo! (Estoy concentrando un poco los acontecimientos, claro está.) Necesité cinco días para reducir el jardín a un conjunto de líneas y planos, y el séptimo día lo reduje a una planicie sobre la que había una sola línea vertical.
Después, al octavo día, la línea se convirtió en un punto. Y éste era el punto semilla del que brota todo el universo de estrellas y jardines...
Estaba haciendo grandes progresos.
***
Después pasamos días enteros en los jardines de Villa Vizcaya, identificándonos con la espesura en vez de eliminarla.
Durante aquellos ejercicios tenía que sentarme en cuclillas sobre el césped de terciopelo delante de un arbusto que tenía forma cónica. Con una salvaje y muda concentración, ayudada por otro aceite básico derivado de la nuez moscada, debía conseguir que mi existencia se convirtiera en su existencia.
Ya no estaba hecha de carne y huesos, sino de ramas, raíces, hojas y savia. Ya no tenía piernas, sino raíces. Ya no tenía dedos, sino tallos. Ya no tenía sangre, sino clorofila. Se acabó el tener dos ojos: ahora tenía mil hojas que capturaban la luz.
El objetivo de este ejercicio era prepararme para sentir lo que significaba ser uno de los árboles que crecían en Asura.
Este ejercicio era mucho más difícil que el otro. ¡Pero el instante de triunfo fue mucho más espectacular! Después de haber pasado varias tardes contemplando el mismo arbusto, sufrí un segundo de distracción. Vi brillar el sol sobre el ala de una garceta que volaba hacia el mar. Cuando volví a contemplar el arbusto descubrí que estaba viendo mi cuerpo. ¡Mis mil hojas estaban contemplando un cuerpo humano!
Dejé escapar una exclamación de sorpresa.
Y, un segundo después, Shotai el persa ya estaba junto a mí.
—¡Eso es! —me dijo—. ¡Has visto! Asentí en silencio, aturdida, aunque ahora lo único que había ante mis ojos era ese mismo arbusto de antes, y la sangre corría ruidosamente por mi cuerpo de ser humano...
Después de muchas tardes como aquélla, tuve la sensación de que podía estar presente simultáneamente en dos puntos del espacio; que podía poseer dos puntos de vista...
***
Después de aquel triunfo, volví al hotel y se me proporcionó un casco del Bardo. Me concentré en recordar mis experiencias del jardín y el arbusto y, mientras tanto, el casco fue midiendo mis ondas cerebrales y se las transmitió a un ordenador. El neurólogo dobdob encargado de atenderme me dijo que todos tenemos auténticos mapas físicos grabados en nuestros cerebros, en un área llamada hipocampo. Me dejé dominar por la fantasía y me lo imaginé —¡quizá no anduviera tan desencaminada, después de todo!—, como si fuera un campo lleno de caballos que se lanzaban al galope en direcciones distintas y a varias velocidades. La situación de los objetos en el espacio queda reflejada como mapas en las columnas de células del hipocampo. El proceso de trazar los mapas y el proceso de interpretarlos para recobrar la información utilizan el ritmo eléctrico theta del hipocampo. Eso era lo que el neurólogo estaba midiendo. Cuando volara por el plano del Bardo un ordenador se encargaría de observar el «mapa» de mi viaje a través de mi casco.
***
Acabamos abandonando la Unidad de Orientación para pasar a otro hotel que se encontraba más al sur. Una vez allí se nos emparejó con nuestros compañeros del Bardo.
Los mellizos hausa fueron emparejados con una pelirroja irlandesa llena de pecas y una india con el cabello negro como el ala de un cuervo. Maimuna consiguió un joven amante japonés.
Y yo conocí a Ahmed Klimt, descendiente de algún trabajador centroeuropeo que había emigrado hacía mucho tiempo a esa Confederación Árabe que tan rica había sido.
9
KLIMT era bajo y tenía un cuerpo fuerte y nervudo. A sus diecinueve años ya había hecho varios vuelos mentales a Proción. Tenía la piel tan morena como un pedazo de carne seca lustrado por el sol. Cuando se quitó su túnica blanca para practicar las posiciones asana conmigo, descubrí que su cuerpo no parecía estar formado de carne: estaba hecho de músculos que se deslizaban fluidamente, igual que serpientes. Las oscuras pupilas de sus ojos parecieron agujerear mi cuerpo mientras me desnudaba, ¡igual que si estuviera intentando llevar a cabo un ejercicio de «reducción al vacío», conmigo como objeto! Tuve la sensación de que su mirada estaba disolviendo mi piel, mi carne, mis células grasas. Secaba mis fluidos, reduciéndome a un fragmento de coral, un panal vacío. No deseaba mi persona o mi cuerpo; lo único que anhelaba era penetrar más allá de mí, entrar en el espacio que había dentro de mi cuerpo y más allá de él.
Jamás podría «caerme bien». Con todo, estaba lleno de poder mágico. Su presencia alteraba todas mis percepciones, haciéndome sentir una perversa embriaguez.
Ahora los dos estábamos desnudos, dejando aparte los bonetes electroencefalográficos y un parche adhesivo colocado en mi vientre y unido al bonete mediante cables. Klimt tenía pequeños lunares en los muslos y los hombros: parecían fragmentos de gravilla que hubieran chocado con él a gran velocidad y hubieran terminado embutidos en su carne. Necesité uno o dos minutos para darme cuenta de que en su brazo no había ninguna contracápsula. Lo único que quedaba de ella era una cicatriz casi invisible.
—No llevas ningún anticonceptivo...
—Tú también perderás tu cápsula en cuanto llegue el momento de tu primer vuelo real.
—Las contracápsulas alteran los mensajes hormonales, Lila —dijo la voz de nuestra instructora dobdob desde la sala de observación—. De lo contrario, no servirían de nada. Pero desequilibran el campo corporal y si, queremos conseguir algo, tenemos que quitároslas. Los canales del cuerpo deben estar despejados. En cuanto hayáis practicado las asanas sexuales básicas durante unos quince días para que vuestros cuerpos queden sintonizados el uno con el otro, te quitaremos la cápsula...
—¿No hay riesgo de que me quede embarazada apenas haya empezado a volar?
—Oh, algunas mujeres pueden necesitar años para concebir. No te quedarás embarazada de forma automática en cuanto tu cuerpo deje de recibir los anticonceptivos. Aun así, quizás ahora comprendas por qué necesitamos tantas viajeras del Bardo. Existe lo que podrías llamar un riesgo profesional... —Su voz sonaba jovial y animada—. La verdad es que toda la zona de Virginia Beach, al sur de donde estamos, sirve para atender ese tipo de contingencias. Es un sitio precioso, y muy educativo.
—Pero..., el aborto. ¿Supongo que...?
—No, Lila, ni pensar en el aborto. Destruiría el equilibrio de tu campo corporal. Necesitarías dos o tres años para recuperarte, si es que llegabas a conseguirlo. En caso de que quedes embarazada, el niño ha de nacer. Naturalmente, esto parecería terriblemente injusto en el mundo exterior, ya que la población se encuentra sometida a un control tan estricto... Es como si tuvieras un número indefinido de permisos para dar a luz...
Sí, desde luego. Me acordé de Bibi Mwezi y su brazo quemado. El resentimiento sería inevitable.
—Tenemos que ser discretos. Además, los niños no sufren ninguna clase de perjuicio. ¡Al contrario!
—Entonces, Ahmed..., probablemente eres padre, ¿no?
—¿Cómo puedo saberlo? Nunca lo he preguntado. ¿Y qué importa eso, comparado con el vuelo estelar? Estamos perdiendo el tiempo, Lila.
—Supongo que los alienígenas no deben tener este problema, ¿verdad?
—¡Sería bastante difícil, dada su biología! Pero nosotros tenemos que trabajar con los únicos cuerpos de que disponemos. ¡Vamos, a trabajar!
Hicimos bajar los cascos de los soportes ultraligeros e hipermóviles que colgaban sobre nosotros y nos los pusimos en la cabeza, conectándolos a los bonetes craneales. Durante aquellos ejercicios usaríamos cascos sin mascarilla facial para amortiguar un poco el efecto kundalini. Escucharíamos mantras, pero no habría ningún yantra que contemplar. El casco no pesaba nada y su presencia apenas si resultaba perceptible, dejando aparte el hecho que me envolvía en una espesa capa de silencio. Si me movía, el casco flotaría conmigo, tan ligero como una pluma.
***
Klimt hacía el amor de una forma elegante y gimnástica. Nunca se cansaba. ¿Me atreveré a decir que era «tierno»? Para él, la ternura no era nada más que moverse y actuar sin errores, haciéndolo todo de una forma perfecta. ¡Su manera de hacer el amor no era precisamente ninguna confirmación de la existencia de mi cuerpo! Al contrario, lo negaba, convirtiendo mi carne en nervios y mis nervios en energía.
Bien, sus miembros ya estaban entrelazados con los míos. Usó las palmas de sus manos para corregir amablemente mi postura. Fue resiguiendo la silueta de mi cuerpo sutil —aquel otro cuerpo que había dentro de mi cuerpo, mi cuerpo de energía—, con las uñas de los dedos y la punta de la lengua, buscando los chakras de mi ombligo y mi garganta. Finalmente, me penetró.
El casco del Bardo zumbó en mis oídos, entonando el cántico del sonido-semilla:
HUM, HUM, HUM...
Mi cerebro empezó a vibrar con él, respirando ese HUM igual que si fuera aire. Mis dos hemisferios eran como pulmones que llevaban el ritmo a todos los conductos energéticos de mi cuerpo.
Adopté automáticamente la forma de respiración adecuada. Era perfectamente consciente de cómo mi aliento entraba y salía del cuerpo, pero ya no era simplemente aire: era prana, el aliento del ser. Estaba respirando desde lo más hondo de mi abdomen, igual que un bebé. El poder kundalini empezó a desenroscarse en la base de mi espina dorsal como si fuera una suave oleada de metal fundido, lava salida de un volcán que iba subiendo, subiendo...
La kundalini era una Criatura Distinta feroz y embriagadora que vivía dentro de mí. Y, sin embargo, también era la raíz ignota de mi yo. Le di la bienvenida: ¡Saludos, Criatura de Fuego y Energía! ¡Saludos, Criatura de la Destrucción y el Deleite!
TRAM, TRAM, TRAM, palpitaba mi amante. La kundalini subió hacia mi vientre. El mantra dejó de sonar.
Una voz pastosa empezó a ordenarme que hiciera algo en un idioma extraño, hablando muy despacio.
—¡Mulabhanda! ¡Mu-la-bhan-da! —me apremiaba la voz..., lentamente, pues el tiempo fluía sin ninguna prisa.
Oí la palabra tres veces antes de comprenderla. Entonces me acordé. Los «bhandas» son las contracciones musculares del yoga. «Mulabhanda» es la contracción anal que evita la eyaculación y detiene el ascenso de la kundalini. La instructora estaba diciéndome que hiciera bajar nuevamente a mi kundalini. ¡Esto no era más que un ejercicio, y ya casi me había dejado llevar por él!
Así pues, la criatura del fuego y la alegría, la destrucción y el deleite, se detuvo y empezó a hundirse lentamente, bajando por mi columna vertebral.
El tiempo se fue acelerando.
Klimt se apartó ágilmente de mí, desenroscándose.
Nos quitamos los cascos, y los soportes que los sostenían subieron hacia el techo y allí se quedaron. Nuestros bonetes craneales y el parche adhesivo de mi vientre se desprendieron con unos leves plops, y los colocamos sobre la colchoneta igual que si fueran unos bebés de pulpo extraviados.
Cuando intenté ponerme en pie fue como si mi cuerpo se hubiera vuelto de goma; vi chispas ante mis ojos y Klimt, sonriendo levemente, tuvo que sostenerme.
—Necesitas una ducha. Después comer; y luego dormir —añadió, siempre práctico y eficiente.
Las gélidas agujas del agua me revivieron. Poco después estaba devorando mi comida junto a Klimt en el refectorio del hotel. Intenté conseguir que me hablara de su hogar en el norte de África y luego de las posibilidades de tener un bebé (una posibilidad que seguía intentando aceptar, aunque me costaba), pero tuve que acabar abandonando ambos temas de conversación. Klimt no sentía ni el más mínimo interés hacia sus orígenes o hacia su posible descendencia. Me lo imaginé de niño, envuelto en una chilaba blanca, corriendo hacia el vacío ondulante del desierto al amanecer, deseando convertirlo en el plano del Bardo; ¡convirtiendo palmeras en líneas, convirtiéndose a sí mismo en una persona unidimensional! Era un fanático, y siempre lo había sido.
Sin embargo, Ahmed Klimt era la primera persona a la que conocía que había ido a las estrellas. Quizás el vuelo estelar tuviera ese efecto sobre uno. Por lo que sabía, quizás el estar tan terrible mente lejos de la Tierra, perdido dentro de tu mente, podía acabar causando una especie de locura. Podía hacerte sentir que el mundo real no era más que un objeto de cristal transparente y que, inspeccionado más de cerca, se disolvería en el vacío...
***
Pasaron cinco semanas, y ya estaba lista para volar...
Hubo un tiempo en el que la Embajada de Proción era llamada hotel Momingside Palace. Ahora una bandera verde ondulaba sobre su tejado, mecida por la fuerte brisa, y en ella se veía la lengua llameante de un dragón. Como ojo el dragón tenía un yantra.
Klimt y yo les entregamos nuestras tarjetas de crédito a los dobdobs armados de la puerta, y las tarjetas fueron introducidas en una consola antes de sernos devueltas.
—Klimt, ¿qué aspecto tiene el embajador de Asura? ¿Ves un árbol creciendo en el centro de una habitación, un torbellino de luz? ¿Qué ves?
—En nombre del cielo, aquí en la Tierra no puedes verles. ¡Qué literal eres! Sólo vemos Asura a través de sus ojos cuando volamos hasta allí. Necesitamos un receptor asurano.
—Tú dijiste que ellos no necesitan un receptor humano para estar aquí.
—Su sofisticación es mucho mayor que la nuestra. Llevan decenas de miles de años haciéndolo. Pueden andar sueltos y estar donde les dé la gana. —Agitó su mano en un gesto ampuloso—. Si quisieran podrían estar en cualquier parte, incluso suspendidos en el aire... Pero no les veríamos. Bueno, apenas si podríamos verles.
Pensé en todos los fantasmas y diablos que la gente decía haber visto desde el nacimiento de los registros escritos. ¿Serían visitantes de las estrellas entrevistos durante unos segundos? En tal caso, ¿por qué no podíamos ver a un asurano, ya que no en carne y hueso, sí al menos como alguna especie de manifestación física?
—¡Ponerles centinelas da la impresión de que están encerrados dentro de su embajada sin poder salir de ella! —se rio Klimt. De todas formas, dicen que ese «andar sueltos», como nosotros lo llamamos, exige un terrible gasto de energía. Supongo que por eso se necesita tanto tiempo para expandir la esfera de vuelo del Bardo.
Un dobdob nos llevó hacia un ascensor, y fuimos conducidos hasta el último piso del edificio.
***
Una vez allí, recibimos las instrucciones anteriores al vuelo en una antesala provista de una pequeña ventana detrás de la cual se podía ver todo el equipo necesario para el control de los vuelos espaciales: una gran habitación con técnicos sentados ante sus consolas; un panel de cristal con un mapa del mundo que ocupaba toda la superficie de una pared, surcado por líneas zigzagueantes; y armarios metálicos con tambores de cinta que giraban, se detenían y volvían a girar. El alambre incrustado en el cristal para reforzarlo y el mismo espesor del cristal de seguridad hacían que toda la escena cobrara una apariencia nebulosa, con un confuso granulado que no permitía ver claramente los detalles.
El dobdob volvió a advertirnos del peligro representado por los «rayos gancho». El Libro de los Muertos tibetano previene continuamente de la falsa atracción emitida por otras estrellas cuando se viaja. La luz de las estrellas desconocidas puede hacer que te extravíes.
Después de habernos hecho la advertencia de rigor, siguió hablando:
—Es muy importante que lo registréis todo en vuestra mente para discutirlo en las sesiones posteriores. Estáis tomando parte en un debate científico de gran importancia. Si algo os parece extraño o pura y simplemente estúpido..., creedme, tratad de recordarlo todo, hasta la última brizna. Durante el vuelo estaréis continuamente bajo observación, claro está, pero necesitamos obtener el mayor número de datos posibles.
»El tema que más debe preocuparos es el concepto de los límites y su estructura lógica. Es un problema básico del conocimiento. Plantea la cuestión de cuánto podemos llegar a saber sobre nosotros mismos y, como resultado, cuánto podemos esperar llegar a saber sobre el universo. Un filósofo de la antigüedad hizo la siguiente pregunta: “¿Cómo podéis imaginaros una mente que esté observando la totalidad de sí misma? Si esta mente se hallara totalmente absorta en su observación, ¿qué estaría observando?”. Bueno, si queremos comprender el cosmos debemos resolver ese acertijo..., porque la mente y el universo tienen, como mínimo, una cosa en común: tanto la una como el otro son sistemas completos y únicos.
»El universo carece de otro límite que no sea él mismo. Por otra parte, es posible que el universo tenga límites internos, igual que nosotros, límites que le permiten ser tal universo..., el único que existe. Al igual que la mente no puede inspeccionar la totalidad de sí misma, tampoco puede hacerlo el universo..., pese al pegamento representado por la Acción a Distancia. Sin embargo, ¿qué clase de límites tiene? Y, asimismo, ¿qué clase de límites internos tiene nuestro propio conocimiento del universo? ¿Hay «alternativas» al universo que conocemos? ¿Hay universos alternativos dentro del marco global del universo, y podríamos conseguir acceso a tales universos?
»Por esencia, un límite incluye algo dentro de sí mismo..., mientras que excluye cuanto no está dentro de él. ¡Pero ese mismo hecho implica que hay algo positivo y definido que se ve excluido! Por lo tanto, ¿es posible que el conocimiento franquee ese límite?
»Los asuranos se encuentran en la posición ideal para comprender este problema al nivel más básico, el del cuerpo. Un pájaro en su árbol. Un pájaro que vuela. Un pájaro en otro árbol. Se incluyen dentro de una entidad más grande que ellos; luego se autoexcluyen al marcharse volando para formar otro ser alternativo con una nueva perspectiva mental. Y, sin embargo, conservan cierta forma de continuidad.
»Necesitamos saber si “nuestro” universo —el único que conocemos— es tan sólo un cosmos parcial, una subdivisión de otro universo mayor... Necesitamos descubrir si otro universo “alienígena” puede compartir parcialmente nuestro propio marco de referencia... y, de ser así, qué clase de límite podemos compartir con él. En otras palabras, ¿cuántas “filtraciones” hay en los límites de este universo nuestro?
»Los asuranos son muy hábiles en eso de cruzar límites, dado el tipo de conciencia y biología que tienen. Así que, por favor, ¡hablad de “límites” con ellos, y esforzaos al máximo! Hacedlo aun si tenéis la impresión de que durante vuestra visita a un planeta alienígena podríais encontrar otro tema de discusión más superficialmente excitante.
Aquello iba dirigido básicamente a mí. La expresión de Klimt indicaba que ya lo sabía.
Más allá del cristal las cintas giraban, los técnicos movían diales e interruptores y garabateaban anotaciones en los listados. El dobdob nos abrió la puerta acolchada.
Y así fue como entramos en la Sala de Contacto para explorar nuestros cuerpos... y, con ello, explorar el universo.
10
NOS ABRAZAMOS EN EL OSCURO SILENCIO. Un instante después, el mandala del sri yantra brilló ante mis ojos. El mantra ¡HUM! penetró en mis oídos, y cada uno de nosotros entró en el cuerpo del otro. La kundalini se alzó con un salvaje resplandor. ¡TRAM! ¡TRAM!, retumbó el siguiente mantra. Pasamos el segundo triángulo.
¡HRIH! ¡HRIH! Un graznido en mi corazón.
¡RAM! ¡RAM! El resonar de un gong en mi cerebro. Los triángulos se alejaron.
¡OM! ¡OM! El retumbar del más grande de todos los mantras; y el punto bindu central hizo explosión. Se extendió igual que una nova a mi alrededor, absorbiéndome hacia aquel llamear de estrellas. Las estrellas pasaron velozmente junto a mí, formando un gran anillo: un toroide luminoso desde el que me hacían guiños «rayos gancho» de luz plateada, azafrán y zafiro, en los que cada fotón prometía expandirse hasta formar una estrella individual, un mundo, un puerto de refugio. Toda la galaxia se condensó en este anillo de luz hacia cuyo centro estaba volando, yendo de una oscuridad a otra; y, cuanto más deprisa volaba, más atrás iba dejando el anillo de luz y más se encogía éste —como si estuviera a punto de salir de la galaxia—, hasta que se convirtió en un simple aro perdido en el vacío espacial a una gran distancia de mí: una presencia que no era tanto una percepción de mis ojos corpóreos como algo que sentía con el ojo pineal que hay dentro de mi cerebro..., ¡con mi tercer ojo, que había despertado! Todas las estrellas existentes fueron quedando a mi espalda, encogidas hasta convertirse en una sola estrella de gran tamaño, y luego esa estrella se convirtió en un solitario punto luminoso de gran intensidad..., el único punto de luz existente. !Y aún me parecía estar alejándome de él! Pero, en el mismo instante en que me alejaba a más velocidad, descubrí que todos los caminos llevaban hacia él, pues era el único punto que existía. De repente, lo tuve delante y no detrás. Eso hizo que se convirtiera en mi destino..., el único camino por el que podía seguir avanzando.
El punto volvió a convertirse en una nova y me inundó de luz. La luz del día. La luz del día creado por otro sol.
***
Estaba en un árbol. Todas sus ramas se alzaban hasta la misma altura, sosteniendo un rígido conjunto de hojas interconectadas que se inclinaban hacia el sol del atardecer. Y no era el sol de la Tierra. Era el sol de Proción.
Era un brote verde situado en la punta del árbol, y mi cuerpo alado era un rombo cubierto de plumas de brillante color esmeralda, perfectamente alojado en el nódulo creado por el acto de posarme.
Era prácticamente un cerebro alado. Buche, estómago e intestinos se habían ido atrofiando a medida que mi cerebro aumentaba de tamaño. Mi alimento, la suculenta savia, procedía exclusivamente de mi árbol. Una vez al año mis minúsculos órganos reproductores se hinchaban con la llegada del estro, llamándome a la Gran Mezcla. Cada crepúsculo de Asura, hasta hacía poco, también acudía a la Pequeña Mezcla. Después de milenios, mis alas aún seguían siendo capaces de batir con fuerza, aunque ahora ya no tenía patas ni pies, y el único sitio donde podía posarme era la copa de un árbol, igual que un huevo en su huevera.
¿Qué clase de criatura era yo? Un Árbol-Pájaro. Un Ser Completo, sin divisiones. Y, sin embargo, un ser que necesitaba dividirse para que la Mezcla me permitiera convertirme en un Ser Completo nuevo y distinto, con algo del viejo. Gracias a ello compartía mis alas durante el curso de los milenios con toda la historia de Asura, y a lo largo y ancho de todo el mundo con las muchas otras Identidades que había sido y que volvería a ser cuando este pacto actual de estabilidad hubiera terminado y hubiese cumplido con mi deber hacia los «humanos»...
Entrecerré los ojos para protegerlos de la claridad solar, que ya iba disminuyendo, y me encogí sobre mí mismo igual que muchas otras flores de cráneos verdes que exprimían la savia de los árboles sobre los que estaban, dispersos por todo nuestro mundo.
Islas verdes se alzaban del mar verde, separadas por unos cuantos centenares de aletazos. El agua verde interrumpía el verdor de la tierra. No había continuidad entre la tierra y el mar, salvo la creada por nuestros aletazos. La vida terrestre existía gracias a la exclusión de la química marítima; la vida terrestre alzaba sus ojos hacia el ardor del sol. Nuestro mundo era todo fronteras y límites, entrelazándose unos con otros. Las inclusiones y las exclusiones estaban por todas partes.
Asura, susurró la brisa que precedía al ocaso, rozando los bordes de mis hojas.
El sol se hundía cada vez más deprisa, hinchándose hasta convertirse en una bolsa de yema al apoyarse en el horizonte..., el huevo roto del día, dejando escapar su fluido bajo la curva de Asura.
Y, sin embargo, el huevo del día nunca llegaba a romperse del todo. La yema se limitaba a derramarse sobre la dura cáscara blanca de otros días esparcidos por todo el mundo. Y, de la misma forma, la Mezcla derramaba la yema de mi Identidad anterior en la cáscara intacta de una Identidad futura.
Otro asurano estaba en la misma isla que yo, a unos cuantos aletazos de distancia, y también él guardaba el pacto de la estabilidad. Era el Portavoz, el que Responde, mientras que yo era el receptor de la pareja humana que anidaba en mi mente, el Interrogador. A decir verdad, yo era la pareja humana. Era Lila..., una Lila de Asura.
El sol se ocultó, y mis hojas cambiaron su postura para iniciar la vigilancia estelar de la noche.
Quizás el «sueño» humano fuese una especie de Mezcla... No, en realidad no era eso. Los seres humanos siempre despertaban siendo exactamente iguales a como eran antes. Qué decepcionante debía resultarles. Les compadecía.
O, más bien, creían ser las mismas personas..., mientras que ni tan siquiera eran eso...
Asura, Asura... En lo alto, las primeras alas empezaban a moverse yendo hacia la Mezcla.
Klimt y yo estábamos absorbidos dentro de este «receptor» de Asura, que sólo era plenamente asurano gracias a ser dos seres en uno...
—Uno y uno es uno —triné, dirigiéndome a nuestro Árbol-Pájaro vecino. O canté. O dije. No lo sé. Y, sin embargo, había logrado transmitir un significado.
—Nuestro nombre —cantó Klimt (que había estado aquí antes) es Cags Kyu-ma, creo. Saludos. —Palabras oídas en mi cabeza; su voz carecía de eco o timbre distintivo.
—Saludos. Nuestro propio nombre es Nammk'a Dbyns. «Nammk'a» sirve para nombrar el árbol-nido. «Dbyns» nombra nuestra variable libre, el pájaro que vuela. Pero ahora vuestro nombre es Cags Sgro-ma, Vuestra variable libre «Kyu-ma» ha ido a la Mezcla. Ahora la variante libre «Sgroma» está sentada en el árbol-nido, cuidando de cumplir el pacto de la estabilidad. —Y, enigmáticamente, el asurano añadió—: Los números construyen nidos, igual que hacen los pájaros. Tanto los números racionales como los irracionales...
—Está hablando de matemáticas —murmuró la voz de Klimt. Los números irracionales son los números como «pi»..., la relación de la circunferencia de un círculo con su diámetro, ya sabes.
—Aproximadamente veintidós entre siete —dije yo; ¡hasta ahí llegaban mis conocimientos!
—Un número muy importante. Sin él no puedes crear ningún tipo de geometría —comentó Klimt. Representa una relación geométrica real. En cuanto dibujas un círculo, pi existe. Y, sin embargo, es enteramente irracional. No hay respuesta racional a la expresión «veintidós entre siete». Puedes dividir veintidós por siete eternamente, pero nunca conseguirás una auténtica respuesta definida. O toma la raíz cuadrada de dos... Un cálculo de lo más sencillo, y no tiene ninguna solución exacta. Sólo hay aproximaciones cada vez más y más cercanas que «anidan» alrededor de la respuesta teóricamente perfecta. ¡Ese es uno de los enigmas de los números! Un infinito de respuestas posibles. ¡Por lo tanto, el infinito nace del acto de pensar en los números! La mente y el infinito guardan algún tipo de extraña relación entre ellos. ¡Quizás hasta sea posible que el infinito necesite al pensamiento para que le dé existencia!
Hizo una pregunta que yo coreé obedientemente: supongo que debía ser algo que había quedado pendiente en su última visita.
—¡Sigo sin comprender la razón de que el Número Dos sea distinto del Número Uno duplicado! Los asuranos sólo sois «uno» cuando estáis anidando, ¿verdad? Pero eso sigue requiriendo dos seres distintos..., en tu caso, Nammk'a el Árbol más Dbyns el Pájaro. ¿Cómo es posible que dos entidades separadas sean igual que una sola entidad?
—Dos íntegro —cantó el asurano en respuesta—, es decir, el número «dos» entero, es muy distinto de «dos unos» sumados. Puede que esto te resulte difícil de comprender, pero la verdad es que un «límite numérico» encierra a Dos Íntegro de la misma forma que encierra a Uno Íntegro. Todo un cosmos infinito de números fraccionarios creado por el pensamiento anida entre los números Uno y Dos. Este universo es la unidad de «lo que es uno», y está limitado por un horizonte de «lo que es dos».
Así que íbamos por el buen camino... Límites y horizontes.
—Ahora pensad en el universo del número dos —siguió diciendo el árbol—pájaro—. Es más grande. En cierto sentido, incluye el universo del número Uno, dado que es obvio que el dos incluye al uno. Pero, en otro sentido, excluye la posibilidad de lo que sólo es uno... Ésa es la razón de que los seres humanos nos intereséis. Sólo podéis venir aquí cuando dos de vosotros se unen en el acto sexual. Es la única forma de que podáis conseguir la energía suficiente. Quizá se deba a que cada uno de vosotros tiene un cerebro con dos hemisferios separados, y una mente dividida en parte consciente y parte subconsciente. Hablando de forma muy tosca, cada uno de vosotros sois dos: esa parte que forma la consciencia personal en cualquier momento dado... y todo el resto inaccesible y desconocido. Y, sin embargo, en vuestras mentes el dos no llega a ser un número real, porque no podéis unir esas dos integridades separadas. Seguís siendo «uno más uno»..., seres aislados y parciales.
—Qué razón tiene, Lila... —suspiró Klimt. La eterna división. Macho y hembra, Siva y Shakti, los hemisferios gemelos del cerebro. La parte consciente y la parte subconsciente. Siempre somos seres dobles. ¡Tenemos que unificar esas dos corrientes del ser que hay en nuestro interior! Cuando aprendamos cómo unirlas, estaremos un paso más cerca de comprender el universo.
—Sí, dentro de nosotros hay límites —admitimos en voz alta—. Jamás podremos conocer de forma consciente a nuestro otro yo.
—Comparada con la nuestra, vuestra comprensión del universo está prisionera de esos límites. ¿Os dais cuenta? —replicó Nammk'a Dbyns—. Nunca llegáis a pensar realmente en términos de Dos-íntegro, mientras que un asurano piensa así por naturaleza. Existís gracias a la división. El límite que hay en vuestro interior os derrota. Nosotros existimos gracias a la unión. Permitidme dejar claro que esos Números Reales: el Uno, el Dos, el Tres, el Más Allá, corresponden a auténticas configuraciones del Hiperuniverso, perceptibles para seres que operen en tales niveles numéricos. Toda la materia es un efecto de las ondas, ¿verdad? Las ondas oscilan en el espacio multidimensional. Sin embargo, vuestras mentes todavía no están organizadas para concebir el espacio multidimensional. Las nuestras se hallan mejor organizadas para tal tarea...
—Pero se me ha explicado que nuestros científicos comprenden las matemáticas de las dimensiones imaginarias —dijo Klimt.
(Pensé que los mellizos hausa se lo habrían pasado maravillosamente con todo esto. Francamente, yo estaba empezando a ponerme cada vez más y más nerviosa.)
—¿Dimensiones imaginarias? —trinó el asurano—. ¿Imaginario? Ah, pero es ahí donde os equivocáis. No hay nada de imaginario en esas otras dimensiones. Tienen una existencia real. Lo que pasa es que vuestras mentes no están equipadas para verlas. Las nuestras pueden ver una parte mayor de ellas que las vuestras. Todo el destino de Asura y, a decir verdad, esperamos que el destino de otros mundos, estará dedicado a entrar en contacto con seres de dimensiones más elevadas, seres que realmente habitan en una multiplicidad de dimensiones. Sólo de esta forma será posible comprender el universo. Podéis llamarles Dioses o Demonios, pues sois incapaces de percibir su auténtica naturaleza real...
—Quiero volar —dije, interrumpiéndole. ¡Haberse encarnado en un pájaro y estar obligada a quedarte posada en un árbol, hablando de números en vez de surcar cielos alienígenas y volar sobre un mundo extraño...! Quizá fuera un instinto nacido del cuerpo que me servía como anfitrión, pero deseaba tanto unirme a la Mezcla del Ocaso... El batir de grandes alas susurrando Asura..., sí, eso me fascinaba.
Un esfuerzo de voluntad.
Descubrí que podía desplegar un ala...
—Quiero volar por el cielo... —canté, dejándome dominar por el delirio.
***
Mi ala colgaba fláccida por entre las hojas.
Algo la había detenido, agarrándose a ella e impidiendo que se moviera.
—¡No debes hacerlo! —rugió la voz de Klimt—. Si haces que este pájaro se aparte del árbol conseguirás matarnos a los dos. ¿No lo comprendes? Se convierten en dos seres separados, dos seres inferiores... ¡Sepáralos, y también separarás nuestras mentes! ¿Qué razón habría para que volvieran a reunirse? Estaríamos perdidos. Enloqueceríamos, moriríamos. Y, de todas formas, ¿quién quiere volar cuando tenemos todo el universo que comprender?
—Yo. Yo quiero volar. Ésa es la excusa que siempre estoy oyendo. Las estrellas se encuentran a nuestro alcance gracias al Bardo, así que no hay razón para moverse ni un centímetro, ¿verdad? Ahora que estamos aquí...
—...sólo en un sentido mental...
—¡Tampoco podemos movernos! ¿Qué es el Bardo, una prisión?
—Mira, ¿qué sacó la gente del poder volar, salvo algunos puñados de polvo traídos del mundo vecino? Has insultado a nuestro anfitrión moviendo sus alas igual que si fuera un títere.
Me rendí. Entristecida, puse mi brazo mental sobre la gran hoja para pegarlo a mi flanco; y el ala volvió a doblarse.
—Nammk'a Dbyns... —dijo Klimt.
—Sigamos hablando sobre la naturaleza de los números y los seres de las dimensiones superiores —trinó el asurano, como si no hubiera ocurrido nada.
Pasamos lo que me parecieron varias horas cantando y discutiendo sobre los números que van del Cero al Seis, su significado, la naturaleza del espacio multidimensional, así como sobre los límites y los horizontes, mientras que la luz de las estrellas se reflejaba en nuestras hojas.
Estábamos empezando a perder energía. Asura ya no parecía tan nítida. La niebla brotaba del mar y se acercaba a las islas. Las estrellas estaban dejando de brillar con tanta fuerza. El horizonte parecía encogerse, acercándose físicamente a nosotros.
—Klimt, todo está cambiando...
—Sí. Cambia. ¿Puedes imaginarte el número de siglos que deberemos pasar practicando el vuelo mental antes de que podamos pasar días en algún otro lugar como hacen los rakshasas en su búsqueda de nuevos mundos, por no pensar ya en otras dimensiones?
Las grandes hojas del árbol se fueron moviendo lentamente hasta rodear el punto de anidar donde nos hallábamos, haciendo que nuestra flor se doblara sobre sí misma hasta que volvió a convertirse en un brote.
Las hojas se tocaron. Se entrelazaron. Se agruparon a nuestro alrededor formando un yantra y volvieron a empujarnos hacia el punto bindu, haciéndonos pasar por él, cruzando la neblina de aquel anillo llameante de luces hacia la oscuridad de la Tierra.
***
El fuego kundalini se había apagado. Estaba helándome. Totalmente agotados, Klimt y yo tuvimos que ser separados el uno del otro por los dobdobs, que nos dieron masajes y nos envolvieron en mantas.
***
Pasamos la mayor parte de la semana siguiente siendo examinados tanto física como psicológicamente, y preparándonos para nuestro siguiente vuelo, que estaba previsto tuviera lugar dentro de ocho días. Al principio mi energía kundalini parecía dormida..., totalmente exhausta. Pero, hacia el cuarto día, mi serpiente ya volvía a erguir vivazmente la cabeza.
En cuanto a mi relación con Klimt, ay... ¡Qué mecánico parecía comparado con cuando estábamos viajando! Temía que pudiera estar furioso conmigo por haber dejado volar caprichosamente mi fantasía en Asura. (¿O debería decir por haber intentado dejarla volar? Los dobdobs me habían dado una buena reprimenda por ello. Pero no me habían quitado el derecho a volar, y ni tan siquiera se me había amenazado con ello..., lo cual me dejó bastante sorprendida.) Cuanto más pensaba en el asunto, más convencida estaba de que Klimt parecía la prueba viviente de algo que había dicho Nammk'a Dbyns, el viejo y sabio árbol-pájaro: los seres humanos gozan de la consciencia gracias, sobre todo, a que la mayor parte de su ser está dominado por el subconsciente. La «consciencia» sólo existe por encima de una cierta frontera encerrada en nuestras mentes, y existe bajo la forma de un arco minúsculo de todo el círculo de operaciones mentales (y, naturalmente, tales operaciones no están restringidas a lo que ocurre en el cerebro, dado que los músculos, los nervios y los órganos corporales también «saben» y «recuerdan», pues de lo contrario el campo corporal no existiría). Por debajo de esa frontera, escondidos, se encuentran la inmensa mayoría de nuestros procesos mentales. Lo que había de especial en Nammk'a Dbyns, lo que le permitía detectar este defecto de nuestra constitución, era el hecho de que su propio «arco» de consciencia podía emprender el vuelo de una forma independiente y dejar atrás todo el resto de su círculo. Podía convertirse en el todo dejando de ser una parte..., aunque, al hacerlo, el arco del pájaro acabara siendo inevitablemente consciente de menos cosas que cuando estaba unido al «círculo» del árbol-pájaro...
Empecé a pensar que Klimt era un arco libre muy pequeño. Cuando se unía mental y sexualmente conmigo durante el vuelo del Bardo para formar un círculo, se volvía un poco más comunicativo, un poco más consciente. Era capaz de ponerse poético y hablar de forma inteligible sobre el significado de la vida, sobre el cómo debíamos integrar nuestras partes separadas. Pero no podía llevarse consigo esa fracción extra de consciencia al volver, salvo como el recuerdo de un sueño inconexo, algo que debía serle explicado con voz seca y precisa a los dobdobs para que lo registraran en cinta y lo archivaran. Empecé a compadecerle.
El día previsto volvimos a volar. Nammk'a Dbyns siguió hablándonos sobre nidos de números, límites y horizontes dé la mente..., y esta vez todo me pareció más interesante, pues apliqué la idea no al cosmos o al universo, sino al sencillo problema de cómo Klimt, mi amante (y supongo que yo misma..., aunque realmente no lograba creerlo), podíamos ser unos seres tan limitados. Esta vez tuve la sensación de que sí estaba aprendiendo algo, de que cuando volviera traería algo conmigo.
Volvimos, exhaustos.
Después de diez días trabajando, nos dejaron descansar durante una quincena.
***
Maimuna y los mellizos hausa también habían estado volando y ahora descansaban. Maimuna había empezado a volar unos cuantos días antes que yo. Nos contó con todo detalle sus primeros vuelos mientras contemplábamos las olas del Atlántico, verde sobre azul; pero siempre hablaba con una pizca de sarcasmo, y su voz tenía un tono cortante.
—¡Esos asuranos parecen inagotables! Apenas si hemos empezado y míranos, ya nos hemos quedado sin fuerzas. No me extraña que el Bardo necesite miles de viajeros. Y, sin embargo, unos cuantos asuranos pueden encargarse de ese trabajo durante semanas y más semanas...
—¿Cómo es posible cansarse estando posado en un árbol? —preguntó Abdoulaye-H, algo irritado.
—Ah —dijo Maimuna, como si hubiera estado esperando esas mismas palabras—, ¿crees que un árbol puede aburrirse? Todos estamos de acuerdo en que el vuelo es terriblemente emocionante. Pero, en cuanto llegas allí... Una islita, unos cuantos árboles, los mismos viejos pájaros de siempre graznando interminablemente sobre los números y la geometría...
—Yo tuve una conversación fascinante sobre la teoría de los conjuntos —protestó Hamidou-A—. Lo que está incluido en un conjunto y lo que está excluido... —Maimuna dejó escapar un gemido.
—Yo también —dijo su hermano—. Hablamos sobre los números trascendentales y los conjuntos infinitos incontables, y luego hablamos sobre el número transfinito para Todo-Lo-Que-Es y sobre si hay alguna forma de que el Todo pueda ser igual a la Parte. Hablamos sobre el Número Cardinal del Continuo. Todas esas cosas son terriblemente importantes si es que quieres descubrir la lógica del universo. ¡Puede que de los universos, en plural!
Maimuna les lanzó una mirada desdeñosa.
—Voy a contaros un secreto—dije yo, queriendo impresionarles—. Intenté hacer que mi pájaro volara. Sé que fue una estupidez por mi parte. ¡Es realmente peligroso! Pero quería hacer algo. Intenté hacerle volar y movió un ala. Klimt me hizo parar. Podría haber roto la conexión del Bardo.
—Los asuranos nos habrían perdonado —dijo Abdoulaye-H—. Los alienígenas nos consideran algo inapreciable. Somos la cuarta especie de la conexión. Los hermanos pequeños...
—Somos tan inapreciables como niños. Estamos dando nuestros primeros pasos. Tenemos que tropezar de vez en cuando.
—No podemos permitirnos el lujo de tropezar, ¿verdad? ¿Por qué? ¿Por qué no podemos tropezar, si somos unos niños? —preguntó Maimuna—. ¿Qué nos pasaría si se rompiera la conexión del Bardo?
—Que una civilización tropiece es muy distinto a que un niño tropiece. Un gran tropezón, y todo ha terminado sin remedio. —Tonterías. No veo qué hay de tan peligroso en eso. Toda nuestra historia está llena de tropezones, y aún seguimos aquí. Y, por cierto, hablando de niños —añadió con una sonrisita presuntuosa—, ya he tenido un retraso. ¡Estoy embarazada!
***
Maimuna estaba en lo cierto.
11
NO TARDÉ EN DARME CUENTA de que yo también estaba embarazada. Los médicos dobdobs tomaron muestras de mi orina y lo confirmaron. Fui trasladada sin perder ni un instante a otro hotel situado más al sur, hacia Virginia Beach, en la zona «guardería». Desde la ventana de mi nuevo dormitorio podía ver moverse la bandera verde de la Embajada, a un kilómetro al norte.
Maimuna también había sido enviada a ese hotel. El nombre del hotel, Fairchild2, resultaba muy adecuado; en él no había más que embarazadas, aunque nadie llegaría a dar a luz allí.
—El índice de bajas es muy elevado, ¿no? —le dije a Maimuna después de mi primera clase de yoga para el parto (que había sido la cuarta o la quinta para ella).
—¡Toda esa preparación, todo ese trabajo, y ahora esto...! —dijo. Su actitud hacia el embarazo no había tardado en pasar de la suficiencia al resentimiento. ¡Cómo aborrecía verse formando parte de la misma categoría que cien mujeres más!—. ¿Por qué tenían que hacernos volar en esa época del mes? Saber si no hay peligro es bastante fácil: basta con una simple lectura del termómetro. ¡Pensaba que eso era lo que estaban comprobando con todos sus malditos exámenes médicos!
Personalmente, mis sentimientos hacia lo que estaba pasando eran más bien positivos, como si ahora fuese un yantra viviente: un nido humano que rodeaba un punto central de energía vital que estaba creciendo y echando brotes, y que terminaría colmándome. El cuerpo humano es el más hermoso de todos los yantras: recordé que un instructor nos lo había dicho.
—No, Maimuna..., estar embarazada es importante. Es una especie de vuelo del Bardo, ¿no lo ves? De repente tienes un límite dentro de ti, y al otro lado hay algo extraño y nuevo..., un cosmos privado distinto que, sin embargo, también es parte de tu universo.
Maimuna me lanzó una mirada burlona.
—¿El «pequeño desconocido»? Me pregunto cuántas veces se habrá utilizado ese lugar común desde que existe el mundo... ¿No crees que somos muy afortunadas? ¡Hemos conseguido permiso para dar a luz después de haber trabajado sólo cuatro meses!
—¡Has decidido que esto va a resultarte odioso y quieres amargarle la experiencia a todo el mundo!
—Lila, querida, he estado hablando con las demás. Aquí apenas si hay nadie que haya volado más de dos veces. Y la segunda vez se quedaron embarazadas, igual que nosotras. Que el Bardo desperdicie sus recursos humanos de esta forma..., ¿no te parece que son algo imprudentes? ¿No te parece algo extraño? ¿Qué hay detrás de todo esto?
***
Maimuna se acercó cautelosamente a mí unos días más tarde.
—Sube a mi habitación, Lila, tengo que enseñarte algo.
Y, cuando estábamos en el ascensor, me dijo en voz baja:
—Voy a contarte esto por si diera la casualidad de que tuviera algún accidente. No sé, un aborto repentino. O no consiguiera recuperarme del parto y no volviera a verte nunca...
Su extraño par de pendientes estaba sobre el alféizar de la ventana: la mosca y la araña atrapadas. La araña no podía llegar a la mosca para comérsela y la mosca era incapaz de escapar. Cogió los pendientes y se los puso en las orejas, como si fueran a protegerla de algo.
—Puede que consiguieras mover el ala del pájaro asurano, Lila, pero yo crucé el umbral de una puerta con la esvástica roja que alguien se había olvidado de cerrar. Eso es mucho peor. Descubrí cosas...
—¿Qué?
—Un lector de microfichas. Microfotos de algunos libros antiguos. Copié unos cuantos extractos. —Fue corriendo al cuarto de baño y volvió con hojas arrancadas de uno de nuestros cuadernos de anotaciones—. Este primer fragmento es de un viejo texto sobre el yoga tántrico. Tiene centenares de años. ¡Habla sobre lo que se supone que es el yoga tántrico! Léelo. ¡Y luego dime qué es lo que anda mal!
Empecé a leerlo:
***
Si el acto sexual ha de ser un genuino acto tántrico, NUNCA debe terminar con la emisión del semen. Ése es el significado de esta frase en sánscrito: «Bodhicittam nortsjet». («El semen no debe ser expelido.») El semen siempre será retenido dentro del cuerpo. Ése es el objetivo de la contracción Mulabhanda; detener el flujo del esperma. El santo Tirumular, en su texto Tirumantiram, escribe: «Velliyuruki ponvali otame». En la lengua tamil, el significado literal de esa frase es «La plata no debe fluir por los caminos del Oro». Sin embargo, no se trata de una prohibición de la Alquimia. Lejos de ello. Los santos Siddha investigaban la posibilidad de la transmutación, igual que hacían con la medicina y el control de la respiración: buscaban conseguir la inmortalidad en esta vida. Aquí, de hecho, la Plata es un símbolo secreto y arcano del esperma humano, mientras que el Oro es un símbolo para representar la vulva de una mujer. Los yoguis que se permiten eyacular, por lo tanto, son llamados «Plateros Falsos». Sus esfuerzos son inútiles.
***
—Entonces, ¿por qué estoy embarazada? ¿Y por qué lo estás tú? ¿Por qué hay tantas otras embarazadas si existe un sistema perfectamente natural y práctico para impedir que eso ocurra..., y si la eyaculación es lo peor que puede suceder?
—Muchos de esos viejos textos son confusos y han sufrido deformaciones. Ya nos lo han explicado.
—¡Una buena razón para tenerlos ocultos bajo llave! Y, ahora, lee esto. Es del mismísimo Libro de los Muertos tibetano..., del Bardo Thödol.
***
Oh nacido en noble cuna —leí—, malignos espíritus son los rakshasas, que poseen el poder de cambiar de forma...
Oh nacido en noble cuna, no te sientas atraído por la opaca luz verdosa del mundo Asura. Ése es el camino kármico que lleva a la gran envidia. Si te dejas atrapar por sus rayos gancho, caerás en el mundo de Asura y quedarás enterrado para siempre en el insoportable dolor de las discusiones y las querellas...
Oh nacido en noble cuna, si renaces en el cuerpo de un asurano verás un bosque encantador. Recuerda que has de sentir repugnancia: no se te ocurra entrar en él. La envidia más intolerable se encuentra encerrada en esos árboles.
***
—Los dobdobs nos dijeron que la gente que escribió el Libro de los Muertos estuvo a punto de conseguir la respuesta. Casi captaron intactos los mensajes de las estrellas. ¡Describir Asura como un bosque de discusiones no es alejarse demasiado de la verdad!
»¡Lila, piensa! No fueron los asuranos quienes intentaban entrar en contacto con nosotros desde hace tantos años. ¡Se supone que eran los rakshasas! ¿De dónde pueden haber salido todos esos datos sobre Asura? —Maimuna me puso una tercera hoja de papel en la mano.
»¡Y ahora, Lila, fíjate en los nombres!
***
Oh nacido en noble cuna, verás aparecer ante ti cuatro deidades celosas, guardianas de las puertas, y las más importantes son Cags Ky-ma y Cags Sgroma...
Debes de saber que no son sino imágenes proyectadas por tu propia mente. Esas formas no salen de ningún otro sitio que no sea tu propia mente...
***
—¿Recuerdas lo que representan esos nombres? Dos partes de un Ser que se divide y jamás vuelve a ser exactamente igual a como era antes. El pájaro se aleja volando de su árbol para acudir a la Mezcla y otro pájaro ocupa su sitio. ¿Cuáles son las probabilidades de que las mismas parejas estuvieran juntas hace centenares de años, cuando los tibetanos escribían su libro? ¡Aunque nos traguemos el hecho de que se trata del mundo equivocado!
—Quizá sean nombres muy comunes en Asura... No conocemos muchos de sus nombres.
—Ni de sus palabras. Y tampoco sabemos gran cosa de todo lo demás. ¿Estás sorprendida? Hay un límite a lo que la gente puede llegar a inventar para engañar a los demás. «Imágenes de tu propia mente», dice. «Formas salidas de tu mente». Creo que eso se acerca más a la verdad. Eso es Asura. ¡Es una alucinación programada! Y lo mismo ocurre con los otros mundos alienígenas. Ya te dije que eran demasiado sencillos para ser mundos auténticos. Un mundo auténtico tiene desiertos, mares, bosques, montañas, ríos y maleza. Un mundo auténtico es complejo y desordenado. Está lleno de variedad.
—Marte no. Marte sólo tiene desiertos y cráteres.
—Me refiero a los mundos vivos, no a los muertos. Un auténtico mundo vivo significa jirafas, asnos, tortugas, tarántulas, osos hormigueros y antílopes. Y orquídeas, naranjas, plátanos y árboles bo, cactos y pepinos. ¡En términos alienígenas! La misma riqueza. Eso no ocurre en Asura. Una sola especie de árboles. Una sola especie de pájaros. Y, por cierto, ¿qué razón hay para que los asuranos y los rakshasas sean descritos como demonios hostiles, malignos y desagradables?
—Quizá porque, cuando estaban intentando establecer contacto mental, los antiguos tibetanos creyeron que los alienígenas querían invadir sus mentes.
—¿Y por eso dicen que sólo son frutos de la imaginación? ¡Vamos...!
—Cuando estás realmente asustado de algo..., quizá quieras fingir que no está allí, que no existe..., como hace el avestruz. —Tonterías. Tu teoría no se tiene en pie. Está llena de agujeros tan grandes como...
Nunca llegó a decirme cuál era el tamaño de esos agujeros. En ese instante dos dobdobs abrieron la puerta del dormitorio y entraron en la habitación.
***
Un hombre y una mujer, ambos asiáticos. Les miré. Nunca olvidaré ese momento. La mujer puso su mano sobre el teléfono que había junto a la cama.
—Estábamos escuchando. No hace falta que levantes el auricular para que se te oiga. Esto es el corazón del Bardo, y debemos ser muy precavidos, ¿comprendéis? En cuanto introdujiste tu tarjeta de identificación en esa máquina lectora para ponerla en marcha supimos que sería preciso hacer algo contigo, ¿no te parece? Es una lástima que no hayas hablado con nosotros antes de haber metido en este asunto a otra persona. ¡No perdiste el tiempo! Naturalmente, tienes toda la razón en cuanto a los alienígenas. Son una invención..., una alucinación programada.
Maimuna me lanzó una vengativa mirada de triunfo.
—Y ahora vendrás con nosotros. ¡Te enseñaremos cuál es el auténtico objetivo del Bardo! —La mujer le dirigió una sonrisa más parecida a una mueca—. Entonces desearás no haberlo descubierto nunca.
—Van a mandarnos a un casquete polar —dijo Maimuna, frunciendo los labios en uno de sus mohines.
—¡Nada de eso! Vuestras habilidades son demasiado..., bueno, digamos que son demasiado protectivas, y todos nosotros las valoramos enormemente. Iremos a ese sitio llamado la Embajada de Proción. ¡Nos encargaremos de abrirte unas cuantas puertas cerradas más!
—Da la casualidad de que ese hotel es uno de los tres Centros de Mando desde los que se controla la defensa de todo este maldito planeta —dijo el hombre—. Los otros dos, naturalmente, están en Kazajstán y Lhasa.
—¿La defensa de...?
—En el espacio no hay ninguna raza encantadora de amigos alienígenas. El espacio no es nada amistoso. Ya lo veréis.
***
Fuimos al hotel Momingside Palace —la «Embajada»—, y nos llevaron en ascensor hasta el sótano. Cruzamos varios umbrales marcados con la esvástica roja y pasamos varios puestos de control: finalmente, llegamos a una gran habitación que se parecía bastante a la Sala de Control de Vuelos que ya habíamos visto, dejando aparte el que ésta era mayor y tenía más personal trabajando en ella. Había filas y filas de consolas tras las que estaban sentados un gran número de dobdobs, vigilándolas atentamente. La pantalla que ocupaba casi toda una pared mostraba al planeta Tierra como una pequeña esfera que flotaba igual que un globo en el vacío espacial: era una imagen simulada de nuestro planeta tal y como podría verlo un ojo alienígena situado en la Luna. Los dobdobs de la sala eran casi todos de raza caucásica, y hablaban inglés o ruso.
Tomamos asiento en dos consolas vacías, flanqueados por nuestra escolta.
—Primero os enseñaremos la barrera defensiva de la Tierra. (Barrera defensiva..., ¿contra qué había que defenderse?) El hombre cogió un teléfono y habló con un técnico sentado en la primera fila de consolas. El técnico empezó a accionar sus controles. Cada uno de los interruptores que movía hacía nacer un triángulo alrededor de la pequeña esfera de la Tierra: algunos tenían la punta hacia arriba, otros hacia abajo. Acabaron formando una barrera que rodeaba todo el planeta, dándole una aureola de vértices como la que crearía un niño al dibujar una estrella.
—Los humanos no pueden viajar a las estrellas usando el poder de la mente. Ésa es una ilusión de la que ya podéis iros olvidando ahora mismo. ¡Pero sí es posible entrar en contacto con el espacio, gracias a Dios! Al menos, en cierto aspecto... Los ritmos del cerebro humano pueden ser amplificados y proyectados a lo largo de las líneas de fuerza que rodean la Tierra y que guardan relación con el campo magnético del planeta. Lo que veis ahí es una simplificación del efecto de campo producido. Sin duda la forma os resulta familiar, ¿no? Un mandala yantra en tres dimensiones, con la esfera de la Tierra en el centro. Junto con vuestros camaradas de Lhasa y Kazajstán, tejéis una red protectora que nos cubre a todos.
Un segundo juego de triángulos se unió al primero; su foco estaba más hacia el este...
—En Kazajstán, Rusia.
Un tercer yantra cobró forma, complicando todavía más el entramado de triángulos. Ahora el mundo tenía tantos pinchos como un erizo de mar.
—Ahí está el yantra de Lhasa. Con eso se completa la pauta defensiva actual. Cuando el Bardo tenga el número suficiente de viajeros bien entrenados, abriremos un cuarto centro en las islas Hawái, en Maui. Una vieja superstición común tanto en Oriente como en Occidente afirmaba que si lograbas dibujar un esquema mágico especial y te refugiabas dentro de él, estarías a salvo de los demonios. En Europa lo llamaban pentáculo. El mandala yantra es el equivalente oriental.
—¡Y ahí fuera hay un demonio! —afirmó la mujer con vehemencia—. ¡Si es que «demonio» es la palabra adecuada...! Le llamamos la «Bestia Estelar». Seguimos sin saber gran cosa sobre cuál es su auténtica naturaleza..., ¡aunque sabemos cómo protegernos de las consecuencias de su presencia! Esas consecuencias son la locura y la muerte..., para todos los seres humanos de la Tierra. Y sólo los viajeros del Bardo pueden protegernos de ese destino.
—De haber estado más avanzados técnicamente... —explicó el hombre—, por ejemplo, si hubiéramos sido capaces de utilizar toda la energía del sol, quizá podríamos haber concebido armas en el estricto sentido material y mecánico de la palabra. Por desgracia, nos faltaban mil años para alcanzar ese nivel tecnológico. Pero teníamos radares capaces de observar el espacio, ordenadores de gran velocidad y redes militares de radar de alta potencia. Y también teníamos una tradición oriental de disciplinas mentales que llevaba siglos existiendo..., aunque normalmente el Occidente se había burlado de ella. Unimos las dos esferas de conocimiento, y eso nos dio los medios para ampliar y emitir los ritmos mentales de la concentración profunda y formar una rejilla protectora alrededor de la Tierra.
»La historia que se os ha enseñado es bastante cierta, aunque se calle algunas cosas..., el final del siglo XX fue un período de caos y muerte a escala mundial. Fuera de los altos mandos, muy poca gente llegó a conocer la auténtica causa de todo aquello. La Bestia Estelar se aproximaba.
—¿Qué es una Bestia Estelar? ¿Qué clase de criatura es? —Maimuna y yo habíamos hablado al mismo tiempo.
—¿Qué es? ¡Cómo nos gustaría conocer la respuesta! Lo único que podemos hacer es mostraros cuál es su aspecto electrónico. Sólo podemos mostraros sus confines, los límites que ha establecido alrededor del mundo. —El hombre volvió a usar el teléfono, y otro técnico respondió accionando interruptores.
Y, de repente, todo el vacío espacial que rodeaba el «nido» de la Tierra quedó invadido por unos palpitantes miembros amorfos de vívidos colores que se movían sin cesar, buscando, investigando: un amasijo de tormentas que ocupaban todo el espectro de colores, del rojo al violeta, como si algo estuviera probando distintas frecuencias (mostradas como colores) para llegar hasta el nido... La mujer nos lo explicó.
—Las violentas descargas que estáis viendo son campos neurales..., enormes tormentas electromagnéticas en las mismas frecuencias de los ritmos cerebrales humanos. En el espacio que nos rodea hay una terrible «tormenta mental», y está intentando borrarnos del mapa mediante la pura fuerza del pensamiento. Está claro que la Bestia Estelar es algo más que cuanto habéis visto. Lo que vemos es sólo la pequeña fracción que nos rodea y nos afecta. Hemos calculado que la criatura cubre años luz enteros. Puede que haya sumergido a docenas de estrellas y sistemas solares. ¡Eso es lo que seguimos intentando averiguar mediante nuestros viajeros!
El hombre retomó el hilo de la historia.
—La primera señal de su llegada tuvo lugar en 1995. Fue el comienzo de una especie de colapso nervioso a escala planetaria. Una enfermedad cerebral..., una epidemia de catatonia. Los científicos buscaron inútilmente un virus y no lograron encontrar ninguno. Algunos de ellos pensaron que la epidemia estaba causada por las tensiones del exceso de población. Fue horrible. En 1995 hubo un millón de muertos, diez al año siguiente y cuarenta al otro.
La mujer nos enseñó una carpeta de fotos. Asombradas, pudimos ver multitudes de rostros inexpresivos e idiotizados dejándose caer al suelo y muriendo por las ciudades y los campos. Las personas perecían igual que el trigo afectado por una plaga... Contemplamos hospitales abarrotados donde los médicos se esforzaban desesperadamente por salvar vidas, aunque tanto habría dado que estuvieran intentando vaciar el mar con una cuchara. Vimos fosas colectivas, pozos de cal viva, inmensas piras funerarias. Los cadáveres se pudrían en las calles. Después, foto a foto, nos fue mostrando el curso de la enfermedad..., que atacaba con una rapidez increíble. Un hombre estaba comiendo; su mano se detenía a mitad de un movimiento, antes de llegar a su boca. Aquel hombre nunca volvería a moverse: se limitaría a dejarse morir de hambre.
—En todos los casos aparecían los mismos ritmos cerebrales alterados —nos dijo—, la misma perturbación de la actividad cerebral normal, como si las personas ya no fueran capaces de pensar en sincronización con el mundo o el tiempo reales. Pero pronto quedó claro que la aparición de la enfermedad estaba directamente relacionada con la rotación de la Tierra: la proporción de víctimas disminuía según su latitud. Antes de que hubiera pasado mucho tiempo, el número de víctimas era lo bastante grande como para localizar un área del espacio que parecía corresponder a la enfermedad. En cuanto los radiotelescopios del mundo hubieron sido modificados adecuadamente, pudieron recoger las mismas emisiones que estaban siendo captadas por los sistemas nerviosos humanos. Su fuente estaba acercándose... y era muy grande.
»Pensamos que quizás alguna entidad del espacio hubiera captado las primeras emisiones de radio de la raza humana. Se dejó de emitir, salvo en casos de emergencia. Pero si aquello estaba siendo atraído por las ondas de radio, ¿qué razón había para que atacase nuestros sistemas nerviosos? Ahora creemos que la existencia de la Bestia Estelar quizás esté relacionada con algo mucho más fundamental, algo relacionado con la mismísima estructura del universo. Quizás atrajimos la atención de alguna criatura inmensa y viejísima, del mismo modo que las bacterias alertan al sistema inmunológico de un organismo y éste se apresura a enviar anticuerpos hacia el punto afectado... Mirad eso...
En la pantalla se veían los zarcillos y los tentáculos de las emisiones lanzándose sobre la Tierra, golpeándola...
—Nos ha rodeado. Somos una minúscula célula extraña perdida en el interior de su cuerpo. ¿Cuál es su tamaño? ¡Sólo Dios lo sabe! Según las primeras estimaciones de los radiotelescopios, debe de ser enorme. ¿Qué sistema de comunicación interna utiliza? Creemos que usa taquiones, partículas que sólo pueden viajar más aprisa que la luz. Puede que su mismo cuerpo esté formado por taquiones, y eso explicaría el que no podamos ver a la criatura, sino sólo detectar sus efectos. Si utiliza taquiones, sus procesos mentales podrían ser instantáneos. Y, aunque parezca extraño, es posible que también sean simultáneos..., como si un ser humano fuera capaz de concebir los pensamientos de toda su existencia en un instante y, sin embargo, ese instante durara eternamente. No puede percibir el tiempo como nosotros, no puede imaginárselo como una flecha de tiempo... ¿Y por qué debería hacerlo? El universo como un todo no obedece a ninguna flecha de tiempo, como ya habéis aprendido. Para la Bestia Estelar es posible que todos los acontecimientos estén ocurriendo perpetuamente en un continuo de espaciotiempo total...
—Gracias a la Acción a Distancia —dijo Maimuna, dándose golpecitos en el pendiente de la araña, como si con eso quisiera expresar que ella siempre había sabido de la existencia de la Bestia Estelar.
La mujer asintió.
—Sin la continua relación que se da entre las ondas retrasadas y adelantadas producidas por cada acontecimiento, sea cual sea el sitio en que se produzca, no tendríamos ningún universo coherente. El universo existe gracias a esa relación. Pero dejadme que os haga una pregunta. ¿Y si la Bestia Estelar hubiera evolucionado para ser capaz de percibir esta clase de espaciotiempo? ¿Y si ha evolucionado para vivir en la realidad actual del cosmos, y no en el sencillo mundo lineal al que estamos adaptados? ¿Qué concepto tendría de nosotros? ¡Nos consideraría una drástica perturbación de las leyes naturales! Una inmensa desviación estadística en favor de los acontecimientos retrasados..., una progresión constante del pasado hacia el futuro, sin ningún ir hacia atrás. Por lo tanto, la Bestia transmite ondas adelantadas a nuestras mentes para rectificar nuestro sentido del tiempo..., o para destruirnos.
»La posibilidad realmente aterradora es que, si la Bestia Estelar se ha desarrollado partiendo de la mismísima textura del espaciotiempo, es posible que sea un auténtico habitante del universo, ¡y que nuestra forma de vida no sea más que un capricho, una anomalía, una desviación!
Los horizontes internos de la Bestia se movían incesantemente, haciendo fintas y lanzándole estocadas a la línea defensiva de la Tierra.
—La Bestia Estelar puede estar mucho más cerca de ser un Dios que cualquier otra criatura que seamos capaces de imaginar —murmuró la mujer, con voz llena de respeto y temor—. Una mente cósmica engendrada por la naturaleza del ser... ¡Y nosotros hemos conseguido que este tigre caiga sobre nosotros debido a la forma de pensar de nuestras mentes! Entonces, ¿qué somos? ¿Fracasos? ¿Creaciones defectuosas? ¿Seres tarados? ¿En qué clase de universo estamos viviendo?
12
NOS LLEVARON A UN GRAN DORMITORIO del octavo piso sobre cuya puerta había dibujada una esvástica. La habitación tenía dos camas. La ventana estaba protegida por barrotes. En el suelo, junto al cubículo de la ducha y el retrete, había una gran colchoneta de ejercicios, y la mesa tenía un lector de microfichas con un montón de documentos microfotografiados junto a él. La mujer tomó asiento en una cama y nos hizo una seña para que nos sentáramos en la otra, mientras el hombre se quedaba de pie, con la espalda apoyada en la puerta.
—Nuestra defensa se basa en transmitirle a la Bestia las pautas del pensamiento humano una vez han sido tremendamente amplificadas. La Bestia intenta anularlas respondiendo a ellas con sus propios «pensamientos». Podemos emitir hasta tres o cuatro repeticiones de vuelos anteriores, no más. Ésa es la razón de que no podamos automatizar el sistema y de que necesitemos tener muchos viajeros. Pero, aunque pudiéramos automatizarlo, no lo haríamos. A largo plazo la defensa pasiva acabaría resultando inútil. Tenemos que averiguar más cosas sobre la Bestia Estelar. Ésa es la razón de que vuestras conversaciones de Asura sean especialmente importantes, tanto las preguntas que formuláis como las respuestas que recibís...
—¡Dijiste que todo el viaje era una ilusión! Asura es una ilusión..., ¡una alucinación programada!
—Cierto. ¿Cuál crees que sería el nivel de cordura del mundo si todos conocieran la existencia de esa criatura que lleva tantos años flotando sobre sus cabezas? Tuvimos que crear la ficción de los mundos alienígenas y sus razas amistosas para el consumo público. Pero también tenemos que mantener esa ficción de cara a los viajeros, pues permite producir la energía kundalini y conseguir datos de la Bestia de una forma mucho más eficiente que el viajar sabiendo la verdad. Por eso programamos vuestros hipocampos con la «ruta» hacia Asura, y el casco del Bardo os da una bonita alucinación visual y auditiva con árboles y pájaros..., que aceptáis gracias a que los dibujos yantra y los sonidos mantra os hipnotizan.
—¿Nos comunicamos con algún ser alienígena o no?
—Oh, sí, Lila. Hicisteis preguntas de gran importancia. El contenido de los vuelos puede ser una ilusión, de acuerdo..., ¡al igual que la ventana de esa sala de control que hay arriba no es más que una imagen grabada en una cinta! Pero la estructura formal de los vuelos es real: es decir, la pauta de vuestros pensamientos y de todo vuestro campo corporal durante el vuelo es real. Naturalmente, la Bestia Estelar no responde a lo que le decís, pero tiene que responder a la forma en que han sido expresados vuestros pensamientos cuando le lanzamos sus pautas. Las respuestas que obtenéis de los «asuranos» son, en su mayor parte, producidas por ordenador. Se las somete a un proceso de regularización para que no parezcan demasiado absurdas y para que sean recibidas en un lenguaje humano. Por lo tanto, el sistema contiene un filtro de retroalimentación. Aun así, hemos aprendido a hacer encajar ciertas áreas conceptuales en ciertas longitudes de onda de la Bestia con un considerable grado de precisión. Parte del «significado» emitido por la Bestia logra filtrarse realmente en la conversación. ¡Hablo de «significado»! Creo que es mejor usar ese término que no el de «su visión del universo»..., suponiendo que pueda guardar cierta relación con la nuestra. ¡Ésa es la razón de que analizar la estructura lógica de las barreras, los horizontes, el todo y la parte o las matemáticas de cómo concibe el espaciotiempo sea un problema tan vital!
—¿Y tenemos que perder el tiempo produciendo bebés con esa amenaza suspendida sobre nuestras cabezas? —se quejó Maimuna.
—Estoy de acuerdo en que resulta muy molesto, sí, pero es inevitable. El campo corporal humano es lamentablemente débil comparado con las disrupciones que la Bestia puede llegar a producir. Necesitamos los estímulos más potentes para hacer que funcione al máximo; y la auténtica experiencia central de la vida, más fuerte aún que el trauma del nacimiento, una experiencia que también es imitada durante vuestra entrada en el espacio del Bardo, es el acto de la concepción, el viaje primigenio del óvulo y la semilla hacia la fertilización en las trompas de Falopio, y lo que ocurre cuando se encuentran...
—¡Nadie se acuerda de eso! —protesté yo—. En ese momento no hay ningún cerebro capaz de recordarlo.
—Las células recuerdan, Lila. ¿Acaso Backster no descubrió que el esperma humano puede percibir el daño causado en las membranas mucosas de la nariz de su donante, estando a quince metros de distancia de él, cuando éste olía una sustancia corrosiva? ¿Y no descubrió que los huevos de gallina se «desmayan» cuando sus compañeros de nidada son hervidos cerca de ellos? ¿Y qué hay del experimento en el que una planta conectada a un galvanómetro logró identificar al «criminal» que, un poco antes y actuando con el máximo disimulo, había matado a otra planta en la misma habitación donde estaba ella? Ésa fue la primera prueba científica sólida de que una célula viva goza de percepción y memoria. Y, pensándolo bien, ¿cómo podía ser de otra forma? Si no, ¿cómo habría sido posible que la primera materia viviente se hubiera logrado organizar a sí misma antes de que se hubiera desarrollado ningún sistema nervioso capaz de cumplir tal tarea?
»¡El conocimiento existe, podéis creerme! Podemos llegar a esos recuerdos biológicos de la ovulación, despertándolos, y ése es el momento en que la energía kundalini llega a su máxima potencia para proporcionarle su fuerza y su pauta ordenadora a la inminente fusión de los campos corporales del esperma y el óvulo..., recapitulando todo lo que sucedió durante la concepción de la madre, años antes. Ése es el momento en el que los ritmos del cuerpo y el cerebro alcanzan su máxima potencia y las redes de radar pueden amplificarlos y proyectarlos. —Nos sonrió, como si estuviera haciéndonos una confidencia—. La verdad es que la red que protege el mundo es obra de las mujeres. La energía kundalini masculina es bastante más débil. ¡Después de todo, no podemos esperar que el campo corporal del hombre se prepare para concebir una vez al mes!
—¡Pobre Klimt! —Me reí—. Tan orgulloso de su virilidad y su cuerpo... ¡Qué pendiente estaba de cada palabra pronunciada por ese viejo pájaro sabio alienígena!
—Ah, si los alienígenas existieran... Técnicamente hablando, el campo corporal es un efecto creado por un campo electromagnético en asociación con un plasma de partículas altamente ionizadas que permean y rodean todo el cuerpo. Pero también puedes pensar que todo el sistema nervioso, cerebro incluido, es una antena que mide aproximadamente mil kilómetros de largo, cuidadosamente doblada y enroscada sobre sí misma. Si ahí fuera hubiese algunos «transmisores» alienígenas lo bastante hábiles y deseosos de entrar en contacto, y si hubiera alguna forma de que las cargas eléctricas del campo corporal pudieran ser sincronizadas con el efecto de campo de la Acción a Distancia, resulta perfectamente concebible pensar que tu campo corporal sería capaz de recibir algún tipo de mensaje llegado de las estrellas. Cuando se empezó a investigar el Efecto Backster, incluso hubo algunas pruebas que inducían a pensar en ello: había comunicaciones biológicas que llegaban del espacio..., y estábamos interceptándolas. Hay grabaciones que muestran cómo ciertas plantas del desierto californiano recogían señales codificadas de naturaleza desconocida procedentes de la Osa Mayor.
»Por desgracia, la Bestia Estelar puso fin a esa clase de experimentos. Es la manta aislante perfecta. Y tenemos que mantenerla a raya. Al menos podemos emitir el campo corporal y las pautas del pensamiento humano hacia los cielos de la Tierra usando transmisores mecánicos convencionales. Y funciona, gracias a Dios, siempre que vuestro campo corporal esté al máximo de potencia.
»Tenemos que actuar esperando que no haya fertilización del óvulo y, aun así, estamos obligados a crear las condiciones más favorables para que se produzca. Es una lástima, cierto, y más teniendo en cuenta lo escasos que son los talentos utilizables en el Bardo...
—Sí, ¿cómo nos localizáis? —preguntó Maimuna. Y yo añadí:
—Daba la impresión de que se esperaba que pasáramos las pruebas años antes de someternos a ellas..., ¡aunque se supone que todo el mundo tiene las mismas oportunidades!
—Al principio se estudiaron los ritmos cerebrales de las víctimas de la Bestia Estelar, y luego se filmaron sus campos corporales usando la fotografía Kirlian del aura. ¡Gracias a Dios, la acupuntura ya había hecho que la medicina tradicional china y su concepto del campo corporal fueran aceptados por los occidentales antes de la llegada de la Bestia Estelar! De no haber sido por eso, habríamos estado perdidos. Hoy en día se utiliza la acupuntura, las películas del aura y los encefalogramas, empezando a una edad tan temprana que no podéis recordarlo. Los Médicos Descalzos poseen los conocimientos necesarios para hacerles esas pruebas a todos los niños. Ése es nuestro primer sistema de localización. Más tarde, los Maestros usan pruebas de aptitud para saber cuál es la mejor forma de reforzar y desarrollar un campo corporal prometedor: jugar al go, estudiar álgebra, practicar la danza kathakali, lo que sea... Cada una de esas disciplinas sirve a ese propósito, Maimuna.... se utiliza cuanto pueda crear una mente bien ordenada y llena de energía.
—¿Y todo es decidido de antemano, años antes de las pruebas finales?
—Se detecta a los posibles candidatos. Claro que siempre existe la posibilidad de que no lleguen a desarrollar sus talentos latentes... Si anunciáramos sus nombres ese conocimiento sería contraproducente, pues produciría pereza y autoindulgencia. Además, eso crearía unos terribles problemas sociales. Todos los Maestros y Médicos Descalzos han sido indoctrinados para guardar el secreto, y se les somete a un condicionamiento prácticamente imposible de romper.
—¡Bueno, adiós igualdad! —dijo Maimuna, lanzando una áspera carcajada.
El hombre frunció el ceño.
—¡Si fracasamos, todos los seres humanos tendrán las mismas posibilidades de enloquecer y morir! Te aseguro que eso sí será totalmente democrático.
—Es necesario para mantener la estabilidad social —dijo la mujer en un tono de voz más suave—. Todo el invento de los mundos alienígenas, y el que todo el mundo posea el potencial necesario para volar hasta ellos... Lo irónico es que el tener más acceso a la información y estar más cerca de la fuente va haciendo aumentar tus probabilidades de averiguar la verdad; y eso hace que se os deba vigilar de una forma cada vez más estricta. Cuanta menos relación tengáis con todo este asunto, menos vigiladas estaréis. Es todo lo contrario del totalitarismo. Aquí la élite se encuentra sometida a una estricta supervisión..., y la gente corriente vive feliz libre de esa carga, aunque deba someterse a unas obvias reglas básicas de ecología social. La verdad es que, si habéis de crecer desarrollando las mentes que necesitamos, es preciso que la sociedad se sienta libre y feliz y que tenga unos amigos alienígenas.
—¿Cuántas viajeras del Bardo han averiguado la verdad sobre Asura? —preguntó Maimuna con una cierta preocupación..., seguía queriendo ser especial, de una forma o de otra.
—Oh, bastantes —dijo la mujer, sonriendo—. Pronto os reuniréis con ellas...
¿El viejo espectro del casquete polar?
Pero no.
—Iréis a Lhasa —siguió diciendo. Y los labios de Maimuna se curvaron en una gran sonrisa de triunfo—. Allí daréis a luz, y es allí donde trabajaréis después del parto. Lhasa es para quienes conocen la verdad. Allí se utiliza la fachada de los rakshasas. Es la forma más práctica de programar los vuelos... Os hipnotizaremos. Aceptaréis la ficción. Pero, tanto antes como después del vuelo, sabréis que es tan sólo una fachada. La auténtica pesadilla vendrá cuando estéis despiertas. Saber que la Bestia Estelar existe, saber que el universo es nuestro enemigo... Creo que haber averiguado la verdad no ha sido demasiado inteligente por vuestra parte, ¿comprendéis?
La sonrisa de Maimuna se esfumó; sentí un estremecimiento.
La mítica Lhasa..., sí. Otra embajada alienígena.
Otra Sala de Guerra.
Y el horror que intentaba aplastar la Tierra.
***
Pasamos una semana encerradas tras esa esvástica roja, dedicando parte de nuestro tiempo a ejercicios de yoga con un médico dobdob supervisándonos; y dedicamos una parte de tiempo bastante mayor a examinar los informes secretos del Bardo sobre aquel extraño ser que cubría la Tierra igual que un sudario.
La primera conmoción del descubrimiento se fue esfumando. Empezamos a sentir una cierta excitación infantil al pensar que nos enfrentaríamos con este invasor misterioso: seríamos las heroínas y campeonas del mundo. Estar embarazada parecía un problema insignificante comparado con lo que ahora sabíamos. Un bebé era algo que se iba haciendo por sí solo. Nosotras teníamos que realizar un esfuerzo consciente para cambiar todo nuestro ser y aceptar la enormidad de aquel nuevo conocimiento.
Y, gradualmente, desde lo más hondo de nuestras entrañas, nació una conciencia biológica de que todo el Programa Defensivo y la forma de dirigirlo era algo justo y necesario. Aquel nido yantra que rodeaba la Tierra se unió a nuestros pequeños nidos de carne y hueso, los que protegían esos fetos que estaban floreciendo en nuestro interior, y todo se mezcló y se sincronizó, creando un conjunto armónico.
***
Sam Shaw volvió a encargarse de llevarnos al aeropuerto de Miami.
Partimos al amanecer, pasando por el punto de control de la Avenida Julia Tuttle. Maimuna estaba particularmente animada. Su capa de áspera sofisticación parecía haberse derretido, y bajo ella emergía una nueva Maimuna, un ser positivo y optimista lleno de expectación ante lo que nos ocurriría. Llevaba sus pendientes con lo que casi era un aire de ostentación. ¿Y por qué no? Siempre habían sido una imagen de cuál era la situación real. Sí, el mundo estaba envuelto en una red dentro de la que acechaba una araña mantenida a distancia de su presa. La mosca de la humanidad estaba encerrada y no podía moverse. ¡Y, sin embargo, que esa mosca extendiera las alas bastaba para hacer que la araña hambrienta no pudiera alcanzarla!
Comparado con ella, Sam no parecía de muy buen humor: ¿estaría calculando cuánto combustible extra habría que desperdiciar para llevarnos hasta Lhasa (adonde, de todas formas, parecía tener que volar)?
—Primero iremos a Maui —le dijo por fin a Maimuna, respondiendo a su diluvio de preguntas.
—¿Donde van a construir el nuevo centro del Bardo?
—Tengo que llevar un poco de equipo allí. —Se concentró en la tarea de conducir el vehículo.
—¡A menos que haya algo de alegría, la vida carece de objeto, y casi podríamos ir dejando entrar a la Bestia Estelar! —insistió Maimuna—. Disfrutemos del viaje, ¿de acuerdo? Por favor, Sam...
—Por favor, no hables nunca de la Bestia Estelar en público.
—¡Estamos solos, vamos en un jeep!
—Estamos al aire libre, niñas. No debéis hablar sobre cuál es el auténtico propósito del Bardo, ¿entendido? Estaba pensando en llevaros a ver el nuevo centro del cráter Haleakala. Pero, si no podéis mantener cerrada la boca ni para proteger el secreto más importante del mundo...
—Estaremos tan calladas como dos ratoncitos —dijimos a coro.
—¿Qué crees que pasaría si se nos ocurriera contárselo a alguien? —me murmuró Maimuna con una sonrisa traviesa.
Sam la oyó.
—Ni se te ocurra. —Se dio unas palmadas en su pistolera dobdob—. Tengo órdenes. Sois muy valiosas, cierto, pero tendría que impediros hablar.
Eso sí que nos estropeó el viaje..., aunque nos costaba mucho creer en su amenaza. La despreocupación con que la había proferido me dejó muy sorprendida. Aquella forma de aceptar órdenes sin rechistar... En cierta forma, era todavía más sorprendente que el descubrimiento de que la Bestia Estelar estaba suspendida sobre nuestras cabezas. El que hubiera hablado de una forma tan tranquila hizo que, poco a poco, empezara a creer que decía la verdad, y un poco después empecé a estar de acuerdo con su actitud. ¿Un simple mecanismo defensivo por mi parte? ¿Estaba identificándome con el punto de vista de quien me amenazaba? Quizá. Pero pensaba que el hecho de que el Bardo le ocultara la verdad al mundo —¡y que lo hiciera con tanta habilidad!— hablaba en favor suyo. De lo contrario no tendríamos un mundo de Ecología Social estable, y el nuevo sentimiento de alegría social y alegría en el cuerpo humano tampoco existiría. Sí, todo aquello debía ser defendido..., si era necesario, incluso con un arma.
Es posible que Sam hubiera decidido hablar de esa forma para impresionarnos. Las armas de los dobdobs eran casi totalmente simbólicas. No había llegado a decir que usaría su arma, sino solamente que nos «impediría hablar». Tuve la sensación de que había en él cierto puritanismo, una especie de repulsión hacia lo que estábamos haciendo..., un rechazar el amor del cuerpo y la alegría social que le amargaban y le llenaban de resentimiento. En lo más hondo de su corazón es probable que pensara en Miami Beach como en uno de esos antiguos «burdeles» y, de haber sido posible, habría preferido lanzarse contra la Bestia Estelar y combatirla mediante balas y cohetes, antes que con el fruto del amor humano. Pero jamás lo diría en voz alta, y de ahí venía su sequedad.
Con todo, la estructura de su personalidad hacía que él también fuera valioso. Su misma rigidez hacía que dentro de su cabeza todo estuviera perfectamente controlado. Era el dobdob en quién más se podía confiar, el hombre idóneo, el único que podía conocer la verdad sobre el Programa Defensivo y, además, viajar por todo el mundo.
***
El aeropuerto se hallaba situado en plena ciudad y estaba casi totalmente ocupado por colonias de búhos. La hierba que brotaba entre las pistas de aterrizaje mostraba las señales de sus nidos. Despegamos.
Horas después aterrizamos en Maui. Ya había oscurecido. Pasamos la noche en un hotel de una ciudad llamada Kahului y cenamos en una terraza con arcadas que dominaba la bahía: nos sirvieron estofado de cabra en cuencos. Un dobdob hawaiano, un hombre gordo que parecía un luchador, se pasó la noche dormitando en la terraza de nuestra habitación, sentado en una mecedora que no paraba de crujir, como si quisiera recordarnos que seguía ahí.
Por la mañana, Maimuna le rogó a Sam que nos dejara acompañarle a las montañas. ¡Sólo un tiempo después se me ocurrió que el puntilloso Sam jamás habría sido capaz de dejarnos sin vigilancia a treinta o cuarenta kilómetros de distancia mientras que él se iba a las montañas solo!
Un camión nos esperaba delante del hotel, cargado con las habituales cajas de cartón en las que se leía SUMINISTROS MÉDICOS / CORREO AÉREO / URGENTE. Supuse que contendrían perfiles de campos corporales. O datos sobre la Bestia Estelar. De hecho, esto era una auténtica emergencia a escala mundial: las bacterias humanas luchaban contra este intento cósmico de acabar con ellas. Personalmente, aquella mañana no tenía la sensación de ser una bacteria; todo mi cuerpo palpitaba lleno de vida, felicidad y ganas de reír. Kahului era un conjunto de patios sonrientes, arcadas y fuentes. Molinos azucareros, factorías de melaza y envasadoras de piña dejaban escapar sus deliciosos aromas. Los campos de juegos estaban llenos de niños preciosos con pieles color ámbar, marrón y crema. Había cascadas de cabello negro, cabezas rizadas y coletas... Todos podían reír y jugar porque el Bardo había logrado ocultarles el terror de los cielos. Aquella mañana habría sido capaz de morir para defender este mundo único y maravilloso y su cargamento de vida.
La vegetación estaba por todas partes, densa y abundante. La tierra se cubría de lianas y enredaderas que se desparramaban sobre fábricas y hogares: jengibre, jazmín, hibisco. Árboles con raíces aéreas que parecían zancos y hojas como espadas. Árboles con brotes de terciopelo, plumas o pelusa. Árboles con flores que parecían patas de cangrejo hervidas. El aire cantaba, lleno de colores y olores. No era extraño que los niños cantaran también. Hasta la misma tierra cantaba. Sí, el Bardo había obrado bien.
Cruzamos unos campos de caña de azúcar y empezamos a subir por un camino sinuoso junto al que había pastizales para reses y caballos, rumbo a las tierras altas. La temperatura fue haciéndose más fresca; no tardamos en ver bosques de eucaliptus y cañadas llenas de vegetación. Algunos árboles tenían el tronco cubierto de borlas rojas.
En un sitio llamado Puu Nianiau la carretera se dividía en dos caminos para carros: uno de ellos estaba muy descuidado, con baches repletos de vegetación, y el otro había sido reparado recientemente. Subimos por él sin ninguna dificultad. El cambio de altura estaba empezando a hacerme sentir mal, y tenía que tragar grandes cantidades de aquel aire frío y aromático para conseguir el oxígeno suficiente. No tardé en estar temblando; Maimuna estornudó.
—Hay anoraks detrás de mi asiento —dijo Sam—. Ponéoslos. Pronto estaremos a tres mil metros de altura.
Nos internamos en una zona de neblinas, y el sol se convirtió en una tenue lámpara color pizarra. Ante nosotros se alzaban varios grupos de edificios y dos grandes platos de radar apuntando en ángulo hacia el cielo, telarañas cubiertas de rocío. Nos detuvimos en un punto de control —un cobertizo metálico a cuyo alrededor se veían las ruinas de algunas chozas de piedra—, y el sol se abrió paso por entre la neblina. Estábamos casi al borde de un acantilado que caía hacia un extraño paisaje distorsionado en el que asomaban la cabeza unos conos amarillos y púrpuras de gran altura.
Cuando el dobdob encargado del puesto nos devolvió las tarjetas fuimos hacia uno de los domos geodésicos. Sam dijo que debíamos quedamos en el camión mientras descargaba las cajas. Pero justo entonces sentí un terrible calambre en el bíceps de mi pierna derecha, que había quedado aprisionado contra el asiento. Los músculos se tensaron hasta formar una apretada pelota de dolor.
Gemí y me retorcí igual que un pez en la punta de un arpón, y acabé abriendo la puerta y bajé del jeep para dar saltitos y hacerme masaje en la pierna hasta devolverle la vida. Después fui cojeando hacia el misterioso acantilado, con Maimuna siguiéndome.
El acantilado se extendía hacia la izquierda y la derecha formando un vasto círculo. Comprendí que estaba contemplando un gigantesco volcán apagado. Neblinas de tonos pastel giraban sobre una jungla atravesada por aquellos brillantes obeliscos de cenizas, cada uno de ellos tan alto como aquel abominable Edificio para el Montaje de Vehículos de Cabo Cañaveral. Todo lo que había allí abajo se veía borroso, tal era la cantidad de calina y distorsiones.
Maimuna dejó escapar una exclamación y señaló hacia el volcán.
Un arco iris acababa de nacer entre dos de aquellos gigantescos pilares que ahora, unidos por el puente de esa curva espectral, parecían tan altos como montañas; bajo aquella arcada luminosa se alzaban dos siluetas increíbles, ogros de niebla pintada, agitando a su alrededor miembros de gigante.
—Somos nosotras. ¿No lo ves? —siseó Maimuna. Movió el puño e, inmediatamente, uno de los gigantes hizo lo mismo, amenazándonos.
Los monstruos ya estaban empezando a disolverse, igual que almas en pleno proceso de desintegración.
—Una alucinación programada —murmuré—. Esto debe ser un nuevo mundo alienígena que el Bardo va a descubrir. Un mundo habitado por gigantes de niebla. Deben estar haciendo pruebas con sus máquinas...
Sam volvió para llevarnos al camión y nos dijo que no, que aquello era tan sólo un fenómeno natural, pero la verdad es que no le creímos. Abandonamos aquel sitio fantasmagórico, donde dentro de unos cuantos años más Lilas, Maimunas y Klimts harían el amor, creerían en el mito del Bardo y discutirían sobre barreras y límites con inmensos gigantes de niebla. Volvimos al calor y los aromas de las tierras bajas.
Una vez en el hotel, me pasé media hora practicando yoga. Maimuna no quiso acompañarme. Verse tan terriblemente ampliada en el cráter parecía haber producido un perverso avance en su embarazo, convirtiéndola repentinamente en un ser torpe, pesado y quejumbroso.
13
EL DÍA SIGUIENTE lo pasamos viajando hacia el oeste y volando por encima de agua, agua y más agua: un vacío azul más monótono que el cielo. Sam se pasó casi todo el tiempo dormitando en la cabina de pasajeros mientras el reactor volaba en piloto automático, atrapado entre dos reinos de color azul. Tomamos una abundante comida de cerdo adobado mezclada con verduras muy condimentadas y una pasta de color púrpura. Horas, o minutos, después —no sabría decirlo—, volvimos a comer lo mismo, con la feroz glotonería de la primera ocasión. Y quizá aún volviéramos a comer, no lo sé... El tiempo se esfumó cayendo por el gaznate de aquellos banquetes, tan monótonos como atractivos. El tiempo se había solidificado; había engordado convirtiéndose en carne. El reactor estaba atascado en el tiempo. Nuestro auténtico viaje era el lento aumentar de nuestro peso corporal: un incremento del cuerpo, no de la distancia...
***
Cuando volvimos a divisar tierra —la costa de Fujian, una provincia de China—, nos encontramos con un interminable desfile de montañas que se sucedían unas a otras en la creciente oscuridad hasta que nuestro reactor volvió a volar sobre una llanura —esta vez atrapado entre la tierra negra y el negro cielo—, un lugar donde las estrellas no eran más que chispas perdidas en el azar de nuestras retinas, errores de la vista.
Dormimos, nos despertamos, dormimos. Siempre estábamos cansadas.
Soñé que estábamos yendo hacia las estrellas. Cundo llegábamos a una después de varios siglos de viaje, descubríamos que era tan grande como una ventanilla de nuestro reactor. Y, al mismo tiempo, nosotras nos habíamos expandido enormemente durante el viaje. Todo el trayecto podía haberse limitado a un puro y simple proceso de expansión corporal. No nos habíamos movido de sitio, lo único que habíamos hecho era engordar. Mi cuerpo hinchado rozó la estrella (ahora yo era el reactor); y la estrella me hirió, quemando mi vientre con su fuego.
Desperté cubierta de sudor, creyendo que yo misma era una Bestia Estelar y que estaba intentando digerir un sol y sus mundos. Tenía una terrible indigestión. Tuve que engullir un vaso de leche detrás de otro para calmar mi estómago.
Finalmente, un millón de años después, tomamos tierra y salimos del reactor, temblando y tragando el aire a grandes bocanadas, viendo las inmensas y amorfas montañas cubiertas de hielo estelar que nos rodeaban.
Fuimos recibidas por dos dobdobs tibetanos con las caras cocidas por el sol, los pómulos púrpuras, gruesos párpados siempre a medio cerrar y narices tan largas y anchas como las de un caballo. No podíamos hablar su lengua, ni ellos las nuestras. Ninguna de las nuestras. Maimuna probó suerte con el chino y no consiguió nada. Quizás hablaba el dialecto equivocado. Nos llevaron a una clínica situada junto al aeropuerto y, una vez allí, con los dedos en los labios, nos condujeron hasta dos camas vacías. Nos dormimos enseguida y caímos en un profundo sopor carente de sueños; las horas que habíamos pasado durmiendo durante el vuelo nos habían dejado agotadas.
***
Despertamos al oír el canto de los gallos y el ruido de los utensilios domésticos. Unas ancianas vestidas con gruesas túnicas acolchadas de color azul iban y venían por el dormitorio. Nos hicieron té y nos trenzaron el cabello. Sonrieron, hablándonos con voces cascadas, y nos sirvieron el té en tazas de porcelana donde había dibujados caballos rojos lanzados al galope. Sus jinetes llevaban largas bufandas blancas.
El té sabía horrible. Salado y grasiento... Apenas hube tragado un sorbo me sentí mal, y mis náuseas hicieron que la mismísima atmósfera de la habitación se convirtiera en una especie de temblorosa gelatina grasienta. Todos los rostros estaban saturados de ese mismo sabor... Deseé desesperadamente probar los pasteles que Rajit me había dado en la isla de Sinda, una vida antes. ¡Oh, una cucharada de azúcar, doce cucharadas...! ¿Qué me importaba el que se me pudrieran los dientes hasta tenerlos tan negros como la piel? Anhelaba la noche azucarada, no este día brillante y aceitoso.
Miré por la ventana y contemplé el mundo exterior: cualquier cosa, lo que fuera con tal de apartar los ojos de este dormitorio untuoso y bailoteante.
Vi campos de cebada madura, con canales de irrigación azules serpenteando por entre ellos. Sauces y álamos que parecían plumas formaban macizos y avenidas. Una gran carretera con algunos ciclistas madrugadores en ella conducía hasta un arco ceremonial coronado con caracteres chinos hechos en madera o escayola. Los edificios más cercanos eran pulcros bloques de cemento con relucientes tejados de chapa ondulada. A lo lejos se veían hileras de construcciones color excremento que parecían riscos de barro perforados por un dédalo de cuevas. Y, en último término, un inmenso palacio —o, si no, un acantilado que se parecía mucho a un palacio—, dominándolo todo aunque él mismo acabara siendo empequeñecido por las montañas.
Oí resonar unas campanas distantes, y la gelatina volvió a temblar. Una anciana con toda una muralla de dientes blancos en la boca me tocó el brazo y se llevó mi taza, aún medio llena, para traérmela rebosando de té en el que se veía girar la grasa.
No sé cómo, pero logré llegar hasta una palangana..., y me dejé dominar por las arcadas.
No vomité más que unas pocas cucharadas de un líquido claro e insípido. Acerqué la cabeza al grifo y chupé el agua, fría como el hielo, haciendo gárgaras y lavándome la boca hasta que me dolieron los nervios de los dientes.
Las ancianas se habían congregado a mi alrededor emitiendo graznidos de simpatía. Una de ellas fue en busca de ayuda, y no tardó en aparecer una Médico Descalza: era una joven de aspecto jovial que vestía un grueso traje de lana marrón, calzaba resistentes botas de piel y llevaba una bolsa de cuero colgada del hombro. Sacó de la bolsa una almohada de oxígeno provista de un largo tubo de goma que insertó en una de mis fosas nasales. Maimuna volvió a probar suerte con el chino, y esta vez fue comprendida. La mujer me entregó un gran tazón de leche azucarada y me indicó que debía bebérmela toda. Cerró su bolsa, movió la cabeza señalando hacia las montañas y se marchó, dejándonos la almohada de oxígeno.
Un rato después, nos trajeron comida: gachas de centeno, té y mantequilla.
Una hora más tarde, un jeep se detuvo junto al edificio. Un dobdob chino entró en el dormitorio y nos saludó. Su rostro quemado por el sol era tan oscuro como todos los que habíamos visto hasta ahora.
***
Era Feng, y se encargaría de supervisar nuestra nueva existencia en el Tibet.
Pensé que se tenía bien merecido el nombre, con semejante pared de dientes marfileños brotando de su mandíbula superior, tan grandes que parecían colmillos aserrados y pulidos hasta dejarlos levemente montados sobre los dientes de abajo3.¿Tendría la mandíbula deformada? Apenas si había huecos entre diente y diente; los dientes se fundían entre sí para formar una pared, no una valla. ¡Sí, Feng era el mejor nombre colectivo para ellos!
Salimos del edificio. Nos llevó por la carretera que había estado observando, dejando atrás los edificios de cemento, construidos cien años antes, y las cavernas que ya tenían un millar de años.
El Palacio del Potala —pues ése era— se alzaba hacia los cielos: formaba un gran risco allá donde el mismo paisaje se volvía arquitectura y las dos categorías quedaban confundidas. Los muros brotaban de los distintos niveles de la pared rocosa alzándose cada uno hasta una altura diferente, y todos estaban levemente inclinados hacia atrás en relación con los demás muros, imitando la pendiente de una montaña que acabara en una meseta. Gracias a ello, su peso parecía flotar subiendo hacia el diáfano azul del cielo en vez de caer sobre la tierra. Hileras de ventanas abriéndose en la negrura hacían que el sol pareciera llamear en línea recta sobre ellas, produciendo oscuras sombras bajo las protuberancias de los alféizares. De hecho, el sol aún no estaba en el cenit, y le faltaba mucho para llegar a él. Pero aquellas ventanas insistían con tal firmeza en que así era que, durante un segundo, no podías resistir la tentación de buscar ese cenit, queriendo hallar un segundo sol más real, un sol cósmico más auténtico que brillaba sobre el edificio desde el eje de un cosmos muy lejano, desde un punto dictado por la perspectiva de aquellas paredes inclinadas.
Doseles dorados, o pabellones, se alzaban como tiendas en la meseta: un segundo mundo por encima del mundo.
Los accesos al Palacio habían sido mecanizados hacía ya mucho tiempo. Un túnel de cemento atravesaba la colina. Entramos en él tras la obligatoria parada en un punto de control.
Un grueso par de puertas de acero estaba empotrado en la roca, y diez metros más adelante había otro par. A partir de allí, el túnel estaba sumido en las tinieblas, y la única iluminación procedía de nuestros faros.
Tras recorrer varios centenares de metros de camino subterráneo llegamos a una caverna en forma de cúpula y nos detuvimos. Las bocas de túneles reveladas por nuestras luces sugerían la existencia de un inmenso complejo subterráneo: la creación de aquel mundo inferior quizás hubiera sido una empresa tan colosal como la construcción del Potala en el mundo de arriba. Caracteres chinos trazados con pintura fluorescente nos contemplaban desde las puertas de acero y los muros de roca, como si fueran rostros de bestias alienígenas. Aquello debió ser un refugio antiatómico para los habitantes de Lhasa. O quizás hubiera sido un refugio militar, capaz de contener a todo un ejército.
Un ascensor vino hacia nosotros, iluminando el estacionamiento subterráneo durante unos segundos antes de que subiéramos a él; después sus puertas se cerraron, devolviéndole la oscuridad a la caverna, y empezamos a ascender. Las puertas volvieron a abrirse para revelar una estancia que parecía una caja hecha con gigantescos bloques de piedra. En el centro había un montículo de tierra apisonada que asomaba por un agujero redondo entre las piedras, igual que si la estancia se sostuviera en equilibrio sobre aquel pináculo.
—Ésa es la cima del Monte Potala —dijo Feng—. A este lugar se le llama la Sala del Gozne.
Y así entramos en la Embajada de los rakshasas, el castillo al que habíamos sido confinadas.
***
Durante los meses siguientes practicamos el yoga para el parto en los tejados, junto a una docena de chicas y mujeres en varias fases del embarazo. Todas ellas, de una forma u otra, habían averiguado la verdad que se ocultaba tras el «mito feliz» del Bardo..., y también habían sufrido las consecuencias del riesgo profesional implícito en el vuelo del Bardo. Nuestra elevada posición sobre las hileras de casas y los rompecabezas de los campos hacía que nos sintiéramos totalmente desconectadas de la ciudad. El Palacio del Potala miniaturizaba el mundo que había bajo él hasta convertirnos en gigantas y hacernos temer que nuestros inmensos pies pudieran causarle graves daños si cometíamos la imprudencia de dar un paso más allá del borde.
El aire se fue volviendo más frío a medida que avanzaba el otoño. La llegada de las ventiscas puso punto final a los ejercicios en los tejados. Ahora nos ejercitábamos en las Salas de los Sutras y en las Grandes Salas Funerarias que había dentro del edificio. Trabajábamos limpiando las lámparas de oro de los altares. Le quitábamos el polvo a la porcelana, el jade y los esmaltes. Incluso quitamos unas cuantas balas de los ya borrosos frescos milenarios de Lhasa donde se mostraba una ciudad llena de tejados rojos y lamaserías, con bosquecillos azules delimitando el curso de ríos que ondulaban como trenzas de cabello rizado..., una ciudad donde todo el mundo, tanto monjes como trabajadores, parecía llevar el mismo tipo de vestido rosa y rojo. Y aquí estábamos nosotras, llevando las túnicas rojas del Bardo y pareciéndonos mucho a ellos.
—Esto apenas si ha cambiado —observó Maimuna mientras tapábamos un agujero de bala preguntándonos quién habría disparado un arma en este palacio, y cuándo, y por qué. Lo más probable era que hubiese sido durante los disturbios del año 2000, cuando la Bestia Estelar se acercó un poco más a la Tierra y el gobierno mundial tuvo que ser forjado partiendo de lo que prácticamente era la anarquía.
Nuestro grupo seguía recibiendo nuevos miembros, mujeres que acababan de quedar embarazadas o habían descubierto recientemente la verdad; mientras que las mujeres que llevaban más tiempo en él lo abandonaban para tener sus bebés y reemprender los vuelos. A veces veíamos fugazmente a las nuevas madres, con su esbeltez recuperada, yendo por uno de los pasadizos. Pero no podíamos mezclarnos con ellas, y ahora que comprendíamos su apremiante razón de ser siempre hacíamos caso de las esvásticas rojas.
Un día descubrí el auténtico origen de la palabra dobdob. Uno de los tibetanos nos lo explicó a Maimuna y a mí, en chino. Hacía mucho tiempo, cuando todos aquellos monjes de túnicas rojas representados en los frescos meditaban en los monasterios del Tibet, los dobdobs eran monjes-policías que llevaban varas para golpear a los demás monjes encima del hombro si veían que estaban distraídos o si les sorprendían a punto de dormirse...
Todos los que habitábamos en este limbo de piedra intemporal situado encima del mundo estábamos sometidos a los rituales: los rituales de nuestros propios cuerpos, los plazos de la gestación.
14
DESPIERTO EN MI DIMINUTA CELDA dormitorio situada en la parte de atrás del Palacio (donde antes vivían los esclavos o los sirvientes), odiando a mi cuerpo por sus perversidades. Mis uñas se están volviendo quebradizas y se agrietan con facilidad. Cuando voy por los pasillos tengo que procurar mantenerlas bien lejos de las paredes, pues pueden engancharse y romperse. Mis pechos aumentan de tamaño convirtiéndose en hemisferios de chocolate y los pezones sobresalen igual que gusanos en la tierra húmeda. Mis pezones se han vuelto excepcionalmente tiernos y sensibles a toda clase de roces, mientras que los pechos se vuelven ásperos debido al líquido que se concentra en ellos, convirtiéndose en bolsas de una gruesa membrana granulosa repleta de esponja empapada. Su peso tira de mis omoplatos, tensando la piel hasta tal punto que mis clavículas asoman de unos huecos muy profundos, haciendo que la parte superior de mi cuerpo parezca ridículamente flaca.
La mano de un fantasma oculto me está borrando para volverme a dibujar usando trazos más oscuros y toscos. Un grueso trazo de puro alquitrán se zambulle hacia mi vientre, igual que un cartel indicador difícil de comprender.
Estoy en la Gran Sala de los Sutras, limpiando todo lo que es liso, redondo y dorado.
***
A solas en mi celda, sigo las pistas dejadas por el feto que hay en mi interior, atónita. ¡Mira, aquí están, encima de mi vientre! ¡Sobre mis pechos! Está viajando dentro, hacia alguna parte. No camina; aún no tiene pies dignos de ese nombre. Pero aun así deja senderos de pegajosa oscuridad desde dentro. Cuando intento predecir sus movimientos siempre voy un paso por detrás de él, porque no puedo verle. Y él tampoco puede verme. Sin embargo, hay senderos y huellas que nos unen. Soy su horizonte, su límite. Aun así, es el feto quien hace que me curve a su alrededor. De no ser por él no tendría esta forma de ahora. Me curva. Deja marcas en mi vientre para medirme. Pero esas marcas se ensanchan y se vuelven más ásperas a medida que me curvo, por lo que en realidad no puede tomarme las medidas. Y así, por extraño que parezca, nos contenemos el uno al otro. Cada uno es el límite que limita al otro. Sólo las observaciones más indirectas son posibles.
***
Si la naturaleza del espacio que ambos ocupamos y deformamos es un problema casi insoluble, la escala temporal que compartimos es aún más discutible, pues mis sueños me hacen salir del tiempo y allí es donde está el feto, esperándome. En realidad él es mucho más viejo que yo..., es tan viejo como la vida misma, a la que recapitula. Yo sólo he vivido dieciocho años, mientras que él ya ha cubierto mil millones de años de evolución. En lo que a mi sentido del tiempo respecta, tengo la sensación de estar suspendida en equilibrio sobre su vasta (¡y, aun así, minúscula!) base, igual que otro Potala empalado sobre la punta de una montaña escondida dentro de él.
***
Hablo de esto con Feng, que ha venido a verme. Mueve la cabeza en silencio, aprobando mi análisis.
—¿Te das cuenta de que, después de esto, podrás interrogar a la Bestia Estelar de una forma más efectiva? Comprenderás mejor la naturaleza del problema..., la frontera que hay entre nosotros y el resto del universo, entre nuestra clase de conciencia y la conciencia cósmica de la Bestia Estelar...
Voy a la Sala del Sutra, allí donde se guarda desde hace mil años el casco del Rey Sang Zan Gan Bu, constructor del Potala, y me lo pruebo, imaginándome que es un casco del Bardo unido a esa Bestia del cielo mediante ordenadores y radares. El casco está cubierto de inscripciones en manchú, mongol y tibetano: mensajes dirigidos al Cielo.
El casco de oro pesa demasiado, así que acabo quitándomelo y lo limpio con un trapo.
***
Feng me arrastra a apasionadas conversaciones sobre el origen de la vida y el universo..., aunque es él quien pone toda la pasión. Mantiene que el universo no pudo empezar «desde fuera» y que no puede estar originado por ninguna fuerza exterior, o de lo contrario no sería un universo. La vida tampoco puede tener ningún origen exterior al universo, o de lo contrario no sería vida, sino meramente maquinaria. La actividad debe ser su propia agente, su propia engendradora, dice; y que la vida surja de sí: misma es un reflejo de que el universo surgió de sí mismo. Cada uno es inconcebible sin el otro. Parece creer que toda esta metafísica caerá en oídos bien dispuestos a recibirla sólo porque estoy embarazada.
¿Pretende dar a entender que mi embarazo es necesario para el universo? ¿O que el universo es necesario para mi embarazo? Sé cuál fue la causa de mi embarazo: Ahmed Klimt, y las (disculpables) maniobras del Bardo. Aun así, ya no tengo la sensación de que ésas hayan sido las únicas causas. El puro y simple hecho del embarazo se ha impuesto a todo lo demás, convirtiéndose en un agente libre que actúa por voluntad propia...
—Lila, ¿te das cuenta de que la vida es muy poco plausible? Estadísticamente, su existencia resulta ridícula. ¡Hay tantas combinaciones químicas posibles! Haría falta un tiempo superior a toda la historia del universo para poner en práctica una mera parte de ellas. Y, sin embargo, la vida surge casi tan pronto como le resulta posible hacerlo.
—Si la vida es tan necesaria para el universo, ¿qué razón hay para que la Bestia Estelar intente eliminarla?
—Una buena pregunta. Suponte que el universo no puede «conocer» su propia naturaleza, debido a ser justamente eso, «uni». Es único, es la unidad. No puede llegar a examinarse a sí mismo por entero. Para conocerse tendría que negar una parte de sí mismo..., la parte que «conoce». Tendría que rechazarla. Puede que la Bestia Estelar sea algo parecido a eso, un aspecto rechazado, un aspecto creador de límites programado en la mismísima estructura de la realidad...
Y Feng se dedica a darme sermones sobre el Cosmos, como si fuera una especie de Nammk'a Dbyns enloquecido. Y me pregunto si el mundo no se habrá vuelto loco; si la Bestia no estará infiltrándose en nuestras mentes, atravesando nuestras defensas.
Algo todavía más horrible: ¡que ya se haya infiltrado en mí! ¿Es posible que el auténtico plan del Bardo sea extraer y encarnar aspectos del fenómeno que llamamos «Bestia Estelar» y darles un cuerpo humano? Nunca llegué a ver cómo eran esas guarderías de Virginia Beach, y ahora me acosa la imagen de seres inhumanos encerrados en ellas: seres de conciencias extrañas y deformes, mitad de la Tierra y mitad del universo alienígena. Seres que no son sino instrumentos biológicos para medir el enigma del universo en términos humanos.
—Los bebés intemporales de Virginia Beach —murmura Maimuna cuando se lo cuento, fascinada ante ese horror—. Bebés que son mitad una cosa y mitad otra..., bebés que están a caballo del límite..., sondas. ¿Será posible?
Y Feng, ¿no estará guiándome delicadamente a la comprensión final de que es muy probable que dé a luz un monstruo?
Un día soleado, como regalo especial, los dobdobs nos permiten salir al tejado. Llevamos gruesos abrigos acolchados. Los picos de las montañas están cubiertos de nieve, y una ligera nevada ha hecho que todo el tejado se volviera blanco. En los últimos dos siglos Lhasa ha visto más nieve y lluvia que en todo el millar de años anteriores, pues los chinos llevaron a cabo un gran plan de repoblación forestal antes de que llegara la Bestia Estelar. Maimuna me informa orgullosamente de ello..., como si fuera obra suya. El clima sigue siendo bastante seco. Ventoso, polvoriento. Nos sentamos en uno de los pabellones de techo dorado mientras el aire nos quema los dientes y las fosas nasales. Contemplamos las montañas, acampadas en la nada, en el confín del espacio, sorbiendo té tibio enriquecido con mantequilla. Gigantas de muchas razas y mestizajes acuclilladas sobre un iceberg deslumbrante, con sus cuerpos observándose ciegamente a sí mismos, preguntándose qué habrá dentro de ellos...
***
Encerrado en un sitio al que no puedo llegar, un ser extraño da vueltas y vueltas en mi interior. Soy su universo de tejido viscoso, jadeando y ondulando igual que un pulmón, respirando espasmódicamente en busca de aliento. Mis venas saturadas de gas forman rejillas que encierran un mar mineral dentro del que los pescaditos de la grasa juegan y dan volteretas.
Soy el Océano, y hace poco que fui penetrado por el rayo. La punta al rojo blanco del rayo me golpeó dejando una dulce herida, una gota de cera caída en el agua. Mis aguas se cerraron alrededor de esta suave y feroz energía. Poco después, un delgado palito de cera desarrolló puños y una cabeza demasiado grande para él y empezó a chocar contra mis costas y mis límites.
Y ahora está llegando a la orilla: entra en el bosque placentario para convertirse en un renacuajo gigante que se mueve cautelosamente para no ser detectado por quien pueda estar escondido detrás de los helechos, un renacuajo acuclillado, inmóvil y rechoncho como una piña, perdido entre el palpitar de la espesura... Intento escapar a la mirada de este renacuajo (mientras camino por mi universo, que es yo misma, igual que un Dios en el Primer Día de la Creación), y mi pie se hunde en una temblorosa viscosidad verde; no hay suelo que me sostenga. Me hundo a través de aguas gelatinosas hasta llegar al tapón mucoso de la creación. Lo sacaré. Me vaciaré y entonces..., ¡de nuevo el espacio azul sobre la roca desnuda! Tiro con todas mis fuerzas. Por entre la pálida luz biliosa de esas aguas asoman cuerdas hechas de algas que proceden del núcleo central. Más y más zarcillos se apoderan de mí, y el agua se espesa dentro de mi garganta y mis pulmones...
Me despierto sintiendo el miedo y el asco que me inspiran esos sueños. Mis tobillos, hinchados por los fluidos, no volverán a ser delgados. Mis muslos se pegan el uno al otro. Mis pulmones son aplastados por una presión que nace bajo ellos. Se acabó el tragar aire..., mis horizontes se unen.
¡Si pudiera volver ahora mismo a esa tienda de oro alzada bajo las estrellas! Sí, allí arriba tiene que haber espacio suficiente.
¡No, no podría haber espacio suficiente!
¡Toda la masa del universo me aplastaría bajo la forma de la Bestia del Horizonte que aprisiona a la Tierra!
***
—Feng..
—¿Sí?
—Tengo miedo.
—No te preocupes, tenemos las mejores Comadronas Descalzas. Un niño nacido del Bardo no puede sufrir daño alguno. Y una madre del Bardo tampoco.
—No es eso, Feng.
—¿Y bien? Tienes que contármelo, ya lo sabes.
Feng, siempre paciente. Hoy no es Feng el loco, sino Feng el Señor de la Gran Muralla que impide que el Dragón devore la Comuna del Hombre. Feng con su perfecto muro del Potala hecho de dientes, aunque tenga algún problema en la mandíbula... Me inspiras confianza y, al mismo tiempo, desconfío de ti. Eres un hombre de gran poder. Ahora lo sé; y, sin embargo, esta sociedad no es de las que exhiben su poder. En vez de eso lo oculta cuidadosamente, borrando toda pista que indique rango o jerarquía. El poder visible corrompe al hombre y atormenta a la sociedad. Ahora ya no puede haber hombres importantes, nada de políticos, presidentes, reyes o creadores de reyes; sólo queda la Humanidad.
—Te escucho, Lila.
—Temo que el bebé no sea humano —balbuceo por fin—. Temo que lleve la Bestia Estelar dentro. Sus pensamientos estarán alterados para que pueda revelaros algo sobre la Bestia del Horizonte que acecha ahí arriba. ¡Eso es lo que el Bardo quiere! ¿A qué viene mandar tantos «suministros médicos» por avión alrededor del mundo? ¿Qué clase de suministros son? ¿Muestras de sangre? ¡No, es material genético! ¡Muestras de códigos genéticos que sólo los grandes ordenadores pueden descifrar y comprender! ¿Qué hace que alguien sea candidato al Bardo? ¡Algo oculto en sus genes! Un potencial..., basado en quién es más vulnerable a la enfermedad causada por la Bestia Estelar. Algo capaz de permitir que nosotras, esos potenciales, demos a luz bebés que lo representen. Ésa es la razón de que volemos en el momento más adecuado para la concepción. ¡Las viajeras del Bardo no importan, sólo importan sus bebés! Los bebés..., todo el Bardo gira alrededor de los bebés.
—Para la mujer embarazada todo el mundo gira alrededor del bebé —sonríe.
—¡No, Feng! No te burles de mí. Ésa es la razón de que la plata fluya hacia el oro: sirve para crear extensiones mentales de esa cosa que hay allí arriba, porque sólo podemos comprenderla en términos humanos. Y ésos son los únicos términos humanos con los que nos atrevemos a trabajar..., los bebés. ¡No me extraña que la guardería de Miami sea secreta! ¿Por qué no está en pleno desierto del Sahara, rodeada de bombas atómicas?
Feng agita la cabeza en un gesto de compasión.
—No podrías estar más equivocada. Tienes mi palabra. El Bardo es una organización humana en el sentido más literal del término. Está consagrada a servir a la Humanidad. La guardería de Miami es secreta para preservar la democracia, para que nadie tenga la sensación de que existe un grupo de privilegiadas, una élite. Lila, no debes caer en la trampa de la división, ni aunque sea en potencia. En lo más hondo de nuestro corazón todos seguimos siendo individualistas, monos llenos de envidia.
—¿Cómo es posible mantener la democracia mediante mentiras?
—No veo de qué mentiras hablas. Se trata de controlar la información por el bien de todos. Eso no es mentir. ¿Crees que la gente podría ser feliz sabiendo que la Bestia Estelar existe, y sabiendo que no puede hacer nada al respecto?
Sus ojos vagan por el fresco de la vieja Lhasa con sus uniformes. Estamos hablando en la Gran Sala de los Sutras. Probablemente los uniformes no fueron más que una convención del artista, igual que las olas estilizadas del río y el único plano visual sobre el que están dibujados los edificios. Toca con la punta del dedo una figura sentada en un bote en mitad del río color fresa. El pescador está desnudo; su túnica color rosa yace sobre la orilla.
—Es extraño. La conciencia reside en el individuo y, sin embargo, el individuo jamás puede comprender realmente qué es la conciencia. Por lo tanto, le parece un milagro: un «alma». Y, aun así, desea desesperadamente tener pruebas de su existencia. Eso le impulsa a convertirse en un animal social. —Su dedo parece dibujar a los monjes que rezan y los jinetes que hacen piruetas—. La sociedad da la impresión de ser una conciencia más amplia que puede llegar a conocerle y comprenderle. Y, realmente, no lo es. Al menos, todavía no. Desde los comienzos de la historia, la sociedad no ha sido sino la suma de los fracasos de todas sus partes para conocerse a sí mismas. Piensa en los animales..., ¡viven sumidos en la naturaleza! Y piensa después en el Hombre..., qué separado de ella está; qué grande es su alienación. Sin embargo, gracias a eso puede examinar el mundo. La Humanidad debe volver a entrar en el mundo y el universo con la conciencia que ha adquirido. Cuando eso ocurra, toda la historia de alienación de la Humanidad —con los engaños del Bardo incluidos—, habrá llegado a su fin y dejará de tener importancia. En cuanto has subido por la escalera ya no necesitas seguir teniéndola bajo tus pies y puedes retirarla.
Su dedo va de un grupo de monjes que están meditando en un patio a un puente cubierto que cruza un arroyo.
—El agua refleja. ¿Sabías que la palabra «reflexión» significa «volver a doblar», igual que le ocurre a la luz en un espejo? Pero, ¿cómo es posible que un cosmos reflexione sobre sí mismo? Piensa en esa palabra. «Universo» quiere decir «una vuelta», y no porque la luz se vea doblada hasta regresar a su punto de origen siguiendo la curvatura del espacio, no... Significa «una vuelta» porque el universo es lo que podría ser visto ejecutando la hazaña mental de darse la vuelta tan deprisa que consiguieras ver la totalidad de ti mismo. El perro persigue su propia cola; ¡un día la pilla por sorpresa y consigue atraparse a sí mismo! Ese es el momento de la iluminación.
Da la impresión de estar provocándome deliberadamente..., esparciendo pistas que llevan hasta algún gran secreto mientras, al mismo tiempo, me guiña el ojo e intenta confundirme.
—¿Estás diciéndome que la Bestia Estelar es el espíritu del universo? ¿Que ha venido a contemplarse a sí misma en nosotros..., en la Humanidad?
—¿El Universo como un Todo manifestándose a sí mismo? —dice Feng sin responderme, limitándose a servirme de eco—. Sí, quién sabe... —Sus dientes relucen como los de un animal de presa: una barrera imposible de romper. Sí, una barrera puede ser un animal de presa... Si la Bestia Estelar lo es, Feng también.
Y entonces el universo parece caer del techo de piedra convertido en una gelatina que sumerge mi cabeza, ahogándome.
***
Mi carne es un mapa de venas: corrientes de color púrpura nacidas del mar interior. Mi vientre se hincha rígidamente a causa del líquido y los miembros que giran dentro de sí mismos. La gravedad se invierte y atrae el mar hacia mis pulmones.
Del ombligo hacia abajo mi cuerpo está hendido por una línea negra como el azabache, una línea que ahora es mucho más negra que mi piel. La línea me parte en dos, anticipando el ya cercano momento en que me romperé igual que una fruta demasiado madura, haciendo salir de mi cuerpo al ser-límite que acecha en su interior.
¡Estoy dividida en dos partes, igual que el coco de mar! Lonchas de carne suave se contemplan unas a otras desde los dos lados de la divisoria. Soy Dos en Una, vengo de las Seychelles y estoy varada en mis propias orillas.
Sigo hinchándome en las entrañas de este gélido palacio de piedra, vestida con mis ropas acolchadas, aguardando la Primavera y el Nacimiento.
15
SALÍ DE MI TRANCE durante la primera semana de abril. Mi tiempo del útero había llegado a su fin.
El parto fue una especie de orgasmo de todo el tiempo que había estado suspendido, almacenado: una descarga violenta de mi propio ser volviendo al mundo, y de mi bebé a su mundo.
El acto de partirse hizo que, de repente, nos convirtiéramos en dos seres completos.
Tenía el cráneo abultado y cubierto por el vello suave de una semilla del baobab y unos graciosos rasgos achatados que supuse que el tiempo acabaría convirtiendo en un conjunto dónde se mezclarían mi rostro y el de Klimt. Sus miembros poseían una elástica flaccidez. Sería una mujer alta. Tenía la piel de un color café con leche, muy lisa, con sólo una señal visible en la parte posterior de su muslo izquierdo: un pequeño trébol marrón. La Comadrona Descalza dijo que desaparecería dentro de unas semanas. Sus ojos azules se clavaron en los míos, opacos e inexpresivos. Para ella el mundo seguía siendo Uno. Apenas si había tenido tiempo para comprender que estábamos separadas y para que ese hecho se filtrara por todo su ser. Y por eso chillaba, chupaba mi pecho y se dormía. Y la llamé Yungi. Yungiyungi, en swahili, quiere decir nenúfar. Me la imaginé flotando en el lago que había dentro de mí, creciendo, echando brotes, expandiéndose, floreciendo...
La bañé y eché un poco de alcohol sobre la costrita de sangre de su ombligo, allí donde había estado el cordón. Pero mientras la contemplaba, dormida, moviendo levemente los párpados, no pude evitar el preguntarme si no llevaría en sí otra mancha más profunda, la mancha del alienígena, que no se desvanecería con el transcurso de las semanas... ¿Qué impulsaba a la Comadrona a tomarle tantas muestras de sangre durante los primeros tres días, hasta que las plantas de los pies de Yungi quedaron cubiertas por las señales de los pinchazos?
Feng vino a felicitarme y a decirme que pronto empezaría el entrenamiento para los vuelos al «Mundo de los rakshasas» con un compañero tibetano, y que mi hija pasaría el día en la guardería del Palacio. Sentí una nueva oleada de horror.
—Tu hija está muy ocupada soñando —dijo Feng cuando le hablé de cómo movía los párpados—. Durante los primeros días los bebés se pasan todo el tiempo soñando. Tienen que poner orden en el mundo. Las muestras de sangre no son más que una precaución rutinaria contra la ictericia. Y necesitamos ser especialmente cuidadosos con los bebés cuyas madres vienen de las tierras bajas. La altura, ya sabes... Sus cuerpos necesitan producir más hematíes. ¿Por qué no se lo preguntaste a la Comadrona? Deja de preocuparte. Has tenido una niña preciosa. Es perfecta. Debes sentirte orgullosa.
—¿Y su mente?
—Su mente todavía no es más que la idea de una mente.
—Feng, ¿será humana?
Se rio.
—¡Debería serlo! Teniendo en cuenta que es un ser humano... ¿Qué otra cosa esperabas? La mente es un producto de la evolución, igual que los dedos de los pies o los dientes.
—Si ha sido contaminada por la presencia de esa cosa alienígena..., ¡si alguna parte de la Bestia ha logrado filtrarse por la red del radar y llegar hasta ella! Cuando volaba, Yungi no era más que el código para crear un ser humano. ¡Ése es el momento en que era más vulnerable! Mi campo corporal estaba siendo manipulado mientras volaba, ¿verdad? El código genético es algo tan minúsculo, ya sea en el óvulo o en el espermatozoide...
—Yo diría que es inmenso.
—Es inmenso, sí, pero es tan delicado...
—¡Oh, Lila, es muy resistente! O de lo contrario no estaríamos aquí, ¿verdad? Las mutaciones ya nos habrían devorado hace mucho tiempo. Tu niña es un ser humano absolutamente normal. ¿Es que no puedes verlo, muchacha perversa? Quizá sea eso lo que te decepciona.
—No puedo ver lo que hay dentro de su mente. Ahora tengo que volver a volar y volveré a quedarme embarazada. ¿Para tener otro bebé «absolutamente normal»? ¿Y luego otro más? ¿Cuántos años, cuántos bebés? ¡Me siento igual que si fuera una vaca!
Feng puso cara de exasperación.
—Estamos expandiendo el Bardo tan deprisa como podemos para ahorraros este tipo de problemas.
Una Comadrona Descalza llevó a Yungi a la guardería mientras Feng me llevaba a conocer a Kushog, mi amante tibetano.
Una vez más practiqué los ejercicios mentales que había aprendido en Miami. Reduje las pagodas doradas de las Salas Funerarias a una línea y luego a un punto. Me puse un casco del Bardo y entré en el nido yantra mientras los auriculares hacían hum, tram y hrih. Unas cuantas semanas después ya estaba lista para practicar el yoga tántrico del amor con Kushog...
¡Qué gordo y untuoso era aquel Kushog! Parecía un niño que hubiera crecido demasiado... Daba la impresión de estar hecho de goma blanda, huesos incluidos, y podía adoptar cualquier posición amorosa. Hablaba el inglés con bastante fluidez pero de una forma terriblemente monótona: sus frases eran canturreos, como si cada una fuese un encantamiento sagrado. Todas las palabras parecían pegarse entre sí. Podía imaginármelo perfectamente quinientos años antes como el Bendito Elegido de una comunidad de pastores de yaks, dibujando mandalas mágicos para que los rebaños no enfermaran de verrugas o diarrea, luchando con demonios invisibles y cubriéndose de sudor en un frenesí de pánico autoprovocado cada vez que los diablos imaginarios mordisqueaban los pliegues de su mimada carne. El que le gustara tanto hablar hacía que la comunicación con él resultara todavía peor de lo que había sido con el taciturno Klimt.
Me explicó que la Bestia Estelar representaba todo un sinfín de peligros para la cordura. Me hizo una demostración del viejo ritual tibetano llamado Chöd, en el que un lama se convence a sí mismo de que está siendo realmente devorado por demonios hambrientos que se comen su carne y sus huesos y beben su sangre, enseñándome todas las etapas del ritual con el orgullo de un maníaco: le vi gritar, sudoroso y aterrorizado, mientras los demonios le partían los huesos y le chupaban la médula; oí los mugidos con los que imitaba al viento soplando por los huesos huecos y los chillidos que daba cuando le abrían el cráneo para roerle el cerebro. Pasado un tiempo llegué a comprender que aquel muchacho gordo estaba realmente encantado de que la fachada de los rakshasas ocultara una criatura bestial. El atractivo sexual de aquella situación era muy superior al mío. Hacía el amor con esa criatura, convirtiendo nuestra relación sexual en una especie de repugnante ceremonia chöd.
***
Vi nuevamente a Maimuna. Ella también estaba volviendo a entrenarse para los vuelos del Bardo, y había tenido un niño.
Le llamó Doudou, y no parecía pensar demasiado en él.
Las conferencias sobre el «mundo de los rakshasas» se encargaron de reunirnos. Al principio Maimuna se quejaba de ellas, tanto dentro como fuera de clase, basándose en que eran una farsa dado que todos sabíamos que la luna de los rakshasas no era sino una ilusión programada que enmascaraba la horrenda realidad de la Bestia Estelar.
El instructor dobdob, un chino lleno de paciencia pero muy terco llamado Chang, tenía a su cargo un grupo de doce mujeres, y pasaba del inglés al francés y al chino para que pudiéramos comprenderle. Maimuna, que hablaba los tres idiomas con fluidez, pensaba que aquella triple repetición era especialmente irritante, y así se lo dijo.
—Me parece muy bien que la gente normal del mundo exterior se trague todas esas tonterías sobre los rakshasas —le dijo a Chang al principio de una clase—. Es un bonito caramelo que les entretendrá. Y cuando estábamos en Miami Beach, antes de averiguar la verdad, también nosotras nos tragábamos todo eso. Pero, ¿debemos seguir aguantándolo?
—Necesitáis una máscara —dijo Chang—, igual que el submarinista necesita su mascarilla para protegerle de las presiones del abismo marino. Necesitáis un filtro. No podéis soportar la realidad desnuda de lo que hay ahí arriba. Si queréis enfrentaros a la Bestia Estelar y ser capaces de investigar sus misterios necesitáis imágenes mentales hechas a escala humana. Durante vuestros vuelos estaréis bajo una leve hipnosis..., aceptaréis esa máscara como si fuera la realidad, ¿no? ¿Cómo podéis aceptarla si no sabéis en qué consiste? Por lo tanto, tenéis el deber de conocer los «contornos» de esta máscara. Insisto en ello.
Maimuna aún no estaba muy convencida.
—Deja que lo exprese de otra forma. La fachada de los rakshasas y vuestra auténtica misión —¡que ahora conocéis!—, guardan la misma relación interna que la del arte del tiro con arco y la idea de «iluminación» en el sistema místico zen. No estudiabas el tiro con arco para convertirte en un arquero perfecto. ¡Sencillamente, tenías que dominar el ritual a la perfección para poder conseguir otra cosa!
—Desde luego, me resultará bastante difícil no aprender de memoria algo que se me ha repetido tantas veces —dijo Maimuna con expresión malhumorada, dirigiéndose a mí en un susurro y hablando lo bastante bajo para que Chang no la oyera—. Y, de todas formas, ¿qué sabe él de submarinismo? Una mascarilla de buceo no sirve para resistir la presión, ¿verdad? Creía que te ayudaba a ver con más claridad.
—Y así es —murmuré yo—. Pero supongo que puedes comprender a qué se refiere, ¿no? Su trabajo no tiene nada que ver con el submarinismo.
—¡Al parecer no hay nadie cuyo trabajo le obligue a saber lo suficiente sobre algún tema concreto!
Y así fuimos aumentando nuestros conocimientos sobre una especie alienígena inexistente. Aunque suene extraño, descubrí que la luna de los rakshasas me parecía un mundo más ingenioso, complicado y lleno de inventiva que antes..., ¡aun sabiendo que era una mentira!
Rakshasa se hallaba muy por debajo del punto de congelación. Una neblina de hidrocarbonos que iba formándose continuamente debido a la reacción de fotólisis de aquellos cielos desgarrados por los rayos había hecho llover sobre la superficie de la luna una espesa capa ocre de polímeros y productos derivados de la fotólisis, formando un océano no demasiado profundo de ricos compuestos orgánicos con una consistencia parecida a la del regaliz. Aquel océano fue el sitio donde evolucionaron los antepasados de los rakshasas. Finalmente, lograron salir del regaliz para llegar a tierra firme y colonizar las porosas laderas de las montañas, expandiendo y contrayendo sus cuerpos a voluntad para fluir a través de los agujeros de la roca. Hinchando sus cuerpos flexibles mediante el gas podían volar a través de las nubes, yendo de una cima a otra.
Al principio, comunicarse y perseguir a las bestias de menor tamaño con las que se alimentaban era algo en lo que intervenía tanto el olfato como la vista. Chang nos contó que la química corporal de los rakshasas se basaba en gigantescas moléculas de lípidos; y los aceites grasos habían sido un componente esencial en el viejo arte humano de la perfumería. La vista fue cobrando mayor importancia a medida que los rakshasas iban evolucionando y apartándose del océano de regaliz. La continua exhibición pirotécnica del gigante gaseoso llenaba la mayor parte de su cielo como si fuera un inmenso tejado en llamas sobre el que flotaran reflectores. Casi toda su «luz diurna» procedía de allí; hasta la Estrella de Barnard parecía una moneda deslustrada comparada con ese resplandor. Colonizaron zonas cada vez más altas y su vista fue volviéndose más aguda, hasta que la vista acabó siendo el sentido dominante y las franjas fosforescentes para hacer señales de sus «caras» empezaron a desempeñar el papel de un lenguaje abstracto. Las secreciones químicas de sus cuerpos se convirtieron en la base de una arquitectura orgánica con la que remodelaron la superficie de las montañas porosas —lo cual era bastante fácil, dada la baja gravedad de la luna—, amontonando sus hogares unos sobre otros hasta que las torres atravesaron las nubes y llegaron a los mismísimos confines del espacio. Una vez allí, pudieron ver por fin al gigante gaseoso como lo que realmente era: otro mundo alrededor del cual giraban, igual que los dos mundos giraban alrededor de aquella moneda anaranjada que era su estrella.
Y se aventuraron en el cuasi espacio, entrando en aquel tenue donut de atmósfera que rodeaba al gigante gaseoso, percibiendo cada vez con más agudeza las radiaciones del espacio, el flujo y las mareas del cosmos y, con el paso del tiempo, el campo cósmico de la Acción a Distancia.
***
Maimuna no tardó en adaptarse, y toda la historia de los rakshasas también empezó a parecerle fascinante; o, al menos, se portaba como si la encontrara cada vez más fascinante. La idea de que a partir de ahora nuestros vuelos serían una enorme fachada tenía un obvio atractivo para su faceta teatral. !Y, sin duda, su nueva actitud también estaba inspirada por un cierto deseo de hacerse apreciar! Incluso empezó a sugerir refinamientos y sofisticaciones que añadirle a la mascarada de los rakshasas. Chang rechazó cortésmente todas sus sugerencias, aunque lo hizo con mucha educación y dando la impresión de encontrarlas bastante valiosas.
Antes de que hubiera pasado mucho tiempo empezó a hacer preguntas sobre los yidags, acosando a Chang para que le explicase cuál era la estructura de aquel mundo.
—Maimuna, los vuelos a Yidag se hacen partiendo de Rusia. Aquí no necesitamos entrar en detalles al respecto.
—Oh, Chang, la forma en que el Bardo ha creado todo este sistema me parece tan fascinante... Quiero formar parte de él, de veras.
—Me alegra oírte decir eso.
—¿Saben los viajeros rusos que Yidag es una mentira? ¿O son tan ingenuos e inocentes como nosotras cuando estábamos en Miami?
—Eso carece de importancia.
Maimuna vaciló.
—¿O... no será que saben otras cosas, cosas de las que nosotros no tenemos ni idea?
Chang puso cara de perplejidad.
—¿A qué te refieres? ¿Puedes pensar en algo peor que la Bestia Estelar? Maimuna, estás permitiendo que ese entusiasmo tuyo recién descubierto ofusque tu mente. Por favor, concéntrate en la tarea actual. Con ella tienes más que suficiente.
Maimuna protestó.
—Si lo hago es porque la forma en que se lleva esta guerra me inspira una tremenda admiración. Ese sistema de proteger la Tierra sin que haya ninguna señal visible del combate que se está librando... Lo encuentro muy astuto, y ésa es la razón de que quiera saberlo todo al respecto. Quiero saber más cosas sobre los yidags. Estoy segura de que eso me ayudará a volar mejor. !Chang, por favor! Los viajeros rusos..., ¿saben tanto como nosotros?
Chang suspiró.
—Creen lo mismo que vosotras cuando estabais en Miami. Sólo que van a Yidag en vez de a Asura...
—¿No puedes contarnos algo más sobre los yidags? ¡La forma en que el Bardo creó esos mundos para librar la guerra es tan ingeniosa...!
Y finalmente —¿halagado?—, Chang se rindió.
Gracias a eso aprendimos más cosas sobre cómo los imaginarios «seres-botella» de Yidag absorbían energía de la salvaje radiación solar de Épsilon Indi durante seis semanas terrestres seguidas; que tenían grupos de células receptoras fotoeléctricas en la cabeza y que su piel estaba llena de cristales piezoeléctricos. Los cristales piezoeléctricos son cristales que generan una corriente eléctrica cuando su forma sufre alguna alteración; gracias a ello, el calentarse durante el día y la contracción debida al frío durante las largas noches también generaban energía. Además de analizar las radiaciones de su sol y la luz de las estrellas mediante sus células fotoeléctricas, aquella piel piezoeléctrica suya permitía que los yidags percibieran las ondas gravitatorias. Podían sentir las variaciones en la estructura del espaciotiempo de una forma tan clara como nosotros sentimos la presión de un dedo sobre nuestra carne, sólo que con mucho más detalle.
Los yidags desarrollaron una tecnología de alto nivel centrada en unidades ciborg móviles y cuasi-máquinas conectadas entre sí mediante el láser. Ahora estaban muy ocupados remodelando su mundo mineral para convertirlo en una red cristalino-metálica de máquinas y organismos. Que su sociedad tuviera unas raíces tan fuertes hacía que fuese no competitiva; y semejante ingeniería a gran escala no significaba que los yidags estuvieran destruyendo su medio ambiente. Sencillamente, se estaban limitando a reorganizarlo de una forma orgánica.
***
Aquella pequeña victoria sobre Chang llenó de orgullo a Maimuna.
—¿Te has fijado en un detalle de los dobdobs? —me preguntó—. Se lo oí contar a una viajera china: me dijo que en los viejos tiempos el Ejército Popular Chino decidió prescindir de los galones y los uniformes elegantes de los oficiales porque les parecían antidemocráticos. Pero seguían necesitando saber quién era quién, por lo que utilizaron los lápices y los bolígrafos. Cuantos más lápices y bolígrafos llevara un soldado en el bolsillo del pecho, más alto era su rango. ¿Te has fijado en que los dobdobs que no sabían nada sobre la Bestia Estelar siempre parecían tener sólo un par de lápices en el bolsillo..., mientras que los dobdobs como Chang, que conocen la verdad sobre la guerra, llevan tres?
La verdad es que no me había fijado en ello, pero ahora que lo pensaba me pareció que Maimuna estaba en lo cierto. Reconstruí mentalmente mi primera prueba para el Bardo... El dobdob jovial, Youngden, quizá llevara un par de lápices en el bolsillo..., mientras que Liu, a quien Sam Shaw había llamado por radio para hablar sobre los «hechos de la defensa», llevaba tres. ¿Y aquel controlador aéreo de Dar es Salaam, el que estaba tan nervioso? Dos, quizás. Y lo mismo ocurría con todos nuestros instructores de Miami Beach, que yo pudiese recordar..., hasta que fuimos «arrestadas». A partir de entonces, daba la impresión de que todo el mundo llevaba tres lápices...
—Feng lleva cuatro lápices en el bolsillo, ¿verdad, Lila? Debe de saber cosas que Chang ignora. Y parece estar especialmente interesado en ti —añadió con una cierta envidia, queriendo sonsacarme algún dato más.
Sí, estaba claro que ése era el auténtico meollo del asunto. Maimuna creía que yo estaba más próxima a algún centro de poder. No le importaba lo que Feng pudiera saber, así como tampoco le importaban nada los yidags..., lo único que le interesaba era ese poder extra que Feng podía poseer.
—No me ha contado nada especial, salvo que él Bardo está consagrado al servicio de la Humanidad y que mi Yungi es una niña soberbia de la que debería estar orgullosa. —Igual que tú deberías estarlo de Doudou, pensé, aunque ni tan siquiera te acuerdes de él. No me cabía duda de que Maimuna sabría descifrar fácilmente el significado de mi expresión.
Pero Feng sí parecía traerse algo entre manos. ¡Tanto hablar sobre la conciencia y el universo! Como si pensara que, después de todo, la Bestia Estelar quizá no fuera algo tan terrible...
—Feng tiene más... deberes, eso es todo. Tiene que pensar en la Bestia Estelar, mientras que los demás sólo tienen que luchar con ella. ¡Alguien debe investigar qué es! Si los defensores se pasaran el tiempo inventando teorías sobre el ser que nos ataca... —Me encogí de hombros.
—El sistema no funcionaría tan bien, ¿verdad?
—Feng es un administrador de alto nivel. ¡Y además es un teórico, maldita sea! Intenta hallar formas de conseguir información sobre la Bestia a través de los bebés. Ahí lo tienes, ésa es la verdad sobre su posición. Y la verdad sobre tu posición y la mía es que las dos volveremos a quedar embarazadas..., ¡cuando la plata fluya hacia el oro! Halagar a Feng y hacerle preguntas sobre Rusia no te servirá para escapar a ese destino. ¡No van a enviarte a Rusia para engañar a las viajeras del Bardo con vistas a que el sistema siga funcionando sin problemas! Lo malo es que si el sistema deja de funcionar, todos nos volveremos locos.
Maimuna se acarició los pendientes con una sonrisa burlona. Ahora los llevaba incluso durante las charlas, como si quisiera tener una excusa para alardear ante Chang y poder contarle que ella siempre había sospechado la existencia de algo como la Bestia Estelar; pero Chang ni se fijaba en ellos.
—Así que volveré a quedarme embarazada, ¿eh?
—Acabarás atrapada en la misma telaraña de antes.
—No.
—¿Qué pasa, es que tu nuevo compañero te ha prometido que llevará a cabo la contracción mulabhanda y se quedará el semen dentro?
—Oh, nada de eso. Es un tipo muy orgulloso. Siempre anda presumiendo y diciendo que desciende de un santo Shidda llamado Mular. Él también se llama Mular. No me importa. Aun así, no fabricará ningún pequeño Mular con Maimuna.
—¿Cómo vas a impedírselo?
Vaciló y acabó lanzándome una mirada en la que se mezclaban la astucia y la fanfarronería. Volvió a acariciarse los pendientes.
—Oh, mi araña y mi mosca me ayudarán. ¡Pero como hables de ello con alguien te arrancaré los ojos...! —Y, por fin, impulsada por el orgullo y la arrogancia, que necesitaban tener un público, me reveló el secreto que llevaba guardando desde hacía tanto tiempo. Si hubiera seguido callándoselo habría acabado reventando, igual que una botella de cerveza de plátano que ha estado demasiado tiempo esperando a que alguien se la beba. (Creo que sentía una auténtica necesidad de tener una confidente y una amiga. ¡Pero también tenía que proteger su autoimagen!)—. Un viejo herrero que vivía en una miserable aldea del Senegal fabricó estos pequeños globos de cristal para mí. Era un mago. Podía leer el futuro en las palmas de mis manos. Me dijo que un día me quitarían la cápsula anticonceptiva, y que yo querría recuperarla. ¡Oh, cómo lo desearía...! Voy a darte estos dos adornos para que los cuelgues de tus orejas, me dijo. Parecen adornos, sí, pero no lo son. Si desenroscas la parte superior del globo donde está la araña y te bebes el líquido que hay dentro, nunca darás a luz. Si alguna vez quieres recuperar tu fertilidad, tienes que desenroscar la parte superior del otro globo y beber el antídoto. Tuve que inventarme una historia y dije que los globos me sirven para meditar, pero eso no era más que una cortina de humo. Verás, querida, la araña y la mosca están dentro de los globos para que yo pueda saber cuál es cuál.
—¿Y qué hay dentro de ellos?
—El jugo de las raíces de una planta. Ése es el anticonceptivo. Era una vieja medicina tradicional..., olvidada, dejando aparte a ese herrero. El viejo estaba en lo cierto cuando decía que iba a necesitarla, ¿verdad? Y también sabía mucho de medicina. Incluso sabía que los dobdobs tomaban muestras genéticas. ¡Bien, ya lo ves! Él lo sabía. Y también sabía lo de las purgas y los casquetes polares. Quizá se lo hubiera contado su padre. Tenía cien años. Aquel viejo me quería mucho... Pero nunca hablaba en público.
—Cuando vean que no te quedas embarazada, acabarán descubriendo que tu sangre contiene alguna sustancia extraña. ¡Terminarás visitando un casquete polar! Por sabotaje. ¿Cómo sabes que esta sustancia no afectará tu campo corporal? ¡Quizás acabes permitiendo que la Bestia Estelar logre pasar a través del campo defensivo!
—¿Un casquete polar? —Se rio—. Voy a descubrir quién dirige realmente el Bardo..., y pasarme la vida embarazada no me ayudará a descubrirlo. ¿Quién gobierna realmente el mundo? ¿Cómo se consigue pasar a un peldaño más alto de la jerarquía? Lhasa se encuentra un paso más cerca de la verdad..., ¡y la verdad debe estar en Kazajstán! Confiemos en las buenas intenciones del Bardo. Sam Shaw estaba limitándose a usar su pistolita para asustarnos. —Sus ojos ardían con un brillo de codicia—. Voy a jugármelo todo al doble o nada. Correré el riesgo. Si logran descubrir lo que hay en mi sangre, eso querrá decir que son muy listos. Mi herrero dijo que en cuanto lo llevara dentro nadie podría saber qué era.
—¿Tienes líquido suficiente para dos personas?
El que fuera capaz de pensar en ello pareció asombrarla.
—Querida mía, la dosis está calculada para mí de lo contrario no funcionaría.
—¡Perra egoísta! ¡Se me ocurre una razón mucho mejor para no tener bebés! Quizá no te importe saber si tu pequeño Doudou es humano o no. Pero a mí sí me importa saber si la mente de mi niña está llena de ideas alienígenas..., aun suponiendo que eso signifique el que se la lleven. ¡Quiero saber si no es más que un animal-máquina para espiar a eso de ahí arriba!
¡Maimuna no había pensado en eso! Estaba tan absorta en sus propios planes que no se había parado a pensar en cuál era la razón de que el Bardo quisiera que tuviésemos bebés. Lo único que deseaba era conseguir algo más de poder dentro de aquel sistema repugnante.
—Si no, ¿por qué iban a desear que quedáramos embarazadas? —grité con voz enfurecida bajo el techo dorado de la pagoda—. ¿Qué pueden querer sino bebés que sean bioordenadores programados con bits de esa Bestia Estelar?
—Bueno, ya lo descubriré, ¿no? —Se rio—. Y tú no podrás descubrirlo. Estarás demasiado ocupada haciendo otras cosas. —Desenroscó la parte superior del globo de la araña, se lo llevó a los labios y bebió.
Cuando se tragó su araña en salmuera, las náuseas le hicieron torcer el gesto. Pero no vomitó. Logró recobrar la compostura. Me sonrió, con una mueca donde se mezclaban la pasión, la suficiencia y la superstición.
—Si se lo dices a alguien, te haré mucho daño. Quizás acabe estando en una posición que me permita ayudarte. Sabré acordarme de mis amigas.
Y se marchó.
16
LA VENTANA DEL DESPACHO DE FENG estaba a gran altura pero el panorama visible desde ella era bastante reducido, pues se limitaba a una cuña oblonga del valle de Lhasa y las colinas de Tangla que lo flanqueaban. El valle estaba cubierto de retazos verdes allí donde crecían las primeras cosechas. La piedra estucada que enmarcaba aquel panorama debía tener por lo menos dos metros de grosor y estaba pintada de un negro azabache; te daba la impresión de estar en una cueva, mirando por una grieta.
—Oímos toda tu conversación con esa joven estúpida, claro está. Hay un micrófono oculto en la pagoda. Se activa gracias a la voz humana y está conectado con el Ordenador de Combate. De hecho, todo el sistema de vigilancia está conectado a él. Las cintas se borran a menos que el sistema capte palabras clave, como anticonceptivos o casquete polar...
—¡Entonces, es igual que los teléfonos de nuestros dormitorios! —Sentí una gran irritación. No era que desease gozar de una intimidad inviolada, pero aquella vigilancia era tan..., tan total...
—No, no, aquellos teléfonos no están preparados para detectar palabras clave. Captan todo lo que se diga en la habitación. Compréndelo, eso significaría que no estabas sola... —Feng hablaba de ello con tal tranquilidad que casi conseguía hacer que sus métodos de espionaje parecieran la cosa más natural del mundo.
¿Qué razón había para que cualquier cosa dicha en un dormitorio fuera digna de grabarse? ¿Cualquier cosa? Realmente, sólo había una respuesta. Si no estabas sola en el dormitorio, era posible que estuvieras haciendo el amor..., de una forma libre y espontánea. Podías estar fabricando tu propio bebé sin un compañero escogido por el Bardo. Y eso no debía ocurrir nunca. Eso echaría a perder los planes del Bardo.
—Espiar hace que los militares se sientan más seguros —dijo Feng. Creo que estaba intentando disculparse. O justificarse, al menos—. Maimuna no sólo posee una ambición venenosa, sino que también es bastante estúpida —siguió diciendo—. Bajo esa capa de sofisticación suya hay mucha superstición y una credulidad que..., oh, ella cree realmente en la magia. Piensa que puede servirle de algo, que funcionará. Tú, en cambio..., tú eres más cuidadosa. Tú piensas. O intentas hacerlo.
—¿Qué vais a hacer con ese brebaje que se tomó?
—Nada. —Sonrió.
—¡No quedará embarazada! Eso echará a perder todo vuestro plan de conseguir bebés para el Bardo.
—¡Pues claro que se quedará embarazada! Analizamos el contenido de esos pendientes en Miami, ya hace mucho tiempo, cuando se los quitó por primera vez... Son drogas, desde luego: un anticonceptivo y una sustancia para aumentar la fertilidad. Están hechas con sustancias naturales que se encuentran en las raíces de ciertas plantas de la sabana, y además son altamente efectivas. Lo que la contracápsula introduce en el sistema es una sustancia sintética basada en un derivado de una planta similar, pero del Amazonas y no del Senegal. Ese viejo médico brujo debía ser bueno, no cabe duda. —Se inclinó hacia delante—. Lo único que hicimos fue poner la araña en el sitio de la mosca y viceversa. ¡Maimuna no ha conseguido más que asegurar doblemente su fertilidad!
Pese al egoísmo de Maimuna, sentí un cierto abatimiento ante su derrota. Feng me contempló con una expresión pensativa.
—Voy a contarte algo más, Lila, porque creo que estás preparada para oírlo y porque, como ya te he dicho antes, piensas antes de actuar. El anhelo de poder de Maimuna le hizo comprender que necesitamos a ciertas personas con los motivos adecuados para que..., ¿cómo lo expresó ella? Ah, sí, para que suban a un peldaño más alto de la jerarquía. Creo que tú eres esa clase de persona. Da la casualidad de que tienes toda la razón en cuanto a los bebés y el Bardo. Sí, queremos que nazcan.
—¡Lo sabía!
—Aunque es una lástima que hayas dado con la verdad tan pronto, porque, y no quiero darte la impresión de que esto es un castigo, has perdido la inocencia y ahora ya no puedes tener más bebés.
—Feng, ¿qué es Yungi? —grité—. ¿Qué me habéis obligado a crear?
—No debes perder la calma. Maimuna estaba en lo cierto cuando hablaba de las buenas intenciones del Bardo. Tu hija es el futuro. Es el camino que lleva hacia delante. Es la esperanza. Seguimos teniendo los mejores motivos imaginables para querer que sólo un mínimo de gente sepa cuál es la razón de que obremos así.
—¡La Bestia Estelar, ya lo sé!
Agitó la cabeza, divertido.
—La Bestia Estelar no existe. No hay ninguna Bestia Estelar.
***
—Es un cuento de hadas, igual que los alienígenas benévolos. En el estado evolutivo actual de la Humanidad, los cuentos de hadas son imprescindibles. Aun así, tiene que haber cuentos de hadas adecuados a los distintos tipos de personalidad. La mente paranoica que gobernaba el mundo y que se pasó cientos de años viéndose atraída hacia la cima de la política y los ejércitos prefiere los Gigantes Malignos a los Espíritus Bondadosos. Esa mente se alimenta de la hostilidad y las amenazas..., imaginarias, si no las hay reales. ¡Hará cuanto pueda para convertirlas en realidad! Los que saben ver lo que hay tras la primera máscara del Bardo, la de los mundos alienígenas, suelen ser gente de esa clase. Personas básicamente egoístas para las que todo gira alrededor de sí mismas..., aunque a menudo suelen disfrazar tales emociones sintiendo que participan en alguna clase de misión colectiva. Además, siempre están imaginando conspiraciones. Quieren acabar con ellas... o unirse a los conspiradores. Ésos son los Sam Shaw de este mundo. Si Sam Shaw supiera qué nos reserva el futuro, se convertiría en el más ardiente enemigo de tal futuro, puedo prometértelo. En cambio, ahora es un mensajero del cambio y de la sabiduría y no lo sabe.
—Todos esos dobdobs que había en la sala de guerra subterránea de Miami...
—...creen sinceramente que están ayudando a proteger el mundo de una criatura llegada de las estrellas. Es una válvula de escape útil para lo que podrías llamar la eterna mente militar; lo que hacen realmente es descargar su propia agresividad. Aunque, y que Dios nos ayude, si ese tipo de mente es realmente eterno, el Bardo habrá fracasado. Por cierto, siento que Sam Shaw os amenazara con su arma. Aun así, estoy seguro de que eso ayudó a reforzar su autoconfianza. Eso sirve para que el trabajo se haga mejor y de una forma más eficiente.
—¿Qué trabajo? ¡Acabas de decirme que no hay ninguna Bestia Estelar!
—Y no la hay. Lila, vamos a pensar un poco en la evolución. ¿Qué necesita una especie para evolucionar con éxito? Un medio ambiente que no sea ni demasiado pobre ni demasiado rico. Durante millones de años la Tierra fue el sitio ideal: estaba a medio camino entre la pobreza y la riqueza. Y, sin embargo, durante todo ese tiempo, había inmensos recursos de energía ocultos bajo el suelo. Petróleo, carbón, gas: una peligrosa y traicionera abundancia de energía... Cuando desarrollamos una tecnología empezamos a movernos hacia adelante de una forma demasiado rápida y brusca. La evolución social y, sobre todo, la evolución mental, se quedaron lamentablemente retrasadas.
»La evolución tecnológica puede convertirse muy fácilmente en un fin que se justifique a sí mismo. Acaba separándose de la Humanidad. Contiene su propio significado. La tecnología parece ser el sustituto adecuado con el que reemplazar a un buen sistema de conocimientos porque disecciona el mundo con sus herramientas e incluso puede incluir al Hombre en sus disecciones. Sin embargo, es perniciosa. El Hombre debe aprender a conocerse de una forma más directa. Debe ser más consciente de cuál es la naturaleza de sus propios pensamientos, en vez de limitarse a pensarlos igual que si fuera un autómata. Los hombres de la caverna —¿conoces el mito?—, tienen que darse la vuelta y ver. Detrás de ellos hay una luz muy poderosa; pero lo único que ven son las sombras de la existencia.
El Palacio del Potala estaba hecho de cavernas, pensé..., una colmena de cavernas que una conmoción de la naturaleza había levantado hasta una gran altura. Y, en particular, el despacho de Feng era una verdadera caverna. Con su espalda insistentemente encarada hacia la única fuente de luz, Feng daba la impresión de imaginar que yo era una sombra proyectada por su cuerpo: ¡su propia proyección, títere e invento! La astuta suspicacia de Maimuna había hecho que terminara estando en lo cierto. Oh, si Feng pudiera llevar a cabo uno de esos preciosos «giros completos» suyos y verse a sí mismo tal y como realmente era: un capataz de sombras que las obligaba a conocerse a sí mismas mientras se pasaba la eternidad ocultándoles la verdad tras una serie interminable de pantallas —la pantalla de los Mundos Alienígenas, la pantalla de la Bestia Estelar—, ¡pantallas que, no hacía falta decirlo, desaparecerían tan pronto como la gente hubiera aprendido a ver mejor! No, así nadie llegaría a ser más sabio y libre. Así era imposible ver nada. Lo sentía en lo más profundo de mis entrañas. La verdad era algo accesible a todos, no un secreto oculto.
—¿Qué es lo que hay en nuestro interior aguardando el momento de emerger? ¿Qué es lo que parecerá tan inevitable en cuanto haya emergido, tan obvio entonces como inimaginable era antes? ¿Cuál es el siguiente estadio evolutivo, Lila? —me preguntó.
El sol hacía brillar la pintura negra que enmarcaba la ventana, convirtiéndola en un reluciente gong de luz. Dejé escapar una carcajada histérica.
—¿A quién le importa? ¡Los monos no se convirtieron en seres humanos de la noche a la mañana! Para eso hicieron falta millones de años. ¡El mono que se hubiera pasado la vida preguntándose a qué se parecerían los humanos habría sido un mono muy desgraciado! Cada persona vive su vida ahora.
—Ah, es ahí donde te equivocas. En el siglo XX, cuando el huracán tecnológico cayó sobre ellos fingiendo ser la salvación, los hombres no supieron comprender bien la evolución. Tenían a su disposición un período de historia tan pequeño y miserable hacia el que volver los ojos que no podían comprender cuán esencialmente extraños, cuán esencialmente distintos, debieron ser los prehumanos y los pre-prehumanos que vinieron antes que ellos. Pensaban en esos seres como si hubieran sido iguales que ellos, dejando aparte las herramientas y el lenguaje. Y tampoco podían concebir lo extraños que deberían ser los humanos del futuro, comparados con ellos. Volvían a pensar en sí mismos, pero ahora con más herramientas; herramientas mejores, distintas, y quizás hasta con sus cerebros conectados a ordenadores para que les ayudaran a pensar más deprisa. Su bendita ignorancia les hacía suponer que el humano del futuro debería ser muy parecido a ellos, porque estaba claro que la evolución era un proceso muy lento.
»¡La evolución no tiene por qué ser lenta, Lila! Dadas las condiciones adecuadas, puede producirse un cambio enorme en unos centenares de años. ¿Y sabes por qué? ¡Porque un gran cambio de la especie no depende de un solo gene cambiado de sitio o de una sola mutación..., sino de docenas! Una mutación aquí, otra mutación allá, añadiéndose a la primera; este proceso se desarrolla durante millares de años...
—Como proceso, me parece bastante lento.
—Y lo es, al menos superficialmente. La mayor parte de las mutaciones son recesivas, y ésa es la razón de que no se perciba ningún cambio. No nace nada radicalmente nuevo. Y, sin embargo, las mutaciones están siendo constantemente sumergidas en el estanque genético común. En realidad, todo ese estanque genético está siendo preadaptado lentamente para aceptar una nueva criatura. Cuando llega el momento adecuado ese nuevo ser sumergido puede aparecer de repente. Llevamos miles de años sumergiendo el futuro humano en nosotros mismos y, ¿cuál podría ser ese futuro sino un ser humano más plenamente consciente de sí mismo? La Humanidad lleva toda la historia conocida saturándose a sí misma. ¡La función del Bardo es servir como semilla cristalizadora!
—Así que puedes predecir el futuro, igual que el herrero de Maimuna, ¿eh? Bien, ¿cómo se supone que va a ser el hombre del futuro?
Feng me miró con ojos entrecerrados, sopesando astutamente la verdad y la mentira en su mente, igual que una moneda suspendida sobre la yema del dedo. Un empujoncito en cualquier sentido y..., mentiras..., o la verdad. ¿Qué importaba? Estaba segura de que cada verdad acabaría resultando ser una mentira. No había ninguna verdad final a la que llegar. El sol entraba a chorros en la habitación, haciendo difícil ver la expresión de su rostro.
—Lila, si la vida es un proceso aleatorio, aún no ha habido el tiempo suficiente para que tenga lugar. Y, sin embargo, la vida ha surgido..., ¡con el máximo de rapidez posible!
—Eso me has dicho.
—¿Y no es más que un accidente? ¿O acaso hay algo en la estructura física del mismísimo universo que lo predispone a crear esa vida? El Bardo cree que así es. Creemos que la biología está «sumergida» en la física y que en las formas de vida hay una tendencia que las impulsa a crear la conciencia. La conciencia parcial del Hombre actual... O las ballenas y los delfines, quizá. Y, dentro de esta conciencia limitada actual que poseemos, debe de haber..., ¿qué más?
—Entonces, ¿por eso habéis inventado la Bestia Estelar? ¿Y toda esa mística sobre los límites y las fronteras? ¿Algo dentro de nosotros, algo a lo que no podemos llegar? —¿Y si hubiera una verdad final a la que yo pudiera llegar? ¿Y si realmente pudiera abrirme paso por la frontera de mentiras, llegando al otro lado? La luz del sol casi me cegaba.
—La manipulación directa de los genes mediante la cirugía fue otra de las grandes ilusiones tecnológicas —dijo Feng con voz pensativa—. Crear una raza de superhombres usando el escalpelo láser y el microscopio electrónico..., ¡ridículo!
No, el sol no podía cegarme. Yo había visto el corazón de los yantras. Podía luchar, resistirme. El sol no hacía sino disolver a Feng; le volvía tan transparente y vacío como merecía ser. Yo era más real que él.
—Tus temores acerca de Yungi carecen de fundamento. Las máquinas del Bardo no pueden alterar los genes de tu hija. Y tampoco pueden construir nuevos genes. Tenemos que trabajar con la naturaleza, no contra ella. ¿Cómo se puede saber de antemano a qué se parecerá el Hombre del Futuro? El Hombre Autómata intentando predecir y construir al Hombre Consciente sería igual que..., oh, como un ordenador intentando imaginar el funcionamiento de la mente que le ha programado.
»Eso es cuanto quería decirte, por el momento. Piensa en ello. Si quieres considerarlo así, ésta es la primera lección real sobre el Bardo que has recibido en toda tu vida.
El sol se había convertido en un sapo llameante. Se había deslizado hacia el centro de la ventana para escupir veneno en mis ojos.
Feng se puso en pie, tragándose el sapo, eclipsándome, despidiéndome.
Volví a mi habitación, y poco después me trajeron a Yungi de la guardería. Ahora sus ojos ya estaban interrogando al mundo. Era todo un mundo que se hacía preguntas a sí mismo. Era un mundo que nacía gracias al poder de su pensamiento al mismo tiempo que, dentro de su mente, iba formando el mundo que la rodeaba.
¿Era la esperanza? ¿Era el Futuro?
Pero, ¿qué futuro?
Las señales de pinchazos de sus pies —que ahora ya casi no podían verse— me recordaron una extraña historia que un Lama Descalzo nos contó un domingo a los niños en la antigua mezquita. En aquel momento la historia me había parecido absurda: un chiste sin lógica, y nada más. Se me había quedado grabada quizá precisamente por ser tan absurda. Y ahora, de repente, la historia me parecía burlonamente cierta.
Érase una vez un rey que quiso enviarle un mensaje secreto a través del territorio enemigo al rey de otro país. El mensaje no era especialmente urgente, por lo que hizo afeitar la cabeza del mensajero y mandó que se le tatuara el mensaje en su cuero cabelludo. Después, esperó a que volviera a crecerle el cabello y le envió a cumplir con su misión. El hombre llevó el mensaje, oculto en su cabeza..., y, naturalmente, él era tan incapaz de leerlo como los centinelas de la frontera. Llevó el mensaje sin ninguna clase de problemas y, cuando llegó a su destino, le explicó al otro rey cómo leer el mensaje. El rey pidió que le trajeran un cuenco con agua caliente, jabón y una navaja de afeitar.
En cuanto hubieron afeitado la cabeza del mensajero, vieron que el mensaje secreto decía: «Matad a este hombre tan pronto como llegue», así que le cortaron el cuello allí mismo con la navaja de afeitar.
Contemplé los pies de Yungi y pensé en la historia. Aquel mensaje enviado por un rey a otro a través de territorio enemigo se parecía mucho a la predicción de Feng sobre en qué debía convertirse el Hombre..., era un mensaje llevado por un ser humano y, aun así, estaba escondido donde no podía leerlo. En cuanto el mensaje hubiera sido leído, acarrearía el final del Hombre, su muerte.
La historia podía interpretarse de otro modo, como una sugerencia: cuanto menos sepas sobre las cosas, más libre será tu existencia y más feliz vivirás...
Un dobdob tibetano que sólo hablaba tibetano estaba sentado pacientemente en un taburete de tres patas junto a la puerta de mi habitación. No podría advertirle a Maimuna de que sus pendientes habían sido cambiados de sitio.
***
Tres noches después, Kushog irrumpió en mi habitación, desnudo hasta la cintura y con sus pantalones blancos de cinturilla elástica como único atuendo. Estaba como enloquecido, y su rabia iba dirigida tanto hacia mí como hacia él mismo. Sudaba y temblaba igual que una medusa estimulada por una inmensa dosis de adrenalina: no paraba de hacer poses, y en su rostro se mezclaban el miedo, la exaltación y una especie de éxtasis suicida. Tenía los labios y las mejillas muy hinchados, como un pez ahogándose fuera del agua. Sus ojos estaban tan desorbitados como los de un dios de bronce que sufriera de hipertiroidismo. Llevaba consigo un cirio que mediría medio metro. No sé de qué estaría hecho pero desprendía una pestilencia a carne quemada, como si se hubiera arrancado uno de sus propios miembros y le hubiera prendido fuego para alumbrarse. Agitó el cirio igual que si fuera un brazo extra, haciendo gotear cera caliente sobre mi cara. Sentí chispazos de dolor y luego la tensión de la cera al secarse. Inmensas siluetas enloquecidas bailoteaban por las paredes. Protegí a Yungi con mi cuerpo, medio enterrándola en las mantas. Protestó, agitando los brazos, pero acabó calmándose y se quedó quieta.
—¡Me has abandonado! ¡No volarás más conmigo! Ahora tengo que volar yo solo, sin ayuda —canturreó Kushog con su habitual sonsonete rabioso. Agitó su enorme vela y esparció un nuevo diluvio de cera ardiente que cayó al azar sobre la cama y nuestros dos cuerpos. Logré mover las mantas formando una tienda para Yungi, una bolsa de aire protector. Estaba aterrorizada, pero no podía hacer nada salvo hablarle e intentar calmarle un poco. ¿Habría sido enviado a mi habitación? ¿Sería alguna nueva tortura de Feng, un nuevo truco? Se suponía que tenía un dobdob montando guardia ante mi puerta, encargándose de aislarme. Aunque se hubiese quedado dormido, los gritos de Kushog habrían tenido que despertarle, ¿no? ¡A menos que le hubieran dicho que se hiciese el sordo, que no viera nada! Y los micrófonos, ¿estarían escuchando todo esto?
—El dobdob..., ¿te ha dejado pasar?
—¡Es mi hermano!
—¿Qué? ¿Quieres decir que realmente es hermano tuyo?
—¡Es mi hermano en la nada! Le ayudé a pisotear su Falso Yo mientras meditaba sentado en su taburete. ¡Le hice participar de mi amor fraternal para liberarle!
—¿Quieres decir que le has matado? —Estaba a solas con él. Y Yungi también. En cuanto a los micrófonos dé Feng..., bueno, no había nadie escuchando. Y, si había alguien, entonces esto debía ser algún tipo de prueba sádica, algo en lo que Kushog participaba de buen grado o si no un plan preparado contando con usar su demencia, que tan fácil era de provocar.
—Mi hermano está muerto para el mundo —dijo Kushog, sonriendo. Sus labios se tensaron hasta formar un arco rojizo alrededor de sus grandes dientes amarillos: tenía dientes dignos de un caballo. Su boca se cerró con un seco chasquido. Si quería, un solo bocado suyo bastaría para arrancarme una media luna del brazo.
¿Y si esto era una prueba? ¿Y si debía tomar una decisión, la de salvarme o perecer revelando las confidencias hechas por Feng y diciéndole a Kushog que su adorada defensa de la Tierra no era más que una invención? Sí, seguramente eso bastaría para dejarle anonadado y me libraría de él...
Pero lo que Kushog me dijo a continuación me dejó aún más perpleja, pues me contó que había volado solo: había ido a un nuevo mundo alienígena más terrible que cualquiera de los tres mundos «descubiertos» hasta entonces..., un mundo inventado por la mismísima Bestia Estelar para usarlo como arma contra la psique humana.
—¿Por qué volar sin compañera? —le pregunté—. Tú no puedes tener... —Bebés. Cerré la boca. No, eso era secreto. El secreto de Feng.
—Dijeron que debía volar a un nuevo mundo creado por la Bestia Estelar, un mundo poblado por los seres bestiales que ha inventado. Un mundo que nos atrae hacia él con los peores rayos gancho que se puedan imaginar. Fui escogido porque mi alma es fuerte..., porque puedo luchar contra los demonios que me consumen vivo, porque soy un maestro del Camino del Chöd.
—¿Y realmente volaste solo, sin una mujer?
—Me has abandonado —escupió, haciendo caer más cera ardiendo de su tercer brazo.
—¿Llevabas el casco del Bardo? ¿Contemplaste los yantras? ¿Oíste el mantra... a solas? —Necesitaba saber qué le había ocurrido—. ¿Cómo conseguiste la energía necesaria para volar? Hace falta que un hombre y una mujer estén juntos...
—Me abandonaste. No estabas allí. Pero yo soy fuerte.
—No fue culpa mía. Pero, ¿cómo pudiste hacerlo tú sólo? —Si consiguiera halagar su vanidad...
—¡Hice el chöd para volar! ¿Difícil? ¡No para mí! Quemé mi carne y mis huesos, mi sangre y mis sesos para convertirlos en pura energía. El mundo al que volé era un mundo chöd ¡Tú no podrías haberlo soportado, mujer! Sus rayos gancho anhelaban alguien como yo. La Bestia Estelar se ha vuelto más astuta. Sabe que le arrojamos mundos alienígenas creados por la mente, usándolos como máscaras detrás de las que escondemos para interrogarla. Hasta ahora estábamos a salvo tras la máscara de los rakshasas. Ahora hay un nuevo mundo en los cielos. La Bestia Estelar ha creado un mundo mental y lo ha poblado con seres horribles, y nuestros radares lo captan para enviárnoslo. Hace caer la máscara de los rakshasas. Atrae a los viajeros a una ceremonia del chöd donde aquellos que no sean adeptos acabarán con el cuerpo y la mente devorados. Tenía que volar. ¿Quién si no podría haberlo hecho?
—Estoy segura de que tú eras el más adecuado, Kushog.
Contarme su historia hizo que se calmara un poco. Ya no parecía tanto un demonio de ojos saltones dispuesto a saltar sobre mí para desgarrarme la garganta con sus grandes dientes de caballo: ahora recordaba a un niño gordo terriblemente asustado narrando la peor de todas sus pesadillas.
Mientras me contaba su historia, me devané los sesos buscando una explicación de aquel nuevo mundo alienígena. ¿De dónde había surgido? ¿Y por qué? Kushog parecía estar diciéndome la verdad..., o, al menos, me estaba contando lo que le había sucedido. Empecé a pensar que el Bardo, bajo la forma de un sádico experimento, había revivido el chamanismo más loco y salvaje en las entrañas del Palacio.
***
Esto es lo que me contó...
17
!UNA CRISIS EN LA SALA DE GUERRA! Las consolas estaban llenas de dobdobs que apretaban botones y hacían girar diales, intentando apagar las luces rojas de las alarmas. La gran pantalla mostraba cómo el nido yantra que rodeaba el planeta era sondeado y atacado por estallidos de actividad procedente del espacio que iban penetrando más y más en las capas defensivas. De vez en cuando, una delgada línea de fuego rojizo atravesaba todo el nido y se clavaba en las entrañas del mundo. Las defensas de la Tierra estaban cayendo.
La Bestia Estelar intentaba abrirse paso, dijo el dobdob que había hecho venir a Kushog. A menos que se consiguiera reforzar la frontera, una ola de locura devastaría el mundo. Un viajero suicida tendría que investigar lo que pasaba usando técnicas nuevas. ¿Estaba dispuesto a ofrecerse como voluntario para enfrentarse a la locura, para salvar el mundo de ella? Oh, sí, dijo Kushog con voz llena de fervor, lleno del espíritu autodevorador del chöd. El único Guardián del Planeta Tierra enfrentado a la plaga mental, ése era él.
Por primera vez en la historia, una mente humana debía flotar libremente, sin asideros. Tendría que permitir que la Bestia Estelar programara las ilusiones que le vinieran en gana y se las lanzase. Tendría que aceptar cualquier visión alienígena que fuera arrojada contra él. Aquella visión era un mensaje vital para la Humanidad. Tendría que aprender mediante el dolor y el horror, si los había. ¡Debía aceptarlos! Había la posibilidad de que sintiera una felicidad y un placer ultraterrenos. ¡También debía aceptarlos! ¡Y no debía dejarse vencer por ellos! Kushog así lo prometió. Fue a la Sala de Contacto, se puso el casco y retorció sus miembros de goma en la posición del loto. Contempló el mandala yantra, su cerebro resonó con el eco de los ¡HUM, ¡TRAM, ¡HRIH, ¡RAM! y ¡OM!, mientras se atormentaba con sus propios cantos del ritual chöd tibetano...
Los gases de una atmósfera alienígena ya estaban empezando a invadir sus fosas nasales, resaltando los colores y las sensaciones, distorsionando el tiempo. (¡Estaba claro que le habían drogado usando un gas psicodélico mucho más poderoso que los derivados de la nuez moscada empleados durante mi entrenamiento en Miami!) Lo que se desenroscaba en su interior no recordaba tanto a la familiar serpiente kundalini, sino a una pitón hinchada que estuviese digiriendo una cabra..., y la cabra era él mismo.
—Zab-chö shi-hto gong pa rang-dol lay —cantó, convirtiendo sus pulmones en gongs—. Bar-do¡ thli-dol chen-mo chö-nyd bar-do¡ ngo-töd zhu-so... —El comienzo del Libro de los Muertos—. Aquí nos preparamos para enfrentarnos a la realidad del estado del limbo; y nos liberamos en el Plano que hay Después-de-la-Muerte meditando sobre los Dioses pacíficos y los Dioses iracundos... —Eso fue lo que me recitó.
Por entre el estallido de los mantras podía oír claramente el retumbar de las trompetas hechas con fémures humanos y el eco del cráneo-tambor que vibraba siguiendo el mismo compás que los ritmos de su cerebro y su campo corporal, que nunca habían recibido un refuerzo tan poderoso. Los ritmos del deseo de morir. Los ritmos de la crueldad y la violencia que se ocultan en el Ello.
Voló.
El punto bindu ardió a su alrededor, con todas las estrellas de la galaxia dentro. Las estrellas se fueron concentrando en un cuello de botella a su espalda, y acabaron vomitándole a otro mundo...
Donde había nieblas azules y rojas, luces confusas, montículos de colores apastelados y cúpulas que parecían cuencos de terracota puestos al revés.
Pensé que quizás hubiera visto el interior del cráter Haleakala de Maui proyectado por su casco, pero no tenía forma de interrumpir su canturreo de poseso o el agitar convulsivo del cirio para explicárselo, igual que levantar una mano no sirve para detener el agua de una cascada. ¡Para él, éste tenía que ser un mundo construido por la Bestia Estelar usando los maltrechos restos mentales de alguna raza alienígena que se había encontrado cuando iba camino de la Tierra y a la que había destruido, casi sin darse cuenta!
Un paisaje, de barro, niebla y arcilla. Los seres que lo habitaban también parecían estar hechos de arcilla húmeda: sus rasgos eran meros esbozos inciertos que aún no habían pasado por el fuego. Seres de arcilla...
Su lenguaje estaba limitado a un solo sonido, una especie de lento ladrido pastoso. Nunca variaba. Era el mantra básico de la muerte del significado, la disolución del lenguaje que vuelve a la naturaleza. Era, al mismo tiempo, todas las palabras posibles y ninguna en concreto. Era la suma total de los balbuceos producidos por un bebé convertidos en un solo ruido y pronunciados por una lengua hecha de pegamento solidificado. Una palabra universal, la no-palabra.
Era la clase de palabra que habría podido pronunciar el universo si tuviera boca. Una palabra total que lo afirmaba y lo negaba todo al mismo tiempo. Una palabra paradoja.
Una palabra inútil que carecía de sentido.
Aquellos seres de arcilla daban la impresión de que pronto volverían a disolverse en el barro primordial. Eran como orugas bifurcadas capaces de erguirse y caminar. Sus cuerpos avanzaban a saltos por su aldea de cúpulas, estirándose, contrayéndose y ondulando, sin conservar jamás la misma forma durante mucho tiempo. Sus muñecas parecidas a muñones terminaban en dedos-pseudópodos, como cuernos de caracoles. Sus ojos eran como las agallas rojas de los peces, sus bocas una mera raja viscosa que se abría y se cerraba sin parar, emitiendo el ladrido de su única palabra.
Éste debía ser el sonido-semilla que contenía todos los demás sonidos. Era el mantra primordial del que nacían todos los demás. Precedía a los mantras, las partículas o los átomos, era anterior a las estrellas, las vidas o la conciencia: era el ur-Om, el proto-Om que se babeaban-ladraban los unos a los otros, y que también dirigían a Kushog..., pues Kushog era uno de ellos. Participaba en su vida —si a aquello se le podía llamar vida—, de una forma totalmente involuntaria, igual que si estuviera metido en una alucinación, aunque aún le era posible formar algunas ideas con su antiguo yo tibetano. Aquella palabra era el nombre de la frontera entre el Ser y el No-Ser, la primera cohesión del Ser que afirmaba todo lo posible... y excluía no «todo lo demás» sino, más bien, la pura y simple nada. Sí, la nada aún estaba muy cerca.
La aldea de los seres de barro consistía en chozas cónicas o en forma de cúpula situadas en un doble círculo alrededor de una plaza central dominada por un gran foso provisto de una espetera para asar. La única interrupción en este doble círculo daba a una avenida formada por una recta impecable a la que flanqueaban hileras de estatuas circulares de arcilla: las estatuas parecían representar a seres de arcilla doblándose sobre sí mismos para tocarse las plantas de los pies. Aquella avenida desaparecía por entre la neblina que rodeaba toda la aldea.
Aparte de las chozas, las estatuas y el foso con la espetera —hecho de piedra, o formado por un macizo de estalactitas—, todo su mundo era blando y húmedo.
¿Qué cocinaban en aquel foso? Era difícil saberlo. No había huesos calcinados ni conchas. ¿Habría alguna criatura de esqueleto rígido en este mundo? Parecía improbable, a juzgar por el aspecto fláccido y gomoso de los seres de arcilla, quienes debían representar la forma de vida más evolucionada del planeta, pero en cuyo interior no parecía haber nada más duro que la arenilla. ¡Y, aun así, habían descubierto el secreto del fuego! Bajo el foso ardía perpetuamente un fuego de carbón vegetal que chisporroteaba débilmente en aquella atmósfera húmeda: el fuego era mantenido por unos cuantos seres de arcilla que iban relevándose para acuclillarse junto a él y soplar. Quizás el fuego hubiera caído de los cielos: quizás hubiera nacido de un meteoro, o de una erupción de lava.
Kushog jamás llegó a verles comer o preparar comida. (Quizás el aire fuera su maná.) Tampoco tenían genitales, al menos visibles. Probablemente serían capaces de reproducirse echando brotes o escindiéndose. La luz se fue haciendo más tenue, ennegreciéndose, y luego volvió a hacerse grisácea, saturándose de una claridad lechosa que se fue tiñendo de un púrpura sombrío y, durante unos momentos, hasta llegó a ser de un molesto y estridente color amarillo. Imposible saber qué soles, lunas o auroras causaban aquellas impredecibles tonalidades luminosas; lo nebuloso de la atmósfera hacía que todo se volviera borroso e invisible. No había puntos fijos en el espacio o en el tiempo, dejando aparte el doble círculo de chozas, el foso y la avenida con sus estatuas. La mente de Kushog sentía gravitar sobre ella una enorme presión que la apremiaba a caer en el estado anterior a la conciencia, a convertir sus palabras en prepalabras y sus ideas en preideas.
Y, entonces, llegó el alba. Debía ser un amanecer auténtico, algo creado por el sol, pues el aire se volvió de color plata. Todo el cielo se convirtió en el reverso acerado de un espejo. Esta señal hizo que los seres de arcilla se lanzaran a un frenesí de actividad y se apresuraran a soplar el carbón que había bajo el foso hasta hacerlo relucir con mucha más intensidad. El aire de plata y el cielo de acero carecían de todo calor propio y se limitaban a ofrecer una luz que estaba más allá del calor, y que casi parecía una luz espiritual.
Todos los seres de arcilla, Kushog incluido, se agruparon alrededor del foso, soplando a través de sus rajas viscosas, en un silencio roto sólo por el siseo de su esfuerzo. El foso de piedra era tan rígido y duro, y ellos tan amorfos e imprecisos... ¿Cómo podían haberlo construido? Tenían que haberlo encontrado gracias a un milagro.
De repente, los seres de arcilla cogieron a uno de sus congéneres y lo colocaron en la espetera. Formaron un círculo a su alrededor y le ataron los pies a la cabeza con unas resistentes fibras gomosas. Uno de ellos colocó delgados tubos de barro en la boca y el recto de la víctima. Otros empezaron a esparcir arcilla húmeda sobre su cuerpo. Un grupo más pequeño se encargó de hacer girar la espetera..., en silencio. Ahora no se oía ni un siseo. Kushog se dio cuenta de que su «palabra» no había sido pronunciada ni una sola vez desde el amanecer.
El fuego brillaba. Los seres de arcilla hacían girar la espetera. La primera capa de arcilla se fue secando, y más arcilla húmeda fue amontonada sobre ella.
Lo que había sido un alienígena parecido a una oruga estaba siendo transformado lenta y metódicamente en algo mucho más extraño y horrible, algo que acabó convirtiéndose en una de aquellas estatuas dobladas sobre sí mismas que se perdían entre la niebla, indicando el único camino que comunicaba la aldea con el resto del mundo.
Y, por fin, el ser al que estaban cociendo gritó..., rompiendo el silencio. No pudo resistirlo más y gritó. El aire entraba y salía de su cuerpo dominado por la agonía. El grito resonó una y otra vez. Era el mismo ladrido gutural, el mismo ur-Om: éste era el sonido que el fuego le obligaba a emitir. Éste era el mensaje final, la realidad definitiva.
La estatua se fue volviendo más dura y sólida, la espetera siguió girando, y los seres de arcilla entonaron a coro aquel ladrido gutural del dolor definitivo, lanzándoselo a su mundo, moviendo sus dedos parecidos a cuernos de caracol para señalar todos los objetos visibles, ellos mismos incluidos, dándole nombre a todo con aquella misma palabra que servía para todos los fines imaginables.
La raja viscosa de Kushog también estaba gritando aquella palabra...
Cuando llegó a ese punto de su relato Kushog estaba cubierto de sudor, ladrando y canturreando..., y llegué a creer que estaba asando su propia carne con aquella gran vela, pasándola una y otra vez por su cuerpo medio desnudo hasta que pude oler el hedor de la carne quemada.
Pero lo que canturreaba, por muy enloquecido que sonara aquel cántico entrecortado, poseía también una extraña lucidez, como si la tortura no sirviera para producir las ininteligibles confesiones de la fiebre sino, al contrario, una perfecta claridad mental. Estaba gritando a pleno pulmón, armando un gran escándalo..., pero seguíamos solos. Yungi, envuelta en su tienda, vibraba igual que un arpa respondiendo a sus chillidos. No podía hacer nada por ella, ni por mí. Mi única esperanza era que Feng se presentase antes de que pasara mucho más tiempo, antes de que Kushog decidiera acercar la llama de su vela a mi cuerpo para enseñarme cómo contemplar su propia visión.
Ahora sabía que aquellos seres de arcilla, aquel pueblo demoníaco, eran la mismísima realidad que se autoafirmaba continuamente en el centro de un océano de cambios. Para los seres de arcilla, el estar de acuerdo sobre la naturaleza de la realidad era imposible. Sólo podían decir que una cosa es, no lo que es. Lo único que podían hacer era encajar una cosa en sí misma y ver cómo encajaba. Entonces era. Encajar algo en sus propios contornos daba forma a su consenso sobre la realidad. Ésa era la forma en que el universo encajaba dentro de sí mismo para ser. El universo sentía el dolor del ser... y ésa era la razón de que las estrellas ardiesen.
—¿Qué es el universo? —gritó Kushog—. Es una cosa y, sin embargo, no es Uno, es Todo. Pero si no hay nada con qué compararlo, ¿cómo puede tener Leyes? ¿Qué es la Ley?
Todo lo que aquel pueblo de arcilla podía hacer era introducir una y otra vez la cosa en sí misma y observar si encajaba. Ponerse uno mismo dentro de uno mismo servía para crear el sentido y el pensamiento.
La estatua ya estaba cocida, y el llamear del fuego volvió a convertirse en un brillo apagado. El mantra de la existencia había sido confirmado un día más. El universo seguía existiendo. Seguía encajando en sí mismo. Se había dado su propia ley. Había existido durante tantos días como estatuas había en la avenida: la avenida era su cronómetro... y su brújula, la que les permitía saber en qué dirección estaba la realidad.
Cuando la nueva estatua se hubo enfriado lo suficiente como para que la carne de arcilla pudiera tocarla un grupo de aquellos seres, Kushog entre ellos, sacó el artefacto del foso y lo llevó a través de la abertura del doble círculo, cantando y canturreando, alejándose con él por la avenida.
Neblinas rosas y púrpuras giraban a su alrededor. No había ningún suelo firme salvo el de la avenida, una línea de pura geometría recta como una flecha. A izquierda y derecha, meros atisbos perceptibles por entre los muros de estatuas, no había sino pegamento, una simple materia prima a medio camino entre el gas y el barro. Y, allí donde terminaba el camino, se veía ondular aquella mezcla de gases y pegamento viscoso, pues el camino no llevaba a ninguna parte. Sólo al caos, a la nada...
Aquello no era un camino. Era una regla. Una serie de teoremas. Una demostración de la ley natural.
Aquellas estatuas no eran estatuas; eran definiciones..., enunciadas en un vocabulario de dolor. Y el lenguaje de la ley era el dolor, porque la ley siempre castigaba; torturaba para hacer encajar en categorías.
Ahora el camino parecía más largo. Cuando colocaron la nueva estatua en su sitio, un poco más de caos se había solidificado, y los seres de arcilla volvieron corriendo a su aldea, saludando a las demás estatuas con aquel mismo ladrido de siempre, el sonido-que-contenía-todos-los-sonidos.
Diferentes clases de luz diurna y de crepúsculo o de sol y luna iban sucediéndose unas a otras aparentemente al azar en el mundo de los seres de arcilla, hasta que un «amanecer» de plata y acero volvió a sostener el pulido reverso de su espejo sobre ellos. Y esta vez los seres de arcilla se apoderaron del mismo Kushog, le colocaron encima del foso y le ataron uniendo su cabeza a los pies, con lo que realizó un giro completo, uniéndose a su propio ser igual que una serpiente engulléndose a sí misma.
(Mientras me contaba esto agitaba la gran vela bajo su garganta y sus axilas, como si al solidificarse la cera pudiera transformar su cuerpo humano en un aro de los seres de arcilla.)
El mundo se oscureció cuando le cubrieron los ojos con arcilla. Al principio las vueltas del aro en que se había convertido su cuerpo le proporcionaron algunos segundos de alivio en que no sentía el dolor, cada vez más intenso, e incluso la cálida brisa que suspiraba a través de su cuerpo yendo del tubo de la boca al tubo del ano resultaba extrañamente agradable. Pero acabó convirtiéndose en un huracán de aire ardiente y también sus entrañas empezaron a cocerse, arrancándole aquella Palabra de Dolor. No tenía que preocuparse por su pronunciación. No había peligro de entenderla mal. La geometría de su propio cuerpo, doblado sobre sí mismo, formaba la trompeta que proclamaba aquel único sonido, el sonido que tan perfectamente se le adecuaba... El dolor detuvo el mundo con un grito. El dolor era la única realidad, la que debía articularse a sí misma para dejar de ser. Su grito era la imagen del dolor, y el dolor la imagen del mundo.
Y, en su delirio, Kushog supo que el universo busca la no-existencia, el nirvana. El universo, Dios, sea cual sea el nombre de la suma total de cuanto puede ser, existe sumido en una trágica agonía, anhelando dejar de existir y no haber sido nunca. Todas sus estrellas y galaxias, cada partícula de materia, cada onda de radiación que contiene, le desgarran. Tiene que encajarse en sí mismo para articular este dolor, y cuanto más ferozmente lo expresa y lo articula, más persistentemente existe y se crea a sí mismo; pues el universo ha hecho que el tiempo y la materia se enrosquen alrededor de sí mismos, creando un nudo en el centro de la nada absoluta de tal forma que el fin genera el principio; con lo que su explosión primigenia y su derrumbe final también se enroscan sobre sí mismos, eterna y simultáneamente, ahora y siempre... Durante los últimos instantes de su agonía, Kushog sintió una inmensa compasión, y su cuerpo doblado sobre su propio eje gritó el sonido raíz.
La vela chisporroteó entre sus dedos, aplastada hasta convertirse en un reloj de arena hecho de cera semiderretida. La llama vaciló y acabó extinguiéndose. En la oscuridad de mi celda, Kushog emitió un gemido que, careciendo de todo cambio o variedad tonal, era como un silencio de gran intensidad, el sonido del vacío espacial.
Saqué a Yungi de su tienda de mantas y salí huyendo de la habitación, golpeando con el hombro a Kushog, chocando contra la puerta y cerrándola a mi espalda de un manotazo.
El dobdob estaba sentado en su taburete..., tan inmóvil como una estatua. No oía nada. No veía nada. No pensaba.
Le puse la mano en el hombro e intenté sacudirle. No había forma de moverle, su peso se había vuelto inmenso..., era un eje del universo encargado de mantener tensas las cuerdas de la gravedad de todos sus puntos. Ser el pivote sobre el que reposaba el resto de la creación hacía que no osara mover ni una ceja. Ni tan siquiera se atrevía a pensar, pues su distracción podía hacer que el mundo se derrumbara, convertido en polvo.
Le habían hipnotizado. Tenía que haber sido Kushog, con la parpadeante llama de su vela. Kushog era astuto. No había intentado vencer el impulso básico del dobdob, que era vigilar el pasillo. Lo había aumentado hasta convertirlo en una obsesión capaz de paralizarle. Su fantasía de haber visitado este nuevo mundo alienígena le había proporcionado nuevos recursos y habilidades..., ¡aunque el precio fuera consumir todo el resto de su ser! Sí, tan consumido estaba por aquel encuentro con el chöd alienígena que ahora ya ni tan siquiera le quedaba un cuerpo humano con el que golpearme o violarme, lo que quizás hubiera sido su plan original. Toda su grasa temblorosa se había derretido hasta volverse insustancial. El cuerpo del dobdob, en cambio, se había vuelto tan denso como la materia que hay en el núcleo de una estrella.. No me extrañaba que Kushog hubiera dicho que el centinela era su hermano. Kushog le había entregado toda la sustancia de su cuerpo al centinela y, a cambio, había recibido el alma de éste. Juntos, los dos tibetanos habían alcanzado un horrendo nirvana de locura, el uno de llama, el otro de piedra.
Corrí por el pasillo hasta tropezar con unos dobdobs que me acompañaron de vuelta a mi celda, ahora vacía... y se llevaron a Yungi a la guardería para someterla a observación. Lo ocurrido parecía tenerles casi tan perplejos y confusos como a mí.
Un nuevo centinela ocupaba el taburete, descansado e inocente. Sí, todo aquello podría haber sido fruto de mi imaginación.
Pero tenía el rostro cubierto de cera. Me quité un poco con la uña. No cabía duda: era real.
18
FENG parecía realmente disgustado por el incidente..., y yo estaba segura de que ni él mismo lo entendía del todo. ¡Desde luego, la experiencia de Kushog no guardaba ninguna relación con el fabricar bebés!
A veces los niños se dedican a arrancarles las alas a las moscas —murmuró—. ¿Qué se puede hacer ante eso? Crecen... No, aquí sólo se realizan vuelos al mundo de los rakshasas. Tienes razón. El vuelo debe contar con un hombre y una mujer. ¿Qué pasó? Un programa experimental para adiestrar la mente fue introducido por el ordenador en el canal de emisión, nada más. Los dobdobs de abajo actuaron siguiendo las instrucciones del programa. No tendría que haber sido introducido en el sistema principal.
—¿Abajo?
—Los antiguos refugios donde está la Sala de Guerra.
—Supongo que debió ser una prueba del cráter de Maui, ¿no? Las nieblas, todo lo demás...
Me dirigió una sonrisa de gratitud. La sonrisa de alguien que se alegra al ver que tú misma acabas de proporcionarle una explicación satisfactoria. Una sonrisa de absolución.
También me ofreció una taza de té. Me había llevado a uno de los pabellones dorados del tejado. No estando embarazada, había aprendido a disfrutar del sabor salado y mantecoso típico del té tibetano.
Comprendí que no iba a revelarme nada más sobre el viaje de Kushog. En vez de eso, para distraerme de un horror, me habló de otro...
***
Llevaba consigo un sobre lleno de fotos. Ya las había visto en Miami: las «víctimas de la Bestia Estelar». Les eché una mirada y torcí el gesto.
—Son auténticas, Lila. Millones de personas llegaron a sentarse en la calle y murieron, y todo empezó en 1995. No fue por culpa de ninguna Bestia Estelar, claro está. Era una especie de encefalitis. La enfermedad del sueño.
Apareció de repente y en todo el mundo, me dijo Feng. Ochenta años antes, durante la Primera Guerra Mundial, ocurrió algo parecido, aunque a una escala bastante menor. Una epidemia inexplicable. Era como si una parte de la raza humana pareciese estar decidida a romper todo tipo de relación con un mundo que se había vuelto imposible de soportar, como si hasta las mismas pautas rectoras de la vida se hubiesen convertido en un embrollo indescifrable...
La Primera Guerra fue terrible pero, en muchos aspectos, la situación de la década de los 90 fue aún peor. Pequeñas guerras locales esparcidas por todo el mundo, sabotajes, terrorismo, revoluciones y contrarrevoluciones, golpes de estado y baños de sangre, gobiernos que se derrumbaban... A medida que el sistema monetario mundial se hacía añicos, el comercio se fue convirtiendo en un asunto de trueques y chantajes. La tierra y el mar estaban contaminados; había sequías y hambre. Y siempre estaba la amenaza de una guerra nuclear que acabaría con todo, con lo que la presión psicológica iba aumentando cada vez más. Y las pantallas de televisión y las radios hacían que por lo menos medio mundo estuviera permanentemente conectado a los horrores que no paraban de producirse, igual que un sinfín de gotas de agua cayendo de un grifo mal cerrado, por lo que ése era el espectáculo que flotaba ante los ojos de la gente y zumbaba en sus oídos día y noche, aun suponiendo que ellos mismos no ardiesen, fueran chantajeados, murieran de hambre o sufrieran los estragos del terror. La sobrecarga era insoportable... y el único cortacircuitos que podía romper el círculo vicioso y desconectar a la gente era la enfermedad, física o mental. En los países ricos que seguían contando con unos servicios médicos razonablemente eficientes, de un treinta a un sesenta por ciento de la población había sido atendida a causa de enfermedades mentales al menos una vez en su vida. La «infección» empezó a extenderse incluso al mayor de todos los estados colectivos socialistas, China, que había intentado mantenerse aislada. Y, finalmente, llegó la gran epidemia. Millones de personas preferían entrar en coma a vivir en ese mundo. La evolución tecnológica había sido muy rápida, pero no se había producido ninguna evolución mental que la acompañara.
—Las víctimas de la epidemia ya no podían percibir las pautas rectoras de la vida. No veían nada. Se quedaban inmóviles, paralizadas. A mitad de una frase. A mitad de un gesto..., como ves. Sus ondas cerebrales resultaban muy curiosas. Era como si sus cerebros estuvieran intentando crear ritmos nuevos y muy complicados que no llegaban a formarse debido a su propia complejidad. Como resultado, el cerebro dejaba de llevar a cabo sus funciones más elevadas. Había una droga que los químicos llamaban L-Dopa-Levo-Dihidroxifenilalanina, que podía «descongelar» a esas personas durante un tiempo y les permitía explicar qué creían que les estaba ocurriendo. Decían tener la impresión de que, si deseaban sobrevivir, no les quedaba más remedio que dominar un conjunto de conocimientos demasiado grande y disperso. Sabían que no eran capaces de integrar esos datos en un todo coherente y se quedaban quietos, se oscurecían y acababan convirtiéndose en un punto, y todo eso era un efecto de la pura y simple «gravedad» mental creada por el exceso de datos a percibir que les imponía un mundo caótico.
—No podían vérselas con...
—¡Oh, no! —Feng se inclinó hacia delante con tal premura que derramó un poco de té: el líquido se extendió formando una mancha grasienta—. Ésa era la paradoja. ¡Los enfermos eran los que intentaban abarcarlo todo! Eran aquellos cuya naturaleza les impulsaba a intentarlo. Decían tener la impresión de que esa capacidad estaba dentro de ellos luchando por emerger. Pero fracasaban, y la enfermedad les devoraba. Los que sentían esperanzas eran los más vulnerables.
Una clase de yoga estaba ejercitándose en un tejado. Sus uniformes del Bardo eran banderas rojas y blancas, semáforos de señales. Examiné los caballos rojos que galopaban alrededor de mi taza.
—Supongo que ésos fueron los primeros viajeros del Bardo, ¿no? —dije por fin.
Feng casi suspiró de alivio, tal fue su alegría al ver que lo comprendía.
—¡Dijiste que se quedaban paralizados! le acusé—. Dijiste que morían igual que moscas. ¿Cómo es posible qué tuvieran bebés? —La L-Dopa les descongelaba el tiempo suficiente para ello. Y había más que suficientes. Créeme, no había que animarles. ¡Al contrario! Se reproducían como conejos. Parece que era un efecto de la enfermedad..., aunque quizá fuera un simple impulso biológico de supervivencia. Tanto da. Aquellas personas eran los seres humanos más genéticamente «saturados» del planeta, Lila..., los precursores del individuo más plenamente consciente. Lo trágico es que las terribles presiones de la vida en el siglo veinte les estaban obligando a utilizar un potencial que aún estaba durmiendo en su interior. Les obligaba a ponerlo en práctica prematuramente durante sus propias vidas, en vez de permitir que se expresara en sus hijos o en los hijos de sus hijos. Sí, parecía una broma cruel de la Naturaleza... Los más prometedores debían morir.
—Así que había una Bestia Estelar, dentro de... —Y, de repente, me asaltó la imagen de esos zombis revividos copulando para ser arrojados a un lado tan pronto como se habían apareado y habían producido su descendencia...
—La enfermedad actuó como un indicador: localizó a los que debían aparearse. La epidemia nos mostró cómo debíamos introducir nuestra red en el acervo genético. Naturalmente, desde entonces hemos refinado mucho nuestra técnica.
—Es horrible. —Recordé la historia de un rey de los zulúes. Cuando los blancos invadieron África, lanzó a sus mejores guerreros contra ellos para que los blancos les dispararan sus balas. Deseaba averiguar el alcance y la precisión de sus armas viendo dónde caían sus propios guerreros...
—Sólo pudimos salvar a unos cuantos durante un tiempo. Después de que el bebé hubiera nacido teníamos que dejarles recaer... Pero la epidemia siguió extendiéndose durante mucho tiempo. La raza humana ya casi había evolucionado lo bastante para permitir la aparición de un nuevo ser más consciente. Naturalmente, una epidemia a tal escala junto con el pánico que causaba—, fue la gota de agua que desbordó el vaso para los cada vez más debilitados gobiernos mundiales. Y, naturalmente, la organización mundial más importante dada la situación era la Organización Mundial de la Salud: los gobiernos del mundo le concedieron plenos poderes para que intentara explicar y atajar la epidemia como fuese. Así nació el Bardo..., guiado por auténticos visionarios que habían estado esperando entre bastidores mientras los mediocres y los locos gobernaban el mundo.
Feng movió la mano ampulosamente señalando las colinas de Tangla, igual que aquel rey zulú haciendo avanzar a sus guerreros. La cordillera bien podría haber sido una formación genética, no geológica.
—El mundo se hallaba en un estado de tal inseguridad y agitación que era posible imponerle una nueva forma de sociedad..., una cuyas tensiones no harían que la gente llegara demasiado pronto al punto de ruptura. (¿Tal y como le había sucedido a Kushog?) Además, era posible conseguir que la nueva sociedad abarcara todo el planeta. El primer gran paso fue el control de las comunicaciones..., y la mentira de la Bestia Estelar como causa de la enfermedad para engañar a los altos mandos de las naciones más poderosas y conseguir que colaborasen. Fue el más soberbio de todos los fraudes... Requirió el esfuerzo de muchos científicos para llevarlo a cabo..., una auténtica hermandad de los que ya estaban hartos de tener políticos, burócratas y generales como jefes.
»Pero, aparte estabilizar el mundo, el auténtico objetivo del Bardo es la evolución del ser humano. ¡Si no hubiera sido por el maldito avance tecnológico, la humanidad podría haber evolucionado espontáneamente y sin problemas durante un período de tiempo más largo! La evolución no admite el ejercicio del libre albedrío, igual que ocurre con el respirar. Se trata de un plan biológico incorporado al ser humano, algo programado por el tipo de universo en el que vivimos.
Me miró fijamente.
—Tienes una rara capacidad para ordenar las pautas, Lila. Eso es una característica del Bardo. La verdad es que si el mundo siguiera siendo tan complicado y caótico como antes serías la víctima perfecta, porque siempre acabas obligándote a ver demasiado..., y no eres un ser humano del futuro, sino meramente una precursora.
—Supongo que mi Yungi conocerá todas las respuestas —murmuré abatida, sintiendo que no había nada que me uniera a ella y sin importarme que estuviera en la guardería, lejos de mí.
—Quizás. Estamos seguros de que el universo físico está estructurado para acabar dando origen a la vida y la consciencia. Podrías decir que la vida es el mensaje que el universo se manda a sí mismo hablando de sí mismo. Puede que Yungi sea la respuesta, sí. Ahora podemos crear las circunstancias físicas adecuadas para permitir la aparición de una consciencia superior. Pero no puedo decirte ni que sí ni que no. Puede que la solución esté en sus hijos y en sus hijas, o en sus descendientes. —Los ojos de Feng ardían y su cabeza se balanceaba con el movimiento lento y distraído de una cobra—. Lo que tuvo lugar al final del siglo xx fue el todo-o-nada de la vida consciente en nuestro planeta. Ya hemos logrado dejar atrás ese escollo, aunque nos ha costado mucho sufrimiento y un gran caos. Quizá, aunque parezca perverso decirlo, lo hemos logrado precisamente gracias a ese caos y ese sufrimiento... Nos mostró el camino. Permitió que el Bardo subiese al poder...
El espacio azul caía sobre mi cerebro, oprimiéndolo igual que oprimía el desnudo anillo de las montañas. Entonces, ¿no había en mi interior nada que no fuese ignorancia e inconsciencia? ¿Estaba eternamente dormida?
—Dolor. Y caos. Eso fue lo que Kushog encontró en su viaje de la otra noche. ¿Crees que en el fondo le resultó beneficioso? ¿Crees que eso le despertó y le hizo ser más consciente de sí mismo?
—Fue un error. Ya te lo he dicho.
***
Al día siguiente acudí a la guardería. Quería ver qué le estaban haciendo a mi Yungi para convertirla en una mujer del futuro. El nuevo centinela dobdob me seguía como si no estuviera muy seguro de qué debía hacer. Al parecer, nadie le había dado instrucciones para que me impidiera ir en esa dirección, alejándome de Maimuna y de los otros viajeros del Bardo a los que podía contaminar; aunque apenas llegamos a la guardería hizo una llamada telefónica para informar de dónde estábamos.
Todas las cunas de los bebés tenían equipos de sonido. Auriculares tan ligeros como plumas reposaban sobre sus cráneos. Un casi imperceptible murmullo musical flotaba en la atmósfera de la sala. Fui hacia Yungi, le quité los auriculares y los acerqué a mi oído mientras la Comadrona Descalza de guardia me observaba, no estoy segura de si pacientemente o con cierta aprensión.
La música era un raga hindú: un río ondulante de veloces y estridentes sonidos metálicos, una telaraña de alambre en la que el sol hacía brillar las gotas de rocío, con sus reverberaciones formando un ritmo cada vez más complicado. ¿Qué daño podía hacerle una música tan hermosa? Dejé que la Comadrona Descalza me quitara los auriculares y volviera a ponerlos delicadamente sobre el cráneo de Yungi. La niña dormía, envuelta en ragas, moviendo los párpados de vez en cuando.
Feng llegó cuando ya me iba, alertado por la llamada telefónica. Me llevó a su despacho, cogiéndome por el codo con la fuerza de un cangrejo y caminando a mi lado con el mismo paso deslizante de ese animal.
—La música es, a la vez, atractiva para los sentidos y matemáticamente rigurosa —observó con voz altisonante mientras caminábamos—. La música reflexiona sobre sí misma. Su forma es su contenido. Eso la convierte en un arte único. Cuando el cerebro del bebé está creando sus propias pautas, le ayuda a programar sus «gestalts» del mundo.
Cuando llegamos a esa caverna, ahora ya familiar, me sirvió más té con mantequilla del gran termo a cuyo alrededor había un dragón anaranjado que se perseguía la cola.
—Realmente, ése es el objetivo de toda la charla sobre exclusiones, inclusiones y horizontes típica de Asura, Lila. Queremos conseguir que el horizonte del conocimiento humano entre en el Hombre para que el Hombre pueda comprender cómo piensa, en vez de limitarse a pensar automáticamente. ¡Cómo despertar del sopor hipnótico de la consciencia ordinaria y aprender a percibir qué es el percibir! Porque, en realidad, la mayor parte de la gente pasa su existencia sumida en un ligero trance hipnótico... Y tú también, aunque probablemente no lo creas.
—¿Qué sabremos entonces, Feng? ¿De qué sirve todo eso? ¿Qué razón hay para que la gente no pueda limitarse a vivir y ser?
—Pareces un animal prehistórico preguntando: «¿Por qué he de evolucionar? ¿En qué puedo convertirme? ¿Qué voy a sacar de ello?». Te diré lo que sentí cuando descubrí cuál era el auténtico plan del Bardo. Yo también he sido viajero del Bardo, ¿sabes? Supongo que engendré algunos niños... Después empecé a sospechar e hice preguntas; y cuando por fin me fueron respondidas..., ¡fue un instante absolutamente maravilloso! Una revelación... ¡Porque en ese mismo instante el universo que hay «ahí fuera» dejó de ser algo extraño e incomprensible! La Humanidad no tenía ninguna Naturaleza-enemigo externo contra la que combatir y a la que domar. ¡Nunca había estado «ahí fuera»! Eso no era más que una ilusión hipnótica. La naturaleza estaba aquí, en cada átomo de mi ser, en cada momento de mis pensamientos, y siempre estuvo ahí..., sumergida en mi interior. Estoy hecho de su misma textura. La Humanidad futura sabrá todo esto directamente, en la vida corriente de cada día. —Sus ojos brillaban. Tú también debes comprenderlo, me suplicaban—. No sólo eso, sino que el cosmos realmente se crea a sí mismo a partir de las consciencias existentes dentro de él, esas consciencias que evolucionan para comprenderlo. La vida no es algo surgido por casualidad dentro del universo. La vida es una parte integrada de él, igual que el pensamiento. ¡Lila, el universo genera vida para que, finalmente, la consciencia sea capaz de generar el universo!
No veía nada. Estaba dentro de una boca; y la boca se estaba cerrando sobre mí.
—Cuando comprendí eso me desprendí de todas mis dudas. Supe que debía esforzarme para conseguir ese objetivo. Los horrores de la década de los noventa hicieron que la humanidad se viera arrastrada hacia la grandeza por algo que siempre habíamos llevado dentro. Eso es lo auténticamente maravilloso... Debes comprenderlo y ayudamos. Aunque sólo sea porque ahora, a través de Yungi, tú formas parte de ese futuro... Yungi es una conexión con ese futuro. Ya te he dicho que es la Esperanza. Pero ese futuro debe llegar de una forma pacífica. La raza humana tal y como la conocemos ahora debe ser absorbida hacia arriba. No debe haber ningún conflicto ni rencor venenoso entre lo Viejo y lo Nuevo. Y eso podría darse con mucha facilidad..., incluso ahora. Lo que más me enfurece es que la gente sigue siendo capaz de rebelarse contra el Bardo..., ¡hasta los dobdobs de la Sala de Guerra serían capaces de ello! Intentarían matar a tu Yungi y a toda la progenie del Bardo. El Bardo tiene que usar los subterfugios para protegerse. Ésa es la razón de que el auténtico plan del Bardo deba mantenerse oculto.
—¿Pretendes decir que si fuese necesario el Bardo le declararía la guerra al mundo? ¡Entonces el Bardo es una auténtica Bestia Estelar!
—Oh, no. En cuanto nos veamos obligados a combatir habremos sido vencidos, y nuestra derrota significará la derrota de toda la raza humana. Todas sus esperanzas se habrán perdido, porque las manos y los pies le habrán declarado la guerra a la cabeza y la habrán estrangulado, con lo que sólo obtendrán un cuerpo inconsciente que carecerá de juicio y de consciencia. Ésa es la razón de que estemos haciendo preparativos en las islas...
—¿Te refieres a Maui?
—No, a sitios mucho más grandes. Ceilán está siendo limpiada, así como Nueva Zelanda y Cuba. La gente que vive en esas zonas está siendo trasladada a otros lugares. Todo debe ser hecho con la máxima discreción... Tienes que ayudarnos, de veras. Necesitamos organizadores, gente que controle el sistema y lo dirija. No tus Sam Shaws, que nos pegarían un tiro si supieran lo que ocurre..., y tampoco necesitamos a tus Maimunas, porque actúan impulsadas por motivos erróneos...
—¿Quieres que os ayude a echar a la gente de sus hogares?
—Nuestro hogar es el mundo. El universo... Madagascar ya ha sido despejada sin ningún tipo de problemas con el pretexto de convertirla en una zona de retiro para ex-viajeros del Bardo.
—¿Una zona de retiro para las reses cansadas de tanto criar?
—¡Nada de eso! El Bardo es el sistema más humano concebible. Necesitamos administradores que comprendan cuáles son los auténticos problemas y que sepan actuar con tacto y cautela. Te he escogido para que seas una de ellos. Estarás protegiendo el futuro de Yungi.
—¡Pero Yungi es una alienígena! —grité, poniéndome en pie.
—Y también es tu hija. ¿Quién supones que era ese asurano con el que hablaste en Miami?
—Era una ilusión programada. Respuestas probables a preguntas sobre barreras y ese tipo de cosas. Igual que en los ordenadores: mete basura y sacarás basura —me burlé, encogiéndome de hombros y volviendo a sentarme.
—Te equivocas —dijo él, sonriendo cortésmente—. Los vuelos están controlados por los hijos del Bardo. ¿Crees que les mantenemos encerrados bajo tierra? Saben qué está pasando mucho mejor que tú. Utilizan equipo de juegos altamente sofisticado conectado a los cascos del Bardo y a los gráficos falsos de la Bestia Estelar. El juego es seguir manteniendo en pie la mascarada de los alienígenas, con todo su debate sobre la mente, los números y el cosmos, y hacerlo de una manera impecable, consiguiendo que todo eso encaje a la perfección con lo que le ocurre al campo corporal durante el vuelo. Y, atención, todo eso en tres niveles simultáneos: el nivel de los mundos alienígenas, el nivel de la guerra con la Bestia Estelar y, por último y el más importante de todos, el nivel de la biología humana. Naturalmente, la discusión con los alienígenas y la guerra con la Bestia Estelar representan lo mismo, ¡sólo que en términos invertidos!: la expansión de la consciencia más allá de sus límites actuales...
—¡Pero los bebés son concebidos durante esos vuelos! ¿Estás diciéndome que todo eso no es más que un juego con seres humanos vivos como piezas?
—¡Exactamente! Es un juego, un juego muy serio. Y, durante el proceso de ese juego, se conciben bebés. Ese es el objetivo del juego: hacer que el campo corporal de la viajera se ajuste al período crítico de la concepción, armonizar la «firma» del campo corporal del niño del Bardo que dirige el juego con los dos adultos que llevan los genes sumergidos para crear un niño semejante y grabar esa firma en el campo corporal de la madre, ¡que ya ha sido adiestrado para responder!, en un momento durante el que óvulo y espermatozoide van a unirse de tal forma que los cromosomas formarán una pauta positiva con los genes del Bardo como dominantes. ¡De esa forma se puede superar el supuesto carácter aleatorio del proceso hereditario!
»No olvides que un espermatozoide, un óvulo y hasta una célula son receptores de información corporal muy sensibles. En la evolución, este plasma de partículas ionizadas que llamamos el campo corporal forma el sistema de pautas primarias para organizar la vida. Es el primer sistema de mensajes de la materia viviente, Lila. Vaya, pero si hasta los cristales inanimados cobran existencia gracias a las «preformaciones»..., ¡campos de energía que anticipan la materia sólida! El sistema existe incluso antes que la vida para que la vida pueda irse edificando sobre él. Aquí hacemos que esta fuerza influya sobre el mismísimo mensaje de la vida encerrado en los códigos del ADN actuando como un filtro electromagnético selectivo capaz de operar a nivel celular que atraerá la combinación adecuada y la implantará en el zigoto resultante, el óvulo fertilizado. Uno de los primeros seguidores de Backster, un hombre llamado Marcel Vogel, le mostró a la gente cómo podían usar su mente para abrirse paso hasta las mismísimas moléculas del ADN que hay en una célula, usando el campo corporal e influyendo en ellas.
»El segundo vuelo, una semana después, sirve para reforzar el campo que ya ha sido grabado y para evitar que el útero de la madre decida abortar en cuanto sienta la «longitud de onda» levemente extraña de la blástula..., ése es el nombre del embrión durante esa etapa preliminar, cuando está unido a la pared del útero, con su futuro «mapa» ya determinado pero aún amorfo en cuanto respecta a la organización celular...
»Y así es como la Humanidad Futura dirige su propia concepción, Lila. ¡Igual que si tirase de sus cabellos para salir de un pozo! Obviamente, los hijos del Bardo deben dirigir el juego. ¿Cómo hacerlo, si no? Nos muestran el camino... que lleva a ellos mismos. Ya hace tiempo que nacieron y han ido creciendo, con sus propios adultos encargándose de supervisarles: cada vez son más numerosos. El proceso ha sido refinado hasta convertirlo en un arte. Y, durante el proceso de grabar la pauta, educan y fortalecen sus propios campos corporales...
—¿Ellos programan los vuelos? Entonces programaron el vuelo de Kushog..., ¡para volverle loco!
Feng negó con la cabeza en un gesto de impaciencia.
—¡Ya te he dicho que eso fue un accidente! ¡Un error! Escúchame. Maimuna siempre te estaba poniendo trampas, ¿no? Bueno, va a volar al mediodía..., y así conseguirá que la dejen embarazada. —Se rio—. Es gracioso. Todas imaginan que han quedado embarazadas durante el segundo vuelo y sólo porque siempre se hacen dos vuelos, uno detrás del otro... Ven conmigo y lo verás por ti misma, Lila. Comprenderás mejor el proceso.
—¿Crees que quiero ver cómo hace el amor? ¡Pareces el encargado de un burdel!
—No, sólo verás abstracciones. Esquemas... Nada de espejos falsos. Ya te lo he repetido más de cien veces, respetamos a los seres humanos. Si no, ¿qué crees que estamos haciendo?
Feng me inspiraba un odio tan glacial que tuve la sensación de llevar dentro un témpano. El odio ya no podía seguir actuando: ahora se limitaba a estar dentro de mí, igual que una roca, pasivo e incapaz de hacer nada. Y la curiosidad tiraba de mí; tenía que saberlo.
Asentí con la cabeza.
Me escoltó hasta la Sala del Gozne, en lo más hondo del palacio; de ahí tomamos un ascensor para llegar a la gran caverna, donde había aparcados un jeep y un camión, vacíos y sin conductor. Apretó un botón que había junto a la puerta del ascensor y la caverna quedó iluminada. Después me llevó hacia una de las grandes puertas de acero de los túneles, metió su tarjeta de «crédito» en una ranura y tecleó un código en un pequeño panel donde había botones numerados.
La puerta se movió sin hacer ruido, ocultándose en la pared de la caverna. En dirección opuesta, a mucha distancia, brillaba una monedita de luz: allí estaba la salida que llevaba a la ciudad de Lhasa.
19
ACABAMOS LLEGANDO A UN DUPLICADO DE LA SALA DE GUERRA situado bajo la Embajada de Proción en Miami. Tenía las mismas hileras de consolas, las mismas pantallas, el nido yantra con la Bestia Estelar suspendida sobre él... Veinte o treinta dobdobs, cada uno con tres lápices en el bolsillo, estaban sentados ante las consolas, controlando la situación.
—Los hombres de la guerra —murmuró Feng cuando pasamos junto a ellos—. La Embajada de los rakshasas siempre está en pie de guerra, naturalmente, pero no hace mucho hubo una auténtica alerta sorpresa —como sabes gracias a tu experiencia con el pobre Kushog—, lo que les hace estar doblemente nerviosos durante el vuelo de Maimuna. Estas personas libran una guerra. No me gusta pensar contra quién estarían luchando si no tuvieran a la Bestia Estelar.
Sentí cierta simpatía hacia todos aquellos fanáticos dominados por la obsesión y, al observarles más atentamente, vi que todos me recordaban un poco a Sam Shaw, ya fueran chinos, coreanos, mongoles, árabes o de otra raza.
—Lucharían contra vuestro humano del futuro.
—Sí, lucharían contra nuestro propio futuro. Qué idea tan espantosa... Pero, de esta forma, incluso los criminales en potencia tienen un papel positivo que jugar, con lo que nunca llegan a ser criminales. Se les salva. ¡Pero ponles en una Sala de Guerra con cohetes nucleares que disparar y un enemigo humano al que odiar... ! Entonces se convertirían en auténticos criminales.
Fuimos por un pasillo curvo iluminado por tenues luces amarillas. Tuve la impresión de que casi acabamos dando una vuelta completa y que el final del pasillo nos había llevado a la parte trasera de la Sala de Guerra.
Feng abrió la puerta que daba a una pequeña habitación bien iluminada en la que sólo había una gran máquina con tantos colores que parecía un caleidoscopio, dispuesta alrededor de una silla giratoria: la máquina recordaba un teclado de ordenador unido a un órgano del estilo más fantástico y barroco imaginable. Encima de ella, a la izquierda, la derecha y el centro, había tres pantallas encendidas. Comparada con el resto de aquel complejo subterráneo, donde prevalecía la severidad de los propósitos militares, la máquina hacía que la habitación pareciese más acogedora. Daba la impresión de ser una máquina concebida para tocar música dirigida a todos los sentidos..., ¡un órgano de colores, olores y sabores, si es que existía semejante aparato! Una máquina para hechizar el campo corporal humano... Diales e interruptores, pedales, botones y pistones..., todo tenía los colores del arco iris.
La máquina funcionaba aunque no había nadie ocupando el asiento. Los diales giraban, los interruptores se movían, los pedales subían y bajaban velozmente... Y las pantallas se encendían y se apagaban siguiendo el ritmo de esos movimientos. La verdad es que la máquina era bastante pequeña. El asiento giratorio resultaba engañoso, pues un adulto apenas si habría podido instalarse en él... Era un asiento para niños.
En la pantalla de la izquierda se veía a la Bestia Estelar, palpitando sobre el punto bindu del planeta Tierra. En cuanto a la pantalla de la derecha... Nubes rojizas flotando junto a grandes torres. Un cielo llameante y repleto de colores que parecía apoyarse en las torres... Vi una mantarraya emerger de las neblinas y venir hacia mí, haciéndose cada vez más grande: sus contornos eran casi iguales a los de la Bestia Estelar. Debía ser un «rakshasa» imaginario, y el paisaje debía ser una ilusión que representaba la luna de la Estrella de Barnard.
Pero la pantalla central era la más sorprendente de todas. Un extraño cráneo blando oscilaba y temblaba viniendo hacia mí, en continuo movimiento y sin ser nunca exactamente igual. Un gran cráneo de carnero... Sus cuernos terminaban en suaves brotes. Tenía una sola fosa nasal, bastante grande, con dos agujeritos cerca de su extremo superior, y la frente era muy grande y de forma triangular, con unos tubitos rosa que iban por la parte interior de los cuernos, alejándose del hueso rojizo de la frente. Junto al extremo de un cuerno se veía brillar una estrellita luminosa: un punto bindu. La simetría habría exigido que esa estrellita estuviera en la frente de la bestia; quizá estuviera moviéndose hacia tal posición, aunque con gran lentitud..., y entonces correspondería de forma perfecta a esa estrella de luz que era la Tierra, envuelta en su telaraña de fuerza yantra. El cráneo del carnero, el rakshasa y la Bestia Estelar tenían más o menos la misma forma básica. Pero, a diferencia de la ilusión de los rakshasas y de la abstracción que era la Bestia Estelar, el cráneo del carnero parecía más vivo y real a cada nueva palpitación. La punta de una «espina» pareció entrar por la base de la única «fosa nasal» del cráneo, subiendo y bajando en un lento movimiento de pistón.
—¿Puedes identificar lo que hay en la pantalla central, Lila?
—No sé qué es. Parece vivo. Es real.
—¡Desde luego que lo es! Eso es un útero humano durante el acto amoroso. Es el útero de Maimuna, observado mediante el parche adhesivo de su vientre. Está volando.
***
—Ese punto de luz... ¿Lo ves? Es el óvulo que sale de la trompa de Falopio. Cuando vuelva a volar, dentro de ocho días, el óvulo quedará fertilizado y se pegará a la pared del útero, creciendo rápidamente...
¡La estrella sobre la frente, en su sitio!
La fosa nasal era la vagina. El escudo rosado que había sobre ella, lo que parecía la frente, era el útero. Los cuernos que nacían de él eran las trompas de Falopio... ¡Claro!
Los interruptores se movían y los pedales subían y bajaban sin que nadie los accionara. En las pantallas, la Bestia Estelar y el mundo de los rakshasas palpitaban siguiendo pautas ligadas a lo que ocurría en el cuerpo de Maimuna, la unión física de ella y su amante y la intersección de su campo corporal con el de éste; Mular, sí, ése era su nombre... La Bestia Estelar y el mundo de los rakshasas copiaban los cambios producidos en la configuración del campo; copiaban... y modulaban, ejerciendo su influencia sobre lo que ocurría dentro del campo corporal que presidía el viaje del óvulo hacia la concepción. Líneas de fuerza ondulaban a lo largo de los cuernos del carnero, creando una matriz de interferencias, y el útero vibraba débilmente, un tambor triangular con los lados curvados, tensado entre la vagina y las dos trompas de Falopio.
—Esta unidad sólo sirve para registrar los movimientos. Para que podamos inspeccionarlos en caso necesario... Es un mero sistema de registro y apoyo. La máquina que está siendo utilizada durante este vuelo se encuentra en un monasterio del monte Ga Dan, al este de aquí. Ése es tu equivalente tibetano de Virginia Beach. Allí van los hijos del Bardo: es un sitio muy hermoso y aislado.
Los controles se movían con la vida mimética del zombi, como si estuvieran poseídos. En algún sitio, a kilómetros al este de Lhasa, unos dedos se movían velozmente sobre aquellos controles tocando la música del campo corporal. Unos pies infantiles bailaban sobre los pedales. Un hijo del Bardo estaba jugando con la creación dentro del útero de Maimuna.
Y, con este juguete, ese niño o esa niña grababa una pauta en los primeros momentos de la vida..., antes de que ésta llegara a existir.
Con este juguete un niño hacía que un bebé se convirtiera en algo distinto.
¡Un bebé como mi Yungi!
Estaba fascinada y horrorizada, por lo que apenas si le presté atención a las palabras de Feng.
—¿Cómo convences a los genes sumergidos para que se expresen a sí mismos, si no sabes exactamente cuáles son? Lo que sí puedes hacer es conseguir que el óvulo se encuentre rodeado por el campo corporal adecuado, el que sea capaz de atraerlos, si es que están ahí, desde el instante de la concepción. El cuerpo sutil de la vieja medicina taoísta no es ningún invento de la imaginación. Usando este método se puede conseguir que actúe sobre algo tan delicado como el genoma, tal y como ya te he dicho antes.
Las luces se encendían y se apagaban, los pedales se movían. En algún lugar de arriba, sumida en el trance, Maimuna hacía el amor con su hindú, embrujada por el espectáculo de las luces y los sonidos falsos, dominada por la hipnosis...
—Debes comprender que hasta los elementos físicos como el sodio y el potasio de los que están compuestos nuestros cuerpos y cerebros existen porque en el universo ya hay formas y configuraciones que corresponden a esos elementos. Entidades geométricas de enorme poder... ¡Nuestros cerebros existen y funcionan debido a que esas entidades existen! Y nuestros cerebros están estructurados para evolucionar hacia un conocimiento de esas formas subyacentes. Nuestro campo corporal corriente ya las representa, aunque de una manera primitiva. El campo corporal más integrado de los hijos del Bardo las representa mucho mejor...
Un mocoso alienígena estaba creando música con su cuerpo: ¡igual que habían hecho antes con nosotras, en Miami!
—Esas formas no son pasivas. Atraen la onda de choque del Ser hacia ellas. Actúan como atractores. Así es como hacemos que el Hombre Futuro cobre existencia. Colaboramos con la geometría del mismísimo universo. La forma de juego a que nos dedicamos con esta máquina es el juego de la vida que se despliega y se comprende a sí misma...
La idea de que todo el mundo de seres humanos que vivían, trabajaban, alentaban y amaban estaba siendo manipulado deliberadamente como si fueran un juego biológico para conseguir algún ideal retorcido de una superhumanidad extraña me resultaba repugnante. Feng era un traidor a la raza humana que ya existía aquí y ahora. ¡Lo importante era lo que ya existía! Vivir ahora hacía que una persona —o un pez, si a eso íbamos—, fuera real. Adorar el futuro era una locura, un acto de arrogancia, una forma de engañarse. Cuando el Hombre intentó controlar su propia evolución se volvió... inhumano, claro. La prueba estaba ante mis ojos... y ardía en el cerebro de Kushog. ¡La inhumanidad!
—Líneas de atractores —recitaba Feng—. Trayectorias canalizadas..., emergencia espontánea..., canales creódicos..., niveles de consciencia..., embrión..., campo corporal... —No paraba de hablar, lanzándome su evangelio biológico a la cara.
Maimuna se habría vendido a él en cuerpo y alma sólo por unos segundos de experimentar esa clase de poder.
Pero yo me lancé contra la máquina que estaba convirtiendo a su bebé en un alienígena.
Golpeé los diales y los interruptores. No había forma de moverlos. Estaban firmemente sujetos..., salvo cuando se movían por voluntad propia; y entonces apartaban bruscamente mis manos, golpeándolas y haciéndoles daño. Era como si hubiese metido los dedos dentro de un motor en marcha.
Luché con la máquina, moviéndome con una extraña aceleración, dejando atrás a Feng arrastrándose en lo que parecía un movimiento a cámara lenta. Pero Feng consiguió llegar hasta mí y me apartó de un empujón, yendo a toda prisa hacia su preciosa máquina para comprobar que no le había causado ningún daño.
—¡Estúpida! —dijo. Le golpeé.
Mi mano sacó un extintor de su soporte. En aquel momento no era un extintor; eso sólo lo supe después. Era un garrote de acero rojo, el color del dolor y la sangre. Mi mano lo cogió y le golpeó con él.
Feng se derrumbó sobre su Órgano del Campo Corporal. Había un poco de sangre en su nuca, pero no demasiada; seguía respirando y su pulso latía con fuerza.
¡Feng no había esperado que en ese mundo con el cerebro lavado por el Bardo hubiera nadie capaz de enojarse lo bastante como para golpearle! Y eso era porque pensaba en la gente como si fueran abstracciones, no como seres humanos o individuos. Y eso era un grave error.
De repente supe adónde debía ir. Me quité mi uniforme del Bardo y luego le quité el suyo a Feng. Le desnudé y pude ver sus miembros, flacos y de color pajizo, llenos de arrugas y surcos. Parecía una gran araña pisoteada. Uno de sus lápices se había salido del bolsillo. Le di una patada y lo metí bajo la máquina. Un falso rango de tres lápices era suficiente para mí... Me puse su uniforme y le até las muñecas y los tobillos con trozos de mi túnica, le amordacé y coloqué los restos del uniforme bajo su cabeza para que le sirvieran de almohada. No tardaría en despertarse. Arranqué el cable del teléfono, cerré la puerta con su propia llave y fui corriendo por el pasillo hacia la Sala de Guerra. El estrépito de mis sandalias rebotaba contra las paredes, haciéndome pensar en una bandada de murciélagos asustados. Me sentía perversamente feliz. Estaba temblando de felicidad.
Pasé junto a la Sala de Guerra donde aquellos idiotas traicionaban al mundo sin saberlo. Llegué por fin a la puerta de acero, metí la tarjeta de Feng en la ranura y apreté los mismos botones que le había visto usar. Intelectualmente Feng quizá supiera que tengo una buena memoria visual, pero no había tomado precauciones contra ella. La puerta se abrió sin hacer ruido. El jeep seguía en el aparcamiento, aunque alguien se había llevado el camión.
Pero yo nunca había conducido un vehículo.
¿Y qué haría cuando llegase al punto de control situado en la boca del túnel? ¿Creerían realmente que yo era una dobdob? Traté de recordar los detalles. ¿Había una barra de acero bloqueando el camino, igual que en el punto de control de Miami?
No, no había ninguna barra. Las inmensas puertas de acero podían bloquear la entrada del túnel en unos segundos..., ¡por lo que no hacía falta ninguna barra! Podría coger el jeep y salir del túnel sin ninguna clase de problemas.
Si era capaz de conducirlo... Me instalé en el asiento contiguo al del volante e inspeccioné los controles desde ese ángulo; ése era el sitio donde había estado sentada cuando Feng me llevó hasta aquí, con Maimuna sentada detrás. Me concentré, intentando recordar los movimientos de sus manos y sus pies cuando puso en marcha el vehículo y luego al conducirlo; después pasé al asiento del conductor e hice girar la llave. El motor cobró vida.
El jeep recorrió un par de metros y el motor dejó de funcionar. Y, al mismo tiempo, las luces de la caverna se apagaron, sumergiéndome en la oscuridad: el interruptor había llegado al final de su período de encendido.
Logré encender los faros del jeep, y la pared de roca que tenía delante se iluminó; el velocímetro también tenía una pequeña luz propia pero, dejando aparte esa claridad, el interior del jeep estaba muy oscuro.
Y empecé a pensar. Pensé en algo que había ocurrido mucho tiempo antes, en una pequeña habitación de Bagamoyo: un hombre de raza china había medido mi cráneo con sus dedos en una penumbra casi tan oscura como ésta de ahora. El hombre tenía los ojos cerrados. Sus dedos se habían movido sobre mi cráneo guiándose por el tacto. Mirar con los ojos habría significado no ver nada.
Seguí inmóvil en la oscuridad, respirando despacio, con mucha calma. Pasado un rato, dejé que mi cuerpo hiciera lo que le viniese en gana. Mis manos y mis pies se dieron cuenta de que sabían cómo manejar la palanca del cambio de marchas y los tres pedales del jeep. Bajé el pie y moví la palanca hasta la posición del punto muerto, y luego tiré de ella hacia atrás. Mis dedos volvieron a conectar el motor; mi pie subió lentamente. El jeep retrocedió mientras yo hacía girar el volante, y unos instantes después el morro del vehículo quedó apuntado en la dirección correcta.
El jeep salió de la caverna y se metió en el túnel: avanzaba con cierta brusquedad, a saltos, pues mi cuerpo no sabía conducirlo demasiado bien. La capota arañó la pared. Pero avanzaba; podía hacer que avanzara. Y deprisa.
Pasé por el punto de control sin reducir la velocidad, haciéndole una seña distraída a los dobdobs encargados de la vigilancia. Uno de ellos salió corriendo del punto de control (le vi por el espejo retrovisor) y me gritó algo; pero mi jeep ya estaba enfilando la carretera que nacía bajo la arcada, esquivando ciclistas, cabras, un buey...
En cuanto me hube alejado por lo menos un kilómetro del palacio, detuve el jeep junto a un grupo de chicos vestidos con chaquetas acolchadas que llevaban sus largas mangas subidas. Hacia el este había una cadena de montañas y la carretera iba hacia el este, sí; pero, ¿cuál de aquellas montañas era el monte Ga Dan?
Les repetí el nombre media docena de veces a los chicos, preguntándoles «¿Dónde?» por señas. Uno de ellos no paraba de reír, quizás a causa de mi pronunciación; quizá porque nunca había visto a una negra. Uno de sus compañeros le dio un codazo, riñéndole. Pero otro chico puso su mano sobre la mía y señaló hacia el otro extremo de la carretera. Lejos, muy lejos...
—Ga dan si —me confirmó—. Ga dan si.
¿A qué distancia estaba? Intenté preguntárselo por señas. El chico que le había dado un codazo al que se reía nos contemplaba con el ceño fruncido. Cuando me toqué los lápices que llevaba en el bolsillo se limitó a fruncir el ceño más que antes y a poner cara de suspicacia. Si quería ir allí, ¿por qué no sabía dónde estaba, aunque llevara un uniforme dobdob? Frunció los labios y empezó a interrogarme en tibetano con una educada firmeza; después pasó al chino. No le presté atención. Por suerte, el chico que me estaba indicando el camino tampoco le hizo caso. Pasó corriendo por delante del jeep y se instaló en el asiento de pasajeros, haciéndome señas para que arrancase. Ahora tenía un guía.
El chico de expresión suspicaz rodeó el jeep por detrás y empezó a tirarle de la manga, mirándole fijamente; pero yo ya había puesto el jeep en marcha..., mientras mi guía se reía de su compañero.
Miré por el retrovisor y vi que los chicos echaban a correr hacia el Potala. Aumenté la velocidad y maté una gallina, creando un confuso remolino de plumas marrones.
20
LA CARRETERA que llevaba hacia el este de Lhasa se encontraba vacía. Ya me había acostumbrado un poco al jeep y no me costaba tanto conducir. Hasta podía contemplar el paisaje: llevaba casi dos años sin estar al aire libre, sola y sin vigilancia...
Bosquecillos de álamos separaban los verdes campos de trigo de los huertos de manzanos. Un tractor oruga, con el humo de la madera brotando de su chimenea, arrastraba el disco de una grada por un campo de gran tamaño. Jinetes montados en ponis marrones recorrían el campo, con rifles con bayoneta curvada al hombro. Pensé que las bayonetas servirían para recoger al galope las presas que pudieran cazar, evitando la necesidad de bajarse del caballo... Una valla de cemento quedaba medio escondida por los sauces plantados como protección contra las tormentas, y su cascada de follaje se había vuelto blanca a causa del polvo...
Mi guía guardaba silencio, pues había comprendido que no podíamos comunicarnos. Y él, ¿pensaría que estaba junto a una auténtica dobdob? ¿O era un pequeño rebelde que deseaba gozar de una aventura? Tenía los típicos rasgos pronunciados de la raza tibetana: nariz y mandíbula robustas, mejillas gruesas y ojos bastante separados. Pero su rostro brillaba con el fulgor de la curiosidad, que animaba su expresión igual que los chispazos del oro entre la mantequilla.
Según mis cálculos, el viaje requirió casi una hora. El monte Ga Dan debía estar por lo menos a sesenta kilómetros de Lhasa. Pasamos los primeros treinta kilómetros atravesando bosques de pinos, abetos y piceas, productos de la gran repoblación forestal de la que tanto alardeaba Maimuna. Finalmente, acabamos llegando a una gran franja de tierra abandonada, campos baldíos que nadie cultivaba: una especie de zona desnuda, una tierra de nadie. Al verla, el chico se incorporó en el asiento, señalando hacia delante y moviendo la cabeza.
Ga Dan era una estribación de los rocosos gigantes que se alzaban más allá de su cima. Aun así, me pareció bastante grande. Alcé los ojos hacia el cielo y logré distinguir el vago contorno de unos edificios que se amontonaban los unos sobre los otros hasta llegar a la cima, igual que un inmenso tramo de peldaños. Pero la parte baja de sus flancos quedaba oculta por el bosque. Era como si un gigante hubiese desgarrado la espesura del bosque cogiendo uno de sus extremos para colocarlo alrededor de la montaña, igual que si fuera una capa. Y, ciertamente, el paisaje actual habría necesitado que se acarrearan toneladas de tierra y que se las esparciera por las laderas para acabar recubriéndolas con hierba y arbustos... Las colinas que rodeaban Ga Dan seguían siendo tan estériles y pétreas como la cima del monte.
Cruzamos aquella tierra de nadie hasta llegar a los primeros bosquecillos de las laderas, y allí nos detuvimos..., primero porque la carretera subió bruscamente de nivel, con lo que el motor se caló; pero también porque junto a la cuneta había un gran cartel en el que se veía una esvástica roja bajo la cual había frases en chino y tibetano. Por entre la espesura, interceptando la carretera en la siguiente curva, se veía una gran verja de alambre que, sin duda, tendría un puesto de control. Eché el freno de mano.
El chico movió el pulgar en un gesto interrogativo, señalando mi uniforme, y luego apuntó hacia la carretera, instándome a seguir. Quería ver lo que había después de la curva, más allá de aquella verja. Por eso había venido conmigo. Ésta era su aventura, su ambición... Meneé la cabeza, diciéndole que no, y su rostro mostró una rápida sucesión de expresiones: primero llegó la decepción, luego la confusión y la alarma..., como si acabara de descubrir que yo era un demonio del bosque. ¡Nada menos que Kali la negra, la que pisotea las tumbas! En el fondo, debía ser tan supersticioso como Kushog.
Una nube cubrió el sol en aquel mismo instante. Su sombra barrió el bosque, absorbiendo la luz. El chico lanzó un grito y saltó del jeep. Huyó por la carretera tan deprisa como podían llevarle sus piernas..., pero, gracias a Dios, en sentido contrario a la verja.
Bueno, quizá fuera mejor. Me había librado de él. Tendría que haberle dejado al otro lado de la tierra de nadie. Bajé del jeep y fui hacia los árboles, apartándome de la carretera.
El bosque olía muy bien y el aire vibraba con el zumbido de los insectos. La tierra que pisaba crujía suavemente cada vez que mis pies aplastaban la capa de piñas dejada por los años.
Pero el alambre de la verja estaba en muy buen estado. Placas con la esvástica roja colgaban de ella cada cien metros. Los huesos y la piel de un conejo yacían formando un montoncito junto a la verja. Quizá fuera una coincidencia, pero hizo que no me atreviera a tocarla, pues podía estar electrificada. Sí, quizá lo estuviera... En Bagamoyo las verjas que rodeaban los parques de las reservas estaban electrificadas para que los animales no pudieran salir.
Seguí la verja por entre los árboles, alejándome cada vez más de la carretera, y acabé llegando a un arroyo cuyas orillas se habían ido erosionando hasta crear un agujero lo bastante grande para que pudiera deslizarme por él, aunque fuera al precio de mojarme el uniforme y mancharme de barro. Y después empecé la auténtica escalada del monte Ga Dan, mientras el sol de primera hora de la tarde rozaba mi cuello de vez en cuando por entre las ramas. Hice bastantes pausas, no tanto para recuperar el aliento como para evitar un ataque de mareo, pues me encontraba a una altura realmente considerable.
***
Después de unos veinte minutos de escalada vi la primera señal de vida: una pagoda blanca y anaranjada que se alzaba entre los árboles. Cuatro tejados en zigzag se amontonaban el uno encima del otro, y cada tejado tenía una puerta situada en el mismo punto que los demás. Encima de los tejados había un bastión redondo con una puerta taraceada con un espléndido pavo real hecho con mosaicos. El bastión sostenía un cubo terminado en una cúpula de la que asomaba el auténtico final del edificio, el rechoncho cono de un minarete. El umbral que comunicaba el cubo con el tejado del bastión estaba flanqueado por grandes ojos pintados a los que las falsas cejas del tejado dotaban de una extraña movilidad.
Fui hacia la parte norte del edificio, sin apartarme de los árboles. Y en el tejado del bastión redondo había un joven desnudo, mirándome. El joven tenía alas.
***
Las alas estaban formadas de plumas blancas y rematadas en puntas rojas; cada ala tenía un gran punto negro, como los falsos ojos que adornan las alas de ciertas mariposas.
Fue hacia el extremo del tejado. Las alas no se movieron. No eran alas... sino ojos, otro par de aquellos inmensos ojos alargados. Los puntos negros eran las pupilas de los ojos. Aun así, la sorpresa producida por el efecto de ver su cuerpo desnudo unido al umbral pintado que había a su espalda (y, quizá, el sol deslumbrándome) me había hecho ver realmente un joven alado... hasta que se movió. ¡Y, aun así, la ilusión seguía afectándome! Sus hombros desnudos parecían haber sufrido una extraña amputación —los ojos—alas flotaban a su espalda, como si careciesen de cuerpo—, y me pareció que la ilusión no era un accidente, sino que el joven había adoptado aquella postura para producirla y aprovecharse de ella. Su cuerpo desnudo tenía tantos músculos y tendones como un conejo despellejado. Llevaba su negra cabellera recogida en una coleta. Tenía el rostro flaco y anguloso, como un pájaro, y su nariz recordaba el pico de un águila.
Estaba de pie en lo que era prácticamente el vacío, pues bajo la curvatura de las tejas que le sostenían no había nada salvo una caída de diez metros hasta el siguiente tejado en zigzag. El joven tensó los músculos y se puso en cuclillas con un movimiento lleno de fluidez. Dejó colgar las piernas en el vacío y balanceó el torso de un lado para otro, inclinándose hacia delante. Levantó los brazos y sus dedos se agarraron a las tejas. Se quedó totalmente inmóvil durante un segundo y acabó dejándose caer al tejado que había bajo él. Cayó tres o cuatro veces su propia altura. El impacto hizo que su cuerpo se doblara sobre sí mismo hasta formar una pelota, pero no tardó en erguirse, fue hacia el extremo del tejado y volvió a dejarse caer, usando la misma técnica de agarrarse y soltarse. Y así fue bajando por los gigantescos peldaños de la pagoda, sin dejar de observarme, como si todo aquel ejercicio gimnástico no requiriese ningún tipo de concentración especial.
Parecía varios años más joven que yo. Sí, debía de tener catorce o quince años... Aunque era difícil estar segura, pues la pagoda le empequeñecía..., aunque su despreocupada forma de bajar por los tejados había conseguido que también él empequeñeciera al edificio. Acabé apartando las ramas que me protegían, ya que seguía con los ojos clavados en mí, y entré en el pequeño claro que rodeaba la pagoda.
—Soy El-Que-Camina-Sobre-Los-Edificios —me dijo (primero en chino, o eso supuse, y luego en inglés, al ver que yo no le comprendía).
—Oh, claro. ¿Y por qué te dedicas a caminar sobre los edificios? Y, de todas formas, ¿qué hay ahí dentro? —Me di cuenta de que debía haberse caído al menos una vez, pues tenía la nariz rota, y ésa era la razón de que pareciera tan ganchuda. No siempre había poseído esa agilidad inhumana de la que ahora daba muestras.
Mis preguntas parecieron sorprenderle.
—Los edificios sirven para encerrar a los seres humanos, ¿no? ¡Así es! Por lo tanto, alguien que Camina-Sobre-Los-Edificios es como un límite de esos límites. Los edificios son fronteras y, por lo tanto, yo me dedico a saltar esas fronteras. —Se rio. (O quizá fuera más bien un graznido, o un cacareo...)—. ¿Ves lo que representa este edificio? Un mandala yantra en tres dimensiones...
—Sí, lo veo.
—Los yantras son mapas mentales. Por lo tanto, este edificio es una máquina del pensamiento. Una especie de cerebro.
—¿Qué hay dentro, un ordenador? ¿Una de vuestras máquinas para hacer bebés?
—No lo entiendes. Esta pagoda es el modelo de un cerebro. ¿Qué forma tiene un cerebro? Bueno, está claro que los pisos inferiores son el viejo cerebro de la parte trasera. El piso redondo es el cerebro central. El tejado de los ojos..., es el cerebelo. El hombre es un mono montado sobre la espalda de un lagarto que antes fue un pez. Cuando subes puedes mirar por las ventanas; siempre verás un paisaje distinto. Las ventanas crean los paisajes. Sin el edificio no habría paisajes. Por lo tanto, ¿cómo puedes abarcar todo el edificio y todos sus paisajes? ¡Es muy sencillo! Mi cuerpo camina sobre él y el edificio acaba siendo memorizado por mis músculos. Mi cuerpo ha trazado su mapa. Mis movimientos se convierten en ideas. Ya sabes que los músculos también piensan, ¿no? La pagoda es un ejercicio mental..., ¡para el cuerpo!
»Entra en el edificio. Cuando hayas entrado en él estarás en mi interior. Dentro del edificio podremos comprendernos mejor el uno al otro.
—¿Qué hay dentro del edificio? —Ya eran las seis o las siete de la tarde—. ¿Hay algo?
—Ahí dentro no hay más que la oportunidad de ver lo que hay fuera—replicó el joven—. Naturalmente, esa oportunidad no podría existir de no ser por el edificio. ¡El edificio se contiene a sí mismo, y eso es todo!
—Está vacío.
—¿Eres idiota o qué? Acabo de explicarte qué hay dentro de él.
—¿Dónde están las máquinas del Bardo? ¿Más arriba, en la cima de la montaña?
—¿Qué es una máquina, muchacha? Está claro que este edificio es una máquina, ¿no? Todo depende de cómo lo mires... Una máquina de pensar.
—Me refiero a la máquina para jugar al juego de los rakshasas. ¿Quieres explicarme cómo puedo llegar a ella? Sabes qué es un rakshasa, ¿verdad?
—Yo fui un rakshasa. Todos los niños han sido rakshasas. Eso fue antes de convertirme en alguien que Camina-Sobre-Los-Edificios. Antes de que me olvidara de los problemas, antes de permitir que mi cuerpo los resolviera físicamente... ¿Cómo podría haber descubierto cuál era el significado de este edificio salvo trepando por él, tanto por dentro como por fuera?
—¡Maldito seas! —grité, y eché a correr colina arriba por entre los árboles, dejándole a mi espalda.
Me detuve después de haber subido cien metros y miré hacia atrás. El joven seguía estando a la misma altura que yo, observándome. Debía haber trepado por la pagoda. Ahora volvía a estar en el tejado redondo, con las «alas» extendidas. Daba la impresión de hallarse suspendido en el aire, como si levitara.
Seguí subiendo durante media hora, alejándome de aquel muchacho exasperante, y dejé atrás muchos edificios más, así como estructuras que parecían edificios, medio sumergidas por el bosque. Vi viejos pabellones tibetanos con porches y tejados de oro. Y también había torres oblongas con lisas paredes de piedra. Un poco más adelante, ocultas por los árboles, había construcciones de aspecto totalmente incomprensible que no parecían pertenecer a ninguna época ni lugar humano sino más bien a una zona de pura geometría.
Caminé alrededor de una esfera que mediría cincuenta metros de alto hecha de un cristal o una cerámica entre blanca y lechosa, encajada en un vallecito igual que un huevo en su huevera. Una música rápida y nerviosa que recordaba el tabalear de unos dedos vibraba en su interior, como si la criatura que había dentro del huevo estuviera preparándose para romper su cáscara.
Encontré grupos de cristales que tendrían diez metros de alto y que se hallaban alejados de los árboles, como si hubieran brotado por decisión propia y no porque alguien los hubiera puesto allí. O, suponiendo que hubieran sido «sembrados» por alguien, ahora seguían creciendo espontáneamente... Entre ellos había toda clase de poliedros, desde el más sencillo hasta el más complicado, con colores tan suaves que acababan pareciendo puros matices: colores situados en las fronteras visuales donde el azul se mezcla con el verde, o el púrpura con el violeta, y hasta el rojo con el infrarrojo. Durante un segundo hasta llegué a imaginar que mis ojos veían cómo uno de ellos emitía un rayo de luz infrarroja. Aquellos bosques de cristal hacían que la luz se extraviase; y al tiempo le ocurría lo mismo. El blanco sol del mediodía llameaba en el corazón de una gran silueta parecida a un diamante..., aunque el sol de verdad ya estaba ocultándose. Una estructura color rubí contenía el hinchado elipsoide rojizo del sol cuando asoma por el horizonte. Una inmensa amatista encerraba la noche: una oscuridad de terciopelo con una galaxia de estrellas ardiendo como copos de plata suspendidos en aceite negro.
Más allá, en el interior de un recipiente de cristal dorado aparentemente lleno de líquido, había el cuerpo desnudo de una joven. Erguido, inmóvil... Tenía los pechos pequeños, las piernas largas, toda la torpeza de la adolescencia. Los dedos de sus pies no tocaban la base del recipiente cristalino, y su cabeza tampoco rozaba el final, que terminaba en una tapa de metal plateado. Una chica mosquito atrapada en ámbar, suspendida en el interior del recipiente. Viva; con los ojos abiertos; pero sin que moviera un dedo, sin que ni una sola burbuja brotara de sus labios...
¿En qué líquido flotaba? No era agua, pues entonces su cuerpo rozaría el metal plateado..., ¡a menos que hubiera aprendido a respirarla y sus pulmones estuvieran llenos de ella!
Me pegué a la pared dorada y creí distinguir una delgada membrana que cubría su cuerpo, igual que una segunda piel. Quizás aquella segunda «piel» le permitiera usar ese fluido parecido a la gelatina y absorber el oxígeno que necesitaba durante su trance.
¿Y qué estudiaba flotando día y noche en un recipiente de fluido dorado, contemplando el mismo punto del espacio mientras el sol salía y se ocultaba? ¿La habrían drogado o estaba allí dentro voluntariamente? Pasado un rato tuve la vaga impresión de que era consciente de mi presencia. Pero no era más que una corazonada, una sensación imprecisa. Me marché.
De los muchos cristales que vi en aquella parte del bosque, había media docena con cuerpos de adolescentes dentro.
¡Yidags!, comprendí de pronto. Eso eran aquellos cristales... O, al menos, algunos de ellos. Una imagen de televisión algo borrosa mostraría yidags en vez de cristales..., con seres humanos que parecerían reflejarse en ellos. La mayor parte de los yidags estarían en Kazajstán, pero aquí también había algunos..., inmensas botellas de cristal. Con cuerpos humanos flotando dentro de ellas, sumidos en trance.
Aquellos cristales hacían que el bosque zumbase y ronroneara, como si toda una gama de señales o vibraciones pasaran de uno a otro. Al principio creí estar oyendo el canto de las abejas y los saltamontes. Pero allí estaba ¡chirr!, ¡chirr!, en la gama infrarroja del sonido...
***
Entré en una zona desolada. Una gran costra de tierra apisonada, medio barro y medio polvo, con un doble círculo de chozas de arcilla construido en el centro y una avenida llena de aros de barro que se perdía en el fango.
El agua goteaba continuamente por la pendiente, como la linfa que brota de un tejido desgarrado, creando una capa de barro viscoso que me llegaba hasta los tobillos. Y allí estaba la aldea de Kushog..., con el mismo foso de piedra en el centro y los mismos seres de arcilla yendo y viniendo por entre las chozas. Me di cuenta de que eran niños disfrazados, sí, pero sólo porque no llevaban puesta la capucha de sus holgados monos negros. Cabezas caucásicas de rubios cabellos, cabezas con los rizos lanudos de los africanos, relucientes cabezas polinesias asomando de la tela negra... Si llevaran puesta la capucha no habría visto más que un escurridizo rebaño de focas o de gusanos capaces de andar..., igual que le había ocurrido a Kushog. No había más que una forma de moverse por entre aquella pendiente cenagosa: reptando, ondulando el cuerpo, deslizándose. Toda esa agua —el origen del arroyo que me había permitido llegar hasta allí y, sin duda, de unos cuantos riachuelos más que alimentaban la rica vegetación del lugar—, debía ser bombeada generosamente hacia la cima del Ga Dan, recorriendo todo el trayecto desde el Kyi o el Yalutsangpo...
Dominando la aldea se veía un gran globo grisáceo anclado con cables en cuya superficie había incrustadas hileras de luces que supuse debían cambiar el gris actual de la atmósfera sustituyéndolo por un «amanecer» plateado o el tipo de iluminación que el Bardo deseara para la aldea en cada momento. De su grueso hocico colgaba una góndola en la que había antenas y equipo electrónico, algunas apuntando hacia el suelo y otras apuntando hacia el oeste, donde estaba Lhasa. Mientras las observaba una escalerilla metálica brotó de la góndola, dejando bajar a un gusano negro que se perdió entre el barro.
Me pregunté si el mundo de los rakshasas —estuviera donde estuviese—, tendría un globo parecido en su cielo, un globo que imitaría a un «gigante gaseoso»... ¡Sí, era lo más probable!
No tenía ninguna intención de acabar atrapada en algún juego culinario. Me aparté cuidadosamente de aquella costra de tierra empapada y avancé por entre los árboles.
Y acabé llegando al Prisma.
***
Ése es el nombre que le daré. Eso es lo que parecía. Una cuña de cristal o roca cristalina que medía cinco metros de alto, incrustada en el centro de un pequeño claro. Arrojaba un abanico de luz irisada sobre la tierra; y hasta la misma tierra, tan lisa y dura como un plato de porcelana, mostraba un complejo mandala de alambres o varillas plateadas empotrado en ella, un dibujo que recordaba el complicado diagrama de un circuito impreso a gran escala. Era como el plano de una ciudad, con cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales, y su tamaño igualaba el de los cimientos de una casa: aquel mandala parecía el plano para un edificio muy complejo que no había sido construido, un edificio que se había derrumbado en el abismo de las dos dimensiones. Allí donde el mandala tradicional hubiese colocado flores de loto y paraguas sagrados, se veía el brillo de los espejos metálicos: los espejos reflejaban la luz prismática que caía sobre aquella ciudad mágica e irreal, lanzándola hacia los árboles y haciendo que las hojas parpadeasen en un arco iris de colores que se agitaba con el veloz movimiento de los ruiseñores. Una pluma violeta se posó en mi hombro. Un ala color topacio bailó sobre la palma de mi mano. Sentí el cálido roce de todos esos colores vivos en mi mejilla.
Qué espectáculo tan encantador: aquel gran prisma translúcido, el mapa plateado en el suelo, la dispersión cromática... Una parte de mí, distante y lógica, se dio cuenta de que el prisma no estaba clavado en el suelo. Al contrario, reposaba justo sobre la superficie, rozándola con su base ligeramente cóncava..., como una de esas piedras en equilibrio de las que oyes hablar y que los glaciares han depositado sobre las montañas, piedras que parecen inmensamente pesadas y que basta tocar con un dedo para que oscilen, aunque no hay fuerza alguna capaz de hacerlas caer. Y lo cierto es que la brisa, aun siendo muy suave, parecía mover ese prisma, dándole alas a la luz.
Me abrí paso por entre el follaje y llegué al claro. Los muros y senderos del mandala brillaron con una luz aún más potente. Mis ojos vieron cómo se convertían en una ciudad-mente viva, un laberinto de la consciencia. Mis pies se movieron igual que si tuviesen voluntad propia. Sin poder evitarlo, y sin sentir ningún deseo de impedirlo, entré por la puerta este del mandala. Toda mi vida parecía haberme llevado a ese instante.
***
Y quedé atrapada.
Era una entidad abstracta, hecha de pura luz. Todos mis pensamientos y sensaciones eran simples haces luminosos. Y, sin embargo, sabía que mi ser poseía una negra y lúgubre existencia material. Pero, ¿qué era la materia? La materia no era más que energía prisionera de fuerzas tan potentes que no podía escapar para volver a convertirse en energía..., en luz. Y, aun así, la materia (mi sólido cuerpo negro) debía existir pues, de lo contrario, la luz no tendría nada que iluminar. Si la materia no existía, la luz jamás podría alcanzar la plenitud. Sin ella no habría luz. Cuando un rayo de luz atravesaba el espacio yendo de su fuente a su destino, ¿era «luz»? No, era un potencial. Era la pre-luz. La luz ilumina algo. La energía de la luz necesitaba la energía oscura encerrada en la materia para alcanzar su plenitud y cumplir su misión. Pero en el instante de la visión, la luz se extinguía a sí misma. La luz era como el «momento actual» del tiempo. Apenas si existía. Dejaba de existir tan pronto como cobraba vida. Pero, al mismo tiempo, lo era todo, el todo de cuanto existía en aquel instante. Y, al mismo tiempo, no era nada: ya había dejado de existir. La energía no era más que un mensaje del ser al ser y no decía nada salvo: ¡existo! Ése era todo el mensaje de la luz y la vida. Qué mensaje tan estúpido... Qué universo tan idiota..., ¡ya que se limitaba a ser! La Bestia Estelar —esa entidad que existía en un presente total capaz de abarcar todo el tiempo, y que representaba el universo como un solo instante..., lo cual significaba que el universo apenas si existía, sino que se limitaba a flotar igual que si fuera una tendencia, una ondulación en el vacío y en esa nada infinitamente más densa que cualquier cosmos material—, sí, esa Bestia Estelar que era la Consciencia pura, sin ningún otro objeto que no fuera ella misma, emergió del mandala y vino hacia mí. Y me engulló.
21
DESPERTÉ EN UNA PEQUEÑA HABITACIÓN de piedra con una ventanita por la que se veía el cielo (¿el amanecer?), un cielo donde flotaban grandes nubes blancas. Había tanta luz...
¿Dónde estaba mi Yungi? ¿Habría nacido ya? ¡Por supuesto, ya que de lo contrario no podía tener nombre! ¿Dónde estaba entonces? Recordé que el gordo Kushog había irrumpido en mi habitación, y que después se llevaron a mi Yungi para examinarla y ver si le había hecho daño... Pero, ¿cómo podía haberle hecho daño? ¿Con qué? El cuerpo de Kushog ya había sido calcinado, le habían metido los pies en la boca hasta que se evaporó..., ¡y no dejaron más que su mente corriendo en círculos, atrapada en un aro de barro! Sí, eran los niños de arcilla quienes le habían hecho todo eso: los niños de arcilla que vivían en la montaña. Se habían llevado a Yungi para convertirla en uno de ellos...
¡Y también se llevarían a Maimuna para meterla en un globo lleno de líquido dorado, un, globo que el ronroneante bosque se colgaría de la oreja...!
Y también se habían apoderado de mí: me habían sacado de África, robándome la magia de cuando encontré el coco de mar, los árboles color de llama, las reses de lomo giboso que pastaban en la playa, la belleza de aquella existencia alimentada por nuestra fe en nuestros Amigos Alienígenas.
Ahora yacía en un globo de piedra que flotaba en el cielo... La máscara de nubes se apartó del sol y la luz entró por la angosta abertura de la ventana, inundando la habitación. La cama se volvió fluorescente. Los mandalas se incendiaron y me enviaron sus reflejos desde las relucientes piedras curvadas de la pared; y volví a un claro perdido en una colina, y entré por la puerta del Mandala de la Consciencia Iluminada..., ¡el escondite de la Bestia Estelar, con su monstruoso conocimiento del todo y de la nada!
—¡No! —grité, tapándome los oídos con las manos. (¡Pero aun así había luz detrás de mis párpados! Igual que si me los hubieran arrancado...)
Oí ruido de pasos en la habitación. Un golpe seco: habían cerrado la ventana. Sentí que alguien se sentaba en mi cama.
La luz que ardía detrás de mis párpados se fue apagando y abrí los ojos. La habitación también estaba perdiendo claridad, y sus múltiples imágenes se fueron convirtiendo en una sola celda de piedra.
Ese alguien sentado en mi cama era Feng. Llevaba la cabeza vendada.
—¿Dónde está mi Yungi, Feng?
—En el Potala. En la guardería. Están cuidando de ella desde que te escapaste. —(Pero habló con voz suave, sin refirme.)
***
—¿Dónde estoy?
—Estás en el monasterio de Ga Dan..., en la cima de la montaña. El sitio al que querías llegar, ¿no?
La celda ya no brillaba: todo estaba calmado, sumido en la penumbra. Una tranquila y silenciosa caverna de piedra, una madriguera donde esconderse. Supe lo que debían de sentir los ratones que habían logrado escapar del gavilán y del sol para hundirse en un agujero. ¡Pero, justo cuando pensaba estar a salvo, la habitación volvió a temblar!
—¡Feng, todo flota! ¡No hay nada que se esté quieto, sólo el ser!
—Querida, te aseguro que te encuentras dentro de un edificio muy sólido. Fue construido en el año 1409 por un tal Zong Ka-Pa, quien fundó una secta conocida como la secta del Gorro Amarillo...
—Feng, tengo miedo. La habitación cobró vida. No, era mi mente la que estaba viva. Quiero decir que estaba más viva que antes... En mi mente no había más que espejos para reflejar mis pensamientos. Los espejos estaban allí para mostrármelos, pero no podía pensar en nada, sólo en espejos y más espejos, espejos vacíos... Feng, el universo carece de significado; existe, y eso es todo. Nada tiene significado. La vida consiste en estar vivo. Te golpeé, ¿verdad? Lo siento. Tenía que hacerlo...
—Para ver por ti misma. Y ahora ya lo has visto. Es decir, has visto un poco. Lo que viste sobrecargó tu cerebro porque no estás preparada para contemplar la realidad. ¡No olvides que tu mente es un nido de subsistemas separados, y que casi todos están ciegos y sordos, por lo que no pueden sentirse los unos a los otros! Y cómo vagas de una fase de la consciencia a otra, sostenida por esa feliz ilusión de que el mismo yo siempre está presente... Ah, sí, tu cabeza resuena con un continuo parloteo repetitivo, y su única función es tranquilizarte, hablarte de tu propia identidad y tu sabiduría. Cuando sea mayor, Yungi quizá pueda ver todo eso que tú eres incapaz de percibir. Será mejor que descanses un poco. Recupera el equilibrio.
Una campana resonó en la habitación contigua, o quizá en la de más allá. Feng se disculpó.
Me levanté pasado medio minuto, aunque la habitación no paraba de moverse y emitir chispazos de luz, y le seguí. En la habitación contigua sólo había una silla de madera tallada con el respaldo y los brazos llenos de dragones, un gran lámpara de aceite dorada y un televisor. Lo puse en marcha, movida por la curiosidad..., y la cabeza de carnero palpitante que tan familiar me resultaba ya cobró vida en la pantalla. Un rakshasa..., alias, el útero de alguna mujer, el criadero de los alienígenas cuyas mentes eran capaces de vérselas con la Bestia Estelar y aceptarla como universo. Puede que en este mismo edificio hubiera un niño tan diabólico como los seres de arcilla, tocando su música biológica, engañando a la humanidad para que se aventurase por el sendero que llevaba a la inhumanidad...
Oí la voz de Feng en el cuarto de al lado. Me volví hacia la puerta. La habitación era bastante grande, y en el suelo había un gran mandala que servía de alfombra y unos cuantos almohadones con borlas pegados a la pared del fondo y que se utilizaban como asientos. La alfombra se movía y me lanzaba miradas burlonas. Vino hacia mí: quería atraparme los pies. Cada hilo de lana era un zarcillo pegajoso en el que brillaban gotitas de saliva. La alfombra quería enroscarse alrededor de mis piernas y absorberme en su dibujo para crear más hebras venenosas.
Me escondí en la oscuridad de la antesala, pues quería oír lo que decían las dos personas plácidamente sentadas en los almohadones que reposaban sobre esa horrible alfombra dispuesta a devorarme. Una de esas personas, naturalmente, era Feng. La otra era una joven de rostro tan redondo y amarillo como un albaricoque, cuya negra cabellera estaba recogida en una cola de caballo tan larga que rozaba la alfombra: el extremo de la cola de caballo luchaba con los hilos de la alfombra, provocándoles a cada gesto de su cabeza. Era como si la joven tuviese una cola prensil en la nuca...
Feng parecía irritado.
—Llevarle la contraria a tus superiores no resulta fácil o agradable —estaba diciendo con cierta sequedad—. Aun— así, lo cierto es que ese experimento causó una gran inquietud entre nuestros «Hombres de Guerra» de la Embajada. ¿De quién fue la idea? Recuerda que los seres humanos corrientes siguen siendo mayoría. El Bardo debe pasar por lo menos dos siglos más ocupándose de la crianza.
—Pero.... Feng, aún no habíamos tenido ocasión de saber cuáles eran los resultados de usar la crisálida con humanos de la fase anterior.
—Y, gracias a eso, ahora tenemos a Kushog en estado catatónico. —El que pudiera hipnotizar al centinela demuestra que posee un gran control mental. Es posible que haya entrado en el estado de crisálida por sí solo. Cuando salga de él, dentro de unas semanas...
—No, sus ritmos cerebrales son idénticos a los de las víctimas de la encefalitis. Los ritmos del fracaso... Le habéis destrozado.
—Había que intentarlo. Si pudiéramos conseguir que los mejores especímenes de la fase anterior se convirtieran en crisálidas...
—Escúchame. Los aguijones del avispero siguen siendo lo bastante numerosos como para destruir al Bardo. Si algo saliera mal...
La joven le interrumpió:
—El Consejo piensa que deberíamos reducir el índice de nacimientos de la población a cero punto nueve por pareja. Eso hará que la población de humanos anteriores se extinga un poco más deprisa, pero, aun así, el proceso se realizaría con bastante suavidad. Digamos que el período necesario sería de quinientos años en vez de setecientos... Al mismo tiempo, eso quiere decir que cada vez tendremos un acervo genético más reducido que utilizar para conseguir nuestro propio nivel óptimo de población. Si pudiéramos provocar el cambio en la población normal, todo el proceso podría ser acelerado. Ésa es la razón de que hayamos llevado a cabo esa interferencia: queríamos averiguar si podía hacerse. Ahora sabemos mucho más sobre las estructuras mentales necesarias que al principio.
—¡Sigue habiendo mucha discusión acerca de mantener una población de humanos anteriores bastante grande! Ya lo sabes, ¿no? ¿Cuántos Grandes Adeptos puede soportar la Naturaleza? Necesitáis granjeros y técnicos. Necesitáis administradores y expertos en ciencias sociales...
—Sí, Feng, necesitamos gente como tú. Pero no es una solución que podamos seguir usando indefinidamente... No cuando la fase de crisálida es una crisis biológica general de la Humanidad tan inexorable como la pubertad en el individuo. Pasado un tiempo, descubrirás que el acervo genético común se ha quedado vacío, ¿no te das cuenta? Las características recesivas habrán quedado excesivamente diluidas en los residuos. Ya no quedará ninguna característica del Hombre Antiguo capaz de emerger... Sólo quedará ese inmenso residuo.
—Que, numéricamente hablando, seguirá siendo mayoría.
—Exacto. Por eso sería tan maravilloso poder provocar el Cambio en cualquier humano que tuviera un campo corporal prometedor.
—¿Y la discrepancia que hay en nosotros mismos después del Cambio? Seguimos comprendiendo una parte tan pequeña de lo que ocurre... ¿Se supone que todos nos convertiremos en Grandes Adeptos cuando hayan pasado mil años más? ¿O es que siempre habrá Adeptos Menores? ¿O ellos también acabarán desapareciendo?
—El tiempo y los Grandes Adeptos nos lo dirán. Creo que deberíamos seguir adelante con el proyecto, en beneficio de todos. Salí al pasillo, desafiando las ondulaciones de la alfombra y sus pegajosos zarcillos, clavé los ojos en aquel apacible rostro color albaricoque y le pregunté:
—¿Qué son los Grandes Adeptos? ¿Qué es todo eso de reducir la población a cero? ¿De qué estáis hablando?
***
—¡Ah, Lila! —dijo la mujer, sin alterarse—. Ése es tu nombre, ¿verdad? Creo que te encontraste con una de las Máquinas de Enseñanza cuando subías por la montaña, ¿no? Pero veo que sigues siendo capaz de moverte por ti misma... Felicidades. Eso nos anima a seguir adelante.
—¡Vuestra alfombra está intentando devorarme, pero no se lo permitiré!
—¡Oh, no se lo permitas! —Se rio y golpeó el suelo con la mano, haciendo que el tejido se agitase en una serie de olas que se lanzaron sobre mí—. Qué alfombra tan impertinente... Bueno, si quieres obtener respuesta a tus preguntas tendrás que pasar por encima de ella. —Ladeó la cabeza y esperó, mientras el extremo de su cola de caballo se agitaba lentamente como la punta de un látigo.
—No sé cuál es tu nombre. —Puse el pie sobre la alfombra. La tela se calmó y las zonas por donde caminaba se portaron igual que una auténtica alfombra, aunque las partes más alejadas de mí seguían agitándose, temblando y formando abismos.
—Me llamo Fatumeh.
Apenas llegué al centro de la alfombra —estaba protegido por elefantes azules que sostenían paraguas con la trompa, y dejé caer mi pie con fuerza sobre ellos, aplastándoles—, Fatumeh se levantó ágilmente del almohadón y me alargó la mano para llevarme a lugar seguro. Me hizo poner mi mano sobre su vientre, recalcando el hecho de que estaba embarazada. Su gesto era una mezcla de bendición y advertencia. Parecía totalmente inocente, como si no hubiera tenido ninguna participación en lo que le sucedió a Kushog, o como si nunca hubiese hablado con Feng de aquellos temas tan horribles.
—Lo que la gente nunca llegó a comprender, ni tan siquiera cuando la teoría de la evolución fue aceptada —me dijo con voz jovial, como si estuviera continuando una conversación iniciada hacía mucho tiempo..., y de hecho así era, aunque no hubiera sido ella quien la inició, sino Feng—, es que la Humanidad no ocupaba la posición de un observador externo. ¡Al contrario! Estaba claro que la Humanidad debería desaparecer, igual que desaparecieron los prehomínidos. Una nueva forma de vida iba a ocupar su sitio. Pero, ¿cuántas personas se daban cuenta de ello? ¿Cuántos de los viejos biólogos, antropólogos o científicos eran conscientes de esa verdad? No muchos.
—Si yo fuera un pez prehistórico y pudieras hacerme ver a mi descendiente, mil millones de generaciones después..., me lanzaría hacia la orilla desesperada, odiando mi ser actual. ¡Perdería todo el goce y el placer de vivir como hasta entonces!
—¡Bueno, si te lanzaras a la orilla quizás acabaras descubriendo que podías respirar el aire! —Sonrió—. Incluso el formar parte de un lento y prolongado proceso de cambio, y saberlo, debe de resultar emocionante, ¿no crees? Imagínate qué emocionante sería sentir cómo evolucionas en esta vida de ahora.
—Los individuos no pueden evolucionar. La epidemia de la Bestia Estelar lo demostró. ¡Si es que alguna vez hubo una epidemia de la Bestia Estelar!
—¿Crees que lo demostró? El hombre es un animal neoténico, Lila. Hubo un tiempo en el que habríamos definido tal cualidad diciendo que el Hombre permanece en una forma juvenil durante muchos años hasta que llega a la edad adulta, por lo que hay tiempo más que suficiente para que madure y llegue a convertirse en un ser altamente coordinado. Pero, en otro sentido del término, la neotenia es altamente común en la naturaleza. Los renacuajos y las orugas son las formas neoténicas de la rana y la mariposa. Entre las dos criaturas hay una fase de crisálida. Durante ella, los procesos de alimentación y locomoción se detienen, mientras la estructura del ser sufre grandes cambios. En cuanto la fase ha terminado, aparece un ser nuevo, distinto al anterior.
»¡Imagínate el contraste entre las formas de percibir el mundo de la oruga y de la mariposa, por muy pequeñas que sean las mentes de ambas criaturas! Intenta concebir la reorganización del sistema nervioso que debe producirse, al tiempo que se producen también cambios físicos tan considerables como el crecimiento de las alas... ¡Déjame decirte que hasta ahora los seres humanos han pasado toda su vida en una fase neoténica! Desde el nacimiento hasta la muerte no han sido más que larvas...
»El Bardo hace aparecer los genes sumergidos gracias a los que un nuevo ser humano brota del Viejo Humano. Y eso ocurre durante un estado de crisálida, una fase de pubertad del sistema nervioso y el campo corporal.
—Siempre que el ser humano se encuentre adecuadamente preparado para soportarlo —añadió Feng—. Hasta los hijos del Bardo podrían no darse cuenta del momento crítico si no se les preparase para ello..., si no fueran capaces de entrar en éxtasis mediante las botellas yidag o los aros de arcilla. Necesitamos eliminar todo el ruidoso parloteo de irrelevancias para que la mente pueda girar sobre sí misma, examinarse y crear nuevas conexiones internas. Pero, antes, la oruga humana necesita haber pasado unos cuantos años masticando el problema de la vida. Su mente debe contener el material necesario para que la metamorfosis pueda trabajar con él.
—Un cambio en la pauta del campo corporal nos indica cuándo ha llegado el momento —dijo Fatumeh, asintiendo con la cabeza—. Pero Feng tiene razón. El cambio debe ser producido desde el exterior, y el individuo debe ser aislado mediante la botella yidag o el aro de arcilla. No son simples ritos de iniciación ceremoniales; aunque también son eso. Son un medio ambiente para el cambio radical, una crisálida física que llevar mientras la mente se vuelve hacia dentro y las células nerviosas alteran su cableado anterior. Lo sé. He estado suspendida en el tanque de fluido, y he emergido de él siendo totalmente distinta de como era antes.
—Sigues sin parecerme una mariposa. No te han salido alas. Pareces un ser humano corriente.
—La mente cambia de forma, los senderos cerebrales forjan nuevas conexiones; los miembros no cambian. Aun así, si filmaras mi campo corporal usando el método de alto voltaje Kirlian, verías alas, ya que tanto necesitas verlas... ¡Las alas del campo corporal! Alas de energía que no podría haber desarrollado salvo dentro de la crisálida de un yidag... Yidag es mucho más que un mundo fantástico al que vuelan tus camaradas de Rusia. ¿Qué son esos alienígenas de Yidag? ¡Unos soberbios analistas de datos! Y engendran nuevos yidags.
—Mediante interferencias producidas con haces láser. Ya lo sé. —Comprendiendo conscientemente los datos genéticos. Comunican datos genéticos de una forma abierta, sin necesidad de utilizar el sistema de esconderlos en el código de un espermatozoide o empaquetarlos en el óvulo, como nos ocurre a nosotros. Verás, la estructura de la información es revelada durante el proceso de transmitir esa información, cuando dos yidags se «aparean»... Del mismo modo que el juego de los yidags sirve para producir la pauta adecuada del campo corporal durante los vuelos del Bardo para las viajeras rusas, también prepara a nuestros hijos para convertirse en la crisálida perfecta. ¿Ves de qué forma tan limpia se combinan los hechos del Bardo y su «mito»?
—Nuestros mundos alienígenas no contienen arbitrariedades —dijo Feng—. Cada mundo ha sido diseñado para imponer el sello del Bardo a la concepción de un nuevo niño, ¡arrancándole la nueva pauta a la pauta del Viejo Humano que la sumerge!, y, al mismo tiempo, le sirve de entrenamiento al niño que se encarga de dirigir el juego. Le prepara para soportar el cambio que se aproxima.
Me estremecí.
—¿El «Viejo Humano»? ¿Estás diciéndome que jamás hubo seres plenamente humanos..., hasta ahora?
—¡Exacto! —exclamó Fatumeh—. No había más que larvas de humanos. Niños con cuerpos adultos cuya capacidad para alcanzar el cambio de la crisálida iba aumentando lentamente sin hacerse perceptible en la superficie. ¡No me extraña que la especie actuara casi siempre de una forma tan estúpida! Si la capacidad llegó a emerger accidentalmente en el pasado —y supongo que así debió ocurrir, por las leyes del azar—, cualquier esperanza de entrar en éxtasis habría quedado rápidamente eliminada debido a la retroalimentación normalizadora y el lavado de cerebro de los Viejos Humanos. ¿Encefalitis? ¿Enfermedad del sueño? —Se rio—. Aquellas epidemias no eran sino atisbos de lo que ya era posible..., pero aún no había llegado el momento adecuado. El coma, en su forma madura, es algo positivo, no negativo. Naturalmente, lamentamos el accidente sufrido por Kushog... Es posible que sólo la minoría de los hijos del Bardo tenga cerebros «cableados» para aceptar esta complicada clase de cambio. Aun así, seguiremos intentándolo. Puede que nuestros Grandes Adeptos encuentren un camino...
—¡Entonces, el accidente de Kushog era un experimento para producir por la fuerza el cambio en lo que vosotros llamáis un «Viejo Humano»!
—Sí, eso era, y no me avergüenza haberlo intentado. Se le conectó a una grabación del campo corporal y las funciones ondulatorias cerebrales de un hijo del Bardo cuando estaba sufriendo el cambio..., en un decorado que creo ya has visto.
—Esa sucia costra de barro...
—Sigo sin estar de acuerdo con el experimento —dijo Feng en voz baja.
—Quizás el error fue hacerle percibir la experiencia de un Gran Adepto en vez de la de un Adepto Menor —admitió Fatumeh—. Deberíamos repetir el experimento con otro viajero, usando la grabación de un Adepto Menor. Y tendríamos que utilizar la botella, no el aro de barro.
—¡Por todos los cielos, pues entonces hacedlo en Rusia! En el contexto yidag habitual... ¡Haced lo que os dé la gana, siempre que mis dobdobs del Potala no tengan que volver a pasar por semejantes momentos de pánico! Insisto en ello. No podéis correr el riesgo de ir sembrando dudas sobre la Bestia Estelar. Si lo hacéis, acabaréis muertos. La vieja raza humana se cortará su propia cabeza.
—¡Grandes Adeptos, Adeptos Menores! —grité yo—. ¿Acaso también hay diferencias entre vosotros, los superseres? ¿Es que algunos no son lo bastante «súper»?
Fatumeh frunció el ceño durante un par de segundos.
—Los Adeptos Menores no emergen de la crisálida tan drásticamente cambiados como los Grandes Adeptos. Las entidades geométricas que sacan la vida de la no-vida, ¡y la consciencia de la materia viva, y una consciencia superior de la mera consciencia!, no son capaces de expresarse tan plenamente a sí mismas. Podemos usar los campos corporales de los niños para profetizar quiénes lograrán completar el salto que les lleva a ser Grandes Adeptos..., y quiénes sólo lograrán llegar hasta la mitad del trayecto. Yo misma soy una Adepta Menor.
—¿Y te preocupa serlo?
—Por supuesto que no. Ocupamos una posición intermedia entre los Grandes Adeptos y los viejos humanos como Feng o como tú misma, que a su vez ocupan una posición intermedia entre nosotros y la inmensa mayoría de la vieja humanidad. Somos una bisagra. Y no olvides que hemos saltado cierta distancia.
—¡Sí, habéis logrado dar medio salto!
—No te burles. Con eso sólo consigues degradarte a ti misma, Lila. ¡Vamos...! Todo esto es motivo de alegría y celebraciones, no de protestas y fruncimientos de ceño. Ven abajo y presenciarás el nacimiento de un Adepto. Hoy, como cada día, celebramos la rotura de otro aro de barro o el descorche de otra botella de cristal. Ser un Adepto Menor ya es bastante maravilloso, créeme. Me he pasado horas contemplando ese prisma de cristal, viendo las cosas tal y como son. Me dirigió una deslumbradora sonrisa.
—Cualquiera puede tener alucinaciones. Ese prisma no es más que un creador de alucinaciones.
—No se trata de tener alucinaciones, sino de ver.
—Yo vi el planeta Asura, pero en él sólo había mentiras e ilusiones.
—Yo vi a la chica que había sido —me contó ella con expresión absorta, sin dejar de sonreír—, esa larva nacida del Bardo antes de que fuera un ser humano, y vi a la anciana que seré mucho tiempo después, con la piel momificada pero, aun así, tensándose para contener a esa chica que no para de crecer... Pasé instantes eternos viviendo simultáneamente toda mi vida, hacia atrás y hacia delante, igual que hace el universo. Viví toda mi existencia desde el principio hasta el final, no con sus detalles exactos sino sintiendo la textura básica de toda mi vida, y fue una buena experiencia, aunque también resultara aterradora. Necesité un alto grado de indiferencia para vencer el terror y sacar provecho de todo aquello.
—¡Sí, necesitaste adquirir esa indiferencia tuya hacia los seres humanos l
—No, no es esa clase de indiferencia. Es un estado superior de la mente..., aceptar y existir. Era una simulación de Dios, consciencia y espacio puros, creando mi vida a partir de mí misma en un torbellino de probabilidades. Era la joven que se convertiría en la anciana, la anciana que envolvía a la joven... El Prisma me contenía y me hacía girar dentro de mí misma, igual que ocurre con el «giro de extrañeza» de una partícula atómica. Mis cien años de vida probable fueron reducidos a un punto y tensados igual que cables por todos mis nervios, cambiándome y preparándome para aceptar el Universo-Tiempo: el tiempo que simultáneamente es y no es, porque el fin del universo, su más alto nivel de coordinación, formará su propio comienzo. Ahora vivo en el Tiempo Absoluto, Lila. La muerte no significa nada para mí. Soy. Siempre. ¿Puedes comprender esto?
¡El horror de cuando había estado atrapada en el Prisma!
—Este universo no es más que una bombilla que se enciende para fundirse un instante después —dije yo—. ¡Y ni tan siquiera hay bombilla, interruptor o fuente de energía! No hay más que una especie de nudo en la nada, un nudo demasiado apretado que, durante un segundo, se convirtió en algo por puro accidente. ¿Es eso lo que viste? ¿Y eso te parece maravilloso?
—Lo vi. Y lo acepté. Es maravilloso. Porque el vacío en el que hay atado ese nudo es Dios..., y yo llegué a ese vacío. En cuanto a comprender cuál es la naturaleza del vacío, eso debe quedar reservado a otros, algo que los Grandes Adeptos descubrirán... algún día.
La alfombra volvía a moverse. Oro fundido fluía por los ríos del mandala, llevando consigo un rabioso torrente de energías. Fatumeh agitó su cola de caballo.
—¿Para qué sirve el Viejo Humano..., ahora que hemos visto eso? Ha triunfado. Ha hecho aquello para lo que estaba concebido. Dejémosle desaparecer.
—¿Y de qué servís vosotros..., si vuestro único deseo es ser un vacío? ¿Qué clase de existencia es ésa?
—Un día, cuando seamos una sola cosa con el vacío que hay detrás del mundo, podremos atar ese nudo en el vacío por nosotros mismos. Seremos Dios. Seremos capaces de crear a partir de la nada..., puede que este universo, puede que otro. O quizá varios universos. Un día, juntos...
Empezó a mover las manos trazando formas por el aire, copiando las ondulaciones y la trama de la alfombra con sus gestos. Las yemas de sus dedos reflejaban el sol. Sus uñas eran espejos. No importaba adónde fueran, allí se quedaban..., las líneas de luz quemaban mis retinas. Dejaban rastros indelebles conservados en el aire. El mandala de la alfombra fue creándose a sí mismo ante mis propios ojos, convirtiéndose en luz.
—Existo siempre, y este momento siempre es el momento —canturreó Fatumeh—. El bote se mueve sin cesar. ¡Por estos ríos dorados de luz! Nada que haya existido se pierde. No hay nada por lo que llorar. Puedo frenar un poco el tiempo para mostrarte esto. Puedo llevarte dos veces por el mismo río.
Siguió tejiendo hasta haber completado la alfombra. La dejó brillar ante mis ojos, suspendida en el aire. Y después, con un solo gesto de su mano, la hizo desaparecer.
En ese instante el sol se escondió tras el marco de la ventana. Era como si hubiese dado un salto, igual que la manecilla de un reloj cuando pasa de un minuto al siguiente.
Sentí que el corazón me daba un vuelco. ¡Lo único que había hecho era hipnotizarme con sus manos! Me había hipnotizado. Me había hecho soñar mi propia imagen de la alfombra suspendida en el aire. No era más que un truco de magia. Mi mente seguía siendo tan vulnerable...
No me había demostrado nada. ¡Nada!
—Cuando los derviches bailaban hasta caer en el trance, ¿cuál era la cantidad de tiempo que transcurría para ellos? —me preguntó con dulzura—. ¿Acaso no bailaban para detener el tiempo? Puedo tejer una silueta que detendrá el tiempo durante todo un día..., para mí. Para ti puedo crear una que detenga el tiempo durante unos minutos. La mente teje una crisálida para sí misma. Estando dentro de ella aprendes, conoces el nudo atado en la nada.
No sé qué habría visto Feng. Pero me miró y, con voz suplicante, me dijo:
—Ven y lo verás. Un hombre, una mujer. Hoy nacerán dos Adeptos. Uno de la arcilla, otro del líquido.
Les acompañé, aturdida, sin saber qué pensar.
***
Una muchedumbre de niños y jóvenes venía con nosotros, haciendo piruetas y golpeando tamboriles y címbalos, haciendo sonar trompetas hechas con huesos..., ¿huesos humanos? Iban a darle la bienvenida a los Adeptos, me dijo Feng. ¡Naturalmente! Sí, estaba claro que ser cocido dentro de una estatua de arcilla o ser metido en una botella cristalina llena de líquido eran ritos de iniciación..., ceremonias con que demostrar la fuerza de quienes iban a ostentar el poder. Una forma de elegir y perpetuar una clase dirigente secreta que parecía haber llegado a la decisión —de que, con el tiempo, podría vivir sin tener ninguna capa de hombres corrientes sobre los que gobernar. ¡Lo cual, naturalmente, era la forma más segura y más loca de conservar el poder eternamente! ¡Maimuna habría aceptado todo aquello con un terrible entusiasmo!
Mis ojos seguían gastándome bromas y, cuando avancé tambaleándome por entre los edificios del monasterio, la cima del monte Ga Dan me pareció una ciudad irreal: los edificios se movían y oscilaban igual que si fueran las construcciones elásticas de un sueño; pero, aun así, me fijé en una torre lisa equipada con grandes protuberancias y antenas que bien podría ser el sitio donde un mocoso creaba música del útero para transmitirla a Lhasa.
Pero..., ¿sería realmente cierto que toda la experiencia del Prisma era falsa? Un misterio tan burdo y tan barato... ¿Y no había más que eso?
¡No! No era verdad. Yo había visto la Gran Nada, la Gran Oscuridad que se oculta en la raíz de toda la Luz y el Ser. Había sido una visión auténtica..., y el horror era auténtico.
¡Sí! Era una mentira. Había tenido una alucinación, un ataque, igual que le ocurre a un epiléptico cuando contempla el parpadear de unas luces. Y, de todas formas, la experiencia no podía ofrecerme nada. No serviría para mejorar mi vida o para hacerme más humana.
—La Mezcla de Asura —estaba diciendo Fatumeh— es una forma excelente de adiestrar a los más jóvenes para que aprendan a desprenderse del yo y ganar acceso a una identidad nueva y más grande...
—¡Pero en Lhasa no se hacen vuelos a Asura!
Me señaló las inmensas antenas de los edificios.
—Estamos continuamente en contacto con Miami y Kazajstán. Podemos volar a cualquier sitio desde cualquier punto. Verás, los tres mundos alienígenas son juegos de aprendizaje muy importantes, así como optimizadores genéticos. Asura permite aprender cuáles son los estados mentales superiores e inferiores. Yidag prepara para el cambio mental de la «pubertad», la fase de crisálida, y coloca los cimientos de lo que luego será desarrollado por las máquinas de enseñanza como el Prisma. Necesitamos tener acceso a todos los mundos. Y, naturalmente, los Grandes Adeptos siempre están ocupados diseñando nuevos mundos alienígenas para incorporar nuevas técnicas e ideas... Nuestros niños encuentran muy divertido que el mundo exterior tome por realidades sus juegos de la mente...
—¡Oh, sí, apuesto a que les divierte mucho!
El primer edificio del monasterio era la terminal de un funicular. De él salía un cable que se perdía entre los primeros troncos del bosque. Subimos a un vehículo (cuyo interior imitaba un tramo de escalera) y empezamos a bajar. Miré hacia el sur y vi un lago de cristales rotos en ángulo: eran los paneles de energía para la comunidad de Ga Dan. Los árboles parpadeaban delante de los paneles, por lo que clavé los ojos en el suelo de madera, queriendo que tanto mi mente como mis ojos conservaran la lucidez.
—¿Por qué hacéis que algunos Adeptos pasen por el aro y otros por la botella? —pregunté.
—No es más que un asunto de saber cuál de las crisálidas parece más adecuada —replicó Fatumeh—. Como ya te he dicho, observamos el campo corporal para ver lo que el niño sabe hacer con las máquinas...
Estaba mareada, me encontraba mal.
—...la botella yidag se encuentra menos separada del mundo, aunque sólo sea porque deja entrar la luz. Naturalmente, la inmersión en el líquido hace totalmente imposible «ver» nada con claridad. No hay más que un resplandor que va creciendo en intensidad a partir del alba y va disminuyendo con el crepúsculo, igual que una curva sinusoidal muy prolongada..., un solo armónico de luz. Eso hace que la experiencia de la botella también aleje mucho del mundo, pero el aro reduce toda la entrada de estímulos exteriores a cero. Hace que el niño quede totalmente envuelto por su mente, le aísla tan irremisiblemente como si fuera un espacionauta que flotara en el vacío, allí donde no hay estrellas. No puede percibir nada salvo su propia mente.
—¿No hay cierta sensación de tacto? ¿Un poco de calor, algo de presión? Los aros deben ser mucho más dolorosos que flotar dentro de una botella. ¡Kushog fue torturado!
—No, el traje les protege. Aísla y elimina todas las sensaciones, incluso las de temperatura y presión. En la etapa inicial, hasta que el trance llega a ser lo bastante profundo, incluso elimina la sensación de existir. La parte interior del traje está recubierta con una pasta anestésica. Aunque eso sólo ocurre al principio, claro, luego va secándose.
—Kushog...
—...no estaba preparado para soportar la experiencia. Se dejó llevar por su imaginación.
—Entonces, ¿qué razón había para someterle a ella?
—No teníamos forma de saber si estaba preparado o no. Su obsesión por el chöd.. Conseguir nuevos reclutas directamente de la Vieja Humanidad habría sido algo maravilloso. Más continuidad, si quieres expresarlo así...
—¡Menos culpa!
—No nos sentimos culpables. En absoluto...
Bajamos del funicular en un pequeño claro donde varios senderos convergían en una vieja lápida tallada que tendría un par de metros de altura. La mayor parte de las inscripciones habían sido raspadas hasta dejarlas ilegibles, aunque ya hacía mucho tiempo de eso.
—Los campesinos borraron las palabras en los viejos tiempos —me explicó Feng—. Creían que eran palabras mágicas. Hicieron medicinas con el polvo.
Fatumeh sonrió ante aquella muestra de ingenuidad.
—¡Estaban dispuestos a todo con tal de curarse!
Para mí, tanto ella como Feng también pertenecían a un mundo de salvajismo y supersticiones. La única diferencia estaba en que su mundo era una versión más refinada del antiguo, más técnica y poderosa. La razón y la humanidad habían sido arrojadas a un lado por una monstruosa conspiración que había logrado controlar el mundo aprovechando los problemas y disturbios que habían terminado con aquella otra civilización tecnológica y racional que tan astutamente se nos había enseñado a odiar. ¿Cuánto tiempo pasaron aquellos adoradores del Hombre Futuro infiltrándose en el mundo hasta conseguir sus propósitos? ¿Siglos? Probablemente nunca llegaría a conocer la auténtica verdad histórica. La habían deformado o eliminado con tanta habilidad... Lo más que podía hacer era mantener los ojos bien abiertos y averiguar el máximo de datos posibles en cuanto llegáramos a su fortaleza.... No sabía cómo ni dónde, pero quizás aún hubiera forma de salvar una parte de la verdad y hacerla conocida. Sí, aún tenía tiempo, si es que su plan para eliminar a la Humanidad iba a requerir varios siglos y si sus sirvientes, como Feng, seguían teniéndole miedo al avispero representado por todos los seres humanos corrientes que habitaban el mundo.
Cruzamos un bosquecillo y llegamos al gran cristal dorado dentro del que flotaba la chica desnuda. Nos acuclillamos formando un círculo junto a los demás y esperamos. Los minutos fueron pasando. Todo el mundo guardaba silencio.
—Ya no falta mucho —murmuró Fatumeh, colocándose la cola de caballo sobre el vientre—. Pronto...
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté, teniendo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para hablar—. ¿Hay algún tipo de reloj que lo controle?
—No, no es nada mecánico. Puedes notarlo por la altura a que flota dentro del líquido. Ah... ¿Ves?
Un reguero de burbujas doradas brotó de los labios de la chica y, de repente, su cuerpo empezó a subir hasta que su cabeza quedó oculta por el extremo metálico de la botella de cristal, que había empezado a girar lentamente sobre sí misma. Una docena de adolescentes se acercaron al cristal, formando una pirámide humana, y la tapa metálica se soltó para quedar colgando de un cable. La cabeza de la chica emergió del recipiente. Parpadeó. Sus hombros y sus brazos salieron del recipiente, y el fluido resbaló por su piel para volver a caer dentro de la botella, como si todas las gotas que lo componían fueran una sola sustancia que podía ser estirada hasta el infinito pero que jamás llegaría a romperse. La pura y simple lealtad de aquellas moléculas explicaba la membrana que creí haber visto protegiendo la piel de la muchacha.
Pasó las piernas por encima del borde y quedó suspendida en equilibrio, flexionando los músculos de su cuerpo y tragando hondas bocanadas de aire. Después se dejó resbalar por las espaldas de la pirámide humana, y los cuerpos que la formaban cayeron al suelo, rodeándola. La joven se quedó en pie, inmóvil, con una sonrisa radiante en los labios.
—¿Cuánto tiempo ha estado dentro de esa...?
—Poliagua —dijo Feng.
—Calla. Escucha—dijo Fatumeh.
La chica abrió la boca y se dirigió a todos los que estábamos en el claro, pero no usó ninguno de los lenguajes que yo conocía. Las sílabas se pegaron las unas a las otras formando sonidos que se convirtieron en frases, y cada frase era un grupo de sonidos que formaba grupos más grandes..., Muchos-en-Uno. Era un lenguaje tan fluido como un torbellino circular, un lenguaje que abarcaba y encerraba. Era un lenguaje que fluía igual que el mercurio al derramarse, rebotando, dividiéndose, agrupándose, absorbiendo; una confusión de charcos relucientes que acabaron uniéndose para formar una sola masa que, manejada sin el cuidado necesario, podía volver a escindirse en mil partículas distintas para perderse por completo. O eso me pareció. No era más que un abracadabra aprendido de memoria. Era un ritual mágico como los que debieron utilizar los Viejos Magos para invocar a los Dioses de la Tormenta y los Dioses del Sol, los Dioses de la Cacería, los Dioses del Poder... ¡Una sucesión críptica de sílabas carentes de significado que la hacían parecer más primitiva que nosotros, no una especie superior de ser humano!
—Ha pasado veinte días dentro de ese recipiente, contando el día de hoy —dijo Fatumeh cuando el canturreo de la chica hubo llegado a su fin y mientras ésta, acompañada por un adulto, se alejaba del claro—. Mientras estuvo dentro de él su mente ha estado componiendo este..., bueno, supongo que podrías llamarlo cántico de agradecimiento. Ahora, la capacidad y la coordinación de su cerebro son mayores que antes. Su forma de hablar lo demuestra. Verás, durante la fase de crisálida, el cerebro sufre cambios físicos muy importantes... La topología del pensamiento se vuelve más complicada, más autoanalítica. Todos llevamos dentro un programa incorporado que nos permite aprender el lenguaje humano, pero la amplitud del canal usado por ese lenguaje sigue siendo muy pequeña...; aunque en cada lenguaje hay un gran número de sonidos básicos que no se utilizan y que podrían hacerlo más amplio y complejo. Por ejemplo, todo el vocabulario inglés puede ser reducido a palabras de una sílaba sin hacerle perder ni una fracción de su flexibilidad y sutileza..., ¡hay tantas combinaciones que no se utilizan! La fase de crisálida hace que el programa del lenguaje dé un paso hacia delante y genera el potencial para crear estructuras mucho más densas y ricas..., con las pautas del viejo lenguaje como una especie de forma larval más sencilla del nuevo lenguaje. Ahora, naturalmente, los Adeptos evolucionados pueden ayudar a los candidatos antes de que entren en la fase de crisálida ofreciéndoles una relación de entrenamiento retroalimentadora. Vivirá entre ellos y aprenderá a refinar su nuevo lenguaje. Lo que estamos creando, y utilizando, gracias a las alteraciones producidas por la fase de crisálida, es toda una serie de lenguajes superiores que pueden expresar muchas más cosas de una forma mucho más concisa y exacta. Esos lenguajes pueden describir la apariencia de un rostro, o la actividad física de la natación por ejemplo, en vez de limitarse a nombrarla poniéndole encima una etiqueta rudimentaria...
»Después de que una mariposa haya dejado de ser oruga, ¿puede seguir arrastrándose? Naturalmente que sí, siempre que quiera hacerlo. ¡Es lo que estoy haciendo ahora cuando hablo contigo, y con Feng, usando un lenguaje que podéis comprender! Pero, aun así, eso sigue siendo arrastrarse. Es como si me cortara las alas en beneficio vuestro... Ella también es una Adepta Menor. Pero los Grandes Adeptos..., ellos no pueden cortarse las alas y volver a la etapa prehumana con tanta facilidad. Su concepto del ambiente es tan distinto..., hablo de toda su umwelt, el medio ambiente que perciben. Representan el salto completo de la crisálida. Esa chica y yo seguimos siendo saltos parciales a medio camino entre lo viejo y lo nuevo..., orugas con alas, si quieres expresarlo así. Tenemos la esperanza de poder llegar a su nivel antes del fin de nuestras vidas. El Hombre del Futuro Lejano, por oposición a los que sólo son Hombres del Futuro, quizá tenga que pasar por muchas más fases como crisálida de las que ahora podemos imaginar... —Su voz se alzó hasta convertirse en un himno de acción de gracias, una canción de triunfo—. Esas fases quizás incluyan un estado como plasma psíquico libre, un campo corporal liberado que pueda prescindir del cuerpo y sea capaz de absorber energía del sol, quizás incluso de la mismísima textura del espacio, usando sistemas que ahora no podemos ni soñar..., ¡hasta acabar llegando a las estrellas! Un día seremos ángeles. Yo no lo veré, pero los hijos de mis hijos, dentro de cien generaciones, sí podrán ver ese momento. Aunque ahora ya vivo con ellos en el Tiempo Absoluto... ¡No estoy sola; como tampoco lo está la Vieja Humanidad!
»Puede que entonces nunca nos veamos obligados a morir, a menos que lo deseemos. Quizá podamos encarnarnos temporalmente en otros animales de éste y otros mundos, tal vez incluso en árboles, en cualquier ser vivo... y ser el tigre, o el saguaro gigante del desierto, o la ballena que habita en el mar, o un caracol, o un escarabajo... Esas encarnaciones no serán más que juegos. El espacio será el auténtico lugar donde aprenderemos a descifrar el universo: allí encontraremos otras grandes mentes que serán nuestros iguales o nuestros superiores, y aprenderemos con ellas, o quizá logremos hacerlo sin ayuda, ¡y sabremos cómo es posible convertirnos en Dios y crear el universo que nos creó! El estanque genético deberá restaurarse a sí mismo durante generaciones antes de que todo eso sea posible. Ése es el trabajo que nos aguarda a partir de ahora.
Se fue calmando. Salimos del claro donde se alzaba el cristal dorado, acompañados por el resto de los celebrantes, y cruzamos los bosques en dirección a la cicatriz artificialmente humedecida que contenía la aldea de los seres de arcilla.
22
CAMINAR POR AQUELLA AVENIDA DE ESTATUAS, sabiendo que en el interior de algunas había seres humanos aprisionados, me puso la piel de gallina. Al menos la chica que flotaba en el líquido dorado parecía tranquila y feliz. Era el rostro aceptable de este extraño culto inhumano... Pero cocer la carne humana en prisiones de arcilla para crear una crisálida mental era algo que me repugnaba, y traté de no rozar ninguno de aquellos objetos horribles..., ¡aunque resultaba bastante difícil, pues cada intento de esquivarlos podía hacerte resbalar por ese fango viscoso y caer directamente sobre otra estatua!
El globo flotaba casi encima de la aldea, formando un gran tejado grisáceo. No había ninguna luz solar que pudiese engañar mis ojos, y me di cuenta de lo horrible que era todo aquel paisaje.
Sí, éste era el sitio donde terminaban todos los niños que deseaban arrancar las alas de las moscas...
A mitad de la avenida había una muchedumbre congregada alrededor de una estatua. La mayor parte de los presentes eran «niños de arcilla»: llevaban la cabeza cubierta por sus capuchones y la holgada tela negra de sus trajes flotaba a su alrededor, convirtiéndoles en criaturas amorfas. Nos contemplaban a través de unas gafas con cristales rojizos que les hacían parecer un grupo de sacerdotes-lagarto enloquecidos.
Vistos de cerca, los aros no eran exactamente aros. La columna vertebral humana no podría haber soportado un maltrato semejante. Se parecían más a un triángulo redondeado, con el cuerpo encogido en una posición fetal como una deformada hipotenusa. En la plaza central de la aldea había montones de cestas de mimbre que tenían esa misma forma —su delirio habría hecho que Kushog no se fijara en ellos, o quizá hubieran sido eliminados de su grabación durante el montaje—, esperando ser usados como armazones para las nuevas estatuas..., botes en forma de plátano destinados a contener cuerpos.
Algo vestido de negro subió por la escalerilla que llevaba al globo. Poco después de que entrara en él, una luz azulada de una potencia casi insoportable bañó la aldea: toda la parte inferior del globo estaba llena de reflectores que emitían una claridad tenue pero aun así muy fuerte. La intensidad de las luces fue disminuyendo, dejando una avenida llena de imágenes fantasmagóricas y visiones donde las estatuas se retorcían igual que espíritus atormentados.
Más engaños y mixtificaciones..., ¡luces brillantes para cegarte durante el día!
Unos instantes después, la parte superior de «nuestra» estatua empezó a resquebrajarse. Acabó haciéndose añicos, derramando una lluvia de cañas rotas y fragmentos de arcilla sucia; una mano de piel negra y reseca parecida al cuero se abrió paso por el cascarón, seguida por una segunda mano igual de arrugada. Manos momificadas. Manos marchitas de carne asada... Qué espectáculo tan horrible: un cuerpo momificado en vida que seguía vivo después de la experiencia.
Las manos se unieron como si su propietario se dispusiera a nadar, haciendo caer más pedazos de arcilla y cañas. Una cabeza sin rasgos emergió del cascarón, seguida por un cuerpo encogido sobre sí mismo.
Pero aquella piel negra y reseca ya estaba empezando a cubrirse de grietas y no tardó en desprenderse. La piel no era más que uno de esos trajes que llevaban para parecerse a orugas, y el calor de la cocción la había resecado, dejándola lista para desprenderse al menor movimiento. Sí, era uno de aquellos trajes que anulaban las sensaciones, y había ido cociéndose lentamente después de las primeras vueltas encima del fuego —supongo que por el calor corporal más que nada—, hasta que la tensión ejercida por la tela había hecho que la víctima saliera de su trance...
Y debajo del traje había un joven: intacto y entero, con la piel blanca como el hueso. Retorció las nalgas, liberándolas de la arcilla. Sus pies apartaron los restos de la estatua y el traje y empezó a bajar hacia el suelo, sin que nadie le ayudara; la distancia era menor que en el caso del cristal. Se arrancó los últimos fragmentos de tela negra que le cubrían los ojos y la boca; y también él movió los labios, pronunciando...
¡Galimatías!
—Su cuerpo también habla expresando lo que pasa por su mente —murmuró Fatumeh—. ¡Mira, todo su cuerpo habla!
El joven empezó a balancearse. Movió la cabeza con una inmensa concentración, flexionó los brazos, dobló las rodillas y agitó los dedos..., todo ello guiándose por ritmos separados y contradictorios, como si estuviera intentando sugerir nuevos ejes para el espacio tridimensional, como si quisiera que su cuerpo trazara el mapa de nuevas dimensiones situadas en ángulo recto las unas con las otras: cada dimensión tenía su propia frecuencia particular y, sin embargo, todas se encontraban dentro de este espacio nuestro del aquí-y-ahora. Daba la impresión de estar..., desarticulado, roto en pedazos. Y sin embargo, mientras bailaba y hablaba, emitiendo mensajes del cuerpo —mensajes que su cuerpo parecía comunicarle directamente a mis propios músculos y, con ello, a la mente que había bajo mi consciencia, sin que yo supiera cuál era el contenido de lo que estaba diciendo—, todo el mundo empezó a distorsionarse y a romperse en pedazos. Me sentí inexorablemente atraída hacia su loca danza multidimensional.
—Un Gran Adepto —jadeó Fatumeh—. Él llegará a las cimas...
¡Un maestro del hipnotismo, más bien! Tuve la sensación de estar rompiéndome por dentro —igual que durante la Mezcla del Ocaso en Asura; como si hubiera conseguido hacer que el pájaro se apartara del árbol—, como si la calamidad con que Klimt me había amenazado estuviera volviéndose realidad... Lo que ocurrió después me resulta difícil de explicar —o, al menos, se lo resulta a este «yo» etiquetado con el nombre de Lila Makindi—, pues me convertí en muchos yoes separados. Durante mucho tiempo no tuve ningún yo digno de ese nombre. Ahora lo recuerdo; pero durante la experiencia todo fue muy distinto. Era cien personalidades separadas, cien estados mentales separados que conspiraban para pensar que poseían una identidad conjunta. Recuerdo, sí; pero el recuerdo no describe la experiencia, igual que la palabra «nadar» no describe los complejos movimientos integrados del cuerpo en el agua. Estaba experimentando la desintegración de mi «yo» fantasma llamado Lila y su transformación en las esferas separadas que coexisten bajo el «campo del Yo»...
Era: un Cerebro Que Sueña..., un conjunto de fantasías centradas en el mundo que recordaba, y podía verlas todas con un ojo interno que no tenía consciencia del tiempo y que apenas sabía cómo enfocar. Cualquier esfuerzo para ver con más claridad hacía que todo se volviera confuso y empezara a moverse igual que le ocurriría a un ojo desprovisto de cuenca sometido a la presión del dedo, y un instante después el ojo volvía a centrarse en otra cosa vista de forma tan poco clara como la anterior. Si pudiera hacer que este ojo despertara de su eterno sueño, podría hacer un nudo en el caos de fantasías. Cada nudo que ataba era un mero lazo que se deshacía en el mismo instante de crearlo. Era un Cerebro Que Sueña, nada más.
Era: un Cerebro Que Trabaja. Que hace volver la cabeza, da pasos, pone el pie en el suelo, hace apretar los dedos formando un puño, abre la boca para hablar; un Cerebro que hace moverse los pulmones y latir el corazón, que hace girar los globos oculares y se aparta del fuego, un Cerebro que también mantiene la orina dentro de la vejiga.... Pero el Cerebro Que Trabaja no era más que el hacer esas cosas, un mero autómata. No podía ayudar a mi Cerebro Que Sueña en una tarea tan sencilla como la de atar ese nudo.
Era: un Cerebro Que Examina y Percibe. Incluso aquel estado mental no tardó en descomponerse en un Cerebro Que Percibe y otro Cerebro Que Examina, y cada uno ignoraba la existencia del otro. Percibí: un caos de luz y colores que no tenía altura, grosor ni profundidad..., un manchón confuso carente de significado o dimensiones. Era ininteligible. Busqué —usando toda clase de formas y pautas, queriendo que el mundo encajara, queriendo darle una forma y comprender su sentido—, pero no había nada que encajara con ese caos, no había ninguna comunión con el Cerebro Que Percibe, aunque yo percibía y examinaba la misma escena (el sitio donde los miembros de un joven dictador se descoyuntaban rítmicamente en una cohorte de danzas distintas, separadas las unas de las otras...).
Era: un Cerebro Que Recuerda; un Cerebro que Registra. Recordé y reviví mis minutos de amor con Rajit en la playa de Sinda. Su cabello colgando sobre su espalda igual que una cuerda negra retorcida por el agua; mi boca se embriagaba sintiendo la dulzura de sus besos que sabían a vino de palma... Mi Cerebro Que Cuenta El Tiempo Y Localiza Las Cosas huyó de aquel recuerdo resucitado, tan vívido y completo..., pues el Cerebro Que Recuerda obedecía a la misma éxtasis temporal de mi Cerebro Que Sueña; sólo que él trataba con Lo Que Fue, y no con Lo Que Podría Ser. Trataba acontecimientos, no permutaciones.
Y en algún sitio, perdido entre esos cerebros, entre el sueño y el recuerdo, tenía que haber un Cerebro Voluntad: un cerebro que convertía todas las posibilidades del mundo en unos acontecimientos determinados, una realidad; un cerebro que anudaba lo probable convirtiéndolo en lo real... ¡Y no podía encontrarlo, porque no había ningún «yo» capaz de llevar a cabo esa búsqueda! La idea del «yo» no era más que una conjura, una ilusión. Todas las posibilidades existían. Todo... y nada. Y mis estados mentales se alejaron los unos de los otros, dispersándose hasta convertirse en estados cada vez menos evolucionados; primero fueron cubos, luego líneas y después puntos, y cada uno seguía su propio eje personal, el del sueño, el trabajo, la percepción, el formar y el investigar, el recordar..., y el danzarín movía sus manos por separado, cada dedo de cada mano, y cada articulación de cada dedo, una danza semáforo ejecutada con la máxima atención, una danza capaz de hablar directamente con este rebaño de mentes. La caja de mi mente y el andamio de mi cuerpo eran su único acuerdo sobre quién era «yo».
Y, si yo sentía todo esto, entonces era cierto que los auténticos seres humanos no existían..., ¡todavía! ¡Oh, cómo intenté olvidar aquella no-existencia de mí misma y de toda la humanidad..., después! Pero cuando ocurrió no había ningún «yo» capaz de ordenarme que rechazara aquella experiencia...
Finalmente, el mundo volvió a su sitio de costumbre, y «yo» con él. El joven desnudo había terminado de bailar y estaba alejándose de la aldea de arcilla..., ¡tan blanco como un gusano empollado en la carne humana, blanco como los excrementos de un perro con indigestión!
Ya lo has visto, Lila —insistió Feng.
—No he visto nada —gemí—. Hipnotismo..., alucinaciones..., ¿cómo puedo saberlo? Sólo sé que siempre he sido manipulada. Todos los seres humanos son manipulados. Pero los seres humanos no pueden hacer nada salvo ser precisamente eso, humanos... Vivir en este mundo es algo maravilloso. Hacer el amor. Sentir el sabor del vino de palma en los labios. Nadar. Trabajar, cultivar plantas para comer...
—Ser «humano» en esos términos tuyos es hallarse sumido en la hipnosis —suspiró Feng—. ¡«Limitarse a vivir» no es más que eso! No pudiste mantener la cohesión de tu mente, ¿verdad? Eso se debe a que en realidad no existe ningún tú coherente que pueda mantenerla unida. No eres más que un conjunto de estados mentales unidos en un gran átomo con muchos electrones orbitando a su alrededor. Las electrones están saltando continuamente de una órbita a otra, chocando los unos con los otros..., ¡excluyéndose los unos a los otros!
—El Bardo pretende llevar a cabo el genocidio del hombre y de la mujer, acabar con los seres humanos. Vuestro Hombre del Futuro nunca llegará a existir. Siempre habrá algo más allá, y más allá de ese más allá... Un perro nunca consigue atraparse la cola. Qué equivocados estáis... —Arranqué un trocito de arcilla de los restos de la estatua y lo arrojé al globo. No logré darle. El trocito de arcilla cayó al suelo, no sé dónde.
—Que un ser humano más consciente esté emergiendo de la Vieja Humanidad... ¿Eso te parece un crimen? Entonces, ¿la mariposa asesina a la oruga? —me preguntó Fatumeh con voz burlona.
Arranqué otro pedazo de arcilla, una bola erizada de astillas de caña, y me lancé sobre Feng y sobre Fatumeh, aunque estuviera embarazada. Al menos tenía la fuerza de voluntad suficiente para ese ridículo y mísero ataque..., ¡sí, podía obrar libremente, sin que nadie me controlase!
Naturalmente, jamás pude llegar hasta Fatumeh; aunque quizá sí habría podido llegar hasta Feng. Fatumeh agitó sus manos ante mi rostro, y el tiempo se detuvo durante un segundo hasta que hubo esquivado mi embestida. Era una hipnotizadora muy hábil. Y yo era triplemente vulnerable: por haber estado atrapada en el Prisma; por el truco de la alfombra, y ahora por haber presenciado la enloquecedora danza del muchacho, esa danza que me había hecho dudar de si yo era realmente «yo» y de si existía como persona... Para Fatumeh, no era más que una esclava sujeta a su control. Una muñeca. Un autómata.
Fatumeh agitó la cabeza, como compadeciéndose de mí.
—Todo el mundo puede ser hipnotizado —exclamé.
—No. Los Adeptos son inmunes al hipnotismo. A menos que deseen dejarse hipnotizar, claro... Pero los humanos corrientes se pasan toda la vida hipnotizados. Es cierto, ¿sabes? Poco o mucho... Tu Viejo Humano sigue siendo una criatura preconsciente con breves destellos de auténtica consciencia que se esfuman apenas nacer. Está dormido. El sueño de la vida es tan atractivo como un imán. Tu Viejo Humano puede llegar a enfadarse mucho en sueños. Igual que tú hace unos momentos... Se agita locamente y golpea lo primero que encuentra, pues quiere seguir dormido. Debes comprender que hoy se te ha mostrado algo muy importante, y que has despertado un rato de tu sueño..., no ha sido ningún engaño.
—No te culpo por haber reaccionado así, Lila —dijo Feng, llevándose la mano a la mejilla, quizá para ocultar una herida. O quizá no, pues no vi que sangrara—. Puedes pensar en todo esto durante una semana. Después, tendrás que tomar una decisión. Creo que es tiempo más que suficiente, ¿no? Necesitamos administradores. Intermediarios entusiastas... Y si dices que sí, ten la seguridad de que sabremos si dices la verdad. Sinceramente, espero que tú también lo sepas. Eres una persona de lo más transparente, ¿sabes? Nosotros comprendemos a la gente.
¿Lo era? ¿A quién se refería Feng con ese «nosotros»? ¡Las delirios de grandeza eran contagiosos!
—De todas formas, bastará con una prueba Backster para decirnos si eres sincera. Cualquier planta conectada a un galvanómetro servirá.
—De lo contrario —dijo Fatumeh—, ya sabes lo que te espera y adónde irás a parar, ¿no?
Me acordé de una gallina roja que seguía la huella de un neumático de bicicleta en la aldea de Bagamoyo, hipnotizada por aquella línea recta. Caminaba y caminaba..., hasta que un perro se lanzó sobre ella, ladrando, y rompió su trance...
—Entonces, ¿es que los perros carecen de existencia? ¿Y las gallinas? —les pregunté con voz suplicante—. ¿Deberíamos acabar con todos los perros y las gallinas sólo porque viven en un sueño?
23
Y ÉSA FUE LA RAZÓN de que dispusiera de una semana a solas en el Potala para pensármelo. Un mongol o tártaro de rostro salvaje me llevó al Palacio. Ni tan siquiera me encerraron con llave; pero otro centinela igual de paciente y poco comunicativo montaba guardia en el pasillo delante de mi puerta.
Quizá fuera cierto que «Adeptos» del espacio habían influido sobre la mente humana. El cosmos debía contener otros seres avanzados capaces de pensar, por lo que quizá la mentira del Bardo fuera una especie de verdad distorsionada, algo que sería descubierto por aquellos Adeptos «desencarnados» que acabarían marchándose de la Tierra... ¡Quizás el Bardo fuera un experimento alienígena con la Humanidad, algo llevado a cabo de una forma tan sutil y durante un período de tiempo tan prolongado que ni tan siquiera el Bardo estaba enterado de lo que ocurría! ¡Sí, un experimento planeado por seres tan avanzados que no habría más remedio que llamarles «dioses»! ¿Cómo se puede discutir con un Dios? ¿Cómo se puede ir contra la voluntad de Dios?
Hice igual que aquella gallina de Bagamoyo y me dediqué a recorrer esa senda de teorías, y luego tomé por otra distinta; y siempre me sorprendía sentir aquella especie de ladrido que se alzaba en mi interior: un ladrido de ira...
Yungi había sido destinada permanentemente a la guardería. No me importaba. No era mía... ¡Además, el Bardo llevaba mucho tiempo enseñándole al mundo que debía ponerle freno a las exigencias del yo individual! Todo para conseguir una sociedad humana sana y cuerda, decían. ¡En realidad, si obraban así era porque pensaban que la inmensa mayoría de la gente no tenía ningún «yo» digno de tal nombre!
Otra vez la ira. El odio que me inspiraban.
¡Bibi Mwezi se había echado agua hirviendo encima del brazo para expresar su yo! ¡Maimuna se había tragado una araña en salmuera!
Todo aquel invento de los «dioses alienígenas» que nos guiaban era una estupidez. La fe en el Más Allá había sido una buena excusa para abusar del mundo conservando la conciencia limpia. Ahora había una fe distinta..., la fe en un Más Allá diferente. Y eso dejaba que el Bardo, con la conciencia igualmente limpia, dictara su sentencia: el Hombre es el Pasado.
Feng no vino a verme ni una sola vez.
Al sexto día pedí ver a Yungi. Tenía que salir de mi habitación. Se había convertido en uno de esos aros de barro y me aprisionaba: estaba cociéndome dentro de ella, convirtiéndome en algo que me negaba a ser. Los muros de piedra eran espejos y me acosaban con mi propia imagen. Hasta que dejé de sentir ira. Hasta que me rendí. Y creí.
De repente descubrí que deseaba ver a Yungi. Pero la idea de verla también me daba miedo. Quizá quisiera verla sólo para aborrecerla, para sentir odio hacia ella... Y, si no la aborrecía, si la amaba y creía en ella..., bueno, entonces tenía que empezar a imaginarme el día en que una desgarbada joven color café con leche flotaría en el dorado fondo de una botella yidag, suspendida en el líquido durante días hasta volver a la superficie con un cántico de agradecimiento en los labios, un cántico que yo podría oír, sí, pero no comprender..., una mariposa con alas invisibles para mí. ¿Debería amar a ese ser extraño y alterado a quien sólo podía inspirar una mezcla de pena y compasión?
Tenía que verla para saberlo. Era ella quien debía revelarme la respuesta al enigma. Mi cuerpo me lo decía.
Abrí la puerta, le dije el nombre de Feng al dobdob y señalé el teléfono de la pared. Marcó el número y me entregó el auricular.
—¿Feng? ¿Eres tú? Tengo que ver a Yungi. Sólo ella puede indicarme qué decisión debo tomar. Es la parte de mi ser que vive fuera de mí. La parte a la que aún soy incapaz de llegar... ¿Puedes comprenderlo?
—Desde luego. Pásale el auricular al dobdob. Le diré que te lleve allí.
El dobdob colgó el auricular unos segundos después y me indicó que debía acompañarle por el pasillo que llevaba a la guardería. La tarde acababa de empezar. Una soleada tarde de julio... Cuando llegamos a la guardería el sol entraba por las ventanas, iluminando los mandalas de las paredes. La sala vibraba con el murmullo de los auriculares, de los que brotaba una música parecida al zumbido de las abejas. La mayor parte de los bebés estaban dormidos. Sobre algunas cunas colgaban grandes móviles poliédricos de plástico o cristal que giraban lentamente sobre sí mismos y dejaban ver a cada giro siluetas que se agitaban en su interior: móviles caleidoscópicos. El dobdob saludó a la Enfermera Descalza, y los dos se quedaron junto a la puerta, hablando en voz baja. Yungi estaba dormida con la cabeza ladeada, y sus párpados parecían conchas de porcelana gris. Tenía las manos junto a la cabeza, cerca de los auriculares, con las palmas medio reveladas. Sobre su cuna había uno de aquellos móviles, ofreciéndole una sucesión de facetas transparentes para que, cuando estuviera despierta, pudiese ver el lento desfilar de luces y formas.
Me arrodillé junto a su cuna y alcé los ojos hacia el móvil desde aquella postura. Vi toda una serie de laberintos distintos con un dragoncito rojo corriendo por cada uno de ellos. La continua rotación del móvil creaba la ilusión de que el dragoncito corría de un lado para otro, buscando una salida. Y, al mismo tiempo, una multitud de espejitos y fragmentos de cristal polarizado hábilmente colocados alteraban la disposición del laberinto con cada giro del poliedro, por lo que la imagen del dragón siempre tenía que correr en un sentido distinto. Una ilusión corriendo a través de más ilusiones...
Me puse en pie. Hice girar el móvil más deprisa, y Yungi abrió los ojos. Movió las manos y golpeó el colchón, como si se dispusiera a llorar. La mejilla sobre la que había estado durmiendo mostraba la huella dejada por la presión de la tela. La observé, y vi cómo se iba desvaneciendo poco a poco. Igual que la señal de una bofetada dada por una mano minúscula...
La luz dorada revelaba cada mota de polvo que flotaba en el aire: la yema del día, separada de la clara. Hice girar el móvil cada vez más deprisa y Yungi eructó. Un hilillo de saliva rodó por la comisura de sus labios. Apenas si olía pero, aun así, el olor resultaba terriblemente penetrante... Como si jamás pudiera ser limpiado. Me bastaría tocar ese hilillo de saliva con la yema del dedo para que mi piel quedara eternamente saturada de su olor.
Volví a ponerme de rodillas junto a la cuna, sintiendo como el olor de su saliva se hacía aún más perceptible, y me dediqué a contemplar el ahora mucho más acelerado girar del móvil, toda aquella serie de carreras por los muchos laberintos posibles...
El dragón corría por un camino. Que se convirtió en otro camino distinto. Por el que ese dragón ya estaba corriendo. Y el camino se alteró. Cambio, cambio, cambio. Los laberintos se confundieron entre sí hasta que todos los laberintos existieron al mismo tiempo y en el mismo sitio, hasta que todas las opciones fueron iguales y el Tiempo quedó cancelado por aquella afluencia de Espacios extra coexistentes. Hasta que el Tiempo se volvió Espacio... Y, uniendo toda aquella multiplicidad de Espacios, el mismo olor de siempre, el aroma dulzón de su saliva...
El dragón rojo echó a correr y se perdió en la lejanía. Parecía una gallina. Y ya estaba disponiéndose a perseguir a esa misma gallina. Pues el dragón rojo y la gallina roja eran la misma bestia..., ¡en puntos distintos del espacio!
El dragón era una Bestia Estelar minúscula..., la Bestia Estelar de la mente de Yungi, y estaba creciendo. La bestia se alimentaría con las gallinas de la Humanidad, esparciendo sus plumas al viento..., aunque ella misma fuera todas esas gallinas. Lo que Yungi veía correr por el laberinto era yo misma, yendo hacia la izquierda, hacia la derecha...
Su saliva olía igual que el aliento de un dragón. ¡Mi bebé dragón! ¿Dónde estaba la inocencia de un dragón?
Yungi volvió a eructar, babeó y parpadeó, contemplando aquella multitud de laberintos giratorios que eran un solo laberinto...
—¡Lila!
Una voz familiar. Sedosa, llena de astucia. La voz de Maimuna. Me puse en pie, aturdida.
—¿Qué haces? ¿Juegas a ser la madre embobada ante su niña?
—Se rio. Mi dobdob la contempló con cierta suspicacia, pero la enfermera le dijo algo que pareció tranquilizarle. Maimuna debía haber estado haciendo grandes esfuerzos por portarse bien. El dobdob dejó que viniera hacia mí—. Parecías haberte esfumado. Llevo siglos sin verte... ¿Aún no has volado? Acabo de terminar mi segundo vuelo. —Me dirigió una sonrisa llena de confianza en sí misma—. Supongo que dentro de unas semanas volveré a volar.
—¿De veras? Bueno, ¿y cuál de éstos es tu bebé?
—¿Doudou? ¿A quién le importa? Creo que está al otro extremo de la sala, a menos que lo hayan cambiado de sitio.
—¿Por qué vienes a visitarle si no te importa?
—Estoy tanteando el ambiente, Lila. Creando precedentes. Descubriendo cosas...
—Ya veo; estás intentando congraciarte con los de arriba. Dime, ¿aún tienes ese otro pendiente tuyo? El que lleva la mosca dentro... Durante un breve segundo pareció horrorizada. Debía saber que la enfermera no hablaba inglés, pero se volvió hacia el dobdob, lanzándole una mirada llena de preocupación.
—No te preocupes, él tampoco nos entiende... —Aun así, siempre quedaban los micrófonos de Feng. Quizás hubiera unos cuantos escondidos en la guardería...
El móvil había vuelto a recobrar su velocidad normal, y los ojos de Yungi iban cerrándose lentamente.
—Adiós, hija dragón —murmuré—. Y si no creces, y si tu vida es corta..., por favor, recuerda que has estado viva. Lo cual quiere decir que siempre has estado viva. Llegaste a existir, y eso debe de ser mejor que no haber existido nunca. Nada se pierde para siempre, ¿verdad, Bestia Estelar a la que llamo hija?
—¿De qué estás hablando?
—Quiero que me abraces, Maimuna. Quiero que pongas la misma cara que si me amaras, como si fuera tu hermana...
Vino hacia mí..., y por su expresión parecía pensar que yo llevaba un cuchillo escondido en la manga.
—Abrázame —le supliqué.
Y lo cierto es que me abrazó, con un inmenso y astuto cariño, igual que una niña cuando intenta conseguir algún regalo. Me rodeó con sus brazos. Yo también la abracé.
—Estás embarazada, Maimuna —le dije en voz baja—. ¡Es cierto! Cambiaron de sitio la mosca y la araña cuando estábamos en Miami... Feng me lo dijo. Bebiste la droga de la fertilidad en vez del anticonceptivo. Vi tu óvulo moviéndose por tu trompa de Falopio para encontrarse con los espermatozoides de Mular. Feng me lo mostró todo en una pantalla mientras vosotros dos volabais. Parecía divertirle mucho. Tendrás más bebés. Seguirás teniendo bebés hasta que llegue el momento de tu retiro, y entonces irás a Madagascar..., sí, te enviarán allí. No lo sabías, ¿verdad? ¡Y hay mucho más...!
Intenté explicarle cuál era el auténtico objetivo del Bardo; intenté revelarle un poco, sólo un poco, de cuanto había visto.
—No quieren tenerte como ayudante. Si sigues deseando el poder, sólo hay una forma de conseguirlo. ¡Tendrás que hablar con los dobdobs que dirigen la guerra y explicarles la verdad sobre la Bestia Estelar! ¡Y tendrás que decirles dónde pueden encontrarla! Está en la Tierra, a menos de sesenta kilómetros de aquí... De hecho, está aquí mismo, en la guardería...
Perdí el control de mis nervios; me eché a llorar en sus brazos. Lloré porque estaba diciéndole que hablara con aquellos guerreros de abajo, pidiéndole que les convenciera para que volviesen a convertirse en auténticos soldados como los de antes... Estaba explicándole cómo podía revivir el diablo oculto en el Hombre...
—¡Pero no tienen por qué convertirse en asesinos de bebés! Los hijos del Bardo pueden escapar a la fase de cambio si no reciben los impulsos necesarios. Aún podría llevarme a mi Yungi, darle una educación normal...
¿Creía realmente todo eso que estaba diciendo? Lo más probable era que los dobdobs usasen sus armas en una ciega matanza indiscriminada, enfurecidos al descubrir la conspiración que habían estado protegiendo sin saberlo...
Quizá no. La Humanidad aún podía levantarse contra el Bardo sintiendo una mezcla de ira y compasión. Llevábamos siglo y medio de Ecología Social..., ¡y había sido una bendición, aunque sus cimientos fueran una mentira! Quizás aún pudiéramos conservar el espíritu de la sociedad creada por el Bardo, incluso mientras le cortábamos la cabeza... Tal vez no hiciera falta derramar demasiada sangre.
—¡Haz que los dobdobs corrientes comprendan lo que ocurrió realmente durante la emergencia de Kushog! ¡Llévales por los pasillos hasta la habitación que hay detrás de su Sala de Guerra! Bebe tu otra droga para librarte de tu bebé. Así tendrás que hacer otro vuelo y volverás allí abajo... ¿Querrás hacerlo? Te convertirás en su reina, su liberadora... El destino ha hecho que nos encontráramos para que pudieses tener esta oportunidad.
Se apartó de mí, con el ceño fruncido.
—Debes odiarme mucho, ¿no, Lila? —Bajó la voz en una exagerada muestra de cautela—. ¡Y sólo porque no quise dejarte beber un poco de la droga! ¡Si hasta me tomé la molestia de explicarte que sólo había suficiente para una dosis...! ¡Corrí un auténtico peligro para explicártelo!
—Pero..., ¿es que no crees... nada de lo que te he dicho? ¡Pensé que querías averiguar lo que sabía Feng! —La miré, y percibí el brillo de astucia que ardía en sus ojos. Oh, sí, me creía. Estaba fingiendo, eso era todo..., ¡y pensaba en qué provecho podía sacar de todo aquello!
—Si creyera todo eso, querida mía, ¿piensas que volvería corriendo a mi habitación para tragarme ese jugo de mosca sólo porque tú lo dices?
—Espera a que acabe el mes. Entonces sabrás que te han engañado. Y no seré yo quien te ha engañado.
—Pues claro que esperaré a que acabe el mes.
—Si para entonces ya es demasiado tarde...
—Oye, un anticonceptivo y una droga abortiva son dos cosas muy distintas... No sé si quieres engañarme o no, pero si estabas pensando en eso, te advierto que no funcionará.
—...tendrás que buscar otro método. ¡Oh! Me di cuenta de lo que acababa de decir. ¡Naturalmente! Suponiendo que sirviera de algo, si fuera algo más que un simple juguete, ¿por qué le habían dejado conservar el globo con la mosca durante su embarazo? No era extraño que la tuviera perpleja, agarrándome frenéticamente a cualquier posibilidad, por pequeña que fuera...—. Tienes que llegar hasta ahí, Maimuna. ¡Si eres tan lista, demuéstralo encontrando una forma de conseguirlo!
—Estoy segura de que podría hacerlo.
—Tienes que alertar a los dobdobs. Quizá puedas conseguirlo usando a Chang... Pero decírselo a un sólo dobdob..., sería peligroso. ¡Tienes que decírselo a todos! Yo no puedo hacerlo. Comparada conmigo, tú sigues siendo libre. Tienes que ser su liberadora. ¡Y la de todos los demás!
—Maimuna tomará su propia decisión sobre lo que debe creer —dijo con una leve sonrisa, apartándose aún más de mí, dando unos pasos hacia la puerta—. Y sobre lo que debe hacer... Hablando como una mujer libre..., bueno, querida, te prometo que pensaré en ello. No se me olvidará.
Sí, pensaría en ello. Tenía que hacerlo. Feng debía ver cómo su desprecio hacia Maimuna, tan débil y humana, acababa siendo su perdición. Había plantado la semilla. ¡Aunque a Maimuna no le importara nada la verdad, sino sólo el poder!
Maimuna me guiñó el ojo y se marchó. No fue un guiño de burla, sino de complicidad..., o eso esperaba yo.
Pero, ¿qué sería de mí ahora? Se me había acabado el tiempo. Feng dijo que sabrían si estaba diciendo la verdad o no, por lo que no podía acceder a su petición sin ser sincera. Y, suponiendo que tuvieran alguna duda, ¡bastaría con una planta conectada a un galvanómetro para revelarles la verdad! Tenía que creer sinceramente en mi respuesta. Pero si decía que no, y mi centinela dobdob les informaba de que había hablado con Maimuna..., yo desaparecería, y Maimuna jamás tendría ocasión de hacer nada.
Tenía que inventarme alguna distracción con que engañar a Feng, algo que le hiciera cerrar mi caso para siempre..., dejando libre a Maimuna.
Yungi yacía desnuda en su cuna: sólo llevaba un pañal atado a la cintura. Naturalmente, no había almohada. Y las noches de julio eran demasiado cálidas para usar mantas...
En el estante había unos cuantos pañales limpios. Los cogí. Mi dobdob seguía con los ojos clavados en el pasillo por donde había desaparecido Maimuna. ¡Entonces, la enfermera...! Tendría que verme actuar.
Fui hacia Yungi y le quité los auriculares de un tirón, despertándola y haciéndole lanzar un leve gruñido de sorpresa. Hicieron falta unos segundos para que empezara a llorar. Unos segundos tan largos...
Nada más oírla llorar, coloqué el blando montón de pañales sobre su cabecita.
Un poco de presión, no mucha. Lo más inefectiva posible... Y, por fin, oí cómo la enfermera lanzaba un grito en tibetano. El dobdob fue el primero en llegar hasta mí..., me dio un empujón y me lanzó violentamente contra la puerta. Todo había sido cuestión de segundos, pero no podía tener la seguridad de que Yungi siguiera con vida. ¡No podía verla! Podía haberse tragado algún hilo de los pañales, o haber vomitado, ahogándose con su propio vómito.
Y tampoco podía oírla llorar. Intenté oír su llanto, oh, cómo lo intenté... El dobdob me retorció los brazos para hacerme avanzar por el pasillo y consiguió que lanzara un grito. Y entonces ya estaba demasiado lejos para oír nada.
Epílogo
ESTAMOS EN INVIERNO, y aquí arriba el impacto del viento es como chocar contra una pared de hielo. Está tan lleno de nieve y granizo que casi podría ser hielo puro: un bloque sólido que araña el casquete polar de un extremo a otro. Nada se mueve; todo está atrapado, paralizado. Hasta el viento es sólido. La vida se ha quedado inmóvil, paralizada.
Estoy en un lugar llamado K 22. K es la abreviatura de Karma, la palabra con la que los hindúes se refieren a los resultados de lo que una persona haya hecho durante su vida. Geográficamente, estoy entre la Meseta Oeste y la Cornisa de Shackleton, en la costa de la Antártida. En verano tengo que llevar gafas de madera con unas ranuras para no quedarme ciega; mis ropas hacen que camine balanceándome como un pingüino. Durante el invierno las tormentas hacen que todo el mundo deba quedarse meses enteros bajo tierra.
Los demás habitantes del mundo están muy ocupados mejorando la raza, y así estarán durante unos cuantos centenares de años, o quizá durante milenios. Es decir, haciéndola desaparecer... Los prisioneros no hablamos mucho de eso. Ahora ya nos parece increíble. Tiene que haber otras razones para que nos hayan mandado aquí. Quizá cometimos actos de sabotaje, tal vez éramos agentes de la Bestia Estelar... Está claro que cierta mujer llamada Maimuna no sentía ni el más mínimo deseo de convertirse en una saboteadora. Esperé y esperé a que nos pusieran en libertad. No pasó nada. Quizá no tuvo ninguna ocasión de actuar, o quizá fracasó.
No hay centinelas. Estamos solos, vigilados por el medio ambiente. De vez en cuando, dobdobs que no saben hablar ninguno de nuestros idiomas nos inspeccionan y nos traen más suministros. El Bardo es una organización amable y humanitaria..., ¡aunque no sea humana! También nos traen instrucciones impresas en las que se nos asignan tareas que llevamos a cabo para no aburrirnos, incluso cuando son peligrosas. Aún quedan algunos residuos radiactivos de larga vida enterrados en el hielo; por lo que vigilamos el nivel de radiactividad con nuestros contadores geiger. También hacemos agujeros en el hielo para descubrir cómo era el clima del mundo hace miles de años. Creo que temen una nueva era glacial. O quizá deseen que llegue..., para acelerar las cosas. Cuando no estamos ocupados haciendo esas cosas, nos dedicamos a otras labores.
Karma 22 alberga quinientas personas. La más vieja tiene setenta años; ha estado aquí más de la mitad de su vida. Los antárticos nos extinguiremos antes que la raza humana. Cada año llegan menos prisioneros. Quizás el Bardo esté usando nuevos campos situados en los confines del casquete polar para evitamos los problemas de la superpoblación... ¿Quién sabe? Nuestros vecinos más próximos, K 21 y K 23, se hallan a trescientos kilómetros de distancia por el este y por el oeste, respectivamente; no tenemos ningún contacto con ellos.
De vez en cuando, algunos de nosotros discutimos sobre la situación actual. Nuestras discusiones son tranquilas y apacibles; los viejos rebeldes han perdido el apasionamiento de antaño...
El más viejo de los prisioneros nos habló de alguien llamado Hitler y de su «Partido Nazi», y de cómo lucharon contra el resto del mundo dos siglos antes bajo el estandarte de la esvástica. Hitler había logrado hipnotizar a toda una nación, convirtiéndola en un ejército de soldados zombis. Ese grupo también quería crear una raza de superhombres. Ellos también eran hechiceros, médiums que creían estar en contacto con los poderes divinos.
Una anciana lo corroboró. Había leído sobre todo aquello en un viejo libro que ya no existía. Pero no estaba de acuerdo en que el estado actual del mundo fuera similar al de entonces. Su ira se había ido apaciguando con la edad.
—Ese Hitler y los suyos asesinaron a millones de personas, saquearon e incendiaron... El Bardo obra de una manera mucho menos salvaje. —Sería agradable morir creyendo eso.
—¡Quizá ahora estamos viviendo una segunda intentona que tendrá más éxito! —dije yo, aunque no sabía casi nada sobre esa historia de la que hablaban—. Todos los exterminios son actos salvajes...
Un negro de África del Sur decidió intervenir en nuestra conversación.
—Nadie está siendo exterminado. El mundo es feliz. —Antes él también pensaba como yo..., o de lo contrario no estaría aquí.
—Oh, sí, y lo será durante unos cientos de años más... ¡hasta quedar vacío, hasta que sólo ellos lo ocupen!
—Quizás el Hombre, tal y como siempre lo hemos conocido, fuera una especie de compromiso precario —sugirió la anciana—. Puede que no fuera la forma de vida más elevada, sino un ser que había logrado distanciarse un poco de los animales y que estaba a medio camino entre ellos...
—¡...Y esa Bestia Estelar a la que adoran!
—No la adoran. Ellos... aspiran a ser como la Bestia Estelar. Oyéndote, cualquiera diría que son adoradores del Diablo. Ya sé que su forma de actuar nos resulta horrenda, que nos aterra y nos parece bestial, pero..., es su forma de ver las cosas. No somos hijos del Bardo, y eso es todo. No comprendo qué pueden sentir. —Todos habíamos tenido una última experiencia más o menos parecida, en Lhasa o en donde fuera. La experiencia había hecho que algunos perdieran las ganas de luchar o de resistirse, aunque hubieran conservado la cordura.
—Eres débil. Eres vieja. No voy a llamarte traidora.
—Tenemos que vivir juntos hasta que muramos —dijo el anciano, agitando la cabeza—. Sigo pensando que el Mal..., no, maldita sea, llamémosle un Poder; un Poder Alienígena, dado que nos resulta extraño e incomprensible, se ha apoderado del mundo, y que todos estamos encerrados en una especie de Infierno humano por su causa. ¡Lo peor es que no podemos estar seguros de que sea realmente maligno!
—Yo sí estoy segura —le dije al anciano. Solíamos estar bastante de acuerdo, aunque no en todo.
—¿Dónde ves ese mal? —me preguntó la anciana.
—La manipulación, las mentiras y el genocidio... ¿No te parece suficiente?
—Pero lo que hacen no es ningún genocidio —protestó el negro.
—En cuanto a las mentiras, tienen razón —dijo la anciana, con expresión apenada—. Si somos sinceros, debemos admitir que nuestros cerebros se pasan casi todo el tiempo mintiendo, tejiendo una fantasía detrás de otra. El Bardo se ha inventado una fantasía coherente y pacífica llena de mundos alienígenas, y gracias a eso la gente no se inventa odios y diferencias. Los que no pueden impedirlo pueden entretenerse dirigiendo la guerra contra la Bestia Estelar. ¿Hay alguien que quiera saber la verdad..., a menos que se les diga que es algo imposible de conseguir? Y cuando se les dice empiezan a desearla, sí, pero sólo por la razón más equivocada de todas, por puro resentimiento... Y, aun así, nunca podrán conseguirla, porque no son coherentes..., porque fluctúan de un momento a otro, de una fantasía personal a otra.
—Estoy hablando de hechos —insistí—. No hablo de esa visión del universo que, de todas formas, es horrible.
¡El Prisma! ¡El nudo atado en la nada gracias al giro sobre sí mismo de algo inimaginable, algo que vivía en un vacío tan absoluto que era más denso que la materia, más denso que las estrellas! El «destino» de las fibras vivientes en la cuerda donde estaba atado ese nudo era adquirir la consciencia para luego ser conscientes de esa misma consciencia..., ¡para que esa Cuerda del Ser pudiera aprender cómo desatarse a sí misma! (Y, al mismo tiempo, la cuerda no existía, salvo por ese nudo atado en ella..., ¡aunque ese nudo comprendiera todo un cosmos de galaxias, estrellas y átomos!) ¡Un nudo atado en la nada, un nudo que se mantenía como tal sólo gracias a la forma de ese mismo nudo, a la relación de sí mismo consigo mismo, el reflejo de sí mismo en su interior! ¡Sí, era horrible!
—Hablo de la verdad acerca del Bardo. ¡Me refiero al hecho de que la raza humana y todas las maravillas de la existencia humana están siendo reducidas año tras año, a que el Bardo las convierte primero en un plano, luego en una línea, y luego en un punto para que puedan desaparecer sin dejar rastro, mientras que ellos «evolucionan» para perseguir esa Verdad-Nada! ¿Es que el Hombre no tendrá ni tan siquiera la dignidad de saber que están acabando con él?
—Lila, no somos más que plañideras perdidas en el hielo. Lloramos la muerte del Hombre, Lila —me dijo la anciana con voz bondadosa—. Hemos vivido. Hemos amado. Nuestra llama ha ardido con una luz brillante, y ahora estamos apagándonos. Nada de lo que ha existido llega a perderse. ¿Acaso han matado a alguien? ¡No han matado a nadie!
—¡Ahí está lo más horrible de todo! Su increíble maldad, su astucia... Son mucho peores que tu Hitler, o como quiera que se llamase, y esa superraza suya de cartón pintado. A ti también te han lavado el cerebro.
Cuando llegue el verano iré por el hielo en dirección oeste, hacia K 23, envuelta en ropas y pieles igual que un pingüino, con paquetes de pescado seco a la espalda. Puede que nunca consiga llegar hasta ahí. Lo más probable es que no llegue. Cuando llegue, quizá todo sea igual que aquí: otra prisión-karma idéntica a ésta en la que me encuentro. Quién sabe, puede que hasta me encuentre a una mujer llamada Maimuna... Una mujer que intentó hacer algo. ¡Si al menos pudiera creerlo! Quizás el simple hecho de mi llegada, el haber saltado el abismo, baste para sacarles de su apatía y consiga que dejen de resignarse.
¡Si llego, ojalá sea la chispa que salta el abismo! ¡Ojalá sea la chispa que enciende el fuego en el hielo!
FIN
Título original: Alien Embassy
British Science Fiction Award a la mejor novela de CF en libro de bolsillo.
Ultramar Editores
Título original: " Alien Embassy "
Traducción: Albert Solé
Portada: Antoni Garcés
1a edición: noviembre 1990
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© Ultramar Editores S.A., 1988
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ISBN: 978-84-7386-625-5
Depósito legal:
Fotocomposición: Fénix, Servicios Editoriales / Master-Graf S.A.
Impresión: Cayfosa, Sta. Perpetua de Mogoda (Barcelona)
Printed in Spain
Grandes Éxitos Bolsillo (Ciencia Ficción) nº