Publicado en
junio 02, 2013
Al ver el resultado tan bueno que tenía la terapia de mi tía Eulogia como sicóloga, la Domi decidió tratarse también... y acudió a la consulta disfrazada de cantante de ópera,
Por Elizabeth Subercaseaux
Al principio, cuando mi tía Eulogia obtuvo su título de sicóloga, nadie en la familia la tomó demasiado en serio. "Ahí quedará el título, tirado en un cajón", dijo el escéptico de Roberto, quien nunca creyó que su mujer pudiera sobresalir en algo. Menos en sicología. Pero se equivocó. Como siempre, se equivocó. Mi tía no solo demostró tener un talento extraordinario para escuchar los problemas del alma de sus pacientes (desde luego no dejó el título tirado en el cajón), sino que al cabo de dos años, ya la conocía bastante gente y su nombre apareció en dos artículos de prensa.
Lo malo fue que convertirse en una sicóloga de nota fue el comienzo del fin de su carrera. Parece una incongruencia, pero en este caso no lo es. Mira lo que ocurrió. Eulogita, como muchas adolescentes (como casi todas en realidad) tenía una pésima relación con su mamá, y en un arresto de generosidad, Roberto le regaló unas cuantas sesiones con un terapeuta para que la ayudara. La chiquilla se puso a saltar en una pata. Quería comprarse una motocicleta y ese dinero era todo lo que necesitaba. ¿Pero qué podía inventarle a su papá? De pronto se le iluminó la ampolleta y decidió asistir a la terapia con su mamá. ¡No iba a cobrarle! Por supuesto que no. "Mi vieja será una loca, pero nunca tan degenerada como para cobrarle a su propia hija".
—Yo no puedo atenderte como sicóloga. No sería ético. Yo soy tu mamá —le dijo mi tía Eulogia.
—Bueno, por lo mismo. Tienes que atenderme, porque si estoy enferma de la cabeza y vivo al borde de un ataque de nervios es, precisamente, porque tú eres mi mamá.
("Chiquilla de porquería", pensó mi tía, pero tuvo su buen cuidado de mantener su boca cerrada).
—Te digo que es imposible. Yo te puedo recomendar a un sicólogo, si quieres.
Fue tanto lo que Eulogita rogó, y lloró, y molestó, y entró en una ridícula huelga de hambre (cuatro días tomando agua y chocolates), que mi tía la aceptó.
—Una sola vez. Tal vez nos haga bien a las dos hablar de nuestros problemas lejos de la casa, en otro ambiente, en un contexto distinto.
¡Oh, sorpresa! Resultó espléndido. Hablaron de sus conflictos, de las peleas pantagruélicas que tenían, y ambas hicieron un esfuerzo por verse, una como hija y la otra como madre, y no como dos mujeres compitiendo. Vaciaron sus corazones de sospechas, malos humores y odios retenidos, y al cabo de un par de horas se echaron a llorar.
Roberto fue el más sorprendido de todos al ver el cambio que se operó en Eulogita. Parecía un verdadero milagro. ¡Si hasta hacía su cama y le ayudaba a la Domi con los platos! Era un encanto con mi tía, con su padre y con todo el mundo. Como si la hubiera picado el animalito de la buena onda.
Al ver los excelentes resultados de la "terapia" de mi tía, la Domi decidió hacerse tratar ella también. Esa familia la tenía enferma de los nervios. Ya no daba más. Desde que mi tía se había dedicado a las terapias se había convertido en otra persona. Hasta la flaca de la esquina le daba lo mismo. La Domi soñaba en las noches con que mi tía se iba al fin del mundo con un sicólogo que había conocido en un congreso y ahí quedaban todos ellos. Tirados. A merced de la voluntad del destino. Sin mi tía haciendo siempre de pilar de la familia. ¡El acabose! Su sueño terminaba siempre en lo mismo: se le aparecía un ángel moreno de ojos verdes (muy parecido a un sobrino del Lute) y le decía: "Domitila, tú eres la única que puedes salvar a esta familia de la sicología". Pero ¡cómo hacerlo? Tenía unos pocos ahorros. Con eso le alcanzaría para una, dos, hasta tres sesions, pero estaba segura de que con una bastaría. ¿Qué hacer? Lo único que se le ocurrió fue disfrazarse y pedir un turno en la consulta de mi tía, como si fuera una paciente.
Fue lo que hizo.
Un martes, a las cuatro de la tarde, la secretaria le anunció a mi tía Eulogia que había llegado la señora Berengel.
—Hágala pasar —dijo mi tía.
La Domi, disfrazada de cantante de ópera (se había puesto cojines en el busto, en el estómago y en las caderas), lujosamente ataviada con un vestido de la abuela de la flaca de la esquina, pintada como mona, con un cigarro en la boca, hizo su entrada en el despacho de mi tía y tomó asiento en el sillón de los pacientes.
—Dígame, señora; cuál es su problema.
—¿Mi problema? ¡Mis problemas!, querrá usted decir. Tengo por lo menos dos —dijo la Domi con una voz ronca como de fumadora empedernida (no había fumado en toda su vida).
—Bueno, sus problemas entonces.
—El primer problema que tengo es que soy esquizofrénica.
—¿Y cómo lo sabe? —preguntó mi tía.
—Porque tengo la personalidad escindida —dijo la Domi.
—¡No me diga! A ver, explíqueme eso, por favor.
—Escindida en dos. Una es la persona que usted ve aquí, una cantante de ópera barata, me va muy mal en todo, no me quieren contratar en ningún teatro. Canto pésimo, además, porque fumo como condenada a muerte. Y no tengo dónde vivir. En este momento estoy viviendo de la caridad de una amiga de la infancia. Me llamo Sofía Berengel. Pero una vez fui muy famosa, ¿sabe? Hasta en la ópera de Milán escucharon mis cantares. Nunca he tenido marido, ni hombre, ni nada que se le parezca, el canto ha sido mi amor. Pero ahora que no tengo dónde cantar, ando por el mundo como una viuda negra. Esa es una de mis personalidades.
—¿Y la otra?
—Bueno, la otra es mucho menos glamourosa. Es de una empleada doméstica que trabaja en una casa de locos donde viven una señora parecida a usted y un marido que se las empluma a cada rato con la flaca de la esquina. Los cuatro hijos son un verdadero desastre. Mi trabajo no me gusta nada, qué quiere que le diga. Es decir, ahora no me gusta nada. Porque hubo un tiempo en que sí me gustó. Cuando estaba ella. Pero ahora ella se ha ido. Nos abandonó por su sicología y todo se fue al diablo. Mi salud mental entremedio de todo. Es ella la causante de todos mis problemas. Yo nunca me había deprimido antes y míreme ahora. ¿Qué ve? Le voy a decir lo que ve. Una pobre gorda, triste y amargada.
—¿Quién es ella?
—¡La señora, pues! Mi patrona.
—¿Qué hay de malo en su patrona?
—Hace un año se recibió de sicóloga y ahora se la da de profesional y ha dejado la casa completamente abandonada. Antes me ayudaba en todo. Lavábamos los platos juntas. Hacíamos el aseo. Salíamos de compras. Copuchando, pelando a la flaca, hablando de la vida. Pero todo eso terminó. Es historia, doctora. Ahora que saltó al mundo de las profesionales, ya ni se ocupa de nosotros, los de la casa. Para qué decir nada del marido. El pobre hombre anda más triste que perro cojo. Con decirle que ayer llegó la flaca de la esquina, la perpetua amante del patrón a decirme que si Eulogia no se dejaba de tonterías y no regresaba a su casa, que era el lugar que le pertenecía, ella abandonaría al perejiliento de don Rober, porque tenía pavor de que la sicóloga lo abandonara por su trabajo y ella tuviera que terminar casándose con él.
—¡Domitila! —gritó mi tía, frenética, al darse cuenta de que tras los cojines de la gorda que tenía ante ella se escondía la Domi.
—Mande, señora Eulogia —dijo la cantante de ópera.
—¿Te has vuelto loca? ¿Cómo se te ocurre venir a mi consulta vestida de esa manera, haciéndote pasar por cantante de ópera?
—Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña —respondió la Domi.
—¿Y se puede saber qué quieres decir con esa estupidez?
—Que necesitaba hablar con usted, pues, doña Eulo.
—¡Habla! Y conste que te voy a cobrar el doble.
—Ya le dije lo que tenía que decirle dijo la Domi con toda dignidad y dio media vuelta arrastrando su enorme corpulencia llena de cojines hacia la puerta.
Al día siguiente, el paciente de las cuatro era un caballero de unos 60 años, con una cicatriz en la mejilla y sombrero de maleante. Mi tía lo miró con temor. Tenía esa inconfundible pinta de los serial killers de las películas americanas. El hombre tomó asiento al frente suyo y en cuanto dijo las tres primeras palabras, mi tía lo reconoció.
—Señora, tengo el encargo de matarla si no abandona de inmediato esta ridícula profesión.
—¡No me diga! —dijo mi tía, fijando la mirada en las inconfundibles pupilas de Roberto—. ¿Y quién lo mandó a matarme, si puede saberse?
—Su marido—dijo el serial killer.
—¿Mi marido? ¿El amor de mi vida? ¿El hombre más lindo del planeta?
—¡Ese mismo! —dijo el serial killer, encantado de la vida.
Justo en ese momento, la secretaria, que había escuchado la amenaza de muerte, llamó a la policía y al cabo de un rato el supuesto serial killer partía esposado a la comisaría.
Mi tía pagó una buena suma para sacarlo. Después de ese episodio, se dio cuenta de que estaba frita. Si seguía de sicóloga iba perder al marido, y se retiró.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 04 DEL 2003