DIME QUE NO LLEGUÉ TARDE (Corín Tellado)
Publicado en
junio 09, 2013
Dime que no llegué tarde (1973)
ARGUMENTO:
La traición de su novia dejó a Rock Lake destrozado, pero a pesar de eso, aún se sentía subyugado por la pasión que ella le inspiraba. Desesperado, buscó consuelo en Mónica Hamilton, su amiga de toda la vida. Solo ella podía mantenerlo alejado de la fascinación de la mujer infiel.
La propuesta de matrimonio de Rock puso a Mónica contra la pared. Sabía que Rock no la amaba, que sólo quería utilizarla como medio de defensa. Pero ella lo había amado desde que era tan solo una adolescente, y sabía que no podía negarle a nada.
Aceptaría a Rock, aunque él amara a otra.
CAPÍTULO 01
Señorita Mónica, señorita Mónica, el señor doctor está ahí.
Mónica se quedó mirando a la niña con expresión rara.
"¿Ahí? ¿Dónde?", pensó ella.
A tales horas, Rock nunca pasaba por la escuela.
A decir verdad, desde hacía más de un año, Rock apenas si pasaba nunca. Se le veía poco. Andaba siempre por el centro de Newport-News, olvidado de que allí, en la escuela de los suburbios, se hallaba ella...
—Señorita Mónica, señorita Mónica, el señor doctor está ahí —entró diciendo otra de sus discípulas.
—Está bien —replicó Mónica tranquila—. Idos ya. Yo iré a ver dónde está el señor doctor.
Las niñas escapaban en desbandada.
Mónica alisó el cabello con ademán maquinal, muy femenino, muy de ella, cerró el edificio y torció por el sendero hacia el chalecito en el cual vivía.
El **Land-Rover** de Rock Lake estaba allí, ante la pequeña cancela de su casa.
Mónica sólo tenía que torcer por el mismo sendero de la escuela, empujar una verja de madera pintada de verde, avanzar por otro senderito y hallarse en su hogar...
La casa no era grande, especie de chalet con las ventanas apaisadas, dos grandes terrazas llenas de flores, un jardín circundándolo y una cochera.
—Rock —llamó.
Vestía un modelo blanco de hilo, falda y chaqueta de manga corta. Un pañuelo de lunares en torno al cuello, y aquel cabello de un castaño casi dorado, suelto, peinado como al desgaire, con una absoluta indiferencia que no era tal.
—Rock —volvió a llamar.
Una figura masculina de no muy alta talla, moreno, los ojos negros, vistiendo un pantalón gris y una chaqueta sport azul, apareció en el hueco de la terraza.
—Estoy aquí, Mónica.
—Ah... ¿Qué... milagro es ése?
Avanzaba con la mano extendida. Rock se la oprimió con fuerza.
—Pasaba por aquí...
Mónica pudo reprocharle que, desde hacía tres años, ella era maestra de aquella barriada. Que antes de serlo, cuando ambos vivían en la ciudad, en dos chalecitos paralelos, eran buenos amigos. Entrañables amigos. Aún debía recordar Rock, cuando terminó la carrera e hizo aquel viaje de estudios por el extranjero. A su regreso le trajo un regalo que ella conservaba con el mayor esmero... También podía decirle que durante aquellos dos últimos años estuvo pasando por la escuela diariamente. Que le contaba sus cosas. Que sabía cuánto él anhelaba, el agrado que para él significaba quedarse en Newport-News de médico.
Pero Mónica no dijo nada de eso.
Apretó los dedos que se pegaban a los suyos y quiso intuir que algo raro le ocurría a Rock. Lo conocía demasiado para que aquel gesto duro, dolido, amargo, pudiera pasarle desapercibido. Rock era el hombre alegre por naturaleza. El hombre que siempre estaba optimista. El muchacho que creía en la vida y la vivía con el mayor agrado e interés.
Pero, sin embargo, en aquel instante no lo parecía. Es decir en el rostro de Rock parecía plasmarse una amargura incontenible.
Libró los dedos de la presión masculina y sacó la llave del bolso.
—Entra Rock —y sin reproche, porque ella era incapaz de reprocharle nada—. Hace un siglo que no te veo —abría la puerta, mientras hablaba de espaldas a Rock—. Yo voy poco por el centro. Creo que hace más de un mes que no paso por casa de mis padres. Papá y mamá vienen mucho por aquí, de modo que los veo sin necesidad de dejar mi casa. En cambio a Nancy y su marido, apenas si los veo —y sin transición, empujando la puerta e invitando a Rock a pasar—: ¿Qué es de Jane y Richard? También hace mucho que no los veo.
—Me marcho de Newport-News —dijo Rock inesperadamente.
Mónica le miró con fijeza, sin parpadeo.
¿Es que al fin se casaba Rock? Se agitó. Miró en torno como si escapara de la mirada inmóvil de Rock.
—Ya... —y riendo de una forma rara; al tiempo de invitarle a pasar—. Te casas.
Rock se sacudió.
Metió las manos en los bolsillos del pantalón, arremangando un poco la americana.
—Claro que no —dijo.
Y entró en la casa, siguiendo a Mónica.
—Pasa ahí, Rock —indicó ella con suavidad—. Hace calor. Cuando se aproximan las vacaciones, siempre hace demasiado calor en estos suburbios —sin transición—: Sírvete lo que quieras. Entretanto yo iré a cambiar esta chaqueta algo incómoda por un suéter.
—No me caso, Mónica.
Ya lo había dicho.
Mónica, que iba hacia la puerta, se quedó envarada en el umbral, de espaldas a Rock, sin decir palabra. Pero de repente se volvió.
—¿No?
La interrogante era tonta, simple.
Casi absurda.
Pero Rock no se fijó.
De súbito, yendo hacia el bar y buscando en él una botella, y un vaso empezó a decir con obstinación:
—No; No me caso, ¿te enteras? No puedo casarme con Sarah. La odio, la odio.
Mónica quedó un poco sobrecogida.
Miraba a Rock que apenas si atinaba a verter un poco de whisky en el vaso, así temblaban sus manos.
Ella conocía a Rock. Un Rock fuerte, personal, dicharachero, sin idiotez. Un hombre, en toda la extensión de la palabra. Ni guapo ni feo. Más bien vulgar, pero ella era amiga suya desde la infancia, y jamás le pareció vulgar. Moreno, los ojos negros, ni alto ni bajo. Muy hombre, eso sí. No tuvo la culpa del daño que ella recibió. Ella estaba segura de que Rock era incapaz de hacer daño a nadie.
—Vuelvo en seguida —dijo.
Y salió.
No tardó mucho en volver.
Jane miró a su marido.
—¿Tampoco hoy pasaste por la clínica de Rock?
Richard agitó la cabeza.
Traía un portafolios bajo el brazo y parecía cansado.
—Si tuviéramos un montón de hijos —masculló desplomándose en su butaca y dejando el portafolios sobre sus rodillas—, estoy seguro de que trabajaría menos.
—Richard.
—Bueno —agarró la mano de su esposa y tiró de ella. Se sentó a Jane en sus rodillas y antes de continuar la besó apasionadamente en plena boca—Perdona, Jane. En realidad, no sé para qué trabajo tanto. ¿Merece la pena? En el banco me duelen los huesos de estar sentado y la boca de lanzar discursos. Después paso por mi bufete y me machaco el alma hasta las tantas... Un día cualquiera voy a renunciar a una de las dos cosas.
—¿No te lo digo yo? Te basta el bufete o el banco. Yo no necesito tanto para vivir. Lo que sí deseo es que vivas contento. Pero dime... ¿has pasado por la clínica de tu hermano? Hace una semana que no viene por aquí.
Richard acariciaba el rostro de su esposa con suavidad.
—No te preocupes tanto por él. Un día cualquiera entra por esa puerta y nos dice que se casa. Está locamente enamorado de su novia.
—¿La conoces bien a ella?
—¿Cómo?
—Es que Don Harmon decía el otro día no sé qué cosas.
—¿Cosas?
—Dick, ¿te has vuelto tonto?
Dick se volvía algo cuando tenía a Jane en sus brazos. ¿Qué diablos le importaba a él su hermano? Ya era mayorcito. Iba por su casa cuando quería. Pero no daba la lata a nadie. Ni Jane se preocupó mucho de él jamás. Pero de un tiempo a aquella parte, Jane preguntaba todos los días: **¿Has ido a ver a Rock?**
La besó apretadamente.
Un día entero lejos de ella... era demasiado suplicio.
—Dick, escucha...
—No me dejas besarte...
También ella besaba.
Amaba tanto a Richard. ¡Le amaba tanto!
Pero en aquel instante ella deseaba hablar de Rock. Rock nunca dejaba de ir dos días seguidos por su casa. Y hacía más de una semana, justo cuando Don la encontró y le dijo aquellas cosas, que no veían a Rock.
—Creo que Rock tiene un problema.
Richard dejó de besarla.
—¿Un qué?
—Un problema. Me topé con Don el otro día. Me dijo cosas. Estuve esperando ver a Rock para leer en su semblante lo qué había de cierto.
—Pero... ¿Quieres explicarte más claro?
—Don no le había dicho nada a Rock. Pero yo le aconsejé que, de ser cierto lo que decía, debía advertir a Rock.
Richard dio una patada en el suelo.
—Jane, ¿quieres decir las cosas sin andar con rodeos?
—Según Don, Sarah engaña a Rock.
—¿Qué?
—Eso.
Richard soltó a su mujer, la empujó con cierta brusquedad y se puso en pie. El portafolios rodó por los suelos.
—Eso es una estupidez —gritó.
Pero a la vez se inclinó hacia el suelo, recogió el portafolios y lo puso sobre una butaca.
—Eso es lo que yo le dije a Don.
—¿Quién le manda a Don meterse en esas cosas? ¿Por qué no se casa él y deja de andar liado con cuentos?
—No te pongas así, Richard. Yo creo en Don. Es el mejor amigo de Rock. Si un amigo entrañable sabe cosas, ¿debe callárselas? O se es amigo o no se es.
Lo comprendía.
Pasó los dedos por la frente y cayó de nuevo como desplomado en la butaca.
—Rock cree en sí mismo —dijo Richard pensativamente, con raro acento—. Y cree en los demás humanos, que ya es honradez. Si Rock recibe un engaño de ese calibre, lo va a sentir. ¡Lo va a sentir mucho! Rock es un hombre muy sencillo y es honrado para todos los demás.
—¿Vamos a su casa Dick? Podemos ir después de comer. Son las nueve. Comemos en un segundo y...
—¿Y qué? ¿No pensarás decirle a Rock lo que te dijo Don?
—No. Pero por la actitud de Rock sabremos... Rock no sabe disimular.
—Está bien. Vale más aclarar las cosas. Y si Rock nos necesita, iremos a ayudarlo. Aunque no sé en qué podemos ayudarle tú y yo. ¿Hace mucho que no ves a Mónica?
—Más de dos semanas. Los días se hacen más largos y todas las horas son pocas para preparar la canastilla. Estuve en casa de los padres de Mónica hace dos días, pero no mencionaron a Rock para nada. Ni Nancy, con hablar tanto, se acordó de Rock. En cambio, ir hasta el suburbio es molesto. Hace demasiado calor.
CAPÍTULO 02
No tengo a quién decírselo —exclamaba roncamente al ver de nuevo a Mónica—. Me muero de rabia en mi apartamento. Por eso he venido. No sé siquiera si he visto bien el camino. No sé siquiera cómo llegué.
Mónica había cambiado la chaqueta y la falda por unos pantalones negros y un suéter blanco de algodón de cuello de cisne. Perfilaba perfectamente su esbelta figura, Sus veinticuatro años maduros y suaves a la vez.
—Siéntate, Rock. ¿Quieres que empecemos desde el principio? Te veo excitado, raro. Tú siempre has sido muy sereno y estabas muy enamorado de Sarah.
—Estaba —gritó Rock, pero de pronto depuso su aire matón y se derrumbó en una butaca con el rostro entre las manos.
Mónica se inquietó.
Quedó un poco menguada.
Ver así a Rock, le indicaba que no era broma lo que ocurría.
—Rock..., ¿quieres calmarte?
—Soy un egoísta, lo reconozco —dijo Rock con voz hueca—. Muy egoísta. Nos conocimos desde que nacimos. Nuestros padres fueron muy amigos. Hemos crecido juntos. Siempre deseé ir contigo al Instituto. Pero cuando yo empezaba la carrera, tú andabas aún liada con el Bachillerato.
—Rock..., ¿por qué esas... evocaciones?
Rock necesitaba recordar el pasado. Fue dulce, suave, inefable... verdadero.
Después... ¡Bah! Después pensó que el presente era mejor, y por eso se sentía en aquel instante como un cadáver hablando.
—Rock...
—Incluso una vez —dijo Rock bajo, como retrocediendo el pasado y viviéndolo casi con la imaginación— te vi distinta. ¿Quieres creer que casi dejé a un lado nuestra fraternal amistad, para verte con ojos de extraño?
Lo recordaba. Sin duda mucho mejor que él.
Fue... lo peor que tuvo Rock para ella.
Rock podía evocarlo como un pasaje sin importancia. Para ella fue... lo más importante. Lo que pronunció un punto crucial en su vida.
Por eso le perdonaba. Porque Rock ni cuenta se dio del daño que le hacía.
—Rock, ¿por qué no te casas?
Rock sacudió la cabeza.
La echó hacia atrás y cerró los ojos con fiereza. Tenía un rictus amargo en la boca.
—Quieres que te lo cuente todo, ¿verdad?
—Has venido a eso, ¿no?
Rock se agitó.
Abrió los ojos y mudamente señaló un sillón junto a él.
—Siéntate, Mónica. Por favor... escúchame un momento. Si no hablo..., voy a llorar. ¿Te imaginaste alguna vez a tu amigo Rock llorando? ¿Verdad que no? —se exaltaba por momentos—. ¿Verdad que no, Mónica? Es ridículo, fuera de lugar. Inconcebible para mí. Pero... Yo la quería, Mónica. Estaba loco por ella. ¿Entiendes? Loco. Yo jamás pensé que pudiera enamorarme así. ¡Jamás! Pero me enamoré, y sufro. Nadie tiene idea de lo que sufro. Te parecerá tonto, ¿no?
Cruel le parecía.
Pero perdonable, porque Rock jamás supo que aquel beso... significó tanto para ella, como para Rock estaba significando en aquel momento lo que le hizo Sarah, lo cual aún ignoraba. Pero fuera lo que fuera... ella sufrió tanto como estaba sufriendo Rock, y por eso... lo comprendía mejor.
—No tenía adonde ir, Mónica. No tenía —se apaciguaba Rock de súbito, como si todo el peso de la vida, con sus amarguras y sus desengaños, y sin ninguna alegría o satisfacción, se le cayera encima—. Dick tiene demasiado trabajo. Adora a su mujer. Va a tener un hijo... ¿No entiendes? Cuando uno tiene sus propias satisfacciones, sus propios problemas... nunca acierta a comprender a los demás. Y en cuanto a Jane... Pobre, es la mejor cuñada del mundo, pero... tiene bastante con lo suyo, y todo lo mío la afecta.
—Hiciste bien viniendo a mí, Rock. Habla.
—¿No te sientas? Me parece que estoy solo en esta salita. Hasta la luz del día que se va, me da... ¿cómo te diré? Un poco de miedo. No es cursilería. Es... un dolor que me destroza. Yo nunca pensé... Oye. ¿Te lo dije ya?
—No me has dicho nada aún, Rock, pero conociéndote..., me da la sensación de que estás destrozado.
—Le he pegado a Don.
Mónica se sentó de golpe y se inclinó hacia la figura encorvada de Rock.
—¿A... Don? ¿A tu mejor amigo?
Rock pasó los dedos por el pelo.
Lo alisó maquinalmente. Era negro y lacio, y se le iba hacia la frente en sus sacudidas.
Los echó hacia atrás y los aplastó con los dedos separados como si así los dejara quietos en su cabeza.
Pero al sacudirla nuevamente, los cabellos casi le llegaron a los ojos.
—Le pegué, sí. Le pegué. Él no me pegó a mí.
—¿Cómo, Rock?
—¿No lo estás oyendo? —se exaltó de nuevo—. No me pegó. Se dejó pegar, y fue cuando comprendí que lo que decía era verdad. Yo te juro que no pensé espiar a Sarah. No, no. Creía en ella. Es como cuando crece un hijo y creces en él y piensas que es casi perfecto, y le admiras y le adoras. Pero un día te das cuenta de que el hijo te engaña, y odias a todo aquel que puede ver el engaño de tu hijo. Y condenas a todo el mundo, menos a tu hijo, que es el causante de las perturbaciones morales de los demás, incluyendo las tuyas.
—Rock.
—Así fue para mí lo que dijo Don. Un empresario de teatro siempre sabe cosas. Las buenas y las malas de todo el mundo. O, al menos de mucha gente. Don anda siempre metido por todas partes. Yo debía comprenderlo así, pero cuando Don me dijo que Sarah me engañaba sólo pude disparar mi puño y ponerle los ojos morados. Créeme, Mónica, créeme...
—Sí, Rock, pero aún no me concretaste por qué te peleaste con Don. Crecisteis juntos. Nacisteis en el mismo barrio. Jugasteis a los mismos juegos. Faltasteis a las clases del Instituto a la vez... Es tu mejor amigo, me consta.
—Por eso... me dolió más.
—¿Dolerte?
—Cuando fue a verme a la clínica. Hacía tiempo... bastante tiempo, sí, que me tropezaba con Don en todos los clubs. Iba a verme a la clínica y a veces a mi apartamento... Pero, si bien parecía deseoso de decirme algo importante, nunca se decidía. El otro día, sí. Fue a la clínica, y cuando no quedó ningún cliente, me lo dijo. Mi primera reacción fue golpearle. Le pegué en la cara. Fue horrible. Creo que me puse loco. Me entró no sé qué por el cuerpo. Tú sabes que yo soy pacífico. Tú me conoces bien.
Mónica estaba como sobrecogida.
Sabía cómo Rock amaba a Sarah Stark. Sabía que estaba disponiendo su apartamento para casarse con ella. Sabía que Sarah dejaría las tablas tan pronto se casara con Rock.
En una ciudad que no llega a cien mil habitantes ni con mucho todo el mundo se conoce. Rock era un buen médico. Con sus treinta y dos años... su carrera prometía mucho. Y Sarah era la primera actriz de un buen teatro. También era; pues, muy conocida.
—Empieza por el principio, Rock. ¿Quieres hacer el favor de serenarte?
Rock tenía los ojos brillantes.
Lágrimas.
Lágrimas, sí. En Rock era insólito aquello, pero para Mónica no lo era tanto, porque sabía cómo amaba Rock a Sarah Stark.
—Por favor, cálmate —susurró con ternura—. Cálmate Rock. Y, puesto que has venido a desahogar, cuéntamelo todo. Con calma, te pido, Rock. De esa forma te entenderé mejor.
Rock tenía apretado en la mano el vaso de whisky.
Apuró su contenido de un trago, y Mónica, con aquella suavidad suya que la caracterizaba, se lo quitó de la mano y lo posó en la mesa de centro.
—Ahora, Rock..., cuéntame.
Tim los miró un tanto sorprendido. Ni Jane ni Richard Lake acostumbraban a pasar por el apartamento de su señor.
—¿No está el doctor Lake?
Tim les franqueó la entrada.
—No ha vuelto aún de la clínica.
—Pero si son cerca de las diez.
—Sí —dijo Tim apacible—. Pero no ha venido aún.
—¿Tardará mucho?
—Pasen. Si quieren sentarse...
—Claro —dijo Jane—. Claro. Le esperaremos. ¿Acostumbra a venir muy tarde?
—A veces. Cuando va al teatro..., o come fuera. ¿Quieren pasar?
Richard y su esposa se miraron.
—¿Pasamos? —preguntó Richard—. ¿Esperaremos por él?
—Al menos durante una hora, sí, ¿no?
Tim los miraba sin parpadear. Pasaban cosas.
Nunca pasaba nada en la vida de Rock Lake. Enfermos, visitas al hospital donde operaba. Visitas a los clientes. Salidas con su prometida... A veces venían a casa. Los dos se reían mucho. Eran dos seres felices. ¡Muy felices! El señor estaba locamente enamorado de su novia. A él, particularmente, Sarah Stark le parecía muy actriz. Claro. Cosechaba éxitos todos los días en el teatro mayor. Pero eso no significaba que al lado del doctor siguiera siendo actriz...
Sin embargo, a él se lo parecía.
El tenía sus cincuenta años, y desde que el doctor Lake se instaló en la ciudad, estaba a su lado. Tenía, pues, motivos para conocerlo. Por eso se dio cuenta de que algo raro ocurría. De una semana a aquella parte, se pasaba los días como un tonto pasmado, y por las noches no se acostaba. Paseaba su alcoba de parte a parte incansablemente.
—Esperaremos —dijo Richard entrando en el saloncito y mirando en torno—. ¿No hace mucho calor aquí? Se conoce que el sol que lució durante todo el día entró en esta pieza —miró a Tim—. Usted cerró temprano las ventanas,
—Sí.
—Concentró el calor en esta pieza. Voy a abrir.
Abrió los ventanales de par en par.
Mil ruidos de la calle entraron en el saloncito. Los autos que cruzaban la ancha calle principal. Las gentes que pasaban. Incluso las luces multicolores de los comercios parecían bailar una danza diabólica ante el ventanal abierto, con sus continuos parpadeos.
—Cierra, Dick —dijo Jane cansada—. Me molesta tanto ruido —y mirando a Tim—: ¿Hace mucho que no ve a la señorita Sarah?
—Pues... —hizo que contaba—. Más de una semana. Nueve días concretamente.
—El señor... ¿pasa las noches fuera?
Tim no parpadeó.
Aunque las pasara, él no estaba dispuesto a decirlo. Ante todo y sobre todo, él era fiel a su amo. Pero sí comprendió que su intuición no le engañaba. Su intuición en cuanto a las cosas más íntimas del doctor Lake.
—No lo sé —dijo evasivo—. Yo suelo acostarme muy temprano.
—Ya. ¿No sabe dónde estará ahora?
—No, señora Lake. Nunca sé dónde está el doctor en sus horas libres. Cuando son las horas de trabajo, sí. Me lo dice antes de salir, por si hay algún aviso.
—Comprendo. Puede retirarse, Tim. Nosotros esperaremos aquí a que regrese el doctor.
—Como gusten.
Discretamente, Tim atravesó la estancia y se fue, cerrando la puerta tras de sí.
Richard se agitó en el butacón donde cayó sentado.
—Jane.
—¿Crees que... hacemos bien?
—¿Hacer qué?
—Estar aquí, caramba. Rock tiene su vida privada, ¿no?
—¿Y si nos necesita en esa vida privada, te vas a quedar egoístamente cruzado de brazos?
—No, eso no.
—Pues aguarda. Don me lo dijo bien claro. Sarah engaña a Rock.
—No es posible que haya sido tan estúpida.
—Hay mujeres así.
—¿Cómo?
—Richard, por favor, no te hagas el simple. Las hay de todos los tipos. La que es fiel a su marido por encima de todo... aunque el marido no lo sea para ella, o el novio, o el amante. Y las hay que les gustan todos. Y también las que por capricho o excesiva femineidad engañan a su mismo padre.
—¿En cuál incluyes a Sarah?
Jane se impacientó.
—No tenía motivos para incluirla en ningún grupo determinado. A mí, Sarah, me parece una gran actriz.
Ahora fue Richard el impaciente.
—¿Y qué tiene que ver la actriz con la mujer?
—¿No son la misma persona?
—Es que tú le das méritos, ¿no? Si es una buena actriz, ¿por qué ha de ser también infiel y descocada?
—Puede hacer teatro en la vida real.
Richard movió la cabeza denegando.
—No iba a ser tan tonta. Entre estar toda la vida entreteniendo y divirtiendo a los demás, a ser la señora del doctor Lake, la elección es obvia.
—Para ti.
—¿Cómo para mí?
—Porque eres un hombre pacífico y te gusta la vida de hogar, el amor a tu mujer —añadió con ternura— y la llegada de tus hijos. Pero hay otras personas que no piensan como tú.
—Claro —farfulló Richard—. Si todos pensaran y sintieran como yo, la vida sería de lo más simple del mundo. Ni emoción ni problemas.
—Richard.
—Perdona. Me estoy poniendo tonto. No sé cómo reaccionará Rock al vernos. Si él no ha querido decirnos nada, será porque no le interesa que lo sepamos. ¿Hacemos bien viniendo aquí a provocar una explicación que Rock no nos da espontáneamente?
—Estamos a su lado —adujo Jane—, le queremos mucho.
—¿Es eso suficiente? ¿No manifestaríamos mejor nuestro cariño, permaneciendo neutrales en casa?
Jane pensó que tal vez Richard tuviese razón. Lo miró pensativamente.
—Tú conoces mejor a tu hermano —dijo, siempre con el afán de ser humana y comprensiva—. ¿Crees de veras que puede molestarle nuestra intromisión.
—Lo estoy pensando en este instante. Ya que él está ausente, tenemos tiempo de reflexionar —y de súbito—: Oye..., estoy pensando... ¿Por qué no nos vamos a ver a Don?
—¿A Don?
—¿No te habló él?
—Aún no le había dicho nada a Rock.
—Ahora se lo habrá dicho —se puso en pie y fue hacia su esposa, levantándola con una mano—. Vamos, Jane. Don nos explicará.
—¿Y si no lo hace?
—Lo hará. Tiene ese deber.
Seguidamente pulsó un timbre, acudiendo Tim.
—Nos vamos, Tim.
—¿No esperan al señor?
—Dile que hemos estado aquí. Que nos extraña mucho que no haya ido por casa en toda la semana —y de súbito—: Tim, ¿tiene problemas el doctor Lake?
Tim no parpadeó.
—Lo ignoro, señor.
—Está bien —se impacientó Richard empujando suavemente a su esposa—. Hasta otro día, Tim.
Y seguidamente:
—Es posible que volvamos hoy por aquí, Tim. Dígaselo así al señor.
—Sí, señor.
Ya en la calle, en el interior del auto, Jane preguntó quedamente:
—¿De veras piensas volver?
—Según lo que nos diga Don.
—Hace sólo dos horas pensábamos ver a Rock. Ahora me parece que cometemos una imprudencia. ¿No sería mejor esperar?
—¿Esperar qué?
—Que él reaccione. Aun suponiendo que Don le haya dicho... ¿No estará desolado? ¿No será mejor que se apacigüe?
—¿Y con quién se desahogará?
—Tiene otros amigos.
Richard movió la cabeza denegando.
—No tan íntimos como para contarles ciertas cosas.
—Mónica.
—¿Mónica? Han perdido la confianza uno en el otro, Jane. ¿No te diste cuenta hace tiempo? Desde que Rock se hizo novio de Sarah... no les he visto hablar juntos nunca más. Mónica se retiró a su escuela y Rock se olvidó de su existencia.
—Hubo un tiempo que tú y yo pensamos...
Richard se mordió los labios.
—Mejor hubiera sido, Rock fue tonto... Tonto. Yo creo que Mónica lo amaba.
—No te precipites. Mónica nunca lo dijo ni lo demostró.
El auto que conducía Richard se detuvo ante el teatro.
—Aquí es donde podemos encontrar a Don a estas horas. Vamos, Jane.
CAPÍTULO 03
Al cabo de un largo rato sin que Mónica interrumpiera su silencio, Rock exclamó con sordo acento:
—No debiera venir a molestarte. Las horas pasan, yo no he dicho nada y tú no comiste.
Mónica se dio cuenta de que no tenía apetito.
Con su solicitud habitual que jamás variaba en ella, inclinose hacia Rock.
—¿No pudo... equivocarse Don?
—Eso creí. En mi loco afán de creer en Sarah, eso me empeñé en pensar. No hice caso a Don. Le pegué. ¿Entiendes lo que significa para mí? Don es en mi afecto casi tanto como Richard. Me dolió y le golpeé. Don no respondió a mi ataque con furia.
—Rock...
—Ya sé, ya sé —se alteró—. No debiera hacerlo. Debí confirmar primero lo que me decía Don y si se engañaba o me engañaba a mí, volver a su lado y matarlo. Pero me enloquecí y no pensé en aquel instante confirmar nada. ¡Nada!
Llevó la mano al cabello por enésima vez.
Lo alisó sin conseguirlo porque no paraba con su cabeza.
—Pero luego... a sangre fría.
—¿Cómo lo sabes?
—Cualquier persona inteligente lo haría así, Rock. Aun estando tan enamorado como tú lo estás de Sarah.
—No podía concebir.
—¿Y ahora?
Rock se puso en pie.
Un reloj dio las diez de la noche.
—Mónica —dijo sin volverse, manteniéndose en pie, con las piernas algo abiertas y la cabeza erguida—. Te estoy dando la lata.
—¿No necesitas hablar? ¿Quién mejor que tu amiga para escucharte?
Se volvió en redondo.
—Amiga... Sí, Mónica. Amiga entrañable, a quien tuve abandonada tanto tiempo.
—También yo, Rock, si estuviera enamorada, tal vez no pudiera escucharte hoy, porque mi novio me estaría esperando.
—Así... lo disculpas tú todo.
—Mi afecto por ti... me inclina rotundamente a ello.
Rock cayó de nuevo en el butacón.
Quedose laso, como dormido, inmóvil, mirando al frente como si no viera nada.
—Marché a mi cuarto después de golpear a Don. Lo hice sin piedad, Mónica. Después me dolió cada bofetón que le di. Pero, entiende. Entiende, por favor. Le habría pegado a mi propio hermano.
Mónica entornó los párpados con sumo cuidado.
—Tanto la amabas, Rock.
—Tanto —casi gritó—. ¿Lo has dudado? Yo no soy de los ingenuos que van al matrimonio por seguir la corriente de los demás. A mí el matrimonio nunca me sedujo.
Mónica no parpadeó.
Pero, casi sin darse cuenta, evocó un pasaje de su vida cuando ella tenía dieciocho años y Rock veintiséis...
Sacudió la cabeza.
No podía dedicarse a sus evocaciones.
Después, después, cuando Rock se hubiera calmado y se fuera... tal vez ella pudiera pensar en mí misma. En aquel momento no. Tenía que pensar sólo en Rock.
—Sólo podría casarme muy enamorado, Mónica. ¿No me conoces tú?
Creyó conocerlo.
Nunca nada le reprobó. Pero... muchas veces a solas con su amargura y su ilusión frustrada pensó en Rock y en cómo era.
—Sigue, Rock.
—Empecé a pasear mi alcoba cuando sentía que Don se iba. Aún tuve valor para levantar el visillo y contemplar con placer morboso mi gran obra. Don caminaba tambaleante. Pensé si iría a denunciarme. Pero no.
—¿Has vuelto a ver a Don?
Rock se agitó en el butacón.
—No.
—¿Has comprobado... la infidelidad... de Sarah?
Rock apretó los puños.
—Don me dijo: **Puedes encontrarla a tu hora de consulta en cierto apartamento, lejos de la ciudad. A esa hora tú no puedes interrumpirla, y ella lo sabe. Se ve allí con uno**.
—Rock..., ¿quién era él?
—¿Y qué importa eso? Un alemán —se alzó de hombros con fiereza—. ¿Qué importa la nacionalidad, el nombre, su cara, su fortuna? Nada.
—Comprendo. Sigue, Rock, si es que... puedes.
—Me quedé allí. Con los puños en la boca, el dolor de haber golpeado a mi mejor amigo y la rabia de mi duda. Porque existía la duda. No existió jamás, pero de pronto entraba en mí como una fuerza indestructible. No fui capaz de dominarme. No sé aún cómo pude trabajar al día siguiente. Seguramente que tenía la esperanza de que Don, en el fondo, no quisiera más que extorsionar mi vida.
—Don jamás haría eso contigo.
—Claro, claro —se desesperó—. Por eso la duda entró en mí. Estimaba demasiado a Don y sabía cuánto me apreciaba él, y además, Sarah era la primera actriz de su teatro. Aun con ser yo su prometido, él debía saber más cosas de ella que yo. Así empecé a pensar durante una noche entera. Al día siguiente, tras una lucha horrible, decidí trabajar como si nada. Hablar con Sarah por teléfono como hacía todas las mañanas a las doce. E incluso invitarla como siempre a tomar el aperitivo a las dos de la tarde. Todo lo hice así.
—¿Y después?
—Nos despedimos a las tres y media. La llevé a su hotel. Y le dije que tenía trabajo para todo el día y que sólo a la hora de la última función podría pasar por su camerino.
—Y el resultado...
—A las seis de la tarde me presenté en aquel apartamento.
—Rock.
—Lo vi. ¿Entiendes? Lo vi...
Y volvió a meter la cara entre las manos.
Tardó mucho en reaccionar.
Mónica no interrumpió su patético silencio.
Sabía a Rock muy enamorado, pero no tanto. Nunca pensó que Rock pudiese enamorarse así.
—¿No te ríes de mí? —preguntó con voz ahogada—. Di, Mónica, ¿no te ríes?
Los finos dedos de Mónica cayeron sobre la mano crispada que se apretaba desesperadamente en el brazo del sillón.
—No, Rock. Nunca podría reírme del dolor de otra persona, máxime siendo tú esa persona. Dime, Rock, enloquecido como supongo que estarías, ¿qué hiciste?
—Nada.
—¿Nada?
—Entré. Le dije a la portera que era el hermano de Sarah. Que necesitaba verla urgentemente. La portera dudó, pero luego se alzó de hombros y subió conmigo.
—Tenía... una llave.
—Lógico. Era el apartamento de un hombre soltero.
—¿Y después, Rock?
—Una vez dentro le dije a la portera que me dejara sólo. Le puse una espléndida propina en la mano. Se compra todo, Mónica —comentó con amargura—. Todo. Hasta la honra de una persona. Aquella mujer se fue y yo avancé por la casa. Era como especie de estudio. Creo que iba tan ciego que ni tiempo me dio a ver si se trataba de un escultor o de un pintor. ¡Qué más daba! El perfume de Sarah estaba allí. ¡Allí! Yo lo conocía bien —se echó a reír como si de súbito enloqueciera o se convirtiera en un histérico—. Se lo regalaba yo, imagínate. No cabía duda alguna. Sarah estaba allí. No me sintieron. Avancé. Faltaba poco para que Sarah se personase en el teatro. Tenía la función a las ocho menos cuarto y eran aproximadamente las siete y diez Tuve aún la serenidad de mirar el reloj. Sigilosamente, y no me explico quién me dio la serenidad suficiente para serenarme, visité estancia por estancia. Abrí al fin una puerta. Sarah estaba allí, con aquel hombre.
—Rock...
Se ponía él en pie.
No era capaz de estar parado.
—Rock...
—No me digas nada ahora. No trates de consolarme. Creo que enloquecí.
—No me digas que... cometiste un disparate.
—No. Es posible que la rabia, el dolor, la decepción, me dejaran inmóvil. Ella me miró. Lanzó un grito. Intentó correr hacia mí. Me pareció grotesco. Doloroso, pero grotesco. Entonces giré. Y como un autómata eché a andar. Creo que tarde un siglo en recorrer el pasillo hacia la puerta. Sentía su voz. Su voz ronca llamándome: **Rock, Rock, Rock, escucha, deja que te explique...**
—Rock —se angustió Mónica—. ¿No cabía... una explicación?
—¿Cómo?
—Podía ser su hermano, su...
—¿Padre?
—Rock.
—Donde ella estaba y de la forma que estaba, sólo podía ser su amante. ¿No lo entiendes aún?
—Sí, Rock. Creo entenderlo.
—Aquí me tienes —sonrió Rock como si su boca se partiera en dos—. Aquí como un pobre diablo desesperado. Yo había soñado, Mónica. ¿Nunca estuviste enamorada? Yo tardé, tardé siglos en enamorarme. Al menos eso pensé cuando conocí a Sarah. Me pareció que la vida había pasado para mí sin ningún aliciente, y que, una vez la conocí, la vida tenía todos. ¡Todos! Todos los alicientes. Por eso estoy deshecho, maltratado, absurdo. ¿No te parezco grotesco?
—No, Rock.
—Es que nunca estuviste enamorada, Mónica. Si lo hubieras estado..., te darías cuenta de que yo soy como un cadáver viviente.
Lo había estado.
Lo estaba.
Lo estaría toda su vida.
¿Tan poca memoria tenía Rock?
¿O qué fue para él aquello?
¿Acaso creía Rock que ella besaba a todos los hombres que conocía?
"Un día, cuando termine la carrera, me casaré contigo, Mónica. No voy a elegir otra mujer."
Y sin embargo..., cuando Rock volvió de aquel viaje de estudios... No el último, el que hizo al final de su carrera, de otro, de aquellos que hacía durante los veranos... Debió de ser el antepenúltimo. Un año después terminó la carrera.
—Mónica.
—Debes tener calma —dijo, sin responder—. Mucha calma, Rock. ¿No habrás vuelto a verla?
—No.
—Pero ella sigue en el teatro.
—Estará todo el verano y parte del invierno. Es lo que...
—Rock, debes ir a ver a Don. Pídele disculpas. Dile que... has comprobado la verdad de cuanto él te dijo. Dime, Rock, dime esto. Si estuvieras casado con ella y hubieras comprobado después su infidelidad..., y supieses que Don no lo ignoraba, ¿se lo hubieses perdonado?
—No —rotundo, casi enloquecido.
—Entonces ve a agradecerle a Don lo que te ha dicho. Y, por favor, cálmate. Ve serenándote. Conságrate a tu trabajo y ven por aquí siempre que quieras. Si mi compañía te sirve de consuelo, ven, Rock. Pero ahora —añadió sin transición— pasa a la cocina. Prepararé algo de comer para los dos.
Al cabo de dos horas, Rock se despedía de Mónica, diciendo con irreprimible desaliento:
—No debiera sentirme mejor, Mónica. Pero me siento, me siento...
CAPÍTULO 04
Se sentía más sereno, sí, pero no atinó a meter el llavín en la cerradura. Por eso pulsó el timbre con fiereza. Como si la culpa de todo en aquel instante la tuviera la puerta, la llave y la cerradura, e incluso el timbre.
Tim abrió.
—Señor —dijo bajo—. Sus hermanos están aquí.
—¿Mis...?
Y se quedó mirando a su criado con expresión de estúpido.
—La señorita Jane y el señor Lake.
—Ah.
Y entró como un autómata.
¿Decirles?
¿No lo sabían ya por Don?
Cruzó el vestíbulo y en el final del pasillo vio la alta figura de su hermano Richard.
—Rock —dijo Richard, con naturalidad—, te estuvimos esperando. Ya estuvimos aquí otra vez. Nos hemos ido y no hace ni diez minutos que volvimos.
—Hola, Dick —fue el único saludo, pasando delante de él, hacia la salita—. Hola, Jane.
Los dos, marido y mujer, se le quedaron mirando con fijeza.
—Estuvimos con Don... —dijo Jane.
—Ah.
—Rock..., no debes tomarlo así.
¿Estaban locos?
¿Cómo querían que lo tomara?
¿Acaso ignoraban cuánto amaba él a Sarah?
La deseaba como un loco y la amaba, y Sarah con él se comportó siempre como una dama. Podía ser una furcia y lo era, ahora ya sabía que lo era, pero con él se comportó siempre como una dama respetable, pudorosa, sensible...
¿No era todo mentira?
Una vil mentira.
Y aún pretendía Jane que él lo tomara con filosofía.
No era por el desengaño sufrido. ¡Oh, no! Si pudiera aborrecerla. Pero la amaba, la amaba aún, la amaría toda la vida. Y la desearía siempre.
—Richard —dijo, doblegando la locura de su pensamiento—. Os agradezco vuestro interés.
—Don nos lo dijo antes que a ti —aún comentó Richard suavemente—. Es decir, se lo dijo a Jane. Y ésta fue quien le aconsejó que te lo hiciera saber a ti.
—Le he pegado, ¿me oyes? —se agitó—. Le he pegado.
—Hemos estado en su despacho del teatro —intervino Jane—. Primero vinimos aquí. No sabíamos aún si tú tenías conocimiento de ello. Pero como llevas más de una semana sin ir por casa...
Rock se desplomó en una butaca.
—Estoy cansado —dijo—. Tengo sueño. Creo que hace miles de horas que no dormí.
Los dos se acercaron a él y ambos le pusieron una mano en cada hombro, dejándolo en medio.
—Rock..., es mejor que lo hayas sabido ahora. Te pasará. Es doloroso, sí, pero debes estarle agradecido a Don.
—No os dijo que le pegué —preguntó, como si aquella idea le obsesionase.
—No. Don te aprecia demasiado. No nos habló de eso. Pero sí dijo que lo sabías.
—Ya.
—Nos parece imposible que tú..., tan de vuelta de todo..., te hayas dejado engañar. ¿Es que durante todo este tiempo no la has conocido?
Rock se levantó sacudiendo los hombros, como si la mano de su hermano y su cuñada le pesara en ellos.
—Cuando una mujer se empeña en engañar a un hombre, lo consigue siempre. Nadie más sutil que una mujer para hacerse amar y respetar —sonrió, con amargura—. Pero no importa. Ya no importa nada.
—Importas tú, Rock.
—Sí, Jane. Para vosotros importo yo. Y mirándolo bien, analizando a fondo la cuestión, he tenido mucha suerte. Pero no es eso. Ni me refiero a ti ni a mí cuan-
do digo que nada importa. ¿Qué puede importar ya?
—¿Y tu desesperación?
—Pasará —dijo él, con convicción—. Pasará.
Richard se acercó a él y lo asió por un brazo. Le hizo volverse. Era más alto que su hermano y lo dominaba con su estatura.
—La querías.
—¿Qué dices? —gritó, casi exasperado—. ¿La quería?
—Rock —saltó Jane.
—La quiero —dijo Rock, furioso—. La quiero. La pena es ésa. Que la quiero aún. Estaré de vuelta de todo. ¡De todo! Habré conocido a muchas mujeres. Las habré poseído y me habrá dado eso una experiencia inconmensurable. Pero, contra todo y contra todos, la sigo queriendo y deseando y...
Se apartó de ellos.
—Rock, es insensato.
—No temas —rió, como si mordiera—. No temas. Ya no es para mí más que una furcia, pero... tal vez necesito buscar a esa furcia, para mi desgracia.
—Oh, Rock, Rock —se agitó Jane, angustiada—. Eso no puede ser. No debe ser.
Ya lo sabía él. Pero... ¿por qué no?
No una esposa. Eso ya no iba a necesitarlo. Pero una mujer... como Sarah, para su escarnio y crueldad, ¿por qué no?
Encendió un cigarrillo y fumó aprisa.
Muy aprisa.
—Rock..., ¿por qué no haces un viaje? —propuso su hermano—. Desde que te estableciste en Newport-News no has hecho un viaje. Empréndelo ahora. Deja a Robert en tu lugar. Olvídate de todo. Te pasará.
—Me quedo aquí —gritó—. Aquí. No soy ningún cobarde para escapar.
—Para tu tranquilidad, Rock.
—No sigas, Jane. Me quedo.
—Y te verás con ella. La amas. No sólo la deseas, Rock. Empezarás con escarnio y terminarás... casándote con ella.
—Eso..., ¡nunca!
Y volvió a hundirse en la butaca.
Jane y Richard le contemplaban con amargura.
—¿Qué podemos hacer por ti, Rock?
—Dejadme.
—Estás excitado y loco. Loco, Rock.
—Te asombra, Richard. Suponte por un segundo...
—No te lo supongas —gritó Richard—. He corrido menos que tú. No he viajado apenas, salvo el viaje de fin de carrera. Trabajo en dos sitios a la vez... y no he tenido más novia que Jane, pero la conocí pronto. Ya sé que pude equivocarme. Pero tal vez no lo hice porque, antes que yo, Jane jamás pensó en otro hombre.
—Dejadme solo —suplicó, calmándose—. Perdóname, Richard. Sólo pretendía que te pusieras en mi lugar.
—Y me pongo. Pero no seguiría amando a la mujer que me engañaba. La odiaría.
—¿Qué sabes tú? Hay que pasar por ellas para comprender estas cosas.
Se sentó en el borde del lecho. Era tonto evocar aquello.
Pero... suponía como un placer morboso incontenible.
Era volver al pasado, casi vivirlo. ¿De qué iba a servir? Pero lo necesitaba.
Su diario. Cuánto tiempo sin tocarlo. Y por supuesto, salvo leerlo en aquel instante, no se le volvería a ocurrir la cursilería ni la ingenuidad de escribir de nuevo en él.
Lo abrió por el principio.
**Hoy he cumplido doce años. ¿Seré tonta? Estoy emocionada. He crecido tanto, que ya uso medias como las señoritas. Mamá se ríe de mí, pero en el fondo está muy emocionada. También Nancy, que es mayor que yo y ya tiene novio, me miraba con ilusión. Dicen que soy muy bella. ¡Bah! Eso no me inquieta demasiado. Pero sí me inquieta el hecho de ver a Rock... Ya tiene veinte años y cursa el segundo de medicina. Es todo un hombre. Le quiero tanto.**
Cerró el diario con seco golpe.
¿Era demasiado ingenua en aquella época?
Lo era. Claro, ¿cómo no iba a serlo?
En aquel entonces, Rock aún la besaba cuando entraba en su casa. Le daba un beso en la mejilla, le soplaba el pelo, le palmeaba el hombro y aún decía, condescendiente y suave: **Mi ratita se está convirtiendo en una mujer**.
Abrió el cuaderno de nuevo, como si ello le causara placer y dolor al mismo tiempo.
**Hoy he cumplido los diecisiete años.**
Mamá me regaló un abrigo precioso y papá una sortija. Creo que es la primera sortija de brillantes que tengo. Es un solitario fenomenal. Y recibí al mismo tiempo, y esto sí que me ilusionó, un ramo de flores rojas. Me las envió Rock. Es la primera vez que me envía flores rojas como a una mujer. Rojo, pasión. Eso me dijo Nancy. Nancy ha descubierto mi secreto, pero Nancy me adora y es discreta y nunca lo dirá a nadie. Rock llegó cuando terminábamos de comer. Qué cosa, ¿verdad? No me dio un beso. Me apretó la mano y me dijo, muy emocionado: **Estás guapísima, ratita**.
Me gusta que me llame ratita.
Volvió a cerrarlo.
Quedó ensimismada.
Inmediatamente después pasó un montón de páginas que no decían nada. Niñerías, ilusiones, ingenuidades. Y de repente se encontró con aquello...
**Rock termina el año próximo la carrera. Richard siempre dice que se retrasó un poco porque Rock es muy parrandero. Tiene novias en todas partes y amigas a montones. Viven en el chalecito paralelo al nuestro. Como quedaron muy pronto sin madre, mamá los atendió como a unos segundos hijos. Además, Marta, su hermana, sólo se deja guiar por mamá. Pero Marta se casa pronto con un diplomático destinado en Francia. Creo que una vez casados, se van. Pero Marta dice que no se casará hasta tanto no lo haga Richard con Jane. Dice Richard que se casará pronto.**
Al entrar hoy en mi casa, de regreso de mi escuela, me topé con Rock que salía de su chalecito. Me miró. ¡Qué mirada la suya!
**No sé qué haces, Mónica. Cada día estás más guapa. ¿Cuántos años tienes?**
**Dieciocho**, le dije yo.
Me miró con mayor detenimiento.
**Me marcho mañana de viaje de estudios —me dijo—. Oye, para celebrar mi despedida, ¿quieres salir conmigo esta tarde?**
Yo dije que sí.
A las siete estaba Rock a buscarme. No salía aún con chicos. En realidad estaba enamorada de Rock. No podía, pues, si era fiel a mí misma y a mis sentimientos, salir con otros muchachos. Tenía amigos. Pero sólo eso. Amigos que deseaban ser algo más, pero yo para ellos, según su expresión, era una cerradura.
Con Rock sí salía.
No sé adonde fuimos.
Me llevó al cine, después a pasear en su pequeño deportivo. Más tarde me dijo riendo: **¿A que no te atreves a venir conmigo a una sala de fiestas?** Yo fui. Lo estaba deseando.
Era muy bonita aquella sala. Se llamaba Molino. Nunca la olvidaré.
**¿Bailamos, Mónica?**
Yo lo estaba deseando.
Se nos pasó el tiempo. ¡Cuánto tiempo!
A mí me pareció cortísimo, la verdad. Rock me oprimía contra sí. Yo, con esa intuición que tenemos las mujeres, me di cuenta de que en aquella tarde, por lo que fuese, no era para Rock la amiguita del alma. La vecina, la muchachita a quien se le gastaban bromas.
Salimos muy tarde, y Rock, ya en el interior del auto, me dijo de sopetón:
**Me gustas mucho, Mónica. Cuando termine la carrera y me establezca, me caso contigo.**
Sentí como si todo me diera vueltas.
Rock deslizó una mano del volante y oprimió mis dedos casi desmayados en el regazo.
**¿No querrás, Mónica?**
No sé qué dije. Creo que nada.
Pero él volvió a preguntar con ternura:
**¿No vas a querer?**
Entonces dije que sí, sí, sí. Tres veces sí. Rock me miró un poco asustado. Pero cuando nos despedimos junto a la cancela de mi casa, Rock, inesperadamente, me tomó en sus brazos y me besó en la boca.
¡El primer beso!
Y era de Rock.
No me dio dos docenas de besos, ni siquiera tres besos tan sólo. Me dio uno y nunca lo olvidaré. Pensé que el suelo se iba de mis pies. Que me estallaban las sienes y que mil cosas me entraban por todo el cuerpo.
Creo que en aquel instante hubiese seguido a Rock al fin del mundo, de la forma que él quisiera. Pero Rock me soltó, me miró a los ojos y me dijo suavemente.
**Cuando vuelva, hablaremos de nosotros dos.**
Se fue Rock al día siguiente. Y no dormí nada y estuve en la ventana para verle marcharse. Pero Rock ni siquiera levantó los ojos hacia mi casa.
No me escribió. Regresó a principios de verano. Seré tonta. Si hasta me pareció que había crecido. Que tenía más barba y que París le había madurado considerablemente.
Cuando nos vimos, estaban todos delante. Pensé que no me besaba de aquel modo por eso. Pero nos vimos más tarde y empezó a contarme cosas de sus amigas, de sus novias, de sus aventuras.
Jamás volvió a mencionar aquel incidente. Y yo no sentí vergüenza por haberme dejado besar. Lo que sí sentí fue una pena hondísima.
Se casó Nancy y se vino a vivir a casa con su esposo. Eddy es una persona estupenda y ayuda a mi padre en los almacenes que aquél tiene en el muelle de Newport-News. Yo terminé la carrera y decidí vivir en la casita que el municipio puso a mi disposición. Fueron reñidas las oposiciones, pero yo necesitaba... quedarme en la ciudad. Y me quedé.
Veo poco a Rock. Viene por aquí... Hablamos. A mí me costó un disgusto dejar mi casa. Mis padres se oponían, pero Nancy y Eddy me ayudaron.
Ahora sé que Rock tiene novia formal. Una actriz... Se casará con ella. No ha vuelto por aquí desde hace un año, y si nos vemos, nos saludamos con mucho afecto, pero nada más.
Cierro mi diario.
Nunca más escribiré en él.
Tengo a mis niños, mi casita preciosa, mi labor diaria...
Cierro el cerebro y todos mis sentimientos como pecados.
Pero lo peor de todo es que sigo enamorada de Rock. Aun sabiendo que se va a casar..., para mí no existe más hombre que él.
No quiero ni que Nancy lo sospeche. Pero presiento... que Nancy nunca dejó de sospecharlo.
CAPÍTULO 05
Nancy siempre habló por los codos.
En el fondo era una auténtica pensadora, pero su forma de ser, se diría que la ocultaba bajo aquella verbosidad casi alucinante, para quien la escuchaba.
Eddy la adoraba. La verdad es que Nancy, además de ser muy hermosa, era toda generosidad y comprensión, y Eddy, a fuerza de conocerla tanto, cuando la oía desbordarse hablando, levantaba el dedo, la apuntaba con él enhiesto y decía mansamente:
"¿Más cuerda, Nancy?"
La buenaza de Nancy (era aquélla su mejor cualidad) empezaba a reír, se abrazaba a su marido si estaban en familia y le decía con inmensa ternura:
"Perdona, amor. Ni cuenta me daba que estabas aquí. Ya sé que no te gusta que hable tanto…".
Eddy se limitaba a besarla en la mejilla, a darle una palmadita en el hombro y a sonreír beatíficamente.
Así se amaban y se comprendían aquellos dos.
Nunca tenían problemas, y si los tenían, los subsanaban en seguida.
Aquella mañana, durante el recreo, Mónica vio cómo el auto utilitario de su hermana aparcaba a pocos metros de la escuela. Vestía pantalones, de tono entre blanco y cremoso, un suéter de manga corta, azul, de cuello mao, y aquel desparpajo suyo, tintineando el cinturón de eslabones de plata que ataba en torno a la cintura, sobre el suéter largo.
Mónica tuvo miedo de la verbosidad de Nancy. De los niños que pudieran oír lo que decía, y hasta de la limpiadora, que se hallaba en aquel instante sacudiendo un felpudo desde la terraza del chalecito anexo a la escuela.
Por eso le salió al paso. Y por eso, después de besarla, la asió por el brazo y tiró de ella.
—¿Adonde me llevas? —preguntó Nancy, asombrada, y, como siempre, sin esperar respuesta, añadió—: He venido a verte. Se dicen cosas por ahí, por nuestro ambiente. Ya sabes, ¿no? ¿O no te lo han dicho? Eddy me dijo: **No te metas en nada**. Pero, chica, una no puede aguantar ciertos rumores sin confirmarlos. No le dije nada a mamá, ¿sabes? Quiere a Rock como si fuese su tercer hijo. Es decir, como si después de nacer yo y luego tú, naciera Richard, Marta y Rock. Lo entiendes, ¿no es cierto?
—Para.
Nancy se la quedó mirando.
—¿Parar?
—De hablar, mujer.
—Oh —miró en torno—. Si no anda Eddy por aquí.
A su pesar, Mónica esbozó una sonrisa.
—No es preciso que esté Eddy. Al fin y al cabo, él te conoce y yo también, y, pese a los aires de curiosa, los dos sabemos que no lo eres. Pero todos ésos —y señaló el motón de niños que jugaban por el jardín— no te conocen. Y, además, pensarán que eres una cotorra, pensarán que eres, a la par, una chismosa. —Y para entretener el cerebro de Nancy y distraerlo, aún añadió—: Siendo todo lo contrario e importándote un rábano las vidas de los demás, entenderás que...
Seguía tirando de ella, y a la par mirando su reloj de pulsera.
—Tienen un cuarto de hora de recreo. ¿Cómo están los papás? ¿Y Eddy?
—Los papás siempre lamentando que te hayas emancipado así. En el fondo tienen razón —se perdían por el sendero, una junto a otra—. Aunque en alta voz no lo diga yo ni lo diga Eddy, pensamos los dos...
—Ya sé lo que pensáis —atajó—. ¿No te sientas?
Le ofrecía un asiento sobre una piedra saliente del sendero.
Nancy no se sentó. Miró en torno, al tiempo de sacudir las llaves del auto.
—Qué sitio. La casita será mona. La tendrás lindísima. La escuela nueva y los niños educados. Pero ese montón de casas al otro lado... Ese ambiente tan mediocre. No... no. No me mires así. Ya sé que me consideras humanísima. Lo soy, ¿eh? Pero hay cosas que indigestan.
—Mira —dijo Mónica, con gravedad—. ¿Ves todas esas casas en las cuales viven familias modestas? Pues casi en todas ellas hay gente fenomenal. Quisiera que un día perdieras algo de tu precioso tiempo y te dedicaras a visitarlos conmigo. No cabe en todas las mentalidades admitir que en esas casas existen valores humanos admirables. Por lo regular, la mayoría de las mentalidades mediocres, y sé que tú no la tienes, y por eso me molesta, no saben juzgar bien a los demás, si es que no poseen fortuna, bajo la cual, la mayoría de las veces no se encuentran más que fósiles.
—Oh, oh. Resulta que he venido a preguntarte cosas, y me estás tú sermoneando.
—Ha pasado el cuarto de hora, Nancy. ¡Cuánto lo siento!
Nancy la miró como si su hermana fuese un animalito de rara especie.
—¿Quieres decir que debo marcharme sin saber?
—¿Saber qué?
—Lo de Rock.
—Ah.
—¿No lo sabes tú?
Mónica volvió a mirar el reloj.
Tenía un silbato en la mano y lo metió en la boca. Se oyó un silbido prolongado y los gritos de los niños cesaron de inmediato Nancy, asombradísima, vio cómo todos los niños, puestos en fila, iban deslizándose hacia el edificio de la escuela.
—Los tienes bien amaestrados.
—Los tengo educados y aprendieron a obedecer. ¿Ves cómo reaccionan los niños? Pues imagínate que el buen ejemplo no lo enseño yo. La mayoría lo traen ya de sus casas. Así son esos seres cuyo ambiente no te agrada a ti.
Eres... suspicaz en grado sumo.
—Eh, eh, eh, aguarda. ¿Es que pretendes irte sin decirme nada?
Mónica se volvió a la puerta de la cancela que conducía a la escuela.
—¿Por qué no se lo preguntas a Rock? Y si no sacia tu curiosidad, ve a ver a Jane, seguro que lo sabe. Hasta la tarde, Nancy. Dile a mamá que hoy iré hasta allí.
—Eres... eres... eres...
Y se quedó con los labios apretados.
Mónica empujó la puerta y se deslizó dentro, cerrando despacio.
Nada más entrar, podía ver la salita. Y al fondo de la misma con un vaso en la mano y un pitillo en la boca se hallaba Nancy.
—Pero —exclamó, casi indignada—. ¿No te has ido? Si no he visto tu auto.
—Lo situé al fondo del sendero para que no lo vieras —explicó, sin dejar de reír—. Te conozco bien, y eres muy capaz de plantarme e irte a comer a cualquier lugar del centro.
Mónica se hundió en una butaca.
—Nancy —empezó gravemente—. Las cosas de Rock son muy suyas.
—No lo dudo. Pero él fue siempre de nuestra casa y nos lo contó todo, y en un momento así, no me digas que no acudió a ti. Dicen que está desesperado.
—¿Quién lo dice?
—Eddy. Y tú sabes que Eddy no es exagerado.
—¿Quién se lo ha contado? —preguntó, cautelosa, suponiendo que no sería Don.
—Richard. Se toparon en el banco y Richard le dijo que estaba inquietísimo por Rock. Ya sabes, Richard y Rock siempre se quisieron entrañablemente, y lo que sufre uno le duele al otro.
—Claro.
—Todos sabíamos que, tarde o temprano, la cosa terminaría así —sentenció Nancy, tranquilísima. Eso sulfuró a Mónica.
Ella amaba a Rock, pero en modo alguno se alegraba con su desesperación. Posiblemente nadie entrara en aquella desesperación como ella. Ella sabía que era auténtica y que estaba causando en Rock como un trauma moral cuando menos.
—¿Y por qué habíais de saberlo? ¿Por qué? Rock la amaba y ella parecía corresponderle. ¿Por qué tienen los demás que vaticinar lo que nadie tiene derecho, ni siquiera a imaginar? ¿Porque era una mujer de teatro? Hay mil mujeres de teatro bien respetables. ¿Es por eso?
Nancy la miraba con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Mónica —se lamentó—. No te pongas así. ¿Acaso no eres mi hermana? Es posible que delante de otras personas diga lo que estás diciendo tú ahora en defensa de Rock y cuanto ocurrió, pero si estoy con mi hermana, puedo decir lo que pienso, ¿no?
Mónica dominó su excitación.
—Perdona.
—Lamento que haya ocurrido —dijo Nancy, con aquella gravedad suya que definía su personalidad, más que su cháchara—. Pero ya no entiendo tu amor, y perdona que siga siendo terriblemente sincera.
Mónica se levantó.
No lo hizo de un salto, como hubiese querido. Lo hizo despacio.
Como si pretendiera disipar de la mente de su hermana aquella idea.
—¿Qué dices? —rió, y su risa, algo forzada, aunque ella lo sabía—. Aquello pasó, Nancy.
—Pasó —dijo, sin preguntar—. Bueno, si tú lo dices... —Dio la vuelta en torno a su hermana—. Pero no esperarás que me lo crea, ¿eh? Tú eres de ideas fijas. De ideales bien definidos. Y cuando tenías diez años ya pensabas en Rock. Cuanto más después, a medida que fuiste creciendo. —Y casi fiera, añadió—: ¿Sabes lo que te digo, Mónica? Es un buen momento para pescar a Rock. Ah, y no me mires así ni consideres la palabra **pescar** demasiado fuerte. Es la usual de estos casos, aunque, tratándose de ti, cabía mejorarla, o **purificarla**. Perdóname otra vez, Mónica, pero siempre nos hemos dicho las cosas entre las dos con todo su color, sublimidad o crudeza. Y es lo que trato de continuar haciendo ahora.
—Nancy...
Pero la hermana estaba disparada, y Mónica sabía por experiencia qué diría cuanto quisiera decir y luego se olvidaría de esperar la respuesta, y además se iría sin acordarse de decirle adiós.
Nancy era así.
Así de habladora, así de serena, así de aturdida al mismo tiempo, y así de intensamente generosa.
—Rock vendrá a ti —continuaba diciendo, haciendo caso omiso de la interrupción—. Apóyale, ayúdale y dile que le amas.
—¿Estás loca?
—Loca. ¿Hay algo más real que decir la verdad?
—Oye, Nancy...
—Y que se apoye en ti —continuó Nancy a gritos—. ¿Qué es el matrimonio? ¿Qué crees que hice yo cuando Eddy trataba de tontear conmigo, sin hablar jamás de noviazgo o matrimonio? Se lo dije bien clarito. Nos comprendíamos, nos gustábamos. ¿Qué es el verdadero amor más que eso? Si yo le gustaba, quería significar que, sexualmente, le atraía. Si a mi lado se entretenía, quería decir que me amaba. ¿No es eso? ¿Qué es el matrimonio más que esas cosas? Atracción física, respeto, comprensión, ternura... ¿Quieres buscarle colores rosa como en los libros? La realidad es ésa y no otra. Yo se lo dije a Eddy. O sí, o no. Y Eddy debía temer perderme, porque dijo sí. Y aquí nos tienes. Sólo nos falta un hijo, y como llevamos seis años casados y Dios no parece dispuesto a concedernos la maternidad, nos quedamos y nos conformamos.
—¿Has terminado?
—Qué va. Tenía mucho que decir aún, pero lo dejo para otra ocasión.
Giró sobre sí.
No lo hacía airada. Mónica la conocía demasiado para saber que, considerando haber terminado, ni siquiera se preocupaba de esperar una respuesta concreta.
—Te veré en casa de los papás.
—Has dicho un montón de tonterías —dijo Mónica, casi airada—. Pero como siempre, tratándose de ti, te las perdono. Ah, no sé si podré ir hoy. De todos modos, no me gustaría que anduvieras diciendo por ahí que estoy enamorada de Rock, porque estás lamentablemente equivocada. Una sueña —añadió, yendo tras su hermana que se iba—. Sueña a los quince, diecisiete y veinte años. Pero luego se ríe de sus sueños. Sobre todo, cuando va adquiriendo experiencia.
Nancy asió el pomo y abrió.
Pero antes dijo, con aire jocoso:
—Chica, ¿qué experiencia? ¿La de educar niños? Se necesita otra clase de experiencia, y tú sólo has tenido la de amar a un hombre que todos los demás hemos visto como familiar muy allegado. —La apuntó con el dedo enhiesto, al estilo de Eddy Morton—. Amarlo platónicamente. ¡Ji! ¿Qué experiencia es ésa? Buenos días, cariño. Ya me dirás en otra ocasión si has seguido mis consejos.
CAPÍTULO 06
Se disponía a marcharse al centro.
Poseía un auto utilitario muy parecido al de su hermana Nancy. Cuando cumplieron veintiún años, sus padres les regalaron uno a cada una. Como Nancy era mayor, se lo regalaron primero, pero ya Eddy lo había cambiado en sucesivos años. En cambio, ella continuaba conservando el auto azul celeste, de línea deportiva, pero muy pequeño, lo bastante para poder desplazarse de los suburbios al centro, donde vivían sus padres.
Otras salidas no hacía. Cuando deseaba pasear, casi siempre se perdía a pie por aquellos vericuetos.
En aquel instante lo tenía fuera de la cochera y se asombró al ver que, cuando ella salía, Rock descendía de su verdoso **Land-Rover**.
—Rock —exclamó.
Él saltó del auto y miró a su amiga con expresión cansada.
—¿Te ibas, no?
No sabía ser sincera con él cuando lo tenía delante.
En cierto modo admiraba a su hermana por ser como era, sabiendo como sabía responsabilidades de todo. ¿Aprendería ella algún día?
—No, Rock. Es que lo estuve limpiando —mintió, refiriéndose al auto.
—Ah.
—Sube, Rock.
Él tardó algo en reaccionar.
Bruscamente, cerró la puerta del vehículo con seco golpe y atravesó el sendero, encogiendo los hombros para encender un cigarrillo, cuyo fósforo acercaba a la cara, protegiéndolo de la brisa con las dos manos. Se notaba que pretendía evadir ni él mismo sabía qué. Y seguro que ni sabía a qué había ido al chalecito anexo a la escuela a aquella hora en que Mónica había dejado ya de dar clase.
—No quisiera serte pesado...
Mónica sonrió.
Una tibia sonrisa que parecía infundir confianza.
—Sube, Rock. —Y amable y cariñosa—: ¿Quieres tomar algo? —Sin esperar respuesta—: Whisky, coñac...
—Nada. Prefiero fumar sin beber… Sarah... ha ido a verme a la clínica —dijo. Y su voz tenía no sé qué...
A su pesar, Mónica se estremeció.
No dijo nada de momento.
Su voz hubiera sonado ronca, o no hubiera sonado siquiera.
—Pasa a la salita, Rock.
—¿Estás... sola?
—Tengo una limpiadora por las mañanas.
Dolía pensar que tan poco, habiendo sabido tanto, conocía su vida.
—No es una vida muy... agradable.
—Lo es, Rock. Para mí, sí.
—Tus padres no están contentos.
¿No iba a hablar de Sarah?
¿Por qué se inmiscuiría en su vida?
—En principio les dolió que, no necesitándolo, me emancipara. Pero después comprendieron que cada uno tiene derecho a su vida. No se puede fiar de la buena posición económica de sus padres uno. Si algo no va conmigo es vivir por el simple hecho de venir al mundo. De haber venido, quiero decir.
—Te admiro.
Mónica rió con cierta oculta amargura.
—No, no, Rock. No me admires. Hago lo que hacen hoy miles de muchachas americanas, francesas, inglesas, españolas. Todo ser humano tiene el deber de poner su granito de arena, y pienso que debe ponerse a medida de la capacidad intelectual de cada uno.
Rock se dejó caer en el brazo de un sillón y fumó muy aprisa, de modo que sus facciones quedaron difuminadas por las espesas volutas de un acre olor.
—¿Qué tomas? —preguntó nuevamente, ya ante el bar, y mansamente, de espaldas a él, preguntó—: ¿Qué pasó con... Sarán?
No contestó en seguida.
—Coñac —dijo luego.
Mónica lo sirvió y le dio la copa.
—Temes, ¿verdad, Rock?
No podía disimular con ella.
Salvo a su hermano, a nadie más podía él confesar su debilidad.
—Sí, temo.
—¿La has recibido?
—No.
—Eso es cobardía.
—Eso es... miedo.
—¿Miedo, Rock?
Bebió el contenido de la copa de un solo trago. Después quedó algo tenso, aún sentado a medias en el brazo del sillón.
—Creo que a ti puedo decírtelo. A ella, no.
Que se lo dijera. Pero ella no lo entendía. No concebía que, habiendo visto por sus propios ojos todo aquello, pudiera seguir amándola.
Como si Rock adivinara su pensamiento, casi gritó:
—Eso, no. Amor, no. Claro que no. El amor sublime, sincero, respetuoso que yo le tenía, no. Desde luego que no.
Mónica le miró entre asombrada y censora.
—Rock..., si vas a decirme... otra cosa peor, cállatela.
—Te repugno mucho, ¿verdad? Me desprecias.
—No te desprecio. Nunca te despreciaría yo a ti. Pero... ¿te agrada que te compadezca?
Rock se puso en pie. Casi hinchó el pecho. Tampoco. Casi..., menos aún.
—Eso siento. Compasión. Me da pena que un hombre como tú sea tan débil para...
—Por favor, si yo lo pienso, si yo me recrimino..., ¿no es bastante castigo?
Mónica no quería callarse.
—Para caer bajo las sucias redes de una mujer… ¿sexual?
Él, tan firme, tan recto, tan dueño de sí, se sentía en aquel momento avergonzado.
—Yo la respetaba.
—No lo dudo, Rock. Te conozco.
—¿Conocerme?
Lo miró interrogante. Casi fría.
—¿No te conozco?
—Como hombre, no.
¿No?
¿Y aquel beso?
¿No la reveló a ella como mujer? ¿A él como hombre para ella, surgida momentáneamente mujer? ¿No fue como un timón en su vida aquel instante?
—Conozco al género humano, Rock —dijo, breve—. ¿No es suficiente?
—Tú no sabes lo que sentimos los hombres en ciertos casos. Me considero sucio ahora. Antes no lo era. Y no tuve yo la culpa al dejar de serlo.
—Es cómodo echar a los demás la culpa que nosotros no queremos admitir, por cobardía o debilidad. Si no la quieres para esposa, para madre de tus hijos..., ¿cómo puedes tener el valor de admitirla como amante?
—Lo es de... cualquiera.
—Cállate. No ensucies más ese amor que le has tenido. Ella pudo faltar a él. Sus culpas tiene, sus consecuencias las sufre. Mil veces preferiría, supongo yo, ser la esposa respetable de un hombre llamado Rock Lake, que la amante de un alemán cualquiera. ¿No es así?
—¿No estás sugiriendo que me case con ella?
—Oh, no —cortó, con sequedad casi impropia en ella—. Te estoy sugiriendo que la olvides y busques una mujer digna de ti. Esa mujer respetable que tal vez no desees tanto como a Sarah, pero que respetarás infinitamente más. Sería imperdonable que, sabiendo lo que sabes, viendo lo que has visto, cayeras tú en la misma bajeza que ella. Porque, si quieres saber mi opinión, ya la sabes. Tan sucio te consideraría a ti al perder la voluntad, como a ella por admitirla.
Tenía razón.
Sabía que tenía toda la razón.
Iguales o parecidas palabras le dijeron Richard y Jane y después Don, cuando fue a disculparse. Pero él era hombre y humano, y miraba la vida con realidad, y aquella mujer llamada Sarah no había escapado aún de sus sentidos.
Apretó los puños.
—-Reconozco todo eso —dijo, roncamente—. Por eso he venido a tu casa. Es como si de momento lograra escapar de mi pecado.
—Que va contigo.
—Hablando contigo, no.
—Pero no estás siempre hablando conmigo, Rock. Necesitas recibir a esa mujer. Escucharla..., despreciarla y purificar todo ese cerebro tuyo, emborrachado de ella. Eso es lo que necesitas, y mientras no lo logres, no podrás, ni ser feliz tú, ni hacer feliz a una mujer digna de ti.
—¿Supones tú que yo puedo creer de nuevo en otra mujer?
Estaba loco. Obsesionado, obcecado.
—¿Y por qué no? ¿Es que todos somos revolucionarios, porque un tipo extraño mate a un ser humano, secuestre un avión o le pegue a su padre?
—Las mujeres...
Movió la mano casi delante de sus ojos.
—Rock, no sigas. No te lo voy a permitir. Ni todas las mujeres son iguales, ni todos los hombres se confunden. Te diré un tópico vulgarísimo. En cada ser hay un mundo, una idea distinta, un pensamiento. Una reacción... La ideología tiene mil caras y los sentimientos y los caracteres. Si todas las mujeres fuésemos iguales, estaban listos todos los hombres.
—A tu lado descanso —dijo Rock, apaciguándose.
—¿Lo ves? En algo soy distinta a las demás, y, sin pecar de vanidosa, como hay miles de mujeres que comprenden a ciertos hombres sin necesidad de... ser sus amantes o sus esposas y engañarlos con otros. Veamos, ¿cómo consideras a tu cuñada?
—¿Jane? Maravillosa.
—¿Engañaría a su esposo?
—No —rotundo.
—Nancy tampoco. —Y secar—. Yo, igual. —Y haciendo rápida transición—: Demos un paseo por esos campos desiertos, Rock. La brisa es cálida y los campos, sin que uno mismo se dé cuenta, purifican el organismo y el cerebro.
Dócilmente, Rock la siguió hacia el jardín.
CAPÍTULO 07
Fue doloroso lo que le ocurrió a Rock.
Ya sabía que su madre sacaría a colación aquel asunto. Por eso, durante aquellos días, dilató el instante de ir a verlos, sabiendo de antemano que, cuando se presentara en su hogar, sus padres no perderían la ocasión de hablar del **triste asunto** de Rock.
Fumó despacio.
Ella se recubría bajo aquella careta de indiferencia. Y pensaba que tal vez la excesiva indiferencia, al menos para Nancy, sería peor que el reflejo verdadero de su amargura oculta y doblegada.
—Son cosas que ocurren, mamá.
Se hallaban las dos en la salita. Al fondo, Nancy hacía que buscaba un libro en la estantería. Eddy y su suegro no habían llegado aún de los almacenes de exportación del muelle.
—No cabe duda, hijita. Ocurren, pero, desgraciadamente, sólo nos afectan cuando ocurren a los que amamos, apreciamos lo que tenemos cerca.
—Claro.
—No hacía ni una semana que Rock estuvo aquí. Nos habló de su futuro junto a esa mujer. Estaba preparando su apartamento en el piso superior de la clínica. La verdad es que Rock estaba muy enamorado de la actriz. Nunca pensé que una mujer fuese capaz de...
—¿Hablamos de otra cosa, mamá?
Mamá la miró con rara expresión. Entre censora y molesta.
—Rock es para mí como un hijo más, Mónica. ¿Cómo puedes pedirme que hablemos dé otra cosa, cuando sólo se comenta eso? La ciudad no es grande, hijita. En Newport-News se conoce todo el mundo. Rock es aquí como una personalidad, y Sarah Stark, una actriz que conmueve en el teatro. ¿Te das cuenta? No vayas a pensar que se sabe lo ocurrido. Es decir, se rumorea que se han dejado, que el matrimonio se desbarató, pero nadie conoce las verdaderas causas.
Fumó, expelió el humo.
Por detrás de su madre veía la expresión casi burlona de su hermana.
Pero ella volvió a fumar y dejó sus facciones casi difuminadas.
—Por otra parte —añadió mamá—, es terrible el desengaño de Rock. Cuando eso le ocurre a un hombre, es difícil que vuelva a creer en otra mujer. Sobre todo cuando los sentimientos son sinceros.
—Rock sabrá olvidar —dijo Nancy, metiendo baza, y como siempre, emprendió la marcha sin dejar intervenir—. Sarah seguirá teniendo amigos. Ese tipo de mujeres no puede pasar sin un hombre diferente todos los días.
—¿Porque es actriz?
—Por lo que sea —siguió Nancy, manoseando al mismo tiempo el libro de Marcuse—. Hay mujeres así. Rock terminará comprendiéndolo. Lo que a mi juicio necesita Rock es una mujer verdadera que le llegue a los sentidos, al cerebro, al corazón, a su sensibilidad. Yo, si estuviera soltera, procuraría...
—Pescarlo —atajó Mónica, con ironía.
—¿Qué os pasa a vosotras dos? Parecéis agresivas una con la otra.
Nancy hizo caso omiso de la interrupción.
Apuntó a Mónica con el libro de Marcuse y la dama, pensó que iba a hablar de aquél, pero Nancy, mansamente, siguió diciendo:
—Estoy segura de que has visto a Rock ayer, hoy, toda la semana. ¿Cuántos días hace que ocurrió eso? Más de una semana. Por aquí no ha venido. Todo lo que sabemos nos lo dijeron papá o Eddy. Y los dos lo han sabido por Richard, lo cual quiere decir que, si bien se comenta la ruptura de las relaciones de Rock con Sarah Stark, se ignoran las causas. Yo opino que un hombre puede andar por la vida tranquilísimo, cuando su vida íntima está a buen recaudo. No me extrañaría nada —siguió diciendo, sin dejar de apuntar a su hermana con el libro de Marcuse— que Sarah tratara de disculparse y de hacerle ver a su ex novio que el hombre que estaba con ella era su primo, su hermano, su padre. Suele ocurrir. Y hay idiotas que se convencen.
—Nancy.
—Las hay —insistió Nancy, como siempre, dejándolas a medias y saliendo de la salita. La dama suspiró.
—Esta Nancy habla por los codos. No sé cómo no ha cansado aún al buenazo de Eddy. Y lo peor, a mi modo de ver, no es lo que habla, sino que cuando esperas que diga algo concreto, gira en redondo y se va refunfuñando, con lo cual nunca sabes lo que pretendió decir.
Mónica consultó el reloj de pulsera.
—Debo irme, mamá.
—Mónica, ¿no es demasiado, vivir allí sola? Ni tienes amigos en el suburbio, ni siquiera conocidos. Yo no digo nada en contra de la chica que se emancipa y trabaja. Eso, no. Pero tú, ¿qué necesidad tienes de consagrar tu vida a muchachos desconocidos?
—Si todos pensaran igual y esperáramos conocer a los chicos que educamos, no habría chicos educados, ni maestras de escuela —sonriendo con suavidad—. Volveré un día de éstos, mamá.
—Eso lo dices todos los días, y después resulta que sólo vienes de tarde en tarde. —Y machacona, como si de nuevo recordara a Rock—: Entonces supones, como Nancy, que Rock volverá a creer en las excusas de Sarah Stark.
Mónica meneó la cabeza con energía.
Estaba muy linda.
Vestía un modelo de pantalón y casaca de un tono rojizo. Un bolso negro colgado al hombro. Zapatos del mismo color y el cinturón que oprimía su cintura y hacía más delicada la casaca, haciendo juego con los zapatos y el bolso.
—No, mamá.
La dama, que en cierto modo había olvidado la pregunta, pues en el fondo se parecía algo a Nancy, preguntó, asombrada:
—¿No qué?
—Rock no volverá con Sarah Stark.
—¿Estás segura? Esos chicos se quedaron sin madre demasiado pronto. Ya ves, Marta se casó siendo una niña. Y no digamos Richard. Es como si tuviesen imperiosos deseos de encontrar en el hogar propio lo que no tuvieron en el paterno. Rock es un chico sensible. Parrandero, eso sí. Pero ¿qué hombre no lo es, teniendo la posición social y económica que él tiene?
—Debo irme, mamá. A las siete tengo una clase particular.
—Además, eso —se alteró la dama—. O sea, que después de tus horas de clase, aún recibes a esos niños.
—Es el hermano mayor de un niño de mi escuela. Un muchacho algo retrasado mental, a quien los padres no pueden enseñar a leer.
—Pero, Mónica...
—Es mi profesión, mamá. Como la de papá es exportar y la de Rock cuidar enfermos —la besó por dos veces—. Adiós, mamá. Hasta dentro de dos o tres días.
Que serán dos o tres semanas.
Conducía su auto por la avenida. Torció a la derecha. ¿Morboso placer pasear por allí? No lo supo.
Cruzó ante el teatro. Era temprano. No se explicaba cómo Sarah Stark, después de perder un hombre como Rock, que la amaba sinceramente, podía seguir en las tablas como si tal cosa.
De repente vio en una parada de taxis a una persona conocida. Sin duda, buscaba un taxi.
Detuvo su auto y sacó la cabeza por la ventanilla.
—Don —llamó.
Un hombre aún joven, no mucho mayor que Rock, se volvió en redondo.
—Mónica —exclamó.
Y con la mayor naturalidad, abrió la portezuela del auto y se deslizó dentro.
—Dejé mi auto a reparar —explicó—. En ese instante iba hacia mi apartamento y buscaba un taxi.
Mónica puso su pequeño coche en marcha.
—Te llevaré yo —dijo—. Me pilla de paso.
—Gracias. —Y casi en seguida—: ¿Ya lo sabes?
Mónica asintió sin palabras.
—Ha sido terrible.
—Hacía mucho que lo sabías.
—No. Lo presumía tan sólo.
—¿Te has atrevido a hablar con Rock... sólo por presumirlo?
—Oh, no, Mónica, Jamás se me habría ocurrido semejante cosa. Aprecio demasiado a Rock para meter cizaña en su cerebro, sin una seguridad absoluta. Pagué un detective privado. Veía que Sarah engañaba a Rock en cuanto a sus salidas. Mil veces estuve en su camerino cuando Rock la llamaba. Ponía una disculpa... Así empecé a dudar. Porque, una vez disculpada, se iba del teatro y casi nunca llegaba hasta la hora justa. Pagué, como te digo, al detective, y el resultado ya lo ves.
—Supones, pues, que Sarah no estaba enamorada de Rock.
Don se echó a reír.
Una risa dura y casi amarga.
—Mónica, no seas inocente. Una mujer de ésas no se enamora más que de quien le conviene. Sarah gasta mucho dinero, y no era posible sacárselo a Rock. Cuando un hombre ama de veras a una mujer, para casarse con ella, jamás da dinero. Un regalo, un obsequio. Dinero en abundancia, no. Sería tanto como comprar a la mujer que ama. Y Rock es de los que puede tener una amiga hoy y dos pasado mañana, pero nunca a la mujer a la que paga le propondría matrimonio.
—Voy entendiendo.
—Sarah consideraba a Rock un buen partido. Lo es. Social y económicamente, no podía pedir nada mejor. Pero a la par estimó que el dinero que gana en el teatro, ni paga sus costosas joyas, ni sus múltiples caprichos. Y si bien Rock lo ignoraba, su ex prometida es mujer a quien encantan las joyas. Yo diría que se muere por ellas, es caprichosa en extremo, y si bien adquiere hoy un modelo o varios modelos a precio excesivo, mañana los deja en una esquina, los aborrece y compra otros. Todo eso cuesta dinero, y Rock no lo da, porque jamás se le ocurrió pensar que Sarah lo necesitase. Una mujer como Sarah —añadió, sentencioso— adquiere fácilmente ese dinero que necesita. Es hermosa. Muy hermosa. Tiene una buena personalidad y sabe coquetear y encender el interés de los hombres. —Quedó un segundo silencioso, sin que Mónica le interrumpiese, y cuando el auto se detuvo ante el edificio en el cual él tenía su apartamento, añadió pesaroso—: Lo peor es eso.
Iba a descender.
Pero Mónica lo agarró por un brazo.
—¿Qué es lo peor?
—Lo hermosa que es Sarah. Y lo débil que es Rock para mantenerse lejos de ella, si Sarah decide buscar a Rock.
Lo estaba buscando ya.
Rock mismo lo había dicho aquella tarde.
Se estremeció a su pesar.
—Supones tú que Rock...
—¿Casarse con ella? ¡Oh, no! Rock no se casará jamás con Sarah, pero... —se alzó de hombros—. Puede ocurrir que ahora sea Rock el que pague las joyas de Sarah, y su vida se truncará para siempre. ¿Entiendes eso?
—No creo que Rock sea capaz de caer tan bajo.
Don se alzó nuevamente de hombros.
—Rock no es más que un hombre. Un ser humano vulnerable a las atracciones físicas de una hermosa mujer.
—Don..., ¿no puedes evitarlo?
—No.
—¿No?
—Mira mi ojo. Hace de esto dos semanas, y, sin embargo, aún tengo la señal en él. No me meteré jamás en los asuntos íntimos de Rock; al menos, en cuanto se refiera a Sarah. Perdería a mi mejor amigo y perdería a mi mejor actriz.
—Pero eso es cómodo.
—¿No somos cómodos todos los seres humanos? No lo parecemos siempre, Mónica, pero, desgraciadamente, casi siempre lo somos. Gracias por haberme traído, Mónica. Muchas gracias.
Le dio la mano y se alejó atravesando la calle. Aún desde el portal, agitó la mano.
Era un hombre rubio, de ojos azules, bien parecido. ¿Tuvo que ver él algo con Sarah? ¿Conocía a Sarah íntimamente antes que Rock?
CAPÍTULO 08
Lo decidió en aquel mismo instante.
Cerraría la clínica y se iría a pasar una temporada a cualquier parte del país.
Llegaba el verano y posiblemente Robert quisiera quedarse en su clínica durante aquellos meses.
—Tim —llamó.
El criado apareció en seguida.
—Diga, señor.
—Me voy a ir.
—¿Sí?
—No me mires con esa cara de bobo. Me voy ahora mismo. Escribiré unas cartas y mañana las llevarás a su destino. A casa de mi hermano. A la escuela de las niñas del suburbio, a la señora Hamilton, madre de la señorita Mónica... A mister Harmon...
En aquel instante sonó el timbre.
Rock guardó silencio. Tim miró a su señor.
—¿Espera a alguien, doctor? —preguntó Tim, sin parpadear.
—No. No estoy citado con nadie. Pero puede ser un cliente. Abre y ven a decirme de quién se trata. También puede ser mi hermano o su esposa.
Tim obedeció en silencio.
Y entretanto, Rock, aceleradamente, él que era tranquilo por naturaleza, empezó á sacar maletas del fondo del armario.
Y en seguida sonó su voz. Quedó tenso.
Oía a Tim tratando de retenerla, pero Sarah avanzaba por el pasillo, taconeando.
Mil cosas infernales hubiera deseado Rock en aquel instante, menos ver a Sarah. Era demasiado bella. Demasiado hermosa, demasiado sexy.
Y él era un hombre débil. Para Sarah lo era. Estaba seguro.
Respiró hondo. Trató de amontonar las maletas encima de la cama, pero todas se le escurrían.
—Hola.
Tardó en volverse.
El era fuerte. Muy fuerte. Moralmente, casi invulnerable. Y sin embargo..., sabía que para ella era el más débil de los hombres.
Sabía, además, que era fácil conseguir a Sarah. Ya no la respetaba. Pero... seguía sintiendo por ella aquella atracción infernal que causaba su trauma físico.
—Hola, querido.
Rock se volvió despacio.
Pensó en Mónica. En lo que le había dicho.
"Soy débil."
Y a la voz de Mónica, casi sentenciosa: **Pero es sucio. Sucio todo eso. Es... odioso.** Sabía que lo era.
Pero...
Sarah se acercaba. Con su perfume. Más bella que nunca. Más deslumbrante, más... ¿humana? ¿O simplemente más sexy?
—Rock, cariño. Te tomas las cosas a la tremenda. Entiendes, ¿verdad?
Rock no pudo hablar.
Sonó ronca su voz.
Rara, casi endeble.
—¿Entender qué? ¿Por qué has venido? ¿No sabes que todo terminó?
—Todo...
Y sus ojos se entornaban. Rock apretó los puños.
—Oye, cariño. Pareces dispuesto a emprender un viaje. Justo, lo que yo necesito. La segunda actriz decidió hacer mi papel. Se lo rogué yo.
Rock aflojó el nudo de la corbata, metiendo el dedo entre el cuello y la camisa.
—No quiero perderte, Rock. Tú sabes lo que para mí significa perder una temporada de teatro. La mejor de todo el año. Pues la pierdo. Voy a decirle a Don que necesito una semana de vacaciones.
—No —casi gritó Rock, temiendo caer en aquella horrible tentación—. Conmigo, no.
—No vives al día, Rock —se acercaba insinuante—. No vives. Te aferras a unos prejuicios tontos. Yo no los entiendo. No trato de disculparme. ¿Qué quieres que haga si yo soy así? —se pegaba a Rock. Rock respiró fuerte, como si le faltara aire—. ¿Qué te parece si nos fuéramos los dos a las Bermudas? Su calor, sus playas... Entiende, Rock, cariño. Yo estoy loca por ti. ¿Crees que eso se puede remediar? Nos hemos confundido los dos, pero sólo en cierto modo.
Rock trató de separarse.
Pero Sarah se pegaba más a él.
Levantaba los brazos.
Su voz sonaba insinuante, casi imprecisa.
—Cariño, lo podemos pasar muy bien. Muy bien, muy bien...
Rock sintió que claudicaba.
Escaparía. Una vez ella se fuese..., escaparía.
"Eres un cobarde."
¿Y qué culpa tenía si lo era junto a aquella diabólica mujer?
—Rock, mi vida, ¿voy a buscar mi maleta?
—Tu...
—Maleta, hombre. Hablaré con Don por teléfono. No temas, nadie sabrá que estamos juntos.
Vio su vida junto a ella.
Loca, loca, pero... atractiva. Inmensamente atractiva.
Pero... ¿qué le quedaba para el futuro?
Si se liaba con ella..., ¿qué le quedaba?
Sería siempre un hombre condenado, supeditado a la pasión de una mujer, que nunca sabría ser suya únicamente.
—Rock...
—Vete.
—Volveré, ¿quieres? Volveré. Con mi maleta, Rock. ¿Nos iremos esta misma noche?
Rock sintió que un frío sudor le caía por al frente. Iba a gritarle que no.
Pero de pronto se encontró diciendo como un pobre desvalido, desarmado:
—Bueno, bueno. Ven... Iremos... iremos a las Bermudas.
Sonó el timbre cinco minutos después de cerrarse la puerta tras Sarah, cuando Rock apretaba las sienes, y trataba, ante Tim, de recuperarse.
—Señor..., es ella otra vez.
Rock se irguió.
Sintió como un frío en las venas.
—No... abras —casi gritó—. No abras.
—¿Puede usted...?
—¿Poder, qué? Dilo, dilo. ¿Te estás riendo de mí?
Tim estaba sintiendo una pena horrenda.
—No, señor. Es que... lo vi. —Di lo que viste.
—Tan débil.
Era lo que odiaba Rock.
Ser débil.
Ser un muñeco en poder de aquella maldita mujer.
—Me iré ahora mismo —gritó, y empezó a mete, prendas en la maleta—. Tú, si quieres, le abres por un sitio y yo salgo por la puerta de servicio. ¿Oyes?
Tim tenía su experiencia, porque tenía años, y nadie tiene años sin experiencia.
—Cualquier otro día se tropezará con el mismo problema —dijo sentencioso—. ¿No es mejor afrontarlo ahora?
—¿No lo has visto?
—No, señor.
—Le he dicho... le he dicho —se mesó los cabellos— que... que nos iríamos juntos. Es decir, lo dijo ella y yo no supe, no supe... ¿Sabes, Tim? Soy un cobarde. Un maldito cobarde. Un pobre cobarde.
Tim lo comprendía.
Él tuvo aquellas cosas alguna vez. Pero más tarde las superó. Tal vez tierra por medio una temporada... le hiciera bien a su destrozado señor.
—Váyase —dijo—. Váyase, sí. Yo lo arreglaré.
—No le dirás donde voy, ¿eh? Tengo que estar sólo. Solo.
El timbre sonó de nuevo. Rock quedó tenso.
—No es ella —dijo bajo—. Ella llama de forma imperiosa. La persona que está llamando es educada. Tal vez mi hermano o mi cuñada, o Don... ¿Quieres mirar por la mirilla?
—Sí, señor.
Respiró fuerte cuando desapareció Tim. Casi en seguida le vio volver.
—Señor, es la señorita Mónica.
Instintivamente Rock se menguó.
—¿Mónica?
—Eso he visto, señor.
—Pero... —lanzó una breve mirada al reloj—. ¿Qué hora es?
—Las ocho señor.
—Ah. Aún es de día, ¿no? —preguntó como si pretendiera ganar tiempo.
Y después sin que Tim respondiera:
—Abre las ventanas, ¿oyes? No te quedes ahora parado. Ábrelo todo. Esa ha dejado aquí su perfume. Odiaré siempre ese perfume.
Tim empezó a abrir los ventanales, pero el perfume seguía allí.
—Señor, ¿qué hago con la puerta?
—¿Qué haces?
—Eso le preguntó, señor.
—Ábrela —casi gimió—. Ábrela. Tengo que recibir a Mónica. Claro que debo recibirla.
Tim se encaminó a la puerta.
Pero Rock le gritó casi histérico:
—No le digas... No le digas... lo que pensaba hacer —y aceleradamente empezó a meter las maletas en el armario—. Pero..., ¿qué digo? Si ella no va a entrar en mi cuarto.
Salió tras Tim.
Cerró la puerta.
Pero aún dijo con ronco acento:
—Ella no debe saber que soy... soy... tan débil.
Tim lo miró largamente. Movió la cabeza y atravesó el pasillo.
—Tim...
—Dígame, señor.
—No le digas...
—No, señor.
Pero pensó que Mónica lo sabría de todos modos.
CAPÍTULO 09
Tim abrió y Mónica se deslizó hacia el vestíbulo.
—Pensé que no estarían ustedes, Tim...
—El señor debe estar leyendo en el living. Yo andaba por ahí trabajando...
—Ya.
Iba a avanzar.
Pero de súbito se quedó como envarada.
Aquel perfume...
¿No era muy femenino?
¿De Sarah?
Claro. Alguna vez lo percibió estando Sarah cerca. Se volvió hacia Tim con expresión aguda.
—¿Está aquí?
Tim puso expresión de tonto anormal.
—Aquí... ¿Si estuvo quién?
Mónica sacudió la cabeza.
Acababa de dejar a Don ante su casa.
No lo pensó mucho. Lo que Don le dijo de Rock le asustó. Por eso estaba allí. Sería terrible para Rock caer en aquella lacra.
—Nadie... No tiene importancia, Tim. ¿Puedo ver al señor?
—Lo encontrará en el living.
—Gracias.
Cruzó el umbral. Atravesó el pasillo ancho que conducía a varias dependencias de la casa. Ella la conocía. Junto con Nancy y Jane, la había decorado. Al menos puso su granito de arena, su breve opinión.
—Rock, ¿dónde estás?
Tardó en oír la voz masculina.
¿No tenía como un ronquido?
¿Cómo una congelación?
—Aquí, Mónica.
Y lo vio erguido en la puerta del living.
—Pasaba por aquí —se disculpó Mónica un poco aturdida— y pensé que...
—Pasa, pasa, Mónica. Me alegro de que hayas venido.
Le franqueaba la entrada.
Mónica pasó y dio algunas vueltas por el living.
—Esto está como siempre —dijo por decir algo—. ¿Cuánto tiempo hace que no vengo por aquí, Rock?
—Desde que tú, Nancy y Jane lo preparasteis. Fue a raíz de mi viaje de fin de carrera.
—Es verdad.
—¿No te sientas? —y después, rápidamente temiendo que Sarah llegara de un momento a otro—: Mónica, ¿y si diéramos un paseo? Está anocheciendo y la tarde es bella y apacible.
Mejor.
Aquel perfume.
Aquella casa... le ahogaban.
—De acuerdo, Rock.
Giró hacia la puerta. Rock la siguió en silencio. De súbito tuvo como una idea. ¿Por qué no?
¿No era su amiga del alma? Tal vez quisiera ayudarle.
Y él, como nunca, necesitaba la ayuda de alguien como Mónica.
¿Sería destruirle la vida?
—Mónica —dijo cuando aquélla iba ya en la puerta de la calle—. ¿Tienes novio?
Mónica se volvió como si la impulsara un resorte.
—¿Novio?
Rock parpadeó.
¿Estaría siendo demasiado estúpido?
—Eso... te pregunté.
—Es raro que tú me preguntes eso.
—¿Raro? ¿Por qué?
Mónica pisó el rellano.
—Tenemos el ascensor aquí. Se conoce que desde que yo llegué, no bajó nadie más.
Se perdieron los dos en el ascensor. Pero Rock dijo de súbito:
—Discúlpame un segundo. Tengo que darle unas instrucciones a Tim.
Entró en la casa. Tim estaba allí, mirándolos.
—Tim —dijo a media voz—. Si vuelve... dile que me he ido.
—¿A las Bermudas?
—Al infierno si quieres. Y dile... dile que me deje en paz. Es la primera vez —dijo con acento desesperado— que pido una cosa así. La primera vez. Dile...
—Váyase tranquilo, señor.
—Estoy hecho polvo. Nunca estuve así. Yo que pensé que era tan fuerte y...
—Váyase tranquilo.
—Tengo que hacer algo. Algo. No sé si será una tontería o una barbaridad. Pero tengo que encontrar algo que me aparte de esa mujer. Tengo que hacerlo.
Y se fue a paso largo.
—Podemos salir —dijo mirando a Mónica, y casi en seguida le preguntó de nuevo con dejo raro—: ¿No tienes novio?
Mónica se apretó contra una esquina del ascensor.
—Sabes poco de mi vida, ¿verdad, Rock?
Nunca creyó que supiera tan poco.
Debiera saberlo casi todo. Nació con ella. La vio siempre, desde que empezaron a parpadear. Mauren Hamilton fue para él una segunda madre. Y Hubert Hamilton un padre que sabía aconsejarle a él y a Richard. ¿Cómo era posible que la vida, la profesión o sus pasiones... lo separaran tanto de aquella familia?
—Hay cosas —dijo disculpándose— que de sus hijos no las saben ni los padres.
—Un novio no se oculta en el bolsillo como un pañuelo.
—Ciertamente.
—No lo tengo, Rock.
—Ya.
El ascensor se detuvo. Salieron los dos.
Rock dijo, asiéndola por el brazo:
—Me voy en tu auto.
—¿No tienes el tuyo?
—En el garaje. Prefiero irme en el tuyo.
Mónica le miró fijamente.
—Rock, pareces excitado o inquieto. Tú eres sereno por naturaleza. Y de súbito…
—Me ves así. Tú sabes de mí más que yo mismo y mucho más, por supuesto, que yo de ti. Creo que es imperdonable.
—¿Por qué? Tenía que ser así. Debe ser así. Los hombres nunca sois tan claros como las mujeres —subió al auto y se puso ante el volante.
Rock entró por el otro lado.
—No me hables de mujeres. Ya sabes el resultado. No sé por qué dices que las mujeres sois más claras que los hombres. Yo opino que los hombres somos seres totalmente inocentes. Por muy sabihondo que quiera parecer, en el fondo es un tímido ingenuo. Las mujeres sois al revés. Parecéis tímidas e ingenuas, y sois todo lo contrario.
—Un botón puede estar mal cosido y caerse. Pero los otros pueden resistir en la prenda una vida entera.
—Ya sé. No todas las mujeres son iguales. Pero generalmente...
—¿A qué fue?
La pregunta surgió cortante.
Como cohibiéndolo o destrozándolo.
Rock no contestó en seguida.
Tampoco pensaba cometer la vulgaridad de preguntar a qué se refería, puesto que lo sabía de sobra.
—No está dispuesta a perder el capricho.
—Y tú...
—¿No podemos hablar en un sitio tranquilo? ¿Qué te parece tu casa?
—¿La de mis padres?
—No —rotundo—. La tuya.
—Está bien —dijo Mónica sin reflexionar, segura de que Rock necesitaba hablar aquella noche—. Iremos a mi casa.
Cruzaron la ciudad casi en silencio. El auto de Mónica, de color azul pastel, se deslizaba hacia las afueras. Casi en seguida llegaron a los suburbios.
Luces mortecinas iluminaban las estrechas calles, entre las cuales se alzaban los edificios de mil casas baratas, pertenecientes a los hombres de las minas, del muelle, de mil empresas esparcidas a todo lo largo de la costa.
No lejos se veían los acantilados, las rocas que formaban el puerto, y más lejos la visión casi imprecisa del puerto de Hampton Roads. Incluso parecía contemplarse parte del condado de Warwick. El auto, indiferente a aquella contemplación panorámica, se deslizó por un sendero y se perdió hacia la escuela. Muda y apagada, parecía no existir. Una lucecita en el porche del chalecito, denotaba vida en aquel hogar.
Mónica aparcó el auto ante la cochera.
—Lo dejo aquí —explicó—, porque puedes llevarlo cuando marches. Ya me lo enviarás mañana.
—¿Y si lo necesitas tú?
Los dos bajaron a la vez uno por cada portezuela.
Se encontraron ante los tres escalones que conducían a la terraza del chalecito.
—Lo mando a buscar por el padre de una niña en su hora de descanso. Siempre están dispuestas a ayudarme.
—Te quieren.
—Yo también a ellos. Es mutuo el afecto.
—Mónica...
La joven que iba a entrar, se detuvo en la misma puerta.
—Sí...
—¿No has tenido nunca novio?
—Nunca.
—¿Por qué?
—Bah.
—¿Hay una razón o es que no te ha llegado aún el hombre que estás dispuesta a amar?
—No lo sé —y sin transición—: ¿Pasas?
—Te estoy molestando, Mónica.
—Pasa y déjate de cumplidos —y también sin transición—: ¿Estuvo allí, en tu casa?
—Lo dices... por el perfume.
—Sí.
Y entró.
CAPÍTULO 10
Mónica caminó delante de él encendiendo luces. Sentía los pasos de Rock tras ella. Y su voz, de súbito, causando casi un sobresalto.
—Estuvo.
Mónica se quitó la casaca y el cinturón. Lo colgó todo en el perchero. Quedó enfundada en un pantalón azul y un suéter rojizo.
—Pasa a la salita, Rock. ¿Quieres comer algo? La muchacha de la limpieza me deja la comida hecha cuando se va por la tarde a primera hora. A veces la como fría. Otras la caliento.
—No tengo apetito, Mónica. Gracias, pero estoy pensando que... deseo hablar contigo largamente.
Ella no lo miró.
Pero su voz vibraba un poco cuando preguntó:
—¿De... Sarah Stark?
—Sí.
—¿Es preciso?
—Me pasa...
Le atajó.
Casi tenía ira en su voz.
—Sé lo que te pasa.
—¿Lo sabes?
—Me lo indicaste tú hoy mismo. No hace ni tres horas.
—Ya. Es verdad que te lo indiqué —se derrumbó en una butaca como si se desplomara en ella. Pues pasa.
—Ya. Es verdad que te lo indiqué —se derrumbó en una butaca como si se desplomara en ella—. Pues pasa. Me está pasando —y casi a borbotones le refirió la entrevista en su alcoba, media hora escasa antes.
Hubo un silencio.
Mónica fue hacia el bar y sacó una botella y dos vasos.
—¿Solo? —preguntó como si pretendiera ganar tiempo.
—Sí, gracias.
—Yo también.
Y sirvió whisky en los dos vasos, entregándole uno a Rock.
Después se acomodó en una butaca frente a él.
—¿Y vas... a ir?
—Lo preguntas como si la respuesta te doliera.
—Por ti.
—Claro. No..., no quiero ir.
—Una cosa es que no quieras y otra qué no puedas evitarlo.
—¿Qué quieres decir?
—Puestas las cosas así... es evidente que te atrae demasiado.
—Mucho. Pero yo desprecio esa atracción. ¿Sabes lo que pensé cuando Tim me dijo que estabas detrás de la puerta?
—No.
—Pensé que tú podías ayudarme.
Mónica se crispó.
Apretó el vaso con las dos manos. De súbito, sin soltarlo, lo llevó a los labios.
Y así, mirándole sin parpadear, preguntó con dejo trémulo:
—¿De qué manera?
Rock se puso en pie.
—Es absurdo —dijo gritando, como si se pusiera histérico—. Absurdo, inconcebible en mí. Pero... sigo aferrado a esa idea. ¿Sabes cómo? Como si navegara en un barco, éste se incendiara y estuviera a punto de perecer, y de súbito me viera asido a un madero, en medio del océano, aferrado a ese único punto débil de mi vida. Como si viera la costa a dos pasos, o un volcán, y la tabla fuese para mí mi única salvación.
—Yo soy... la tabla.
Rock dio una fuerte cabezadita.
—Sí —dijo con la boca—. Sí.
—Siéntate Rock. Y no te excites. Estamos solos. Los dos nos conocemos bastante bien y hemos sido como hermanos. Creo que bien podemos hablarnos uno a otro con toda sinceridad. Dime en qué forma soy yo para ti esa tabla de salvación.
Rock se hundió de nuevo en el butacón.
Depositó el vaso sobre la mesa de centro y apretó las dos manos a ambos lados del sillón.
—Casándote conmigo, Mónica.
Ahora fue la joven la que intentó levantarse.
Pero cuando ya casi se hallaba de pie, cayó como derrumbada en la butaca.
—Mónica, ya sé que es una locura.
—¿Por qué razón?
—¿Es una locura?
—No. ¿Por qué razón me dices eso? ¿Por qué razón necesitas casarte conmigo?
—Aferrarme a algo.
—¿Por qué, Rock?
Era duro el acento de la voz femenina.
—Tengo miedo. Ya sé que me desprecias. Sé que te parezco un niño absurdo, no un hombre...
—Un niño jamás desea así a una mujer —cortó secamente.
—¿Lo ves?
—¿Qué he de ver?
—Tu... desprecio.
—O mi dolor.
—Tu... dolor.
—Sigue tú —pidió breve—. Después... yo te diré... por qué es dolor y no desprecio.
—Mónica..., olvídalo. Será mejor.
Intentó levantarse.
Pero Mónica se estaba pareciendo a Nancy en aquel instante. No en vano eran hermanas.
—Siéntate y continúa, Rock.
—Te estoy ofendiendo, y lo último qué yo quisiera es ofenderte. Eso es el motivo. Jamás, por mucho que sufriera, podría yo hacerte daño. ¿Entiendes eso? Por eso deseo aferrarme a ti... Entiéndelo Mónica. Jamás podré yo hacerte a ti una cosa fea. Y en medio de toda mi mundología, yo... soy un hombre íntegro. Deseaba a Sarah para esposa. Para amante, me aterra.
—Pero tu voluntad...
—Sí, sí, mi voluntad. ¿Tengo yo la culpa de eso?
Mónica no contestó en seguida.
Después de tanta palabra atropellada, Rock parecía un desarmado, respirando como si le faltara el aire.
La joven buscó un cigarrillo y Rock ni siquiera se dio cuenta de ser cortés. Lo encendió la misma Mónica y fumó aprisa.
—¿Estás seguro de que sabrías ser fiel, Rock?
—Yo no puedo pedirte amor. Eso ya lo sé.
¿Se olvidaba de aquel detalle del beso? ¿De aquella promesa cruzada?
Claro. Fue un niño grande quien la hizo. Y un hombre el que regresó después...
Pero Mónica no estaba dispuesta a dejar las cosas a medias. O las decía todas o lo rechazaba de cuajo.
—Podrías pedirme amor, Rock —dijo súbitamente serena—. Yo estoy enamorada de ti.
Rock, al pronto no la entendió. Levantó vivamente la cabeza. Después quedó como paralizado o tenso.
—Mónica...
—¿No te ríes?
—No... no...
—Lo estoy. Creo que lo estuve siempre.
—¿Y permitías que me casara?
—Cuando se ama de veras... se espera poco a cambio, Rock. Debiera esperarse todo, pero... —meneó la cabeza—. No creas que es fácil para una mente real y consciente esperar lo que sabe que jamás estará a su alcance.
—¡Mónica!
—¿Me dejas hablar? Estamos los dos ante un dilema. El tuyo y el mío. No sé cómo vamos a solucionar esto, pero nunca de la forma que cabría suponer. Y cabría suponer que, puesto que yo estoy enamorada de ti, te admitiría así, como eres, con ese deseo tuyo hacia otra mujer. Con tu miedo y tu error a caer en la tentación odiosa. No puede ser.
—¡Mónica!
—No he terminado, Rock. Hemos venido a ser sinceros. No lo vamos a ser tan sólo en una decisión que tomaremos esta noche o no tomaremos. Lo vamos a ser para el futuro, y sólo así podré ayudarte.
—¿Qué quieres decir? Me desarmas. Me apabullas. Yo no pensé...
—Debieras pensarlo. Pero los hombres, al contrario de lo que vosotros decís y pensáis sois demasiado egoístas. No pensáis más que en vosotros, pero también eso lo disculpa una mujer sensata. Yo lo disculpo en ti y para hablarte pongo más cerebro que corazón. Ya ves si soy sincera.
—Me... abrumas.
—No lo creas. No trato de abrumarte ni de impresionarte. Iría todo eso contra mi modo de ser. Si te ayudo, será con la seguridad absoluta de que tú me ayudarás a mí. No te asustes, Rock. Sólo en su sentido. Exijo de ti tanta sinceridad, como yo estoy siéndolo ahora.
—¿Qué exiges de mí?
—El hecho de que yo esté enamorada de ti, no quiere decir que me case contigo dispuesta a conquistarte. Yo soy como soy, y siendo como soy, no me has amado, no pienso usar de mi coquetería y mi femineidad para atraerte. Aún seré más sincera. Yo siento por ti amor y deseo. ¿Lo entiendes bien?
Rock trató de levantarse. Pero Mónica dijo suavemente:
—No te asustes, Rock. Una vez dicho lo que he dicho, piensa tú que no lo has oído. Pero es conveniente que lo sepas, para que no ignores las causas por las cuales estoy dispuesta a ayudarte.
—Mónica, me da vergüenza. ¿Oyes? Vergüenza de mí mismo. ¿Qué puedo ofrecerte yo?
—Aquí está el quid, Rock. No me ofrecerías nada. No me ofrecerás más que tu lealtad. Nos casaremos, si así crees que puedo ayudarte. Pero no pienses en mi amor, ni en saciar en él tus... digamos inquietudes ajenas. O, al menos, despertadas por otra mujer. Igualmente tendrás que tener miedo, porque yo sólo voy a ser tu compañera, pero ni tu amante ni tu mujer. No sería capaz de admitirte en mi intimidad, sólo para defenderte de otra mujer. Exijo de ti la lealtad suficiente para que seas sincero, y si un día me amas, como yo ahora a ti, me lo digas sin ambages. Eso es todo. Pero, cuidado, Rock. No se te ocurra jamás mentirme. No soportaría una piadosa mentira. Además las mujeres tenemos una intuición especial para percatarnos de esa verdad del amor. Creo que sabré si un día me amas, o estás dispuesto a seguir tu camino en seguimiento de Sarah.
—¿Qué debo responder?
—Nada. Aguarda. Si puedes defenderte solo, ¿para que me necesitas? Si no puedes... reflexiona y ven a mí.
—Hablas de tu amor hacia mí, como si recitaras una poesía indiferente.
—Pues tengo en ese cariño todo mi calor personal —dijo cortante—. Lo que pasa es que sé doblegarme. Al contrario de ti, tengo más voluntad para las pasiones de la vida. Otra cosa, Rock, quiero que sepas esto. Cuando el matrimonio no va a consumarse, si, pese a mi compañía o consuelo, que lo tendrás absoluto, caes en la tentación de Sarah Stark, pese a todo y contra todo, y aunque me muera... anularé el matrimonio. Tú seguirás tu camino y yo el mío.
—¿No es demasiado?
—Tendrá que ser así. Piénsalo. Ahora..., ya lo he dicho todo. Puedes irte
CAPÍTULO 11
La enfermera, si bien conocía a Sarah, ignoraba la ruptura del doctor con ella.
Por eso la introdujo en la sala de espera, rogándole:
—Está con un cliente, señorita Stark. No tardara en salir. Después puedo avisar al doctor Lake.
—Gracias, lo espero aquí.
Salió la enfermera.
Sarah apretó los labios.
Aquella baza no se la perdía ella. Ni Tim sería capaz de ponerse en medio, ni nadie de este mundo. Ella ya conocía a Rock. Pudo hablarle la noche anterior, pero no le fallaría aquella mañana, porque ella tenía su equipaje en el auto, avisado Don de sus vacaciones, y el alemán no volvería por Newport-News, pasados dos meses por lo menos.
Todo estaba previsto.
Hasta la débil voluntad de Rock para ella.
Casi en seguida lo vio erguido en el umbral, con su bata blanca, las gafas de gruesa montura puestas, que sólo usaba para trabajar, y su aire desafiante.
Era todo pantalla.
Ella sabía el ascendiente que tenía sobre Rock, iba a aprovecharlo. Primero sería un viaje. Luego las relaciones amorosas más íntimas y después..., ¿por qué no? La boda. Ella sería, ante todo y sobre todo, la señora Lake. Se lo había propuesto, y nada de lo que ella se proponía, le resultaba inalcanzable.
—¿Qué deseas? ¿No te dijo Tim...?
—¿Y quién es Tim para decir, cariño? —susurró acercándose.
Rock extendió el brazo. Con la mente vio a Mónica.
Austera, sincera, verdadera, femenina..., y diciendo que le amaba.
Fue una revelación sorprendente, casi impresionante, conmovedora.
Conmovedora, sí.
¿Quién iba a pensarlo?
No pudo dormir en toda la noche.
Fue como si un terremoto cayera sobre su cama y estuviera toda la noche agitándola.
Y él dentro. Dentro del lecho como un pobre diablo temeroso ante dos paredes insoportables.
—Yo te comprendo, Rock querido —decía Sarah, entretanto Rock extendía la mano, poniéndola entre los dos—. Yo te entiendo perfectamente. Ayer no estabas... Lógico. No podías tú soportar aquello. Pero yo te digo...
—No me digas nada, Sarah.
—¿Eres tonto? Un viaje juntos. Después —sacudió la mano elegantemente—, ya se pensará...
Necesitaba distraerla, alejarla.
Se daba cuenta de que no era tanto su miedo a caer en la terrible tentación.
Por eso se sentía más sereno.
—De todos modos —dijo mansamente—, será mejor que lo pienses. ¿No te parece?
—¿Pensar, qué?
—No puedo salir de viaje en este momento.
—Oye, Rock, tú me has dicho que te ibas, y por ti pedí yo un permiso a Don.
—¿Le has dicho a Don que te venías... conmigo?
—¿Me crees tonta?
Rock consultó el reloj.
—No puedo entretenerme ahora —dijo cortante—. Dispongo de tres horas para hacer un montón de visitas que tengo anotadas.
Sarah se dio cuenta de que, por lo que fuese, Rock no era el mismo.
Y Rock aprovechó aquel instante para añadir:
—Iré a verte al camerino.
—¿No te he dicho que dispongo de un permiso de quince días?
—Entonces tal vez te llame por teléfono y te cite.
—Rock...
—De momento no puedo atenderte —empezaba a quitarse la bata con precipitación—. Te llamaré.
—Te amo, Rock. ¿Lo has dudado alguna vez?
¿Discutirlo? No pensaba hacerlo.
Claro que en el fondo aquel amor que ella confesaba, lo sentía él..., ¿de qué manera? Material e inconfesable, pero lo sentía aún. Sí, como el primer día. Ni siquiera la sorprendente declaración de Mónica lograba disipar aquella terrible intensidad.
—Te llamaré —decía como una salida.
Ya tenía la bata sobre el respaldo de la silla.
Apresuradamente asió el maletín y lo colocó bajo el brazo.
—Te llamaré.
—Rock.
No quería oírla.
No tenía ninguna visita que hacer aquella mañana. La noche anterior, pensando en marcharse, llamó a Robert, su ayudante, para que las atendiera.
Pero sí tenía algo que hacer. Algo que no podía dilatarse más.
Pasó ante Sarah evitando mirarla.
—Rock..., no tienes derecho a comportarte así conmigo. Yo sé...
Rock se volvió desde la puerta.
—¿Qué sabes tú? ¿Que te amaba? ¿Que era tu más fiel admirador? ¿Que estuve a punto de caer en una ratonera? Di. ¿Es eso lo que sabes? ¿Qué has hecho tú por ese amor? ¿Cuándo te falté yo al respeto? Así, no, Sarah. Así no te tomo. Me da vergüenza. ¿Has oído alguna vez semejante cosa de labios de un hombre? ¿Crees tú que es más digno caer en la tentación que evitarla? Muchos hombres presumen de hombres, y el hecho de poseer una mujer les llena de orgullo. Yo entiendo la dignidad masculina de otra manera. ¿Lo entiendes ahora? De otra manera.
Mónica vio llegar el **Land-Rover** en el momento que ella, esperando la hora de abrir la clase, tomaba el fresco tendida en una extensible en la terraza, con un cigarrillo entre los labios y el pensamiento lleno de cosas. Mil cosas todas relacionadas con el dueño del **Land-Rover**.
No, no estaba arrepentida de haberlo dicho. Necesitaba decirlo.
Tomar a Rock así, era tanto para ella como si Rock se fuera de vacaciones con la teatrera.
Y ella era demasiado sensible para caer en tal vulgaridad. Los sentimientos, además, estaban muy encima de toda tentación física. Nacían dentro. Se alimentaban por dentro.
Lo vio subir de dos en dos las escaleras.
—Mónica...
—Hola..., Rock.
—No es una hora... para hacer visitas, ¿verdad?
Rock casi siempre vestía igual. Pantalón gris, polo blanco y chaqueta azul...
No era apolíneo. Ni un tipo soberbio. Viril, sí, pero vulgar en apariencia. Tenía los ojos negros, el cabello del mismo color, la piel pálida...
Ni siquiera era alto.
A Rock, además, había que quererlo de otro modo. El físico de Rock nunca diría gran cosa a una mujer. A Sarah, por ejemplo. Sarah era una caprichosa acaparadora de hombres. Rock no correspondía a aquel tipo de hombres que prefería Sarah, estaba bien segura.
La posición de Rock, sí. Para Sarah, sí, claro.
—Todas las horas son buenas —dijo ella un tanto cohibida por lo que había dicho la noche anterior, y que Rock no olvidaría fácilmente.
—¿Puedo sentarme, Mónica?
—Claro.
—¿Has almorzado?
—Naturalmente. Estoy esperando las cuatro para abrir la escuela.
—Mónica...
Lo tenía sentado ante ella.
Algo firme. Algo rígido. Mirándola con aquella serenidad suya que sólo se alteraba cuando hablaba de Sarah.
—Dime, Rock.
—Podemos... Podemos... Bueno, ahora resulta que me cuesta a mí decirlo.
—Rock —atajó Mónica con una personalidad que hubiera maravillado a Nancy—. No me confieses tu amor, porque me humillarías mucho.
Rock se sofocó.
—Eso, no —dijo de modo raro—. Contigo no vale una mentira así. No vengo a confesar nada. Es decir, confesar mi soledad y mi terror, sí. Contigo puedo hacerlo. La verdad es, Mónica, que yo nunca pensé que fueses así... así...
—¿Cómo?
—Como tú eres. Tan clara, tan precisa, tan sincera. Afrontando la realidad aun por encima de tu misma sensibilidad femenina.
—No me has entendido, Rock.
—Sí, sí, te entendí perfectamente. Tanto te entendí, que desde entonces, desde el momento que me lo has dicho..., me siento culpable. Como conmovido —pasó los dedos por el cabello—. No sé. Como si de repente estuviera perdido en un monte lleno de abetos inmensos y topara un claro. Un claro donde descansar. Donde cerrar los ojos y decir adiós a mi cansancio físico y moral. ¿Entiendes eso? No es fácil, pero creo que tú me entiendes.
—Rock —dijo Mónica atajándole con aquella personalidad que hubiera conmovido a Nancy—. No trates de dorar la píldora ni de hacer más penosa mi situación moral. He dicho lo que he dicho y lo sostengo. Pero, por favor, no te aterres a eso. Piensa que si has venido a decirme que no puedes luchar contra la tentación que sobre ti ejerce Sarah Stark y que deseas aferrarte a mí, inmediatamente de que caigas en esa tentación, siendo mi marido no te voy a disculpar.
Rock ya lo sabía.
La había entendido a la perfección.
Por eso inclinándose hacia ella, murmuró con deje raro:
—He venido a eso. Y sé que me dejarías. Y pedirías la anulación o la demostrarías. Sé todo eso, y, sin embargo, yo no vengo aquí a buscar a la mujer enamorada de mí. Vengo a buscar la ayuda de la amiga. Si cargas con todas esas lacras mías, morales..., creo que llegaré a poder decirte que correspondo a tu cariño.
—Si tú me quieres, Rock. Pero... yo no te quiero a ti como tú me quieres a mí. Yo no te quiero como a un hermano ni como a un primo. ¿Está bien claro, Rock? Y conste que me humillaría que trataras de halagarme. Sería lo que nunca podría disculpar en ti. Una mentira piadosa. Y te dije que las mujeres tenemos un sexto sentido para presentir el deseo, la admiración, la pasión y el amor de un hombre.
—Eres cruda, Mónica. Dura incluso. Para ti misma, para mí, para los sentimientos que pueden acercarnos uno a otro. Y, por favor, déjame decírtelo con claridad, con la misma que tú usas conmigo, que si bien es descarnada y cruel, es verdadera. Casémonos. Expongámonos a todo. Tú me das tu estimación y yo te doy mi respeto.
—Está bien —dijo Mónica con una serenidad que para sí quisiera Nancy—. Sea. Cuando tú digas. Cuando tú dispongas. Y seguiré haciendo mi escuela y tú seguirás ante el peligro que te acecha, salvándote sólo de esa terrible y censurable tentación. Ah, y si te parece, viviremos en esta casa.
—Iré a decírselo a Richard.
—Yo se lo diré a mis padres.
Así quedó decidido su destino.
CAPÍTULO 12
Don lo miraba entre admirado e inquieto.
—¿No es demasiado arriesgado? Rock respiró fuerte.
Tenía un habano entre los dedos y lo llevó a la boca.
—Está apagado —dijo roncamente.
Don le ofreció fuego.
—Rock..., ¿no es demasiada prueba para una persona como Mónica?
—Lo sé.
—Y te aferras a ella con egoísmo.
Rock no quería ser egoísta.
Aunque reconocía que lo estaba siendo.
—A ti te puedo decir la verdad. A Jane y a Richard no se la dije. Les participé mi próximo matrimonio únicamente. La alegría de Jane fue tan grande, que no tuvo tiempo a preguntarme si estaba tan enamorado de Mónica como parecía. Richard tampoco hizo preguntas.
—¿Cuándo te casas?
—Dentro de tres días.
—¿No asombró a la familia de Mónica esa repentina decisión, cuando tú no hace ni tres semanas que estabas preparando tu boda con Sarah Stark?
—No lo sé. Si bien yo se lo comuniqué a Jane y a Richard, a la familia Hamilton lo hizo Mónica —pasó los dedos por la frente—. De todos modos, la suerte está echada, Don. Siento en mí como una súbita necesidad de ligarme a Mónica.
—Y en el fondo te conmueve su amor.
Rock se menguó.
Quedó con una mano aferrada al habano y con la otra en el brazo de un sillón.
—Sí —confesó tras un largo silencio—. Nunca... Jamás lo sospeché. Me cogió de sorpresa. Fue... una revelación sorprendente.
Don se acercó a él y lo miró muy de cerca.
—Rock —dijo con gravedad—. No es aún tu esposa. Dime, dime si eres capaz de escucharme sin alterarte.
—¿Sin alterarme? ¿Es que tú eres... amante de Sarah?
Don quedose asombrado.
—¿Sarah? ¿Quién se acuerda de Sarah ahora? ¿Es tanta tu obsesión?
Dio la vuelta sobre sí mismo.
Y de repente giró en redondo, quedando de nuevo ante un Rock mudo y absorto, que parecía no atreverse a responder.
—Escucha, Rock. Escucha esto. Hace dos días estuve con Mónica. Me llevó del teatro a mi casa. Estuve a punto de confesarle mi admiración.
Rock quedó tenso.
—¿Tú?
—Sí, yo. Nunca he visto una mujer más suave, más dulce, más femenina y más interesante. ¿Qué has visto tú en Mónica toda la vida? Yo nunca vi en ella a tu amiga del alma. La vi como mujer y como mujer me interesaba.
Rock cayó sentado en el borde de una butaca con el habano apretado entre los dientes.
—Tú —repitió—. Tú...
—Yo. Aquí donde me ves, yo. El antiapasionado, el antisexual, el antitodo. Yo, que he soñado siempre con un hogar verdadero. Un hogar por ejemplo como el de los Hamilton. Lleno de comprensión, de ternura, de amor. Yo, que quisiera tener hijos y formarlos y educarlos y prepararlos para una vida menos sacrificada que la que yo tuve. Y para ese hogar, pensé en Mónica Hamilton y jamás me atreví a decírselo.
—Tú...
—¿Te has quedado tonto?
—Es que... que...
Estuvo a punto de gritar exasperado: **Es que me descompone tu sinceridad. Es que yo no vi jamás a Mónica como tú la ves. Pero el hecho de que tú la veas, para mí significa mucho. Es como si dentro de mí penetraran de súbito unos celos infrahumanos**.
En alta voz, apaciguándose, porque no sabía por qué y de dónde nacía aquella furia íntima murmuró:
—Me sorprendes mucho. ¡Mucho, sí!
Y se levantó.
Sin que Don dijera nada, añadió de modo raro:
—De todos modos..., me voy a casar con ella.
—¿Y qué le ofrecerías?
—Don…
—¿Las migajas que deja otra? ¿Es eso suficiente para una mujer que tuvo el valor de confesarte su amor?
—¡Don!
—Me da pena —gritó Don sin poderse contener—. Me da pena. De ti que no sabes apreciar lo que te dan. De ella, que se entrega a ti, al menos espiritualmente. ¿Oyes? Además me da envidia. Me pegaste una vez. No me dolió. Entendí tu desesperación. Pero ahora... si me llegas a pegar por Mónica, sería capaz de matarte —de súbito le apuntó con el dedo enhiesto—, Rock, olvida todo lo que te he dicho. Pero favor, hazla feliz. Y procura apresurarte, porque de lo contrario... yo sería capaz de arrebatártela.
Nancy la miraba un poco desconcertada.
Eddy dejó de leer la prensa de la tarde.
Papá Hamilton tenía el cigarrillo entre los labios. Lo tomó entre sus dedos y dejó que se consumiera solo. Lanzó una exclamación y tiró el cigarrillo por la ventana evitando que quemara sus dedos.
En cuanto a Mauren Hamilton, miraba a su hija con ansiedad.
—Y dices que... decidisteis casaros tú y Rock...
—Sí, mamá.
Mamá apretó a Mónica contra sí. Lloraba y reía a la vez.
—Mónica —susurraba emocionadísima—. Mónica querida. Cuánto anhelé esto. Cuánto soñé con ello. ¿Sabes? Fui tonta. Primero anhelé que Richard se enamorara de Nancy. Pero después, cuando conocí a Eddy, me alegré. No por perder á Richard, sino porque Eddy se parecía a los dos. A Richard y a Rock. Después, mil veces se lo dije a tu padre —miró amorosamente a su marido—. ¿No es verdad, Hubert?
Papá Hamilton dio una cabezadita asintiendo.
Mauren Hamilton prosiguió con voz estrangulada por la emoción:
—Hacía tiempo que desechaba esa idea, esa indescriptible ilusión. Se hablaba del matrimonio de Rock con la actriz... Entiende. Casi llegué a odiar a Sarah Stark. Después, oh, después renació de nuevo esa ilusión. Soy muy feliz, Mónica. Muy feliz. Tú y Rock nacisteis el uno para el otro.
Logró calmar a su madre.
Y habló, todo lo serena que pudo, de su próximo enlace:
—No queremos decir nada hasta el mismo momento. Las dos familias somos conocidas. Ya lo dirán los periódicos. Pero entretanto, como doy vacaciones mañana, y Rock se las toma dejando a Robert en su clínica, hemos decidido hacer un viaje. Corto, ¿eh? Rock no puede dejar mucho tiempo abandonada la clínica.
—Claro, claro —decía mamá Hamilton.
Y su marido daba cabezaditas asintiendo. Y hasta Eddy parecía comprenderlo.
Nancy no.
Ella ya sabía que tendría que vérselas con Nancy. Pero como su hermana jamás esperaba respuesta, posiblemente se quedara sola con las preguntitas.
Sus padres estaban deseando que ella se casara con Rock y no concebían que Rock no la amase. Eran algo fanáticos y pensaban que Rock tenía que amarla sin remedio.
Así logró despedirse de ellos, pero sintió detrás de sí los menudos pasos de la impertinente.
—Mónica.
No se volvió.
Siempre tuvo miedo de la penetración de Nancy.
—Mónica..., ¿cómo ha sido eso? —y sin esperar respuesta, dando la vuelta en torno a su hermana—: Qué raro, ¿no? Ayer, como quien dice, Rock se casaba con Sarah. Al menos estaba dispuesto a eso. Todos sabíamos cómo la quería. También yo sabía cómo lo amabas tú a él. Sí, si, no me mires como si fuese a comerte. Ta, ta. Si yo no veré cosas. Todas las veo, ¿sabes? Parece que no veo nada, pero nada pasa inadvertido para mí. ¿Y dónde vais a vivir?
—Nancy.
—En la escuela como si lo viera. ¿En aquel barrio? Es pestilente. Dirás que lo quieres. Que la gente es humanísima, que está llena de nobleza, pero... ¡Puaff! Y que conste, yo no soy de las que me asusto de cosas. De esas cosas. Me refiero al barrio de los suburbios. ¿Por qué diablos no quisiste la influencia de papá, si deseabas emanciparte? Podías obtener una escuela estupenda en el centro. Pero tú, qué va. Tú haciendo apostolado. ¿Lo haces también cerca de Rock? Rock es un tipo vulgar. En apariencia, vulgar. Claro que los que lo conocemos, sabemos que no lo es —y sin transición, muy propia de ella y de su cháchara insoportable—: ¿Adonde vais de luna de miel? ¿No es una cursilada decir luna de miel? Yo nunca lo dije. Siempre le dije a Eddy: **Chico, nos vamos de viaje**. Ni de novios siquiera. Los dos lo sabíamos —soltó la risa—. ¿Para que repetir lo que sabes? ¿Y qué dice Jane? Estará como loca. Como mamá, claro, y papá. Papá, seguro que da hoy una paga extra a sus empleados. Todo el mundo lo va a pasar bomba. Richard sí que estará contento.
Mónica se plantó en medio del pasillo y asió a su hermana por un brazo.
—¿Quieres callarte? Aturdes y entonteces con tu verbosidad. ¿Cómo te puede soportar Eddy?
Nancy no dijo nada.
Estaba lanzada y, por supuesto, no esperaba respuesta de su hermana.
Ella nunca esperaba respuesta de nadie. Lo decía ella todo. Lo que preguntaba y lo que los demás podían responderle.
—Y quién oirá a Sarah. Ji. Me divierto sólo pensándolo. ¿Es por eso que guardáis el secreto? Hacéis bien. Igual la teatrera te arma un escándalo. Quién te vería a ti oyéndola. Tú que eres enemiga de los escándalos.
—¡Nancy!
—Oh... perdona.
Allá lejos aparecía Eddy con el dedo enhiesto.
—Nancy —llamó—. Nancy, estoy esperando por el traje que dijiste que ibas a poner sobre mi cama.
—Oh, oh, oh...
Y escapó corriendo al encuentro de su marido. Mónica respiró fuerte.
Sacudió las llaves del auto y se lanzó al jardín. En la casa de los Lake vio a Jane en la terraza.
—Mónica —le gritó—. Mónica querida, qué contenta estoy.
Mónica juntó las dos manos y las alzó, pero seguidamente fue hacia el auto.
CAPÍTULO 13
No era capaz de apartar de su mente aquella decisión.
Ganarlo a costa de lo que fuese.
¿Había que exponer mucho? Lo expondría. ¿Qué le importaba a ella? Era su juego. Su juego humano. El juego que ejercitó toda su vida, desde que empezó a ser mujer.
Por eso, cuando aquella tarde llegó a su camerino del teatro y se topó con Don cómodamente sentado en su butacón del camerino, frenó en seco.
—Mira, Sarah —dijo Don sin tomarse la molestia de ponerse en pie—. A mí los juegos tontos me descomponen. Tenía tu aviso en casa. ¿Por qué has pedido permiso para luego retirar nuevamente a la segunda actriz?
—No llenó tu teatro —desafió ella. Don se alzó de hombros.
—La obra es buenísima, y la segunda actriz, ayer lo hizo bordadísimo. Se sabe el papel tan bien como tú. ¿Entiendes tú eso? Tú tienes quince días de permiso. Recuerda cuando me los pediste. Yo no quería dártelos. ¿Lo has olvidado? Nunca me gustaron las improvisaciones, y, lógicamente, tenía miedo a la reacción del público.
Sarah se tensó.
Estaba bellísima, pero Don no sentía nada ante ella.
Don estaba de vuelta de todo y la belleza de Sarah lo dejaba frío.
—¿Quieres decir que vas a rescindir el contrato?
—¿Puedo? —se enfadó Don—. Ojalá pudiera. Pero eso de que te marches y vuelvas cuando te dé la santísima gana, no. ¿Entendido? Has solicitado quince días de permiso. Vete al Congo o al Infierno, pero aquí no vas a trabajar hasta el quince de julio. ¿Está bien claro?
Don tenía un periódico en la mano y lo agitaba a medida que hablaba.
—Me vas a dar con el periódico —gritó Sarah.
—Ah, es verdad. A cuenta del periódico, tengo que leerte yo una noticia —lo desplegó con toda calma—. Mira aquí, ¿conoces a esta sencilla pareja? Se han casado esta misma mañana y se han ido de viaje por la costa. Es posible que a estas horas estén ya en el hotel de Norfolk, o pudiera ser que llegara hasta Wilmington. O más abajo —mostró el periódico—. ¿Los conoces?
—Rock —casi guarnid ella.
—¿De veras lo conoces?
Sarah hinchó el pecho.
—Fuiste tú, ¿verdad? Tú el que le dijiste...
—¿Qué juegos te traes, Sarah? ¿Pensaste que yo iba a permitir que mi mejor amigo se casara contigo? Te conozco. Y no de dos días ni de dos meses. Dos años, ¿eh? —dobló la prensa y golpeó el periódico con ira—. Ella es toda una mujer y muy imbécil tiene que ser Rock si no la ama con locura.
Sarah estaba pálida.
Tenía la mano temblorosa caída a lo largo del cuerpo, y por un segundo, Don presintió, que si no se retiraba, iba a recibir la segunda bofetada, tal vez aún mayor que la que le dio Rock el día que le dijo dónde y cómo podría encontrar a Sarah Stark
—No te metas con ellos —añadió Don dando un paso atrás—. Te verás conmigo, ¿oyes? Eso sí que no te lo voy a tolerar. Deja a Rock en paz. Da asco pensar lo que siente por ti y tú por él. ¿Oyes? —repitió como obstinado—. Déjalo en paz.
Sarah no sentía amor por Rock.
Sentía que se le iba su porvenir.
Tenía treinta años, su fama en las tablas ya estaba claro que podía superarla la segunda actriz, más que ella. Rock, pues, era el único consuelo para su madurez, su retirada y su porvenir.
Se mordió los labios.
Ser la esposa de Rock Lake no era cualquier cosa.
Sabía cuánto se jugaba en ello, y sabía asimismo que, casado Rock, era casi inalcanzable. Pero..., ¿no estaba descubriendo algo interesante para ganar quizá la última baza?
—Tú amas a la que es esposa de Rock.
Don retrocedió asustado. Se pegó a la pared. Agitó el periódico.
Necesitaba ganar tiempo. Reaccionar. Nunca pensó que una furcia como Sarah, pese a su teatrismo, pudiera penetrar en aquel sentimiento.
—¿Yo? La admiro mucho. ¿Te asombra? Es una mujer de verdad.
Sarah le arrebató el periódico y lo desplegó rápidamente.
—Mónica Hamilton —leyó desdeñosa—. ¿Esa? ¿La maestrita? ¿La amiga de Rock? Pero, hombre, ¿por qué no lo has dicho antes? Esa joven no sabrá jamás conquistar a Rock, o por lo menos retenerlo, que es lo esencial. Pero, no temas, mi querido Don. No voy a descubrir tu secreto.
—Te digo...
Sarah se echó a reír.
—Lo sé, lo sé. Lo negarás toda tu vida.
Estuvo a punto de gritarle que se lo había dicho al mismo Rock.
Pero sería tanto como descubrir la causa por la cual Rock se casó con su amiga de la infancia.
Por eso, inesperadamente, le quitó el periódico de la mano y salió, cerrando con seco golpe.
Pero, casi inmediatamente, abrió de nuevo, gritando:
—Puedes irte a tu hotel. Estás de vacaciones, y esas vacaciones te las dimos por escrito. De modo que será la segunda actriz la que te sustituya. Una vez pasen los quince días vuelve si quieres. Se verá lo que se hace.
—Don, aguarda.
Don cerró.
Sus pasos resonaron en la quietud de los pasillos del teatro.
No lo podía remediar.
¿Qué estaba entrando en él?
Mónica fue siempre su amiga del alma. Su mejor vecina. La chica a quien siendo un jovenzuelo aún limpiaba los mocos y le tiraba, juguetón, de las coletas.
Pero en aquel instante, en aquella suite del hotel de la ciudad marítima de Wilmington, no le parecía ni la vecina, ni la amiga del alma.
Sólo una mujer.
Tal vez se debía a la intimidad. Al ver a Mónica moverse en la alcoba contigua. La puerta abierta le permitía verla en pijama y bata. Descalza por la moqueta violeta que cubría el suelo. Los cabellos sueltos... ¡Diferente!
—Buenas noches, Mónica —ella se volvió.
—Oh..., no sabía que estabas ahí.
Y ató la bata rápidamente. ¡Aquel gesto...!
¿Qué le pasaba a él?
¿Era un sexualista infernal? ¿Un sádico? No, mil veces no.
Pensó en Don.
Pero la voz de Mónica desde su alcoba le agitó haciéndole reaccionar.
—Buenas noches, Rock. Voy a cerrar la puerta, ¿eh?
Tenía una voz cálida. Rock cerró los ojos.
Quiso imaginarla y le dio miedo. Miedo. Más miedo que la tentación que sobre él ejercía Sarah Stark.
¿Estaba loco él?
¿Qué empezaba a pensar?
¿Es que deseaba a todas las mujeres?
—Buenas —dijo, y después aún añadió, con voz tonta—: Puedes. Claro... que puedes.
Y se tendió en su lecho como si sobre aquél cayera un fardo.
Don.
Los ojos de Don al hablar de Mónica.
Y Mónica era su esposa. No su mujer, por supuesto. Su esposa tan sólo. ¿No era suficiente?
¿Era una aventura? Claro que no.
Pero de repente él sentía que deseaba vivir... una aventura con Mónica Hamilton. ¿Estaba loco?
Apretó las sienes.
Incluso sin darse cuenta empezó a espiar los ruidos.
La carretera general por la que pasaban autos a velocidades raudas. Los ventanales abiertos permitían incluso oír lo que hablaban los viajeros que se detenían a pernoctar en el hotel. Pero aquello no llamaba su atención. En cambio, sí los de dentro, los de la alcoba contigua a la suya, separada tan sólo por una puerta sin cerrojo.
Los pasos de Mónica. Suaves, tenues, imperceptibles. El ruido del agua del baño. Después, los pasos otra vez. El ruido de la cama.
El crujido tenue... como de un cuerpo alado que cae sobre algo blando.
Cerró los ojos con violencia.
El quisiera venerar a Mónica.
Y la veneraba. Sí, sí, la veneraba. Todo lo sublimizaba Mónica. Le estaba ocurriendo a él algo que jamás le ocurrió. Como si en Mónica se recopilaran dos personas en una. Dos o tres. La chica amable, cariñosa, sensitiva. La amiguita del alma a quien se le podía decir todo. Y de súbito..., en aquella vecinita, surgía de repente una mujer. Una mujer distinta. Plena de personalidad, de emotividad, de misterio. ¿No era Mónica como un enigma? Y no debía de serlo. Se lo dijo cuando él le habló de la posibilidad de un matrimonio entre los dos. Un arreglo. Sí, sí, para él fue un arreglo. Al menos de momento, y en principio lo fue. Pero después, no. Claro. ¿Cómo podía serlo, si Mónica tuvo la valentía de confesarle su amor?
Fue muy duro aquello, y muy raro y muy extraño, y muy ¿conmovedor? Sí, sí. ¿No conmovió todas las fibras de su ser? Las más dormidas, las más ignoradas, las más pasivas.
Se sentó en el lecho y pasó los dedos por el cabello.
¿Qué pasaría si él entrara en aquella alcoba y le dijera a Mónica...? Le dijera: **Causas una inquietud indescriptible en mí. Es como mezcla de deseo, veneración, ansiedad..., pasión...**.
Estaría loco.
Totalmente loco.
Se dobló en el lecho.
Los ruidos subían aún de la carretera general. Se sentía cómo los autos aparcaban allí cerca. La voz del botones, de las gentes que llegaban. Pero era más poderoso el runrún de sus sienes.
Le estallaban.
¿Sarah Stark?
Qué raro, muy raro. Ni siquiera la recordaba. Se iniciaba su evocación en la mente, de repente en aquella persona de Sarah, con su cuerpo perfecto, cimbreante, pecador, surgía otro cuerpo. Otro cuerpo joven, otros ojos verdosos, otros cabellos... castaños.
Trató de dormir.
Nunca luchó tanto Rock Lake como aquella noche. Una lucha sorda contra el insomnio, contra miles de ideas que parecían barrerle el cerebro de momento y luego volverlo a llenar a borbotones.
CAPÍTULO 14
Mónica era así. Sencilla y conmovedora hasta extremos insospechados.
Era raro para él. Raro, porque la conocía toda su vida y, sin embargo..., estaba seguro que jamás había visto a aquella muchacha hasta haberse casado con ella.
¿No era todo muy complejo?
¿Muy contradictorio?
Si la conocía, y por supuesto que era así, ¿por qué de. repente... le parecía Mónica distinta?
—Chico —descorrió las cortinas—. ¿Sabes la hora que es?
La tenía allí. Vestida ya. Fresca, fragante, monísima dentro de su atuendo veraniego. Un pantalón blanco impecable, una casaca de fina tela azul, un pañuelo como al desgaire por el cuello y la breve cintura apenas acentuada con un cinturón de eslabones plateados, terminando en dos medallones labrados. El cabello suelto, una suave pincelada en los labios. Acentuado el misterio de sus ojos, una sombra azulada en los párpados... Juvenil, tremendamente atractiva, tan femenina que una vez más desconcertó y conmovió al dormilón.
—Por favor, Rock —exclamó Mónica, riendo, enseñando las dos hileras de perfectos dientes—. Por favor. Estamos de viaje. Hemos quedado de verlo todo y tú, si no vengo yo a despertarte, sigues durmiendo hasta mañana.
Rock pasó los dedos por el cabello.
—¿Qué hora es? —preguntó, aún aturdido.
Mónica amplió su sonrisa.
Dio algunas vueltas por la estancia en torno a él.
Graciosa, con aquel aire femenino, distinto, que él percató en ella.
¿Era Mónica distinta porque siempre lo fue, o lo era porque... cambiaba? Seguro que no. Lo era porque lo era, y él seguramente que nunca la vio así.
—Las once, Rock. Ya he desayunado en mi cuarto. Ya salí por los alrededores, e incluso estuve cerca de la bifurcación. Es un parador precioso. Hay montones de veraneantes por aquí. —Y después, mirándolo sin dejar de sonreír—: ¿Vamos a quedarnos aquí o piensas continuar viaje?
Rock se sentó del todo en el lecho.
—Lo que tú digas —indicó—. Hago lo que tú digas.
Y pensaba al mismo tiempo, con cierta íntima desilusión, que Mónica, con su aspecto, sus palabras, su desenvoltura, no parecía estar enamorada de él, como le dijo. ¿Se sentía así el amor? ¿Era capaz una mujer de ser amable, cortés y atenta, pero indiferente, amando a un hombre?
—Yo prefiero quedarme —dijo, con naturalidad, ajena a los pensamientos de su marido.
—Entonces, perdona. Me daré un baño, pondré ropa limpia y ligera y saldré en seguida.
—Te espero en la salita que parte las dos alcobas, Rock.
—De acuerdo.
Estuvo listo en seguida.
El agua casi helada le despejó. Aún fumó un cigarrillo antes de vestirse. Después puso unos pantalones azules muy claros, de tipo sport. Un polo blanco de algodón, de cuello cisne, y así salió al encuentro de su esposa. ¡Su esposa!
¿No conmovía y llenaba aquella palabra? ¡Su esposa!
Mónica Hamilton, la amiguita del alma, la maestrita hacendosa, la apostólica mujer, que tenía un consuelo y un consejo para todos sus amigos, los del suburbio.
¿Y Don?
Aquel pensamiento, aun siendo Don tan amigo suyo, produjo como una sacudida. Fue una revelación odiosa. Don enamorado de Mónica.
Se lo hubiesen dicho en cualquier otro momento y se quedaría tan tranquilo. Pero no lo estaba. Ya... no.
—Mónica...
—Estoy aquí.
Apareció en la salita y vio a Mónica tomando una limonada y fumando a pequeños intervalos.
Era interesante. Distinta, sí, y que nadie le preguntara en qué radicaba aquella diferencia.
En sus ropas, no.
Siempre vestía así o parecido.
A su pesar, la evocó cuando años antes, no muchos, tal vez seis o menos, la presentaron en sociedad. Vestía un modelo descotado, sin mangas. Gentil... ¿Cómo no se fijó él en Mónica aquella noche?
Sacudió la cabeza.
—Te tengo preparada una limonada, —dijo ella, con sencillez—. La acabo de pedir y la trajeron ya —se acercaba a él con el vaso en la mano—. Toma, Rock.
Y sin que Rock tomara el vaso o dijera nada:
—¿Es que no has dormido bien?
Estuvo a punto de gritar como un histérico:
"¿Qué has hecho de mí? Di, di. ¿Qué pasa conmigo que estás borrando de mi mente todo mi tormentoso pasado? ¿Por qué siento y pienso así? Me da miedo sentir así. Mucho más miedo que me dio nunca Sarah Stark."
Pero se mordió los labios, tocó el vaso, lo llevó a los labios y apuró su contenido en tres sorbos.
Después, sin soltar el vaso, asió una mano femenina. Apretó aquellos dedos.
Se sentía como ahogado, como excitado, como terriblemente alterado.
—Rock..., ¿qué te pasa? ¿Lo sabía él?
¿No estaba como borracho de ella?
¿Qué pasaría si se lo dijera a Mónica?
Por eso no dijo nada. Pero, casi sin darse cuenta, tiró de aquella mano y sintió en su cuerpo el cuerpo de Mónica. Cálido, blando, distinto...
—Rock...
El rió.
Una risa tonta.
Una risa casi infantil.
Una risa anormal.
No dijo nada. Nada en absoluto. Pero asió con la mano libre el mentón femenino y le buscó los labios con los suyos.
—Ro...
Rock se disculpó con la mirada. Pero la besó largamente. Como aquella vez. Largamente, hasta que ella sintió como si las sienes le estallaran y los pulsos y todo.
—¿Por qué? —preguntó Mónica al rato, respirando muy fuerte, separándose de él y pegándose a la pared.
Rock podía decir por qué: **Porque lo necesito. Porque tuve que hacerlo. Porque fue como si la sangre y el cuerpo me inclinaran hacia ti. Porque no pude evitarlo.**
Pero no.
Rió. Aquella risa suya, algo confusa. Tiró de ella, empujándola hacia la puerta.
—Vamos a dar un paseo, Mónica.
Otra hubiera insistido en saber el porqué. Mónica, no.
Se dejó llevar. Pasearon por toda la ciudad sin recordar aparentemente el... ¿incidente? Lo que fuese. Incidente, no. Para ella, nunca podría ser incidente, lo que hacía, pensaba o sentía Rock.
Pero se limitó a pasear con él. A escuchar su voz cuando le iba explicando todo lo que veían. Como dos turistas recorrieron la ciudad, y a la hora de comer, penetraron en un restaurante típico. Después siguieron paseando. Hablando de mil cosas. Como si aquel beso no tuviera ninguna importancia, y lo cierto es que estaba en la mente de los dos como una meta, un fin, un objetivo absoluto de sus vidas.
Tomaron café en la terraza. Fueron de tiendas.
Y a las siete, Rock propuso de súbito:
—Oye, ¿y si fuéramos a bailar?
Mónica se estremeció.
En los brazos de Rock. Estar en sus brazos aunque sólo fuera bailando, era... un cilicio, o... ¿un placer? Un placer, sí, pero...
—¿Ahora?
—¿Y por qué no? ¿Qué vamos a hacer? O seguir viaje, o entretenernos.
Tenía razón él.
Por eso Mónica asintió, dejándose llevar.
—Es que de pantalones...
Rock se complació en mirarla.
La llevaba asida de la mano. No pensaba en Sarah. Se diría que la actriz se había borrado de su mente, como si le hicieran un lavado de cerebro, o como si jamás existiese en aquel cerebro.
—Estás guapísima, Mónica.
Lo decía con fervor.
Mónica se agitó.
Miró al frente.
—No me halagues —dijo, y su voz tenía como una trémula ansiedad—. No lo toleraría.
—¿Eres tonta?
—Ya sabes que si de algo peco es de ser infinitamente real.
—A veces es necesaria la fantasía para vivir mejor.
—Prefiero las realidades bonitas.
—¿Y no lo es bailar los dos?
Entraron en una sala de fiestas.
Luces rojizas. Una orquesta de negros, embutidos en modelos rarísimos llenos de flecos, de colores... Una pista pequeña. Gente bailando. Chicos melenudos. Muchachas con pantalones, contoneándose...
Una música dulzona, algo lánguida.
Mónica sintió como si todo diera vueltas en torno.
Jamás estuvo en un sitio así, con un hombre como Rock.
Aquella vez. Sí, aquella vez. ¿Lo recordaría Rock? No, claro. La besó en la boca al despedirla, pero Rock seguro que besó a muchas mujeres.
A ella misma aquella mañana, y sin embargo..., no parecía recordarlo.
—¿Bailamos?
Le dio miedo.
Verse en aquella pequeña pista, bajo aquellas luces tenues que parpadeaban cambiando de color, en brazos de Rock...
—Anda —le decía al oído, dé modo raro—. Anda, Mónica.
Ya estaba bailando.
La llevaba apretada contra sí.
Sentía todo el peso cálido en sus músculos, toda su ternura viva insospechada. Toda su pasión. ¿Qué hizo ella? Lo que haría cualquier mujer real, que era esposa del hombre con el cual bailaba. Se apretó instintivamente contra él. Rock se estremeció.
Quiso buscarle los ojos.
Buscárselos con afán, pero Mónica tenía los párpados entornados. Bailaba a su lado, casi sin mover el cuerpo, pegada a él, suavecita, cálida..., entregada al instante de goce íntimo.
Bailó con ella.
No supo cuánto tiempo.
Como si todo le emborrachara sin beber.
Como si el suave perfume de Mónica le embriagara sin poderlo remediar.
¿Qué le estaba pasando?
¿Qué ternura sentía dentro de sí? ¿Qué ternura, qué pasión, qué deseo?
CAPÍTULO 15
Era tardísimo.
Ni gente había apenas por la calle.
Las luces de los escaparates parecían parpadear bajo una apacible noche.
De vez en cuando, un transeúnte que se cruzaba con ellos, indiferente, sin mirarlos siquiera.
Mónica y Rock, después de una comida casi silenciosa, de una tarde bailando, de una tertulia pueril, si se quiere, pues nada de cuanto vivieron o sintieron se lo comunicaron uno a otro, caminaban por la calle hacia el hotel, asidos de la mano.
—Hace una bella noche.
La voz de Mónica tenía como un dejo suavísimo. Rock apretó aquellos dedos que cerraba en su mano.
—Sí.
Eran simples los dos. ¿No tenían nada más que decirse? Precisamente por tener tanto, lo soslayaban, buscando una conversación pueril, casi infantil.
—La gente se retira temprano.
—El hogar produce ahora más aliciente.
—¿Ahora?
—Que antes. Cada día se van metiendo más las gentes en su casa.
—Es verdad.
El hotel estaba allí. Llegaban huéspedes.
Montones de maletas se alineaban cerca de recepción.
Gentes que hablaban toda clase de idiomas. Los botones multiplicándose.
—Este hotel —dijo Rock, a lo simple— está lleno de gente diferente.
—Sí. Como está enclavado en un sitio así...
—Eso es. Pero si vas a otro cualquiera, pasa lo mismo. —Y sin soltar su mano, entrando en el ancho vestíbulo, amable y cortés—: ¿No quieres tomar nada antes de retirarte?
—No, no. Me siento algo mareada.
Se inclinó hacia ella.
Más obsequioso, más atento de lo que nunca pensó él mismo.
—La culpa la tuve yo.
—No digas tonterías.
—¿Son tonterías? Estás cansada de bailar.
Aturdida, sí. Turbada. Fue todo..., como siempre lo soñó y lo deseó.
Y todo aquello perturbaba y entontecía un poco.
—No. No soy tan niña.
—¿Cuántos años tienes?
Mónica rió.
Una risa cantarina.
Una risa suave a la vez.
Rock sintió una cosa.
Como si todo diera vueltas en torno.
—Veinticuatro.
—Una cría.
—No tanto.
Se perdían en el ascensor, ajenos a cuanto ocurría en torno.
El ascensor, lleno de gente a aquella hora, les impidió seguir hablando. Pero se sentían, se tocaban. ¿Fue Rock el que provocó el mayor acercamiento? ¿O ella?
Fue como una necesidad.
Se tocaron sus cuerpos. Se apretaron.
Se, miraron a los ojos de forma rara.
Fue ella quien primero los apartó. El ascensorista abrió el ascensor. Salieron muchos. Ellos también. Sin asirse sus manos. Uno junto a otro, algo confusos.
Atravesaron el pasillo en silencio. Abrió Rock la puerta.
—Buenas noches, Rock.
Rock respiró muy fuerte.
—Mónica..., digo yo... Digo...
—¿Dices?
—Si... si...
No quería que se lo dijera.
Por eso se deslizó dentro antes de que él terminara.
—Buenas noches, Rock.
—Oye, Mónica.
—Hasta mañana. Y madruga más, ¿eh? Sólo nos quedan seis días de estar aquí. Descansa bien.
—Oye, Mónica.
Mónica no quería oír. Tenía miedo de oír. Estaba segura de que si oyese..., le mandaría entrar. Y eso, no. Le daba miedo que él entrase, más miedo que toda aquella confusión e incertidumbre.
—Buenas noches, Rock.
No contestó.
Quedó allí, en la puerta. Envarado, confuso, dominando no sabía qué fuerza que sentía dentro como una llama.
¿Qué le ocurría?
¿Qué sentía?
Jamás sintió aquello. ¡Jamás!
Era todo sublime. Fuerte, ardiente, sí. Pero sublime.
Así pasaron cinco días. Cinco días que producían inquietudes constantes, besos aislados sin explicaciones..., apretones de mano, bailes... Cinco emocionales días para ambos...
Ya sabía cosas de Rock.
Más que jamás imaginó saber.
Lo que sentía Rock por ella... no era... una necesidad del alma y del cuerpo.
Lo intuía. Su sexto sentido.
Por eso, casi avergonzada, evitaba verlo a solas, al menos por las mañanas.
Después seguía todo un día de ansiedad incontenible. De sonrisas veladas, de miradas confusas.
Por eso aquella mañana estaba allí. En la salita. Sin atreverse a entrar en la alcoba de su marido.
Y fue cuando oyó cómo se abría la puerta de aquella alcoba de Rock, y algo, una mujer, entraba...
En seguida la voz alterada de Rock.
—Tú...
—Tardé en encontrarte —dijo la voz alterada de... Sarah Stark.
Mónica se fue levantando. Muy pálida.
Como si toda la fuerza interior de su ser se le recopilara en el brillo airado de sus ojos.
—Me costó —dijo la voz de Sarah—. ¿Oyes? ¿Qué es eso de tu tonta boda con una niña inexperta? Tú estás loco, Rock.
Mónica contuvo el aliento.
Por un segundo, su tremendo temperamento apasionadísimo, del que Rock no conocía apenas nada aún, estuvo a punto de saltar, incluso hundiendo la pared, y tirar a aquella mujer por la ventana.
Pero su cordura la mantuvo inmóvil, ni pegada a la puerta del apartamento. Firme, sí. En medio de la salita, oyendo todo lo que pasaba por la debilidad del tabique que la separaba de aquella alcoba.
Oyó el crujido del lecho y algo parecido a unos pies que buscaban las chinelas.
Lo imaginó poniéndose la bata.
Lo que no pudo imaginar fue su mirada.
Hubiera querido derribar las paredes para ver los ojos de Rock.
De súbito sonó su voz. Serena, correcta. Una voz que Rock usaba para hablar con los conocidos, exponiendo su innata educación.
—Has cometido una tontería, Sarah. No debiste buscarme.
Hubo un silencio.
¿Qué vio Sarah en los ojos de Rock? ¿Qué leyó en su voz?
—Rock..., ¿qué dices? Tú no te alegras de verme.
Se oyó una risa.
Mónica supo que no era fingida.
Era la risa que se provocaba en Rock cuando le decían algo gracioso. Algo que, si bien le hacía gracia, le era totalmente indiferente.
—¿Y por qué había de alegrarme, Sarah? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo es que no estás en el teatro haciendo tu... comedia?
—Estoy de vacaciones. Anduve loca por todas las ciudades próximas. De repente vine a este hotel. Pregunté como en muchos otros. ¿Dónde tienes a tu mujer? ¿Qué matrimonio es el tuyo, que tú estás solo en tu lecho?
—Mónica no tardará en llegar. ¿Quieres irte, Sarah?
—Me quedo aquí —se oyó un crujido, como si un cuerpo se desplomara en un sillón—. ¿Oyes? Me quedo aquí. Al menos voy a provocar una buena escena. Tendrás un problema con tu mujer. —Y suavizando el tono—: Oye, Rock. Yo te perdono la tontería de que te hayas casado, ¿eh? Sólo te pido, en desagravio a lo que me has hecho, que llenes de ropa un maletín y te vengas conmigo a terminar mis vacaciones.
Mónica apretó el pecho con las dos manos.
Sabía lo que sentía Rock por Sarah.
Sabía que era un hombre.
Y que las pasiones le tentaban y le dominaban. ¿Qué iba a pasar?
—¿Me has oído, Rock?
—Claro, Sarah. —La voz de Rock era mesurada y suave a la vez. Ella, de repente, se dio cuenta de que, si fuese Sarah, no querría oír aquella voz de Rock—. Te oigo perfectamente. Pero me quedo, ¿sabes? Me quedo muy satisfecho.
Otro silencio.
Después, como un estallido.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué, Sarah?
—Cuándo te enamoraste de ella. Di, di, te conozco bien. ¿Cuándo dejaste de quererme?
—¿Cuándo? —Era la voz de Rock como si se interrogara a sí mismo—. No sé. Un día. ¿Ayer? ¿Hace seis años? No sé.
—Eres un maldito, Rock.
—No, Sarah. Soy un hombre normal. Paso por rachas tontas. Por raras pasiones dominables... e indominables. Pero todo se disipa. Casi siempre surge la verdad algún día, entre tanta mentira que se vive.
Y después...
—Quédate con ella. Te conozco bien. Nunca pensé que te fuera tan fácil dejar de...
—No te ofendas a ti misma, Sarah. Y, por favor, no mezcles la palabra amor en esa basura.
Se oyó una puerta.
Un golpetazo.
Después, pasos que se alejaban. En seguida el zumbido del ascensor.
CAPÍTULO 16
Mónica corrió a su alcoba.
Se situó ante el tocador y contempló absorta su imagen en el espejo.
Aún vestía la bata blanca y el pijama rosa. Los cabellos sueltos. Sin maquillaje. ¿Qué hacer?
¿Confesar haberlo oído todo? No. Nunca.
Aquello... estaba muerto. Era como una nube de verano, que después de derramar toda su tormenta, desaparece y resurge el sol.
¿Así?
Tenía que ir a la alcoba de Rock.
Si iba todos los días..., no tenía por qué dejar de ir aquella mañana.
Sintió como si todo diera vueltas en torno.
Aún se sentó ante el tocador unos segundos.
Apretó las sienes y después, en uno de sus apasionados arranques, se levantó.
No supo cuándo empujó aquella puerta de comunicación. Ni de dónde sacó aquella voz suya, alegre y feliz, para decir:
—Pero... ¿sigues durmiendo?
Se calló.
Rock estaba sentado en el borde de la cama, en pijama, con el batín medio atado, las chinelas en sus pies.
—Mónica...
¿No era como si la descubriera en aquel instante?
¿Acaso tuvo que entrar Sarah en aquella alcoba para que Rock se diera cuenta de lo que sentía por su esposa?
—Levantaré las persianas.
—No.
—¿Qué dices?
—Me... me gusta esta semioscuridad. Ven, Mónica.
¿Iba a decirle lo de Sarah? Que no se lo dijera.
Ella prefería ignorarlo. Lo sabía ya. Lo sabía todo.
—Mónica, ven.
—¿Por... qué?...
—No sé. O sí lo sé. —Alargaba la mano—. Creo que lo sé. Debo saberlo.
¿Qué tenía la voz de Rock?
Era ronca. Distinta.
No tanto como aquellos últimos días. Pero sí totalmente diferente a la del hombre que fue a confesarle la infidelidad de su prometida.
—Rock...
—¿No quieres?
Mónica sintió que todo palpitaba dentro. Como si una llama se reavivara. Una indescriptible timidez la embargaba. Rock emitió una risa tan nerviosa como la mirada de Mónica.
—Es raro todo, ¿verdad?
—¿Raro?
—No sé. Distinto. Es como si uno naciera en este instante. ¿Qué piensas tú?
—¿Pensar... de qué?
Y los labios le temblaban y los dedos sentían el suave contacto de los de Rock. ¿Pensar...?
—No sé. Cosas. O no pensar nada. ¿No es mejor no pensar nada? —La sentaba junto a él en el borde del lecho—. La mente vacía. ¿O no está vacía, Mónica? ¿Cómo la tienes tú?
¿Qué decía?
¿Merecía la pena lo que decía?
—Estás... temblando —dijo Rock, de modo raro, echándola hacia atrás y cayendo sobre ella—. Mónica..., ¿qué nos pasa a los dos? ¿Cuándo lo descubrí yo?
Tenía que preguntarle qué había descubierto. Tenía que hacerlo.
Pero no podía.
Rock estaba sobre ella y le buscaba los labios.
—Mónica...
—Rock... Rock...
La besaba.
Largamente.
Como si durante una vida entera estuviera conteniéndose y de súbito... lo tuviera que hacer, porque una fuerza superior le empujara a ello. En la boca. Haciendo que Mónica abriera sus labios y se pegara a él y suspirara.
—Mónica, Mónica...
No sabía ella decir nada.
¡Nada!
Pero sentía a Rock.
Lo sentía con fuerza ardiente en su ser. Sus labios, sus caricias, sus frases entrecortadas... ¿Cuánto tiempo? Las persianas estaban bajas.
El ruido en la carretera se intensificaba a medida que avanzaba la mañana.
—Te gusta que te bese. ¿No lo sabías tú? Y a mí..., a mí.
—Me besaste en otra ocasión.
Era un murmullo. Hacía calor allí. O no.
Casi no se apreciaba nada.
Sólo que estaban juntos, que se necesitaban imperiosamente, que todo era verdad. Una verdad de dentro. No sólo una verdad superficial. La verdad de Mónica. La verdad auténtica de Rock.
—Claro. No hace mucho.
—Hace mucho.
—¿Cómo?
—¿No te acuerdas? A mí..., a mí...
—Dilo...
—No se me olvidó. ¿No te acuerdas de aquel día, teniendo yo dieciocho años, que me llevaste a bailar?
—He sido tonto —decía él, en su boca—. ¿Tonto? No es posible. Espera. No digas nada. Deja que recuerde yo. Ahora lo comprendo. ¡Ahora!
—Rock...
—Veamos, te dije...
—Pero deja de besarme.
—¿Puedo?
Ya no sentía vergüenza, ni timidez; sólo pasión y ternura. Aquella ternura que lo purificaba todo, junto a un Rock vehemente y voluptuoso.
Un Rock que ella presintió siempre.
Un Rock que podía parecer vulgar, pero no lo era. Para ella nunca podría serlo.
—Mónica, eres... eres deliciosamente apasionada.
—Me gusta ser así. Tengo que ser así para ti. Lo tengo que ser.
Él reía.
Besaba y reía.
Era como un sueño.
Como una plenitud extraordinaria.
—Ya recuerdo —saltó Rock en sus labios—. Ya recuerdo. Te dije... te dije...
—Cuando vuelva me caso contigo, Mónica. Cuando vuelva.
—Y volviste.
—Y tú me dejaste pasar.
—¿Podía retenerte?
—¿No sabes ahora?
Era tardísimo.
Ni desayuno, ni comida.
¿Se fijaría alguien en aquella puerta cerrada?
Claro, las camareras. Seguro que estaban esperando.
Se lo dijo al oído.
Rock la apretó contra sí.
Se perdió con ella en aquella maravillosa inconsciencia pasional.
—Que esperen. Que esperen —decía, obstinado—. Como si yo pudiera dejarte ir ahora. No puedo, ¿sabes? Nunca pensé que... que...
—Que yo te conquistara.
—Nunca lo pensé. Mi ratita.
—Rock.
—¿No te gusta que te llame así?
—Ratita —repitió ella, bajísimo, bajo sus besos—. Ratita...
—Mi dulce y apasionada ratita.
Robert decía a la familia Hamilton:
—Es raro. He recibido un telegrama donde me dicen que se van durante quince días más. No lo entiendo. No lo entiendo.
Nancy reía.
Eddy la miraba severamente.
Pero Nancy seguía riendo. Felicísima...
FIN