EL INFIERNO PERSONAL DE UN MINISTRO DE DIOS
Publicado en
junio 16, 2013
A muchas personas que lo conocían, les parecía que Gordon Weekley poseía un conocimiento y una profundidad de comprensión excepcionales para su edad. En un servicio religioso predicó una vez: "Ninguna vida sobre esta Tierra encuentra las verdaderas y profundas fuentes de comunión con el Todopoderoso hasta que experimenta la adversidad y, en virtud de ella, llega a un punto en que se quebranta y se halla absolutamente desamparado ante Dios".
Por desgracia, esas palabras pronto se aplicaron a su propia vida y, pese a toda su penetración, el pastor no comprendió. "Los ministros de Dios no son drogadictos", insistía.
Así, Gordon Weekley fue presa de una actitud de negación tan fuerte, que destruyó todo lo que había construido; todo aquello por lo que había vivido. Su única esperanza era descubrir que la lección más importante que había enseñado era precisamente la que él tenía que aprender.
Por Don Jefries.
LOS FELIGRESES de la Iglesia Bautista de la Providencia estaban ansiosos por convertirse en una gran congregación. También lo estaba el reverendo Gordon Weekley. Con poco más de 30 años, de pelo negro y gafas de carey, Weekley predicaba sólo a un puñado de personas que se reunían en el auditorio de una escuela. No obstante, le fascinaba describir lo que algún día sería una de las grandes iglesias de Carolina del Norte, una iglesia tan amorosa y tan fuerte, que enviaría ministros y misioneros a todas las partes del mundo.
Los miembros de la congregación rebosaban de energía. Con gusto brindaban su tiempo, su dinero, e incluso sus posesiones, para hacer realidad el sueño de dotar a la Iglesia de la Providencia de su propio templo.
No pasó mucho tiempo antes de que los autos empezaran a llegar al estacionamiento de grava situado frente a un edificio de ladrillo, en el sudeste de Charlotte, Carolina del Norte. El nuevo templo se erguía entre pinos, en tres hectáreas de terreno. Era pequeño: constaba de un auditorio con cupo para 100 personas, más unas cuantas aulas y la oficina del pastor. Sin embargo, por el momento, esa era su catedral.
Poco después, la iglesia ya ofrecía dos servicios matutinos para atender al creciente número de feligreses. La gente acudía de todas partes de Charlotte, atraída por aquella energía y también por el sincero afecto que prodigaba el reverendo. Al parecer, los deseos de Gordon se cumplían, y la iglesia lograba sus propósitos.
Norma Lou, la esposa del reverendo Weekley, rara vez lo veía, salvo a la hora de acostarse y durante las funciones eclesiásticas. El atareado joven no disponía de tiempo para convivir con su familia, aunque la amaba entrañablemente.
—En realidad, las cosas no podrían marchar mejor —comentó Gordon Weekley con un médico amigo suyo, en una ocasión en que comían juntos—. De lo único que podría quejarme es de que últimamente me he sentido un poco nervioso.
—¿Nervioso? —le preguntó el amigo.
—Sí, un tanto desasosegado. Durante el día estoy muy ocupado, y por la noche me cuesta conciliar el sueño. Me quedo despierto, pensando en todas las cosas que tengo quehacer. Me encanta lo que hago, sólo que estoy... nervioso.
—Eso tiene solución —aseguró el amigo.
En su consultorio, le extendió a Gordon la receta para un medicamento nuevo llamado Doriden.
—Te ayudará a reponer el sueño que te ha faltado —le explicó.
Esa misma noche, a las 10, Gordon Weekley se levantó de su sillón y entró en la cocina. Destapó la botellita del medicamento y la sacudió para sacar una pastilla, que ingirió con un sorbo de agua.
De regreso en su estudio, volvió a concentrarse en el sermón que estaba escribiendo y que lo había tenido en ascuas. Pero en ese momento ya no le inquietaba. De hecho, se sentía bastante complacido con él. Recorrió la habitación con la mirada. ¡Qué afortunado soy al formar parte de una iglesia tan maravillosa y gozar de la bendición de una familia tan estupenda!, pensó.
Gordon conoció a Norma Lou cuando realizaba su internado en el seminario, y se casaron después de que él se graduó con honores en el Seminario Teológico Bautista del Sur, en Louisville, Kentucky.
Últimamente, Gordon había estado preocupado por la actitud de Norma Lou, quien, a su parecer, no estaba totalmente comprometida en las actividades de la iglesia. También temía que los diáconos decidieran visitarlo para hablarle de la necesidad de que su esposa participara más resueltamente.
Pero en esos momentos no sentía la menor tribulación. Estaba feliz, lleno de paz, dominado por una sensación de completo bienestar.
EN CONSTANTE MOVIMIENTO
EL REVERENDO WEEKLEY durmió profundamente esa noche y despertó descansado. Pero luego, cuando se sentó ante su escritorio, comenzó a sentir angustia. No obstante, siguió trabajando, a sabiendas de que aquella noche dormiría bien, y con la esperanza de que, antes de acostarse, quizá tuviera otra vez aquella sensación de bienestar.
La tuvo, y volvió a tenerla varias noches consecutivas. Pero, después de una semana, la euforia empezó a disminuir. La sensación de paz no llegaba tan fácilmente como al principio. Tal vez deba tomar una pastilla y media, en vez de una sola, pensó. Supongo que con eso bastará.
Y bastó.
El medicamento no parecía perjudicar su trabajo. Se desempeñaba con entusiasmo y diligencia todos los días, esforzándose por ser el predicador que se había propuesto ser. No obstante, por atareado que estuviera, siempre tenía tiempo para su amigo el médico.
Pasaron los meses. En 1959, las inscripciones en los cursos dominicales de instrucción religiosa para niños aumentaron en un 43 por ciento en relación con el año anterior. Se fundó un jardín de niños. El presupuesto ascendió a 102,000 dólares.
Con el tiempo, Gordon Weekley resolvió que una pastilla y media por noche no era suficiente. Pensó que dos serían más eficaces... y así fue. Luego razonó que si las pastillas hacían su efecto con el estómago lleno, ese efecto mejoraría con el estómago vacío... y así fue. Dejó de cenar y empezó a perder peso. La gente lo notó, pero lo atribuyó al exceso de trabajo.
La Iglesia Bautista de la Providencia había progresado mucho en poco tiempo, y Gordon Weekley también. Estaba adquiriendo fama en Charlotte y entre toda la congregación bautista del estado. En el otoño de ese año recibió una invitación para acompañar a Billy Graham en la cruzada que este emprendería en África en 1960.
Era un sueño hecho realidad. Desde que su madre le regaló un Nuevo Testamento el día en que nació, en 1921, quedó casi decidido que en el futuro Gordon sería ministro. El amor a la iglesia era un sentimiento fuerte en la familia Weekley. Gordon se desempeñó por primera vez como pastor en la comunidad de Masonboro, situada al sur de Wilmington, Carolina del Norte. La iglesia de esa localidad contaba con 200 feligreses, y él atendía a todos y cada uno de ellos. Visitaba a todas las personas hospitalizadas y acudía a todos los hogares. Oficiaba en bodas y en entierros. Daba consejos y buscaba nuevos devotos. Era un trabajo de tiempo completo, y Gordon se ganaba hasta el último centavo de los 56 dólares semanales que le pagaban. Sin embargo, él nunca consideró su actividad como un empleo, ni daba mucha importancia al dinero. Para eso había nacido, y le hacía feliz.
Cuando fue asignado a una iglesia más grande, en Kings Mountain, se adaptó con facilidad a sus nuevas responsabilidades, que eran mayores. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba con otras personas, menos le dedicaba a Norma Lou. Y ya no se trataba sólo de ella, sino también de Steve, el primero de sus cuatro hijos, que nació poco antes de que partieran de Masonboro.
Gordon amaba a su familia, pero era un hombre que tenía una misión, y su deseo de ayudar a los demás era auténtico. Se estaba convirtiendo en el predicador que estaba destinado a ser.
Y en esos momentos, como primer ministro oficial de la Iglesia Bautista de la Providencia, en Charlotte, lo que había en su destino era un viaje a África. La sola mención de África hizo que surgiera de lo más hondo de su ser el celo misionero que había en él. Se imaginó recorriendo el continente para llevar la buena nueva de Jesús a oídos que nunca habían escuchado el Evangelio.
SEMBRANDO LAS SEMILLAS
GORDON DISFRUTÓ inmensamente de su estancia en África. Ese viaje le brindó la oportunidad de servir a Dios como parte de una de las grandes cruzadas evangélicas de la historia y, además, le permitió satisfacer su curiosidad sobre el mundo y la gente que lo habita.
Lo acompañó en la cruzada Harold Miller, que había sido su profesor de griego en la Universidad Furman, de Carolina del Sur. Aunque Harold era sólo 11 años mayor que Gordon, desde que se hicieron amigos cuidaba de él como un padre.
Harold advirtió que el comportamiento de Gordon cambiaba antes de la hora de acostarse. Parecía más amodorrado y menos lúcido de lo normal.
—Hijo —expresó Harold—, ¿te has dado cuenta de que todas las noches estás abstraído?
Harold desconocía que Gordon era adicto a las drogas. El mismo Gordon lo ignoraba. Allí, en una habitación de hotel en África, el hombre mayor había transmitido un mensaje, una advertencia, pero el joven no los había recibido.
El único problema de Gordon en el viaje eran las cenas. Jugueteaba con el alimento en el plato, o sencillamente no cenaba. La cena menoscababa el estado de euforia que le producía el Doriden, y Gordon necesitaba esa exaltación, la liberación que le ofrecía. También necesitaba el sueño profundo y reparador que le daba fuerza para ser el ministro trabajador y dedicado que quería ser.
No todo fue trabajo en África. En Nairobi se planeó una excursión al monte Kilimanjaro. Partirían ya avanzada la noche y viajarían hasta poco antes del amanecer. Gordon sabía que tendría que prescindir de las pastillas, porque se le pediría que condujera un trecho del camino. Y temía quedarse dormido al volante aun sin tomar la droga.
Poco antes de partir, expresó su preocupación a un misionero amigo suyo que era médico.
—No te preocupes por eso —le respondió su amigo—. Tengo una cápsula que te mantendrá despierto.
Gordon le dio las gracias y se guardó la cápsula en el bolsillo. Era Dexamyl, un popular fármaco auxiliar en las dietas que, al tiempo que suprimía el apetito, proporcionaba un torrente de energía.
Cuando empezó a sentirse amodorrado, Gordon sacó la cápsula de su bolsillo y la ingirió con agua de su cantimplora. A los 15 minutos ya sentía una euforia muy parecida a la que le producía el Doriden. Sin embargo, este último le daba sueño, mientras que ahora estaba increíblemente alerta, listo para conducir y para cualquier otra cosa.
A esa hora, el agotamiento ya hacía presa de sus compañeros. Gordon no podía entenderlo. ¡Estaban en África, la espléndida África, con sus selvas y sus vastos desiertos! ¡Era la Gran Aventura, el sueño convertido en realidad!
¿Por qué están todos tan callados?, se preguntó.
"PUEDO DEJARLOS EN CUALQUIER MOMENTO"
GORDON WEEKLEY volvió a su hogar lleno del celo de los misioneros. También se trajo consigo una nueva afición: el Dexamyl.
—A propósito —le dijo a su médico en una de sus comidas habituales—, un doctor me dio en África un medicamento llamado Dexamyl, que me hizo sentir más dinámico durante el día. ¿Crees que pueda conseguirlo aquí?
—No hay problema —le aseguró su amigo—. Pasaremos al consultorio después de comer y te daré una receta.
Ya no le faltaba nada: en el día disfrutaba de energía teñida de euforia, y en la noche gozaba de somnolencia acompañada de euforia. El círculo se había cerrado.
A algunos miembros de la Iglesia de la Providencia les parecía que el viaje de Gordon a África le había dado nueva energía y un entusiasmo aún mayor. No era que antes le faltaran, pero ahora era un torbellino.
La iglesia seguía creciendo, al igual que la fama de Gordon. Aunque en forma amable y cariñosa, sus feligreses le demandaban una atención tal que le quitaba una enormidad de tiempo.
Gordon estaba preocupado porque no pasaba suficiente tiempo con sus cuatro hijos. Algunos sábados los llevaba a pescar en los estanques cercanos a su casa, o se iban de excursión a las montañas. A Steve y Dan, los mayores, les gustaba acompañarlo cuando iba a ciertas juntas o cuando realizaba visitas pastorales.
Pero, antes que nada, los objetivos de Gordon eran los objetivos de su iglesia, e insistía en ser el guía. La Iglesia Bautista de la Providencia ya era grande, pero no tanto como el ego del hombre que estaba en el púlpito. El contrapeso de esa soberbia era la compasión. Gordon verdaderamente deseaba estar en todas partes, porque su preocupación por sus feligreses era genuina.
No obstante, una lucha interior lo atormentaba. ¿Lo hacía todo por amor, o por el anhelo de ser amado? ¿Trabajaba excesivamente y dedicaba muy poco tiempo a su familia? ¿Dependía ya demasiado del Doriden y el Dexamyl? No, no es así, decidió. Me ayudan; por eso me los recetó el médico. Martha Lowrance, miembro de la congregación, no era médica, pero sabía cuándo había un problema. Un domingo por la mañana esperó pacientemente a que la gente se despidiera del pastor.
—Gordon, ¿te encuentras bien? —preguntó.
—¡Claro! —contestó él, asombrado—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por tu sermón. Hablabas tan aprisa que realmente me costó trabajo no perder el hilo. Has estado haciendo todo con muchísima rapidez últimamente. Además, estás en los huesos. Tal vez debas bajar un poco tu ritmo.
Durante la mayor parte de su vida adulta, Gordon había pesado alrededor de 75 kilos; en cambio, ahora andaba cerca de los 60. Conocía la causa de esa pérdida de peso, pero no se había dado cuenta de su hiperactividad. ¿Norma Lou le había dicho algo al respecto? Desde luego, le había hablado de las píldoras y le había insinuado que las tomaba en exceso. El ministro se preguntó si su comportamiento era resultado de las drogas, del trabajo arduo o de ambas cosas.
No tuvo que esperar mucho para saberlo. A las pocas semanas le telefoneó su médico, que desaba verlo de inmediato.
—Mi enfermera me ha llamado la atención sobre un hecho —le dijo el médico en su consultorio—: Parece ser que te hemos estado extendiendo demasiadas recetas; demasiadas.
—Pero —replicó tartamudeando el pastor —, yo...
—Gordon —lo interrumpió el médico—, quiero que te internes en el hospital.
—¿Y qué voy a decirle a mi congregación? —preguntó Gordon—. ¿Que soy un toxicómano?
—¡Claro que no! —le aseguró su amigo.
—¡Vaya, eso espero! No dependo de estos medicamentos. Puedo dejarlos en cualquier momento.
Gordon aceptó internarse en el Hospital Presbiteriano de Charlotte, pero no estaba seguro de querer quedarse allí.
—Si esto se descubre, no podré volver a predicar. Todo aquello por lo que he trabajado y rezado se habrá perdido. Los ministros no son drogadictos y, desde luego, yo no lo soy.
—¿Has oído hablar de la anorexia? —preguntó el médico—. Es un trastorno relacionado con la pérdida de peso y achacable a veces al estrés. Oficialmente, tendrás anorexia. También eres dependiente del Doriden y el Dexamyl, pero eso nadie lo sabrá jamás.
Gordon decidió quedarse en el hospital. Como no era verdaderamente drogadicto, la abstinencia no le resultaría muy difícil.
LIBRE DE SOSPECHAS
AL DÍA SIGUIENTE lo despertó un ensordecedor ruido de golpes procedente del piso de arriba. Unos fontaneros trabajaban casi encima de su cabeza. El ruido de las tuberías y de las llaves de tuercas le azotaba los tímpanos y repercutía en cada rincón de su cerebro. Oprimió el timbre de llamada que había junto a la cama; luego se tapó los oídos y hundió la cara en la almohada.
—¡Dígales que suspendan eso inmediatamente! —pidió a la enfermera, casi gritando para que lo oyera a pesar del ruido.
—¿Que suspendan qué?
—¿No los oye? ¿No oye a los fontaneros? —preguntó él, con voz llena de enojo y frustración.
—Sí. Están trabajando en el piso de arriba, pero el ruido no me parece muy fuerte.
Gordon hizo todo lo posible por apartar aquel sonido de su mente. Intentó leer. Se paseó de un lado a otro. Esperó a que disminuyera el ruido y a que se calmara su ansia de tomar Doriden y Dexamyl. Al mediodía cesó por fin el estrépito. Gordon suspiró y apoyó la cabeza en la almohada.
Pero entonces oyó claramente, casi como una agresión, el rechinido de las llantas de un auto en el camino de acceso al hospital, tres pisos más abajo. ¡Dios mío! pensó. ¿Qué pasa con mis oídos? ¡No puedo soportarlo! Estaba frenético.
A la mañana siguiente continuó el tormento: el repiqueteo de pasos en el corredor, el ruido de las bandejas del desayuno al ser retiradas de los carritos, el timbre del teléfono en la sala de enfermeras. Al tercer día, su agudeza auditiva disminuyó y su deseo de tomar drogas resultó menos apremiante. Con todo, se sentía muy desgraciado.
Al cuarto día, su médico y amigo le preguntó:
—¿Cómo te sientes?
—Me sentiría mucho mejor si estuviera fuera de aquí —contestó el ministro.
—¿Crees que podrías desenvolverte sin necesidad de tomar los medicamentos?
—Sé que puedo. Podía hacerlo incluso antes de que me metieras aquí.
—Gordon, acabas de presentar el síndrome de abstinencia. No puedes negarlo.
—Está bien. Estoy demasiado cansado para discutir. No cabe duda de que mi organismo reaccionó ante la ausencia de algo, pero... no soy un adicto.
—Nunca dije que lo fueras, Gordon, pero estarás mucho mejor sin esas cosas.
—Probablemente estés en lo cierto —admitió.
—¡Bueno! Voy a sacarte de aquí.
El domingo ya estaba de nuevo en el púlpito. Su congregación le dio una cordial bienvenida y le aconsejó que trabajara menos. Durante las semanas siguientes cumplió bien con sus deberes, se abstuvo de tomar las píldoras y recuperó cuatro kilos y medio. Pero tardaba horas en conciliar el sueño, preocupado por un feligrés que estaba en el hospital, por una pareja con problemas conyugales o por preparar a la perfección el sermón de la siguiente semana.
Al cabo de un mes, más o menos, decidió que él, y únicamente él, debía ser quien juzgara lo que le convenía. Se dijo que los medicamentos no eran nocivos. Norma Lou y el médico habían evaluado su nivel de tolerancia de acuerdo con sus propios estándares, pero el nivel de él era más alto.
Le habían hablado de un nuevo médico que acababa de abrir su consultorio en un municipio cercano. Gordon decidió visitarlo. El médico aceptó el cuento del afanoso predicador que alguna vez había usado un medicamento llamado Doriden para conciliar el sueño, y otro llamado Dexamyl para tener un poco más de energía por la mañana. Los fármacos parecían ayudarle y sólo los tomaría ocasionalmente.
La primera ocasión fue esa misma noche. Ingirió un Doriden y ocultó el frasco. Por la mañana tomó un Dexamyl y, en la noche, un Doriden más.
Gordon visitaba periódicamente al joven médico para conseguir las drogas, pero no muy a menudo. Visitaba también a un especialista en enfermedades de la garganta, a un dermatólogo y a un cirujano bucal conocido suyo. También engañó a los farmacéuticos. Cuando expiraba una receta, Gordon fingía estar muy sorprendido de que ya no se la quisieran surtir, y de alguna manera lograba embaucarlos para que le dieran un frasco más.
EN PELIGRO
JARVIS WARREN, presidente de los diáconos de la Iglesia de la Providencia, informó a Gordon que Billy Graham se disponía a emprender una nueva cruzada.
—Esta ocasión será en Sudamérica —dijo—, y Grady Wilson sugirió que fueras. Creo que es una buena idea. Necesitas alejarte de todo.
Grady Wilson, miembro de la Iglesia Bautista de la Providencia, tenía una relación muy estrecha con Billy Graham. Y así, a principios de 1962, Gordon y Grady tomaron un avión con destino a Venezuela.
Llegaron a Caracas y volaron luego a Maracaibo. Era una típica cruzada de Graham. Grady, Gordon y otros muchos pastores predicaron en varias iglesias y misiones, mientras Graham reunía a inmensas muchedumbres en un estadio.
Uno de los misioneros asignados a Venezuela había sido condiscípulo de Gordon en el seminario. Se pusieron a conversar y abordaron el tema de una célebre misión católica, El Tucuco, que se hallaba en las profundidades de la selva. Sus únicos vecinos eran los integrantes de unas tribus indígenas, a quienes los sacerdotes y las monjas educaban y preparaban para que salieran al mundo exterior.
Los dos predicadores decidieron que querían verla. En consecuencia, dispusieron un automóvil para recorrer los 145 kilómetros que los separaban de la misión. Dejaron la ciudad y a los pocos minutos se encontraron en medio de las tierras labrantías del delta y, después, en la selva. Durante la siguiente hora no vieron autos ni gente, pero sí una anaconda de unos nueve metros de longitud. Poco después los detuvo un oficial de la milicia, que conducía un jeep:
—¿A dónde creen ustedes que van? —preguntó.
—A la misión de El Tucuco.
—Este es territorio de los indígenas, señores —les advirtió el oficial—, y ellos no son nada amistosos. Les sugiero que regresen a Maracaibo, y pronto.
Los predicadores preguntaron:
—¿A qué distancia de aquí queda la misión?
—A 16 kilómetros —respondió el oficial.
Gordon miró a su amigo.
—Continuaremos hasta la misión —dijo—. Tendremos cuidado.
—Hace dos semanas mataron a un hombre cerca de aquí —advirtió el soldado.
—¿Cómo lo hicieron? —inquirió Gordon, sin querer en realidad saber la respuesta.
—De un lanzazo —contestó el oficial.
Siguieron avanzando y, a medida que lo hacían, a Gordon le parecía que el camino se hacía más angosto y que los árboles situados a los lados eran más altos y más tupidos. Por fin encontraron un letrero que indicaba la dirección de El Tucuco. Una flecha apuntaba a un camino de tierra que era poco más que un sendero.
Los ruidos de la selva resonaban por doquier. Gordon estaba seguro de que había un indígena detrás de cada árbol. Cuando llegaron a la cima de una larga pendiente, vieron un claro con un conjunto de edificios de estuco, de estilo español: era El Tucuco.
El conjunto estaba rodeado por una alta cerca. Se detuvieron frente a la verja de hierro, y Gordon se apeó del auto para abrirla. En el momento en que tocó el picaporte oyó los temibles gritos de los aborígenes... ocultos a pocos metros de allí. Gordon abrió la verja e hizo frenéticas señas a su amigo para que entrara. El automóvil penetró a toda prisa en el recinto, y Gordon se apresuró a cerrar detrás de él.
Durante unas dos horas recorrieron el lugar y hablaron acerca de la obra que se realizaba allí. Gordon quedó impresionado por la dedicación de los hombres y mujeres que trabajaban en una selva llena de gente hostil. Visitaron la escuela donde se educaba a los indígenas jóvenes.
Finalmente llegó la hora de despedirse. Cuando su auto tocó el camino pavimentado, aceleraron rumbo a Maracaibo y llegaron al hotel en un tiempo sin precedente.
Gordon permaneció en la ciudad el resto de la semana, predicando en diversas iglesias. El poco tiempo que le quedaba libre lo dedicó a caminar, a visitar tiendas y a compenetrarse de aquella cultura. Cierto día, avanzada la tarde, entró en una farmacia. Muchos productos tenían nombres conocidos: aspirina, Bufferin, leche de magnesia, Doriden...
¡Doriden! Apenas podía dar crédito a sus ojos. Había frascos y más frascos del medicamento, que en ese país se vendía sin receta médica.
Con una actitud casi amorosa, tomó todos los frascos de Doriden que había a la vista y los llevó a la caja registradora. De regreso en su habitación del hotel, desparramó su contenido encima de la cama. Extasiado, confeccionó entonces un cinturón de plástico, que enrolló longitudinalmente para formar un tubo. A continuación llenó el tubo con Doriden y se lo ciñó a la cintura. Lo llevaría debajo de la camisa. Gordon debía abandonar Venezuela a la mañana siguiente.
El viaje en avión fue tranquilo, pero no así los vuelos de la imaginación de Gordon, quien podía ver con claridad los encabezados de los periódicos: PASTOR DE LA LOCALIDAD, ACUSADO DE CONTRABANDO DE DROGAS.
Gordon recogió su equipaje y entró en la zona aduanal, donde advirtió que un agente uniformado lo miraba fijamente. Contuvo el aliento y siguió caminando; pasó junto a la mesa de inspección, luego junto al agente, y cruzó la aduana.
Gordon Weekley estaba a salvo.
SIN ESCAPATORIA
EN CHARLOTTE, tanto Gordon como su iglesia siguieron prosperando. En 1964, la iglesia ya contaba con casi 800 feligreses, y 650 niños asistían a la escuela dominical. Se proyectó la construcción de un plantel educacional que costaría 300,000 dólares. La Iglesia Bautista de la Providencia se enorgullecía de tener seis coros, que le habían dado una reputación de excelencia en el ámbito musical. Sus equipos de beisbol y baloncesto ganaban campeonatos de liga.
Mientras tanto, Gordon decidió construir una casa nueva, más alejada de la ciudad. Encontró un terreno de 6.5 hectáreas ubicado frente a un arroyo, a sólo ocho kilómetros de la iglesia, y contrató a una compañía constructora para que le edificara una casa de dos pisos. Aunque no se lo confesaba ni a sí mismo, quería que esa casa fuera el símbolo de todo lo que había logrado en la Iglesia Bautista de la Providencia.
En junio, Norma Lou y los niños viajaron en auto a Indiana para asistir a una reunión familiar. Gordon no pudo ir: estaba demasiado ocupado; necesitaba estar en el púlpito. Además, la presencia de Norma Lou le había impedido disfrutar de su diversión favorita.
—¡Que tengan buen viaje! —les deseó, en tanto besaba a su esposa y abrazaba a los niños.
No dejó de agitar la mano en señal de despedida hasta que los perdió de vista. Entonces entró en la casa nueva, fue directamente al baño, metió la mano en lo más profundo del armario de la ropa blanca y extrajo un frasco de Dexamyl.
Empezaba todas las mañanas con Dexamyl, y seguía tomándolo durante el día. Por las noches tomaba Doriden y se quedaba dormido. Soñaba con su infancia, tibia y cómoda, y con sus padres.
Norma Lou regresó a casa a mediados de julio, pero su presencia no modificó el comportamiento de Gordon. Ahora tomaba una píldora tras otra, y su único sustento era el café negro.
—Mírate en el espejo —le suplicó Norma Lou.
Gordon vio lo que siempre había visto: al ministro triunfador de una de las iglesias de más rápida expansión de Carolina del Norte. Estaba pasando por la etapa de negación que casi siempre experimentan los drogadictos. Creía que su nivel de tolerancia era superior a la media. Las preocupaciones de Norma Lou no eran más que las quejas y lamentos de una mujer atrapada en un matrimonio que, con los años, se había deteriorado. Él no atribuía ninguno de los problemas de su matrimonio a su consumo de drogas.
En octubre, Jarvis Warren, el presidente de los diáconos, le telefoneó y le pidió que asistiera a una reunión que se celebraría en su casa. Cuando Gordon llegó al lugar, se sorprendió al ver el auto de Norma Lou. Lo recibieron Jarvis y otros dos diáconos. Su esposa estaba sentada en un sofá.
—Estás metido en aprietos, Gordon —comenzó Jarvis—. Algo grave te sucede.
—No me pasa nada —protestó el pastor.
—Gordon, los diáconos saben que algo anda mal. También la congregación sabe que algo anda mal y, ciertamente, Norma Lou sabe que algo anda mal. Lo más probable es que tenga que ver con los medicamentos que tomas.
Gordon sintió que el miedo y la ira lo invadían. Dirigió a Norma Lou una mirada dura y fría.
—Sí, estoy tomando medicinas —confesó—, pero me las recetó un médico que me está tratando.
—¿Por qué no confiesas todo, Gordon? —terció Norma Lou. Él la miró, furioso.
—¡Cállate! —le ordenó bruscamente—. ¿Acaso pretendes arruinarme y destruir mi carrera?
—Nadie quiere tal cosa, Gordon —intervino Jarvis—. Lo que deseamos es que te recuperes. Queremos que regreses al hospital.
El pastor no quería ni pensar en eso.
—Está bien —dijo, desesperado—. Tal vez necesite unas vacaciones, pero no un hospital.
Pensaba aceleradamente, en busca de una salida.
—¡Harold Miller! —exclamó de pronto—. Me iré con él. Fue mi profesor y es mi mejor amigo. Ahora está en la Universidad Bucknell, de Pensilvania. Él me obligará a tomar el descanso que necesito.
—Necesitas algo más que descanso —repusieron los diáconos—. Necesitas atención médica.
—Allá la tendré. Pero, sobre todo, necesito descanso. Digan lo que digan, no iré al hospital.
La discusión se prolongó una hora, hasta que finalmente los diáconos cedieron. Gordon se iría una temporada con Harold Miller.
UN DESCANSO MUY NECESARIO
LA GENTE está preocupada por ti, hijo —dijo Harold, cuando Gordon llegó—. He dispuesto que un médico te examine. Estoy seguro de que te ayudará.
Gordon sonrió.
—Estoy agotado —respondió—. Nada me sentará mejor que descansar aquí unas semanas. Después de eso estaré bien.
—Pero... —interpuso Harold.
—No te preocupes —lo interrumpió Gordon—. Veré a tu médico. No quiero decepcionar a Norma Lou ni a ninguno de nuestros amigos.
Los dos hombres conversaron acerca de tiempos mejores, de los días que pasaron juntos en la universidad y de la cruzada en África. Gordon se fue a acostar cerca de las 11. No obstante, sin un medicamento que lo sedara, permaneció despierto toda la noche escuchando el ruido de los camiones con remolque que atravesaban un puente cercano.
En el centro médico, Gordon se sometió a dos días de estudios.
—Está usted bastante mal —fue la conclusión del doctor—, pero no creo que esté peor que el borrachín de nuestro pueblo.
Estas palabras hirieron profundamente a Gordon. El ministro bautista, la estrella en ascenso, no estaba peor que el vago del pueblo.
—Lo que necesita es abstinencia y reposo —señaló el médico.
Tras 20 noches de insomnio, Gordon salió a la calle una fría mañana de octubre. Estaba tan cansado que apenas podía moverse, pero esperaba que la caminata lo agotara a tal grado que pudiera conciliar el sueño. ¿Qué he hecho para merecer este sufrimiento? pensó. He sido un hijo amoroso, un esposo fiel y un buen siervo del Señor.
Tras la siguiente noche de insomnio, se quedó acostado boca arriba, contemplando el techo. Oyó que Harold salía de la casa. Cuando cerró los ojos, no oyó el ruido de un camión que pasaba. En cambio, vio a un viejo amigo que caminaba por el cementerio de una iglesia.
Sobresaltado, Gordon abrió los ojos.
—¡Fue un sueño! —exclamó—. Realmente me quedé dormido.
Fueron sólo unos minutos, pero ahora había esperanza. Cuando Harold regresó, Gordon le anunció en voz alta:
—¡Conseguí dormir, Harold! ¡Conseguí dormir!
Esa noche, Gordon apagó la luz, se arrodilló y oró: En verdad te amo, Señor. Pongo a tus pies esta experiencia como una ofrenda. ¡Acéptala, por favor!
Durmió toda la noche y despertó renovado. En las semanas siguientes subió de peso y tuvo informes favorables del médico. A fines de noviembre ya estaba del todo preparado para volver a casa.
Mientras conducía por la larga entrada de autos que llevaba a su casa, se preguntó si algún día volvería a pisar el púlpito de la Iglesia de la Providencia. Entonces advirtió un letrero clavado en un árbol: "Te extrañamos, papá", decía. Pocos metros más allá, había otro: "¡Date prisa!" Y sobre el camino se desplegaba una larga manta con estas palabras: "¡Bienvenido a casa!"
Abrió la puerta principal y se encontró con el espectáculo más maravilloso que había visto en su vida: cuatro niños sonrientes y con los rostros resplandeciendo de amor. Lo cubrieron de besos y abrazos, y los ojos de Gordon se llenaron de lágrimas mientras los estrechaba entre sus brazos.
Se irguió y se encontró cara a cara con Norma Lou. Ambos titubearon, pero luego dieron un paso al frente y se abrazaron. Lloraron mientras entraban tomados del brazo en el estudio, seguidos por los cuatro niños, que bailaban de alegría.
Papá estaba en casa.
"NOS ALEGRA QUE ESTES DE VUELTA"
LA JUNTA que tanto temía Gordon estaba a punto de empezar. Los diáconos se habían reunido para decidir si volvería a ocupar el púlpito como pastor de la Iglesia de la Providencia. Jarvis Warren invitó a cada diácono a expresar su parecer.
—Eres un pastor que se ocupa personalmente de cada feligrés, Gordon —señaló el primero—, y ahora somos 900. Quizá convenga que busques una iglesia más pequeña.
—¡Esperen un momento! —dijo otro—. ¿Alguien se ha puesto a pensar que tal vez la culpa de lo ocurrido sea nuestra? Somos nosotros los que queríamos una gran iglesia. Gordon ha realizado la labor de tres hombres sin quejarse jamás.
—Independientemente de quién sea culpable —observó otro—, no hay excusa para abusar de las drogas, aunque las recete un médico.
El tribunal siguió deliberando hasta después de la medianoche, y Gordon empezó a sentirse como un condenado a muerte en espera de un indulto de última hora.
—Ya es muy tarde, compañeros —apuntó por fin uno de los diáconos—. Propongo darle una nueva oportunidad a Gordon y permitirle volver al púlpito.
La moción fue aceptada y Gordon sintió gran alivio: la ejecución se había suspendido.
Cuando regresó a su casa, hundió la cabeza entre las manos y habló en voz alta:
—Padre, díctame por favor las palabras que debo decir a esta gente. Te necesito ahora más que nunca, Señor.
Su ruego no fue muy diferente de las plegarias que elevan otras personas cuando se hallan en situaciones desesperadas, plegarias que dicen: "Sácame de este aprieto, Señor, y seré bueno a partir de ahora". O, al menos, hasta la próxima vez.
La mañana del domingo, Gordon estaba preparado. Sentados a la mesa del desayuno, Norma Lou y los niños estuvieron inusitadamente callados. Cuando Gordon se puso en pie para salir, su hijo David levantó la vista del plato:
—Va a ser un buen día, papá —le aseguró.
Gordon tomó su lugar y observó a toda la congregación. No había ni un solo asiento vacío. Inclinó la cabeza y pronunció la invocación. Luego, subió al púlpito: "Desde la última vez que estuve en este lugar sagrado, hace seis semanas", comenzó, "he pasado por una experiencia de profunda importancia". Gordon habló de cómo abusó de los medicamentos, de cómo oró pidiendo misericordia y de cómo recibió el perdón de Dios. Después se hizo eco de las preocupaciones de su congregación.
"Pido disculpas por la vergüenza que esta pausa en mi vida les ha traído a muchos de ustedes. No ignoro que existe la idea de que los ministros deben ser impecablemente fuertes. En cierta forma, esto es verdad. Pero también nosotros podemos fatigarnos en la búsqueda del bien, y también podemos levantarnos y alcanzar una estatura mayor que la de antes. Esta mañana he venido a pedirles el mismo perdón que ustedes buscan en la vida".
Gordon guardó silencio un momento, tratando de interpretar las expresiones de las caras de sus feligreses. No le revelaron nada. Deseaba gritar: ¿Me aceptan? En cambio, se aclaró la garganta, tomó el himnario y dijo: "Mientras cantamos, si alguno de ustedes quiere venir al frente como reafirmación de su fe, los brazos de Dios están abiertos para recibirlo". Gordon se figuraba que nadie pasaría al frente. ¿Quién querría hacerlo, si la fe en el guía de la iglesia se había quebrantado?
Virtualmente todos los presentes en el atestado templo avanzaron por los pasillos para abrazar a Gordon o estrecharle la mano. Sus palabras lo habían restituido al rebaño.
—Nos alegra que esté de vuelta, pastor —le dijo una persona.
—Te queremos mucho, Gordon —señaló otra.
Aquel día, mientras se vaciaba el estacionamiento de la iglesia, alguien abordó a Jarvis Warren y le dijo:
—Pienso que Gordon va a estar bien.
—Ojalá pudiera opinar lo mismo —contestó Jarvis con tristeza.
Todavía inmerso en la fase de negación, Gordon creía en todas y cada una de las palabras que había predicado ese domingo.
LA CARA EN EL ESPEJO
LA IGLESIA volvió a la normalidad. Gordon pesaba ahora 68 kilos y había dejado de sentir que la gente lo observaba con suspicacia. No obstante, recordaba las palabras de un amigo suyo, líder de la iglesia: "Una vez que aparece la primera grieta en los cimientos, los ojos de la gente siempre estarán atentos a esa grieta".
Gordon sabía que la gente se preguntaba si la grieta que había en su pastor se ampliaría. Pero él se sentía bien. No se había apartado del camino en los meses transcurridos desde su estancia en Pensilvania. Ya he probado mi fuerza de voluntad, pensó una tarde de agosto, sentado en la oficina que tenía en la iglesia. Puedo afrontar todo lo que se me presente.
Salió del lugar y subió a su auto. Poco más tarde estaba en una cabina telefónica de un pueblo situado al norte de Charlotte, buscando la dirección de una farmacia en el directorio telefónico. Tras convencer al farmacéutico de que le diera algunas píldoras, se dijo: Recuerda que son recompensas. Sólo las tomarás cuando creas que las mereces. Sin embargo, menos de 30 minutos después Gordon tomó un Dexamyl y ocultó los demás en su estudio.
Posteriormente, entró en la cocina y entabló una conversación con Norma Lou. Pero era incapaz de permanecer callado el tiempo suficiente para que ella le respondiera. El Dexamyl gobernaba su boca. Entoces se percató de la expresión de extrañeza de Norma Lou y comprendió que había hablado demasiado.
—Tengo algo que leer —explicó—. Será mejor que lo haga ahora.
Aunque esa noche tomó un Doriden, no volvió a ingerir píldoras durante cerca de una semana. Luego, cierta mañana que se encontraba en su oficina, tomó otro Dexamyl. Esto no constituye un problema, se dijo. Yo puedo controlar la situación. Pronto, no pasaba un día sin que tomara estimulantes, ni una noche sin tranquilizantes. Perdió peso rápidamente.
—Mírate en el espejo —le dijo Norma Lou una noche—. Otra vez estás tomando drogas. No puedes ocultármelo. Vas a arruinar tu vida y la vida de los niños.
—¡Basta! —gritó Gordon—. No estoy arruinando nada. Mira esta casa. Mira el tamaño de la iglesia. ¿Qué más quieres?
Y siguió tomando píldoras, creyéndose invulnerable a la adicción. De hecho, de no haber sido por la constante cantilena de Norma Lou, al ministro le habría parecido ideal aquella vida. Ella le rogó que buscara ayuda, pero Gordon se negó a hablar siquiera del asunto.
Eran las 8:30 de la mañana cuando Gordon despertó un día de noviembre de 1967. A esa hora ya debía de haber ruido en la casa, así como un aroma de café y tocino, pero no percibió nada de eso.
En consecuencia, se envolvió en una bata y corrió a la escalera. Se detuvo a medio descenso y, con incredulidad, vio que Norma Lou sacaba afanosamente una maleta por la puerta principal.
—¿A dónde vas? —gritó.
Ella se dirigió al auto sin contestar. Gordon vio que David y John, los menores de sus cuatro hijos, estaban acomodados en el asiento trasero. Steve y Dan ya se habían ido a la escuela.
Gordon asió la manija de la puerta delantera del auto; pero tenía puesto el seguro.
—¡No hagas esto! —vociferó—. ¡Tenemos que hablar!
Ya había pasado el tiempo de hablar. Con la vista fija al frente, Norma Lou puso en marcha el vehículo. Gordon apoyó una mano en el parabrisas y la otra en el espejo lateral, y trató de impedir que el auto avanzara.
—¡Detente! ¡Detente! —gritó.
Norma Lou aceleró poco a poco hasta que el impulso del auto echó a Gordon a un lado. El pastor entró corriendo en la casa, presa del terror: ¿Que dirá la Iglesia? Ella está tratando de destruirme. ¿Cómo podré predicar el domingo?
Se metió en el cuarto de baño, abrió la llave del agua fría y se mojó la cara. Entonces, miró el espejo.
"¡Dios mío!", exclamó.
Lo que vio era un viejo de ojos y mejillas hundidos.
"¿Qué me he hecho a mí mismo? ¿En qué me he convertido?"
Al día siguiente se dirigió a su estudio y mecanografió la carta que ya había redactado mentalmente. Era su renuncia al cargo de pastor de la Iglesia Bautista de la Providencia.
UNA VIDA DESPERDICIADA
GORDON había perdido a su esposa, a sus hijos, su iglesia, e incluso el control de su mente, pero no la convicción de que tenía pleno dominio sobre las drogas que consumía. Aparentemente, había tocado fondo, pero la partida de Norma Lou fue sólo el inicio de un largo y tortuoso descenso.
Al principio se fue a vivir a Atlanta, Georgia, en casa de sus padres, para quienes había sido el hijo modelo, el muchacho que no podía hacer nada malo. Tras algunos meses de ociosidad, uno de sus ex feligreses lo recomendó para un empleo, pero este no cristalizó. Entonces Gordon, que había reducido su consumo de drogas, volvió a tomarlas con renovado ímpetu. Ya ni siquiera trataba de ocultar el hecho.
Durante algún tiempo, él y Norma Lou volvieron a vivir juntos, pero Gordon se dio cuenta de que todavía necesitaba ayuda y aceptó internarse en el Appalachian Hall, centro de rehabilitación de Asheville, Carolina del Norte. Gordon y Norma Lou se alejaron aún más.
Se abstuvo tres meses de consumir drogas, pero luego volvió al cuento de siempre. Ya puedo controlar la situación, pensó. Le bastó ir a Ahseville, so pretexto de comprar una rasuradora, para reabastecerse.
Cuando lo dieron de alta en el Appalachian Hall, se mudó a la casa de su hermana, en Atlanta. Al poco tiempo incrementó las dosis. Una noche salió de su habitación, adormilado y aturdido, y avanzó dando tumbos contra las paredes. Por fin cayó al suelo el graduado distinguido, el ministro del Evangelio.
En octubre de 1969 ingresó en el hospital estatal Broughton para enfermos, mentales, alcohólicos y drogadictos. Lo único que deseaba era permanecer en la cama. Dios no estaba nunca lejos de su pensamiento, pero, con excepción de una que otra oración en silencio, Gordon evitaba mostrarse ante su Creador. Se sentía como el perro que, tras ensuciar una costosa alfombra, se escurre de la presencia de su amo, esperando que aún lo quiera pero temiendo que lo castigue.
Gordon se había internado voluntariamente, y a los tres meses decidió marcharse. Visitó a un amigo que vivía en Nueva Orleans, el cual le sugirió que entrara en un centro para drogadictos en recuperación. Después de pasar una semana allí, revisó su situación. Su peso ya era normal y no veía ninguna razón por la que no pudiera tomar unas cuantas píldoras, como una especie de premio por su buen comportamiento.
Esta vez se hundió en un estupor que no le permitía ni tenerse en pie. Un día, en que se encontraba tendido en el piso del centro, alzó la vista, y vio a un agente de la ley que lo observaba desde arriba. En marzo de 1970 regresó a Broughton, y estuvo allí casi un año.
Para entonces, Norma Lou ya había entablado el juicio de divorcio. Él no lo impugnó, y poco antes de la Navidad un juez firmó la sentencia. La había perdido para siempre.
Después de que lo dieron de alta, un amigo le ofreció empleo como vendedor de muebles en Charlotte. Lo aceptó y se mudó a una habitación en la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA, por sus siglas en inglés). Una noche, agotada su dotación de píldoras, entró por primera vez en la vida en una tienda de vinos y licores y compró una botella de whiskey.
El 20 de marzo de 1972 lo despidieron del trabajo. Estuvo ebrio los tres días siguientes, y entonces lo expulsaron de la YMCA. A continuación, se fue a vivir con su hijo Dan, que ya trabajaba en Charlotte.
Dan le pidió ayuda a su hermano Steve y, en mayo, llevaron a su padre de vuelta a Broughton. Permaneció allí casi un año; otro año de una vida que en un tiempo había sido plena y llena de propósito.
Cuando lo dieron de alta regresó a Charlotte y tomó una habitación en un hotel desvencijado. Por las mañanas se tomaba una píldora y vagaba por las calles. Con frecuencia buscaba refugio en la serenidad de un viejo cementerio de iglesia. Se sentaba en una banca, contemplaba las deterioradas lápidas y pensaba: ¡Qué perfecto lugar para pasar la vida: Necrópolis, la ciudad de los muertos!
NO ENGAÑES A NADIE
EL 28 DE SEPTIEMBRE de 1973 emprendió el camino hacia la recuperación. Pero no fue fácil ni rápido. Gran parte del tiempo, Gordon seguía tomando drogas en cantidades variables, y sufrió muchas recaídas.
Ese día, el recepcionista del hotel donde se hospedaba le avisó que Grady Wilson lo estaba esperando en el vestíbulo. A instancias de Grady, se internó en el Centro Cristiano de Rehabilitación, en Charlotte.
Años antes, Gordon había predicado ocasionalmente en esa misión, donde se refugiaban los desamparados, sobre todo alcohólicos, y siempre había sentido alivio cuando dejaba el lugar para regresar a su congregación. A menudo se preguntaba qué había detrás de esos rostros barbudos, de ojos pétreos y mejillas hundidas.
Esta vez, él era uno de ellos.
A pesar de todo, Gordon seguía creyendo que estaba en vías de recuperación. Lo mismo creía Bill Kauffman, el director de la misión.
—Me siento como si estuviera empezando a funcionar otra vez —le comentó Gordon a Kauffman una mañana, mientras desayunaban—. Francamente, creo que voy a superar esto.
Gordon comenzó a imaginar que ocupaba el púlpito de nueva cuenta. La oportunidad le llegó en 1974, en una iglesia bautista a la que había empezado a asistir. El pastor le preguntó si estaría dispuesto a predicar un domingo por la tarde.
"Hace siete años, yo era el pastor de una de las mejores iglesias de esta ciudad", le dijo a la congregación. "Pero empecé a alejarme de Dios, así que Él tuvo que privarme de las cosas que habían llenado mi vida. Me quitó la iglesia, me quitó a mi esposa, y me quitó a mis cuatro hijos. Buscando mitigar mi dolor, tomaba drogas".
Gordon habló de sus hospitalizaciones, de su exilio espiritual y de su reciente progreso en la misión. Después, al intercambiar abrazos y estrechar manos, volvió a sentir, por primera vez en muchos años, el amor mutuo que prevalece entre el pastor y su congregación.
Lo que no sintió fue remordimiento por la mentira que acababa de decir: que el consumo de drogas era el efecto, y no la causa, de su caída. En su crónico estado de negación, había culpado de su adicción a la voluntad divina.
No obstante, Gordon fue nombrado asistente del capellán de la misión. En los meses que siguieron, repitió su sermón ante muchos auditorios de la comunidad, que lo escuchaban con atención. Así conoció a Misty DeBruhl, bella mujer de complexión menuda, de unos 45 años. Se enamoraron y contrajeron matrimonio en marzo de 1975.
Con Misty a su lado, Gordon volvió a sentirse casi completo otra vez. Ambos ocuparon un apartamento en la misión. Gordon ya no ejercía el ministerio en una iglesia, pero contaba con un vasto auditorio gracias a sus actividades de orador. Ya no disponía de una verdadera congregación, pero sí de un grupo de seres humanos que necesitaban amor desesperadamente.
Gordon Weekley estaba de vuelta: otra vez predicaba, daba consejos y trabajaba 16 horas al día. Era maravillosa la sensación recobrada de ejercer dominio sobre las cosas.
Pero entonces cometió un error. Bill Kauffman le pidió que oficiara en un servicio fúnebre. La noche anterior, Gordon se había sentido cansado y había buscado el bendito consuelo del Doriden. Por la mañana, se dispuso a hablar. Fijó la vista en la hoja de papel y leyó: "En la cansa de mi Padre..." ¿Cansa? repitió, mentalmente. ¡No! ¡Es casa!
"En la cansa de mi Padre hay muchas noradas", continuó, arrastrando las palabras. ¡Dios mío!, pensó con creciente temor, ¿qué me pasa?
Al otro día, Kauffman lo despidió. Gordon se disculpó diciendo que no se había recuperado por completo, pero que iba en camino de hacerlo. Kauffman replicó:
—No te has recuperado ni siquiera en parte, Gordon. Y no estás engañando a nadie... excepto a ti.
IMPOTENCIA
GORDON Y MISTY pasaron la mayor parte del día preparando las maletas. Hubo lágrimas, pero más resignación en el corazón de Gordon. A las 10 de la noche sonó el teléfono. Contestó Misty, que a continuación le hizo señas a su esposo:
—Es John Hatcher —le informó.
Con un ademán, le dio a entender que no atendería la llamada. Hatcher era miembro de la junta directiva de la misión, pero Gordon no estaba de humor para hablar con él. Misty lo obligó a tomar el auricular.
—Gordon —le dijo Hatcher—, esto ya se ha prolongado demasiado tiempo. Has intentado todo: psiquiatras, hospitales, centros de rehabilitación, y nada ha dado resultado, ¿verdad? ¡Bueno! Creo que hay una cosa que no has intentado. Creo que has olvidado recurrir a Dios.
—Te equivocas, John...
Gordon estaba picado en su amor propio. ¡Claro que he intentado recurrir a Dios! ¡Dios ha sido mi vida!, se dijo.
—¿Qué crees que he estado haciendo todos estos años? —protestó—. He orado en busca de ayuda.
—Estoy seguro de que lo has hecho, Gordon. Pero, ¿alguna vez has expuesto tu problema sin la menor reserva a Dios?
—No puedo decirte cuántas veces le he pedido ayuda.
—Gordon, tal vez necesites ponerte y poner tu problema en manos de Dios.
—Me entregué a Dios hace mucho, mucho tiempo, John.
—Vuelve a entregarte a Él. Recemos juntos.
John Hatcher oró por un hombre descarriado y le pidió a Dios que lo devolviera al rebaño.
—Ahora, ve y háblale tú mismo —concluyó Hatcher.
Gordon le pasó el teléfono a Misty. Luego, entró en la penumbra de su habitación y se arrodilló.
—Dios mío —oró—. Ya no tengo dominio sobre mi vida. He estado diciéndole a todo el mundo que estoy mejor, pero no es verdad. Te he rezado y te he dicho que te entregaba mi voluntad, pero Tú sabías que no era así. Lo que pase ahora está en tus manos. Hágase tu voluntad.
Extenuado, quebrantado y humillado, se incorporó, se metió en la cama y se quedó dormido de inmediato, sin saber y sin importarle lo que le depararía la mañana. Todas las otras ocasiones en que había pedido ayuda, también se había asegurado a sí mismo que él podía manejar la situación. Pero esta vez sabía sin lugar a dudas que eso no estaba en sus manos.
Gordon no tuvo visiones esa noche. Sólo durmió, y a la mañana siguiente abrió los ojos y no vio más que el techo de la habitación.
Sin embargo, algo había cambiado. No reparó en lo que sentía, sino en lo que no sentía. La perspectiva de tener que hacer frente a otro día lleno de vergüenza y humillación no le producía angustia, y tampoco deseaba tomar píldoras. Estaba tranquilo, renovado y en paz.
Eran las 6:30 de la mañana del 5 de septiembre de 1976. ¡Es tan sencillo!, pensó Gordon. Prediqué una y otra vez la necesidad de ponerse en las manos de Dios, y nunca lo entendí ¿Cómo es posible que no lo haya comprendido en todos estos años?
Bill Kauffman acababa de acomodarse tras su escritorio cuando Gordon entró y lo saludó. En casi todas las conversaciones importantes de su vida Gordon había sopesado cuidadosamente sus palabras, asegurándose de decir lo más adecuado. En cambio, en esta ocasión dejó que sus sentimientos y sus palabras brotaran sin más:
—Los predicadores hablamos siempre de milagros y del asombroso poder de Dios. Pues bien, Bill, anoche sentí ese poder en carne propia. Ocurrió un milagro. No fue como los que suceden en Lourdes, pero de todas maneras fue un milagro. Le entregué mi vida a Dios. Ante Él reconocí, por fin, que yo no podía manejarla. Y cuando desperté esta mañana, todo había cambiado.
Gordon hizo una pausa, en espera de alguna reacción. Bill permaneció callado.
—Sé que mi credibilidad deja que desear —prosiguió Gordon—, pero creo que estoy aquí para ayudar a otros hombres a encontrar el camino de regreso. No puedo irme. A partir de ahora, tengo que ayudar a otros adictos. Mi vida le pertence a Dios; ya no es mía.
El director lo miró fijamente un largo rato.
—Ve a decírselo a esos hombres —dijo, finalmente—. Sube al púlpito mañana por la mañana y diles lo que me acabas de decir.
Al otro día, en la capilla, las palabras le salieron del corazón. La misión estaba presenciando el nacimiento de un nuevo ministerio. Kauffman le pidió que se quedara.
Tres días después, Gordon se enfrentó consigo mismo. El tercer día de abstinencia siempre era el peor. Su mente y su cuerpo exigían a gritos las drogas. En esta ocasión, sin embargo, su ser no pidió el acostumbrado alivio. Por fin, Gordon Weekley estaba en paz.
En cierta forma, también la adicción a las drogas es un dios, y el engaño y la negación son los ángeles que custodian su trono. Después de 18 años, Gordon Weekley logró burlar la vigilancia de los guardias, se enfrentó a su adversario e hizo lo único que deben hacer los adictos en la lucha contra su dependencia: reconoció que era impotente ante ella.
Confesar que uno carece de dominio sobre su propia vida no es una derrota; es el primer paso hacia la victoria. Le abre la puerta a la ayuda de un poder mayor que el del propio adicto, mayor que cualquier otro. Gordon vio esa puerta abierta y penetró por ella de rodillas.
UNA CAPILLA PEQUEÑA
UN AÑO MÁS TARDE, cuando Bill Kauffman dejó la misión para desempeñar otra tarea, la junta directiva ofreció el puesto vacante a un ministro ordenado que tenía 18 años de experiencia en drogadicción. El puesto no era tan lucrativo como el que le ofreció una iglesia bautista floreciente; pero, a fin de cuentas, el ministro eligió la misión, que llevaba ahora el nombre de Centro Cristiano de Rehabilitación Rebound.
En el otoño de su vida, el nuevo director disfrutaba de otra primavera. Creó un programa completo de orientación personal y educación religiosa que se hizo famoso por su eficacia como tratamiento contra las adicciones. Se levantaba cada mañana al despuntar el alba para atender sus deberes: daba clases y grababa mensajes de superación para las estaciones radiodifusoras.
A medida que la misión crecía, Gordon contrataba más personal y ampliaba sus conocimientos. Ideó un programa de 90 días para adictos, que no sólo comprendía estudios bíblicos y servicios religiosos, sino también orientación proporcionada por terapeutas, capacitación para el trabajo y cursos de alfabetización, además de atención médica. Y durante el tiempo transcurrido desde 1976, Gordon no ha dejado de hablar con los adictos, recurriendo a su experiencia personal y a sus convicciones religiosas para ayudarlos a dejar de mentirse a sí mismos, a aceptar la realidad de su adicción y a empezar a hacerse cargo del resto de su vida.
Gordon siempre ha sido un hombre que no sabe decir no. Y eso no cambiará jamás. Lo que sí ha cambiado es la manera en que maneja las múltiples cargas que lleva sobre los hombros. Cuando se mete debajo de las sábanas al concluir el día, deja todas esas responsabilidades sobre su mesita de noche. Cuando despierta, siempre es primavera.
Era primavera aquel día de 1987 en el que cerca de 1000 fieles de la Iglesia Bautista de la Providencia, en Charlotte, se levantaron de sus asientos al término del servicio con que se celebraba el trigésimo tercer aniversario del templo y salieron tras su pastor. Con él se hallaba un orador huésped, un hombre conocido por muchos de los miembros más antiguos de la congregación.
La gente recorrió los jardines, pasó junto al nuevo y espacioso centro de actividades, y llegó por fin al edificio más viejo y más pequeño. Allí había empezado todo, hacía mucho tiempo, para un puñado de feligreses fundadores y su nuevo pastor.
El interior del edificio tenía ahora una gruesa alfombra, y las sillas plegables habían dado paso a hermosas bancas de nogal situadas frente a un altar y un púlpito. El sitio que en un tiempo se había destinado a muchos usos era hoy un lugar de recogimiento y paz, una capilla.
Ese día de mayo, la congregación se reunió en torno a la escalinata del frente para oír las palabras del orador huésped, cuyo nombre llevaría la capilla. Era un hombre que se había elevado a grandes alturas y luego había caído en insondables profundidades, pero que, en todas las vicisitudes de su vida, nunca había dejado de amar ni de ser amado: Gordon Weekley.
CONDENSADO DE "BALM IN GILEAD: A BAPTIST MINISTER'S PERSONAL JOURNEY THROUGH DRUG ADDICTION", © 1992 POR DON JEFFRIES, PUBLICADO POR AUGUST HOUSE PUBLISHERS, INC., DE LITTLE ROCK, ARKANSAS.
ILUSTRACIONES: GREG MANCHESS. FOTO: ROBERT MILAZZO