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junio 16, 2013
A raíz del derrumbe del comunismo, algunos hombres que habrían sido reyes sueñan con la restauración de sus tronos.
Por Craig Whitney.
HACE MÁS de 40 años fueron abolidos sus tronos en Europa Oriental y sus reinos quedaron en las garras de hierro del comunismo. Pero ahora que los regímenes marxistas no son ya más que un recuerdo, los presuntos monarcas se han desperezado en sus capullos del exilio, en Europa Occidental.
Los destinos de las monarquías euroorientales han fluctuado mucho en los dos años últimos. La Unión Soviética ya no existe, Yugoslavia se ha destruido a sí misma; pero tal vez —así quieren creerlo los miembros de las reales familias— Bulgaria y Rumania podrían eludir tal destino si se instauraran en estos países monarquías constitucionales. La esperanza sigue viva en los círculos monárquicos, donde al parecer todo el mundo tiene vínculos de sangre con todo el mundo y con la reina Victoria, por las uniones matrimoniales que se efectuaron entre estas familias en el siglo XIX.
En lo que se apoyan primos lejanos como el rey Miguel de Rumania, el rey Simeón II de Bulgaria y el príncipe heredero Alejandro de Yugoslavia, para volver a reinar, es en la nostalgia por los viejos tiempos y en la amarga reacción de sus pueblos ante los años que padecieron con los regímenes comunistas.
El pretendiente al trono más entusiasmado por el prurito monarquista es el príncipe heredero Alejandro de Yugoslavia. Este hombre de pelo negro, de 47 años, vive en Londres con su esposa griega y tres hijos de su primer matrimonio. El año pasado, convencido de que era el único capaz de impedir que su país se desmembrara, propuso que se instituyera una monarquía constitucional, con él en el trono, como símbolo unificador de Yugoslavia.
Cuando por fin llegó a su patria, en octubre de 1991, fue objeto de una triunfal bienvenida y de una entusiasta recepción junto a la tumba de su abuelo. "Jamás esperé que se congregara a recibirme tal muchedumbre", recuerda Alejandro. "La gente se agolpaba en torno del automóvil con entusiasmo, cordialidad y alegría. Llegó a preocuparme que las autoridades me consideraran instigador de disturbios civiles". Muchos de los manifestantes, mientras les rodaban las lágrimas por las mejillas, aplaudieron al hijo mayor y heredero de Alejandro, Pedro, entonces de 11 años. Gritaban a voz en cuello: "¡Quédense! ¡Quédense!"
Era la primera vez que el príncipe heredero pisaba suelo yugoslavo desde su nacimiento, ocurrido en la habitación 212 del Hotel Claridge, en Londres. Ese hotel fue declarado territorio yugoslavo expresamente para la ocasión, por orden de Jorge VI, rey de Inglaterra. Y el día de la manifestación fue también el último en que Alejandro habría de encontrarse en su país, pues la vieja Yugoslavia ya no existe.
Hasta 1989, año en que empezó a derrumbarse el comunismo, Alejandro casi había desechado la esperanza de regresar alguna vez a su tierra natal. Un año después suspendió sus actividades de asesor de empresas, para tratar de promover la democracia y la monarquía constitucional en Yugoslavia, trabajando desde su oficina de Londres, donde tiene un retrato del rey Pedro II, su padre, quien organizó un gobierno en el exilio con sede en la capital británica a raíz de que las potencias del Eje ocuparon su país. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, los comunistas del mariscal Tito abolieron la monarquía yugoslava. Durante los 30 años siguientes, la familia real anduvo de la Ceca a la Meca por Europa y Estados Unidos.
Tras su visita a Yugoslavia, el sueño de Alejandro de convertirse en mediador se desvaneció, porque la guerra desmembró a la nación. "Me gustaría que la democracia entrara en escena", comenta, "pero los líderes tienden a dar primacía al nacionalismo; un tipo de nacionalismo muy negativo". Reconoce que ya no existe para él la posibilidad de convertirse en rey de toda Yugoslavia, pero sostiene que una monarquía constitucional sería la mejor garantía de la permanente solución política para lo que aún queda del país.
Cuando se le preguntó a un pariente de Alejandro, el rey Simeón II de Bulgaria, de 55 años, si tenía planes de regresar a su país, contestó: "No por ahora". De niño, Simeón ocupó el trono, en Sofía, durante tres años. Hoy vive en Madrid y, como hombre de negocios, utiliza el apellido Coburgo de su familia en vez del título de rey. La atmósfera en la villa del ex monarca habla de tradiciones familiares que se toman muy en serio. El vestíbulo está adornado con retratos de sus regios antepasados. Sobre la mesa del estudio hay una fotografía autografiada del rey Juan Carlos de España. La esperanza nunca muere, parece decir todo esto, aunque Simeón se muestra cauto en cuanto a sus posibilidades de volver a reinar. "No veo beneficio alguno para el país ni para mí, si regreso en estos momentos", señala.
Bulgaria no ha sido un buen lugar para empuñar el orbe y el cetro desde que se coronó al primer monarca de esta dinastía, hace más de un siglo. El rey Boris III, padre de Simeón, tuvo que actuar con servilismo ante Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, y falleció repentinamente después de ser convocado al cuartel general oriental del Führer, en agosto de 1943. El príncipe Cirilo, tío de Simeón, y los demás regentes que gobernaron en nombre del niño, fueron ejecutados el 1 de febrero de 1945, cuando los comunistas habían expulsado a los alemanes del país. Los comunistas abolieron la monarquía, y en 1946 organizaron un referéndum fraudulento que respaldó esa decisión. Simeón y su madre tuvieron que huir a Egipto. Después, en 1951, llegaron a España.
Simeón piensa que el drama político que vive su tierra natal tiene que seguir su curso, hasta el final. Y añade en tono de queja: "Se nos considera un Estado europeo de segunda categoría". También se queja de cierta disposición jurídica, aprobada para las recientes elecciones presidenciales, por la cual los candidatos deben haber residido en el país durante los cinco años anteriores a los comicios. Le parece una maniobra para mantenerlo al margen.
"Quizá me hayan hecho un favor", reflexiona. "Si yo hubiera presentado mi candidatura, mis enemigos habrían declarado que estaba dispuesto a todo con tal de recuperar el poder. Si me hubiera abstenido, habrían afirmado que soy demasiado reaccionario para ser candidato en las elecciones".
Cierto diplomático búlgaro asegura que Simeón, como persona, posee más puntos a su favor que la monarquía como institución. Antes de las elecciones legislativas de octubre de 1991, Simeón recomendó a los electores que respaldaran a la oposición contra los comunistas, quienes se hacen llamar ahora Partido Socialista Búlgaro. La oposición ganó por estrecho margen. Por lo pronto, el ex rey se mantiene en contacto con la política de su nación. El tiempo de volver, según él dice, será "dentro de algunos años, cuando no provoque yo oposición dirigida ni pasión política".
Regresar demasiado pronto fue el error que cometió el rey Miguel de Rumania. En su cómoda villa, ubicada en las colinas que dominan el lago de Ginebra, Miguel parece tomar el desastre.con serena filosofía. El exilio le ha aporreado más que a Simeón. Miguel teñía 26 años cuando los comunistas lo obligaron a abdicar, en 1947, y no le permitieron llevarse ni un cenicero. Ahora tiene 70 años. Durante algún tiempo trabajó de jardinero en Inglaterra, donde lo recibieron bien sus parientes. En 1956 se fue a vivir a Suiza, para volver a ocuparse de su verdadero amor, la aviación, en la cual se inició durante la Segunda Guerra Mundial. Encontró empleo en una empresa ginebrina de electrónica aeronáutica, y más adelante se dedicó a conseguir clientes para un corredor de bolsa. Durante cuatro decenios, casi la única relación que tuvo con Rumania fueron las felicitaciones de Año Nuevo y ocasionales entrevistas por la BBC, Radio Europa Libre y la Voz de América.
Casi un año después de la ejecución del brutal dictador Nicolae Ceausescu, en diciembre de 1989, la princesa Margarita, la hija mayor de Miguel y heredera al trono designada, visitó Rumania para sondear la situación con el primer ministro en turno, Petre Roman. Miguel cuenta: "Ella le preguntó a boca de jarro: ¿Está la puerta cerrada? Roman contestó que no, pero que a mí me correspondía tomar la decisión final. Y yo dije que estaba bien, que iría".
El rey Miguel y la reina Ana llegaron en un avión especialmente fletado el día de Navidad de 1990, con documentos de viaje daneses, cortesía del gobierno y de sus parientes reales en Copenhague. "El jefe del aeropuerto nos recibió muy amablemente", comenta Miguel. Y el personal los aclamó. Los viajeros fueron conducidos a Bucarest, donde se entrevistaron con un funcionario de segunda. Después se dirigieron a la tumba del abuelo de Miguel.
"A unos 100 kilómetros de Bucarest, fingieron que había ocurrido un accidente", relata el ex monarca. "Un camión obstruía el camino, y completaban la barrera patrullas y taxis. Desde el principio, aquello me pareció sospechoso. Ciertos sujetos nos acusaron de haber entrado al país ilegalmente. Tenían hombres armados, que con metralletas apuntaban a nuestro vehículo. Querían llevarnos de regreso al aeropuerto por un camino secundario, a lo cual me negué". En el aeropuerto, varias horas después de la medianoche, el matrimonio fue expulsado del país en un avión de la Fuerza Aérea Rumana. Miguel estaba furioso.
Podrá regresar algún día a su patria?
"Siempre lo desearé", confiesa Miguel, en el momento que su esposa le entrega un informe enviado por fax, acerca de las últimas maniobras del presidente Ion Iliescu. Sin embargo, las perspectivas de que esto suceda no son más claras que los derechos de sucesión en la familia real rumana. Miguel tiene cinco hijas, pero ningún hijo varón. Por tradición, únicamente los varones pueden heredar la corona rumana. En 1955, cierto vástago del primer matrimonio del padre de Miguel con una plebeya se declaró príncipe de Rumania, y los tribunales franceses lo reconocieron. Hoy, un hijo de aquel hombre, Paúl Hohenzollern, está reclamando sus derechos. En opinión de Miguel, ese pretendiente "va muy desencaminado".
Al primo de Miguel, el gran duque Vladimiro de Rusia, le fue mejor cuando visitó San Petersburgo, en noviembre de 1991. El alcalde de la ciudad, Anatoli Sobchak, lo invitó por ser el familiar sobreviviente más cercano del último zar, Nicolás II. Fue la primera vez que Vladimiro pisó suelo ruso. Durante unos cuantos días se dejó mimar por la publicidad: salía a un balcón del palacio de su abuelo y saludaba a la muchedumbre, como lo hicieron sus antepasados en el Palacio de Invierno. Fue para él como un estado de gracia. La experiencia lo dejó profundamente conmovido, según él mismo lo expresó: "¡Pude conocer mi patria antes de partir para el otro mundo!"
Vladimiro concedió una entrevista en su pequeño apartamento parisiense, poco antes de morir, el pasado abril. El príncipe de 74 años estaba sentado en medio de sus recuerdos: retratos del Zar, iconos e infinidad de chucherías de una época cuyo resurgimiento parece improbable.
"La vida no fue fácil para mis padres", comentó Vladimiro. "Los objetos de valor que trajeron de Rusia no podían durar para siempre". El gran duque trabajó durante un breve periodo en una fábrica inglesa de equipo agrícola, antes de la Segunda Guerra Mundial, "para saber cómo era la existencia de un obrero común", explicó. Después fue terrateniente en Bretaña, y su única ocupación consistió entonces en "mantener el contacto con los exiliados rusos".
Nunca perdió la esperanza de regresar a su patria, y finalmente llegó la invitación. Era necesaria, porque, según dijo, "no iba yo a solicitar una visa para entrar en mi propio país".
Sin embargo, no se llamó a Vladimiro para que gobernara, sino sólo para mostrar los vínculos con el pasado ruso prerrevolucionario a una nación y a un pueblo que ha perdido sus raíces. Quizá corra con mejor suerte su nieto de 11 años, Jorge, aunque el trono de los zares también tiene por lo menos un pretendiente rival. Se trata del príncipe Nicolás Romanovsky, un primo de Vladimiro, nacido del matrimonio del príncipe Román con una plebeya, y a quien Vladimiro no consideraba un príncipe de Rusia.
Para recuperar una corona se requeriría de buena suerte y, probablemente, de un poco de astucia. De los monarcas de Europa Oriental, sólo el rey Simeón de Bulgaria parece hallarse bien ubicado para aprovechar la situación.
Todos los presuntos monarcas se inspiran en el ejemplo del rey Juan Carlos de España. Pero Francisco Franco lo escogió como sucesor cuando él era jefe de Estado, y Juan Carlos debió aguardar 21 años antes de subir al trono. "Si un país se decidiera por un monarca, quizá otros lo imitaran", especula Harold BrooksBaker, director de publicaciones de Burke's Peerage y experto en títulos nobiliarios británicos. Y concluye: "Esto debería de suceder en un futuro próximo. De otro modo, creo que la oportunidad se habrá perdido para siempre".
© 1992 POR CRAIG R. WHITNEY. CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL "TIMES" DE NUEVA YORK (9-II-1992), DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.
ILUSTRACIÓN BRAD CABER