Publicado en
mayo 19, 2013
La tía Eulogia estaba como en una isla desierta, sin su teléfono celular, sin computadora... sin Internet. Nunca se había sentido más sola, más abandonada. ¿Qué podía hacer?... Y lloró sin consuelo.
Por Elizabeth Subercaseaux
Cuando Eulogia cumplió 20 años, el cambio ya se había producido. Ya estaban las computadoras, los teléfonos celulares, las agendas electrónicas, los hornos micro-ondas. Tiempo después, empezaron a desaparecer los faxes y el pago de cuentas por correos, e Internet se instaló con toda su gloria y majestad en el mundo, tendiendo puentes impensables entre una torre de cristal ubicada en Tokio y un almacén un poco miserable en una villa de Tunari, en Bolivia.
Fue la generación anterior, la de la mamá de Eulogia, la de su tía Ema y todas esas señoras que cuando niña ella veía como fenómenos antropológicos, la que sintió el impacto brutal del cambio. Sin embargo, esas mujeres, que habían sido educadas para no hacer más que esperar que un hombre se fijara en ellas, casarse con el "amor de la vida" —a veces "el amor de la vida" duraba un año, pero solía pasarse el detalle por alto y hacerse la ofendida—, tener hijos, cuidar de la casa para luego atravesar por la vejez lo menos enferma posible y saludar de buen talante a la muerte... Bueno, para ellas, verse de un día a otro transportadas a un mundo que les cambiaron de la noche a la mañana, no pudo haber sido fácil. De pronto, ya no se escribía con pluma fuente en una hoja en blanco, sino en una máquina eléctrica y no alcanzaron a acostumbrarse a esta cuando apareció una pantalla con un teclado, e intentaban aprender a usar la primera computadora cuando ya habían llegado otras, más pequeñas, portátiles, que se podían llevar bajo el brazo y en el avión; y también llegaron los celulares, y el mundo ya no estaba desconectado, todo estaba al alcance de la mano... Las mujeres ya no estuvieron más en sus casas en espera de la vejez y la muerte, sino en los bancos, en los quirófanos, en las oficinas.
Ganaban dinero y se mantenían. Y ya no fue necesario soportar a la flaca del marido, porque si una mujer se mantiene sola, paga su música y escoge su propia melodía, para el marido la flaca de la esquina deja de ser "una cana al aire" y se vuelve un peligro que pone en riesgo su matrimonio.
Lo cierto es que de golpe y porrazo cambió todo. Sin embargo, las mujeres de esa generación no tardaron en hacer suyos los cambios; y lo próximo que les pasó fue que se acercaron no solo al mundo laboral masculino, sino al poder. Para cuando la tía Eulogia cumplía los 35, sus tías eran senadoras, y una se había presentado como candidata a la presidencia, andaban todas con celulares en el bolso, algunas de ellas se habían estirado la cara, otra se arregló los labios con Botox, eran expertas en dietas para verse mejor y estar más sanas, y su pasado de amas de casa a la espera de un milagro que convirtiera sus vidas en algo brillante había quedado atrás, muy atrás.
Sí, todo cambió, se modernizó, se achicó, se tornó increíblemente preciso. Las fechas que antes se escribían en un papelito que uno nunca sabía dónde había dejado, empezaron a anotarse en una libreta electrónica que recordaba los cumpleaños, daba la hora, hacía de despertador y, además de tomar fotografías, comunicaba con cualquier lugar del mundo. Una persona sin teléfono celular era un cero a la izquierda. Una sin computadora... impensable. El tiempo volaba de otra manera. Todo fue mucho más rápido, más tecnológico, más milagroso, más esto y más lo otro... La gran pregunta es si todo fue para mejorar. ¿Qué se ha ganado aparte de algo de tiempo? Pero tiempo ¿para qué?... ¿Para ganar más dinero y perder más tiempo? Y más dinero, ¿para qué?
Estas fueron las preguntas que se empezó a formular la tía Eulogia luego de cumplir 40 años, de haberse separado y haber regresado con Roberto, de reencontrarse con un Roberto convertido en metrosexual y ella en posmoderna. Una mañana amaneció de mal genio: había soñado que un virus muy tóxico, y para el cual no había remedio conocido, aniquilaba su computadora para siempre.
Buscó su celular para llamar a su hija y no lo encontró. El bendito aparato era tan pequeño que se perdía en cada rincón de la casa, entre los pliegues de las sábanas, en los escondrijos de su bolso, debajo de las mesas... Nunca estaba. Intentó comunicarse con un celular que había adjunto a su Palm, pero tampoco la encontró; estaba segura de haberla dejado sobre la mesa de noche, pero allí no estaba. Entonces tomó el teléfono normal, pero no funcionaba; hacía tanto tiempo que nadie lo usaba que de seguro la línea se había desconectado. Se puso a llamar a gritos a la Domitila y esta, que había volado al alba porque en un almacén cercano había una fiebre de rebajas, no contestó. Saltó de la cama y se metió al baño. El agua estaba fría, porque a esa hora, en el edificio ya se había duchado todo el mundo para volar a las oficinas y ya no quedaba agua caliente. Se vistió frustrada y con la garganta apretada, y encendió la computadora, pero el aparato se negó a conectarse; lo apagó, lo encendió de nuevo; esta vez funcionó, pero al aparecer en la pantalla el rostro de su nieto Tomás, surgió una especie de araña que le hizo una mueca fea y luego la temida palabra, Virus. Acto seguido el sistema se murió.
Y ahí estaba Eulogia, en su cuarto atiborrado de cosas, sintiéndose completamente aislada, como si estuviese en medio de una isla desierta, sin celular, sin teléfono, sin computadora, sin la Domitila; nunca, ni la primera vez que descubrió que Roberto andaba con la flaca de la esquina, se había sentido más sola, más abandonada. ¿Qué hacer? ¿Tomar el auto y correr a la oficina de su marido en busca de un teléfono, de un celular, de una computadora? ¿Ir a casa de su hija, que vivía a dos horas de distancia?¿Llorar? Esto último estaba más a la mano. Se sentó en la cama y lloró sin consuelo. Entre las lágrimas vio los sobres con las cuentas de la casa en la playa que descansaban sobre el velador, más allá estaba la caja con las botas que encargó por Internet y que debía devolver porque la talla no era la que pidió, debajo del sofá asomaban los esquís que le compró a su nieto, también por Internet, y ahora no sabía qué hacer con ellos porque no eran esquís lo que quería el niño para su cumpleaños sino una raqueta de tenis. Y el cumpleaños era esa tarde, y no había teléfono para avisar que se atrasaría un poco... siguió llorando hasta que se quedó dormida.
La visitó un sueño reparador, uno de esos sueños que dan soluciones, que nos dicen lo que debemos hacer, un sueño amigo. Y cuando despertó se puso en acción.
Seis horas más tarde, al entrar en su casa, Roberto pensó que se había equivocado de dirección. Nada de lo que había allí esa mañana se encontraba en la casa. Esta estaba casi vacía. En el living había solo lo necesario para sentarse, un cuadro de la mamá de Eulogia en la pared principal, un florero con un bonito ramo de rosas. En el comedor habían desaparecido todos los cachivaches del aparador, quedando solo la mesa y las sillas, y el aparador vacío. Al entrar en el escritorio de Eulogia, casi le dio fatiga. La computadora no estaba; la fotocopiadora tampoco ni la máquina para escanear. La mesa estaba vacía, solo había un par de libros y otro florero. Más allá, en su propio escritorio (respiró aliviado) todo intacto. "El ladrón ha sido selectivo", se dijo, y siguió revisando el departamento sin atinar a llamar a Eulogia. En la cocina se habían robado casi todo. El horno microondas, la máquina para sacar jugo, la de hacer café, el cuchillo eléctrico que le había regalado su suegro en Navidad, la mezcladora carísima que compró Eulogia y que nunca usó, la máquina para hacer espagueti. Abrió los cajones y pensó que el ladrón, seguramente era cocinero, se había llevado todos los instrumentos, el de cortar huevos duros, el de revolver miel, el de cortar la tapa del huevo a la copa, el de aplastar los ajos... el hombre no había dejado nada, los cajones estaban vacíos, solamente había unos cuantos cubiertos.
En ese momento, se acordó de su mujer, tal vez la pobre estaba estrangulada en su cuarto, y gritó:
—¡Eulogia!
—¡Aquí estoy! —le contestó con una voz cantarina.
—¿Qué ha pasado en esta casa? ¡Entraron a robar!
—No, yo tiré todos los trastos inútiles a la basura. No quiero cosas innecesarias, ni más máquinas ni nada que me amargue la vida. Tres ollas, cuatro sillas, una mesa, cuatro platos, y tres toallas y las sábanas. Punto. Todo lo demás lo tiré y espero que hagas lo mismo con tus cosas.
—Bueno, bueno, mi amorcito, tómalo con calma —dijo Roberto creyendo que se había vuelto loca—. Llamemos al médico y esto se arreglará en un momento. ¿Dónde está el celular?
—Fue lo primero que tiré a la basura, mi amor.
ILUSTRACION: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ENERO 30 DEL 2007