Publicado en
mayo 26, 2013
Titulo original: The Midwich Cuckoos
© 1957 by John Wyndham © 1956
Ediciones Gaviota S.A.
Barcelona ISBN 84—7693—026—7
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
PROHIBIDO ENTRAR EN MIDWICH
Uno de los accidentes más afortunados ocurridos en su vida a mi mujer, fue el casarse con un hombre nacido un 26 de septiembre. De otro modo, seguramente hubiéramos pasado la noche del 26 al 27 en nuestra casa de Midwich... y esto nos hubiera traído una serie de consecuencias que, afortunadamente, nos fueron evitadas.
Siendo mi cumpleaños, y habiendo recibido y firmado por otra parte, el día anterior, un ventajoso contrato con un editor norteamericano, nos fuimos de Midwich la mañana del 26 para celebrar en Londres ambas circunstancias. Lo pasamos estupendamente: algunas visitas bien aprovechadas, una comida de mariscos y Charblis en Wiheeler, la última extravagancia de Ustinov en el teatro, una ligera cena, y a dormir al hotel, donde Janet, mi mujer, se extasió como siempre ante el soberbio lujo y confort del cuarto de baño, cosa que no dejaba de hacer nunca cuando estaba fuera de casa.
A la mañana siguiente, regresamos sin apresurarnos a Midwich. Una breve parada en Trayne, nuestro más próximo lugar de avituallamiento, y luego seguimos por la carretera principal, atravesamos Stouch, y giramos a la derecha en dirección a... Pero no. En medio de la carretera había un cartel: Carretera Cortada. Cerca del cartel había un policía que levantó una mano.
Me detuve. El policía avanzó hacia mi lado. Lo reconocí: era de Trayne.
—Lo siento, señor, pero la carretera está cortada.
—¿Quiere decir que hay que dar la vuelta por la carretera de Oppley?
—Me temo que también esté cerrada, señor.
—Pero...Un claxon sonó tras nosotros.
Obedecí, no muy convencido de todo aquello, y un camión militar de tres toneladas pasó a nuestro lado. En la parte trasera iba gente de caqui.
— ¿Ha ocurrido algo en Midwich? — pregunté.
— Maniobras — respondió —. No se puede pasar por esta carretera.
— ¿Por ninguna de las dos carreteras? Sepa usted, condestable, que yo vivo en Midwich.
— Lo sé, señor, pero no puede ir hasta allí por ahora. Si yo fuera usted, señor, regresaría a Trayne hasta que la carretera quedara libre. No puedo, dejarle estacionar aquí a causa de la circulación.
Janet abrió la puerta y tomó su bolsa de provisiones.
— Yo iré a pie, y tu ya me alcanzarás cuando la carretera quede libre — me dijo.
El condestable vaciló. Luego bajó la voz.
— Puesto que usted vive allí, señora, le diré algo que en cierto modo es confidencial. Es inútil que lo intente, señora: nadie puede llegar hasta Midwich, se lo aseguro. Nos miramos, sorprendidos.
— Pero, por todos los santos, ¿por qué? — dijo Janet.
— Esto es precisamente lo que están intentando saber. en su lugar, señores, yo iría al hotel del Águila, en Trayne, mientras aguardan; ya les haré saber cuando la carretera quede libre.
Janet y yo nos miramos.
— Bueno — dijo ella al condestable —, todo esto parece más bien extraño, pero si está usted completamente seguro de que no podemos ir hasta allí...
—Lo estoy, señora. No hago más que obedecer órdenes. Les tendré al corriente.
Si hubiéramos querido argumentar, hubiéramos tenido todas las de perder. Aquel hombre no hacía más que cumplir con su deber, y de la manera más amable posible.
— Está bien — asentí —. Me llamo Gayford. Richard Gayford. Diré al hotel del Águila que tomen el mensaje en caso de que llegara estando yo ausente.
Hice marcha atrás hasta la carretera principal y, creyendo en la palabra del condestable de que era igualmente imposible tomar la otra carretera, regresé por donde habíamos venido. Tras haber atravesado Stouch, abandoné la carretera y me metí por un camino vecinal.
— Todo esto me parece más bien extraño — dije —. ¿Y si nos metiéramos a través de los campos para ver qué ocurre realmente?
— La actitud de ese policía era realmente extraña — admitió Janet —. Vamos — y abrió su portezuela. Lo que hacía todo más sorprendente era el hecho de que, como era bien sabido de todo el mundo, nunca ocurría nada en Midwich.
Después de haber vivido allí durante más de un año, Janet y yo pensábamos que esa era precisamente su principal característica. A decir verdad, nadie se hubiera sorprendido si hubiera encontrado a la entrada del pueblo una señal de tráfico en forma de triángulo y en su interior el aviso:
MIDWICH
NO MOLESTEN
¿Y por qué, entre mil otros pueblos, se había tenido que elegir Midwich para servir de teatro a los curiosos acontecimientos que se produjeron el 26 de septiembre? Este es un misterio que creo que nunca será resuelto.
Vean si no la sencilla placidez del lugar:
Midwich está situado a una docena de kilómetros al oeste—noroeste de Trayne. La carretera principal que discurre por el oeste de Trayne atraviesa los cercanos pueblecitos de Stouch y de Oppley. De cada uno de estos dos pueblos parte una carretera secundaria que lleva hasta Midwich, el cual, en consecuencia, se halla en el vértice superior de un triángulo de carreteras con Oppley y Stouch en los dos extremos inferiores; la tercera carretera es más bien un camino chestertoniano que conduce hasta Hickham, a unos cinco kilómetros al norte.
En el centro de Midwich hay un parque triangular cubierto de césped, rodeado por cinco elegantes olmos y con un estanque en su centro protegido por una barandilla blanca. En un ángulo del césped, al lado de la iglesia, se eleva el monumento a los caídos, y alrededor del parque se hallan la propia iglesia, el presbiterio, el albergue, la herrería, la oficina de correos, el almacén de la señora Welt y algunas casitas bajas. En total, el pueblo comprende unas sesenta casas y chalets, más dos edificios públicos, Kyle Manor y la Granja.
La iglesia es del siglo XV, pero la puerta oeste y la fachada son de estilo normando. El presbiterio es gregoriano; la Granja victoriana; Kyle Manor es originariamente Tudor, aunque enriquecido con el añadido de otros estilos distintos. Las casas participan de todas las arquitecturas florecientes entre las dos Elisabeth. Si bien los dos edificios de la municipalidad son recientes, los laboratorios que fueron añadidos a la Granja, cuando el ministerio la compró para la investigación, aún lo son más.
La historia nunca ha mencionado Midwich. Su situación geográfica no ha permitido nunca la existencia de un mercado; ni siquiera se halla en el camino de una ruta importante. Su nacimiento ha quedado en el misterio; el primer catastro lo cita como una simple aldea, lo cual en el fondo aún sigue siendo hoy, ya que el ferrocarril lo ha ignorado tanto como en su tiempo lo ignoraron las grandes rutas e incluso los canales de navegación.
El suelo sobre el que se levanta, por lo que se sabe, no contiene ningún mineral de valor; ninguna mirada oficial ha descubierto por los alrededores el menor lugar susceptible de ser transformado en aeródromo civil o militar, ni siquiera en terreno de maniobras. La transformación del edificio de la Granja, ordenada por el Ministerio, no había cambiado en absoluto las costumbres del pueblo. Midwich vivía, o mejor había vivido y dormitado en su terruño, en una arcadiana humildad, durante un millar de años; y, hasta última hora de la noche del 26 de septiembre, parecía que iba a continuar la misma vida a lo largo del próximo milenio.
De lo dicho, sin embargo, no hay que sacar la conclusión de que Midwich se halla apartado por completo de la historia. Ha tenido también sus momentos estelares. En 1931 fue el centro de una epidemia de fiebre aftosa cuyo origen jamás llegó a ser aclarado. Y, en 1936, un zeppelín extraviado dejó caer en un campo recién arado una bomba que, afortunadamente, no llegó a estallar. Y, mucho antes de esto, Ned el Negro, un bandido de segunda categoría, fue muerto a la entrada del albergue de la Hoz y la Piedra por la Dulce Pally Parker, y aunque esta obra justiciera parece que fue debida más bien a motivos personales que a sociales, la dama en cuestión fue grandemente alabada en las baladas de 1768.
Y hubo también el cierre de la abadía de San Accius y la dispersión de sus monjes. Las razones de este hecho, que causó sensación en 1493, excitaron intermitentemente la curiosidad local.
Los otros hechos importantes son la transformación de la iglesia en cuadra para los caballos de Cromwell, y una visita de William Wordsworbh que se inspiró en las ruinas de la abadía para la reproducción de uno de sus sonetos más banalmente publicitarios.
Con esas pocas excepciones, las corrientes del tiempo parecen haberse deslizado sobre Midwich sin dejar la menor huella.
Sus propios habitantes — salvo quizá algunos jóvenes en su breve período de inquietud prematrimonial — no querrían que fuera de otro modo. Y lo cierto es que, a excepción del vicario y su mujer, los Zellaby de Kyle Manor, el doctor, la enfermera, nosotros mismos, y evidentemente los investigadores de la Granja, la mayor parte de los habitantes de Midwich habían vivido allí desde hace muchas generaciones en una tal tranquilidad que habían llegado a creer que esta tranquilidad es su derecho inalienable.
Ninguna señal premonitoria apareció, según parece, aquel día 26 de septiembre. Es cierto que la mujer del herrero, la señora Brant, según pretendió más tarde, había sentido una cierta desazón a la vista de nueve cornejas en un campo, y que la señorita Ogle, la empleada de correos, había — soñado la noche anterior en vampiros gigantes. Pero los presagios de la señora Brant y las pesadillas de la señorita Ogle son tan frecuentes que hay que deplorar el que su valor premonitorio se vea completamente invalidado.
Hasta bien entrada la noche, nada de lo ocurrido aquel lunes en Midwich podía hacer pensar que fuera un día distinto a cualquier otro. De hecho, el pueblo se parecía absolutamente al que era cuando Janet y yo partimos hacia Londres. Y sin embargo, el martes 27...
Tras dejar el coche escalarnos una valla para entrar en un campo de rastrojos. Lo atravesamos, pasamos a otro y luego giramos a la izquierda, ascendiendo ligeramente. Era un campo grande, con un espeso seto a su final, de tal modo que tuvimos que desviarnos más a la izquierda para encontrar un lugar desde donde pudiéramos franquearlo. Después de haber atravesado la mitad del pasto que había al otro lado del campo, nos hallamos en la cima de una colina desde donde podíamos ver Midwich, aunque no pudiéramos distinguir los detalles, tan solo algunas perezosas columnas de humo gris y el campanario emergiendo por entre los tejados. En medio del campo vecino cuatro o cinco vacas tendidas, aparentemente dormidas.
Aunque no soy campesino, el hecho de vivir en el no me hizo notar un hecho que no parecía en absoluto normal. He visto a menudo vacas echadas y rumiando, ¡pero nunca vacas echadas durmiendo profundamente! Luego he pensado a menudo en ello, pero en aquel momento el hecho me transmitió tan solo un vago sentimiento de irrealidad. Proseguimos. Saltamos la valla del campo donde se hallaban las vacas y empezamos a atravesarlo.
Una voz nos llamó desde lejos. Girándome, vi una silueta vestida de caqui en medio del campo vecino. El hombre gritó algo ininteligible, pero la forma como agitaba su bastón significaba sin la menor duda que debíamos retroceder. Me detuve.
— Ven, Richard — dijo Janet con impaciencia —. Está muy lejos — y echó a correr.
Vacilé, con los ojos aún fijos en aquella silueta que agitaba su bastón aún más enérgicamente y se esforzaba en gritar más fuerte sin por ello resultar más inteligible. Decidí seguir a Janet. Me había adelantado ya unos veinte pasos y entonces, justo en el momento en que iba a seguirla, tropezó, se derrumbó sin el menor ruido y quedó allí tendida, sin moverse en lo más mínimo.
Me detuve en seco involuntariamente. Si simplemente hubiera tropezado y caído al torcerse un tobillo, la hubiera alcanzado corriendo. Pero lo que acababa de suceder era tan repentino y absoluto que por mi mente pasó la estúpida idea de que alguien había disparado contra ella.
Mi vacilación duró tan solo un momento. Me puse de nuevo en marcha, vagamente consciente de la presencia del soldado, que no había dejado de gritar. No me preocupé más por él. Me apresuré hacia Janet...
Pero no llegué a alcanzarla. Perdí tan completamente la conciencia que ni siquiera recuerdo haber visto el suelo subir hacia mí, ni haber sentido el menor choque.
CAPÍTULO II
TODO TRANQUILO EN MIDWICH
Como ya he dicho, todo era normal en Midwich el día 26. He examinado atentamente el asunto, y podría decir dónde pasó cada cual el día, y haciendo qué. Por ejemplo, en el albergue de la Hoz y la Piedra se hallaban reunidos los clientes habituales. Algunos de entre los más jóvenes de los habitantes habían ido al cine a Trayne, casi los mismos que habían ido ya el lunes anterior. En la oficina de correos, la señorita Ogle hacía calceta tras la centralita telefónica, pensando como de costumbre que una verdadera conversación era siempre más interesante que oír la radio. El señor Trapper, jardinero a destajo hasta el día en que había ganado una fabulosa fortuna a la lotería, estaba furioso con su televisor de color, cuyo circuito rojo se había decompuesto nuevamente, y lo maldije; con un lenguaje que hacía huir a su mujer. Algunas luces permanecían aún encendidas en uno o dos de los nuevos laboratorios del anexo de la Granja, pero no había nada de raro en ello. Era frecuente que uno o dos investigadores prosiguieran sus misteriosas experiencias hasta la, altas horas de la noche.
Pero, aunque todo sea normal, incluso el día más anodino tiene algo de especial para alguien. Como ya he dicho, era mi cumpleaños, y por lo tanto nuestra casa estaba cerrada y sin luces. Y, en Kiye Manor, era precisamente el día en que la señorita Ferrelyn Zellaby hacía ver al señor Alan Hughes, provisionalmente subteniente Hughes, que, según la tradición, se necesitaban más de dos personas para efectuar una promesa de matrimonio, lo cual trajo consigo la sugerencia de un tranquilo paseo hasta Kyle Manor a fin de incluir a su padre en la conversación.
Alan, tras vacilar un instante, se dejó persuadir de ir a casa de Gordon Zellaby a fin de ponerle al corriente de sus intenciones.
Encontró al dueño de Kyle Manor confortablemente sentado en un sillón, con los ojos cerrados y su cana cabeza apoyada en la orejera derecha del sillón, de tal modo que a primera vista parecía dormir, acunado por la excelente música que inundaba la estancia. De todos modos, sin hablar, sin abrir siquiera los ojos, disipó inmediatamente esta primera impresión señalando con su mano izquierda otro sillón, al tiempo que llevaba un dedo a sus labios reclamando silencio.
Alan se dirigió de puntillas hacia el sillón indicado, y se sentó. Siguió un intervalo, durante el cual todas las frases que había preparado y que bailaban en la punta de la lengua volvieron a caer a lo más profundo de su garganta. Durante los diez minutos que siguieron, se absorbió en la contemplación de la estancia.
De arriba a abajo, con excepción de la puerta por la que había entrado, una de las paredes estaba cubierta de libros. Libros también en las bibliotecas bajas, dispuestas a todo alrededor de la estancia, no dejando más intervalos que las ventanas, el tocadiscos y la chimenea, donde crepitaba un agradable aunque innecesario fuego. Una de las numerosas bibliotecas acristaladas estaba consagrada a las obras de Zellaby, en sus distintas ediciones y traducciones. Los estantes bajos de aquella biblioteca estaban vacíos, sin duda a la espera de futuras obras.
Encima de aquel mueble había un boceto a lápiz rojo de un hombre joven en quien se podía reconocer, aunque el boceto tuviera cuarenta años de antigüedad, a Gordon Zellaby. Sobre otra biblioteca, un vigoroso bronce daba la impresión de haber sido hecho por Epstein unos veinticinco años más tarde. Colgados aquí y allá había otros retratos firmados por otras tantas ilustres personalidades. El espacio encima y al lado de la chimenea estaba reservado a recuerdos más familiares. Con los retratos del padre de Gordon Zellaby, de su madre, de su hermano, de sus dos hermanas, estaban los de Ferrelyn y los de su madre (la señora Zellaby Número Uno).
Un retrato de Anthea (la Número Tres y actual Señora Gordon Zellaby) estaba colocado sobre el mueble más importante de la estancia, hacia el cual se dirigía irresistiblemente la mirada: el enorme escritorio recubierto de cuero en el que Gordon Zellaby trabajaba en sus obras.
Pensando en estas obras, Alan se preguntaba si no hubiera debido elegir un momento más propicio, ya que una nueva obra estaba en gestación... o al menos esto es lo que daba a entender el ensimismamiento de Zellaby.
— Siempre ocurre así en esos momentos — le había explicado Ferrelyn. Parece cosa si una parte de sí mismo huyera, se marcha de casa dando largas zancadas y uno no sabe dónde va hasta que telefonea desde cualquier lado para que acudan a buscarle, y cosas así. Es algo fastidioso mientras dura, pero todo vuelve a sus cauces en el momento en que empieza a escribir el libro. Cuando entra en este estado debemos estar al cuidado, vigilar que tome sus comidas...
El conjunto de la estancia, con sus confortables sillones, sus estudiadas luces y sus mullidas alfombras sorprendió a Alan, que vio en ello como la expresión práctica de la ideas de su dueño sobre el equilibrio de la vida. Recordó que, en Mientras Existimos, la única de sus obra que había leído hasta entonces, Zellaby trataba del ascetismo y de la prodigalidad, los cuales, afirmaba, probaban tanto el uno como el otro la misma inadaptación. Un libro interesante pero pesimista; Alan no creía que el autor le hubiera concedido suficiente importancia al hecho que la nueva generación era más dinámica y más clarividente que aquella que la había precedido..
La música terminó con una prolongada nota. Zellaby cortó el aparato a través de un mando fijado al brazo de su sillón. Abrió los ojos y miró a Alan.
— Espero que esté usted de acuerdo — dijo, como disculpándose —. Tengo la impresión de que, cuando Bach ha comenzado, hay que permitirle terminar. Por otro lado — añadió, mirando al tocadiscos —, aún no hemos adoptado una actitud precisa hacia esas innovaciones tecnológicas. ¿El arte del músico es aquí menos digno únicamente porque no vemos a los intérpretes? ¿Qué actitud debemos adoptar? ¿Debo adaptarme yo a su opinión, o usted a la mía, o debemos admirar ambos al genio? ¿Incluso trasmitido por medios mecánicos? Nadie sabrá decírnoslo. Nunca lo sabremos. Me parece que no poseemos aún el arte de incorporar armoniosamente los nuevos inventos a nuestras vidas ordinarias, ¿no cree? El universo de las reglas de etiqueta se derrumbó a finales del siglo pasado. Ningún manual de educación nos ha enseñado el uso de todo lo que ha sido inventado después. Ni siquiera unas reglas que un individualista pudiera transgredir, lo cual de hecho constituye otra afrenta a la libertad. Es una lástima, ¿no cree?
—Sí dijo Alan —. Yo...
— Tenga en cuenta — continuó Zellaby — que el propio hecho de percibir la existencia del problema es ya algo pasado de moda. El auténtico hijo de este siglo ni siquiera se pregunta cómo debe enfrentarse a esas innovaciones. No hace más que tomarlas hábilmente tal como le son presentadas. Tan solo frente a algo realmente grande toma conciencia de un problema social. Entonces, en lugar de hacer concesiones, lloriquea ante lo inevitable, como cuando se trata de la bomba.
—Sí, supongo que sí. Pero yo...Zellaby notó una falta de convicción en aquella respuesta.
— Cuando uno es joven — dijo, comprensivo —, la vida bohemia, el desorden, el vivir día a día, es algo que tiene ribetes románticos. Pero, imagino que estará usted de acuerdo conmigo, estas no son la reglas que hay que aplicar a un mundo complejo. Afortunadamente, nosotros, los occidentales, mantenemos aún el esqueleto de nuestra moral, pero los viejos huesos muestran señales de debilidad cuando se trata de soportar el peso de nuevos conocimientos, ¿no lo cree usted así?
Alan expelió el aliento. Recordando las trampas dialécticas que Zellaby tenía por costumbre tender a sus interlocutores, resolvió adoptar el método más directo.
— De hecho, señor quería hablarle de otro tema completamente distinto — dijo.
Cuando Zellaby se daba cuenta de que interrumpían sus reflexiones, acostumbraba a reaccionar benévolamente. Dejó pues para más tarde su contemplación del esqueleto moral de la sociedad occidental y preguntó:
—Por supuesto, querido amigo, estoy a su disposición. ¿De qué se trata?
—Bueno, esto... Verá, señor, se trata de Ferrelyn.
— ¿Ferrelyn? Oh, sí. Creo que está en Londres por unos días, viendo a su madre. Volverá mañana.
—Esto... ha regresado hoy señor Zellaby.
— Oh, ¿de verdad? — exclamó Zellaby Reflexionó —. Sí, de hecho, tiene usted razón. Precisamente hoy hemos comido juntos. Y usted también estaba — añadió, triunfante.
— Sí — dijo Alan; y, en su determinación de conservar su ventaja, cerró los ojos y atacó a fondo, formulando su demanda y dándose cuenta de que sus frases no surgían con la fluidez requerida por la ocasión. Pero se mantuvo obstinadamente en su lugar, y logró salir con bien de su empresa.
Zellaby escuchó pacientemente hasta que Alan tartamudeó su conclusión:
— ...y por todo ello espero, señor, que no tenga ninguna objeción a nuestro compromiso oficial. Zellaby abrió los ojos más de lo acostumbrado.
— Pero, mi querido amigo, sobreestima usted mi importancia, Ferrelyn es una chica sensata, y no tengo la menor duda de que tanto ella como su madre saben perfectamente a qué atenerse con respecto a usted, y que juntas han sopesado bien la decisión que debían tomar.
— Pero si ni siquiera he sido presentado a la señora Holder — protestó Alan.
— Si la conociera usted, tendría una idea más exacta de la situación. Jane es una gran organizadora — dijo el señor Zellaby, mirando benévolamente uno de los retratos sobre la chimenea. Se levantó —. Bueno, puesto que usted ha cumplido con su papel de una forma tan honorable, creo que me toca a mí ahora comportarme como Ferrelyn estima conveniente que debo hacer. ¿Querría reunir aquí a todo el mundo mientras voy en busca de una botella?
Unos minutos más tarde, su mujer, su hija y su futuro yerno estaban reunidos a su alrededor. Levantó su vaso.
— Y ahora — anunció Zellaby —, bebamos por la conjunción de esos seres queridos. Claro que la institución matrimonial, tal como la ven la iglesia y la sociedad, no propone más que un estado mental mecanicista hacia la pareja que toma con nosotros el mismo barco... al estilo del viejo patriarca Noé. De todos modos, el alma humana es fuerte y ocurre a menudo que el amor es capaz de superar esa burda ingerencia institucional. Es por eso por lo que...
— Papá — interrumpió Ferrelyn —, ya son pasadas las diez, y Alan debe regresar al campo a medianoche, o se arriesga a ser degradado o algo así. Todo lo que tienes que decir es: Os deseo a ambos una larga y feliz vida.
— Oh — dijo el señor Zellaby —. ¿Estás segura de que es suficiente? Me parece demasiado corto. De todos modos, si tu crees que esto es lo que tengo que decir, lo diré, querida. Y lo diré con todo mi corazón.
Lo dijo.
Alan dejó sobre la mesa su vaso vacío.
— Desgraciadamente, lo que acaba de decir Ferrelyn es cierto, señor. Tengo que irme ahora mismo. Zellaby inclinó comprensivamente la cabeza.
— Debe ser un período difícil para usted. ¿Cuánto tiempo piensan retenerlo aún?
Alan dijo que esperaba haber terminado su compromiso con el ejército dentro de unos meses. Zellaby asintió de nuevo.
— Espero que esta experiencia enriquezca su espíritu. En lo que a mí respecta, a veces lamento que yo no haya podido disfrutarla. Demasiado joven para una guerra, destinado a una oficina del Ministerio de Información en la siguiente... hubiera preferido algo más activo. Bien, buenas noches, querido amigo — se interrumpió, asaltado por una brusca idea —. Dios mío, todos le llamamos Alan, pero no creo que conozca su nombre completo, ¿podríamos remediar este olvido?
Alan le dijo su nombre completo, y se estrecharon nuevamente la mano.
Cuando llego al vestíbulo en compañía de Ferrelyn, Alan miró el reloj.
— Dios mío, tengo que apresurarme. Hasta mañana, querida. A las seis. Buenas noches, amor.
Su beso de adiós fue apasionado pero breve, y Alan bajó corriendo la escalera de entrada y saltó al pequeño coche rojo estacionado en el camino. El motor gruñó y rugió. Alan hizo un último gesto de adiós con la mano, y luego las ruedas traseras levantaron una cascada de gravilla antes de que el coche desapareciera en la oscuridad.
Ferrelyn contempló cómo las luces de situación se desvanecían en la distancia. De pie en la entrada, escuchó hasta que el sonido del automóvil no fue más que un lejano murmullo, y luego cerró la puerta de entrada. Al regresar al estudio observó que el reloj del vestíbulo señalaba las diez y cuarto.
Así pues, no había ocurrido aún nada en Midwich a las diez y cuarto.
La marcha del coche de Alan permitió que la calma se estableciera nuevamente sobre una comunidad cuya principal actividad era terminar un día sin historia y esperar a la llegada de una mañana no menos tranquila.
Por las ventanas de varias casas se filtraban todavía la noche algunas luces amarillentas que brillaban en el aire aún húmedo por una reciente lluvia. Las conversaciones y las risas que interrumpían el silencio no eran debidas a los habitantes de Midwich: provenían de una emisión de TV producida a muchos kilómetros y a varios días de distancia, y no formaban más que un fondo sonoro que acompañaba el acto de acostarse de la mayor parte de los habitantes de Midwich. Viejos o jóvenes, los maridos dormían ya, mientras las esposas acababan de llenar sus bolsas de los últimos clientes a los que se había rogado amablemente que abandonaran la Hoz y la Piedra se habían quedado charlando algunos minutos a la puerta del establecimiento, el tiempo de acostumbrar sus ojos a la oscuridad; todos ellos se retiraron a las diez y cuarto y habían llegado ya a sus casas, a excepción de un cierto señor Alfred Wait y de un tal Harry Cranchart, que seguían discutiendo acerca de fertilizantes. Tan solo quedaba por producirse un único acontecimiento el paso del autobús que traería de regreso de su velada en Trayne a los espíritus vagabundos. Una vez ocurrido esto, Midwich podría finalmente sumergirse en el sueño.
En el presbiterio, a las diez y cuarto, la señorita Polly Rushton se decía que si se hubiera decidido a irse a la cama media hora antes hubiera podido leer tranquilamente el libro que yacía ahora abandonado sobre sus rodillas. Hubiera sido sin duda mil veces más agradable que escuchar los chasquidos de la radio del tío y el teléfono de la tía. Ya que, en un extremo de la habitación, el tío Hubert, el reverendo Hubert Leebody, intentaba escuchar el tercer programa de una serie dedicada a la concepción presofocleana del complejo de Edipo, mientras que en el otro Dora estaba telefoneando. El señor Leebody, determinado a no dejar que el charloteo dominara sus ansia de cultura, había aumentado en dos grados la intensidad de su radio, y conservaba aún como reserva otros cuarenta y cinco grados de rotación del dial de volumen. No podía culpársele por ser incapaz de adivinar la vital importancia que podía tener lo que él consideraba como un intercambio particular inútil de palabrería femenina. Nadie hubiera podido adivinarlo.
La llamada provenía de South Kensington, Londres, donde una tal señora Cluey imploraba la ayuda de su eterna amiga la señora Leebody. A las diez horas y dieciséis minutos, atacó el problema a fondo.
— Dime, Dora... y dímelo con toda franqueza; ¿crees que, en el caso de Kathy, iría mejor el satén blanco o el brocado blanco?
La señora Leebody notó la trampa. Quedaba claro que en aquel caso el término «franqueza» era relativo, y la señora Cluey se mostraba como mínimo irreflexiva formulando su pregunta sin dejar el menor resquicio para una plausible escapatoria. Probablemente de satén, pensó la señora Leebody, pero se arriesgaba a destruir una larga amistad a causa de un conjetura. Intentó mostrarse esquiva.
— Evidentemente, para una novia muy joven... pero como no se puede decir realmente que Kathy sea una,. novia muy joven, entonces quizá...
—Sí, no tan joven — asintió la señora Cluey. Luego, aguardó.
La señora Leebody maldijo la inoportuna pregunta de su amiga, y de paso el programa de su marido, que dificultaba su habilidad para mostrarse esquivamente reflexiva.
— Bueno — dijo por fin —, ambos podrían quedar encantadores, por supuesto, pero tratándose de Kathy, la verdad...
En aquel momento, su voz se cortó bruscamente.
Muy lejos, en South Rensington, la señora Cluey agitó irritada su aparato y miró su reloj. Luego colgó y llamó a reclamaciones.
—He sido cortada en mitad de una conversación importante — dijo.
— La operadora le respondió que iban a intentar conectarla de nuevo. Algunos minutos más tarde, la operadora se excusó diciendo que era imposible conseguir nueva comunicación.
—Todo eso es debido a mala organización — dijo la señora Cluey —. Redactaré una reclamación escrita Me niego a pagar un minuto más que... De hecho no veo por qué en estas circunstancias tengo que pagar siquiera esta comunicación. Nuestra conversación ha sido interrumpida exactamente a las diez horas y diecisiete minutos.
La operadora respondió con una cortesía oficial, y anotó la hora como referencia: las veintidós horas y diecisiete minutos del día 26 de septiembre.
CAPÍTULO III
MIDWICH DESCANSA
A partir de las diez horas y diecisiete minutos de aquella noche, las informaciones con respecto a Midwich se hicieron fragmentarias. Todos lo teléfonos quedaron cortados. El autocar que debía haber atravesado Midwich no llegó a Stouch, y un camión, enviado en su busca, no regresó. A Trayne llegó una nota señalando la presencia de un objeto no identificado no perteneciente, repito, no perteneciente a las líneas regulares, detectado por el radar en la región de Midwich, sin duda con la intención de realizar un aterrizaje forzoso. Alguien en Oppley señaló la existencia de un incendio en Midwich, sin que aparentemente se preocupaba de sofocarlo. La brigada de bomberos de Trayne fue enviada hacia allá y, a consecuencia de ello, no se volvieron a tener noticias suyas. La policía de Trayne envió un hombre a averiguar lo ocurrido con el coche de bomberos... y el hombre desapareció también. Oppley señaló un segundo incendio, del que aparentemente la gente de Midwich se preocupaba tanto como del primero. El condestable Gobby, de Stouch, recibió órdenes telefónicas y se dirigió en bicicleta a Midwich: tampoco de él... volvió a oírse hablar...
El día 27 amaneció bajo un cielo pegajoso, repleto de nubes parecidas a harapos que dejaban pasar como a disgusto una luz gris sucia. Sin embargo, en Oppley y en Stouch, los gallos cantaban y los demás pájaros saludaban el día a su melodiosa manera... mientras que en Midwich todos los pájaros permanecían mudos.
En Oppley y en Stouch, también, como en muchos otros sitios, las manos se tendieron perezosamente para cortar la campanilla de los despertadores... mientras que en Midwich los despertadores aullaron y se desgañitaron hasta que se les acabó la cuerda.
En los demás pueblos, hombres de legañosos ojos salieron de sus casas y saludaron a sus compañeros de trabajo con un dormido buenos días... mientras que en Midwich nadie saludó a nadie, porque no había nadie a quien saludar.
Midwich estaba hechizado.
Mientras el resto del mundo comenzaba a llenar el día con sus gritos, Midwich seguía durmiendo... Sus habitantes, sus caballos, sus vacas y su carneros sus cerdos, sus gallos y gallinas, sus mirlos, topos y ratas, todos estaban postrados. Había en Midwich como una bolsa de silencio, rota únicamente por el murmullo de las hojas, el repique del campanario y el chapoteo del agua del río Opple bajo la palas del molino.
Apenas amanecido el día, una camioneta de color verde oliva llevando el letrero apenas reconocible de «Correos y Telégrafos» partió de Trayne con la misión de restablecer las comunicaciones entre Midwich y el resto del mundo.
Hizo una pausa en Stouch, ante el locutorio telefónico, para saber si finalmente Midwich había dado señales de vida. No, Midwich seguía tan silencioso como lo había estado desde las veintidós horas y diecisiete minutos del día anterior. La camioneta prosiguió su marcha traqueteante a la incierta luz del amanecer.
— Diablos — dijo el mecánico al conductor —. ¡Diablos! Nuestra buena señorita Ogle va a recibir una buena reprimenda de la Administración de Su Majestad si todo esto, ha sido una negligencia suya.
— No lo creo — dijo el conductor —. Ese vejestorio disfrutaba oyendo las conversaciones que pasaban por sus líneas. Creo que se pasaba escuchando día y noche. Tendremos que echar una ojeada para ver qué ha pasado — terminó vagamente.
Poco después de Stouch, la camioneta giró bruscamente la derecha y traqueteó por la estrecha carretera de Midwich durante un kilómetro. Luego, en una curva, tropezó de manos a boca en una situación que requirió toda la presencia de ánimo del conductor.
Este vio de pronto un coche de bomberos medio volcado, con las ruedas en la cuneta, y un coche negro con las ruedas anteriores a medio escalar un talud a pocos metros del primeo. Tras ese coche había un hombre y una bicicleta caídos en la zanja de la cuneta.
Frenó bruscamente e intentó sortear ambos vehículos, pero una vez rebasado no pudo evitar que la camioneta derrapara y las ruedas se metieran en la cuneta, quedando medio volcado en la zanja de esta.
Media hora más tarde, el primer coche del día, avanzando a buena velocidad ya que nunca llevaba ningún pasaje antes de tomar a los niños de Midwich que iban a la escuela en Oppley, tomó la misma curva bamboleándose y se encontró limpiamente encajado entre el coche de bomberos y la camioneta, bloqueando así completamente la carretera.
En el otro acceso a Midwich, la carretera que lo unía a Oppley, un embotellamiento similar daba a primera vista la impresión de que la carretera, había sido transformada durante la noche en un almacén de chatarra. Y, en aquel lado, la camioneta postal fue el primer vehículo que pudo detenerse sin sufrir daños.
Uno de sus ocupantes salió y avanzó para saber la causa de todo aquel desorden. En un determinado momento, mientras se acercaba a la parte trasera de un autobús inmovilizado, se derrumbó sin el menor sonido y cayó suavemente al suelo. El conductor abrió su boca tanto como sus ojos. Luego vio las cabezas de algunos de los pasajeros del autobús, todos absolutamente inmóviles. Hizo marcha atrás apresuradamente y regresó a Oppley, donde se precipitó al primer teléfono que halló a su paso.
Mientras tanto, por el lado de Stouch, una situación muy parecida había sido descubierta, por el conductor de la camioneta de la panadería y, veinte minutos más tarde, una acción casi idéntica se emprendía a ambos lados de Midwich. Las ambulancias invadieron el lugar haciendo sonar estrepitosamente sus sirenas. Sus puertas traseras se abrieron, y los hombres de blanco saltaron al suelo ajustándose sus batas y apagando precavidamente sus cigarrillos a medio fumar. Examinaron el montón de chatarra con aire competente que inspiraba confianza, y desarrollaron sus camillas, preparándose para avanzar.
En la carretera de Opley, los dos camilleros que iban a la cabeza de la fila se acercaron con aire experimentado al cartero desvanecido y, en el momento en que el primero de ellos llegaba junto al cuerpo caído, se derrumbó silenciosamente y cayó sobre, las piernas del accidentado. El camillero que le seguía desorbitó los ojos. Oyó un murmullo a sus espaldas, y sus oídos reconocieron la palabra: gas. Dejó caer la camilla como si de repente las asas ardieran, se giró y regresó a toda prisa sobre sus pasos.
— Los sanitarios se detuvieron a deliberar. El conductor agitó entonces la cabeza y dio su opinión:
— Eso no es asunto nuestro — dijo, con el aire de quien recuerda de pronto una importante decisión sindical —. Creo que más bien es asunto de los chicos de la brigada contra incendios.
— Más bien del ejército — dijo uno de los sanitarios —. A mi modo de ver, lo que se necesita aquí son máscaras de gas y no solamente esas cosas que usan para protegerse del humo.
CAPÍTULO IV
OPERACIÓN MIDWICH
Más o menos en el mismo momento en que Janet y yo nos acercábamos a Trayne, el teniente Alan Hugues se encontraba al lado del jefe de bomberos Morris. Estaban observando a un bombero que, con un largo garfio, intentaba sujetar al caído camillero. Finalmente lo consiguió, y comenzó a tirar de él. Arrastró el cuerpo sobre un metro y medio de cemento y entonces, de golpe, el camillero se sentó en el suelo y juró.
Alan creyó que nunca en su vida había oído más deliciosas palabras. La gran angustia que había hecho presa de él al conocer las noticias se había disipado ya un poco cuando constató que las víctimas de aquel nadie — sabía — qué respiraban débilmente... pero respiraban. Había quedado establecido que al menos una de aquellas víctimas no presentaba síntomas físicos alarmantes, incluso después de noventa buenos minutos de desvanecimiento.
— Bien — dijo Alan —; si se halla en buenas condiciones, hay esperanzas de que ocurra lo mismo con los demás... aunque esto no nos diga nada sobre la naturaleza de... de lo que les ha ocurrido.
Luego, se arponeó y extrajo al cartero. Llevaba allí más tiempo que el camillero, pero su vuelta a la vida fue tan inmediata como satisfactoria.
— La línea de demarcación da idea de ser bastante precisa... y fija — prosiguió Alan —. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un gas tan perfectamente inmóvil... pese a la brisa que está soplando? Es algo realmente incomprensible.
— Podrían ser algunas gotas de algo evaporándose del suelo — dijo el jefe de bomberos . Es como si hubieran recibido un mazazo en la cabeza. Nunca he oído hablar de un gas de este tipo. ¿Y usted?
Alan negó con la cabeza.
— Por otro lado — dijo —, algo de naturaleza volátil se hubiera ya disipado y, además, no hubiera podido ser vaporizado la noche última y alcanzar al autobús y a todos los demás. Según el horario, el autobús debía llegar a Midwich a las diez y veinticinco, y yo mismo hice este camino pocos minutos antes. No había la menor anomalía en aquel momento. De hecho, debía ser el autobús con el que me crucé a la salida de Oppley.
— Me pregunto en qué radio se extiende esto — se preguntó el jefe de bomberos —. Debe ser bastante extenso, de otro modo hubiéramos visto a alguien intentando venir hacia nosotros.
Continuaron mirando hacia Midwich con aire perplejo. Más allá de los coches, la carretera mostraba una superficie clara, inocente y algo reluciente hasta la primera curva. Como cualquier otra carretera casi seca después de una breve lluvia. Ahora que la neblina matinal se había disipado, era posible ver la torre de la iglesia de Midwich levantándose sobre los tejados. Si no fuera por el primer plano, la escena que se presentaba ante sus ojos era la negación misma del misterio.
Los bomberos continuaron rescatando, con ayuda de los hombres de Alan, los cuerpos que se hallaban al alcance de su garfio. La experiencia no parecía haber dejado la menor impresión en las víctimas. Cada uno de ellos, una vez liberados se levantaba, alerta, y sostenía con una evidente convicción que no necesitaba de la ayuda de los sanitarios.
La siguiente tarea fue desembarazar la carretera de un tractor volcado para poder sacar los demás vehículos y sus ocupantes.
Dejando a su sargento y al jefe de bomberos dirigir las operaciones, Alan saltó una valla y tomó un sendero que lo condujo a la cima de un montículo desde el que se dominaba mejor todo Midwich. Pudo ver casi todos los tejados, incluidos los de Kyle Manor y la Granja, así como las piedras más altas de las ruinas de la abadía, y dos columnas de humo grisáceo. Un paisaje apacible. Pero, algunos pasos más tarde, llegó a un lugar desde el que podía ver cuatro carneros echados en medio de un campo, sin moverse. Aquello le intranquilizó, no porque creyera realmente que algo grave podía haberles ocurrido a los carneros, sino porque aquello indicaba que la invisible zona barrera era mayor de lo que había esperado. Contempló los animales y el paisaje tras ellos, y observó un poco más lejos dos vacas echadas sobre el costado. Las miró uno o dos minutos para asegurarse de que no se movían, y luego regresó pensativamente a la carretera.
—Sargento Decker — llamó.El sargento corrió hacia él y saludó.
— Sargento — dijo Alan —, quiero que me proporcione un canario... en una jaula, por supuesto. El sargento parpadeó.
— Esto... ¿un canario, mi teniente? — preguntó, vacilante.
— Bueno, supongo que un periquito tendría el mismo efecto. ¡Debe haber alguno en Oppley. Será mejor que tome el jeep. Dígale al propietario que se le indemnizará en caso de que ocurra algo.
—Yo... esto...
—Apresúrese, sargento. Quiero ese pájaro lo antes posible.
— Está bien, mi teniente Un... un canario — añadió el sargento, para estar bien seguro.
—Exactamente — dijo Alan.Tuve conciencia de que era arrastrado por el suelo, con el rostro contra la tierra. Extraño. Hacía un momento corría hacia Janet y de pronto, sin transición...
El movimiento se detuvo. Me senté, y me vi rodeado por un montón de gente. Había un bombero ocupado en desprender de mis pantalones un garfio de aspecto amenazador. Un tipo de la Cruz Roja me miraba complaciente con aire profesional. Un soldado muy joven, llevando un balde de cal, otro con un mapa en la mano y un cabo, también muy joven, llevando una jaula con un pájaro sujeta al extremo de una pértiga. Y también un oficial de aire desenfadado.
Añadan a todo este grupo un poco surrealista el hecho de que Janet seguía tendida allá donde había caído, y comprenderán la impresión que sentí. Me puse en pie en el preciso momento en que el bombero, tras soltar su garfio, lo tendía hacia ella y lo sujetaba al cinturón de su impermeable. Tiró de él, y por supuesto el cinturón se rompió. Entonces se las apañó para hacer rodar a Janet hasta nosotros. Tras la segunda vuelta se levantó por sí misma, con todas sus ropas sucias y arrugadas y furiosa.
— ¿Todo está bien, señor Gayford? — preguntó una voz a mis espaldas.
Me giré, y reconocí en el oficial a Alan Hugues, al que habíamos encontrado algunas veces en casa de los Zellaby.
—Sí — dije —. Pero, ¿qué está pasando aquí?Dejó momentáneamente mi pregunta sin respuesta y ayudó a Janet a ponerse en pie. Luego se giró, hacia el cabo.
Inclinó su pértiga, que mantenía vertical, con la jaula suspendida en su extremo, y avanzó con precaución. El pájaro cayó de su percha al suelo de la jaula, lleno de serrín. El volvió a posarse en su percha. Uno de los soldados, que miraba la maniobra, avanzó con su balde y echó un poco de cal sobre la hierba. El otro hizo una anotación en su mapa. Tras lo cual el grupo se desplazó una docena de pasos para repetir la misma operación.
Aquella vez fue Janet la que preguntó, en nombre del rielo, que era lo que ocurría. Alan se lo explicó lo mejor que pudo y añadió:
— No hay, evidentemente, la menor posibilidad de entrar en el pueblo mientras esto dure. Lo mejor que pueden hacer es ir a Trayne y esperar hasta que todo vuelva a la normalidad.
Miramos por un instante la pértiga del cabo, justo a tiempo para ver al pájaro caer una vez más de su percha. A través de los inocentes campos podía verse Midwich. Tras lo que nos acababa de ocurrir, nos pareció que no teníamos otra alternativa. Janet asintió. Le dimos pues las gracias al joven Hughes, y separándonos de él nos dirigimos a nuestro coche.
Una vez en el hotel del Anguila, Janet insistió en reservar una habitación para la noche por si acaso... Nos mostraron una, y la tomamos. Tras lo cual me dejé caer por el bar.
El lugar, habitualmente vacío a aquella hora del mediodía, estaba lleno de gente, casi todos extraños al pueblo. La mayor parte de ellos, reunidos en grupos de dos o tres, hablaban con grandes gestos; sin embargo, había algunos que bebían pensativamente en forma aislada. Me abrí paso trabajosamente hasta la barra y, mientras intentaba emerger de nuevo con un vaso en la mano, una voz dijo en mi oído:
—¿Qué demonios estás haciendo en este agujero, Richard?La voz me era tan familiar como el rostro que me miraba sonriendo, pero necesité uno o dos segundos para identificarlo. No bastaba con apartar el velo de los años, sino que también había que sustituir un uniforme militar por un elegante traje civil. Una vez hecho esto, me sentí encantado.
— ¡Bernard, viejo lobo! — exclamé —. ¡Esto es maravilloso! Salgamos de este hormiguero y, agarrándole del brazo, lo arrastré hasta el salón. Su presencia allí me devolvía a mi juventud: recordé las playas de Normandía, las Ardenas, el Reichswald y el Rin. Era un encuentro estupendo. Llamé al camarero para que sirviera otra ronda. Necesitamos casi media hora para dejar que nuestro primer entusiasmo se calmara, y entonces:
— Aún no has respondido a mi pregunta — dijo, mirándome con insistencia —. Nunca se me hubiera ocurrido que también estuvieras metido en este asunto.
—¿Qué asunto? — pregunté.Levantó un poco la cabeza en dirección al bar.
—La prensa — explicó.
—¡Oh, así que es eso! Me preguntaba el porqué de esta invasión.Frunció el ceño.
—Bueno, si no eres de la prensa, entonces ¿qué estás haciendo aquí?
—Da la casualidad de que vivo cerca de aquí — dije.En aquel momento Janet entró en el salón, hice las presentaciones.
— Janet, querida, este es Bernard Westcott. Hace tiempo, cuando estábamos juntos, era el capitán Westcott, pero sé que fue promovido a comandante. ¿Y ahora?
— Coronel — respondió Bernard, saludándola cordialmente
— Encantada — dijo Janet —. He oído hablar mucho de usted. Claro que siempre se dice lo mismo, pero esta vez es cierto.
Lo invitó a almorzar con nosotros, pero tenía un compromiso, dijo, iba ya retrasado. Su tristeza era lo suficientemente sincera como para que ella respondiese:
— ¿Para cenar entonces? En nuestra casa, si podemos llegar hasta allí, o aquí si todavía seguimos exiliados.
—En Midwich — explicó ella —. Está a unos diez kilómetro de aquí.La actitud de Bernard cambió ligeramente.
— ¿Viven en Midwich? — preguntó, mirándonos alternativamente —. ¿Desde hace tiempo?
— Hará casi un año — dije —. Normalmente deberíamos estar allí a esa hora, pero...
Le expliqué cómo habíamos ido a parar al Águila.
Permaneció silencioso unos instantes después de que yo hube terminado de hablar, y luego pareció tomar una decisión. Se giró hacia Janet.
— Espero, señora Gayford, que me perdonará si me llevo a su marido conmigo. Precisamente es ese asunto de Midwich el que me ha traído aquí. Creo que podrá ayudarnos si él quiere.
—¿A saber lo que ha ocurrido quiere decir? — preguntó Janet.
— Bueno, digamos solamente que es algo relacionado con el asunto. ¿Qué crees tú? añadió, dirigiéndose a mí.
— Si puedo ayudar, ¿por qué no? Aunque no veo exactamente... ¿Qué entiendes tú por ayudaros?
— Te lo explicaré por el camino — dijo —. De hecho, tendría que estar allí hace una hora. No se lo arrebataría así si la cosa no tuviera tanta importancia, señora Gayford. ¿Tiene usted alguna objeción a quedarse sola aquí?
Janet aseguró que el Águila era un lugar perfectamente seguro, y nos levantamos.
— Una cosa — añadió él antes de irnos —: no deje que ninguno de esos chicos del bar la moleste. Haga que los echen si lo intentan. Se sienten un poco frustrados desde que han sabido que no iban a recibir ninguna información acerca del asunto de Midwich. No les diga una palabra. Muy pronto podré contárselo todo.
— De acuerdo. La consigna es: ansiosa, pero callada. Esa seré yo — asintió Janet. Y nos fuimos.
El cuartel general había sido establecido a poca distancia de la «zona limítrofe» sobre la carretera de Oppley. Al llegar al puesto de guardia, Bernard mostró su salvoconducto, que le valió un enérgico saludo del condestable de servicio, y pasamos sin problemas. Un joven oficial de tres galones, sentado con aire aburrido en un rincón de la tienda, se sintió feliz de nuestra llegada y decidió que, puesto que el coronel Latcher había salido para inspeccionar las líneas, le correspondía a él el deber de ponernos al corriente de los detalles.
Los pájaros enjaulados habían terminado al parecer con su misión, y habían sido devueltos a sus inquietos propietarios, no teniendo más que un muy relativo sentimiento acerca del meritorio cívico que habían llevado a cabo.
— Seguramente vamos a vernos inundados de protestas de la sociedad protectora de animales, e incluso de demandas por daños y perjuicios cuando se resfríen o pillen alguna enfermedad. Pero estos son los resultados — y nos mostró un mapa a gran escala, sobre el que se había trabado un círculo perfecto de unos tres kilómetros de diámetro, con la iglesia de Midwich más o menos al sureste de su centro.
— Esto es — explicó —. Y, por lo que sabemos, no es una circunferencia, sino un círculo. Tenemos un puesto de observación arriba en la torre de Oppley, y no ha sido observado ningún movimiento en la zona, y hay dos hombres tirados en el suelo frente al bar, y no se han movido en lo más mínimo. En cuanto a definir qué es, no hemos avanzado en absoluto. Hemos establecido, eso sí, que es estático, invisible, inodoro, no es detectado por el radar, no refleja los sonidos, su efecto es inmediato al menos en los mamíferos, pájaros, reptiles e insectos, y aparentemente estos efectos no tienen secuelas, no al menos directamente, ya que lo único que han sufrido los del autobús y todos los que han pasado ahí un cierto tiempo es el lógico frío nocturno. A decir verdad, no tenemos aún el menor indicio sobre su naturaleza.
Bernard le hizo algunas preguntas que no aclararon demasiado la situación, y nos fuimos en busca del coronel Latcher. Lo encontramos poco después en compañía de un hombre maduro que resultó ser el jefe de policía del Winshire. Los dos hombres, rodeados de personajes de segundo rango, se encontraban en un pequeño montículo frente al terreno objeto de su estudio. La disposición del grupo hacía pensar en un grabado del siglo XVIII representando a dos generales rodeados de su estado mayor observando una batalla que iba de mal en peor... salvo que no había ninguna batalla. Bernard se presentó a sí mismo, y luego me presentó a mí. El coronel lo miró unos instantes.
— Ah, sí, sí — dijo finalmente —. Usted es quien me ha telefoneado para decirme que esta historia debía permanecer bajo secreto. Antes de que Bernard pudiera responder, el jefe de policía lanzó un bufido.
— ¡Secreto! Secreto, dice. ¡Toda la zona en un radio de tres kilómetros invadida por completo por eso, y quiere usted que sea mantenido bajo secreto!
—¡Estas son las órdenes — dijo Bernard —. La seguridad...
—¿Pero cómo diablos puede imaginarse...?El coronel Latcher lo interrumpió con un gesto.
— Hemos hecho todo lo que hemos podido para camuflarlo pretendiendo que se trata de un ejercicio táctico de sorpresa. Es un pretexto débil, pero es lo mejor que hemos podido encontrar. Había que decir algo. Lo malo es que en el fondo será verdad, y se tratará de alguno de nuestros propios juguetes que habrá hallado. Con esos malditos programas secretos, nadie está nunca al corriente de nada. Uno nunca sabe qué hacen los chicos que están a su lado, y muchas veces ni siquiera sabe qué es ni para qué es ni para qué sirve lo que está utilizando uno mismo. Todos estos malditos sabios que sabotean la profesión bajo mano. Uno no puede trabajar con cosas cuya naturaleza ignora. El arte militar va a convertirse muy pronto en un asunto de magos y de máquinas.
— Las agencias de prensa están ya sobre la pista — gruñó el jefe de policía —. Hemos echado a algunos, pero ya sabe usted como son. Llegarán a meter las narices de una u otra manera. ¿Y cómo nos las vamos a arreglar para que permanezcan tranquilos?
— Oh, no tiene que preocuparse por eso — dijo Bernard —. El ministerio del Interior ya ha dado órdenes. Están furiosos, pero los mantenemos a raya. En el fondo, todo esto depende de saber si se trata de algo lo suficientemente sensacional como para que puedan buscarnos historias.
— Hum — dijo el coronel, mirando de nuevo el dormido paisaje —. Y supongo que depende también de saber si, desde un punto de vista periodístico, la historia de la bella durmiente del bosque es un asunto sensacional o aburrido.
En las horas que siguieron, todo un surtido de gentes que representaban los intereses de los distintos ministerios civiles y militares desfilaron por allí. Se levantó una tienda mayor al lado de la carretera de Oppley y hubo una conferencia a las trece treinta horas. El coronel Latcher empezó pasando revista a la situación. Fue breve. Acababa de concluir cuando llegó un comandante de aviación, y dejó con aire sardónico una gran fotografía sobre la mesa, delante del coronel.
— Aquí está, señores — dijo con aire sombrío —. Nos ha costado dos buenos pilotos en un buen aparato, y hemos tenido suerte de no perder otro. Espero que valga la pena.
Todos se apretujaron alrededor de la fotografía para examinarla y compararla con el mapa.
— ¿Y esto? — preguntó un comandante del Servicio de Inteligencia, señalando un objeto en la foto.
Tenía, a juzgar por las sombras, una forma parecida al dorso de una cuchara, con un contorno pálido y oval. El jefe de policía se inclinó para mirar de más cerca.
— No sé lo que pueda ser — admitió —. Diría que se trata de una edificación de forma más bien curiosa, pero no puede ser así. Hace apenas una semana que visité las ruinas de la abadía y no había el menor rastro de nada semejante; por otro lado, la abadía es un monumento nacional, pertenece a la British Heritage Association. Y ellos tan solo reconstruyen.
Uno de los asistentes miraba alternativamente la foto y el mapa.
—Sea lo que sea se halla casi exactamente en el centro geométrico de la zona — señaló —. Si no estaba allí hace unos días, se trata de algo que ha aterrizado.
— A menos que se trate de un henar recubierto con una lona muy blanca — propuso alguien. El jefe de la policía soltó un bufido.
— Observe la escala, amigo, y la forma. Su tamaño es al menos el de una docena de henares.
—Pero entonces, ¿qué diablos es? — preguntó el comandante.Uno tras otro, estudiamos el documento con ayuda de una lupa.
— ¿No han podido tomar ustedes una foto a menos altitud? — preguntó el comandante del Servicio de inteligencia.
— Intentando hacerlo es cómo hemos perdido el aparato — respondió secamente su colega del Ejército del Aire.
— ¿Qué altura debe tener esta cosa... esta zona en cuestión? — preguntó alguien.
El comandante de aviación se encogió de hombros.
— Podríamos saberlo si voláramos a través de ella — dijo —. Esto — añadió, golpeando la foto con un dedo — ha sido tomado a tres mil metros. La tripulación no ha observado ningún efecto a esta altura.
El coronel Latcher carraspeó.
— Dos de mis oficiales han aventurado que la zona de influencia podía tener forma hemisférica — dijo.
— Es muy posible — aceptó el comandante de aviación —. Al igual que puede ser romboidea, o dodecaédrica.
— He sabido — dijo suavemente el coronel — que han observado los pájaros que volaban por los alrededores, determinando así el punto donde comenzaban a ser afectados. Pretenden haber establecido que el borde de la zona no se eleva verticalmente como un muro, es decir no se trata en absoluto de un cilindro. Los bordes se contraen ligeramente. Y han llegado a la conclusión de que debe tener forma de cúpula o cónica. Dicen que las pruebas que han realizado les hacen inclinarse más hacia la solución hemisférica, pero deben trabajar en un segmento demasiado pequeño de un arco demasiado grande para estar seguros de ellos.
— Bueno, esa es la primera contribución práctica que hemos tenido desde hace un tiempo — reconoció el comandante de aviación. Reflexionó unos instantes —. Si tienen razón con respecto al hemisferio, esto daría un techo de aproximadamente mil quinientos metros sobre el centro. Supongo que no han tenido idea aceptada respecto cómo establecer esto sin perder otro aparato.
— A decir verdad — dijo el coronel socarronamente —, uno de mis hombres ha sugerido algo: un helicóptero podría llevar colgado un canario, dentro de una jaula por supuesto, al extremo de un cable de un centenar de metros, e ir descendiendo poco a poco. Evidentemente, es algo que parece un poco...
— No — dijo el comandante de aviación —, la idea no es mala. Me atrevería a decir que procede del mismo tipo que ha levantado el perímetro de la zona. El coronel Latcher asintió con la cabeza.
— Su programa de guerra ornitológica no está mal del todo — comentó el comandante. de aviación —. Creo que quizá podríamos encontrar algo más efectivo que el canario, pero le quedamos reconocidos por la idea. Es un poco tarde para hoy. Lo prepararé todo para mañana por la mañana, y haré tomar fotos a la altitud más baja posible mientras la luz sigue siendo buena.
El oficial del Servicio de Inteligencia rompió su silencio.
— Necesitamos bombas — dijo pensativamente —. Bombas de fragmentación tal vez.
—¿Bombas? — preguntó el comandante de aviación, frunciendo el ceño.
— No estaría mal el tener algunas a nuestra disposición — Nunca se sabe lo que pueden tener los ruskis la cabeza. Quizá sería una buena idea tomar esto como blanco. Impedirle que se vaya. Darle una buena sacudida para poder verlo desde más cerca.
— Todavía es demasiado pronto para utilizar medidas extremas — respondió el jefe de policía —. ¿No cree que sería preferible cogerlo intacto si ello es posible?
— Quizá sí — asintió el comandante del Servicio de inteligencia —. Pero mientras esperamos le permitimos precisamente proseguir lo que se propone, mientras nos mantiene alejado con ese no — sé — qué.
— No acabo de ver lo que podría venir a hacer a Midwich — aventuró otro oficial —, a menos que, y eso es lo que creo, se haya visto obligado a hacer un aterrizaje forzoso, y que utilice este medio de protección para impedir que lo molesten mientras efectúa sus reparaciones.
—Hay la Granja... — observó alguien.
— Cuanto más pronto obtengamos el permiso para ponerlo fuera de combate, mejor, será — dijo el comandante —. De todos modos, no tiene nada qué hacer en nuestro territorio. Nuestro auténtico objetivo es, por supuesto, que no se vaya. Esto es lo más interesante. Aún descartando el propio objeto, esta pantalla protectora podría sernos extremadamente útil. Voy a tomar todas las medidas necesarias para adueñarme de la situación desde todos los ángulos: con este condenado objeto intacto si es posible... pero incluso averiado si no queda otro remedio.
Hubo una larga discusión, pero sin excesivo resultado, ya que gran parte de los presentes no parecían ser partidarios más que de mantener una misión de observación y de información. La única decisión que recuerdo fue la de lanzar cada hora bengalas con paracaídas, con fines de observación, y que al día siguiente el helicóptero debía intentar tomar fotos más reveladoras. Aparte esto, no se llegó a nada definitivo al fin de la conferencia.
Realmente, no veía el motivo por el que había sido llevado allí, ni tampoco en el fondo, por qué estaba allí Bernard, ya que no había contribuido de ningún modo a la conferencia. De regreso, en el coche, le pregunté:
—¿Es indiscreto preguntarte cuál es tu papel ahí?
—Te diré que tengo interés profesional.
—¿La Granja?
— Sí. La Granja forma parte de mis atribuciones, y naturalmente todo lo sospechoso que exista en sus alrededores nos interesa. Se podría calificar este asunto de muy sospechoso, ¿no crees?
Yo tenía ya buenas razones para sospechar, por el modo como se había presentado en la conferencia, que el «nosotros» podía ser los Servicios de Información del ejército en general o más precisamente su departamento dentro de este Servicio.
— Creía — dije que eran los Servicios Especiales quienes se ocupaban de este tipo de asuntos.
— Hay varias formas de ver esto — dijo en tono vago, y cambió de tema.
Conseguimos encontrarle una habitación en el Águila, y cenamos juntos los tres. Había esperado que, después de cenar, mantendría su promesa de darnos las explicaciones de que nos había hablado, y aunque hablamos de un montón de cosas, incluido Midwich, quedó claro que evitaba cuidadosamente toda nueva alusión a su interés profesional en el asunto. Pese a eso fue una velada agradable, que me hizo reflexionar en la equivocación que representa el no mantener un contacto regular con los amigos de uno.
Durante la velada, llamé dos veces por teléfono a la policía de Trayne para saber si se había producido un cambio en la situación de Midwich, pero en ambas ocasiones me respondieron que no había absolutamente nada nuevo. Tras la segunda llamada, decidimos que era inútil aguardar más, y tras un último vaso fuimos a acostarnos.
— Un hombre encantador — dijo Janet, una vez hubimos cerrado la puerta a nuestras espaldas —. Sinceramente, temía que esto se convirtiera en una reunión de antiguos combatientes, lo cual resulta bastante aburrido para las esposas, pero no ha habido nada de esto. ¿Para qué se te ha llevado esta tarde?
— Eso es lo que me estoy preguntando — confesé —. Parecía como si tuviera alguna secreta intención, y aún se ha vuelto más reservado desde que hemos entrado realmente en materia.
— Es realmente muy extraño — dijo Janet, como si se sintiera impresionada de nuevo por el asunto —. ¿No te dio ninguna explicación?
— Ni él ni ningún otro del grupo — le aseguré —. Lo único que parece que saben es lo que nosotros mismos hayamos podido decirles... y no parecía importarles mucho. Tienen sus propias ideas al respecto, y de hecho de que el asunto te afecte o deje de afectarte a ti parece tenerles sin cuidado.
— Pues es una buena noticia — dijo ella —. Esperemos que a la gente de Midwich la cosa no les haya afectado más que a nosotros.
El 28 por la mañana, mientras nosotros aún dormíamos, un oficial de meteorología emitió la opinión de que la neblina iba a disiparse rápidamente en Midwich, y una tripulación compuesta por dos aviadores subió a bordo de un helicóptero. Les fue entregada una jaula metálica conteniendo una pareja de hurones, animados pero perplejos, tras lo cual el aparato despegó y ganó altura rápidamente.
— Creen que dos mil metros es una altitud segura — observó el piloto —, pero para estar seguros subiremos a dos mil quinientos. Si todo va bien, iremos descendiendo gradualmente.
El observador dispuso todo su material y se ocupó en preparar la jaula con los hurones, hasta que el piloto dijo:
— Adelante. Puedes echar la sonda, y haremos nuestra primera travesía a dos mil quinientos.
La jaula fue largada. El observador dejó que el cable se desenrollara un centenar de metros. El aparato se situó en posición, y el piloto informó a la base de que iba a hacer una travesía preliminar por encima de Midwich. El observador estaba echado en el suelo de la carlinga, examinando los hurones con ayuda de unos prismáticos.
Por ahora se portaban estupendamente, dando vueltas sin cesar en la jaula. Apartó de ellos los prismáticos por un momento y los enfocó hacia el pueblo. Entonces:
—Hey, capitán — dijo.
—¿Uh?La cosa que se suponía debíamos fotografiar al lado de la abadía.
—¿Qué ocurre con ella?
—Bueno, o era un espejismo... o se ha ido — dijo el observador.
CAPÍTULO V
MIDWICH REVIVE
Más o menos en el mismo instante en que el observador efectuaba este descubrimiento, los hombres de guardia en la carretera Stouch—Midwich se dedicaban a pruebas de rutina. El sargento de servicio arrojó un terrón de azúcar al otro lado de la línea blanca que atravesaba la carretera, y observó al perro que, con su larga lengua colgante, corría detrás. El perro se metió el terrón de azúcar en la boca y lo masticó. El sargento miró atentamente al perro durante un momento, y luego se acercó precavidamente a la línea. Dudó un instante, luego la franqueó. No ocurrió nada. Aún no muy seguro, dio unos cuantos pasos más. Una media docena de cornejas empezaron a graznar. Contempló como alzaban tranquilamente el vuelo hacia Midwich.
— ¡Hey, vosotros, los de transmisiones! — gritó —. Informad al cuartel general de Oppley. Zona afectada reducida o quizá incluso desaparecida por completo. Confirmaremos después de realizar pruebas completas.
Unos minutos antes, en Kyle Manor, Gordon Zellaby se estiró, entumecido, lanzando una especie de gruñido. Se dio repentinamente cuenta de que estaba tendido en el suelo, y también de que la habitación, hacía solo un instante brillantemente iluminada y caliente, incluso demasiado, estaba ahora oscura y desagradablemente fría. Se estremeció, pensando que nunca había sentido tanto frío. Estaba tan entumecido que se quejaban todas sus fibras. Sonó un ruido en la oscuridad: alguien que se movía. Oyó la temblorosa voz de Ferrelyn:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Papá?... ¿Anthea?... ¿Dónde estáis?...Zellaby consiguió mover su adormecida mandíbula.
—Estoy aquí, casi helado. ¿Anthea, querida?...
— Aquí, Gordon — murmuró la insegura voz de Anthea a sus espaldas.
Tendió la mano y tocó algo, pero sus dedos demasiado insensibles no le permitieron saber el que. Alguien se movió en la habitación.
— Dios mío, estoy entumecida. ¡Oh, cielos! — se lamentó la voz de Ferrelyn — ¡Oh—o—o—oh! ¡Ay! ¡Tengo las piernas que no las siento! Se detuvo un instante. Luego:
—¿Qué es ese ruido, papá?
— Cre... creo que son m... mis clien... tes — dijo Zellaby haciendo un esfuerzo.
Se oyó de nuevo un ruido de movimiento, y luego alguien tropezó. Después, con un ruido de anillas al ser corridas, la cortina de la ventana se apartó y dejó entrar en la estancia una luz grisácea.
Los ojos de Zellaby se dirigieron hacia la chimenea. miró, incrédulo. Hacía tan sólo un instante había esto un nuevo tronco en el fuego, y ahora no había más que unas pocas cenizas. Anthea, sentada en la alfombra a un metro de él, y Ferrelyn junto a la ventana, tenían también sus ojos fijos en la chimenea.
— ¿Pero qué demonios?... — empezó Ferrelyn.
—¿El champán? — sugirió Zellaby.
—¡Oh, vamos, papá!
Las articulaciones de Zellaby gimieron cuando intentó levantarse. Era demasiado doloroso. Prefirió permanecer unos instantes inmóviles mientras se reponía. Ferrelyn se dirigió titubeando hacia la chimenea. Adelantó una mano y permaneció allí, temblorosa. El fuego está apagado — dijo.
Intentó coger el Times que había en la silla, pero entumecidos dedos se negaron. Lo miró con aire miserable, luego consiguió arrugarlo entre sus torpes dedos y meterlo en el hogar. Sirviéndose también de las dos manos, logró tomar algunas ramas secas y dejarlas caer sobre el papel. Su torpeza con los fósforos le hizo casi llorar.
—Mis pobres dedos — gimió dolorosamente.
En sus esfuerzos, las cerillas se desparramaron por hogar. De todos modos consiguió encender una raspándola contra la caja. La aplicó al papel que se salía emparrillado y consiguió que prendiera. Otras cerillas de las desparramadas se encendieron también, y las llamas estallaron en una flor maravillosa.
Athea se levantó y se acercó, arrastrando una pierna. Zellaby hizo lo mismo, a gatas. La madera comenzó a chisporrotear. Se inclinaron hacia la chimenea, ávidos de calor. El entumecimiento de sus envarados dedos cedió paso poco a poco a un hormigueo. Al cabo de un instante, la mente de Zellaby comenzó a dar signos de vida.
— Curioso — murmuró, intentando dominar el persistente entrechocar de sus dientes —. Es extremadamente curioso el que haya tenido que vivir hasta esta avanzada edad antes de darme cuenta de lo justificada que está la adoración del fuego.
En las dos carreteras de Oppley y de Stouch había un gran estruendo de motores poniéndose en marcha y calentándose. Dos columnas de ambulancias, coche de bomberos, coches de la policía, jeeps y camiones militares, comenzaban a converger hacia Midwich. Se encontraron en la plaza central. Los transportes civiles se detuvieron y sus ocupantes salieron de ellos. Los camiones militares se dirigieron en su mayor parte hacia Hickham Lane, en dirección a la abadía. Con la excepción de un pequeño coche rojo, que se salió de la fila y tras recorrer el camino de grava, se detuvo ante Kyle Manor.
Alan Hughes se precipitó en el despacho de Zellaby, arrancó a Ferrelyn de su lugar, acurrucada ante el fuego, y la estrechó muy fuerte entre sus brazos.
— ¿Estás bien? — dijo Alan casi sin aliento —. ¡Querida! ¿Te encuentras bien?
— ¡Querido! — gritó Ferrelyn por toda respuesta.
Gordon Zellaby los miró discretamente por uno instantes y luego observó:
— Nosotros también nos encontramos bien, eso creemos, aunque un poco aturdidos.
También estamos algo entumecidos. ¿Cree usted que...? Alan pareció darse cuenta de pronto de su presencia.
— Esto... — comenzó, y luego se interrumpió cuando las luces se encendieron de pronto . ¡Oh, Dios, las bebidas calientes, rápido! — y se fue, arrastrando con él a Ferrelyn.
— Unas bebidas calientes, rápido — murmuró Zellaby —. Una simple frase, pero tan dulce a los oídos.
— Anthea, querida, si tus manos están ya lo suficientemente recuperadas como para abrir una puerta y tomar una botella y unas copas, el coñac está en su lugar acostumbrado.
Y así, cuando nosotros descendimos para el desayuno, a quince kilómetros de allí, fuimos recibidos con la noticia de que el coronel Westcott había salido hace una o dos horas, y que Midwich estaba de nuevo tan despierto como le era posible estar.
CAPÍTULO VI
MIDWICH SE TRANQUILIZA
Había aún un retén de la policía en la carretera de Stouch, pero como habitantes de Midwich pasamos sin dificultad. Alcanzamos nuestra casa sin más problemas, después de haber atravesado un pueblo que parecía el de siempre.
Más de una vez nos habíamos preguntado en qué estado encontraríamos todo, pero pudimos observar que nos habíamos alarmado inútilmente. Nuestra casa estaba intacta y tal como la habíamos dejado. Entramos y nos instalamos en ella exactamente como habíamos tenido intención de hacerlo la víspera, sin el menor inconveniente, salvo que la leche que habíamos dejado en la nevera se había estropeado, ya que había habido un corte de corriente. Hubiéramos podido afirmar incluso, una media hora después de nuestro regreso, que los acontecimientos de la víspera empezaban a volverse irreales; y cuando salimos para hablar con nuestros vecinos, descubrimos que para ellos, que realmente se habían visto mezclados en el asunto, este sentimiento de irrealidad era aún mucho más pronunciado. Por otro lado, no había de qué sorprenderse por ello, ya que, como hacía notar Zellaby, su conocimiento del asunto estaba limitado al hecho de que se habían ido a la cama una noche y que una mañana se habían despertado transidos de frío: por lo demás, debían creer lo que se les decía. Debían creer que se habían saltado un día completo, ya que era improbable que el resto del mundo hubiera sido víctima de una alucinación colectiva; pero, en cuanto a ellos, la experiencia no tenía ningún valor puesto que faltaba en ella, la condición fundamental, es decir el conocimiento. Es por ello por lo que decidió desinteresarse del asunto y hacer de sus días, los cuales por otro lado solían pasar siempre demasiado aprisa, incluso en su transcurso normal
Dicho rechazo resultó durante algún tiempo de una sorprendente facilidad, ya que era dudoso que el asunto — incluso si no hubiera sido tapado por las densas redes del Decreto de Secretos Oficiales —hubiera podido proporcionar a los periódicos materia sensacionalista. Era en efecto un material que, pese a su primera apariencia prometedora, no ofrecía nada sustancial. Se habían producido en total once accidentes, y se hubiera podido extraer algo de ellos, pero faltaban los detalles propicios para excitar a un público acostumbrado ya a todo, y los relatos de los supervivientes estaban desoladoramente desprovistos de elementos dramáticos. Todo lo que podían contar se resumía en sus recuerdos de un glacial despertar.
Fue por ello por lo que nos fue posible hacer balance de nuestras pérdidas, curar nuestras heridas y, de un modo general, recuperarnos de esta experiencia, conocida más tarde con el nombre de El Día Negro, con una sorprendente tranquilidad.
Estos fueron nuestros once accidentes fatales: el señor William Trunk, obrero agrícola, su mujer y su hijo de corta edad, perecieron en el incendio de su casa. Una pareja de avanzada edad, cuyo nombre era
Stagfield, había hallado la muerte en la otra casa que se incendió. Otro obrero agrícola, Herbert Flagg, había sido descubierto, muerto de frío, en las proximidades difícilmente explicables de las escaleras de entrada del domicilio de la señora Harriman, cuyo marido estaba en aquellos momentos en la tahona. Harry Bankhart, uno de los dos hombres que los observadores habían podido ver desde el campanario de Oppley tendidos ante la Hoz y la Piedra, fue encontrado también muerto de frío. Los otros cuatro eran todos los personas de edad en quienes ni las sulfamidas los antibióticos consiguieron detener el curso de sus neumonías.
El señor Leebody hizo celebrar el domingo siguiente un servicio de acción de gracias en nombre de todos los supervivientes. Contrariamente a lo habitual, la asistencia al acto fue numerosa. Una vez terminada aquella ceremonia y los últimos funerales, a todo el mundo le pareció que lo ocurrido no había sido más que un sueño.
Es cierto que, durante una o dos semanas, algunos soldados permanecieron por los alrededores, y que había una gran circulación de vehículos oficiales, pero el centro de interés no se hallaba en el pueblo en sí, o visiblemente por el lado de las ruinas de la abadía, donde fue establecida una guardia para proteger una enorme depresión en el suelo, que abundaba en la definitiva conclusión de que un aparato de grandes dimensiones había permanecido apoyado allí por un tiempo. Los ingenieros midieron el fenómeno, levantaron croquis y tomaron fotos. Técnicos de todas clases la atravesaron en todos sentidos, llevando detectores de minas, contadores Geiger y otros sutiles instrumentos. Luego, de pronto, los militares perdieron todo interés en el asunto y se retiraron.
La investigación en la Granja duró mucho tiempo y entre los que estaban a su cargo se hallaba Bernard Westcott. Vino a vernos varias veces, pero no nos dijo nada de lo que pasaba ni nosotros se lo preguntamos. No sabíamos al respecto más que todo el resto del pueblo, es decir que estaba llevando a cabo una investigación. Hasta la noche misma en que esta hubo terminado, y después de anunciar su partida para Londres al día siguiente, no habló casi en absoluto del Día Negro y de sus consecuencias. Luego, tras un silencio en la conversación, dijo:
—Tengo una proposición que haceros. A los dos, si os interesa.
— Veamos de qué se trata — dije.
— Esencialmente es esto: Creemos que es muy importante que mantengamos nuestra observación de Midwich durante algún tiempo, para saber lo que pasa. Podríamos introducir en el pueblo uno de nuestros hombres para que no tuviera al corriente, pero esto presenta ciertos problemas. Por otro lado, tendría que partir de cero, y se necesita un cierto tiempo para que un extraño se integre en la vida de un pueblo. Además, es dudoso que podamos justificar el hecho de destacar a un buen elemento para un trabajo a tiempo completo aquí, en el momento actual, y por otro lado, si no se dedicara a ello a tiempo completo, es también dudoso que pudiera ser de alguna utilidad. Por el contrario, si pudiéramos encontrar a alguien de confianza, que conociera ya el lugar y sus gentes para mantenernos al corriente del posible desarrollo de los acontecimientos, la cosa sería ideal. ¿Qué piensas tú al respecto?
Reflexioné un momento.
— No gran cosa, a primera vista — dije —. Todo depende de lo que comporte el trabajo en sí. Miré brevemente a Janet. Ella dijo, más bien fríamente:
— Diría que se nos está pidiendo que espiemos a nuestros amigos y a nuestros vecinos. Creo que un espía profesional haría mejor el trabajo.
—Esta es nuestra casa — dije, apoyando a Janet.Inclinó la cabeza como si hubiera esperado esta respuesta.
—Os consideráis miembros de esta comunidad — dijo.
—Lo intentamos, y creo que comenzamos a conseguirlo — dije yo.Inclinó nuevamente la cabeza.
— Es bueno — dijo —. Es bueno que comencéis a sentir que tenéis obligaciones hacia ella. Precisamente necesitamos a alguien que se interese por ella, que la vigile.
— No veo exactamente por qué. Me atrevería a decir que se ha desenvuelto por sí misma perfectamente durante algunos siglos... o al menos diría que la vigilancia de sus propios habitantes ha sido suficiente.
— Sí — convino —. Es completamente exacto... hasta hoy. Pero a partir de ahora necesita una protección exterior. Y me parece que el mejor medio de dársela depende en gran parte de nuestra exacta información.
— ¿Qué tipo de protección? ¿Y contra qué? — En primer lugar, de los curiosos. Muchacho, ¿crees realmente que es por casualidad de los periódicos no se han ocupado en absoluto de Midwich después del Día Negro? ¿Crees que es normal el que los periodistas no hayan metido aquí sus narices para publicar hasta los últimos secretos de cada uno de vosotros una vez todo hubo vuelto a la normalidad?
— Por supuesto que no — respondí —. Sabía naturalmente que había consignas de seguridad... tú mismo me lo dijiste. Y no me sorprendió en lo más mínimo. No sé lo que pasa en la Granja, pero sí sé que no se habla de las cosas que ocurren allí dentro.
— No fue solamente la Granja la que cayó en un profundo sueño — hizo notar —, sino todo lo que había en dos kilómetros a la redonda.
— Pero la Granja estaba dentro de este radio. Sin duda era el objetivo. Es muy probable que esa influencia, sea de la naturaleza que sea, no pueda extenderse sobre un radio de acción reducido, o tal vez sus autores, sean quienes sean, creyeron que era más seguro darse este margen.
—¿Eso es lo que cree el pueblo? — preguntó.
—En gran parte... con algunas variantes.
— Este es exactamente el tipo de información que quiero tener. Le echan la culpa de todo a la Granja, ¿no?
— Naturalmente. ¿Qué otra razón podría existir para que esto ocurriera en Midwich?
— Bien, supongamos que te digo que tengo razones para creer que la Granja no tiene nada que ver con ello. Y que nuestras más minuciosas investigaciones han confirmado esta idea.
—Pero entonces todo sería absurdo — protesté.
— Quizá no. No puede considerarse un accidente como un hecho absurdo.
—¿Un accidente? ¿Quieres decir un aterrizaje forzoso?Bernard se encogió de hombros.
— No puedo decírtelo. Creo que el accidente real fue el que este aterrizaje forzoso se produjera en las inmediaciones de la Granja. He aquí a donde quiero llegar: más o menos casi todo el mundo en el pueblo ha sido expuesto a un fenómeno curioso y muy poco habitual. Y ahora, tanto vosotros como el resto del pueblo se lo toma como si todo hubiera acabado por completo. ¿Por qué?
Janet y yo le miramos sorprendidos.
— Bueno — dijo ella —. Vino y se fue... entonces, ¿por qué no habría de haber terminado?
— Simplemente vino, no hizo nada, se fue de nuevo, ¿y no ha producido el menor efecto?
— No lo sé. Ningún efecto visible al menos, aparte los accidentes, por supuesto, y afortunadamente para los que los sufrieron ni siquiera se enteraron de lo que ocurría — dijo Janet.
— Ningún efecto visible — repitió él —. Actualmente, esto no quiere decir gran cosa, ¿no? Todo el pueblo puede haber recibido por ejemplo una dosis peligrosa de rayos X, gamma o de algún otro tipo, sin efectos inmediatos visibles. No existe ninguna razón para preocuparse por ello, estoy dando únicamente un ejemplo. Si existiera algún tipo de radiación latente, la habríamos detectado. El caso no es este. Pero puede existir alguna cosa que seamos incapaces de detectar. Algo que nos es completamente desconocido, algo que tiene la propiedad de provocar llamémosle un sueño artificial. Bien, se trata de un fenómeno notable desde todos los puntos de vista, suficientemente inexplicable, y más bien alarmante. ¿Tenéis realmente la pretensión de sostener alegremente que un incidente tan curioso como este puede producirse, luego cesar, y no presentar ningún efecto? Por supuesto, puede que sea así: que no tenga mayor efecto que un tubo de aspirinas; pero espero que estaréis de acuerdo en que hay que tener los ojos bien abiertos para saber si este es realmente el caso o no.
Janet vaciló un poco en sus convicciones.
— ¿Quiere decir con esto que querría que nosotros o cualquier otro hiciera esto por usted? ¿Observar y anotar el menor efecto?
— Lo que querría obtener es una fuente de información fidedigna sobre el conjunto de Midwich. Quiero ser tenido al corriente día a día de cómo se desenvuelven aquí las cosas, a fin de que pueda, si es necesario, tomar todas las disposiciones útiles según las circunstancias, y esté en condiciones de tomarlas a tiempo.
— Del modo como lo está presentando, le está dando al asunto un giro militar — dijo Janet.
— En cierto sentido así es. Quiero un informe regular del estado de Midwich desde el punto de vista de la salud, actitud, moral de los habitantes, de modo que pueda supervisar paternalmente el pueblo. El espionaje queda fuera de mis objetivos. Hay que actuar de modo que yo pueda actuar en favor de Midwich en caso de que se presente la ocasión.
Janet lo estudió atentamente por unos momentos.
—¿Qué es lo que espera que llegue a ocurrir aquí, Bernard? — preguntó.
— ¿Es que habría hecho esas proposiciones si lo supiera? — respondió él —. Tomó precauciones. No conocemos la naturaleza de lo ocurrido, como tampoco su actuación. No podemos imponer una cuarentena sin motivos. Pero podemos intentar descubrirlos. Al menos, vosotros podéis. Bien, ¿qué decís?
— No lo sé — respondí —. Danos uno o dos días para reflexionar, y te lo haré saber.
—Bien — dijo. Y pasamos a hablar de otras cosas.
Janet y yo discutimos el asunto durante los siguientes días. Su actitud se había modificado considerablemente.
—Tienes algo en mente, estoy segura — decía —. ¿Pero qué?Yo no lo sabía. Pero ella insistía:
— De todos modos, no es como si nos pidiera que vigiláramos a alguien en particular, ¿no? Yo estaba de acuerdo sobre este punto. Y ella seguía insistiendo:
— No será algo muy diferente del trabajo de un oficial Médico encargado de Sanidad, ¿no crees? No muy diferente, pensé. Y aún:
— Si no lo hacemos nosotros, tendrá que encontrar a algún otro. No veo realmente a quien podría encargárselo en el pueblo. No sería muy gentil por nuestra parte, sin contar la falta de eficacia, si por nuestra negativa tuviera que introducir a algún oficial en Midwich, ¿no crees?
Yo no tenía ninguna razón para creer lo contrario. Es por ello por lo que, tomando en consideración la estratégica situación de la señorita Ogle en las comunicaciones, escribí, en lugar de telefonear, para decirle a Bernard que creíamos que no había el menor obstáculo en nuestra colaboración, siempre que pudiéramos recibir una seguridad con respecto a un par de detalles. En su respuesta, Bernard nos propuso concertar una entrevista para cuando fuéramos en nuestro próximo viaje a Londres. Su carta no contenía nada que hiciera suponer una urgencia, y simplemente nos pedía que mantuviéramos los ojos bien abiertos mientras aguardábamos.
Eso es lo que hicimos. Pero no observamos gran cosa. Dos semanas después del Día Negro, la placidez de Midwich no se había turbado más que por algunos vagos remolinos.
La pequeña minoría que pensaba que los Servicios de Seguridad les habían rehusado el convertirse en una gloria nacional y el aparecer con fotos en los periódicos se había conformado: el resto se sentía feliz de que la interrupción de sus hábitos no hubiera revestido la menor importancia. La opinión local estaba también dividida con respecto a la Granja y sus ocupantes. Una parte sostenía que este lugar tenía que tener alguna relación con el suceso, y que, si no fuera por sus misteriosas actividades, el fenómeno no hubiera visitado jamás Midwich. La otra parte consideraba la influencia de la Granja como una especie de bendición.
El señor Arthur Crimm, O.B.E., el director de la Granja, tenía arrendada una de las propiedades de
Zellaby, y Zellaby, al encontrarlo en una ocasión, expresó la opinión más extendida afirmando que el pueblo debía mostrar su reconocimiento hacia su departamento.
— Sin su presencia, y consecuentemente el interés de los servicios de Seguridad — dijo —, sin duda hubiéramos tenido que sufrir una serie de tribulaciones mucho más inoportunas que el Día Negro. Nuestra vida privada hubiera sido arrasada, nuestras susceptibilidades hurgadas por las tres furias modernas, esa horrible asociación de la palabra impresa, la palabra grabada y la imagen. Es por eso por lo que, haya pasado que haya pasado, puede al menos estar usted seguro de nuestra gratitud por el hecho de que Midwich haya visto su ritmo de vida sin cambios y prácticamente intacto.
La señorita Polly Rushton, que era casi la única persona que se hallaba de visita en la región en aquellos momentos, permaneció hasta el fin de sus vacaciones en casa de sus tíos, y regresó luego a su casa en Londres. Alan Hughes se enfureció al saber no solo que había sido transferido al norte de Escocia, sino que además había sido incluido en una lista de desmovilización mucho más tardía de lo que había esperado. Y pasaba una gran parte de su tiempo allá, disputando, documentos en mano, con el secretario de su regimiento, mientras pasaba el resto de su tiempo manteniendo al día su correspondencia con la señorita Zellaby. La señora Harriman, la mujer del panadero, después de haber pensado en una montaña de circunstancias poco convincentes que explicaran el descubrimiento del cadáver de Herbert Flagg en su jardín, se refugió en un ataque de histeria y atormentaba a su marido con todo su pasado conocido o sospechado. Casi todos los demás reanudaron su ritmo de vida habitual.
Así pues, tres semanas más tarde, aquel asunto no era más que un incidente histórico. Incluso los monumentos funerarios que lo jalonaban hubieran podio — al menos, una buena mitad de ellos — no sorprender a nadie, ya que habían recibido inmediatamente explicaciones naturales. La única viuda recién creada, la señora Bankhart, superó bastante bien la tragedia, y no mostró la menor intención de dejarse deprimir o que su carácter se agriara ante su nueva condición.
De hecho, Midwich se había simplemente removido — en unas circunstancias algo inhabituales tal vez — por tercera o cuarta vez en el transcurso de su milenaria somnolencia.
Y ahora llego a una dificultad técnica, puesto que este libro, como ya he explicado, no es mi historia sino la de Midwich. Si tuviera que consignar aquí mis informaciones en el orden en que estas llegaron hasta mí, tendría que dar saltos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, cuyo resultado sería una mezcolanza casi incomprensible de incidentes desordenados en los que los efectos preceden a las causas. Es por ello por lo que debo disponer mis informaciones olvidando completamente los momentos y las fechas en que llegaron hasta mí, y situarlas en un estricto orden cronológico. Si este método tiene por efecto dar la impresión de una sobrenatural e inquietante presciencia en el narrador, ruego al lector que lo acepte con la seguridad de que no se trata, en este caso, más que del producto de una visión retrospectiva de los hechos.
Por ejemplo, no fue la observación cotidiana sino la investigación que se realizó más tarde la que reveló que, poco después de que el pueblo hubiera vuelto a la normalidad, algunas crisis localizadas y algunos desarreglos interrumpieron su característica tranquilidad. Se podría situar este hecho hacia finales de noviembre e incluso principios de diciembre, aunque tal vez en algunas zonas se produjo antes. Es decir, aproximadamente en el momento en que la señorita Ferrelyn Zellaby mencionó, en el devenir de su correspondencia casi diaria con el señor Hugues, que una sospecha al principio frágil se había precisado en ella de forma inquietante.
En una carta que no se podría calificar de muy coherente, explicó — o tal vez debería decir dio a entender — que no sabía cómo había podido ocurrir, y que de hecho, según todo lo que había aprendido, era imposible — y era por eso precisamente, por lo que no lo comprendía en absoluto —, pero no por ello dejaba de ser menos cierto que, de alguna misteriosa manera, parecía que en su interior se había iniciado la gestación de un bebé. Sin embargo, a decir verdad, la palabra «parecía» no era en realidad el término adecuado, ya que en el fondo estaba absolutamente segura de ello. Es por ese motivo precisamente por el que le pedía solicitara un fin de semana de permiso, debía confesar que aquel era un motivo realmente serio para que ambos tuvieran una profunda conversación.
CAPÍTULO VII
ALGO OCURRE EN MIDWICH
De hecho, la investigación demostró que Alan no fue el primero en tener noticias de Ferrelyn. Ella se había sentido ya intrigada y preocupada durante un cierto tiempo, y dos o tres días antes de que le escribiera decidió que había llegado el momento de desvelar el asunto a su familia: en primer lugar, necesitaba imperiosamente consejos y explicaciones que ninguno de los libros que consultaba parecía poderle dar; por otro lado, estimaba que actuar así era más digno que callarse esperando a que alguien lo adivinara. Anthea, decidió, era la primera persona a la que tenía que poner al corriente; su madre también, por supuesto, pero un poco más tarde, cuando hubiera tomado ya una decisión, ya que aquella era una de las circunstancias en las que su madre podía mostrarse demasiado intransigente.
La decisión, de todos modos, había sido más fácil de tomar que de decidir ponerla en marcha. Por la mañana del miércoles, Ferrelyn había dado forma a su decisión. En un determinado momento del día, en el transcurso de una hora tranquila, tomaría a Anthea suavemente aparte para explicarle lo que la atormentaba. Por desgracia, a lo largo de aquel miércoles pareció no haber ni un solo momento en que nadie estuviera realmente tranquilo. Por una u otra razón, el jueves por la mañana no se mostró propicio, y por la tarde Anthea tenía una reunión de la liga femenina, de la que regresó con aire cansado. Hubo un momento propicio el viernes, pero sin embargo no se trataba realmente de un tema que se pudiera plantear mientras su padre hacía los honores del jardín a un invitado a comer, antes de conducirlo a tomar una taza de té. Fue así como, pese a su buena voluntad, Ferrelyn se levantó el sábado por la mañana con su secreto aún para ella sola.
«Es absolutamente preciso que hable con ella hoy, incluso si todo se opone a ello. No se puede ir arrastrando una cosa así durante semanas y semanas», se dijo firmemente mientras se arreglaba.
Gordon Zellaby estaba terminando su desayuno cuando ella se sentó a la mesa. Aceptó distraídamente su beso matutino, y se fue como de costumbre a dar un rápido paseo alrededor del jardín para dirigirse luego a su estudio a fin de proseguir su Obra.
Ferrelyn comi6 su cereal, bebió un poco de café, y aceptó un huevo con tocino. Tras dos pequeños bocados, rechazó el plato con una tal decisión que Anthea vio interrumpidas sus propias reflexiones.
— ¿Qué ocurre? — preguntó Anthea, al otro extremo de la mesa —. ¿El huevo no es fresco?
— ¡Oh, no! El huevo no está malo dijo Ferrelyn —. Simplemente, no siento demasiado apetito hacia los huevos esta mañana.
Aquello no parecía interesar excesivamente a Anthea. Ferrelyn había esperado vagamente que Anthea se preguntara por qué. Una voz interior parecía susurrarle a Ferrelyn: «¿Por qué no ahora? Después de todo, el momento no tiene nada que ver con el asunto, no?» Así pues, contuvo el aliento y, para conducir suavemente a la otra mujer al tema dijo:
—¿Sabes, Anthea? Esta mañana no me he sentido muy bien.
— ¿Ah, sí? ¿Realmente? — dijo su madrastra, que se interrumpió para servirse un poco de mantequilla. Mientras se llevaba a la boca una tostada con mermelada añadió —: Yo tampoco. Es algo desagradable, verdad?
Ahora que había avanzado hasta tan lejos, Ferrelyn pensaba ir hasta el final. No tuvo en cuenta aquella ocasión para abandonar el asunto y continuó:
—Creo — dijo firmemente que mi indisposición era de una naturaleza muy precisa. El tipo de indisposición — añadió, para hacerse comprender más claramente — que le ocurre a alguien que está esperando un bebé, si entiendes lo que quiero decir.
Anthea la miró pensativamente un instante, con interés, y luego inclinó la cabeza.
— Ya entiendo — asintió. Untó cuidadosamente de mantequilla el otro lado de su tostada y le añadió un poco de mermelada. Luego volvió a levantar los ojos —. Éste es también mi caso — dijo.
Ferrelyn abrió mucho los ojos y la boca. Sorprenda y confusa, observó que se sentía escandalizada... y sin embargo... Bueno, después de todo, ¿por qué no? Anthea tenía tan solo dieciséis años más que ella, de modo que en el fondo era algo natural. Tan solo que... Bueno, una no se esperaría nunca aquello... No parecía que... Después de todo, su padre era ya tres veces abuelo por su primer matrimonio...
Por otro lado todo aquello era tan inesperado... era en cierto modo tan inverosímil... No que Anthea no fuera una persona maravillosa y amable y comprensiva... sino que era más bien una especie de hermana mayor experimentada... Una tenía que hacerse a la idea de que...
Continuó mirando a Anthea, incapaz de encontrar, las palabras que hubieran sido necesarias, ya que parecía que todo estaba trastocado... Anthea no veía siquiera a Ferrelyn: miraba fijamente ante ella, por encima de la mesa y a través de la ventana, algo que había más allá de las desnudas ramas del nogal agitadas por el viento. Sus grandes ojos negros brillaban. Un brillo que aumentó y se fundió en dos lágrimas que destellaron por un instante colgando de sus pestañas. Luego se hincharon, se desprendieron y rodaron por sus mejillas.
Una especie de parálisis retenía a Ferrelyn en su sitio. Jamás había visto a Anthea llorar. No era de este tipo de mujeres...
Anthea se dobló así misma y hundió la cabeza entre sus manos. Ferrelyn se precipitó hacia ella, la abrazó, y sintió el temblor de su cuerpo. La mantuvo entre sus brazos y le acarició los cabellos, mientras le murmuraba al oído palabras animosas.
En el intervalo que siguió, Ferrelyn no pudo impedir el sentir que en su conversación había intervenido un curioso elemento, como si se tratara de una mala interpretación de los papeles. No que estuviera absolutamente invertidos, ya que ella no había tenido la menor intención de llorar en el hombro de Anthea. Sin embargo, las cosas se presentaban de tal modo que una podía preguntarse si todo aquello no era más que un mal sueño.
Anthea, sin embargo, dejó de temblar muy pronto. Su respiración se hizo más lenta y más calmada, tras lo cual se puso a buscar un pañuelo.
— ¡Uf! — dijo —. Lamento, haber hecho la tonta, pero me siento tan feliz.
—¡Ah! — respondió Ferrelyn, no muy convencida.Anthea se sonó y se secó los ojos.
— ¿Ves? — explicó —, ni yo misma me he atrevido a creerlo. El decírselo a alguien me ha hecho sentir le golpe la realidad. Y, ya sabes, siempre lo he deseado tanto. Pero nunca ocurría, nunca, y así había empezado a creer... bueno, acababa de tomar la resolución de no mortificarme más por ello y aceptar las cosas tal como eran. Y ahora, después de todo, resulta que ocurre y yo... yo... — se echó a llorar de nuevo, suavemente, como un desahogo.
Algunos minutos más tarde recuperó su aplomo, secó sus ojos una última vez con el pañuelo convertido en una bola, y se soltó de Ferrelyn con aire decidido.
— Bueno — dijo —, ya ha pasado. Nunca me hubiera creído capaz de saborear una buena crisis de lágrimas, pero en el fondo creo que es algo que ayuda. — Miró a Ferrelyn —. Esto nos vuelve a todas un poco egoístas. Perdóname, querida.
— No tiene importancia. Estoy contenta por ti — dijo Ferrelyn, generosamente, pensó que después de todo había sido tomada por sorpresa. Luego, tras un instante de silencio, añadió —: A decir verdad, yo no puedo decir que me sienta tan contenta como tú. Por el contrario, debo decir que estoy un poco asustada...
La palabra llamó la atención de Anthea, apartando sus pensamientos de su propia contemplación. No era aquélla la reacción que esperaba de Ferrelyn. Miró pensativamente a su hijastra, como si toda la trascendencia de la situación acabara apenas de alcanzarla.
— ¿Asustada, querida? — repitió —. No veo el porqué. No es el momento más adecuado en tus circunstancias, pero no llegaremos a ningún lugar adoptando actitudes puritanas. Lo primero que hay que hacer es asegurarnos de que no te equivocas.
— Estoy segura de ello — respondió Ferrelyn con aire sombrío —. Pero no lo entiendo. No es el mismo caso que tú, que estás casada. Anthea hizo como si no hubiera entendido. Continuó:
—Bueno, ahora hay que poner a Alan al corriente.
— Sí, quizá sí — asintió Ferrelyn, sin excesivo entusiasmo.
— Por supuesto que es preciso. Y tu no tienes por qué tener miedo. Alan no te va a dejar en la estacada. Te adora.
—¿Estás segura, Anthea? — preguntó Ferrelyn, vacilante.
— Por supuesto, gran tonta. No tienes más que verle. Claro que lo que habéis hecho no es muy ortodoxo, pero estoy segura de que se alegrará. Naturalmente, tendréis que... ¿Pero qué te ocurre, Ferrelyn? — se interrumpió, sorprendida por la expresión de la joven.
—Pero... pero tu no comprendes, Anthea. No se trata de Alan.
El destello de simpatía se apagó en la mirada de Anthea. Su rostro se cerró. Se levantó de la mesa.
— ¡No! — gritó Ferrelyn, desesperada —. ¡Tú no comprendes, Anthea! ¡No es lo que imaginas! ¡No es nadie! Es por eso por lo que siento miedo!
En el transcurso de las dos siguientes semanas, tres jóvenes de Midwich solicitaron una entrevista en privado con el señor Leebody. El las había bautizado cuando eran pequeñas, las conocía bien, conocía bien a sus padres. Todas eran chicas estupendas, inteligentes, y por supuesto en absoluto ingenuas. Y sin embargo, cada una de ellas le había dicho, en síntesis:
— ¡Le juro que no es nadie, padre! Es por eso por lo que tengo miedo!
Cuando Harriman, el panadero, supo por casualidad que su mujer había ido a ver al doctor, recordó que el cuerpo de Herbert había sido encontrado a pocos pasos de los peldaños de entrada de su casa, y golpeó a su mujer, aunque ella le juró que Herbert no había entrado en su casa, y que no había tenido ninguna relación ni con él ni con ningún otro hombre.
El joven Tom Dorry regresó de permiso a su casa tras dieciocho meses de servicio en el extranjero en la marina. Cuando supo el estado de su mujer, volvió a tomar su macuto y se fue a casa de su madre. Pero su propia madre le dijo que volviera junto a su mujer porque tenía miedo. Y, viendo que él no comprendía, le dijo que también ella, tras tantos años de respetable viuda, se sentía asustada — aunque no en el sentido exacto de la palabra —, y juraba que no sabía como había podido producirse aquello. Alucinado, Tom Dorry regresó a su casa, para encontrar a su mujer tendida en el suelo de la cocina, con un tubo vacío de aspirinas en su mano. Corrió en busca del doctor.
Una mujer, no demasiado joven, compró una bicicleta y pedaleó furiosamente, cubriendo enormes distancias, con una feroz determinación.
Dos mujeres jóvenes se desvanecieron tomando baños demasiado calientes. Otras tres tropezaron de modo inexplicable y cayeron por las escaleras.
Un buen número de otras se quejaron de inexplicables molestias gástricas.
Incluso pudo verse a la señorita Agle, en correos alimentarse con una extraña comida compuesta por un pedazo de pan, sobre el que había untada una capa de pasta de anchoa de un centímetro de espesor, todo ello acompañado con media libra de pepinillos en vinagre.
Cada vez más inquieto, el doctor Willes pidió una entrevista con el señor Leebody, el pastor. Se encontraron en el presbiterio. Como para subrayar la urgencia de una decisión, una llamada telefónica interrumpió su coloquio: se reclamaba la presencia del doctor a voz en grito. Afortunadamente, el caso no era tan grave como lo que cabía esperar. Se sintió contento pensando que la palabra «veneno» inserta en la etiqueta de la botella de desinfectante, tal como ordenaban los reglamentos, no tuviera que tomarse tan al pie de la letra como había imaginado Rosie Platch. Pero esto no cambiaba en nada su trágica intención. Cuando hubo terminado con ella, el doctor Williers temblaba de impotente rabia, sin saber qué hace ni a quien dirigirse. La pobre Rosie Platch no tenía más que diecisiete años...
CAPÍTULO VIII
CONCILIÁBULO
La tranquilidad recuperada por Gordon Zellaby tras la boda de Alan y Ferrelyn fue turbada por la irrupción del doctor Williers. El doctor, alterado todavía por la reciente tragedia de Rosie Platch, se mostraba tan agitado que Zellaby tuvo que esforzarse para comprenderle.
Poco a poco, sin embargo, fue descubriendo que el doctor y el reverendo se habían puesto de acuerdo para solicitar su ayuda — y sobre todo, al parecer, la de Anthea — para algo no demasiado claro. La desgracia de la pequeña Platch había hecho que Williers decidiera tomar cartas en el asunto mucho antes de lo que pensaba que debería hacerlo.
— Hasta ahora hemos tenido suerte — dijo —. Pero se trata ya de la segunda tentativa de suicidio en una sola semana. En cualquier momento puede producirse una tercera... que tal vez sea fatal. Nuestro imperioso deber es dar a la luz pública lo que sucede a fin de calmar los ánimos. Es imposible esperar más tiempo.
— En lo que a mi respecta, el asunto no es en absoluto público. ¿De qué se trata? -preguntó Zellaby. Williers, sorprendido, lo miró por unos instantes. Luego pasó una mano por su frente.
— Le pido perdón — dijo —. Estoy metido en esto hasta el cuello, y olvidaba que usted no puede estar al corriente. Me refiero a todos esos inexplicables embarazos.
—¿Inexplicables? — Zellaby enarcó las cejas.
Williers se esforzó en hacerle entender del mejor modo posible todo lo que tenía de incomprensible.
— El asunto es tan misterioso — concluyó —, que tanto el reverendo como yo hemos creído necesario formular la hipótesis de que este asunto tiene que tener alguna relación, de uno u otro modo, con aquel otro e inexplicado asunto que hemos dado en llamar el Día Negro.
Zellaby lo observó largamente, con aire pensativo. Era imposible la menor duda sobre la sinceridad de la inquietud del doctor.
— Me parece una hipótesis muy curiosa — dijo —, sin comprometerse.
— Es más que una situación curiosa — respondió Williers —. Tenemos todo el tiempo que queramos para pensar en ella. Pero en lo que no podemos esperar es en todas esas mujeres al borde de la histeria. Algunas son pacientes, mías, y otras no tardarán en serlo a menos que este estado de tensión desaparezca dentro de poco... — dejó la frase en suspenso y agitó la cabeza.
— ¿Todas esas mujeres? — repitió Zellaby —. El término es un tanto vago. ¿Cuántas exactamente?
—No lo sé con precisión — dijo Williers.
— ¿Y en números redondos? Tenemos que hacernos una idea de lo que tenemos en frente.
— Bueno, yo diría... Oh, aproximadamente de unas sesenta y cinco a setenta.
—¿Qué? exclamó Zellaby, incrédulo.
—Ya te dije que era un maldito problema.
—Pero, si no está seguro de ello, ¿por qué sube hasta sesenta y cinco?
— Porqué esta es mi estimación. Admito que es bastante aproximativa, pero supongo que se dará usted cuenta que este es aproximadamente el número de mujeres en el pueblo que están en edad de tener niños — observó Williers.
Más tarde, después de que Anthea Zellaby, con aspecto cansado y abatido, se fuera a dormir, Willers dijo:
— Lamento haber tenido que hacer esto, Zellaby, pero forzosamente ella hubiera terminado por saberlo igual. Mi mayor esperanza es que todas las demás mujeres lo acepten con la mitad del valor con que lo ha aceptado su esposa.
Zellaby asintió con la cabeza.
— Es una mujer admirable, ¿no cree? Me pregunto cómo hubiéramos resistido usted yo un shock así.
— Es horrible — admitió Willers —. Hasta ahora la mayor parte de las mujeres casadas están tranquilas, pero para impedir que las mujeres solteras se vuelvan neurasténicas vamos a tener que obligarlas a tomar el toro por los cuerpos. No hay otro medio, estoy seguro de ello.
— Una cosa que me ha preocupado todo el tiempo es saber hasta dónde deberemos llegar en nuestras, explicaciones — dijo Zellaby —. ¿debemos seguir manteniendo el misterio y dejar que en todo caso sean ellas o existe algún método mejor?
—Por los cielos, se trata de un misterio, ¿no? — hizo notar el doctor.
— Evidentemente, el cómo es un misterio de los más misterioso convino Zellaby —. Pero no creo que quede ninguna duda acerca de lo que ha ocurrido. No creo que la tenga ni usted... a menos que intente deliberadamente el evitar pensar en ello.
— Es usted quien tiene que decírmelo — dijo Willers —. Puede que su razonamiento sea distinto al mío. Al menos, eso espero. Zellaby inclinó la cabeza.
— Mi conclusión — dijo, y de pronto se interrumpió, con los ojos fijos en el retrato de su hija —. ¡Dios mío! — exclamó —. ¿También Ferrelyn...? Giró lentamente la cabeza hacia el doctor.
— Debo suponer que la respuesta es que simplemente lo ignora usted todo, ¿no?
Willers dudó.
—No puedo afirmar nada — dijo.
Zellaby se pasó una mano por el pelo y luego la dejó caer inerte a un lado. Durante un largo intervalo, en silencio, permaneció con los ojos fijos en los dibujos de la alfombra. Luego, irguiéndose de nuevo, con una frialdad estudiada, observó:
— Hay tres... no, cuatro posibilidades que acuden a mi mente. Imagino que usted habrá pensado inmediatamente en la explicación más fácil que uno puede darle al asunto... una explicación que estoy seguro no dejará de acudir a la mente de cualquier persona que aborde el tema. Sin embargo, tengo algunas argumentaciones que creo pueden oponerse a ella. Luego se las mencionaré.
—Le escucho — dijo el doctorZellaby asintió con la cabeza y prosiguió:
— En primer lugar; ¿no existe la posibilidad, al menos en algunas formas inferiores, de provocar la partenogénesis?
— Oh, sí. Pero en el estudio actual de nuestros conocimientos es imposible practicarla cuando se trata de formas superiores. Y, por supuesto, absolutamente de acuerdo. Luego, hay la inseminación artificial.
—En efecto aceptó el doctor.
—Pero usted no cree en ella.
—No.
— Yo tampoco. Y ahora — dijo Zellaby con aire ceñudo — nos queda la posibilidad de la implantación, algo que podría ser el resultado de lo que alguien (Huxley imagino) llamó la «xenogénesis». Es decir, la producción de una forma diferente de la del padre, ¿o quizás debería decir del «otro», puesto que no se trata realmente del verdadero padre?
El doctor Willers frunció el ceño
—Tenía la esperanza de que no se le ocurriera esta hipótesis.Zellaby agitó la cabeza.
— Mi querido amigo, esta es una esperanza que haría mejor en abandonar. Es posible que sea algo que se le ocurra a todo el mundo, pero es la explicación (aunque esta palabra no sea la más adecuada) a que llegarán dentro de no mucho todas las personas inteligentes. Siga sino mi razonamiento. Desde el principio podemos descartar la partenogénesis, ¿no es así? No existe ningún documento digno que haya descrito un caso como el presente.
El doctor asintió con la cabeza.
— Bien, partiendo de esta base, les resultará muy pronto tan evidente como a mi mismo, y como sin lugar a dudas lo debe ser para usted, que las otras hipótesis de violación y de inseminación artificial se eliminan por una simple cuestión de cálculo. Del mismo modo, incidentalmente, parece que se podría descartar por el mismo motivo la partenogénesis, incluso si su realización fuera algo posible. Ya que estadísticamente, no es en absoluto posible, admitiendo que se tome al azar un número dado de mujeres en un determinado momento, hallar más de un veinticinco por ciento en condiciones de concebir.
—Bueno... — comenzó el doctor, en un tono que dejaba traslucir una cierta duda.
— Bien, hagamos una concesión y admitamos un treinta y tres por ciento, lo cual es una cifra más bien elevada. Pero entonces, si su estimación es más o menos exacta, la situación actual es estadísticamente imposible. Ergo, lo queramos o no, nos queda tan solo la cuarta y última posibilidad, es decir la implantación de óvulos fertilizados durante el Día Negro.
Willers tenía un aspecto tan desgraciado como absolutamente convencido.
— Permítame poner en duda su denominación de «última». Podría haber otra posibilidad que a usted no se le ha ocurrido. Con un suspiro de impaciencia, Zellaby interrumpió:
— ¿Quiere decir alguna otra forma de concepción que no choque con esta barrera matemática? Muy bien. Entonces hay que admitir que no se trata en realidad de una concepción y, en consecuencia, se trata de una incubación.
El doctor suspiró.
— De acuerdo. Se lo acepto — dijo —. En lo que a mí se refiere, estoy tan solo accidentalmente interesado en el cómo del asunto. Mi inquietud se centra en el bienestar de mis pacientes actuales y futuras...
— Y aún estará más interesado en él dentro de algunos meses — observó Zellaby —. Puesto que, considerando que todas ellas se hallan en el mismo punto de embarazo cabe suponer que los nacimientos van a producirse, excluyendo los accidentes, en un período tiempo bastante limitado, una vez llegue el momento. Que calculo hay que situar a finales de junio, durante la primera semana de julio, admitiendo por supuesto que todo el resto del proceso sea normal.
— Actualmente — continuó Willers con firmeza —, primera preocupación es disminuir sus inquietudes y no aumentarlas. Es por esta razón por la que debemos de cuidar del mejor modo posible que esta idea de una implantación no se extienda. Si lo hiciera podría provocar un pánico. Por el bien de todas esas mujeres, le ruego que se encoja de hombros con convicción ante cualquier insinuación de este tipo que le pueda ser formulada.
— Está bien — asintió Zellaby, tras una profunda reflexión —. Sí. Estoy de acuerdo. En efecto, creo que tenemos aquí un caso indicadísimo para cubrirlo con una benevolente censura. — Frunció el ceño —. Es difícil de ver el punto de vista de las mujeres a este respecto: todo lo que puedo decir es que si yo fuera forzado, incluso en las circunstancias más favorables, a engendrar un niño, me sentiría aterrado ante la idea, tuviera la menor razón para suponer que se trata de una forma de vida inesperada, probablemente me volvería loco de atar. La mayor parte de las mujeres no reaccionarían así, por supuesto; mentalmente son más resistentes que nosotros, pero algunas de ellas podrían perder sus defensas ante una situación parecida. Es por eso que negar convincentemente tal eventualidad es la mejor actitud que podemos adoptar.
Hizo una pausa para reflexionar.
— Y ahora — concluyó —, tendríamos que darle a mi mujer un programa que pudiera poner en ejecución. Hay varios puntos de vista a considerar. El más espinoso va a ser la publicidad... o mejor dicho la no publicidad.
— Gran Dios, sí — dijo Willers —. Si la prensa llegara a poner las manos sobre ellos...
— Sí, lo sé. Que Dios nos ayude si llega a ocurrir esto. Primero los comentarios periodísticos, y luego seis meses de especulaciones más delirantes de día en día. No serían precisamente ellos quienes evitaran hablar de la xenogénesis. Con mucha probabilidad abrirían concursos de pronósticos. Muy bien. El ministerio de Interior ha conseguido alejar el Día Negro de las columnas de los periódicos. Tendremos que ver lo que podemos hacer nosotros al respecto.
«Y ahora, demos forma a lo que tenemos que decirle a mi mujer».
CAPÍTULO IX
MANTÉNGALO SECRETO
La publicidad para llamar la atención sobre lo que fue descrito de un modo lo suficientemente vago como Reunión Urgente Especial de Extrema importancia a Todas Las Mujeres de Midwich fue intensiva. Incluso nosotros recibimos la visita de Gordon Zellaby, que consiguió inculcarnos la existencia de un problemático estado de urgencia a través de una serie de circunloquios que no nos revelaron absolutamente nada. Sus blocajes a las tentativas que hicimos para sacarle alguna cosa no hicieron más que añadirle interés al asunto.
Las gentes, una vez convencidas de que no se trataba simplemente de un rebrote de la defensa pasiva: algún tipo de llamada al sentido cívico, se dejaron devorar por la curiosidad. ¿Qué podía incitar al doctor, al reverendo, a sus mujeres, a la enfermera, incluso a los dos Zellaby, a tomarse el trabajo de asegurarse de que se había visitado a todo el mundo y que todos habían sido personalmente invitados? Los visitantes se habían mostrado tan evasivos, habían insistido tanto en que no habría que pagar nada, en que no se efectuaría ninguna colecta, en que habría un cóctel gratuito para todos, que esto había permitido que la curiosidad se impusiera incluso en los desconfiados por naturaleza. Hubo muy pocas sillas vacías.
Los dos dirigentes del movimiento estaban sentados en el estrado, con Anthea Zellaby, el rostro un poco pálido, sentada entre ambos. El doctor fumaba con una nerviosa intensidad. El reverendo parecía perdido en sus pensamientos, de los que se extraía de tanto en tanto para decirle algo a la señora Zellaby, que para darles tiempo a los retrasados a llegar, y luego el doctor ordenó cerrar las puertas y abrió la sesión con una breve alocución que, sin dar ninguna información, insistía en la importancia de la reunión. El reverendo aportó inmediatamente su colaboración. Terminó:
— Pido seriamente a cada una de ustedes aquí presentes que escuchen con la mayor atención lo que tiene que decirles la señora Zellaby. Nos sentimos enormemente reconocidos por su gesto de aceptar el presentarles el asunto. Y quisiera que supieran por anticipado que tanto el doctor Willers como yo mismo garantizamos absolutamente todo lo que les va a decir. Les aseguro que le hemos pedido a ella realizar esta tarea en lugar de hacerla nosotros mismos tan solo porque hemos creído que lo que tiene que decirle será más bien acogido, y también mejor presentado de mujer a mujer. El doctor Willers y yo abandonaremos ahora esta sala, pero estaremos muy cerca. Cuando la señora Zellaby haya terminado, si ustedes lo desean así, volveremos a este estrado y responderemos lo mejor que podamos a todas las preguntas que quieran formularnos. Y ahora les ruego que escuchen atentamente a la señora Zellaby.
Hizo una seña al doctor para que pasara ante él, y ambos salieron por una puerta al lado de la tribuna. Se cerró tras ellos, pero no completamente.
Anthea Zellaby tomó el vaso que se hallaba ante ella y bebió un sorbo de agua. Miró brevemente sus manos, que sujetaban las notas que había tomado. Luego levantó la cabeza y esperó a que cesaran los murmullos. Una vez conseguido esto, recorrió su auditorio con la mirada, como para anotar todos los rostros.
— Ante todo — dijo —, quiero ponerles en guardia. Lo que tengo que decirles me es muy difícil, y a ustedes les será más difícil creerlo. Nos va a ser muy difícil para cada una de nosotras comprender a partir de ahora lo que está pasando.
Se detuvo, bajó los ojos, volvió a levantarlos de nuevo.
— Espero un niño — dijo —. Me siento muy, muy contenta y feliz por ello. Es natural que las mujeres quieran tener niños, y que se sientan felices cuando saben que están esperando uno. Lo que no es natural es sentir miedo. Los niños deben traer alegría y felicidad. Desgraciadamente, hay un cierto número de mujeres en Midwich que son incapaces de sentir esto. Algunas de ellas se sienten desgraciadas, avergonzadas y aterradas. Es por ellas que tenemos hoy esta reunión. Para ayudar a todas las que se sienten desgraciadas y asegurarles que no tienen ninguna razón para sentirse así.
Miró de nuevo, lentamente, el semicírculo de su auditorio. En algunos puntos se oían ahogadas exclamaciones.
— Algo muy extraño ha ocurrido aquí. Y no solamente a una o dos de nosotras, sino a casi todas las mujeres de Midwich que se hallan en edad de tener niños.
El auditorio permaneció mudo e inmóvil, con todos los ojos fijos en ella mientras les exponía la situación. Sin embargo, antes de haber terminado, se dio cuenta de que se producía una ligera agitación y murmullos a su derecha. Mirando hacia allá, vio a la señorita Latterly y a su inseparable amiga la señorita Lamb en el centro de la agitación.
— Señorita Latterly — dijo claramente —, ¿debo su poner que cree usted no estar personalmente interesada en el tema de esta conferencia? La señorita Latterly se levantó y dijo con voz temblorosa por la indignación:
—Exactamente, señora Zellaby. En toda mi vida...
— Comprendido. Pero tratándose de un asunto de extrema gravedad para varias de nosotras, espero que tendrá la delicadeza de no originar nuevas interrupciones. ¿O acaso preferiría dejarnos, señorita Latterly?
La señorita Latterly se mantuvo en su sitio, cruzando su mirada con la de la Señora Zellaby como si fuera una espada.
— Lo que quiero... — empezó, pero luego cambió de opinión —. Muy bien, señora Zellaby dijo —. Formularé más tarde mis protestas contra las extraordinarias calumnias que ha vertido usted sobre nuestra a comunidad.
Se giró dignamente y esperó, con la evidente intención de darle a la señorita Lamb tiempo suficiente para levantarse y seguirla. Pero la señora Lamb no se movió. La señorita Latterly la miró de arriba a abajo, con ojos impacientes. La señorita Lamb permaneció pegada a su asiento.
La señorita Latterly abrió la boca para hablar, pero algo en la expresión de la señorita Lamb le. impidió hacerlo. La señorita Lamb dejó de mirarla cara a cara. Giró la vista y miró fijamente al frente, mientras la sangre afluía a su rostro hasta encenderlo.
Un ahogado y curioso sonido escapó de la garganta de la señora Latterly. Extendió una mano y se sujetó a una silla para mantener su equilibrio. Seguía mirando a su amiga, sin hablar. En unos segundos sus rasgos se arrugaron, y pareció diez años más vieja. Quitó la mano del respaldo de la silla. Haciendo un gran esfuerzo, se enderezó de nuevo. Levantó decididamente la cabeza, mirando a su alrededor con ojos que parecían no ver nada, y luego echó a andar por el pasillo, muy erguida, pero no muy segura sobre sus piernas, en dirección al fondo de la sala, y salió sola.
Anthea aguardó, esperando que se alzara un murmullo en la sala, pero no se produjo el menor sonido. El auditorio se mostraba alucinado y escandalizado. Todos los rostros se giraron hacia ella, esperando. En un profundo silencio, la señora Zellaby prosiguió allá donde se había interrumpido, intentando reducir la tensión que había suscitado la señorita Latterly, dando a su exposición un tono más objetivo. Consiguió llegar con esfuerzo al final de la exposición preliminar de los hechos, y entonces se detuvo.
Esta vez, el esperado murmullo se elevó rápidamente. Anthea bebió otro sorbo de agua y convirtió su pañuelo en una apretada pelota entre sus húmedas manos, mientras miraba atentamente la sala.
Podía ver a la señorita Lamb inclinada hacia delante, apretando un pañuelo contra sus ojos, mientras la señora Brant, a su lado, hacía todo lo que podía para reconfortarla. La señorita Lamb estaba muy lejos de ser la única en buscar consuelo en las lágrimas. Por encima de aquellas cabezas inclinadas se elevó un resonar de voces incrédulas, falseadas por la consternación y la indignación. Aquí y allá algunas mostraron una gran dosis de nerviosismo, pero todo aquello estaba muy lejos del estallido que había temido. Se preguntó hasta qué punto un vago presentimiento habría; amortiguado el choque...
Observó con alivio la escena durante algunos minutos, y se sintió más tranquila. Cuando estimó que la gente había tenido tiempo de recobrarse, dio unos golpes en la mesa. Los murmullos se apagaron, hubo algunos sollozos ahogados, y luego las hileras de rostros se giraron de nuevo hacia ella, atentos. Anthea inspiró profundamente y prosiguió:
— Nadie — dijo —, nadie excepto un niño o una persona de mente infantil, espera que la vida sea justa. No lo es, y lo que nos ocurre será más duro para algunas de nosotras que para otras. Esto no impide sin embargo que con justicia o sin justicia, queramos o no queramos, casadas o solteras, estemos todas en el mismo barco. No hay la menor razón, para ninguna de nosotras, que le permita despreciar a alguna otra. Este sentimiento se halla fuera de lugar. Todas nosotras hemos sido situadas fuera de las convenciones y, si alguna de las mujeres casadas que hay aquí se siente tentada a considerarse más virtuosa que su vecina soltera, hará bien en pensar antes en como podría probar, si se la instara a ella, que el niño que lleva en su seno es de su marido.
»Se trata de algo que nos ha llegado por igual a cada una de nosotras. Así que debemos unirnos para el bien de todas. Ninguna de nosotras lleva encima el peso de una vergüenza, por lo que no tiene que haber ninguna diferencia entre nosotras, salvo — se detuvo un momento, y luego continuó — salvo el hecho de que aquellas que no tengan a su lado la ternura de un marido para ayudarlas tendrán una mayor necesidad de toda nuestra atención y nuestra solicitud.
Continuó tratando aquel problema durante unos instantes, hasta que estimó que se había hecho comprender bien. Luego enfocó otro aspecto de la cuestión.
— Lo que ocurre — dijo con energía — es algo que nos concierne a nosotras. No sabría encontrar ninguna otra cosa más personal a cada una de nosotras. Estoy segura de ello, y creo que todas ustedes piensan como yo. Es por ello que es preciso que las cosas no salgan de aquí. Somos nosotras quienes tenemos que arreglárnoslas por nosotras mismas, sin que nadie se mezcle en ello.
»Todas ustedes saben cómo los periódicos de segunda clase se apoderan de estos casos, principalmente cuando en ellos interviene un elemento extraordinario. Los convierten en una atracción, como si las personas involucradas no fueran más que monstruos susceptibles de ser exhibidos en una feria. La vida de los padres, sus casas, sus hijos, ya no le pertenecen.
»Todas nosotras estamos al corriente de un ejemplo de nacimiento múltiple del que se apoderaron los periódicos, luego el cuerpo médico apoyado por el gobierno, hasta tal punto que resultó que los padres fueron prácticamente privados de sus hijos poco tiempo después de su nacimiento.
»Bueno, en lo que a mí respecta, no tengo la menor intención de perder así el mío, y espero con todo corazón que todas ustedes compartan este sentimiento. Es por eso, a menos que queramos algunas molestias embarazosas (ya que les prevengo que, si el asunto se difunde, será el tema de las conversaciones de los bares y cafés, con alusiones groseras), a menos pues que queramos exponernos a esto, y que inmediatamente nuestros bebés nos sean arrancados de las manos con uno u otro pretexto por los doctores y los científicos, debemos, cada una de nosotras, tomar la resolución de no mencionar fuera del pueblo, no hacer la menor alusión, al estado de cosas que reinan en Midwich. Está en nuestras manos el velar que este sea un asunto exclusivo de Midwich, y que sea llevado no como lo haría un periódico cualquiera o un ministerio, sino como cree que debe ser llevado el propio pueblo de Midwich.
»Si la gente, en Trayne o en algún otro sitio, se muestra curiosa, y si vienen aquí extraños a hacernos preguntas, debemos, en interés propio y en el de nuestros hijos, no decirles nada. Pero no debemos permanecer solamente mudas y evasivas, como si tuviéramos algo que ocultar. Debemos hacerles sentir que no ocurre nada anormal en Midwich. Si todas cooperamos, y hay que hacer comprender a nuestros hombres que deben ayudarnos en la tarea, no será alentada ninguna curiosidad, y se nos dejará tranquilas, como es nuestro derecho. Se trata de nuestros asuntos, no de los de ellos. No hay nadie, absolutamente nadie, que tenga mejor derecho, o para quien este derecho sea más sagrado, a proteger a sus hijos de la explotación, que nosotras que vamos a ser madres.
Las examinó calmadamente, casi individualmente, como había hecho al principio. Luego concluyó:
— Ahora voy a pedir al reverendo y al doctor Willers que vuelvan. Si me disculpan un momento, me reuniré de nuevo con ustedes en unos minutos. Se que todas tienen multitud de preguntas que hacer.
Se deslizó rápidamente a la estancia contigua.
—Muy bien, señora Zellaby, realmente muy bien — dijo el señor Leebody.El doctor Willers tomó su mano y la estrechó.
— Creo que lo ha conseguido — dijo, mientras se apresuraba a seguir al reverendo hacia el estrado.
Zellaby la condujo hacia una silla. Ella se sentó y se recostó, con los ojos cerrados. Su rostro estaba pálido, y parecía extenuada.
—Creo que harías mejor volviendo a casa — dijo Zellaby.Ella negó con la cabeza.
—No. Me sentiré bien en unos minutos. Debo volver ahí dentro.
— Ellos pueden arreglárselas solos ahora. Ya has dicho lo que tenías que hacer, y lo has hecho estupendamente Ella negó de nuevo con la cabeza.
— Sé lo que deben sentir esas mujeres. Este momento es crucial, Gordon. Es necesario que hagan un montón de preguntas, que hablen, tanto como quieran. Luego, cuando regresen a sus casas, habrán superado el primer shock. Es preciso que se hagan a la idea. Necesitan experimentar esa solidaridad. Lo sé, yo también siento esa necesidad.
Llevó una mano a su frente y se echó el cabello hacia atrás.
—¿Sabes, Gordon? No es cierto todo lo que acabo de decir.
—¿Qué es lo que no es cierto? Has dicho muchas cosas.
Cuando he dicho que me sentía feliz y contenta. Hace dos días eso era completamente cierto. Quería tanto un hijo, un hijo tuyo y mío. Y ahora me da miedo. ¡Tengo miedo, Gordon!
El le rodeó los hombros con un brazo. Ella apoyó su cabeza contra la de él con un suspiro.
— ¡Querida! ¡Querida! — dijo él, acariciando suavemente sus cabellos —. Todo va a ir perfectamente. Nos ocuparemos de ti.
— No saber — exclamó ella —. Saber que hay algo que está creciendo ahí dentro, y no saber cómo ni por que.. Es tan, tan degradante, Gordon. Tengo la impresión de ser un animal.
El le besó suavemente la mejilla, y continuó acariciándole el cabello.
— No tienes por qué preocuparte — dijo —. Me atrevería a apostar que, cuando él o ella venga al mundo, le echaras una mirada y dirás: «¡Oh, Dios mío, la nariz de los Zellaby!». Pero si no es así, ya veremos entre los dos lo que hacemos. No estas sola, querida, nunca tienes que sentirte sola. Yo estoy aquí. Y Willers también está aquí. Estamos aquí para ayudarte siempre, en cada instante que lo necesites.
Ella giró la cabeza y le besó.
— Gordon, querido — dijo. Luego se soltó de su abrazo y se levantó —. Tengo que volver ahí — anunció.
Zellaby la siguió con la mirada. Luego acercó una silla a la puerta entreabierta, encendió un cigarrillo y se sentó para examinar atentamente la atmósfera del pueblo, tal y como aparecía a través de las preguntas que iban siendo formuladas.
CAPÍTULO X
MIDWICH LLEGA A UN ACUERDO
La tarea planteada para enero fue la de minimizar el asunto y dirigir las reacciones, definiendo así, de una vez por todas, la actitud que debía adoptarse. La reunión inicial podía ser considerada como un éxito. Se respiraba mejor, y numerosos motivos de inquietud se habían desvanecido; el auditorio, acometido mientras se hallaba aún en un estado de semiestupor, había aceptado en gran parte la idea de una solidaridad y una responsabilidad comunes. Se esperaba por supuesto que algunos individuos tomaran la cosa a la ligera, pero no estaban menos deseosos que los demás de no ver sus vidas privadas expuestas e invadidas, ni sus calles atestadas de vehículos y de masas de curiosos con las narices pegadas a los cristales. Además, no les era difícil a las dos o tres personas, ávidas de notoriedad, darse cuenta de que el pueblo en pleno estaba preparado para contrarrestar a todo no cooperador activo mediante un severo boicot. Y si bien el señor Wilfred William soñaba a veces, con nostalgia, con la desusada actividad que hubiera podido adueñarse de La Hoz y la Piedra, no por ello dejó de aportar una sólida colaboración, mostrándose muy sensible a las exigencias a largo plazo de sus prácticas.
Tras el estupor de los primeros días, cuando se tuvo conciencia de que gente capaz tenía la situación en sus manos, cuando, entre las jóvenes solteras, el barómetro hubo saltado de la aterrada depresión a una confortable confianza, y cuando apareció una atmósfera de grandes preparativos no muy diferente de la que precede a la ferial anual o a la Fiesta de las flores, entonces el comité, que espontáneamente se había situado en su lugar, pudo felicitarse de haber al menos encarrilado las cosas por la vía correcta.
El primer comité, compuesto por los Willers, los Leebody, los Zellaby y la enfermera Daniels, se vio aumentado con nosotros mismos, y también con el señor Arthur Crimm, que fue elegido posteriormente de común acuerdo para representar a los de Investigación, algunos de los cuales estaban indignados por verse a su pesar mezclados en la vida doméstica de Midwich.
Aunque el sentimiento expresado en la reunión del comité, cinco días después de la de la sala municipal, podría resumirse en cinco palabras: «Hasta aquí todo va bien», los miembros del comité se daban perfecta cuenta de que el éxito no seguiría ofreciéndose de una manera tan simple. Si no estábamos atentos, al menos durante algún tiempo, era muy probable que todo cayera de nuevo fácilmente dentro de los límites de los habituales prejuicios.
— Lo que debemos crear — resumió Anthea — es de alguna manera el espíritu de compañeros de adversidad, pero sin sugerir la idea de adversidad. Por otro lado, y por lo que sabemos, tampoco lo es exactamente.
Aquella toma de posesión recibió la aprobación de todos, salvo de la señora Leebody, que parecía preocupada.
— Pero — dijo, vacilante —, creo que debemos ser honestos, ya saben lo que quiero decir. La miramos sorprendidos. Añadió:
—Quiero decir que pese a todo se trata de una adversidad, ¿no? Debe existir una razón a todo esto. ¿Acaso no es nuestro deber buscarla? Anthea la miró con una ligera mueca de sorpresa.
— No comprendo exactamente lo que quiere decir... — murmuró.
— Bueno explicó la señora Leebody —, cuando cosas así, cosas extrañas quiero decir, ocurren de pronto a una comunidad, existe alguna razón. Quiero decir, piensen en las plagas de Egipto, en Sodoma y Gomorra, en este tipo de cosas.
Hubo un silencio. Zellaby se creyó obligado a disipar aquel malestar.
— En lo que a mí respecta hizo notar —, considero las plagas de Egipto como un ejemplo típico de intimidación celestial, una técnica que hoy es designada con el nombre de política de fuerza. En cuanto a Sodoma... — se calló, ante la expresiva mirada de su mujer.
—Hum — dijo el reverendo, observando que se esperaba su dictamen —. Esto...Anthea acudió en su ayuda.
— No creo que tenga usted razones para preocuparse al respecto, señora Leebody. La esterilidad es evidentemente una forma clásica de maldición, pero realmente no recuerdo ningún ejemplo en que la venganza divina haya tomado la forma de la fertilidad. Después de todo, no parece algo razonable, ¿eh?
— Eso depende de lo que nazca — dijo la señora Leebody gravemente.
Hubo un nuevo y embarazado silencio. Todo el mundo, excepto el reverendo, miraba a la señora Leebody. El doctor Willers interrogó a la enfermera Daniels con la mirada, luego posó sus ojos en Dora Leebody, a quien no intimidaba el hecho de que se había convertido en el punto de mira de toda la asamblea. Nos miró a uno tras otro con aire contrito.
— Lo siento, pero creo ser la causa de todo esto — confesó.
—Señora Leebody — dijo el doctor.Ella lo interrumpió con la mano.
— No se esfuerce, doctor, sé que quiere ayudarme. Pero ha llegado el momento de la confesión. Soy una pecadora, ¿saben? Si hubiera tenido un hijo mío hace doce años, nada de esto hubiera ocurrido. Ahora debo explicar mi pecado quedando encinta de un hijo que no es de mi esposo. Todo esto queda bien claro. Me siento desesperada al pensar en que he traído esta aflicción sobre tantas cabezas. Pero es una maldición, lo sé. Tanto como lo fueron las plagas de Egipto...
El reverendo, profundamente desasosegado, se interpuso antes de que ella siguiera hablando:
—Creo... hum... creo que debemos retirarnos.
Hubo un gran ruido de sillas. La enfermera Daniels avanzó tranquilamente hacia la señora Leebody y se puso a hablar con ella. El doctor Willers los observó un instante antes de darse cuenta de la presencia del señor Leebody a su lado, con una muda pregunta en su rostro. Con aire tranquilizador, colocó una mano sobre su hombro.
— Es la emoción. No tiene nada de sorprendente. Esperaba ya reacciones de este tipo... Le diré a Daniels que le dé un sedante. Es muy probable que un somnífero sea suficiente. Vendré a verles mañana por la mañana.
Unos minutos más tarde nos dispersábamos, asaltados por negros pensamientos.
El programa recomendado por Anthea Zellaby fue aplicado con pleno éxito. La segunda parte del mes de enero fue consagrada a la puesta en pie de una organización de ayuda mutua y de actividades sociales tales, que sentimos que aquellos que estaban absolutamente resueltos a no colaborar con nosotros iban a encontrarse completamente abandonados a sus negras ideas.
Hacia finales de febrero, pude escribirle a Bernard que las cosas, en general, se sucedían tranquilamente, mucho más tranquilamente de lo que habíamos esperado al principio. El gráfico de la moral de las gentes de Midwich había registrado algunos descensos, y seguramente habría otros, pero hasta aquel momento las recuperaciones habían sido rápidas. Le di detalles sobre lo que había ocurrido en el pueblo desde mi último informe, pero no pude responder a sus preguntas relativas a las actitudes y opiniones reinantes en la Granja. O bien los investigadores estimaban que aquel asunto entraba de lleno en el secreto profesional, o bien creían que era más prudente actuar como si así fuera.
El señor Crimm continuó siendo su único punto de contacto con el pueblo, y pensé que, para obtener más amplia información, era preciso que o bien recibiera permiso para revelarle la naturaleza oficial de mi interés, o bien que Bernard tomara la decisión de ocuparse personalmente de ello. Bernard optó por esta última solución, y fue fijada una entrevista para el próximo viaje del señor Crimm a Londres. Vino a visitarnos a su regreso, creyendo que tenía derecho a desvelarnos una parte de sus inquietudes, las cuales eran principalmente debidas al parecer a las dificultades halladas por su servicio de personal.
— Poseen el culto al orden — se quejó —. No sé realmente qué van a hacer cuando mis seis problemas ocasionen preguntas de tratamiento y ausencia y creen un desorden indescriptible en sus fichas de vacaciones. Sin contar con que ello afectará nuestro programa de trabajo. Me he puesto en manos del coronel Wescott para que, si su ministerio tiene realmente interés en mantener las cosas secretas, provoque una intervención oficial al nivel más alto. Si no, dentro de poco nos vamos a ver obligados a dar explicaciones. Creo que me ha comprendido bien. Pero juro por todos los dioses que no veo en qué sentido suscita este aspecto del problema tal interés en los servicios del ejército ¿Y ustedes?
— Realmente, es una pena — dijo Janet —. ¡Nosotros que esperábamos precisamente, al saber que iba a verle, que sería usted quien podría proporcionarnos un poco de luz para ver más claro!
En aquel tiempo, la vida parecía deslizarse muy tranquilamente en Midwich, y no fue hasta un poco más tarde que una corriente hasta entonces subterránea hizo su aparición y nos precipitó en una crisis de angustia.
Tras la reunión del comité que interrumpiera tan prematuramente, la señora Leebody cesó, sin que ello nos sorprendiera demasiado, de tomar la menor parte activa en nuestro empeño de apaciguar los ánimos. Cuando, tras algunos días de descanso, reapareció, parecía haber encontrado de nuevo su equilibrio y decidió considerar todo el asunto como un tema de mal gusto.
Sin embargo, a principios de marzo, el reverendo de Santa María, en Trayne, acompañado de su mujer, la trajo a casa en coche. La habían encontrado, informó con embarazo al señor Leebody, predicando en el mercado de Trayne, de pie sobre una caja de madera.
— ¿Ha dicho usted predicando? — dijo el señor Leebody, viendo aparecer una nueva preocupación —. ¿Puede decirme usted:.. esto... sobre qué tema?
— Oh, bueno, algo más bien extraordinario, creo yo — respondió evasivamente el reverendo de Santa María.
— Pero creo que tengo derecho a saberlo. Seguramente el doctor me lo preguntará cuando llegue.
— Bien... esto... era una especie de llamada al arrepentimiento, relativo a una... esto... una cercana maldición. Las gentes de Trayne deben arrepentirse y rezar para que sean perdonadas a fin de evitar la cólera, la venganza y el fuego del infierno. Divagaciones, ¿entiende? Algo acerca de que deben evitar tener contacto con las gentes de Midwich, que han incurrido ya en la desaprobación divina. Si las gentes de Trayne no hacen caso y no rectifican sus vidas, el castigo caerá inevitablemente también sobre ellos.
— Ah, sí — dijo el señor Leebody, cuidando de no dejar traslucir la emoción a través de su voz —. ¿Dijo algo acerca de la forma que había tomado aquí este castigo?
— Una prueba — dijo el pastor de Santa María —. Más concretamente la inflicción de una epidemia... esto... de bebés. Imaginé que debía haber un cierto simbolismo en sus palabras. Pero luego mi mujer llamó mi atención acerca de... digamos el estado de la señora Leebody, y entonces todo se hizo más inteligible, aunque por supuesto desgraciadamente más penoso. Yo... ¡Oh, ahí está por fin el doctor Willers! — el pastor dejó de hablar, aliviado.
Una semana más tarde, a media tarde, la señora Leebody se instaló en el primer peldaño del monumento a los caídos e inició una arenga. Se había vestido para aquella ocasión con un sayal, iba descalza, y llevaba la frente sucia de ceniza. Afortunadamente había pocas personas cerca, y la señora Brant logró persuadirla de que volviera a su casa antes incluso de que entrara de lleno en su discurso. Al cabo de una hora todo el pueblo estaba al corriente del hecho, pero su mensaje, fuera cual fuese, permaneció secreto.
Poco tiempo después, con más simpatía que sorpresa, Midwich acogió la noticia de que el doctor Willers la había enviado a una casa de reposo.
A mediados de marzo, Alan y Ferrelyn hicieron su primera visita a Midwich. Como Ferrelyn, mientras esperaba la desmovilización de Alan, se encontraba en un pueblecito escocés donde era una perfecta extraña, Anthea había preferido no preocuparla aún más y había evitado ponerla al corriente en sus cartas de la situación en Midwich. Sin embargo, ahora era preciso explicárselo. A medida que iba poniéndoles en antecedentes, la confusión iba creciendo en el rostro de Alan. Ferrelyn escuchó atentamente el relato, dirigiendo de tanto en tanto una rápida mirada a Alan. Fue ella quien interrumpió el silencio que siguió a la exposición.
— ¿Sabes? — dijo —, siempre he tenido la sensación de que había algo extrañamente divertido en todo esto, quiero decir que no hacía falta... — se interrumpió, aparentemente dominada por un dramático pensamiento —. ¡Oh, pero eso es horrible! En cierto modo yo le obligué a Alan. Ahora todo es distinto: según todas las probabilidades nos hallamos ante un asunto de coacción, influencia abusiva o algo tan malvado como esto. ¿Crees que estas son razones suficientes para apoyar un divorcio? ¡Oh, Dios mío! ¿Piensas divorciarte, querido,
Zellaby achicó los ojos mientras miraba a su hija.
Alan puso una mano sobre la de su mujer.
—Creo que deberíamos esperar un poco — respondió —. ¿Y tú?
— Oh, querido — dijo Ferrelyn, entrelazando sus dedos con los de su marido. Al girar la cabeza tras una larga mirada, vio la expresión de su padre. Sin concederle más que una mirada voluntariamente muda, se giró hacia Anthea y le pidió más detalles sobre las reacciones del pueblo. Media hora más tarde salieron ambas, dejando solos a los dos hombres. Alan apenas esperó a que la puerta se cerrara tras ellas para exclamar:
—Por los cielos, señor, esto es realmente un sucio asunto.
— Me temo que sí — dijo Zellaby —. El único consuelo que puedo ofrecerle es que estamos constatando que los efectos del shock van disminuyendo. Lo más penoso es el duro golpe que han recibido todos nuestros prejuicios. Hablo evidentemente desde el punto de vista de nuestro sexo. Para las mujeres, desgraciadamente, no es este el mayor obstáculo que tendrán que superar.
Alan agitó la cabeza.
— Será un terrible golpe para Ferrelyn, creo... como lo será también para Anthea — se apresuró a añadir algo precipitadamente —. Por supuesto, uno no puede esperar que ella, quiero decir Ferrelyn, pueda concebir de pronto todo su alcance. Un asunto como ese precisa una madura reflexión...
— Querido amigo — dio Zellaby —, como marido de Ferrelyn tiene usted derecho a pensar de ello lo que le plazca, pero una cosa que no debe hacer, para su propia tranquilidad de espíritu, es subestimarla. Le aseguro que Ferrelyn está mucho más preparada que usted. Dudo que no haya captado ya todo el alcance del problema. En todo caso, está lo suficientemente preparada como para quitarle importancia al asunto, sabiendo que, si se mostrara excesivamente preocupada por él, usted se preocuparía a su vez excesivamente por ella.
— Oh, ¿cree usted realmente? — dijo Alan, sin demasiado entusiasmo.
— Estoy seguro de ello — dijo Zellaby —. Diré incluso más: demostrará con ello su sabiduría. Un macho roído por las preocupaciones es una auténtica calamidad. Lo mejor que puede hacer es tragarse su inquietud y enfrentarse a ella valerosamente. El macho debe ser un sólido pilar en el que poder apoyarse, cubriendo al mismo tiempo las tareas relativas a una organización práctica. Este es el fruto de una experiencia personal particularmente amplia.
»Otra cosa que debe hacer es ser la representación de la Moderna Ciencia y el Buen Sentido, pero no circunspección. No se puede llegar a imaginar usted la cantidad de venerables y proverbios, signos perentorios, remedios caseros, profecías gitanas y el montón de tonterías que han sido zarandeadas por este asunto en los últimos tiempos. Nos hemos convertido en una mina de tesoros folklóricos. ¿Sabía usted que, en las actuales circunstancias, es peligroso pasar un viernes por el aro de acceso al cementerio? ¿Que es casi un lío vestirse de verde? ¿Que es una loca imprudencia comer pastelillos de nueces? ¿Y Sabia que si un clavo o una aguja cae al suelo con la punta hacia abajo será niño? ¿No? Ya me parecía que no podía usted saberlo. No tiene importancia. Estoy reuniendo un buen flete de esos capullos de la sabiduría humana, con la esperanza de que esto consiga apaciguar la impaciencia de mis editores.
Con tardía educación, Alan se interesó por los progresos de la obra en curso.
Zellaby suspiró tristemente.
— Parece que me comprometí a entregar el manuscrito completamente revisado de El Crepúsculo Inglés a finales del mes próximo. Hasta ahora no he escrito más que tres capítulos de este libro, que se propone
haber estudiado acerca de nuestras costumbres contemporáneas. Si recordara ahora de qué tratan, estoy seguro de que los encontraría completamente caducos. No hay nada peor para la concentración que tener un nacimiento suspendido sobre la cabeza de uno.
— Lo que más me sorprende es que haya conseguido usted mantener el asunto secreto. Hubiera apostado a que era imposible — dijo Alan.
— Yo también hubiera apostado a lo mismo — advirtió Zellaby —. Aún estoy asombrado por ello. Creo que es una especie de variación sobre el tema de la Mentira de Hitler... una verdad demasiado increíble como para ser realmente creída. Pero sepa que tanto en Stouch como Oppley están murmurando maledicencias con respecto a algunos de nosotros que han podido observar, aunque no parecen darse cuenta de la verdadera importancia de la cosa. Se me ha dado a saber que circula en los pueblos una hipótesis según la cual nos hemos dedicado a una de esas buenas ceremonias campesinas, frenéticas y libertinas, que se celebran por San Juan. En cualquier caso, algunos de nuestros vecinos se apartan cuando pasamos. Y debo decir que los nuestros han sabido contenerse sabiamente y no responder a esas provocaciones.
— ¿Está usted afirmando que, a tan sólo dos o tres kilómetros de aquí, la gente no tiene ninguna idea de lo que está pasando realmente? — preguntó Alan, incrédulo.
— Tan solo en la medida en que no quieren creerlo. Tengo buenas razones para pensar que se les ha dicho casi todo, pero ellos han escogido creer que todo no era más que un cuento imaginado para ocultar algo más normal más escandaloso. Willers tenía razón al decir que una especie de reflejo de autodefensa impedía al hombre y a la mujer normales creer en cosas turbadoras, a menos que estas cosas se hallasen impresas. Evidentemente, ante la palabra de un periódico, un ochenta o un noventa por ciento caerían en el extremo opuesto y creerían no importa qué se les dijera. La actitud cínica de los demás pueblos nos es de gran ayuda. Eso quiere decir que es improbable que la historia llegue hasta un periódico, a menos que sea directamente informado por alguien de aquí.
»La tensión interna del pueblo alcanzó su punto máximo en el transcurso de las dos primeras semanas que siguieron a nuestra reunión. Muchos maridos fueron difíciles de manejar, pero cuando conseguimos sacarles la idea de que todo esto no era más que una complicada maquinación que ocultaba algo sórdido, y cuando descubrimos que ninguno de sus colegas tenía la posibilidad de burlarse de ellos, se volvieron más razonables y menos estrechos de mollera...
»La ruptura Latterly — Lamb fue reparada en los días que siguieron, cuando la señorita Latterly se recuperó del shock, y ahora la señorita Lamb es mimada con una devoción que roza la tiranía.
»Nuestro jefe rebelde fue durante un tiempo Tilly... Oh, sin duda recordará usted a Tilly Foreslham: pantalones de montar, cuello alto, chaqueta de caza, siempre arrastrada de aquí para allá por sus tres pointers de pelo rojo como si fueran la encarnación del destino. Indignada, se rebeló durante algún tiempo, gritando que no tendría nada que decir si por casualidad le gustaban los niños, pero como prefería con mucho los cachorros de perro de caza la cosa le resultaba particularmente penosa. Sin embargo, parece que últimamente ha llegado a hacerse a la idea, aunque no sin esfuerzo.
Zellaby continuó contando durante algún tiempo anécdotas acerca de las consecuencias del asunto, sin olvidar la relativa a la señorita Ogle, a quien habían tenido que impedir en el último momento que llenase un cheque para el primer pago de la compra del cochecito de niño más resplandeciente que podrá ofrecerle Trayne.
Tras un silencio, Alan preguntó:
— ¿Dice usted que hay una decena de personas que hubieran podido estar implicadas en el asunto y que sin embargo no lo están?
— Oh, sí, ciertamente. Algunas de ellas se hallaban con el coche bloqueado en la carretera de Oppley y, consecuentemente, visibles durante el Día Negro. Esto al menos ha disipado la idea de un gas fecundante que algunos parecían adoptar como uno de los nuevos honores de nuestra era científica — dijo Zellaby.
CAPÍTULO XI
BIEN JUGADO, MIDWICH
«Lamento infinitamente — me escribía Bernard Prescott a principios de mayo —, que las circunstancias permitan la posibilidad de una bien merecida felicitación oficial a tu pueblo por el éxito de la operación en cuestión. Ha sido llevada con una tal discreción y una tal lealtad cívica que, debo confesarlo, nos ha sorprendido; la mayor parte de nosotros, aquí, estábamos convencidos de que sería necesario tomar medidas oficiales mucho antes. Ahora, a tan solo siete semanas del día D, tenemos fundadas esperanzas de llegar al fin de todo esto sin recurrir a esas medidas.»
«El asunto que nos dio mayores quebraderos de cabeza fue el que se produjo en torno a la señorita Frazer, del personal del señor Crimm, la cual era completamente extraña al pueblo».
«Su padre, un capitán de la marina retirado, de endiablado temperamento, alborotador e intransigente intentó usar toda su influencia para llevar el asunto a la Cámara a través de una interpelación con respecto a la relajación de las costumbres y a las orgías que tenían lugar en los establecimientos gubernamentales. Parecía como si estuviera haciendo esfuerzos para atraer la atención de los periódicos. Afortunadamente, pudimos actuar a tiempo y hacer que algunas personas de las altas esferas le dijeran las palabras adecuadas».
«¿Crees realmente que Midwich podrá salir por sí mismo con bien de esta?»
La respuesta no era en absoluto fácil. Salvo algún imprevisto de importancia, creía que Midwich tenía buenas posibilidades. Por otro lado, no podía dejar de temer que en algún rincón se hallara acurrucado el pequeño detonador en espera del momento propicio para hacerlo saltar todo.
Habíamos tenido nuestras alzas y nuestras bajas pero nos las habíamos apañado. Sin embargo, intermitentemente aparecían algunos rumores que parecía no llegar de ningún lado y extenderse como una epidemia. Nuestra mayor inquietud, que por unos momentos adquirió el carácter de auténtico pánico, fue disipada por el doctor Willers, el cual se apresuró, a usar los rayos X y demostrar así que todo parecía ir por unos cauces perfectamente normales.
La actitud general durante el mes de mayo podría ser descrita como un afianzamiento de las posiciones con, aquí y allá, una cierta impaciencia por ver iniciarse la batalla. El doctor Willers, que acostumbraba a alentar a sus pacientes a que fueran a dar luz al hospital de Trayne, fue en esta ocasión de una opinión completamente distinta. En primer lugar, esto hubiera hecho absolutamente imposible cualquier tentativa de mantener la cosa en silencio, principalmente si los bebés presentaban alguna notoria particularidad. Por otro lado, Trayne no tenía suficientes camas como para estar a la altura de un fenómeno tan inesperado como la hospitalización simultánea de toda la población femenina de Midwich, y este hecho hubiera bastado por sí mismo para dar publicidad al asunto. Así que se las vio y se las deseó para tomar las medidas necesarias. También la enfermera Daniels trabajó de manera infatigable y todo el pueblo dio las gracias al destino que quiso que no estuviera en su casa durante el período crítico del Día Negro. Se supo que Willers había contratado un asistente temporal para la primera semana de junio. Una especie de comando de comadronas se inscribió más tarde. La pequeña sala de fiestas del pueblo fue requisada como almacén, y empezaron a llegar a ella enormes paquetes procedentes de laboratorios farmacéuticos.
El señor Leebody dedicaba también todos sus esfuerzos. Todo el mundo lo miraba con gran simpatía a causa de la señora Leebody, y estaba mejor considerado que nunca. La señora Zellaby se agarró resueltamente a su programa de solidaridad y, con ayuda de Janet, continuaba proclamando que todo Midwich, unido, haría frente a no importaba qué eventualidades sin la menor aprensión. Creo que en gran parte fue precisamente gracias a su trabajo que conseguimos llegar tan lejos con tan pocos problemas psicosomáticos, a excepción del asunto de la señora Leebody y de uno o dos casos parecidos. Como era previsible, Zellaby, usando métodos menos definidos, no tardó en desterrar el Partido de las Bolas de Cristal y Otras Sandeces, mostrando una especial habilidad en anular la imbecilidad sin que nadie se levantara contra él. Se rumoreó también que prestó su ayuda económica allí donde la necesidad y la adversidad dejaron sentir su huella.
Los problemas del señor Crimm con su Servicio de Personal continuaron. Dirigió llamadas cada vez más apremiantes a Bernard Westcott, llegando a decir que lo único que podía evitar un inminente escándalo entre sus funcionarios era el transferir inmediatamente el control de su departamento de investigación al Ministerio de la Guerra. Parecía que Bernard intentaba conseguirlo, pero mientras tanto insistía en que todo el asunto siguiera secreto tanto tiempo como aún fuera posible.
— Lo cual podría comprenderse desde el punto de vista de Midwich — dijo Crimm, encogiéndose de hombros —. Lo que no acabo de ver claro es qué diablo tiene que ver el Servicio Secreto del Ejército en todo esto...
A mediados de mayo, se asistió a un sensible cambio. Hasta entonces el estado de ánimo de Midwich se había emparejado con la floreciente estación que la rodeaba. Quizá sería precipitarme un poco afirmar que ahora Midwich comenzaba a cantar con voz de falsete, pero sí puedo decir que parecía como si hubieran colocado una sardina a sus cuerdas. El pueblo había adquirido una atmósfera abstracta, adoptando una actitud más pensativa.
— Esto — dijo un día Willers a Zellaby — es lo que perdió a los atenienses.
— Algunas citas — dijo Zellaby — ganan al ser priva das de su contexto, pero comprendo lo que quiere decir. Una de las cosas que no nos ayuda en absoluto es esta actitud de gallina clueca insatisfecha adoptada por todas esas viejas buenas mujeres estúpidas. Por una u otra razón, esto es una verdadera mina que están explotando esas viejas brujas. Me gustaría que pudiéramos arrestarlas.
—No son más que uno de los elementos del azar. Hay muchos otros.Zellaby reflexionó unos instantes con aire pesaroso dijo:
— Bien, no podemos hacer otra cosa que seguir trabajando. Supongo que debemos felicitarnos por no haber tenido hasta ahora problemas por ese lado.
—Nos las hemos arreglado mucho mejor de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar, y todo ello gracias a la señora Zellaby — dijo el doctor. Zellaby, tras una vacilación, se decidió:
— Estoy preocupado por ella, Willers. Me pregunto si usted podría... bueno, tener una conversación con ella.
—¿Una conversación?
— Está más inquieta de lo que deja traslucir. Se puso de manifiesto hace algunas noches. No había nada que lo dejara prever. Levanté los ojos por casualidad, y la hallé mirándome fijamente, como si me odiara. No es este el caso, usted ya lo sabe... Luego, como si yo le hubiera dicho algo, estalló: «Todo esto va muy bien para un hombre, no tiene que sufrir nada de ello y lo sabe. ¿Cómo puede comprenderlo? Puede tener mejores intenciones que un santo, pero nunca puede ponerse en el lugar de una. Jamás puede ver lo que es, ni siquiera en los casos normales. ¿Cómo puede entonces comprender esto, lo que una siente cuando está acostada por la noche sin dormir, la humillante convicción de que simplemente está siendo utilizada? Como si una no fuera una persona, sólo una especie de mecanismo, algo así como una incubadora... Y luego empezar a preguntarse, hora tras hora, noche tras noche, qué es, pero qué es realmente esa cosa que una se ve forzada a incubar. Claro que vosotros no podéis daros cuenta de lo que una siente, cómo podríais daros cuenta. Es degradante, e intolerable. Sé que muy pronto voy a desmoronarme. Lo sé, no puedo continuar así más tiempo».
Zellaby calló y agitó la cabeza.
— No intenté interrumpirla — dijo —. Creí que le haría bien desahogarse. Pero me sentiría feliz si usted pudiera hablarle, convencerla. Sabe que todos los análisis, los rayos X, anuncian un desarrollo normal, pero se le ha metido en la cabeza que, obligado por su profesión, usted dirá siempre esto de todos modos. Y supongo que así es.
— Pero gracias a Dios es la verdad — dijo el doctor —. No sé realmente lo que hubiera hecho en otro caso; pero sé de todos modos que no hubiéramos podido continuar así, y le aseguro que mis pacientes no pueden sentirse más dichosas que yo de que sea así. No se preocupe La tranquilizaré, al menos sobre este punto. No es la primera que piensa esto, y seguramente tampoco será la última. Pero tan pronto como eliminamos un motivo de preocupación encuentran otros. Todo esto nos va a dar mucho trabajo extraordinario...
A la semana siguiente las cosas tomaron un giro tal que la profecía de Willers no fue más que una pálida subestimación. El estado de tensión era contagioso y crecía de día en día casi a ojos vista. Una semana más, y el frente unido de Midwich se halló tristemente debilitado. El señor Leebody se veía obligado a soportar, en la medida en que la ayuda mutua se revelaba ineficaz, la carga cada vez más pesada de la inquietud de la comunidad. No vaciló ante ello. Organizó cultos diarios especiales, y durante el resto del día iba de una a otra casa, prodigando todos los ánimos que le eran posibles.
Zellaby se sentía completamente desplazado. El racionalismo había caído en desgracia. Mantenía un silencio excepcional, y hubiera aceptado incluso la invisibilidad si le hubiera sido ofrecida.
— ¿Ha observado usted? — le preguntó al señor Crimm una tarde que fue a verle —, ¿ha observado la forma cómo nos miran? Exactamente como si hubiésemos obtenido los favores del Creador por el hecho de haber nacido hombres. A veces es exasperante. ¿Ocurre lo mismo en la Granja?
— Comenzaba a ocurrir — admitió el señor Crimm —, pero hace dos o tres días les dimos vacaciones a todas. Aquellas que quisieron regresar a sus casas lo han hecho, las demás han sido alojadas en el vecindario por el doctor. El resultado es que ahora todos trabajamos mejor. Comenzaba a hacerse un poco difícil.
— Esto es un eufemismo — dijo Zellaby —. Nunca he trabajado en una fábrica de pirotecnia, pero ahora sé lo que puede ser esto. Siento que en cualquier momento puede estallar algo terrible contra lo que no podremos hacer nada. Y todo lo que uno puede hacer es esperar y desear que esto no llegue a ocurrir nunca. A decir verdad, no sé realmente cómo nos las vamos a arreglar para seguir aún otro mes en esta situación — se encogió de hombros, agitando la cabeza.
De todos modos, en el mismo instante en que Zellaby agitaba su cabeza con aire desanimado, la situación estaba progresando puesto que la señorita Lamb, había tomado la costumbre de dar un pequeño paseo nocturno, bajo la atenta vigilancia de la señota Latterly, tuvo aquella noche un percance. Una de las botellas de leche cuidadosamente colocadas ante la puerta trasera de su casa se había volcado por alguna causa y, al salir, la señorita Lamb puso un pie sobre ella. La botella rodó y la señorita Lamb cayó suelo...
La señorita Latterly llevó a la señorita Lamb al interior de la casa y se precipitó al teléfono...
La señora Willers esperaba aún a su marido cuando este regresó, cinco horas después. Oyó su coche subir el camino enarenado y, cuando ella abrió la puerta, él estaba de pie en el umbral, parpadeando a causa de la luz. Ella lo había visto así tan solo dos veces desde su matrimonio, y lo tomó ansiosamente por el brazo.
—Charley, querido Charley. ¿Qué ocurre? No estarás...
—Un poco borracho, Milly. Lo siento. No te preocupes — dijo.
—¡Oh, Charley! ¿Acaso el bebé?...
— Es la reacción, querida. Sólo la reacción. El bebé es perfecto, ¿sabes? Absolutamente nada anormal. Nada de nada. Perfecto.
— ¡Oh, gracias a Dios! exclamó la señora Willers, con el fervor de una plegaria.
— Tiene los ojos dorados — dijo su marido —. Es extraño, pero no hay ninguna objeción en que alguien tenga los ojos dorados, ¿no?
—No, querido. Por supuesto que no.
—Todo perfecto, salvo los ojos dorados. Ningún defecto.
La señora Willers lo ayudó a quitarse el abrigo y condujo a salón. Se hundió en un sillón y miró a la lejanía ante él.
— Es... es tonto, ¿no? — dijo —. Todas esas preocupaciones. Y ahora todo es perfecto.
Yo... yo yo... de pronto se echó a llorar, cubriéndose el rostro con las manos. La señora Willers se sentó al lado del sillón y le rodeó los hombros con su brazo.
— Tranquilo, querido, tranquilo. Todo va bien, Charley. Ya ha pasado. — Giró la cabeza de él hacia la suya y le besó.
— Podría haber sido rojo, o verde, o como un mono. No se puede saber con los rayos X — dijo él —. Si as mujeres de Midwich hacen lo mismo que ha hecho la señorita Lamb, habrá que erigirles una estatua en a plaza.
— Lo sé, querido, lo sé. Pero no te preocupes más por ello. Has dicho que era un niño perfecto. El doctor Willers agitó la cabeza amplia y vigorosamente.
— Así es. Perfecto — repitió, agitando de nuevo la cabeza —. Tan solo que tiene los ojos dorados. Lamb, bendito niño... bendito niño... Sírveme otro vaso, Milly, querida. ¡Oh, Dios...!
Un mes más tarde, Gordon Zellaby paseaba nerviosamente por la sala de espera de la mejor clínica de Trayne. Se dio cuenta de su intranquilidad, y se obligó a sentarse. Era ridículo comportarse así a su edad, se dijo. Aquello estaría bien para un hombre joven, pero las últimas semanas le habían demostrado insistentemente que él ya no era un hombre joven. Se sentía dos veces más viejo que el año anterior. Sin embargo, cuando la enfermera entró diez minutos más tarde, lo encontró recorriendo de nuevo la sala de espera arriba y abajo.
— Es un niño, señor Zellaby — le dijo —. Y la señora Zellaby me ha encargado especialmente que le diga que tiene la nariz de los Zellaby
CAPÍTULO XII
ESTA ES LA COSECHA
Un hermoso atardecer de la última semana de julio, Gordon Zellaby, al salir de correos, tropezó con una pequeña reunión familiar que salía de la iglesia. Rodeaba a una joven que llevaba un bebé envuelto en un chal de lana blanca. Parecía muy joven para ser la madre de un niño, apenas habría salido de la edad escolar. Zellaby le dirigió un amistoso saludo y recibió en compensación una sonrisa. Pero, cuando el grupo le pasó, siguió con una mirada algo triste a la niña que llevaba al otro niño.
El reverendo Hubert Leebody descendía por el camino que conducía al cementerio.
—Hola. Haciendo nuevos reclutas cada día, por lo que veo — dijo Zellaby.El señor Leebody le saludó, hizo un gesto con la cabeza y echó a andar a su lado.
— Nos acercamos al final — dijo —. Ya no esperamos más que a dos o tres.
—Lo que nos lleva a una proporción del cien por cien.
— Exactamente. Debo confesar que no lo esperaba pero tengo la impresión de que todos piensan que, si bien esto no regulariza completamente la situación, al menos la hace menos irregular. Estoy contento por ello. — Se detuvo para reflexionar un instante.
Hoy era Mary Histon; ha escogido el nombre de Theodore Creo que lo ha elegido ella misma. Y debo decir que eso me satisface.
Zellaby estudió un instante el asunto y luego asintió.
— A mí también, reverendo. Mucho. Y no se trata de un cumplido.
El señor Leebody se mostró satisfecho, pero agitó la cabeza.
— No es en absoluto mérito mío — dijo —, Que una niña quiera llamar a su hijo «el don de Dios» en lugar de sentir vergüenza hay que achacárselo al pueblo entero.
—Pero había que mostrar al pueblo cómo había que actuar en nombre de la humanidad.
— Trabajo de equipo — dijo el reverendo —, trabajo de equipo. Con un admirable jefe en la persona de la señora Zellaby. Anduvieron unos instantes en silencio, y luego Zellaby dijo:
— Pero esto no impide el que, sea cual sea el modo como se haya tomado la cosa, esa chica haya sido robada. Ha pasado de golpe de la infancia a la feminidad. Me resulta triste. No poder desplegar sus alas.
— Comprendo su punto de vista. Pero, objetivamente, dudo de ello — dijo el señor Leebody —. Creo que no solamente los poetas, activos o pasivos, serán cada vez mas raros, sino también que el hecho de pasar directamente de las muñecas al bebé es mucho más adecuado al carácter femenino de lo que nosotros queremos admitir.
Zellaby agitó tristemente la cabeza.
— Creo que tiene usted razón. Toda mi vida he deplorado esta actitud teutónica de las mujeres, y a todo lo largo de mi vida el noventa por ciento de las mujeres que he tratado me han demostrado que esto no les importaba en absoluto.
— Ya hay también mujeres que no han sido robadas en absoluto — hizo notar el señor Leebody.
— Tiene usted razón. Vengo precisamente del feudo de la señorita Ogle. Este es su caso. Está tal vez un poco asustada, pero es feliz. Uno diría que ha hecho algo así como un juego de manos sin que ni ella misma sepa cómo ha sido.
Se detuvo, y de pronto dijo:
— Mi mujer me ha dicho que la señora Leebody estará de regreso dentro de unos días. Me he alegrado de oír la noticia.
— Sí, los doctores están muy satisfechos. Está completamente curada.
—¿Y cómo va el bebé?
— Estupendamente — dijo el señor Leebody, con una pizca de tristeza —. Mi mujer lo adora. Se detuvo ante la verja del jardín de una gran casa apartada de la carretera.
—Ah, sí — dijo Zellaby —. ¿Y cómo va la señorita Foresham?
— Por el momento está muy ocupada. Una nueva camada. Sigue sosteniendo que un bebé es menos interesante que sus cachorros, pero creo adivinar que esta convicción está siempre contestada.
— Esto puede observarse incluso entre los más indignados — admitió Zellaby —. Por mi parte, sin embargo, quiero decir que, como varón, debo confesar que siendo una especie de indiferencia, de cansancio tras la batalla.
— Ha habido realmente una batalla — aceptó el señor Leebody —. Pero las batallas no son más que lo puntos culminantes de toda una campaña. Habrá otras Zellaby lo miró más atentamente. El señor Leebody prosiguió:
— ¿Quiénes son esos niños? Es curiosa la forma como nos miran con sus extraños ojos. Son... extraños, eso es. — Vaciló, y luego añadió —: Me doy cuenta de que este no es el tipo de idea que pueda usted aceptar, pero me sorprendo constantemente a mí mismo pensando que se trata de una especie de prueba.
—¿Pero de quién? — dijo Zellaby —. ¿Y para qué?El señor Leebody agitó la cabeza.
— Probablemente nunca lo sepamos. Aunque de hecho ya la hemos considerado como una prueba. Hubiéramos podido rehusar esta situación que nos había sido impuesta, pero hemos preferido considerarla como nuestra.
— Esperemos — dijo Zellaby —. Esperemos que no nos hayamos equivocado.
El señor Leebody mostró su sorpresa.
—¿Pero qué hubiera querido usted?
—No lo sé. ¿Cómo quiere que lo sepa?
Se separaron: el señor Leebody para ir a efectuar su visita, y Zellaby para continuar pensativamente su paseo. Absorbido en sus meditaciones, llegó a las inmediaciones del panque, y su atención se vio atraída por la señora Brinkham, que estaba aún algo lejos. Al principio se afanaba hacia él tras un cochecito de niño resplandecientemente nuevo, pero luego, de pronto, se detuvo, mirando hacia el interior del cochecito con aire inquieto y desorientado. Luego cogió al bebé y lo llevó algunos pasos hacia el monumento a los caídos. Allá, se sentó en el segundo peldaño, desabotonó su blusa y soltó su sujetador, y le dio el pecho.
Zellaby prosiguió su paseo. Al llegar cerca de ella, saludó quitándose el sombrero. Una expresión de disgusto invadió el rostro de la señora Brinkham al mismo tiempo que enrojecía, pero no se movió. Luego, como si él le hubiera dicho algo, murmuró agresivamente:
—Bien, es algo de lo más natural, ¿no?
— Mi querida señora, es algo clásico. Uno de los mayores símbolos — le aseguró Zellaby.
—Entonces váyase — dijo ella, echándose a llorar.Zellaby vaciló.
—Perdón, ¿puedo hacer algo...?— ¡Sí, váyase! — repitió ella —. ¿Cree usted que soy feliz exhibiéndome de esa manera? —siguió llorando. Zellaby vaciló de nuevo.
— Tiene hambre — dijo la señora Brinkham —. Usted lo entendería si su hijo hubiera sido uno de los del Día Negro. ¡Y ahora, por favor, váyase!
No parecía ser el momento más adecuado para proseguir la conversación. Zellaby se quitó de nuevo el sombrero y obedeció. Siguió de nuevo su camino; la sorpresa le hacía fruncir el ceño, se empezaba a dar cuenta de que las cosas no iban como él creía, de que se le había ocultado algo.
A medio camino de la carretera que conducía a Kyle Manor oyó tras él el ruido de un coche y se apartó para dejarle pasar. Sin embargo, el coche no le pasó. Se detuvo a su altura. Al girarse, vio que era la camioneta de los comestibles como había esperado, sino un pequeño coche rojo, con Ferrelyn al volante.
— Querida — dijo —, no sabes lo contento que estoy de verte. No tenía la menor idea de que venías. Me gustaría tanto que la gente no se olvidará de tenerme al corriente de las cosas.
Pero Ferrelyn no correspondió a su sonrisa. Su rostro, un poco pálido, mantuvo su expresión fatigada.
— Nadie sabía que iba a venir — dijo —, ni siquiera yo. No pensaba hacerlo miró al bebé instalado en una cunita al lado de su asiento —. Es él quien me ha obligado.
CAPÍTULO XIII
CLÍMAX EN MIDWICH
Al día siguiente regresaron a Midwich: primero la doctora Margaret Haxby, de Norwich, con su bebé; la señorita Haxby no formaba ya parte del personal de la Granja, puesto que había presentado su dimisión hacía dos meses. Sin embargo, fue a la Granja, donde se dirigió solicitando albergue. Luego, dos horas más tarde, la señorita Diana Dawson, de los alrededores de Gloucester, también con su hijo, solicitando un techo. Su problema era menos complicado que el de la señorita Haxby, puesto que aún seguía formando parte del personal, aunque estuviera de vacaciones y no tuviera que regresar hasta pasadas algunas semanas. En tercer lugar la señorita Polly Rushton, de Londres, con su hijo, en un estado agudo de angustia y confusión, solicitando ayuda y asistencia a su tío, el reverendo Hubert Leebody
Al día siguiente, otros dos ex—miembros del personal de la Granja llegaron con sus bebés, admitiendo perfectamente haber presentado su dimisión pero dando a entender pese a todo que era deber de la Granja encontrarles un alojamiento en Midwich. Por la tarde, la joven señorita Dorry, que se había trasladado a Devonport para estar cerca de su marido, destinado allí, regresó con su bebé, ante la sorpresa general, y se instaló de nuevo en su casa. Y al tercer día apareció, procedente de Durham, con su bebé, la última empleada de la Granja mezclada en esta historia. Ella también se hallaba en principio de vacaciones, pero insistió para que se le encontrara un alojamiento. Finalmente, la señorita Latterly hizo su aparición con el bebé de la señorita Lamb, acudiendo precipitadamente de Eastbourn, donde la había llevado para que descansara.
Aquella inmigración suscitó encontrados sentimientos. El señor Leebody acogió calurosamente a su sobrina, como si esta se hubiera dirigido a él para mitigar ciertas dificultades. El doctor Willers se sentía perplejo y desconcertado, al igual que la señora Willers, que temía que aquello retrasara las vacaciones que había preparado y de las que tanto necesitaban. Con una juiciosa reserva, Gordon Zellaby mantenía la actitud de un observador ante un fenómeno interesante. La persona a quien la marcha de los acontecimientos estaba afectando más era sin duda el señor Crimm. Comenzaba a presentar un aspecto inquietantemente extraviado.
Bernard recibió un cierto número de informes urgentes. El mío y el de Janet exponían que el primer obstáculo, y probablemente el más importante, había sido franqueado, y que los bebés habían llegado al mundo sin despertar un interés obstétrico nacional. Pero, si quería evitar la publicidad, era preciso tomar inmediatamente las riendas de aquella nueva situación. Era preciso establecer planes sobre una base oficial sólida, para la vigilancia y cuidado de los niños.
El señor Crimm insistía en el hecho de que las irregularidades que se habían producido en sus fichas eran tales que ya no podía asegurar el control del personal y que, a menos que se produjera una rápida intervención a un nivel superior, muy pronto habría un terrible desorden.
El doctor Willers se sintió en la obligación de redactar tres informes. El primero estaba escrito en lenguaje médico, para los archivos. El segundo expresaba su opinión en lenguaje más claro, para los profanos. Los puntos sobresalientes de su exposición eran los siguientes:
»La proporción de la viabilidad en un cien por cien (treinta y un sujeto masculinos, y treinta femeninos) en este caso especial, tiene como corolario la imposibilidad de hacer una observación que no sea superficial. De todos modos, de entre las características observadas, las siguientes son comunes a todos los individuos:
»La más notable reside en sus ojos. Su estructura es bastante normal; el iris, sin embargo, es de un color único por lo que conozco, es decir de un dorado brillante y casi fluorescente. Todos los niños presentan la misma tonalidad de color.
»Los cabellos, particularmente finos y suaves, pueden ser descritos como de un rubio ligeramente oscuro. En sección y bajo el microscopio, el cabello presenta un lado plano y un lado arqueado formando una sección, que recuerda la de una delgada D mayúscula. Muestras tomadas de ocho bebés han resultado ser absolutamente idénticas. No he hallado hasta aquí otra descripción de este tipo de cabellos. Las uñas de los pies y las manos son un poco más estrechas que la media, pero no se parecen en nada a la clásica formación tipo garra, sino que por el contrario me atrevería a decir que son un poco más aplanadas que de costumbre. La forma del occipucio podría ser considerada como poco habitual, pero es demasiado pronto para hacer una afirmación precisa al respecto.
»En un informe precedente sugerí que el origen de esos individuos pudiera ser atribuido a un proceso de xenogénesis. La muy notable similitud entre todos los niños, el hecho de que no son en absoluto el producto de una hibridación de ninguna especie conocida, así como las circunstancias del origen de la gestación, tienden a mi modo de ver a reforzar esta tesis En un próximo futuro serán aportadas pruebas más formales a través del examen completo de la sangre.
»He sido incapaz de encontrar la menor mención a un caso de xenogénesis humano, pero no veo ninguna razón que pudiera imposibilitar un tal caso. Esta explicación ha sido hallada también por las madres afectadas. Las más evolucionadas aceptan de buen grado la tesis de que son madres huésped y no verdaderas madres; las menos cultivadas hallan en ello una causa de humillación, y prefieren no hablar al respecto.
»En general, los bebés parecen en perfecto estado de salud, aunque no sean tan mofletudos como suelen serlo generalmente los bebés de esta edad. La proporción entre el tamaño de la cabeza y el del cuerpo es la que puede hallarse normalmente en sujetos de mayor edad. Un ligero reflejo de la piel, extrañamente plateado, ha preocupado a algunas madres, pero esta particularidad es común a todos los sujetos, lo que hace creer que es algo normal a la especie.»
Tras haber leído el resto de su informe, Janet le hizo severos reproches.
— ¿Y toda esa historia del regreso de las madres y de los niños, y toda esa historia de compulsión? — dijo —. No puede dejar todo esto deliberadamente a un lado.
— Una forma de histeria que da origen a una alucinación colectiva — dijo Willers —. Probablemente algo temporal.
— Pero todas las madres, posean o no educación, están de acuerdo en que los bebés pueden ejercer una compulsión sobre ellas, y lo hacen. Las que se habían ido no querían volver. Lo han hecho a la fuerza. He hablado con todas ellas, y todas me han dicho que de pronto han experimentado un sentimiento de inquietud, una necesidad, que, de uno u otro modo, notaban confusamente que no podrían satisfacer a menos que volvieran aquí. Sus intentos de descripción varían, ya que parece que ello les ha afectado de distinto modo: una perdía el aliento, otra dijo que era como si tuviera hambre o sed, una tercera afirmó que era como un griterío que le ensordecía. Ferrelyn dice que simplemente se sintió presa de temblores incontrolables. Pero sea cual sea la forma en que haya actuado, el hecho es que todas ellas se dieron cuenta de que tenía algo que ver con sus bebés, y que la única forma de ponerle término era regresar con ellos hasta aquí.
»Lo mismo ocurrió con la señorita Lamb. Ella sintió exactamente lo mismo, pero estaba en cama y no podía venir. Entonces, ¿qué ocurrió? La compulsión se desplazó a la señorita Latterly, que no halló reposo hasta que tomó el papel de la señorita Lamb y trajo al bebé hasta aquí. Una vez lo hubo confiado a la señora Brant, se sintió liberada de su compulsión y pudo a regresar a Eastbourm, con la señorita Lamb.
— Si — dijo el doctor Willers, y remarcó —: si se dan por ciertas todas esas historias de mujeres, jóvenes o viejas, si uno recuerda que la mayor parte de las tareas femeninas son mortalmente aburridas y dejan la mente tan vacía que la menor semilla que cae en ella germina de un modo desordenado, uno no puede sentirse sorprendido ante un punto de vista cuya desproporción y cuyas ilógicas consecuencias bordean la pesadilla, y donde los valores son más simbólicos que reales.
»Y ahora, ¿cuál es el problema? Un cierto número de mujeres víctimas de un fenómeno inimaginable y hasta ahora inexplicado, y un cierto número de bebés que no son exactamente como todos los demás. Según una dicotomía que nos es familiar a todos, las mujeres exigen de sus hijos que sean a la vez completamente normales y superiores a todos los demás. Así pues, cuando una de esas mujeres se encuentra aislada con su propio bebé, forzosamente se impone a su mente el que su hijo, en comparación a todos los demás que puede ver, no es completamente normal. Su inconsciente se pone a la defensiva, y se mantiene así hasta tal punto que es preciso que los hechos sean o admitidos o sublimados de alguna manera. El modo más fácil de sublimar esta situación es transferir la irregularidad a un ambiente donde ya no aparezca como tal... si existe tal ambiente. En el caso presente existe uno y solo uno: Midwich. Entonces todas ellas toman a sus hijos y regresan, y todo es cómodamente racionalizado, al menos por el momento.
— Me parece que realmente hay una cierta racionalización en sus palabras — dijo Janet —. ¿Y qué hay de la señora Welt?
Esto era a lo que hacía alusión: la señora Brant, dirigiéndose una mañana a la tienda de la señora Welt, había encontrado a esta pinchándose furiosamente con una aguja y sollozando cada vez que lo hacía. Aquello no le pareció en absoluto normal a la señora Brant, que la llevó a casa de Willers. Este le dio a la señora Welt un sedante, y una vez más calmada ésta explicó que, al cambiar los pañales al bebé, lo hacía pinchando sin querer con una aguja. Tras esto, afirmó, el bebé la había mirado fijamente con sus ojos dorados, y la había obligado a infligirse el mismo tratamiento.
— Está usted bromeando — dijo Willers —. ¡Cíteme por favor un caso más típico de delirio de culpabilidad, con cilicios y todo el tratamiento!
—¿Y Harriman también? — insistió Janet.
En efecto, Harriman había hecho su aparición un día en casa de Willers en un estado lastimoso: la nariz rota, unos dientes menos, los dos ojos hinchados... Dijo que habían sido tres desconocidos quienes lo habían puesto en aquel estado, pero nadie vio nunca a tales sujetos. Por el contrario, dos muchachos del pueblo pretendieron haber visto por la ventana de Harriman a este aplicándose a sí mismo tamaño correctivo con sus propios puños. Y, al día siguiente, alguien observó una equimosis en la mejilla del bebé Harriman. El doctor Willers se encogió de hombros.
— Si Harriman se hubiera lamentado de haber sido atropellado por una manada de elefantes rosas, no me hubiera sorprendido en lo más mínimo — dijo.
— Bien, si usted no piensa mencionarlo, escribiré yo otro informe adicional — dijo Janet.
Y lo hizo, concluyendo así:
«No se trata, a mi modo de ver, y al modo de ver de todo el mundo salvo el doctor Willers, de una alucinación, sino de un simple hecho. La situación tendría que ser, a mi modesto entender, reconocida como tal, y no ser apartada mediante explicaciones insatisfactorias. Debe ser examinada y comprendida. Se manifiesta una tendencia entre las personas de voluntad inferior a volverse supersticiosas al respecto, y a atribuir a los bebés poderes mágicos. Este tipo de estupidez no causa ningún bien y favorece la explotación de lo que Zellaby llama el substrato fetichista. Es necesaria una investigación objetiva.»
Una investigación, aunque enfocada desde un punto de vista más general, era alentada también por el doctor Willers en su tercer informe, que adoptó la forma de una protesta, y que terminaba:
»En primer lugar, no veo la razón del interés que se toma el Servicio de Inteligencia del Ejército. En segundo lugar, es inadmisible que este asunto le sea reservado. Es un grave error. Alguien debería realizar un profundo estudio sobre estos niños. Yo tomo notas al respecto, por supuesto, pero no se trata más que de las observaciones de un médico de medicina general. Haría falta que un equipo de expertos se ocupara de ellos. Yo callé antes de los nacimientos porque creía, y creo aún, que el interés general y el de las madres lo exigía, pero en las circunstancias actuales creo que esto ha quedado completamente superado.
»Uno está ya acostumbrado a la idea de las ingerencias completamente inútiles de los militares en algunos campos de la ciencia. ¡Pero esto supera ya todos los límites! Que un tal fenómeno continúe siendo mantenido así y no sea objeto de ninguna observación es, para hablar claro, simplemente escandaloso.
»Incluso si no se tratara más que de una simple obstrucción, seguiría siendo un escándalo. Debe ser posible hacer algo respetando las disposiciones de la Ley de Secretos Oficiales, si eso se creyera necesario. Tenemos ante nosotros una magnífica ocasión de estudio comparativo del desarrollo... y simplemente es ignorada.
»Piensen un poco en todo el trabajo que se toma para estudiar vulgares bichos y animales, y consideren en comparación los magníficos sujetos de observación que tenemos ahí. Sesenta y un individuo semejantes entre sí, tan semejantes que la mayor parte de las presuntas madres no pueden distinguirlos (ellas lo negarán, pero el hecho es este). Reflexionen en el trabajo que se podría emprender sobre los efectos comparativos del ambiente, de la educación, de la asociación, de la alimentación y de todo lo demás.
»Está ocurriendo lo mismo que si se quemaran los libros antes incluso de haber sido escritos. Hay que hacer algo antes de que se pierda esta ocasión única.
Todas estas advertencias trajeron como consecuencia una inmediata visita de Rernard, y una tarde transcurrida en enérgicas discusiones. Discusiones que terminaron en una relativa calma, cuando Bernard prometió actuar cerca del Ministerio de Sanidad Pública a fin de que este tomara rápidamente medidas prácticas.
Una vez se hubieron ido todos, dijo:
— Ahora que el interés suscitado oficialmente por Midwich está destinado a ampliarse, quizá fuera muy útil, es más, me atrevería a decir que evitaría más tarde muchas complicaciones, solicitar la colaboración de Zellaby. ¿Crees poder concertar una entrevista con él?
Telefoneé a Zellaby, que aceptó inmediatamente. Así pues, después de cenar conduje a Bernard a Kyle Manor, donde lo dejé conversando con su anfitrión. Regresó a nuestra casa unas horas más tarde, con aire preocupado.
— ¿Y bien? — preguntó Janet —. ¿Qué opina del sabio de Midwich?
Bernard agitó la cabeza y me miró.
— Me deja perplejo — dijo —. Casi todos tus informes son excelentes, Richard, pero me pregunto si has comprendido bien a ese hombre. ¡Oh!, ya sé que su verborrea es a veces excesiva, pero tú me has hablado mucho de la forma, sin haber hablado lo suficiente del fondo.
— Lamento haberte inducido al error — concedí —. Desgraciadamente, los argumentos de Zellaby son frecuentemente alusivos y a menudo evasivos. Lo que dice puede ser considerado difícilmente como un hecho tiene una marcada inclinación a mencionar las cosas de pasada, y cuando uno piensa de nuevo en ellas, nunca sabe si las ha examinado a la luz de deducciones lógicas o se divertía formulando hipótesis, y por lo tanto nunca puede estar seguro de hasta qué punto lo que ha oído era realmente lo que él quería dar a entender. Esto hace las cosas difíciles.
Bernard asintió con la cabeza.
— Acabo precisamente de darme cuenta de ello. Hacia el final, ha empleado sus buenos diez minutos para decirme que últimamente ha preguntado con alguna frecuencia si realmente la civilización no estaría desde un punto de vista biológico, en decadencia. Ha partido de esta idea para preguntarse si el abismo existente entre el Homo Sapiens y todo lo demás no es demasiado ancho, y ha sugerido que quizá hubiera sido mejor para nuestro desarrollo compartir nuestro habitat con otra especie sapiente o al menos semisapiente. Estoy seguro de que no se trataba de ninguna impertinencia, pero que me cuelguen si veo lo que hay de pertinente en esta tesis. Sin embargo, hay algo muy claro: por mucho que parezca que vaga su mente, hay pocas cosas que se le escapen... A propósito, es completamente de la misma opinión que el doctor en lo que concierne a realizar una investigación comandada por expertos, en particular en lo relativo a este «poder de coacción», pero según su opinión por razones opuestas: no cree que se trate de histeria, y quiere saber de que se trata. Por cierto, ¿sabías que su hija intentó el otro día ir a dar una vuelta en coche con su bebé?
—No — dije —. ¿Qué quieres decir con «intentó»?
— Quiero decir tan sólo que, tras unos diez kilómetros, tuvo que pararse y regresar. Dice que esto no le gusta. Como dice: «Que un niño esté siempre pegado a las faldas de su madre es ya malo, pero que una madre esté siempre pegada a los pañales de un bebe es algo muy grave». Estima que ya es tiempo de ponerle remedio a esto.
CAPITULO XIV
LAS COSAS SE COMPLICAN
Por varias razones, pasaron tres semanas antes de que Alan Hughes obtuviera un permiso que le permitiera venir, por lo que las intenciones de Zellaby de «ponerle remedio a esto» tuvieron que ser retrasadas.
En aquel momento, la aversión que manifestaban los Niños (que comenzaban a ser nombrados con una N mayúscula para distinguirlos de los otros niños) cuando se los quería alejar de las inmediaciones se había convertido en un fenómeno reconocido general mente por todo el pueblo. Era una servidumbre, ya que había que vigilar al bebé cada vez que una madre iba a Trayne o a algún otro lado, pero aquello no era considerado como algo grave sino más bien como un capricho, como un inconveniente más aparte los que se presentan inevitablemente cuando uno tiene niños.
Zellaby consideraba el asunto con algo más de preocupación, pero esperó hasta el domingo por la tarde para exponerle el asunto a su yerno. Condujo a Alan hacia las tumbonas colocadas en el prado, bajo el cedro, un lugar donde no podrían ser oídos por nadie. Una vez sentados, y contrariamente a sus costumbres, entró de inmediato en materia.
Lo que quiero decir, hijo mío, es que me sentiría mucho más contento si pudieras llevarte a Ferrelyn lejos de aquí. Y creo que cuando antes mejor.
Alan lo miró con una expresión de sorpresa y frunció el ceño.
—Es evidente que nunca he deseado tanto su presencia a mi lado.
— Por supuesto, querido. Siempre nos hemos dado cuenta de ello. Pero por el momento estoy preocupado por algo mucho más importante que el mezclarme en vuestros asuntos privados. Pienso menos en lo que vosotros querríais o desearíais que en lo que es imperativo hacer, en interés de Ferrelyn más que en el vuestro.
—Pero es que ella quiere irse — recordó Alan —. Incluso lo intentó una vez.
— Lo sé, pero ella intentó llevarse al niño consigo; lo volvió a traer de nuevo, exactamente como había hecho ya una vez, y como al parecer hará siempre que lo intente de nuevo. Es por eso por lo que tienes que llevártela sin el bebé: Si consigues persuadirla, piensa que nosotros podemos arreglárnoslas para cuidar del niño. Tengo todas las razones para creer que si el niño no está con ella no ejercerá, probablemente no podrá ejercer, ninguna influencia más fuerte que la del afecto.
—Pero si creemos a Willers...
— Willers habla mucho para que no se aprecie el miedo que lo domina. Rehúsa ver lo que no quiere ver. No creo que sea necesario saber a qué casuística ha recurrido para calmarse. Lo importante es que no seamos ingenuos con nosotros mismos al respecto.
— ¿Quiere decir que la histeria de la que habla él no es la razón que empuja a Ferrelyn y a las demás a regresar aquí?
— Bueno, ¿qué es la histeria? Un desorden funcional del sistema nervioso. Naturalmente, existe una considerable tensión en los sistemas nerviosos de muchas de ellas, pero lo malo con Willers es que se detiene antes incluso de haber comenzado. En vez de mirar las cosas cara y cara, y preguntarse honestamente por qué la reacción toma esta forma particular, se oculta tras una pantalla de generalidades amparándose en el largo período de angustia continuada que han sufrido, etc. No le critico por ello. Ha pasado lo suyo, ahora está agotado, y merece un poco de descanso. Pero esto no quiere decir que debamos dejarle enmascarar los hechos, y esto es lo que intenta hacer. Por ejemplo, pese a sus propias observaciones rehúsa admitir que esas crisis «de histeria» no se han producido más que cuando el niño estaba presente.
—¿Ah, sí? — preguntó Alan, sorprendido.
— Sin ninguna excepción. Este sentimiento de constricción no se presenta más que en las proximidades de uno de los bebés. Separaremos al bebé de su madre, o mejor digamos: alejemos a todas las madres de todos los bebés, y muy pronto la compulsión comienza a disminuir y tiende a desaparecer. En algunas necesitará más tiempo que en otras, pero eso es lo que termina por ocurrir fatalmente.
—Pero no acabo de ver... es decir, ¿cómo se produce esto?
— No tengo la menor idea. Quizá podríamos suponer un elemento cercano al hipnotismo, pero sea cual sea el mecanismo tengo bastante con la afirmación de que esta compulsión es ejercida por el niño voluntariamente y con propósitos deliberados. Tomemos por ejemplo el caso de la señorita Lamb: cuando se hizo evidente que le era físicamente imposible someterla, la compulsión pasó rápidamente a la señorita Latterly, que antes de ello no había sentido nada, y el resultado fue que el bebé consiguió lo que quería, es decir venir aquí, con todo lo que siguió después.
— Y tras su retorno, ¿nadie ha conseguido alejarlos más de diez kilómetros de Midwich?
— Histeria, pretende Willers. Una mujer inicia el proceso, las demás lo aceptan inconscientemente y empiezan a mostrar así los mismos síntomas. Pero si el bebé es dejado aquí, en casa de una vecina por ejemplo, la madre puede ir perfectamente a Trayne o no importa a cuál otro lugar sin el menor impedimento. Y esto, según Willers, es debido tan sólo al hecho de que su inconsciente no es llevado a temer que pueda pasarle algo mientras está ausente. Y no ocurre nada.
»Pero mi punto de vista es otro: Ferrelyn no puede llevarse al niño, pero si decide irse y dejarle aquí, no hay nada que pueda impedírselo. Tu deber es pues ayudarla a decidirse. Alan reflexionó.
— En pocas palabras, es un ultimátum: elegir entre el bebé o yo. Es un poco brusco y... esto... categórico, ¿no? — insinuó.
—El bebé planteó ya su ultimátum, querido yerno. Lo que tú tienes que hacer es aclararla situación. El único compromiso posible sería que capitulaseis ante el bebé y que vinierais a vivir aquí.
—Lo que me resulta del todo punto imposible.
— ¿Entonces? Hace ya varias semanas que Ferrelyn deja pasar el tiempo sin tomar su decisión, pero más tarde o más temprano tendrá que tomarla. Primero tienes que mostrarle el obstáculo, y luego ayudarla a franquearlo.
—Todo esto me parece muy duro — dijo Alan suavemente.
— ¿Acaso lo contrario no es tan duro para un hombre, cuando no se trata de su hijo?
—Hum — murmuró Alan.Zellaby prosiguió:
— Y tampoco es exactamente el hijo de ella, de otro modo yo no hablaría como lo estoy haciendo. Ferrelyn y las demás son víctimas de una situación impuesta, han sido engañadas y colocadas en una situación enteramente falseada. Una especie de maquinación extraña y complicada las ha transformado en lo que los veterinarios llaman madres—huésped, lo que constituye un lazo más íntimo que el de las madres nodrizas, pero un lazo de este tipo pese a todo. Este bebé no tiene nada de común con nosotros dos, salvo el que, por un proceso aún inexplicable, Ferrelyn se ha visto en una situación que la ha obligado a alimentarlo. Este niño está tan lejos de perteneceros, que no corresponde a ninguna especificación racial conocida. El propio Willers lo confiesa.
»Pero, si bien el tipo es desconocido, el fenómeno no lo es, nuestros antepasados, que no tenían la fe ciega de Willers en los postulados científicos, tenían un término para ello: llamaban a esos seres niños sustituidos. Nada en todo este asunto les hubiera parecido tan extraordinario como nos lo parece a nosotros, porque no tenían que sufrir más que un dogmatismo religioso, que no es tan dogmático como el dogmatismo científico.
»La noción del niño sustituido se halla, pues, lejos de ser nueva, es a la vez tan antigua y tan ampliamente difundida que es improbable que haya nacido o que haya persistido sin razones y sin apoyos ocasionales. Es cierto que aún no se ha afrontado el hecho de que esto pueda ocurrir a una tal escala, pero en este caso la cantidad no cambia en absoluto la naturaleza del hecho. Todos los sesenta y un niños de ojos dorados que tenemos aquí son intrusos, niños sustituidos: son niños cuclillo.
»Observa, con respecto al cuclillo, que el modo en que el huevo es colocado en un nido es indiferente, al igual que lo es la razón por la que ha sido elegido ese nido precisamente; el problema empieza realmente una vez ha eclosionado el huevo. En efecto, ¿cuál será la próxima tentativa de ese pequeño cuclillo? Sea cual sea, estará motivada por su instinto de conservación, ¡un instinto caracterizado principalmente por una implacable crueldad!
Alan reflexionó unos instantes.
— ¿Cree realmente que esta comparación es la adecuada? — preguntó, incómodo.
—Estoy seguro de ello — afirmo Zellaby.
Permanecieron ambos silenciosos por unos momentos, Zellaby recostado en su silla, las manos cruzadas tras la cabeza, Alan dejando que su mirada vagara por el jardín. Finalmente dijo:
— Está bien. Supongo que la mayor parte de nosotros esperábamos que, una vez nacidos los Niños, las cosas se arreglarían. Hay que reconocer que por el momento no ha sido así. Pero, ¿qué cree usted que va a ocurrir a continuación?
— Me conformo con esperar — dijo Zellaby —. No veo nada definido, salvo que no creo que lo que ocurra, sea lo que sea, resulte agradable. El cuclillo sobrevive porque es duro y sus intenciones son muy precisas. Es por eso por lo que espero que te lleves a Ferrelyn y la mantengas a tu lado.
»Incluso calculando que las cosas vayan del mejor modo posible, no se puede esperar nada bueno de todo esto. Haz lo imposible para hacerle olvidar a ese intruso, de modo que pueda tener una vida normal. Será difícil al principio, no tengo la menor duda. Pero no tan difícil como si el niño hubiera sido realmente suyo.
Alan se frotó la frente.
— Sí, es difícil — dijo —; Pese a la forma como ha ocurrido todo, ella siente hacia ese ser un sentimiento maternal, sí, una especie de afecto físico, e incluso un sentimiento de responsabilidad.
— Por supuesto. Así es como ocurre. Es por eso por lo que la pobre madre se mata para alimentar al pequeño y glotón cuclillo. Es una variante del abuso de confianza, como te decía antes, la explotación desvergonzada de una inclinación natural. La existencia de esta inclinación es importante para la conservación de la especie, pero, después de todo, en una sociedad civilizada, no podemos permitirnos el ceder ante todas nuestras inclinaciones naturales, ¿no crees? En este caso, Ferrelyn debe simplemente negarse a ceder ante el chantaje que se ejerce sobre sus buenos instintos.
— Admitiendo — dijo suavemente Alan — que su hijo hubiera sido... ¿qué habría hecho usted?
— Lo que estoy aconsejándote que hagas con Ferrelyn. Alejar a la madre. Hubiera cortado también toda relación con Midwich vendiendo esta casa, aunque nos sintamos muy ligados a ella. Puede que incluso me vea obligado a hacerlo, aunque Anthea no esté directamente ligada con el asunto. Dependerá de las circunstancias. El tiempo lo dirá. Las probabilidades se me escapan, pero no me dejo atrapar por la lógica. Es por eso por lo que, cuanto más pronto se aleje Ferrelyn de aquí, más satisfecho me sentiré. No pienso hablarle yo mismo. Por un lado, se trata de un problema que tenéis que resolver vosotros dos juntos; por otro lado, puede que haciendo cristalizar un amor aún confuso, cometa un error, suscitando por ejemplo una actitud de despecho. Tú, por el contrario, puedes ofrecerle una alternativa positiva. Sin embargo, tu labor es dura, y necesitas encontrar algo que haga inclinar la balanza. Anthea y yo os daremos todo nuestro apoyo.
Alan agitó suavemente la cabeza.
— Espero que no sea necesario... no lo creo al menos. Ambos sabemos muy bien que esto no puede seguir así. Ahora que usted me ha proporcionado el empuje inicial, terminaremos con este asunto.
Permanecieron un rato sentados, reflexionando en silencio. Alan se daba cuenta, con un cierto alivio, que sus compartidos sentimientos y sus vagas sospechas habían cristalizado e iban a empujarle a actuar de una forma práctica. Se sentía también considerablemente impresionado, ya que era la primera vez que, en el transcurso de una conversación, su suegro, apartando una tras otras las divergencias más tentadoras, se había mantenido firmemente en el centro del asunto a tratar. Sobre todo teniendo en cuenta que las consideraciones sobre las que podía extenderse eran interesantes y numerosas. Estaba a punto de lanzarse sobre algunas de ellas pero se retuvo al ver a Anthea que atravesaba el césped, acudiendo en su dirección.
Se sentó en la tumbona frente a su marido y pidió un cigarrillo, Zellaby le tendió uno y le ofreció fuego. La miró aspirar las primeras bocanadas.
—¿Malas noticias? — preguntó.
— No creo. Acabo de recibir una llamada telefónica de Margaret Haxby. Se ha ido.
Zellaby achicó los ojos.
—¿Quieres decir definitivamente?
—Sí. Me ha hablado de Londres.
— ¡Oh! — dijo Zellaby, y se quedó pensativo. Alan preguntó quién era Margaret Haxby.
— ¡Oh, perdón! Probablemente no la conoces. Es, o más bien era, una de las empleadas del señor Crimm. Una de las más brillantes, creo, académicamente hablando: la doctora Margaret Haxby, doctor n filosofía por la Universidad de Londres.
— ¿Una de las... esto... personas encausadas? — preguntó Alan.
— Sí, y una de las más vindicativas — dijo Anthea —. Ha decidido abandonarlo todo, y simplemente se ha ido dejando al niño a cargo de Midwich.
—¿Y qué tienes que ver tú con ello? — preguntó Zellaby.
— Oh, ha pensado que yo era la más cualificada para transmitir oficialmente la noticia. Debe haber telefoneado a Crimm, pero hoy estaba ausente. Quiere que alguien se ocupe del niño.
—¿Dónde está ahora?
—Donde ella vivía. En casa de la vieja señora Dolly...
—¿Y lo ha dejado completamente solo?
—Ajá. La señora Dorry aún no lo sabe. Tengo que ir a decírselo.
— Es un asunto bastante delicado — dijo Zellaby —. Preveo un hermoso pánico entre todas las mujeres que albergan a esas chicas. Van a ponerlas de patitas en la calle de un día para otro, antes de que les hagan la misma faena. ¿No podemos impedir esto? ¿Dejarle tiempo a Crimm para que vuelva y haga algo? Después de todo, el pueblo no es responsable de sus empleados, no al menos directamente. Y además, ella puede cambiar de opinión.
Anthea negó con la cabeza.
— De ella no lo creo. No se trata de un impulso irreflexivo. Se lo ha estado pensando mucho antes de decidirse. Este es su razonamiento: en ningún momento pidió venir a Midwich, simplemente fue denominada. Si la hubiera enviado a una región infestada de fiebre amarilla, hubiera sido responsable de las consecuencias; bien, la destinaron aquí, y sin que ella hiciera nada al respecto pilló esa otra enfermedad, y ahora se libera de la misma.
— Hum — dijo Zellaby —. Tengo la impresión de que esta comparación no va a ser aceptada en los medios gubernamentales sin una dura controversia. Sin embargo...
— De todos modos, ella mantiene su postura. Repudia enteramente al niño. Estima que no es más responsable que si lo hubiera dejado ante su puerta, y en consecuencia no hay ninguna razón para que lo acepte, o se le exija que debe aceptarlo, comprometiendo así su vida y su carrera.
— En definitiva, el niño ha sido impuesto a la comunidad, a menos evidentemente que ella tenga intención de atender a sus necesidades.
— Por supuesto, le he planteado el problema. Me ha respondido que el pueblo y la Granja tenían que ponerse de acuerdo al respecto. Rehúsa pagar absolutamente nada, ya que esto puede constituir una prueba legal de responsabilidad. Sin embargo, la señora Dorry, o cualquier otra persona bien intencionada que se ocupe del bebé, recibirá dos libras por semana... enviadas anónimamente.
— Tienes razón, querida: ha reflexionado mucho sobre el asunto. Habrá que examinarlo todo más atentamente. Admitiendo que se le acepte esta repudiación, ¿cuáles van a ser las consecuencias? Supongo que se deberá establecer legalmente a quién incumbe la responsabilidad del niño. ¿Cómo se hacen esas cosas? ¿Crees que sea necesario hacer intervenir el juez de paz e imponerle una decisión del tribunal?
— No lo sé, pero ella ha considerado esta eventualidad. Si se presenta el caso, tiene intención de litigar. Pretende que se puede establecer médicamente que este niño no puede ser suyo; a partir de este argumento, ella puede concluir que, habiendo sido dejado in loco parentis a su cuidado sin su consentimiento y contra su voluntad, no puede ser tenida por responsable del mismo. En caso de fracasar en este intento, siempre tiene la oportunidad de presentar demanda ante el Ministerio por no haber hecho nada por preservarla de este peligro o, lo que es peor, por complicidad en la agresión, e incluso por proxenetismo. No está decidida aún.
— Entiendo — dijo Zellaby —. Realmente, sería interesante encontrar la fórmula adecuada para presentar una demanda.
— A decir verdad, no parecía creer realmente que las cosas llegaban hasta ese extremo —dijo Anthea.
— Y no creo que se equivoque — admitió Zellaby —. Hemos hecho las cosas lo mejor que hemos podido, pero los esfuerzos del gobierno para mantener oculto el asunto han debido ser considerables, aunque sus maquinaciones hayan quedado en secreto. Las pruebas portadas para sostener una demanda serían una mina de oro para los periodistas del mundo entero. De todos modos, fuera cual fuese el resultado de un tal debate, a doctora Haxby haría realmente fortuna. ¡Pobre Crimm, y pobre coronel Westcott! Tengo la impresión que van de cabeza a una montaña de problemas. Me pregunto cuales son los medios de que disponen para evitar todo esto... — Permaneció unos instantes en silencio antes de proseguir —: Querida Anthea, precisamente acabo de hablarle a Alan de que debe alejar a Ferrelyn de aquí lo que acabas de decirnos hace el problema aún más urgente. ¿No crees que el ejemplo de Margaret Haxby, una vez sea conocido, sería ampliamente seguido?
—Es algo que puede hacer decidirse a algunos, en efecto — admitió Anthea.
— En este caso, y admitiendo que un gran número siga su ejemplo, ¿no crees que hay un medio de contraatacar y de prever otras deserciones?
—Pero si, como dices, hay que evitar la publicidad...
— No se trata de una intervención de las autoridades, querida. No, me preguntaba lo que podría ocurrir si los niños se opusieran a ser desertados tanto como a ser desplazados.
—¿Pero no crees realmente que...?
— No lo sé. Tan sólo hago lo más que puedo para ponerme en la piel de un joven cuclillo. Tengo la impresión de que en su lugar tomaría muy a mal cualquier tentativa susceptible a atentar contra mi confort y mi bienestar. No se necesita siquiera ser un cuclillo para pensar así. No hago más que emitir una sugerencia, compréndelo, pero estimo que debemos asegurarnos de que Ferrelyn no se arriesgue a ser presa en la trampa aquí, si ha de ocurrir algo al respecto.
— De todos modos, será mejor que se vaya — afirmó Anthea —. Alan, podrías proponerle para comenzar un alejamiento de unas dos o tres semanas, mientras nosotros, aquí. vemos lo que ocurre.
— Muy bien — dijo Alan —. Es un buen principio. ¿Dónde está?
—La he dejado en el porche.
Los Zellaby lo contemplaron atravesar el césped y desaparecer tras la casa. Gordon Zellaby giró los ojos hacia su mujer.
— No creo que sea muy difícil — dijo Anthea —. Naturalmente, ella querrá quedarse cerca de él. Su sentido del deber es un obstáculo. Este conflicto le hace daño y la agota.
—¿Siente afecto por el bebé?
— Es difícil de decir. Las mujeres nos hallamos tan sometidas en este aspecto a un determinismo social y tradicional. El instinto de autodefensa nos empuja a conformarnos con los ritos en vigor. Hay que dejar tiempo para que la sinceridad personal se afirme tanto como sea posible.
— No creo que ocurra así con Ferrelyn — dijo Zellaby, casi ofendido.
— ¡Oh!, llegará a superarlo, estoy segura de ello. Pero aún no está preparada. Tiene todavía mucho camino que recorrer. Ha sufrido todos los traumas y las incomodidades de un embarazo como si se tratara de su propio hijo, y ahora, tras todo ello, debe hacerse a la idea de que biológicamente no es en absoluto su hijo y que ella no es más que lo que tu llamas una madre — huésped. Ese esfuerzo de adaptación es enorme.
Se detuvo unos instantes, mirando fijamente al césped.
— Cada noche rezo una pequeña oración de acción de gracias — añadió —. No sé a quién va dirigida, pero tan sólo quiero que se sepa en alguna parte, no importa donde, hasta qué punto estoy agradecida.
Zellaby tendió una mano y tomó la de su mujer. Tras unos instantes observó:
— Me pregunto si jamás se ha cometido catacresis más estúpida y más ignorante que la de la Madre Naturaleza. Es precisamente debido a que la naturaleza es despiadada, odiosa y más cruel que todo lo que uno pudiera imaginar por lo que ha sido necesaria la civilización Se dice de los animales salvajes que son feroces, pero los más violentos de ellos parecen casi domésticos cuando se piensa en la alevosía de los seres que pueblan los mares. En cuanto a los insectos, su vida no es más que un entretejido de horrores tan fantásticos como complejos. No hay convención más falaz que la idea de sabiduría sugerida por la madre naturaleza. Cada especie debe luchar para sobrevivir, y luchar con todos los medios posibles, a menos que el instinto de conservación se vea debilitado por otro instinto.
Antes de que Zellaby hubiera podido recuperar su aliento, Anthea se interpuso con una cierta impaciencia.
— Estás dando vueltas alrededor de la cuestión, Gordon. ¿Dónde quieres ir a parar?
— En efecto — confesó Zellaby —. Vuelvo de nuevo a los cuclillos. Los cuclillos son supervivientes muy determinados. Tan determinados que no hay más que una cosa a hacer cuando un nido está infestado de ellos. Ya sabes que soy muy humano, creo incluso poder decir que soy un hombre benévolo por naturaleza.
—Lo sé Gordon.
— Tengo también la desventaja de ser civilizado. Por todas estas razones, no puedo decidirme a aprobar lo que habría que hacer. Por otro lado, no creo que ninguno de nosotros pueda, aunque perciba su necesidad. Es por eso, como la pobre madre tordo, que vamos a alimentar y criar a ese monstruo, traicionando así a nuestra propia raza...
»Es curioso, ¿no crees? Ahogaremos una camada de gatos que no representan ninguna amenaza para nosotros, pero sin embargo criaremos dedicadamente a esas criaturas.
Anthea permaneció unos instantes sentada, sin moverse; luego giró la cabeza y le miró largamente.
— Gordon, cuando dices que sería necesario hacerlo, ¿lo piensas realmente?
—Sí, querida.
—No es algo que pueda creer de ti.
— Ya te lo he hecho notar. Pero nunca tampoco me he hallado ante una situación parecida. Me he dado cuenta de que «vive y deja vivir» tan sólo está al alcance de aquellos que se sienten confortablemente protegidos. Ahora estimo, y es algo que estaba lejos de esperar, que mi posición en la cima de la creación se halla amenazada, y esto es algo que no me gusta en absoluto.
— Pero, querido Gordon, seguramente exageras. Después de todo, no se trata más que de algunos bebés que no son como los demás...
— Y que puedan provocar a voluntad la neurastenia en mujeres bien equilibradas... y no olvides tampoco a Harriman... a fin de imponer su voluntad.
— Puede que esto desaparezca con la edad. Siempre se ha oído hablar de esta extraña comprensión, de esta especie de simpatía psíquica.
— En casos aislados quizá, pero no cuando se trata de sesenta y un casos idénticos. No, no hay una tierna inclinación hacia esos niños, y no se hallan rodeados tampoco de un aura de gloria. Son los bebés, más sensatos, listos y resueltos que haya visto nunca. Son también los más despiertos, y no tiene nada de sorprendente esto, puesto que consiguen todo lo que quieren. Por ahora se hallan en un estadio en el que sus necesidades son bastante limitadas, pero dentro de un tiempo... bien, ya veremos.
— El doctor Willers dice... — comenzó Anthea pero Zellaby la interrumpió impaciente.
— Willers se ha comportado muy bien frente a las circunstancias, tan bien que no es sorprendente ver que ahora se ha dejado caer en una maldita actitud de avestruz. Su fe en la histeria se ha hecho absolutamente patológica. Espero que aproveche sus vacaciones.
—Pero Gordon, él intenta al menos explicar las cosas.
— Soy un hombre paciente, querida, pero no hasta ese extremo. Willers no ha intentado explicar nunca nada. Se ha resignado ante algunos hechos incuestionables, y ha intentado resolver los demás problemas con explicaciones aproximativas, lo cual es diferente.
—¡Pero debe existir una explicación!
—Por supuesto.
—¿Cuál es pues, según tú?
—Hay que esperar a que los niños crezcan para intentar verla.
—Pero tú quizá tengas alguna idea al respecto.
—Nada que pueda tranquilizarme.
—¿Pero qué?Zellaby agitó la cabeza.
— No estoy seguro — dijo —, pero puesto que tú eres una mujer lista voy a hacerte una pregunta: Si tú tu vieras intención de derribar la supremacía de una sociedad bastante afianzada y convenientemente armada, ¿cómo actuarías? ¿La provocarías en su propio terreno, desencadenando un ataque probablemente muy costoso y ciertamente destructivo? ¿O, si el tiempo te presionara, preferirías acaso recurrir a una táctica más sutil? De hecho, ¿no intentarías introducir de alguna manera subrepticia una quinta columna que pudiera atacarla desde su mismo seno?
CAPÍTULO XV
LAS COSAS SE SIGUEN COMPLICANDO
Los meses que siguieron trajeron consigo un gran número de cambios en Midwich.
Ferrelyn se fue con Alan, dejando a su bebé, al menos por el momento, al cuidado de los Zellaby. El doctor Willers dejó su consulta en manos de un sustituto, el joven que lo había ayudado en el momento de la crisis, y en un estado mezcla de agotamiento y de disgusto hacia las autoridades se fue de vacaciones con la señora Willers, para dar, según dijo, la vuelta al mundo.
En noviembre tuvimos una epidemia de gripe que se llevó consigo a tres viejos, así como a tres Niños. Uno de ellos era el hijo de Ferrelyn. La madre fue llamada, pero llegó demasiado tarde para verlo aún vivo. Los otros dos fueron dos niñas.
Mucho antes que eso hubo sin embargo la sensacional evacuación de la Granja. Un hermoso ejemplo de perfecta organización: los componentes de Investigación fueron avisados de ello un lunes, los encargados del traslado acudieron el miércoles, y antes del fin de semana el edificio y los costosos nuevos laboratorios estaban vacíos, con las ventanas desprovistas incluso de sus cortinas. Los habitantes de Midwich se quedaron enormemente sorprendidos, como si hubieran asistido a un espectacular juego de magia. Ya que incluso el señor Crimm y todo su personal se habían ido, y todo lo que quedaba eran cuatro bebés de ojos dorados en busca de padres nutricios.
Una semana más tarde, una pareja de resecos viejos que se hacían llamar Freeman alquiló la casa abandonada por el señor Crimm. Freeman se presentó como médico especialista en psicología social, y aparentemente su mujer era también titular de algún diploma médico. Se nos dio a entender, en una forma prudente, que su misión consistía en estudiar el desarrollo de los Niños por encargo de una organización oficial no determinada. A ello fue a lo que se dedicaron aparentemente, a su modo, ya que constantemente estaban espiando y observando todo lo que ocurría en el pueblo, deslizándose a menudo en las habitaciones. Se les hallaba a menudo sentados en un banco del Parque, con aire reflexivo y ojos atentos. Su agresiva discreción les daba actitud de conspiradores, y su táctica les valió, en menos de una semana, la desconfianza general del pueblo, que los apodó los Fisgones. Sin embargo, la tenacidad era una de sus características, y persistieron en sus manejos hasta obligarnos a esa especie de resignación que uno adopta frente a lo inevitable.
Pregunté a Bernard acerca de ellos. Me dijo que no tenían nada que ver con su ministerio, pero que actuaban por cuenta de un organismo oficial. Teníamos la sensación de que, si aquella era la única respuesta a la petición de Willers concerniente al estudio de los Niños, era mejor que se hubiera ido para no estar presente ante ella.
Zellaby, como todos los demás, intentó con ellos un acercamiento ofreciéndoles su colaboración, pero sin el menor resultado. Fuera cual fuese el ministerio que los empleaba, había escogido dos ases de la discreción, pero nuestra opinión era que, fuera cual fuese la importancia de su relación con las altas esferas, un poco mas de sociabilidad les hubiera valido muchos mejores resultados con mucho menos esfuerzos. Pero, de todos modos, quizá estaban proporcionando realmente a las altas esferas los informes que ellos deseaban. Todo lo que podíamos hacer era dejarles merodear a sus anchas. Y así lo hicimos.
Si bien, desde un punto de vista científico, el estudio de los Niños podía ser muy interesante, en el transcurso de su primer ano de vida, no suscitaron ninguna otra aprensión. Dejando aparte su persistencia en rehusar ser alejados de Midwich, sus demás poderes de constricción habían disminuido y se manifestaban raramente. Como había dicho Zellaby, por muy bebés que fueran, eran notablemente sensatos, y se bastaban perfectamente a sí mismos en tanto no se les abandonara y no se les contrariaran sus deseos.
Hasta aquel momento, pocas cosas vinieron a confirmar los malos presagios del grupo de las brujas o los pronósticos de Zellaby, más sensatos pero no menos sombríos. Y, como había pasado el tiempo sin que se produjera el menor acontecimiento digno de mención, Janet y yo no fuimos los únicos en preguntarnos si todos nosotros nos habríamos alarmado infundadamente, y si las particularidades de los Niños no irían disminuyendo, quizá hasta la insignificancia, en el transcurso de los años.
Después, a principios del siguiente verano, Zellaby hizo un descubrimiento que aparentemente había pasado desapercibido a los Freeman, pese a sus concienzudas observaciones.
Zellaby apareció ante nuestra puerta una soleada tarde y nos arrastró afuera por la fuerza. Protesté, invocando mi trabajo, pero no conseguí nada.
— Lo sé, mi querido amigo, lo sé. Yo también me imagino a mi pobre editor con lágrimas en los ojos Pero es muy importante. Necesito testigos seguros
— ¿Testigos de qué? — preguntó Janet sin entusiasmo. Pero Zellaby agitó la cabeza.
—No estoy haciendo declaraciones sensacionales ni incubo ninguna enfermedad. Simplemente os pido que asistáis a una experiencia y saquéis de ella vuestras propias conclusiones. Y estos — rebuscó en sus bolsillos — son nuestros instrumentos.
Depositó sobre la mesa una cajita de madera labrada, un poco mayor que una caja de cerillas, y un rompecabezas compuesto por dos grandes haciendo deslizarse uno sobre el otro de una cierta manera. Cogió la caja y, sacudiéndola, nos dio a entender que contenía algo.
— Azúcar cande — explicó —. Es un producto de la desconcertante ingeniosidad nipona. Esta caja no tiene ninguna abertura visible, pero deslizando esa pieza de aquí se abre sin dificultad, y ahí está el azúcar cande. La razón por la que uno puede tomarse el trabajo de construir un tal objeto es conocida sólo de los japoneses, pero creo de todos modos que esta caja nos va a ser muy útil. Y ahora, ¿sobre qué Niño Varón comenzamos la experiencia?
— Ninguno de los bebés tiene aún un año — hizo notar fríamente Janet.
— Aparte su tiempo de vida real, ambos sabéis muy bien que esos Niños son desde todos los puntos de vista niños de dos años bien desarrollados explicó Zellaby —. De todos modos, no intento hacer exactamente un test de inteligencia... a menos que... — se detuvo, perplejo —. Debo confesar que no sé nada al respecto. Por otro lado no tiene mucha importancia. Os pido tan solo que me señaléis un Niño.
— Cualquiera — dijo Janet —. El de la señora Brant por ejemplo.
Nos dirigimos a su casa.
La señora Brant nos hizo atravesar la casa y nos llevó al jardín de atrás, donde el niño jugaba en un parque. Como decía Zellaby, tenía todo el aspecto de un niño de dos años cumplidos, y de un niño muy despierto. Zellaby le dio la cajita. El niño la tomó, la examinó, la agitó, oyó que contenía algo y su rostro se iluminó. Lo observamos atentamente. Dándose cuenta de que se trataba de una caja, intentó abrirla sin éxito. Zellaby le dejó jugar un rato con el objeto y luego, mostrando un pedazo de azúcar cande, se lo ofreció a cambio de la caja aún cerrada.
— No sé qué quieres probar con esto — dijo Janet, mientras nos íbamos.
— Paciencia, querida — dijo Zellaby con tono de reproche —. ¿Cuál es nuestro próximo sujeto, siempre masculino? Janet sugirió el presbiterio. Zellaby negó con la cabeza.
—No, la cosa no funcionaría. Puede que la niña de Polly Rushton está también allí.
— ¿Y eso puede significar algo? Todo el asunto me parece muy misterioso — dijo Janet.
— Quiero convencer plenamente a mis testigos, — dijo Zellaby —. Proponme otro.
Nos pusimos de acuerdo sobre el de la mayor de las señoritas Dory. El niño se comportó del mismo modo que el otro, pero tras haber jugado un momento con la caja se la devolvi6 a Zellaby, con el aire de esperar algo. Sin embargo, en lugar de tomarla de nuevo, Zellaby, le mostró el modo de abrirla, y luego dejó al niño abrir la caja por sí mismo y tomar el azúcar cande. Luego puso otro trozo de azúcar cande en la caja, la cerró y se la volvió a dar.
— Inténtalo otra vez — sugirió. Y vimos al pequeño abrir de nuevo la caja para tomar el segundo trozo de azúcar cande.
— Y ahora — dijo Zellaby —, volvamos a nuestro primer sujeto, el niño de la señora Brant.
De vuelta al jardín, dio de nuevo la caja al niño sentado en el parque, al igual que la primera vez. El niño la tomó ávidamente. Sin la menor vacilación, encontró la pieza que había de accionar, la hizo deslizarse y tomó el dulce de la caja, como si Ya hubiera hecho veinte veces aquella operación. Zellaby, con un brillo divertido en los ojos, miró nuestras aleladas expresiones. Tomó la caja y volvió a llenarla.
—Bien — dijo —, indicadme ahora otro.
Nos dirigimos así a la casa de tres de ellos, muy alejadas las una de las otras. Ninguno de ellos mostró la menor perplejidad ante la caja. La abrieron como si el procedimiento le fuera familiar, y se metieron inmediatamente el dulce en la boca.
—Interesante, ¿no? — observó Zellaby —. Y ahora, adelante con las chicas.
Empleamos la misma táctica, salvo que esta vez reveló el secreto de la caja a la tercera niña en lugar de a la segunda. Tras aquello las cosas se desarrollaron como con los niños.
— Como mínimo es sorprendente, ¿no creéis? — dijo Zellaby, divertido —. ¿Queréis que ensayemos con los clavos?
— Quizá más tarde — dijo Janet —. Por el momento, necesito una taza de té.
Fuimos a nuestra casa.
— La idea de la caja no es mala — exclamó Zellaby satisfecho, mientras engullía un bocadillo de pepinillos —. Sencilla, fácil de observar, y confesad que la experiencia se ha desarrollado sin el menor tropiezo.
— ¿Quieres decir que has intentado otros trucos con ellos? — preguntó Janet.
— Oh, sí, he ensayado un montón de ellos. Pero unos eran demasiado complicados, y los otros no permitían sacar conclusiones claras; por otro lado, al principio no sabía hasta dónde me llevarían mis experiencias, que debo confesar que no veo absolutamente nada claras.
— Y ahora, ¿la conclusión es ya clara para tí? Por lo menos en este asunto — dijo Janet. El giró hacia ella la mirada.
—Por el contrario, estoy persuadido de que has sacado de todo esto una conclusiónmuy clara, al igual que Richard. Tan solo que ninguno de los dos tenéis el valor de admitirla.
Echó mano a otro bocadillo, y luego me miró con aire interrogador.
— Supongo — dijo — que quieres hacerme decir que tu experiencia prueba que lo que sabe un niño lo saben instantáneamente todos los demás niños, pero no las niñas, y viceversa. Bueno, hay que confesar que eso es lo que prueban las apariencias, a menos que haya alguna clase de subterfugio.
—¡Vamos, vamos, querido amigo!
— Perdona, pero concédeme que las apariencias llevan a una conclusión que es difícil de admitir así, de entrada.
— Entiendo. Por supuesto. Evidentemente, yo mismo no he llegado a ella más que por etapas.
—Pero — dije —, ¿es eso exactamente lo que querías hacernos decir?
— Por supuesto, querido amigo. ¿Qué otra cosa podía ser? — sacó los clavos de su bolsillo y los dejó sobre la mesa —. Toma esto e inténtalo tú mismo; o mejor aún, inventa un procedimiento propio de soltarlos y aplícalo. Encontrarás que las conclusiones, o al menos las deducciones preliminares, son inevitables.
— Es más difícil de admitir que de comprender — dije —. Pero supongamos que tu hipótesis es cierta.
— Un momento — interrumpió Janet —. Zellaby, ¿pretendes que, si yo le digo algo a uno de esos niños, todos los demás estarán al corriente de lo que yo he dicho?
— Exactamente. Siempre que se trate de algo lo bastante simple como para hallarse al alcance de su edad. Janet adoptó una expresión resueltamente escéptica. Zellaby suspiró.
— Siempre lo mismo — dijo —. Linchad a Darwin, y habréis probado la imposibilidad de la teoría de la evolución. Pero, como ya he dicho, no tenéis más que aplicar vuestros propios tests. — Se giró hacia mí —. ¿Lo admites como hipótesis?
— Sí — acepté —. Pero tu me has respondido que esta era la deducción preliminar. ¿Cuál es la siguiente?
— Creo que como hipótesis contiene suficientes elementos como para trastocar todo nuestro sistema social.
— ¿No se tratará acaso de un fenómeno comparable... quiero decir, no será una forma más desarrollada de esa estrecha comunión que se observa entre los gemelos? -preguntó Janet.
Zellaby agitó la cabeza.
— No lo creo, a menos que se haya desarrollado hasta tal punto que haya adquirido nuevas dimensiones. Por otro lado, aquí no nos hallamos frente a un solo grupo de ese tipo, sino dos, aparentemente sin interferencias. Dicho esto, admitiendo las cosas tal como las hemos probado, surge inmediatamente una pregunta: ¿hasta qué punto puede considerarse a cada uno de esos Niños como un individuo? Cada uno de ellos es físicamente un individuo, esto podemos constatarlo, pero ¿sigue siendo así desde otros puntos de vista? Si comparte la conciencia con el resto del grupo, en lugar de verse constreñido a una comunicación difícil como es nuestro caso, ¿puede decirse que tiene una individualidad mental propia, una personalidad distinta para ser más precisos? No veo cómo. Me resulta evidente que si A, B, y C comparten una conciencia colectiva, de ello se desprende que A expresa el pensamiento de B y C, y que toda acción iniciada por B es exactamente la misma que hubiera emprendido A o C, en las mismas circunstancias, sujeta únicamente a las modificaciones provenientes de las diferencias físicas entre ellos, diferencias que de hecho pueden ser considerables en la medida en que el comportamiento se ve sometido a la influencia de las glándulas y de otros factores estrictamente fisiológicos del individuo.
»En otros términos, si hago una pregunta a cualquiera de los niños, recibiré exactamente la misma respuesta que si hubiera elegido hacerlo a no importa cual otro; si le pido que haga algo, obtendré más o menos el mismo resultado, pero según todas las posibilidades, la acción será realizada con mayor éxito por aquellos que estén dotados de una mejor facultad de coordinación física, aunque, a decir verdad, la similitud entre esos Niños es tal que las variaciones resultarán insignificantes.
»Pero he aquí a lo que quería llegar: no es un individuo el que responderá a mi pregunta o realizará lo que le pida que haga, no será más que un elemento del grupo. Y este hecho presenta un montón de problemas y de implicaciones.
Janet frunció el ceño.
—Sigo sin ver claro.
— Enunciemos la cosa de otro modo — dijo Zellaby —. Según las apariencias, tenemos aquí cincuenta y ocho pequeñas entidades individuales. Pero esas apariencias son engañosas, y resulta que de hecho no tenemos más que dos únicas entidades, un niño y una niña, aunque el niño esté formado por treinta partes constitutivas cada una de las cuales tiene el aspecto físico y la estructura de los muchachos individuales, y la niña de veintiocho partes constitutivas.
Hubo un largo silencio. Luego:
—Es difícil de digerir — dijo Janet, por no decir imposible.
— Lo comprendo perfectamente — dijo Zellaby —. Yo sentí la misma dificultad.
— Pero — exclamé yo, tras otro silencio —, ¿estás enunciando seriamente todo esto? ¿Quieres decir que tu hipótesis no es una forma imaginativa de expresión, sino que hay que tomarla al pie de la letra?
—Estoy enunciando un hecho, después de haberos proporcionado las pruebas.Agité la cabeza.
— Todo lo que nos has mostrado es una especie de capacidad de comunicarse de una determinada manera que, he de ser sincero, se me escapa. Pero de ahí a tu teoría del no individualismo hay realmente un trecho demasiado grande.
— Tal vez, si partes únicamente de la experiencia que has vivido. Pero no olvides que, si bien tu no has visto más que esta, yo por mi parte he realizado ya muchas otras, y ninguna se ha opuesto a mi teoría de la individualidad colectiva, como prefiero llamarla. Además, este hecho no es tan extraño como pueda parecer a primera vista. Ha sido establecido que la evolución utilizar a menudo esta fórmula para hacer frente a una penuria. Un buen número de formas que se presentan en principio bajo un aspecto individual son de hecho colonias, y muchas formas no podrían sobrevivir si no fueran colonias actuando como individuos. De acuerdo que esos ejemplos se encuentran siempre en las formas inferiores, pero no hay ninguna razón para que se limiten únicamente a ellas. Muchos insectos se aproximan a ese modo de vida. Las leyes de la física les impiden aumentar de tamaño, de modo que logran mejores resultados actuando como grupo. Nosotros mismos, consciente y no instintivamente, nos organizamos en grupo con la misma finalidad. Dicho esto, ¿por qué la naturaleza no podría producir una versión más eficaz del método por el cual nos esforzamos desmañadamente en sobreponernos a nuestras debilidades. ¿Quizá otro ejemplo de la naturaleza imitando el arte?
»Después de todo, hemos llegado al límite de nuestro progreso evolutivo, y esto tras un cierto tiempo y, a menos que vegetemos, necesitamos hallar el medio de franquear este límite. Georges Bernard Shaw decía, lo recordaréis, que el primer paso era encontrar el medio de prolongar la vida humana hasta los trescientos años. Quizá sea una de las soluciones — no hay duda de que la extensión de la vida del individuo tenía fuertes atractivos para este individualista obcecado —, pero existen otras soluciones. Esa individualidad colectiva no es quizá un progreso evolutivo que pueda esperarse en los animales superiores; sin embargo, no es imposible. No quiero decir evidentemente con ello que esta solución haya de verse necesariamente coronada por el éxito.
Una rápida ojeada a la expresión de Janet me indicó que había dejado de interesarse en la conversación. Cuando cree que alguien está contando estupideces, simplemente toma la decisión de no perder su tiempo en argumentos inútiles y corre las cortinas. En cuanto a mi, seguía reflexionando mientras miraba por la ventana.
— Creo tener la impresión — dije — de ser un camaleón colocado sobre un color más allá de sus fuerzas. Si te he comprendido bien, tu afirmas que los pensamientos de cada uno de esos dos grupos son, como diría yo, explotados en mancomunidad. ¿Acaso eso significa que los niños tienen, colectivamente, una potencia mental normal multiplicada por treinta, y que para las niñas esta potencia hay que multiplicarla por veintiocho?
— No creo — dijo Zellaby seriamente —. Eso no quiere decir que tampoco que sus capacidades tengan que ser multiplicadas por el mismo factor, a Dios gracias: un hecho tal superaría toda comprensión. Parece que esto trae consigo un cierto aumento de la inteligencia, pero en el estado actual de las cosas no veo cómo podría ser medido, admitiendo que un tal hecho fuera posible. Las consecuencias de esto son ya enormes.
Pero lo que me parece de una importancia aún más inmediata es el grado de fuerza de voluntad, cuyo potencial me parece realmente muy inquietante. No conocemos la forma como ejercen sus compulsiones, pero tengo la impresión de que si pudiéramos estudiarlo encontraríamos que, cuando un cierto grado de voluntad es concentrado de alguna manera en un solo recipiente, se produce como una transformación hegeliana, es decir, que más allá de una cierta cantidad crítica esta voluntad presenta otra cualidad. En este caso, un poder directo y absoluto.
»Esto es, lo confieso, especulación pura, y al diablo si me equivoco diciendo que tendremos que examinar multitud de cosas, y tendremos que rompernos la cabeza una y otra vez contra ellas.
— Todo el asunto me parece increíblemente complicados, si tus puntos de vista son exactos.
— En el detalle y el mecanismo, sí — aceptó Zellaby —. Pero, en principio, no es en absoluto tan complicado como parece a primera vista. A fin de cuentas, tu estás completamente de acuerdo en que la cualidad esencial del hombre es poseer un alma.
—Ciertamente — respondí.
—Bien, pues un alma es una fuerza viva, y en consecuencia no es estática sino quedebe o evolucionar o atrofiarse. La evolución de un alma supone la eventualidad del desarrollo de un alma más fuerte. Supongamos entonces que esta alma más fuerte, esta superalma intenta manifestarse. ¿Dónde debe alojarse? El hombre normal no está hecho para contenerla; el superhombre en que podría habitar no existe todavía. ¿No podría, a falta de un vehículo único adecuado, animar un grupo, del mismo modo que una enciclopedia no puede ser contenida en un solo volumen? No lo sé. Pero si es así, no es atrevido pensar que dos superalmas animan a esos dos grupos.
Se detuvo, mirando a través de las ventanas abiertas, y siguió las evoluciones de un moscardón que revoloteaba entre las ramas de unas lilas. Luego añadió pensativamente:
— He soñado a menudo en esos dos grupos. He pensado incluso en que habría que encontrarles un hombre a esas dos superalmas. Creí que iba a tener problemas en la elección, y sin embargo no encuentro más que dos nombres que acuden sin cesar a mi mente. No sé por qué, pero no hago más que pensar en Adán y Eva.
Dos o tres días más tarde, recibí una carta informándome que la plaza que tanto había solicitado en el Canadá me sería concedida si me presentaba a ella inmediatamente. Eso es lo que hice, dejando a Janet el cuidado de arreglar las cosas en Midwich antes de seguirme.
Cuando se reunió conmigo, tenía pocas noticias quedarme de allí, salvo que se había declarado una guerra de un solo sentido entre los Freeman y Zellaby. Al parecer había puesto a Bernard Westcott al corriente de sus investigaciones en aquel sentido, y estos, sorprendidos por aquel giro inesperado de las cosas, consideraron con desprecio la recomendación. Sin embargo, después de poner en marcha algunos tests de su invención, se observó que se iban volviendo cada vez más taciturnos a medida que progresaban en sus experiencias.
— Pero tengo la impresión de que no llegarán hasta Adán y Eva — dijo Janet —. ¡Ese viejo zorro de Zellaby! Pero hay algo por lo cual dar siempre gracias al cielo, y es que nosotros estuviéramos en Londres cuando pasó todo aquello. ¡Imagínate, si yo me hubiera convertido en la madre de la treintaiunava parte de un Adán o de la veintiochavaparte de una Eva! Si quieres que te sea sincera, estoy completamente harta de Midwich y de todo este asunto... ya no quiero oír hablar de él en absoluto.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO XVI
AHORA TENEMOS NUEVE AÑOS
Durante los años que siguieron, las pocas visitas que hicimos a Inglaterra fueron breves y apresuradas; pasábamos nuestras vacaciones precipitándonos de casa de un pariente a casa de otro pariente, sin más entreacto que las visitas de negocio. No fui por Midwich, y la verdad es que apenas me preocupé por el pueblo. Pero, ocho años después de nuestra partida, me las arreglé para disponer de unas vacaciones de seis semanas, y a finales de la primera semana tropecé con Bernard Westcott en Picadilly.
Tomamos una copa en el In and Out. En el transcurso de nuestra conversación le pedí noticias de Midwich. Esperaba que todo aquel asunto hubiera terminado en nada, ya que cuando me venía el pueblo a la memoria pensaba en toda aquella historia como en una enorme tomadura de pelo que, si bien por aquel entonces me había impresionado grandemente, ahora me dejaba absolutamente frío. Estaba persuadido de que iba a oír que los Niños ya no presentaban ninguna característica misteriosa; que, como suele ocurrir en los casos de niños prodigio, la espera de nuevos fenómenos había terminado en un rotundo fracaso, y que, pese a su curioso inicio en la vida, formaban ahora un pequeño grupo de vulgares pueblerinos, cuya único signo distintivo eran sus ojos dorados.
Bernard reflexionó un momento sobre mi pregunta y luego dijo:
— Resulta que mañana precisamente he de ir allá. ¿Por qué no me acompañas y ves el panorama, renuevas viejas amistades y... y...?
Janet se había ido una semana al norte, a casa de una amiga de la infancia, y en consecuencia estaba solo y sin programa definido.
— Así pues, ¿todavía sigues teniendo un ojo atento sobre el lugar? Claro que me gustaría ir allá y charlar un poco con todos ellos. ¿Zellaby sigue fiel en su puesto?
— Oh, sí. Es el tipo de hombre que parece que haya de vivir eternamente. No ha cambiado en absoluto.
— La última vez que le vi, sin contar nuestra despedida, nos contó una historia extrañísima de personalidad compuesta — dije, evocando mis recuerdos —. Es algo así como una especie de brujo. Tiene el talento de hacer verosímiles las más locas ideas. Ah, ahora me acuerdo: se trataba de Adán y Eva.
— Sigue siendo el mismo — dijo Bernard, pero no insistió. Cambiando de tema dijo —: Desgraciadamente tengo que ir allá por un triste asunto, una encuesta judicial referente a un accidente mortal. Pero espero que esto no te impida venir.
— ¿Uno de los Niños? — pregunté.
— No — dijo, agitando la cabeza —. Un muchacho del pueblo, un tal Pawle. Tuvo un accidente de automóvil.
— Pawle — repetí —. Ah, si, ya recuerdo. Tienen una granja un poco fuera del pueblo, por el lado de Oppley.
—Exacto. La granja Dacre. Una triste historia.Me pareció indiscreto preguntarle el interés que podía tener en aquella encuesta, así que le dejé interrogarme acerca de mis experiencias canadienses.
Al día siguiente, rodeados por una hermosa mañana de verano, emprendimos camino tras el desayuno. Parecía que en el coche se sintiera más a gusto para hablar libremente de lo que se había sentido en el bar.
— Encontrarás Midwich muy cambiado — me previno —. Tu vieja casa está habitada ahora por una pareja llamada Welton. El dibuja, y su mujer se dedica a la artesanía en cerámica. No recuerdo quien hay en casa de Crimm en este momento, ha habido un montón de gente tras los Freemann. Pero lo que más te va a sorprender es la Granja. Han cambiado la placa de la entrada, ahora dice: «Granja de Midwich — Escuela Especial — Ministerio de Educación».
—¿Ah, sí? ¡Los Niños? — pregunté.
— Exacto — dijo —. Las «locas ideas» de Zellaby eran menos locas de lo que se creía. De hecho, acertó en la diana, con gran descontento de los Freeman. Se sintieron tan ridiculizados que tuvieron que irse.
— ¿Quieres decir que su historia de Adán y Eva tiene fundamento? — dije, incrédulo.
— No precisamente esta, pero si la de los grupos mentales. Muy pronto se probó que existía una relación de este tipo, todo lo confirmaba, y aún sigue confirmándolo. Se le enseñó a un Niño de aún no dos años a leer algunas palabras sencillas.
—¿A los dos años? — exclamé.
— Sí. En aquel momento tenían un desarrollo mental equivalente al de un niño normal de cuatro años — me recordó —. Al día siguiente se descubrió que todos los niños sabían leer las mismas palabras. A partir de aquel momento hicieron progresos fulminantes. Tan solo unas semanas más tarde una de las niñas aprendió a leer, y cuando ella supo, todas las demás supieron también. Más tarde, un niño aprendió a ir en bicicleta; inmediatamente después todos los demás hacían lo mismo y, desde el primer momento, a la perfección. La señora Brinkmann enseñó a nadar a su hija; desde entonces todas las demás niñas nadaron sin que nadie les hubiera enseñado; en cuanto a los chicos, no supieron nadar hasta que uno de ellos tuvo ocasión de intentarlo. Es muy simple, y desde que Zellaby lo demostró nadie lo ha dudado. Por el contrario, ha habido, y aún, interminables polémicas, a todos los niveles, acerca de su conclusión de que cada grupo representa un solo individuo. Poca gente lo admite. Una forma de transmisión de pensamiento quizá, probablemente una sensibilidad mutua muy acertada, o tal vez un cierto número de personalidades pudiendo comunicarse entre si de una forma aún misteriosa; pero una sola personalidad informando a sus partes físicamente independientes, no. Hay demasiados pocos elementos de apoyo para esa teoría.
Yo no me mostraba excesivamente sorprendido de oírle, pero prosiguió:
— De todos modos, esas discusiones son tan solo académicas. Queda un hecho indiscutible, y es que esta es la relación que existe en el interior de los grupos. Evidentemente quedaba fuera de lugar enviarlos a una escuela cualquiera, hubieran surgido un sinfín de historias en poco tiempo si simplemente hubieran ido a la escuela de Oppley o de Stouch. Es por eso por lo que el Ministerio de Educación se metió, como antes el Ministerio de Salud Pública, y en definitiva la Granja fue transformada en escuela—dispensario—centro de observación.
»Los resultados han superado las esperanzas. Ya mientras tú aún estabas allá podíamos darnos cuenta de que más tarde iban a darnos materia para analizar. Su sentido de la comunidad es distinto. Sus estructuras íntimas no son ni pueden ser comparadas a las nuestras. Los lazos que les unen entre ellos son mucho más importantes que los sentimientos que les ligan a sus familias, que se ocupan de ellos. Por otro lado, algunas familias los ven con desconfianza. No pueden formar parte de la comunidad. Son demasiado distintos; no son precisamente el tipo de compañeros que necesitan los verdaderos hijos de estas mismas familias, y las dificultades iban aumentando. Alguien tuvo la idea de prepararles dormitorios en la Granja. Sin obligarles, ni siquiera persuadirles, se les dijo que podían ir allí por propia voluntad si querían. Una buena docena aceptó al primer momento; los demás, poco a poco, les siguieron. Era como si se dieran cuenta de que no podían tener muchas cosas en común con el resto del pueblo e, instintivamente, se dirigieran hacia un grupo de su especie.
—Una curiosa solución. ¿Y cuál fue la reacción del pueblo?
— Un cierto número de ellos lo desaprobaron, evidentemente, pero en el fondo este sentimiento partía más bien de las conversaciones que de una profunda convicción. Un buen número de ellos se sentían aliviados, sin confesarlo, por supuesto, de haberse desembarazado de una responsabilidad que los asustaba un poco. Algunos sentían mucho afecto por ellos, lo siguen sintiendo, y se siente afligidos por lo ocurrido. Pero en general el pueblo se lo ha tomado muy bien. Nadie ha intentado verdaderamente impedirles ir a la Granja. Por otro lado, no hubiera servido de nada. En las familias donde las madres sentían afecto por ellos los Niños siguen en buenas relaciones son ellas, y continúan frecuentando las casas a menudo. Otros Niños han roto totalmente sus lazos.
—Nunca he oído nada semejante — dije.Bernard sonrió.
—Bueno si retrocedes un poco recordarás que el asunto tuvo ya desde el principio uninicio de lo más curioso — me recordó.
—¿Qué hacen en la Granja? — pregunté.
— En primer lugar, como su nombre indica, es una escuela. Hay un personal docente, y un personal que se ocupa del bienestar de los Niños. Hay también expertos en psicología social. De tanto en tanto vienen eminentes profesores a realizar una visita, y dan un curso sobre temas diversos. Al principio iban todos juntos a clase, pero luego se dieron cuenta de que era inútil. Así que ahora los cursos son frecuentados por un solo niño y una sola niña a la vez, y todos los demás saben lo que esos dos han aprendido. Tampoco se ha revelado más útil el que las lecciones sean dadas la una tras la otra. Así que se enseña simultáneamente a las seis parejas sobre diferentes temas, y ellos se las arreglan para que el resultado sea el mismo.
— Pero, gran Dios, deben absorber los conocimientos como el papel secante absorbe la tinta.
— En efecto. Puedo decirte que algunos profesores se muestran muy asustados.
— ¿Y todavía seguís trabajando para mantener en secreto su existencia?
— Sí en lo que respecta al gran público. Pero siempre ha habido un acuerdo tácito con la prensa y, por otro lado, ellos mismos han reconocido que ahora la historia no tendría la misma resonancia que si hubiera sido publicada a su inicio. En cuanto al vecindario, nos ha dado un poco más de trabajo. La reputación local de Midwich nunca ha sido muy buena, y con un poco de ayuda hemos conseguido acrecentar un poco más esa desconfianza. La gente de los alrededores considera ahora a Midwich como un asilo de alienados, pero sin barrotes. Todo el mundo, se dice, fue golpeado por el Día Negro. En particular los Niños, de los que se dice que les ha quedado Algo, y que son tan retrasados que el gobierno, en un gesto de humanidad, ha juzgado indispensable gratificarlos con una escuela especial. Sí, hemos conseguido que la región sea considerada como una auténtica tara. Se tolera a una abuela que chochea. De tanto en tanto se habla de ello, pero normalmente se la acepta como un mal secreto que hay que ocultar. Incluso las protestas que se elevan de tanto en tanto de las gentes de Midwich no son tomadas en consideración, pues al fin y al cabo todos ellos fueron alcanzados por el Día Negro y, en consecuencia, todos ellos están un poco chiflados.
— Me parece — dije — que todo esto no ha sido obtenido más que al precio de multitud de maniobras sutilmente estudiadas. Pero lo que nunca he podido comprender es la razón por la que entonces he podido y sigues estándolo ahora, tan interesado en no divulgar nada. Que se tomaran medidas al día siguiente del Día Negro es algo completamente normal, el misterio de aquel aterrizaje clandestino afectaba a la Defensa Nacional. ¿Pero y ahora? Todo este trabajo que os estáis tomando para apartar a los Niños de la curiosidad pública, esas complicadas disposiciones que tomáis con la Granja... Una escuela así debe resultar endiabladamente cara de mantener.
— ¿No crees que el Departamento de Seguridad pueda aceptar por propia iniciativa sus responsabilidades? — sugirió.
—Por favor, Bernard, no digas tonterías — respondí.No pareció tomarlo como una ofensa; aunque siguió hablando de los Niños y de la situación en Midwich, persistió en no responder a la pregunta que le había formulado.
Almorzamos muy pronto en Trayne, y llegamos a Midwich cuando eran casi las dos. El lugar me pareció no haber cambiado en absoluto. Hubiera dicho que me había ausentado hacía tan solo una semana y no hacía ocho años. Había ya gente en el Parque, ante la sala de fiestas donde se celebraba la encuesta.
— Me parece — dijo Bernard, estacionando el coche — que será mejor que dejes tus visitas para más tarde. Veo que prácticamente todo el pueblo se encuentra ya aquí.
—¿Será largo? — pregunté.
—Una simple formalidad, espero. Media hora más o menos.
— ¿Tienes que presentar tu testimonio? — pregunté, sorprendido de que hubiera venido desde Londres por una simple formalidad.
—No, vengo tan sólo a ver como se desarrollan las cosas.
Seguí su consejo de dejar mis visitas para más tarde y fui con él al interior de la sala. Mientras esta se llenaba y yo miraba las cabezas conocidas apresurarse para tomar los mejores sitios, me di cuenta de que todos los habitantes de Midwich que podían valerse se habían dado cita allí. No comprendía el porqué, pero no parecía que aquella fuese una buena explicación para aquella atmósfera tensa que reinaba en la concurrencia. No podía creer que las cosas fueran a desarrollarse de un modo tan formal como Bernard había dicho. Tenía el presentimiento de que algo iba a estallar en la sala.
Pero me equivocaba. No asistimos efectivamente más que a unas formalidades, y todo se desarrolló muy aprisa. En menos de media hora todo hubo terminado. Observé que Zellaby se escabullía hacia la salida antes del final. Nos lo encontramos en la escalinata de la entrada, acechando nuestra salida. Me saludó como si hiciera tan solo dos días que no nos habíamos visto, y luego preguntó:
— ¿Qué estás haciendo en esta galera? Te creía en las Indias.
— En el Cañada — precisé —. Ha sido una casualidad... — y le expliqué cómo había encontrado a Bernard. Zellaby se giró hacia él.
—¿Contento? — preguntó.Bernard se alzó de hombros.
—¿Por qué no? — respondió.
En aquel momento, un chico y una chica pasaron por nuestro lado y tomaron la carretera en medio de la multitud que se dispersaba. Solo tuve tiempo de echarles una rápida ojeada a sus rostros, pero me quedé alucinado.
—¿Quieres decir que estos...? — comencé.
— Por supuesto — dijo Zellaby —. ¿Acaso no has visto sus ojos?
—¡Pero es horrible! Si sólo tienen nueve años!
—Según el calendario — hizo notar Zellaby.Mantuve mis ojos fijos en ellos.
—¡Es increíble!
— Supongo que recordarás que lo increíble se realiza más a menudo en Midwich que en ninguna otra parte — observó Zellaby —, Ahora aceptamos fácilmente lo improbable. En cuanto a lo increíble, hemos aprendido a acomodarnos a ello. ¿No te ha advertido el coronel?
— Bueno, sí — admití —. Pero esos dos chicos... tienen aspecto de tener dieciséis o diecisiete años bien cumplidos.
—Físicamente sí.Yo los seguía aún con la mirada, negándome a creer en mis ojos.
— Ahora, si no tienes prisa, me gustaría que vinieras a casa a tomar una taza de té —propuso Zellaby. Bernard, después de mirarme con el rabillo del ojo, se ofreció a llevarnos en coche.
—De acuerdo — dijo Zellaby —. Pero preste atención después de lo que ha oído.
—Nunca he sido un conductor imprudente — dijo Bernard.
—El joven Pawle tampoco — respondió Zellaby —. Era un experto conductor.
Cuando tomamos el camino que conducía hasta él, pudimos ver Kyle Manor tranquilo y bañado por el sol. Dije:
— La primera vez que vi esta casa tenía el mismo aspecto que hoy. Recuerdo que me dije, mientras me acercaba, que de un momento a otro iba a empezar a ronronear. Esta imagen no me ha abandonado nunca.
Zellaby agitó la cabeza.
— Cuando la vi por primera vez, me pareció ideal para terminar en ella mis días en paz, pero ahora creo que esta paz es muy relativa.
Dejé sus palabras sin respuesta. Pasamos ante la casa y dejamos el coche ante las caballerizas. Zellaby nos condujo al porche y nos indicó los sillones de mimbre almohadillados.
—Anthea no está en casa, pero ha prometido estar de vuelta para el té — dijo.
Se sentó confortablemente y miró prolongadamente el césped. Los nueve años que habían pasado desde el Día Negro no habían dejado mucha huella en él. Sus finos cabellos plateados eran tan densos y tan luminosos a la luz de agosto como antes. Quizá tuviera algunas arrugas más en torno a los ojos, el rostro fuera algo más delgado, los rasgos un poco más acusados, y si su figura había engordado de dos a tres kilos.
Al cabo de un momento se giró hacia Bernard:
—¿Se siente usted satisfecho? ¿Cree que esto va a terminar aquí?
— Lo espero al menos. No se podía hacer nada. La actitud más juiciosa era aceptar el veredicto, y esto es lo que han hecho — respondió Bernard.
— Hum — dijo Zellaby. Se giró hacia mí —. Y tu, como observador imparcial, ¿qué impresión has sacado de la pequeña charada de esta tarde?
— No comprendo... ¡Ah, quieres decir la encuesta! Me ha parecido que pesaba una atmósfera curiosa sobre los asistentes, pero el desarrollo de la sesión me ha parecido perfectamente normal. El joven conducía distraídamente. Atropelló a un peatón. Luego, bastante incompetentemente, sintió miedo e intentó huir. Aceleró demasiado al tomar la curva al lado de la iglesia, y se estrelló contra una pared, ¿Quieres decir acaso que «accidente mortal» no es el término adecuado? Se le podría llamar desgracia, pero viene a ser lo mismo.
— Fue realmente una desgracia — dijo Zellaby —. Pero no es en absoluto lo mismo. De hecho, la desgracia se halla situada poco antes del accidente. Déjame decirte cómo pasó todo. Por otro lado, aún no he podido hacerle al coronel más que un breve resumen...
Zellaby volvía a su casa por la carretera de Oppley tras su paseo de la tarde. Al acercarse al cruce de la carretera de Hickham, vio aparecer a cuatro Niños que iban en dirección al pueblo.
Eran tres chicos y una chica. Zellaby los observó con un interés que nunca había disminuido. Los chicos eran tan parecidos que no hubiera podido distinguirlos aunque hubiera querido, y por otro lado tampoco lo intentaba. Desde hacía tiempo consideraba inútil este esfuerzo. La mayor parte de las gentes del pueblo, a excepción de algunas mujeres, que al parecer se equivocaban raras veces, compartían su incapacidad de distinguirlos y, por otro lado, los Niños se habían habituado a ello.
Como siempre, se maravilló ante su desconcertante facilidad de aprender tantas cosas en tan poco tiempo. Tan solo esta cualidad los situaba ya en una categoría aparte. No se trataba tan solo de una madurez precoz, sino de un desarrollo que se producía a un ritmo dos veces más rápido que lo normal. Tal vez fueran de una estructura más delicada que los niños normales aparentemente de la misma edad y de la misma estatura, pero esta fragilidad era una característica de su especie, y no tenía nada del crecimiento anárquico o monstruoso.
Así, como siempre, sintió el deseo de conocerlos mejor, de saber más sobre ellos, pero no hizo ningún avance. Lo había intentado pacientemente y con perseverancia desde que eran muy pequeños. Ellos lo aceptaban exactamente igual que los demás, y él los comprendía quizá igual, si no más, que sus profesores de la Granja. Superficialmente, eran muy amigables con él, y lo eran con poca gente. Charlaban y se divertían a gusto en su compañía, le escuchaban y le dejaban enseñarles un montón de cosas. Pero todo esto no se producía más que a un nivel muy superficial, y sentía la impresión de que siempre sería así. Cada vez se había estrellado contra una especie de barrera desde el momento en que intentaba conocerlos algo más profundamente. Lo que veía y oía no era más que su adaptación a las circunstancias, mientras que su verdadera personalidad, su verdadera naturaleza, permanecían ocultas tras esa barrera. Las relaciones que mantenían con ellos eran vagas e impersonales, les faltaba la dimensión de una simpatía o de un verdadero sentimiento. Su vida real parecía desarrollarse en un mundo que les era propio, tan separado de los demás como el de las tribus del Amazonas, con sus leyes y sus costumbres particulares. Se interesaban por todo, adquirían nuevos conocimientos, pero uno sentía que no hacían más que amasar esos conocimientos tal como un ilusionista adquiere una habilidad que, por sorprendente que pueda parecer, no tiene la menor influencia en su personalidad. Zellaby se preguntaba si, estudiándolos desde más cerca, podría llegar a penetrar en alguno. Sin embargo, incluso con los que había tratado más asiduamente siempre se había visto detenido por la misma barrera.
Mientras miraba a los Niños que andaban ante él charlando entre sí, pensó en Ferrelyn. Ya no venía a la casa tan a menudo como él hubiera deseado, la vista de los Niños la seguía turbando, y era por eso también que él no hacía ningún esfuerzo por animarla a venir. Se contentaba sabiéndola feliz en su casa con sus dos hijos propios.
Era curioso pensar que, aunque el Niño del Día Negro de Ferrelyn hubiera sobrevivido, probablemente no se hubiera visto capaz de distinguirlo de aquellos que lo precedían por la carretera, al igual que él no podía hacer una distinción entre ellos ahora. Era algo incluso humillante, ya que aquello lo colocaba en la misma situación que la señorita Ogle, excepto que esta última solventaba la dificultad dirigiéndose a cada uno de los chicos que encontraba como si fuera su propio hijo... y, cosa extraña, ninguno se preocupaba de negarlo.
En aquel momento, los cuatro Niños desaparecieron tras un recodo de la carretera. Acababa de doblar este recodo cuando un coche le pasó. Así pues, pudo ver claramente todo lo que ocurrió a continuación.
El coche, un pequeño descapotable, no iba muy aprisa, pero la casualidad quiso que los Niños se hubieran detenido precisamente tras el recodo, que los ocultaba de la vista del conductor. Estaban en mitad de la carretera, discutiendo sobre el camino que debían tomar. El conductor del coche hizo todo lo que pudo. Dio un volantazo a la derecha para intentar esquivarlos, y casi lo consiguió. Le faltaron cinco centímetros para evitarlos, y ahí estuvo el origen del drama: el extremo del guardabarros izquierdo golpeó la cadera del chico que se encontraba más a la derecha, y lo proyectó a través de la carretera contra la valla de un Jardín.
La escena quedó grabada en la mente de Zellaby: el chico contra la valla, los otros tres Niños inmóviles en sus sitios, y el joven conductor del coche enderezando el volante mientras seguía con el pie hundido en el freno
Zellaby no pudo asegurar nunca si el coche llegó a detenerse realmente. De todos modos, si llegó a hacerlo, fue tan sólo un breve instante. Luego, el motor rugió. El coche dio un salto hacia adelante, el conductor se enderezó y pisó brutalmente el acelerador. No hizo el menor intento de tomar la curva a la izquierda. El coche seguía acelerando aún cuando se empotró contra la pared del cementerio. La pared se desmoronó en mil pedazos! y el conductor fue proyectado de cabeza hacia adelante.
La gente gritó, y dos hombres que se encontraban en las inmediaciones echaron a correr. Zellaby no se movió, estaba como paralizado. Contempló absorto cómo las llamas surgían del coche y un humo negro se elevaba hacia el cielo. Luego, con un envarado movimiento, se giró hacia los Niños. Ellos también permanecían con los ojos fijos en el coche ardiendo, y todos tenían la misma expresión tensa. No vio aquella expresión más que durante el tiempo de un parpadeo; luego desapareció, y los tres chicos corrieron en ayuda del otro, que, apoyado contra la valla, gemía débilmente. Zellaby se dio cuenta de que estaba temblando. Avanzó unos metros con pasos vacilantes, hasta un banco situado a un lado, se sentó y se echó hacia atrás, con el rostro pálido, sintiéndose mal.
El resto nos fue relatado no por el propio Zellaby, sino por la señora Williams, de La Hoz y la Piedra, unas horas más tarde:
»Oí al coche pasar como una tromba, luego un gran ruido. Miré por la ventana y vi gente que corría. Luego observé al señor Zellaby que se dirigía vacilante hacia un banco. Se sentó, se recostó, pero su cabeza cayó como si se hubiera desvanecido. Atravesé la calle corriendo hacia él y, al llegar a su lado, me di cuenta de que realmente se había desvanecido. Sin embargo, no totalmente; consiguió articular la palabra «píldora» y luego «bolsillo», en una especie de murmullo. Encontré las píldoras en su bolsillo. En el frasco estaba escrito: «dos a la vez»; lo vi tan mal que le di cuatro.
»Nadie nos prestaba atención. Todos estaban en el lugar del accidente. Las píldoras le fueron bien, y cinco minutos más tarde le ayudé a llegar a casa y lo dejé tendido en el sofá del salón. Me dijo que se sentiría mejor si descansaba unos instantes. De modo que fui a ver lo que le había ocurrido al coche. A mi regreso su rostro estaba menos gris, pero seguía tendido en el sofá, como si estuviera derrengado.
— Siento importunarla así, señora Williams — me dijo —. Ha sido un duro golpe para mí.
— Será mejor que llame al doctor, señor Zellaby — le dije.
»Pero él negó con la cabeza.
— No, no se preocupe, estaré bien en unos minutos — me dijo.
— Creo que haría mejor si le viera a un médico — insistí —. Me ha asustado.
— Lo siento — repitió. Luego, tras un instante —: Señora Williams, supongo que sabrá guardar usted un secreto.
—Tan bien como cualquiera, creo — le respondí.
— Bien, entonces le quedaré muy reconocido si no le habla usted a nadie de esta... pequeña indisposición.
— Me pregunto si puedo hacerlo — le dije —. A mi modo de ver, necesita usted absolutamente ver a un doctor. »No quiso oír nada.
— He visto a un montón de ellos, señora Williams. Médicos importantes y que cobran caro. Pero no hay nada que hacer contra la edad, ya lo sabe usted, y con el tiempo la máquina comienza a hacerse vieja y a desgastarse, eso es todo.
—Oh, vamos, señor Zellaby — comencé.
— No ponga cara triste, señora Williams. Todavía me siento fuerte, estoy muy lejos de hallarme al final del camino. Pero, mientras tanto, creo que es importante evitar más inquietudes de las necesarias a la gente que me quiere, ¿no? No sería muy correcto preocuparles inútilmente. Estoy seguro de que es usted de la misma opinión.
—Por supuesto, señor. Siempre que esté usted seguro de que no es nada grave.
— Absolutamente seguro. Le estoy muy reconocido, señora Williams, pero estimo que no me habrá hecho usted ningún servicio si no puedo contar con su discreción. ¿Puedo contar con ella?
— Como quiera, señor Zellaby — dije —. Puesto que insiste...
—Gracias, señora Williams, muchas gracias — me dijo.»Luego, tras un momento, le pregunté:
— ¿Vio usted el accidente? Esto le debe haber impresionado.
— Sí — dijo —. Lo vi todo, pero no pude reconocer al conductor.
—El joven Jim Pawle, de la granja Dacre — le dije.Agitó la cabeza.
—Oh, sí, ya lo recuerdo. Un buen muchacho.
— Sí, señor, un muy buen muchacho. No un loco ni nada parecido. No comprendo qué le debió ocurrir para conducir así. Ni siquiera parecía él. Hubo un largo silencio; Luego, él dijo con una voz extraña:
— Acababa de atropellar a uno de los Niños, un chico. Nada grave, imagino, pero el Niño fue proyectado al otro lado de la carretera.
— Uno de los Niños — dije. Luego comprendí de golpe lo que quería decir —. ¡Oh, no! Dios mío, no podían... — pero me detuve de nuevo a causa de la mirada que me lanzó.
— Otras personas lo vieron también — me dijo —. Personas de más buena salud, o sin duda menos impresionables. Incluso yo mismo quizá me hubiera impresionado menos si, en el transcurso de mi ya larga vida, no hubiera sido testigo en otra ocasión de una muerte deliberada.
El relato de Zellaby, de todos modos, se detuvo en el punto en que se sentó tembloroso en el banco. Cuando hubo terminado, desvié mis ojos hacia Bernard. Su expresión no dejaba traslucir nada. Entonces dije:
— ¿Insinúas acaso que los Niños son los responsables, que lo obligaron a estrellarse contra la pared?
— Yo no insinúo nada — dijo Zellaby, con un doloroso movimiento de su cabeza —. Yo afirmo. Lo hicieron, al igual que obligaron a sus madres a traerlos hasta aquí.
—Pero los testigos, todos aquellos que declararon en la encuesta...
— Se dan perfecta cuenta de lo que pasó, pero tan solo tenían que decir lo que habían visto.
—¿Pero saben que pasó del modo como lo estás diciendo?
— ¿Y? ¿Qué habrías dicho tú si lo hubieras visto y hubieras sido llamado a declarar como testigo? En un asunto como este el veredicto debe ser aceptable para las autoridades; y por aceptable quiero decir que tiene que serlo para todo hombre reputado como razonable. Supongo que hubieran obtenido de uno u otro modo un veredicto afirmando que el joven fue obligado a matarse. ¿Crees que esta afirmación hubiera podido sostenerse de algún modo? Evidentemente no. Hubiera sido necesaria una segunda encuesta para llegar a un veredicto «razonable», y éste hubiera sido el de hoy. Entonces, ¿para qué quieres que los testigos corran el riesgo de desacreditarse y hacerse pasar por supersticiosos? ¿En virtud de qué?
— Si quieres una prueba de que todos estos testigos hubieran sido considerados como tales sólo tienes que mirar tu propia actitud. Sabes que he adquirido un cierto renombre gracias a mis libros, y me conoces personalmente; pero ¿qué vale esto frente a los hábitos de pensamiento del «hombre razonable»? Vale tan poco que, cuando te cuento lo que ocurrió realmente, tu inmediata reacción es la de intentar probar que lo que me pareció que ocurría no ocurrió exactamente como lo digo. Tu actitud es ridícula. Después de todo, tú estabas aquí cuando los Niños obligaron a sus madres a regresar.
—Ambas cosas no son comparables — objeté.
— ¿Ah, no? Explícame cuál es la diferencia esencial ente el hecho de ser objeto de una compulsión desagradable y el de ser objeto de una compulsión fatal. Vamos, vamos, querido amigo. Tras tu partida has perdido contacto con lo improbable. El racionalismo te ha ablandado. Aquí lo extraño es el pan de cada día, vivimos constantemente inmersos en ello.
Aproveché la ocasión de apartarme del tema de la encuesta.
— ¿Así pues, Willers ha abandonado su teoría de la histeria? — pregunté.
—La abandonó mucho tiempo antes de su muerte — dijo Zellaby.
Me asombré. Pensaba pedirle a Bernard noticias del doctor, y la casualidad de la conversación había hecho surgir la pregunta de otro modo.
—No sabía que hubiera muerto. Tenía apenas cincuenta años, ¿no? ¿De qué murió?
— Tomó una dosis excesiva de barbitúricos.
—¿Cómo? Pero Willes no era...
— Lo sé — dijo Zellaby —. La conclusión oficial fue que «perdió momentáneamente el equilibrio mental»... una fórmula honesta pero no explica nada. El doctor Willers era uno de esos hombres de recia mente a quien no le afectaban los desequilibrios, antes al contrario También es cierto que nadie tiene la menor idea de lo que le empujó a aquello, y no es la pobre señora Willers quien nos lo dirá. Así pues, nos hemos tenido que contentar con la fórmula oficial. Calló unos momentos, y luego añadió —: No es hasta que me he dado cuenta de lo que iba a ser el veredicto con respecto al joven Pawle que he comenzado a hacerme preguntas con respecto a Willers.
—No pensarás seriamente en lo que estás diciendo — murmuré.
— No lo sé. Tú mismo dices que Willers no era de ese tipo de personas. Y ahora estamos empezando a ver que nuestra vida aquí es mucho más expuesta de lo que habíamos creído. Y esto nos ha alterado a todos.
»Compréndelo, uno empieza a darse cuenta de que podría muy bien no haber sido el joven Pawle quien tomara la curva en aquel instante fatal, sino Anthea por ejemplo, o no importa quién... Y de pronto se hace evidente que si ella, o yo mismo, o cualquiera de nosotros, no importa en qué momento, hiciera accidentalmente algo que pudiera dañar a los Niños o causarles perjuicio...
»Uno no puede recriminarle nada a Jim Pawle. Hizo realmente todo lo que pudo por evitarlo, pero no lo consiguió. Y, en una primera reacción de cólera y de venganza, lo mataron.
»Así pues, hay que tomar una decisión. En lo que a mí respecta, bueno, se trata del elemento más interesante con el que haya podido topar. Siento deseos de ver cómo acabará esto. Pero Anthea aún es joven, y Michael la necesita... Hemos alejado ya al chico. Me pregunto si vale la pena que intente persuadirla le que ella se vaya también. No quisiera hacerlo antes le verme obligado a ello, y no puedo decidirme a creer que este momento ha llegado ya.
»Hemos vivido estos últimos años en la ladera de un volcán en actividad. La razón nos dice que en su interior se está acumulando una fuerza que, tarde o temprano, entrará en erupción. Pero el tiempo pasa, y tan sólo notamos una sacudida de tanto en tanto.
»Y esto ocurre hasta tal punto que es posible creer que la erupción que parecía inevitable no se produzca después de todo. Así que uno se vuelve indeciso. Me pregunto a veces si este asunto Pawle no es más que una sacudida más fuerte que las anteriores, o si señala el inicio de la erupción.
»Hace unos años estábamos más atentos a la presencia del peligro, y trazábamos planes que demostraban ser inútiles; ahora nos hemos visto brutalmente arrastrados a nuestros precedentes terrores. ¿Pero significa esto que el peligro, que hasta ahora era latente se convierte hasta tal punto en activo que justifique mi huída?
Evidentemente estaba muy turbado, y era consciente de ello. Y no había rastro de escepticismo en la actitud de Bernard. Me sentí en la obligación de decir, con tono de excusa:
— Creo que todo el asunto del Día Negro se ha borrado de mi memoria. Uno necesita un periodo de aclimatación cuando se halla enfrentado de nuevo con el problema. En otras palabras, necesito luchar contra la censura del inconsciente, que tiende a rechazar lo extraordinario haciéndome pensar que las particularidades de los Niños desaparecerían con la edad.
— Todos nosotros lo pensábamos — dijo Zellaby —. Incluso adoptamos la costumbre de demostrárnoslo mutuamente, pero no era cierto.
— ¿Pero no habéis conseguido nunca hallar el modo como opera esto... quiero decir la compulsión?
— No. Sería como preguntarse cómo ocurre que una personalidad domina a otra. Todos nosotros conocemos a personas que parecen dominar todas las reuniones en las que se encuentran. Podría decirse que los Niños tienen esta cualidad enormemente desarrollada gracias a la cooperación, y que pueden dirigirla a voluntad. Pero esto no nos enseña de todos modos cómo opera esto, como tú dices.
Anthea Zellaby había cambiado poco desde nuestro último encuentro. Hizo su aparición en el porche unos minutos más tarde, viniendo de dentro de la casa. Estaba tan evidentemente preocupada que no pudo fijar su atención en nosotros más que tras un visible esfuerzo. Tras el intercambio de los saludos de rigor, se abismó de nuevo en sus reflexiones. La impresión de incomodidad que se derivó de ello se disipó cuando fue traído el té. Zellaby se dedicó a impedir que se formara de nuevo ningún tipo de hielo.
— Richard y el coronel han asistido también a la encuesta — dijo —. Por supuesto, el veredicto ha sido el esperado. Supongo que ya te lo habrán dicho. Anthea asintió con la cabeza.
— Sí. Estaba en la granja Dacre, con la señora Pawle. Fue el señor Pawle quien trajo la noticia. La pobre mujer está loca de dolor. Adoraba a Jim. Ha sido difícil impedirle que fuera también a la encuesta. Quería ir allí y denunciar a los Niños, hacer una acusación pública. El señor Leebody y yo hemos conseguido persuadirla de que no fuera ya que, si lo hacía, se vería mezclada en un montón de problemas, tanto ella como su familia, sin lograr nada a cambio. Así pues nos hemos quedado en su casa durante toda la sesión.
— El otro Pawle, David, el hijo pequeño, sí estaba — dijo Zellaby —. En dos o tres ocasiones me ha parecido que estaba a punto de levantarse y contarlo todo, pero su padre se lo ha impedido.
— Y ahora me pregunto si después de todo no hubiera sido mejor que alguien lo hiciera dijo Anthea —. Se debería hacer público el asunto. Lo será de todos modos un día u otro. Y no se trata tan sólo de un perro o de un toro.
— ¿Un perro o un toro? — intervine —. Nunca he oído hablar de ello.
— Un perro mordió a uno de los Niños en la mano. Un instante más tarde, el perro se precipitaba bajo las ruedas de un tractor y se mataba. Un toro embistió en una ocasión a un grupo de Niños; de golpe cambió de dirección, saltó dos vallas y fue a ahogarse en la acequia del molino — explicó Zellaby, con una concisión que no era habitual en él.
—Pero ahora se trata de asesinato — dijo Anthea.
— Oh, no creo que su intención fuera la de asesinar. Seguramente estaban asustados o irritados, y esta es su manera de responder, ciegamente, cuando uno de ellos está en peligro. Esto no impide que se trate pese a todo de un crimen, de acuerdo. Todo el pueblo lo sabe, y todo el mundo puede darse cuenta de que van a salir con bien de ello. La cosa es bien simple: no podemos permitirnos dejar las cosas tal como están. Ellos no muestran el menor signo de remordimiento. Ni el mas mínimo. Esto es lo que me asusta más. Han actuado así, y esto es todo. Y ahora, después de lo que pasó esta tarde, saben que para ellos el crimen no trae consigo ningún castigo. ¿Qué le ocurrirá entonces a quien se meta más tarde realmente en medio de sus proyectos?
Zellaby bebió su té pensativamente.
— De todos modos, tú ya sabes, querida, que si tenemos que preocuparnos de ello la responsabilidad de remediar este estado de cosas no nos concierne, o mejor dicho ya no nos concierne, desde el momento en que las autoridades nos descargaron hace mucho tiempo de nuestra responsabilidad. El coronel aquí presente representa una parte de esta nueva responsabilidad, Dios sabe a título de qué, y el personal de la Granja no ignora lo que pasa en el pueblo. Habrán redactado su informe en este sentido y así, pese al veredicto, las autoridades habrán sido puestas al corriente del verdadero significado de los hechos. En cuanto a lo que pueden hacer, dentro de los límites de la ley, y teniendo en cuenta al «hombre razonable»... no lo sé. Ya se verá.
»Pero sobre todo, querida, te recomiendo que no te metas en nada que te pueda poner en una situación conflictiva con los Niños.
— No te preocupes, querido — dijo Anthea —. Me siento acobardada ante ellos.
— La paloma no es cobarde cuando teme al halcón — dijo Zellaby —. Es simplemente sabia — y cambió de tema.
Mi intención era visitar a los Leebody y a algunos otros, pero en el momento de despedirme de los Zellaby se hizo evidente que, a menos que regresara a Londres mucho más tarde de lo previsto, tendría que dejar mis visitas para otra vez.
Tras las despedidas, y mientras recorríamos el camino hacia la carretera, no sabía aún cuáles eran los sentimientos de Bernard. Este había hablado muy poco desde nuestra llegada al pueblo, y tan sólo había revelado unas pocas cosas de su propio punto de vista. En cuanto a mí, tenía el agradable y tranquilizador sentimiento de que emprendíamos el regreso a un universo más normal. La atmósfera de Midwich daba la impresión de no hallarse en contacto con la realidad más que a través de la punta de los dedos, asistiendo desde muy lejos a los acontecimientos. Mientras yo tenía que hacer esfuerzos para reconciliarme con la existencia de los Niños, y me sentía alterado por lo que oía respecto a ellos, los Zellaby en cambio habían superado este estadio. Para ellos, lo improbable se había convertido en un elemento habitual. Aceptaban a los Niños, aceptaban el hecho de tenerlos a sus espaldas, ocurriera lo que ocurriese; sus inquietudes actuales eran de naturaleza social, y planteaban la pregunta de saber si el modus vivendi que se habían fijado no se estaba derrumbando. La impresión de malestar que había percibido en la atmósfera que reinaba en la sala municipal me perseguía.
Por otro lado, no creo que Bernard fuera tampoco extraño a la misma. Tuve la impresión de que conducía con una exagerada prudencia a través del pueblo y por el lugar del accidente de Pawle. Comenzó a aumentar la velocidad en la curva de la carretera de Oppley, y entonces vimos cuatro siluetas caminando en nuestra dirección. Incluso a aquella distancia uno no podía equivocarse. Eran cuatro Niños. De pronto dije:
—Para. un momento, Bernard. Quisiera verlos de más cerca.Frenó, y nos paramos en el mismo cruce de la carretera de Hickham.
Los Niños vinieron a nuestro encuentro. Tenían el aspecto de internos de algún colegio, con sus uniformes, los chicos con una camisa de algodón azul y pantalones de franela azul, las chicas con una falda corta, plisada, de color gris, y una blusa amarillo claro.
Hasta entonces sólo había visto, de lejos los rostros de los dos Niños a la entrada de la sala.
A medida que se acercaban, noté el parecido entre ellos más acusado aún de lo que esperaba. Todos cuatro tenían el mismo tono bronceado de piel. La luminiscencia de su piel, que había sido observada ya a su nacimiento, estaba muy disminuida por el efecto del sol, pero aún existía en medida bastante como para llamar la atención. Tenían los mismos cabellos rubio oscuro, la misma nariz recta y delgada, las mismas bocas pequeñas. Lo que les daba un mayor aspecto de «extraños» era sin duda el modo como estaban dispuestos sus ojos, que no recordaba en nada una raza determinada que habitara una región precisa. Era una simple impresión. Nada permitía distinguir a un niño de otro y, de no ser por los cabellos, no hubiera podido distinguir con certeza a un niño de una niña.
Muy pronto pude ver sus ojos. Había olvidado que eran ya extraordinarios cuando eran bebés, y tan sólo los recordaba como amarillos Pero eran más que esto: el oro de sus ojos destellaba. Algo realmente extraño. Pero, dejando a un lado esta noción de extraño, eran de una sorprendente belleza: aquellos ojos tenían el aspecto de gemas vivientes.
Continué mirándolos, fascinado, mientras ellos llegaban a nuestra altura. Apenas nos prestaron atención, y no mostraron el menor embarazo ante nuestras abiertas miradas. Echaron tan sólo una breve ojeada al coche, y tomaron la carretera de Hickman.
Vistos de cerca eran turbadores de un modo que no sabría describir, y ante ello la actitud de las gentes del pueblo, que habían permitido tan fácilmente que sus Niños se instalaran en la Granja, me sorprendía mucho menos.
Les seguimos con los ojos unos instantes, y luego Bernard adelantó la mano hacia el contacto.
Una repentina explosión, muy próxima, nos sobresaltó. Giré la cabeza justo a tiempo para ver derrumbarse a uno de los Niños, el rostro contra el suelo. Los otros tres Niños se inmovilizaron...
Bernard abrió la portezuela y saltó fuera. Uno de los Niños que estaba de pie se giró y nos miró. El oro de sus ojos era duro y brillante. Sentí como me inundaba una oleada de confusión y de debilidad... Luego, los ojos del chico se apartaron de los nuestros y giró la cabeza hacia otro lado.
Se oyó una segunda explosión, ésta más ahogada, provinente de un seto cercano, y luego, más lejos, un grito...
Bernard echó a correr, y yo le seguí. Una de las chicas se arrodilló junto al chico que había caído. Al ir a tocarlo él gimió, retorciéndose. El rostro del chico que estaba de pie reflejaba dolor y gimió también, como si también él sufriera físicamente. Las dos chicas se pusieron a llorar.
Luego, más lejos, tras los árboles que ocultaban la Granja, se elevó un clamor que heló la sangre en mis venas: el eco considerablemente amplificado de los gemidos que acababa de oír, y también de los llantos.
Bernard se detuvo. Sentí una picazón en la cabeza, y mis cabellos se erizaron.
El grito se dejó oír nuevamente. Un lamento de varias voces dolorosamente mezcladas, con la penetrante nota del llanto... Luego el ruido de pasos en la carretera...
Ninguno de los dos intentó avanzar. Yo estaba helado por el miedo.
Permanecimos allá, de pie, mirando a una media docena de chicos, todos extrañamente parecidos, que corrían hacia el que había caído y lo levantaron. No fue hasta que hubieron comenzado a llevárselo que percibí un sollozo en una tonalidad distinta, procedente de detrás del seto a la izquierda de la carretera.
Me dirigí a la cuneta y miré al otro lado del seto. A pocos pasos de allí había una muchacha, vestida con ropas veraniegas, arrodillada en la hierba, con la cabeza hundida entre las manos y estremecida por desgarradores sollozos.
Bernard acudió a mi lado, y ambos pasamos a través del seto. Cuando estuve al otro lado pude ver a un hombre en el suelo junto a la joven, tendido sobre un fusil del que sólo podía ver la culata.
Cuando nos oyó acercarnos, los sollozos de la muchacha cesaron por un instante y levantó hacia nosotros unos ojos aterrorizados. Pero cuando nos vio el terror se borró de su rostro, y el llanto se reanudó de una forma desesperada.
Bernard se acercó a ella y la levantó. Miré el cuerpo, cuyo aspecto no era muy agradable de ver. Me incliné, y le eché mi chaqueta por encima para cubrir lo que quedaba de su cabeza. Bernard apartó de allí a la muchacha, arrastrándola casi.
Se oían voces en la carretera. Al acercarnos al seto, varios hombres nos miraron.
— ¿Son ustedes quienes han disparado? — preguntó uno de ellos.
Negamos con la cabeza.
— Hay un hombre muerto ahí — dijo Bernard.
La muchacha a la que sostenía se estremeció y gimió.
—¿Quién es? — preguntó el mismo hombre.Con una voz temblorosa y agitada, la muchacha respondió:
— Es David. Ellos lo han matado. Ellos mataron a Jim. Ahora también han matado a
David — un sollozo ahogó sus palabras. Uno de los hombres se asomó a la cuneta.
—Ah, eres tú, Elsa, hija — exclamó.
— Intenté retenerle, Joe. Lo intenté, pero no quiso escucharme — dijo ella entre sollozos —. Sabía que iban a matarlo, pero no quiso escucharme — sus palabras se hicieron ininteligibles y se agarró a Bernard, temblando.
—Es necesario que ella se quede aquí — dije —. ¿Dónde vive?
— Yo lo sé — dijo uno de los hombres, y tomó a la muchacha en brazos como si fuera un niño. La llevó hasta el coche. Bernard se giró hacia uno de ellos.
—Quédese aquí, por favor, y no deje que nadie se acerque hasta que llegue la policía.
— De acuerdo. ¿Es el joven David Pawle? — dijo el hombre, asomándose al otro lado del seto y echándole una ojeada al cadáver.
—Ella ha dicho David — dijo Bernard —. Es un joven.
—Tiene que serlo ¡Asesinos! — gruñó —. ¡Malditos pequeños bastardos!
Me dejaron en Kyle Manor, y utilicé el teléfono de los Zellaby para llamar a la policía. Cuando colgué el receptor, Zellaby estaba a mi lado, con un vaso en la mano.
—Tienes aspecto de necesitarlo — dijo.En efecto — asentí —. Ha sido algo inesperado.
—¿Cómo ha sido exactamente? — pregunté.
Le conté lo que sabía, es decir no gran cosa. Veinte minutos más tarde, Bernard regresó y nos dio más información.
— Los hermanos Pawle estaban muy unidos — comenzó. Zellaby asintió con un gesto de su cabeza —. Pues bien, parece que David, el más joven, desanimado por el resultado de la encuesta, decidió tomarse por su mano la justicia por la muerte de su hermano, ya que nadie se encargaba de ello. La joven Elsa, una amiga suya, llegó a la granja Dacre en el momento en que él salía. Cuando lo vio armado con un fusil, adivinó sus intenciones e intentó disuadirle. El no quiso oír nada, y para librarse de ella la encerró en un cobertizo. La chica necesitó un cierto tiempo para escapar de allí. Creyendo que se dirigía hacia la Granja, se lanzó tras él a través de los campos. Cuando llegó al campo en cuestión creyó haberse equivocado, ya que al principio no le vio. Quizá se había puesto a cubierto. De todos modos, no parece que lo encontrara antes del primer disparo. En aquel momento lo vio de pie, con el cañón de su fusil apuntado aún hacia la carretera. Luego, mientras ella corría hacia él, le vio girar el fusil, apuntarlo directamente a su cabeza y presionar con el dedo el gatillo...
Zellaby permaneció unos instantes silencioso, y luego dijo:
— La cosa le parecerá clara a la policía: David, considerando a los niños como responsables de la muerte de su hermano, mata a uno para vengarse, y luego, para evitar el castigo, se suicida. Será tachado automáticamente de desequilibrado mental. ¿Qué otra explicación puede dar el «hombre razonable»?
— Quizá me sintiera escéptico antes — confesé, pero ya no lo soy desde que vi la mirada de aquel chico. Creo que durante un instante tuvo la impresión de que Bernard o yo habíamos sido quienes habíamos disparado. Tan sólo un momento, el tiempo de darse cuenta de que era imposible. La sensación que me produjo aquella mirada es intraducible, pero en el breve momento que duró fue aterradora. ¿Tú también la notaste? — le pregunté a Bernard.
Asintió con la cabeza.
— Una extraña sensación de debilidad, de... licuefacción — admitió, de un modo que heló mi espina dorsal.
— Iba a decir precisamente... — me interrumpí, recordando de pronto —: Dios mío, estaba tan preocupado que he olvidado hablarle a la policía del Niño herido. ¿No habría que enviar una ambulancia a la Granja?
Zellaby negó con la cabeza.
—Tienen su propio doctor allí. Forma parte del personal.
Se hundió en sus reflexiones durante un buen minuto, y luego suspiró y agitó la cabeza.
— No me gusta el cariz que están tomando las cosas, coronel — dijo —. No me gusta en absoluto. Si no me equivoco, esta es la forma clásica en que empiezan todas las venganzas.
CAPÍTULO XVII
MIDWICH PROTESTA
La cena en Kyle fue retrasada para permitirnos a Bernard y a mí efectuar nuestras declaraciones a la policía. Tras ello, y muerto de hambre, me sentí muy agradecido a Zellaby por ofrecernos cena y alojamiento. Lo ocurrido había decidido a Bernard de no regresar inmediatamente a Londres. Creía que lo mejor era quedarse por los alrededores, no en el propio Midwich, pero tampoco más lejos que Trayne; me dio a elegir entre quedarme con él o regresar a Londres en tren o en autobús. Por otro lado, yo tenía la impresión de que mi actitud escéptica de la tarde respecto a Zellaby había rayado la descortesía, y no lamentaba la ocasión que se me brindaba de reparar mi falta.
Degusté mi jerez, algo avergonzado, diciéndome a mí mismo que no podía, mediante protestas y argumentos, apartar de mí la realidad de los Niños y de sus particularidades. Y, puesto que existían, debía haber una explicación a esta existencia. Ninguno de mis razonables puntos de vista podían proporcionarla. Y por ello debía encontrar una explicación, por demencial que me pudiera parecer, fuera de los esquemas de mi imaginación. Fuera cual fuese, iría al encuentro de mis prejuicios. Tenía que tener aquello muy en cuenta, y mantener mis prejuicios bien sujetos desde el momento mismo en que aparecieran.
Sin embargo, durante la cena, no tuve ocasión de dedicarme a tal ejercicio. Los Zellaby, sin duda pensando que ya habíamos tenido bastante para aquel día, se esforzaron en dirigir la conversación hacia temas sin relación con Midwich y sus problemas. Bernard estaba como distraído. En cuanto a mí, me daba perfectamente cuenta de los esfuerzos de Zellaby, y al terminar la cena escuché más atentamente y con mayor paciencia que al principio su disgresión sobre el movimiento ondulatorio de la forma y del estilo y sobre la deseabilidad de los períodos transitorios de rigidez social con el fin de disciplinar las energías subversivas de las nuevas generaciones.
Sin embargo, poco después de dejar la mesa para dirigirnos al salón, los problemas particulares de Midwich volvieron a salir a flote, traídos por el señor Leebody, que había venido a visitar a los Zellaby. El reverendo Hubert era un hombre inquieto, y a mi modo de ver los ocho últimos años habían dejado su profunda huella en él.
Anthea Zellaby hizo traer otra taza y le sirvió café. Los intentos de mantener una conversación intrascendente mientras el reverendo bebía fueron sin duda meritorios, pero también extremadamente confusos.
Pero cuando finalmente dejó la. taza vacía, Leebody anunció, con la entonación de alguien que ya no puede contenerse:
—Es necesario, es absolutamente necesario hacer algo.Zellaby lo miró pensativamente por unos instantes.
— Mi querido reverendo — le recordó amablemente, esto es lo que estamos diciendo todos desde hace ocho años.
— Quiero decir que hay que tomar aprisa una decisión definitiva. Hemos hecho lo mejor que hemos podido para alojar a los Niños y mantener una especie de equilibrio, y bien pensado no creo que los resultados hayan sido malos, pero esto es algo que ha sido siempre provisional, improvisado, empírico, y por lo tanto algo que no podía durar. Necesitamos un código aplicado a los Niños, medios por los cuales les pueda ser impuesta la ley como a nosotros. Si la ley es impotente para asegurar el mantenimiento de la justicia, se hundirá en el descrédito, y fatalmente los hombres sentirán que no hay ningún recurso ni ninguna protección salvo en la venganza personal. Esto es lo que ha ocurrido esta tarde, y aunque consigamos superar esta crisis sin excesivo menoscabo dentro de poco se producirá forzosamente otra. Es inútil que las autoridades utilicen fórmulas legales para llegar a conclusiones que todo el mundo sabe que son falsas. El veredicto de esta tarde fue una farsa, y todo el pueblo está ya seguro de que la encuesta sobre el más joven de los Pawle también lo será. Es absolutamente necesario tomar inmediatamente medidas para colocar a los Niños bajo el control de la ley, antes de que es — tallen más graves disturbios.
— Habíamos previsto ya dificultades de este tipo, lo recordará usted — observó Zellaby —. Incluso remitimos al coronel aquí presente una memoria al respecto. Debo confesar que no esperábamos incidentes tan serios como los actuales, pero habíamos hecho hincapié en la necesidad de hallar medios adecuados para: mantener a los Niños dentro de las actuales reglas sociales y de la ley. ¿Qué ha ocurrido? Usted, coronel, la transmitió a las autoridades superiores, y poco tiempo después fuimos premiados con una respuesta agradeciendo nuestro interés, pero asegurándonos que el Departamento responsable tenía una total confianza en los psicólogos sociales que habían sido nombrados para instruir y guiar a los Niños. En otras palabras no veían ningún medio de ejercer el menor control sobre ellos, y simplemente esperaban que, gracias a una educación adecuada, no se produciría ninguna situación crítica. En este aspecto confieso que comprendo al Departamento, puesto que todavía soy incapaz de ver cómo se podría forzar a los Niños a obedecer a ciertas reglas si han decidido pasar por encima de ellas.
El señor Leebody juntó las manos con aire impotente y desdichado.
— Pero hay que hacer algo — repitió — Necesitábamos tan sólo un asunto como este para arrastrar la crisis hasta su punto culminante, y ahora tengo miedo de que todo vaya a estallar. No se trata de un asunto de puro razonamiento, es algo mucho más primitivo que esto. Casi todos los hombres del pueblo van a reunirse esta noche en La Hoz y la Piedra. Nadie les ha convocado, van forzados por la situación, y la mayor parte de las mujeres van de casa en casa y murmuran por grupos. Tal vez sea el tipo de excusa que los hombres han estado buscando siempre.
—Perdón — interrumpí —. No comprendo esto.
— Los cuclillos — explicó Zellaby —. Supongo que nunca habrás creído que los hombres sintieran un verdadero afecto por los Niños. Se han contenido tan sólo para complacer a sus mujeres. Si consideramos la afrenta, que han tenido que digerir, la cosa tiene un gran mérito, aunque este mérito pueda verse disminuido por el miedo a tocar a los Niños, tras dos o tres casos del tipo de Harriman.
»En cuanto a las mujeres, en gran parte al menos, no comparten ese resentimiento. Hoy saben que biológicamente no son en absoluto sus hijos, pero han pasado por ellos todos los inconvenientes del embarazo, y aunque se rebelen violentamente contra esta obligación no es un tipo de lazo que simplemente se pueda cortar de un tijeretazo y olvidarlo. Y además hay algunas de ellas que, incluso si tuvieran cuernos, colas y pezuñas en lugar de pies, se sentirían siempre locas de amor por ellos, como la señorita Ogle, la señorita Lamb y algunas otras por ejemplo. Pero lo mejor que se puede esperar de los hombres es la tolerancia.
—Era muy difícil — añadió el señor Leebody —. Su llegada destruyó las relacionesfamiliares habituales. No hay un solo hombre que no les odie. Nos hemos esforzado es allanar las cosas, pero eso es todo. En el fondo, nos limitamos a incubarlas...
— ¿Y creen ustedes que el asunto Pawle será la gota que haga desbordar el vaso? preguntó Bernard.
— Podría serlo. Pero aunque no lo sea, será alguna otra cosa, dentro de un tiempo — dijo el señor Leebody, con aire miserable —. ¡Si tan sólo pudiéramos hacer algo antes de que fuera demasiado tarde!
— No se puede hacer nada, amigo mío — dijo Zellaby con decisión —. Se lo he dicho ya muchas veces, y es tiempo de que me crea. Ha hecho usted milagros de remodelaje y de pacificación, pero ni usted, ni yo ni nadie podríamos hacer nada, ya que la iniciativa no es cosa nuestra, pertenece a los propios Niños. Creo conocerlos tan bien como cualquier otro, les he enseñado multitud de cosas, y he hecho lo mejor que he podido para conocerlos desde que eran bebés. Y no he conseguido absolutamente nada, como tampoco lo han conseguido los de la Granja, pese a ocultarse tras una pomposa fraseología. Ni siquiera podemos adivinar las intenciones de los Niños, porque no podemos comprender, salvo en sus líneas más generales, lo que quieren o lo que piensan. A propósito, ¿qué le ha ocurrido al chico que recibió el disparo de fusil? Su estado puede traer consecuencias al desarrollo de los acontecimientos.
— Los demás no lo han dejado irse. Han echado a la ambulancia. El doctor Anderby se ocupa de él. Tiene que quitarle muchos trozos de plomo del cuerpo, pero cree que lo salvará — dijo el reverendo.
— Así lo espero — dijo Zellaby —. De lo contrario, va a haber una buena pelea.
—Tengo la impresión de que ya la hay — hizo notar tristemente el señor Leebody.
— Todavía no — mantuvo Zellaby —. Se necesitan dos adversarios para que haya una pelea. Por el momento la agresión tan sólo ha venido del pueblo.
— Supongo que no va a negar usted que los Niños han asesinado a los dos hijos de los Pawle.
— No, pero esto no fue una agresión Tengo alguna experiencia con respecto a los Niños. En el primer caso se trató de una respuesta espontánea al hecho de que uno de ellos fue herido; en el segundo caso se trató también de una defensa, no olvidemos el segundo cañón del arma preparado para disparar contra cualquiera de ellos. En ambos casos la respuesta fue exagerada, se lo concedo, pero de cualquier modo se trató más bien de homicidio por imprudencia que de verdadero asesinato. En ambas. ocasiones fueron provocados, en ningún momento fueron ellos los provocadores. De hecho, la única tentativa de muerte con premeditación fue la de David Pawle.
— Si alguien lo atropella a usted con su coche, y a causa de ello usted lo matará — dijo el reverendo —, me parece que es un asesinato, y que esto constituye una provocación. Y con David Pawle fue una provocación. Esperó a que la Ley hiciera justicia, la ley falló, y entonces la tomó por su mano. ¿Es un crimen con premeditación? ¿O es justicia?
— Es todo lo que usted quiera menos justicia — dijo Zellaby firmemente —. Es un ajuste de cuentas. Atentó contra la vida de uno de los Niños escogido al azar, por un acto que estos habían cometido colectivamente. Mi querido amigo, ha quedado claramente demostrado por estos incidentes que las leyes puestas a punto por una especie humana en particular, y adecuadas a esta especie, se aplican por definición tan sólo a las capacidades de esta especie, y que son absolutamente inaplicables a otra especie que tenga distintas capacidades.
El pastor inclinó la cabeza con aire desanimado.
— No lo sé, Zellaby... realmente no lo sé... todo es tan confuso. Reconozco que ni siquiera estoy seguro de que esos Niños puedan considerarse culpables de asesinato. Zellaby abrió mucho los ojos ante aquel brusco cambio de actividad.
— Y Dios dijo citó el señor Leebody —: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». De acuerdo, pero entonces, ¿qué son esos Niños, dígamelo, qué son? La imagen no quiere decir la apariencia externa, ya que en este caso todas las estatuas serían hombre. Quiere decir la apariencia interna, la mente y el alma. Pero me ha dicho usted, y por las pruebas que me ha dado he llegado a creerlo, que los Niños no tienen un alma individual, que tienen un principio macho y un principio hembra, cada uno de ellos más potente de lo que nosotros podemos imaginar, y que lo poseen en común. Entonces, ¿qué son? No pueden ser lo que nosotros llamamos un hombre, ya que su estructura interna está concebida de otro modo, su «semejanza» lo es con algo distinto. Poseen la apariencia del género homo, pero no su naturaleza. Y puesto que son de otro género, y que el asesinato consiste, por definición, en matar a una persona de su propia especie, el hecho para nosotros de matar a uno de ellos ¿es realmente un asesinato? Parece que no. Una vez planteado esto, hay que ir más lejos. Ya que puesto que el hecho de matarlos no está legalmente prohibido, ¿cuál debe ser nuestra actitud respecto a ellos? Por el momento les concedemos todas las prerrogativas del homo sapiens. ¿Tenemos el derecho de hacerlo? Puesto que se trata de otra especie, distinta, ¿no tenemos todos nosotros el derecho, e incluso el deber, de combatirlos para proteger nuestra propia especie? Después de todo, si descubriéramos entre nosotros a unos animales peligrosos, nuestro deber sería claro. No sé exactamente... como ya he dicho, todo esto es muy confuso...
— Mi querido amigo, se ha embarullado usted terriblemente — respondió Zellaby —. Hace apenas unos minutos sostenía usted calurosamente que los Niños habían asesinado a los dos chicos Pawle. Confrontando esta proposición con la que acaba de anunciar, parece que, si ellos lo matan a usted, es un asesinato, pero si nosotros los matamos, no lo es en absoluto. Uno no puede dejar de pensar que un jurista, laico o eclesiástico, juzgaría una tal proposición como éticamente inaceptable. Tampoco me siento convencido por su argumentación referente a la «imagen». Si su Dios puramente terrestre sin duda tiene usted razón, ya que, aunque la idea nos choque, no se puede negar que los Niños han sido introducidos entre nosotros desde el «exterior», no pueden haber venido de otro lugar. Pero, por lo que sé, su Dios es universal, es el Dios de todos los planetas y de todos los soles. Así pues, participa de una forma universal. ¿No sería pues monstruosamente presuntuoso creer que no pueda manifestarse más que en la forma que es propia a este planeta, la cual por otro lado no es muy importante? Nuestros dos puntos de vista son forzosamente muy distintos, pero...
Se interpuso ante el ruido de varias voces excitadas que se elevaban en el vestíbulo, y echó una mirada interrogadora a su mujer. De todos modos, antes de que uno de ellos tuviera tiempo de moverse la puerta se abrió violentamente y la señora Brant apareció en el umbral. Después de un breve «perdón» dirigido a los Zellaby, se dirigió hacia el señor Leebody y tomó del brazo.
—Venga en seguida, reverendo — susurró.
—Mi querida señora Brant... — empezó él.
— Tiene que venir, señor — repitió ella —. Se dirigen todos hacia la Granja. Quieren incendiarla. Tiene que venir e impedírselo. El señor Leebody la miró fijamente ella continuaba tironeándole del brazo.
— Acaban de ponerse en camino — dijo ella desesperadamente —. Usted puede detenerlos, tiene que detenerlos, reverendo. Quieren quemar a los Niños. Apresúrese, por favor. Aprisa, aprisa. El señor Leebody se levantó. Se giró hacia Anthea Zellaby.
— Lo siento, creo que lo mejor sería... — comenzó, pero los tirones de la señora Brandt cortaron en seco sus disculpas.
—¿Acaso no han avisado a la policía? — preguntó Zellaby.
— Sí... No... No llegarían a tiempo. Apresúrese, reverendo, en nombre del cielo — dijo la señora Brant, arrastrándolo hacia la salida.
Quedamos mirándonos los cuatro; luego, Anthea atravesó precipitadamente la estancia y cerró la puerta.
— Creo que sería mejor que yo fuera a ayudarle — dijo Bernard.
—Nuestra ayuda puede serle útil — admitió Zellaby, levantándose.
Yo me preparé a seguirles. Pero Anthea se mantuvo resueltamente de pie, apoyada contra la puerta
— No — dijo firmemente —. Si queréis hacer algo útil, telefonead a la policía.
—Podrías hacerlo tú, querida, mientras nosotros nos vamos...
— Gordon — dijo ella con voz severa, como si le regañara a un niño —, espera y reflexiona. Coronel Westcott, hará usted más mal que bien está usted considerado como el protector de los Niños.
Nos detuvimos ante ella, sorprendidos y un tanto avergonzados.
—¿De qué tienes miedo, Anthea? — preguntó Zellaby.
— No lo sé. ¿Cómo podría saberlo? Salvo que es probable que lincharan al coronel.
— Pero eso es importante — protestó Zellaby —. Sabemos lo que los Niños pueden hacer con alguien tomado individualmente; lo que quiero saber es cuáles son sus medios de acción contra una multitud. Si se comportan según su naturaleza, simplemente ordenarán a la multitud que vuelvan a sus casa. Será muy importante ver si...
—Eso no tiene sentido — dijo Anthea en un tono que no admitía réplica que hizoparpadear a Zellaby —. Su «naturaleza» de que hablas es distinta, y tú lo sabes; de otro modo hubieran hecho simplemente que Jim Pawle detuviera su coche y que David Pawle detuviera su segundo tiro al aire, y sin embargo actuaron de otro modo muy distinto. No se contentan con rechazar, siempre contraatacan.
Zellaby parpadeó nuevamente.
— Tienes razón, Anthea — dijo, sorprendido —. Nunca había pensado en ello. En efecto, la respuesta es siempre desmesurada con respecto al ataque.
— Exacto. Y sea cual sea el modo como actúen ante una multitud, no quiero que tú formes parte de esta multitud. Ni usted tampoco, coronel — añadió, girándose hacia Bernard —. Lo necesitaremos a usted para salirnos de esto de lo que usted es en cierto modo algo responsable. Estoy contenta de que esté usted aquí; que haya al menos alguien en el lugar de los hechos que pueda hacer un informe para las altas esferas.
—Quizá yo pudiera observar la cosa desde lejos — aventuré yo, sin convicción.
— Si tuviera usted el menor buen sentido se quedaría aquí y evitaría meterse en la boca del lobo — dijo secamente Anthea; y, girándose hacia su marido —: Gordon, estamos perdiendo el tiempo. Telefonea a Trayne e intenta saber si alguien ha avisado a la policía... y pide también que envíen ambulancias.
— ¡Ambulancias! — protestó Zellaby —. ¿No crees que tal vez sea un poco prematuro?
— Yo no he sido el primero en hablar de su «naturaleza», pero no parece que la hayas examinado muy a fondo — dijo Anthea —. Yo sí. Digo ambulancias, y si tú no las pides lo haré yo.
Zellaby, con la sumisa actitud de un chiquillo, descolgó él receptor. Dirigiéndose a mí, murmuró:
— Ni siquiera sabemos... Quiero decir, no tenemos más testimonio que las palabras de la señora Brant...
—Por lo que recuerdo de la señora Brant, es una persona digna de fe — dije.
— Es cierto — admitió —. Está bien, telefoneemos.
Cuando terminó, colgó el auricular y lo miró pensativamente. Tras un momento, decidió hacer una nueva tentativa.
— Anthea, querida, ¿no crees que, manteniéndome a una buena distancia...? Después de todo, los Niños tienen confianza en mí. Son mis amigos, y... Pero Anthea le interrumpió, con una seca decisión:
— Gordon, no intentes convencerme con falsos razonamientos. Simplemente sientes curiosidad. Sabes muy bien que los Niños no tienen amigos.
CAPÍTULO XVIII
ENTREVISTA CON UN NIÑO
El jefe de policía del Winshire llegó a Kile Manor al día siguiente por la mañana, justo a tiempo para tomar un vaso de Madeira y un bizcocho, cosa que aceptó de buen grado.
— Lamento molestarle con este asunto, Zellaby. Algo desastroso, realmente horrible. Pierdo la cabeza pensando en ello. Y nadie en todo el pueblo parece capaz de explicarme absolutamente nada. Espero que usted al menos pueda proporcionarme alguna explicación plausible.
Anthea se inclinó hacia adelante.
— ¿Cuál es el número, Sir John? — preguntó —. ¿Cuál es el número de víctimas?
— Demasiado elevado, desgraciadamente. — Agitó la cabeza —, Una mujer y tres hombres muertos; ocho hombres y cinco mujeres en el hospital, de los cuales dos hombres y una mujer gravemente heridos; muchos que no están en el hospital deberían hallarse allí. Un verdadero desastre desde todos los puntos de vista... todo el mundo emprendiéndola con todo el mundo. ¿Y por qué? Eso es lo que no acabo de entender Nadie explicármelo. Se giró de nuevo hacia Zellaby —. Puesto que fue usted quien llamó a la policía, y que dijo que seguramente habría enfrentamiento, nos ayudaría mucho que nos dijera qué le hizo pensar que las cosas ocurrirían así.
—Bueno — comenzó Zellaby con precaución —, es una situación curiosa.Su mujer le interrumpió.
— Fue la señora Brant, la mujer del herrero — dijo y contó la partida del reverendo —. Estoy segura de que el señor Leebody podrá decirle mucho más que nosotros. Fue él quien acudió, no nosotros, comprenda.
— Sí, en efecto, estaba allí, y luego regresó a su casa no sé cómo, pero ahora está en el hospital de Trayne — dijo el jefe de policía.
—¡Oh, pobre señor Leebody! ¿Es grave?
— No sé nada. El doctor me ha dicho que sobre todo no debía ser molestado. Y ahora se giró de nuevo hacia Zellaby —, usted dijo a mis hombres que una multitud se dirigía a la Granja con intención de prenderle fuego. ¿Cuál fue su fuente de información?
Zellaby pareció sorprendido.
—La señora Brant, mi mujer acaba de decírselo.
— ¿Y eso fue todo? ¡No fue usted a ver allí mismo lo que pasaba?
—Cierto, no — confesó Zellaby.
— ¿Quiere decir usted que, con la única base del testimonio de una mujer sobreexcitada, llamó usted a la policía y le dijo que necesitarían ambulancias.
— Fue yo quien insistió al respecto — dijo Anthea, glacial —. Y tenía razón. Fue lo más útil que enviaron ustedes: las ambulancias.
—Y para ello no bastó más que...
—Conozco a la señora Brant desde hace mucho tiempo. Es una persona razonable.Bernard tomó la palabra por primera vez:
— Si la señora Zellaby no nos hubiera aconsejado que nos abstuviéramos de ir a ver lo que ocurría, estoy seguro de que a estas horas estaríamos en el hospital, si no algo peor. El jefe de policía nos miró.
— He pasado una noche horrible — dijo finalmente —. Quizá no haya comprendido bien. Lo que ustedes parecen querer decir es que esa señora Brant. Vino aquí y les dijo que las gentes del pueblo, ingleses e inglesas completamente vulgares, honestos habitantes del Winshire, tenían intención de atacar una escuela llena de niños y, lo que es más, de sus propios niños, para...
— No es así exactamente, Sir John. Los hombres iban a atacarla, y quizá algunas mujeres, pero creo que la mayor parte de las mujeres estaban contra la iniciativa — objetó Anthea.
— Muy bien. Así pues, hombres, normales y honestos, campesinos por más señas, se disponían a incendiar una escuela llena de niños. Esto no les sorprendió a ustedes. Aceptaron sin perturbarse algo tan increíble como esto. Ni siquiera intentaron verificarlo, a ver por ustedes mismos lo que ocurría. Simplemente llamaron a la policía puesto que la señora Brant es una persona razonable.
—Exacto — dijo fríamente Anthea.
— Sir John — dijo Zellaby, con el mismo distanciamiento —, comprendo perfectamente que haya estado usted ocupado toda la noche, y respeto su posición oficial, pero creo que si quiere prolongar usted esta entrevista tendrá que intentar ver las cosas de otro modo.
El jefe de policía enrojeció ligeramente. Bajó la mirada, y se frotó vigorosamente la frente con su ancha mano. Pidió disculpas, primero a Anthea, después inmediatamente a Zellaby. Luego, casi patéticamente, dijo:
— No sé por donde empezar. He hecho preguntas durante horas y horas, y no llego a ninguna parte. No había la menor huella de una tentativa de incendio de la Granja: ni siquiera la tocaron. Simplemente peleaban entre sí, los hombres y también algunas mujeres, pero en el parque de la Granja. ¿Por qué? No eran tan solo las mujeres intentando detener a los hombres ni, al parecer, algunos hombres intentando detener a los demás. No, uno diría más bien que partieron del bar en dirección a la Granja sin que nadie intentara impedírselo, a excepción del reverendo, a quien nadie tomó en consideración, y algunas mujeres que lo apoyaban. ¿Y todo con qué fin? Aparentemente, se trataba de hacerles algo a esos niños de la escuela, ¿pero es esa una buena razón para una tal batalla campal? ¡No hay nada que encaje en todo esto! — agitó la cabeza, pensativo, por unos instantes —. Recuerdo que mi predecesor, el viejo Bodger, me decía que había algo extraño con respecto a Midwich. Y buen Dios, tenía razón. ¿Pero qué es?
— Me parece que lo mejor que puede hacer es preguntárselo al coronel Westcott -sugirió Zellaby, señalando a Bernard. Y con un asomo de malicia añadió —: Su Departamento, por alguna razón que se me escapa desde hace nueve años, dio pruebas de un interés constante por Midwich; probablemente pues esté mejor informado que nosotros mismos.
Sir John dirigió su atención hacia Bernard.
—¿Y cuál es su Departamento, señor? — preguntó.
Sus ojos se agrandaron cuando oyó la respuesta de Bernard. Parecía un hombre necesitado de una urgente reanimación.
— ¿Ha dicho realmente Servicio de Inteligencia Militar? — preguntó con voz apagada.
—Exactamente, señor — dijo Bernard.El jefe de policía agitó la cabeza.
— Renunció — dijo. Miró de nuevo a Zellaby con la expresión de alguien que se está ahogando —. Y ahora la Inteligencia — murmuró.
Más o menos en el mismo instante en que el jefe de policía llegaba a Kyle Manor, uno de los Niños, un chico, descendía sin apresurarse el camino que conducía a la Granja. Los dos policías que charlaban a la entrada interrumpieron su conversación. Uno de ellos se giró y se dirigió hacia el chico.
—¿Dónde vas, niño? — preguntó amablemente.
El Niño miró sin expresión al policía, aunque sus dorados ojos se veían curiosamente brillantes.
—Al pueblo — dijo.
— Será mejor que no vayas — aconsejó el policía —. Sus sentimientos no son muy amigables con respecto a vosotros... principalmente después de lo que pasó anoche.
Pero el chico no respondió, ni siquiera retuvo su paso; continuó como si no le hubieran dicho nada. El policía regresó junto a la verja. Su colega le miró sorprendido.
— Muchacho, eso no es lo que nos dijeron — observó —. Sabes bien que la consigna fue convencerlos de que no fueran a arriesgar la piel al pueblo.
El primer policía miraba con una expresión preocupada cómo el chico dirigía hacia la carretera. Agitó la cabeza.
— Es extraño — dijo, incómodo —. Ni siquiera se me ha ocurrido decírselo. No lo entiendo. La próxima vez hazlo tú, ¿quieres, Bert?
Uno o dos minutos más tarde apareció una de las chicas. También ella andaba sin apresurarse, de una forma tranquila.
— Bueno — dijo el segundo policía —, basta un consejo, algo paternal, ¿comprendes?
Comenzó a dirigirse hacia la chica. Había dado quizá cuatro pasos cuando giró sobre sus talones y regresó. Los dos policías, de pie uno al lado del otro, la contemplaron pasar y echar a andar por la carretera. Ni siquiera los miró cuando pasó por su lado.
— ¡Dios santo! — exclamó el segundo policía con voz estúpida.
— Eso no me gusta nada — dijo el otro —. Vas a hacer algo y, en su lugar, haces otra cosa distinta. No me gusta en absoluto. ¡Hey! — llamó a la chica — Hey, tú, señorita! ¡Espera!
La chica no se volvió. Echó a correr en su persecución y, tras haber recorrido una decena de metros, se detuvo en seco. La chica desapareció tras una curva de la carretera. El policía dio media vuelta y regresó.
Su respiración era más bien rápida, y parecía intranquilo.
— Esto no me gusta absolutamente nada — dijo tristemente —. No me huele nada bien...
El autobús de Oppley, camino de Trayne vía Stouch, se detuvo en Midwich, frente al almacén de la señora Welt. Las diez o doce mujeres que lo esperaban dejaron bajar a dos pasajeros, y luego se alinearon en una desordenada fila. La señorita Latterly, que estaba a la cabeza, sujeto el pasamanos y se preparó para subir. Pero no lo hizo: sus pies parecían estar clavados al suelo.
— Apresúrese, por favor — dijo el cobrador.
La señorita Latterly lo intentó de nuevo, sin éxito. Miró al cobrador con aire miserable.
— Échese a un lado y deje pasar a los demás, señora. La ayudaré dentro de un momento — aconsejó el hombre.
La señorita Latterly, muda de sorpresa, siguió su consejo. La señora Dory tomó su lugar y agarró el pasamanos. Tampoco ella pudo ir más lejos. El cobrador se inclinó para ayudarla tirando de su brazo, pero su brazo pero su pie no llegó a alcanzar el estribo. Se apartó al lado de la señorita Latterly, y ambas miraron a la siguiente realizar los mismos inútiles esfuerzos para subir a bordo del vehículo.
— ¿Qué ocurre, me están tomando el pelo? — preguntó irritadamente el cobrador. Luego vio la expresión de las tres mujeres —. Perdonen, señoras, pero ¿qué ocurre?
Fue la señorita Latterly quien, desviando su atención del infructuoso intento de la cuarta mujer, vio a uno de los Niños. Con rostro impasible, estaba sentado cerca de La Hoz y la Piedra y balanceaba negligentemente una pierna. Se separó del grupo que estaba cerca del autobús y avanzó en dirección al Niño. Lo examinó atentamente a medida que se acercaba. Pese a ello, no pudo evitar un tono de incertidumbre al preguntar:
—Tú no eres Joseph, ¿verdad?El chico agit6 la cabeza.
— Quiero ir a Trayne a ver a la señorita Foresham, la madre de Joseph continuó ella —. Fue herida ayer noche, está en el hospital.
El chico seguía mirándola. Agitó imperceptiblemente la cabeza. Unas coléricas lágrimas asomaron a los ojos de la señorita Latterly.
— ¿Aún no habéis hecho bastante daño? Sois unos monstruos. Todo lo que queremos es ir a ver a nuestros amigos que han sido heridos... heridos a causa de lo que vosotros habéis hecho.
El chico no dijo nada. La señorita Latterly, bajo la acción de un súbdito impulso, amagó un paso hacia él, pero se contuvo.
— ¿No lo comprendes? ¿Acaso no tienes corazón? — dijo con voz temblorosa.
Tras ella, el cobrador, medio asombrado, medio irritado, exclamó:
— Vamos, vamos, señoras. Decídanse. Ese viejo trasto no va a morderlas. No puedo esperar aquí todo el día.
El grupo de mujeres permanecía en el suelo, indeciso. Algunas tenían un aire aterrorizado. La señora Dory hizo otra tentativa, sin el menor resultado. Otras dos mujeres fulminaron al chico con la mirada. Este siguió mirándolas sin la menor emoción.
La señorita Latterly se dio la vuelta, con aire ausente, y comenzó a alejarse.
El cobrador perdió la paciencia.
—Bueno, si ustedes no vienen, nos vamos. No se puede bromear con el horario.
Nadie del grupo se movió. Hizo sonar la campanilla con decisión y el autobús arrancó. Mirando hacia atrás, el cobrador las vio dispersarse con aspecto desolado y agitó la cabeza. Mientras se dirigía hacia la parte delantera del vehículo para hacer partícipe al conductor de sus impresiones, murmuró en voz baja el dicho local:
— Los de Oppley están medio cuerdos, los de Stouch están medio locos, pero los de Midwich... los de Midwich están locos del todo.
Polly Rushton, que se había convertido en el brazo derecho de su tío en la iglesia desde que había dejado a su familia tras el tormentoso asunto de su embarazo, llevaba en coche a la señora Leebody a Trayne para ir a ver el reverendo. El hospital había telefoneado que las heridas que sufría a consecuencia del tumulto eran aparatosas pero no graves: una fractura del radio izquierdo, la clavícula derecha astillada, y un cierto número de contusiones. Necesitaba reposo y tranquilidad. Se sentiría feliz si iban a verlo a fin de tomar disposiciones para su ausencia.
Tras haber recorrido doscientos metros, Polly frenó bruscamente y empezó a hacer maniobra para dar media vuelta.
—¿Hemos olvidado algo? — preguntó la señora Leebody, sorprendida.
—No — dijo Polly —. No puedo continuar, eso es todo.
—¿No puedes? — repitió la señora Leebody.
—No, no puedo — repitió Polly.
— Pero... — dijo la señora Leebody —, ese no es el momento de bromear...
A regañadientes, la señora Leebody se sentó tras el volante. No le gustaba conducir, pero no quería rechazar el reto. Avanzaron, y en el mismo lugar donde frenara Polly la señora Leebody también frenó. Oyeron el claxon de un coche tras ellas, y la camioneta de un comerciante de Trayne les pasó, cerrándose de nuevo inmediatamente a la izquierda. La contemplaron desaparecer tras la curva. La señora Leebody intentó apretar el acelerador, pero su pie se detuvo a pocos centímetros del pedal. Lo intentó de nuevo. El pie siguió sin querer obedecerla.
Polly miró a su alrededor y vio a uno de los Niños, una chica, casi oculta por una cerca, que les miraba. Examinó atentamente a la chica para intentar reconocerla.
— Judy — dijo Polly, con una repentina aprensión —. ¿Eres tú quien está haciendo eso? El signo de la cabeza fue apenas perceptible.
— Pero no es necesario — protestó Polly —. Queremos ir a Trayne a ver al tío Hubert. Está herido, en el hospital.
—No podéis ir — dijo la chica, con una vaga nota de pesar.
— Pero Judy, debe arreglar un montón de cosas conmigo para mientras esté ausente.
La chica inclinó simplemente la cabeza, muy suavemente. Polly perdió la paciencia. Hizo una profunda inspiración para hablar, pero la señora Leebody se interpuso nerviosamente.
— Déjalo, Polly. Ya ha habido demasiados problemas. Fue una buena lección para nosotros
Su advertencia tuvo efecto. Polly se calló. Miró a la chica con una emoción mezcla de confusión y pesar. Las lágrimas asomaron a sus ojos. La señora Leebody puso finalmente la marcha atrás. Hizo dar la vuelta al coche y condujo de nuevo al presbiterio en silencio.
En Kyle Manor, seguíamos teniendo dificultades con el jefe de policía.
— Pero — protestó, con el ceño fruncido — nuestras informaciones confirman su primera declaración respecto a las gentes del pueblo dirigiéndose hacia la Granja para incendiarla.
— Esa era efectivamente su intención — admitió Zellaby.
— Pero usted ha dicho también, y el coronel Westcott confirma sus palabras, que los niños de la Granja fueron los verdaderos culpables, y que fueron ellos quienes lo provocaron todo.
— Y es igualmente cierto — admitió Bernard —. Pero desgraciadamente no podemos hacer nada al respecto.
— ¿Quiere decir que no poseen ustedes pruebas? Pero nuestro trabajo es precisamente encontrar las pruebas.
— No me refería a las pruebas. Quería señalar su irresponsabilidad ante la ley.
— Veamos — dijo el jefe de policía, manteniendo con gran esfuerzo su sangre fría —. Cuatro personas han sido muertas, digo bien, muertas. Trece se hallan en el hospital, y un buen número de las restantes han recibido lo suyo. Este no es en absoluto el tipo de incidente respecto al cual se pueda decir: Lo siento, y olvidarse de él. Debemos esclarecer la situación, definir las responsabilidades, y formular las acusaciones a las que haya lugar. ¿Están ustedes de acuerdo?
—Esos Niños están muy lejos de ser normales — comenzó Bernard.
— Oh, sí ya lo sé. He oído muchas historias al respecto. El viejo Bodger me dijo unas cuantas cosas cuando ocupé su puesto. Hay algo que no marcha bien en la cabeza de esos chicos: escuela especial y todo eso. Bernard reprimió un suspiro.
— Sir John, no que sean atrasados. Esta escuela especial fue abierta sencillamente porque son diferentes. Son moralmente responsables de lo ocurrido ayer por la noche, pero su responsabilidad no es legal. No puede usted imputarles un delito.
— Se puede acusar legalmente a un menor, o a la persona que sea responsable del mismo. No pretenderá usted hacerme creer que una pandilla de niños de nueve años posee medios (y que me cuelguen si existen) de provocar un disturbio en cuyo transcurso se producen varias muertes, y pueda salirse con las manos libres de ello. Es inaudito
— Pero ya le he hecho notar varias veces que esos niños eran diferentes. Su edad no tiene ninguna importancia salvo que, siendo niños, son probablemente más crueles en sus actos que en sus intenciones La ley no puede hacer nada contra ellos, y mi Departamento no quiere que se dé publicidad al asunto.
— Es ridículo — gruñó el jefe de policía —. He oído hablar de esa clase de escuelas. No hay que, ¿cómo dicen ustedes?, frustrar a los pobres niños. Libertad de expresión, coeducación, pan integral y todo lo demás. Tonterías. Resulta más fácil que se frustren con esos principios que se les inculca, más que si se les educara normalmente. Pero si algunos Departamentos imaginan que, porque una escuela de este tipo sea una institución gubernamental, los niños que hay en ella se encuentran en una posición privilegiada ante la ley, y que pueden sentirse libres de todo... esto... respecto al complejo, bueno, muy pronto les demostraré lo equivocados que están.
Zellaby y Bernard se miraron con un encogimiento de hombros. Bernard decidió dar una última oportunidad al jefe de policía.
— Esos Niños, Sir John, tienen una fuerza de voluntad poco común, una fuerza fantástica, enormemente potente, cuando la ejercen en forma de compulsión.
»Esa compulsión, de hecho, es tal, que la ley no ha previsto nada parecido; en consecuencia, ni existiendo nada como esto, la ley no puede reconocerla como tal. Así pues, no teniendo esa forma de compulsión existencia legal, no se puede legalmente afirmar que los Niños sean capaces de ejercerla. En resumen: a los ojos de la ley, los crímenes atribuidos por la opinión pública al ejercicio de esta compulsión serán reputados, primo, como no habiendo tenido lugar, o secundo, ser imputables a otras personas o a otros medios. No puede existir, a los ojos de la ley, ninguna relación entre los Niños y los crímenes.
— Excepto que han sido cometidos... o al menos eso es lo que usted afirma — dijo Sir John.
— Desde el momento en que la ley se mezcle en ellos, no habrán sido cometidos en absoluto. Además, aunque encontrara usted una fórmula que le permitiera atribuírselos, no adelantaría tampoco nada. Ejercerían sobre sus oficiales la misma compulsión. No podría arrestarlos ni siquiera detenerles si lo creyera usted necesario.
— Dejaremos esas sutilidades al brazo de la ley. Ese es su trabajo. Todo lo que necesitamos nosotros son suficientes pruebas para justificar una orden de arresto — le aseguró el jefe de policía.
Zellaby miró inocentemente hacia un rincón. Bernard tenía el aspecto de un hombre que se está conteniendo mientras cuenta para sí mismo hasta diez. Yo tosí ligeramente.
— Ese maestro de escuela de la Granja, ¿cómo se llama? Sí, Torrance — continuó el jefe de policía —. Es el director del lugar. Oficialmente es el responsable de esos Niños. Hablé con él ayer por la noche. Me pareció bastante evasivo. Todo el mundo es evasivo en este lugar, por supuesto evitó cuidadosamente que su mirada se cruzara con alguna de las nuestras. Pero no me ayudó demasiado.
— El doctor Torrance es antes un eminente psiquiatra que un maestro — explicó Bernard . Creo que se encuentra profundamente perplejo con respecto a la actitud adecuada que debe adoptar. Aguarda algún consejo.
— ¿Un psiquiatra? — repitió suspicaz Sir John —. Creía que me había dicho usted que no era una escuela para atrasados.
—No, no son en absoluto atrasados — repitió pacientemente Bernard.
— Entonces, ¿por qué está perplejo? Uno no tiene por qué estar perplejo ante la verdad, ¿no? La verdad es lo que uno tiene la obligación de declarar a la policía cuando está siendo interrogado. Si uno no lo hace, se mete en problemas y entonces, evidentemente, queda perplejo.
— No es tan sencillo como eso — respondió Bernard. Tal vez el hombre no se sentía con derecho a revelar algunos aspectos de su trabajo —. Creo que, si me deja ir a verle con usted, estará más dispuesto a creernos.
Se levantó mientras pronunciaba esas palabras, y Zellaby y yo hicimos lo mismo. El jefe de policía se dirigió hacia la puerta, evidenciando un humor de perros. Bernard nos hizo un imperceptible guiño mientras murmuraba:
—Hasta ahora — y lo acompañaba hacia la salida
Zellaby se hundió en un sillón y suspiró profunda mente. Buscó distraídamente su caja de cigarrillos.
— No conozco al doctor Torrance — dijo. Pero lo compadezco con todo mi corazón.
— No lo hagas — dijo Zellaby —. La discreción del coronel Westcott ha sido irritante, pero pasiva. La de Torrance es siempre agresiva. Según como se mire, ahora hará que la situación sea más clara para Sir John... es lo menos que hará.
»Pero lo que más me interesa en este momento es la actitud de tu coronel Westcott. Ha abierto una brecha en el muro de silencio que teníamos frente nosotros. Si hubiera podido ir hasta encontrar un vocabulario común gracias al cual pudiera entenderse con Sir John, creo que nos hubiera dicho algo a todos. ¿Por qué?, me pregunto. Me parece que nos hallamos de nuevo ante la situación que se ha preocupado tanto en evitar durante todo este tiempo: es evidente que el asunto está desbordando los límites de Midwich. Entonces, ¿por qué parece no preocuparse excesivamente de ello?
Se sumergió en sus pensamientos, tamborileando distraídamente el brazo del sillón. Al cabo de un momento reapareció Anthea. Zellaby necesitó unos instantes para salir de sus pensamientos y establecer de nuevo contacto con el presente al observar la expresión de su mujer.
— ¿Qué ocurre, querida? — preguntó, y añadió algo que le vino a la memoria —: Creí que habías ido a Trayne a reconfortar a los heridos que estaban en el hospital.
— Iba en camino — dijo ella —. Ahora he vuelto. Parece que no se nos permite abandonar el pueblo. Zellaby se enderezó en su asiento.
— Pero esto es absurdo. Ese viejo loco no puede soñar en poner bajo arresto a todo el pueblo. Por muy jefe de policía que sea...
— No se trata de Sir John. Son los Niños. Han bloqueado todas las carreteras, y no quieren dejarnos salir.
— No es posible — exclamó Zellaby —. Pero es extremadamente interesante.
— ¿Ah, sí? ¿Eso crees? — dijo su mujer —. Yo lo encuentro más bien muy desagradable e impertinente. Y también muy inquietante — añadió —, porque nadie sabe lo que hay tras todo eso.
Zellaby preguntó cómo había ocurrido. Ella se lo explicó, terminando:
— Y se trata tan sólo de nosotros, ¿comprendes? Quiero decir los habitantes de Midwich. Dejan a los demás ir y venir a su antojo.
— ¿Pero sin violencia? — preguntó Zellaby, con una punta de ansiedad.
— No. Simplemente, te bloquean el paso. Muchos han llamado ya a la policía. Se han metido en el asunto, pero evidentemente no ha servido de nada. Los Niños no han hecho nada para impedirles a ellos circular, no les han molestado, y entonces naturalmente no han comprendido nada de lo que pasa. El único resultado es que aquellos que hasta ahora habían oído simplemente decir que los habitantes de Midwich eran unos cretinos se han convencido de ello.
— Deben tener una razón para actuar así — dijo Zellaby —. Los Niños, se sobrentiende.
—Anthea le dirigió una sombría mirada.
— Quizá. Y quizá también sea muy interesante desde un punto de vista sociológico, pero por el momento no me importa en absoluto. Lo que quiero saber es cómo vamos a salir de esto.
— Mi querida Anthea — dijo Zellaby, conciliador —, comprendo tus sentimientos, pero sabemos ya desde hace un tiempo que, si se les ocurre a los Niños obligarnos a lo que sea, no tenemos ningún medio de oponernos. Bueno, pues ahora resulta que, por alguna razón que confieso ignorar, es evidente que les conviene ejercer su poder.
— Pero Gordon, hay gentes gravemente heridas en el hospital de Trayne. Sus familiares quieren ir a verles.
— Querida, no veo otra cosa que hacer que ir a encontrar a uno de ellos y plantearle el problema desde un plano estrictamente humano. Puede que entonces lo tomen en consideración, pero en el fondo depende de las razones que tengan para actuar así, ¿No crees?
Anthea miró a su marido con una mueca de descontento. Iba a decir algo, pero lo pensó mejor y se alejó con aire reprobador. Zellaby agitó la cabeza cuando ella salió dando un portazo.
— La arrogancia del hombre es grandilocuente — observó —, la de la mujer es más fundamental. A veces pensamos en los dinosaurios, dueños de la Tierra durante un tiempo, y nos preguntamos cuándo y cómo tocará nuestro breve reinado o su fin. Pero no la mujer. Su perennidad es un artículo de fe. Grandes guerras y desastres sin nombre pueden ir y venir, pueblos enteros pueden subir a su apogeo y caer en la más abyecta decadencia, enormes imperios pueden desmoronarse en el sufrimiento y la muerte, y todo esto no tendrá la menor importancia: ella, la mujer, es perpetua, esencial, está hecha para durar eternamente. No cree en los dinosaurios, de hecho no cree que el mundo haya podido existir antes de que ella se encontrara en él. Los hombres pueden construir y demoler y divertirse con sus juguetes, son personajes aburridos, pasatiempos efímeros, simples vagabundos, mientras que la mujer, en contacto místico y primordial con el propio árbol de la vida, sabe que es indispensable. Uno se pregunta si la hembra del dinosaurio estaba en su tiempo dotada de la misma confortable certeza.
Se detuvo, visiblemente esperando una respuesta.
—¿Y qué tiene que ver esto con lo que nos preocupa en este momento? — pregunté.
— En que el hombre encuentra absurda la idea de su eterna supremacía, mientras que para ella esta noción le es indispensable. Y como no sabría pensar de otro modo, toda hipótesis contraria le parece ridícula.
Parecía que yo debía responder algo.
— Si estás insinuando con ello que nos estamos dando cuenta de algo que la señora Zellaby no ve, debo confesar...
— ¡Oh, no, querido amigo; si uno no está cegado por la seguridad de su propia indispensabilidad, debe admitir que, al igual que los reyes de la creación que nos han precedido, estamos llamados a ser reemplazados un día. Esto podrá producirse de dos maneras: sea por nosotros mismos, por nuestra autodestrucción, sea por la invasión de una especie que no podamos dominar por falta de medios técnicos suficientes. Bien, henos aquí ahora frente a una voluntad y una inteligencia superiores. ¿Con qué podemos oponernos a ella?
— Tu argumentación es derrotista — dije. ¡Si estás hablando seriamente, como creo que lo estás haciendo, ¿no crees que sacas conclusiones demasiado generalizadas de un ejemplo muy pequeño?
— Eso es exactamente lo que me decía mi mujer cuando el ejemplo era aún más joven opuso Zellaby —. También atacaba la idea de que algo extraordinario pudiera producirse aquí, en un prosaico pueblecito inglés. En vano intenté convencerla de que sería igualmente extraordinario en cualquier lugar que se produjera. Ella tenía la impresión de que sería decididamente una cosa menos sorprendente si se produjera en algún lugar más exótico, en un pueblecito balinés, o en un Pueblo mejicano; se trataba esencial mente de ese tipo de acontecimientos que siempre le ocurren a los demás. Sin embargo, y por desgracia, el ejemplo se produjo aquí, con todo lo que comporta de desagradable.
— No es la localización lo que ¡me molesta — dije —. Son tus suposiciones. En particular cuando aventuras que los Niños pueden hacer lo que les plazca, y que no hay ningún medio de impedírselo.
— Resultaría presuntuoso ser tan categórico. Quizá sea posible, pero no será fácil. Físicamente somos pobres y débiles criaturas en comparación con muchos animales, pero somos superiores a ellos porque nuestro cerebro está más desarrollado. Lo único que podría aplastarnos tendría que ser algo aún más inteligente que nosotros. Esta amenaza estaba aún muy lejana, en principio el hecho ni siquiera parecía plausible, y además era aún menos plausible que dejáramos a esos hipotéticos seres la oportunidad de convertirse en una seria amenaza.
»Y sin embargo hemos llegado a ello, de nuevo una de las sorpresas inesperadas de la inagotable Caja de Pandora que es la evolución: la mente confederada, dos mosaicos, uno con treinta y el otro con veintiocho piezas. ¿Qué esperamos poder hacer con nuestros pobres cerebros separados, que no entran más que confusas y torpemente en contacto los unos con los otros, contra treinta cerebros funcionando aparentemente como uno solo?
Protesté que, pese a aquello, los Niños no habían podido seguramente acumular en sus pocos años conocimientos suficientes como para oponerse con éxito a toda la suma del saber humano, pero Zellaby agitó la cabeza.
— Por razones que les pertenecen, el gobierno les ha proporcionado excelentes profesores, de modo que el conjunto de sus conocimientos debe ser considerable. Diría incluso que sé algo al respecto, ya que no ignoras que de tanto en tanto les he pronunciado conferencias. Eso tiene su importancia, pero no está aquí la fuente del peligro. Francis Bacon escribió: nam et ipsa sientia potestas est, el conocimiento es una fuerza en sí mismo, pero es lamentable que un intelecto tan preclaro como este pudiera, de tanto en tanto, errar de esta manera. Una enciclopedia se limita a saber, y no sabe qué hacer de su sabiduría. Todos nosotros conocemos gentes que tienen una memoria alucinante de hechos que no saben cómo utilizar, una calculadora puede proporcionar conocimientos en cinta sin fin, pero ninguno de estos conocimientos sirve de la menor ayuda si no es esclarecido por la inteligencia. El saber no es más que una especie de combustible: necesita el motor de la inteligencia para transformarse en potencia.
»Pero lo que me asusta es imaginar la potencia que podría proporcionar una inteligencia, incluso alimentada por un conocimiento — combustible reducido, cuando posee un rendimiento treinta veces superior al nuestro. Lo que puede ocurrir cuando los Niños alcancen la edad adulta... me niego a pensar en ello.
Fruncí el ceño. Como siempre, desconfiaba un poco de Zellaby
— ¿Sostienes realmente que no tenemos ningún medio de impedir a ese grupo de cincuenta y ocho Niños que hagan lo que les pase por la cabeza? — insistí.
— Lo sostengo — dijo con un enérgico movimiento de su cabeza —. ¿Qué propones? Sabes lo que le ocurrió a la multitud ayer por la noche: su intención era atacar a los Niños. En definitiva, terminaron luchando entre ellos. Envía a la policía y ocurrirá lo mismo. Envía a los soldados, y se dispararán entre sí.
— Quizá si — concedí —. Pero deben existir otros medios de enfocar el asunto. Según lo que tu dices, nadie les conoce suficientemente bien. Parece que sentimentalmente se hayan despegado muy aprisa de sus madres — huésped, aunque nunca hayan expresado los sentimientos que generalmente se atribuyen a los niños. La mayor parte de ellos han aprovechado la progresiva segregación tan pronto como les ha sido ofrecida. En consecuencia, el pueblo los conoce muy poco. En muy poco tiempo, parece que las gentes hayan dejado de considerarles como individuos. Tenían dificultad en distinguirlos los unos de los otros, y tomaron la costumbre de considerarlos colectivamente, de modo que los Niños tendían a convertirse en siluetas de dos dimensiones con una realidad limitada.
Zellaby pareció apreciar aquel punto de vista.
— Tienes completamente razón, querido amigo Faltan los contactos normales como la simpatía. Pero no es enteramente culpa nuestra. Yo mismo les he seguido desde tan cerca como he podido, pero siempre me han mantenido a una cierta distancia. A despecho le todos mis esfuerzos, los encuentros, como dices muy bien, bidimensionales. Y pondría mi mano sobre el fuego de que las gentes de la Granja no han conseguido mucho más.
— Falta saber — dije — cómo obtener precisiones al respecto.
Estudiamos un instante el problema, hasta que Zellaby salió de su ensoñación para decir:
— ¿En ningún momento te has preguntado cuál era tu propia situación aquí? Desde esta misma tarde. Si tenías intención de abandonarnos hoy, querido amigo, harías bien en saber si los Niños te consideran o no como uno de nosotros.
No había pensado en aquel aspecto de la situación, y me sentí sorprendido. Decidí ir a comprobarlo.
Bernard, aparentemente, se había ido en el coche del jefe de policía, de modo que tomé el suyo para la experiencia.
Encontré la respuesta en el camino de Oppley. Una sensación muy curiosa. Mis manos y mis pies fueron compelidos a parar el coche sin intervención voluntaria de mi parte. Una de las chicas Niño estaba sentada al borde de la carretera, mordisqueando una brizna de hierba y mirándome sin expresión. Mi mano se negó a obedecerme, y no pude apoyar mi pie en el acelerador. Miré a la chica y le dije que yo no vivía en Midwich, y que quería regresar a mi casa. Simplemente agitó la cabeza. Maniobré de nuevo la palanca del cambio, y descubrí que solamente podía poner la marcha atrás.
— Hum — dijo Zellaby a mi regreso —, hete aquí pues como huésped de honor del pueblo. En cierto modo me lo esperaba. Por favor, recuérdeme que le diga a Anthea que avise a la criada que tenemos un invitado.
En el mismo momento en que Zellaby y yo manteníamos esta conversación en Kyle Manor, otra conversación sobre el mismo tema, pero no en el mismo tono, era mantenida en la Granja. El doctor Torrance, sintiéndose más afirmado por la aprobación tácita de Bernard, respondía más explícitamente a las preguntas del jefe de policía. Sin embargo, habían llegado a un estadio donde la diferencia de puntos de vista de los interlocutores no podía ser paliada, y una pregunta particularmente mal formulada había incitado al doctor a declarar en un tono que dejaba traslucir el desánimo:
—Me parece que, desgraciadamente, no he conseguido aclarar sus dudas, Sir John.El jefe de policía emitió un impaciente gruñido.
— Todo el mundo no hace más que repetírmelo, y voy a terminar por creer que aquí nadie es capaz de aclarar nada. Todo el mundo no hace más que repetirme, y sin proporcionar la menor prueba que yo pueda comprender, que esos niños del demonio son en cierto modo no responsables del asunto de ayer noche; incluso usted, que si he comprendido bien asume la responsabilidad de todo ello. Le confieso no comprender una situación en la cual unos Niños tienen la posibilidad de infringir la disciplina hasta el punto de alterar el orden publico fomentando un grave alboroto. Por otro lado, no veo por qué quieren todos ustedes que yo comprenda la situación. Es por ello por lo que, como representante del orden, deseo ver a uno de los instigadores para saber lo que tiene que declarar al respecto.
—Pero, Sir John, ya le he explicado que no hubo instigadores...
— Lo sé, lo sé. Le he comprendido bien. Todos esos niños son iguales, y todo lo demás. Todo estará muy bien en teoría, pero usted sabe tan bien como yo que en cada grupo hay personalidades fuertes, y lo que hay que hacer es echarles el guante. Écheles el guante a ellos, y tendrá a toda la pandilla.
Se detuvo, dejando entender que deseaba ser obedecido.
El doctor Torrance intercambió una desanimada mirada con el coronel. Bernard se encogió de hombros e hizo un signo imperceptible con la cabeza. El doctor Torrance adoptó un aire aún más desanimado. Incómodo, dijo:
— Muy bien, Sir John. Puesto que virtualmente se trata de una orden de la policía, no tengo otra alternativa, pero le ruego que cuide mucho sus palabras. Los Niños son, esto, muy sensibles.
La elección de aquella última palabra no era afortunada. En el vocabulario del doctor, aquel término tenía un significado técnico; en el del jefe de policía, era un término utilizado por las madres apasionadas al referirse a sus hijos — problema, y en consecuencia no mejoró su desaprobación cuando el doctor Torran ce se levantó y abandonó la estancia. Bernard había abierto ya la boca para apoyar la advertencia del doctor, pero se calló, estimando que aquello no haría más que agravar la irritación del jefe de policía, causando así más mal que bien. El problema con sir John era que, cuando se le decía algo, este lo pasaba por el tamiz de sus propias ideas y aceptaba solamente la que encajaba con ellas, apartando o tergiversando el resto. Así pues esperaron en silencio el regreso del doctor que volvió un instante más tarde trayendo consigo a un único Niño.
— Este es Eric — dijo como presentación. Se giró hacia el chico y añadió —: Sir John Tenby desea hacerte algunas preguntas. Es su deber como jefe de policía hacer un informe sobre el asunto de la pasada noche, ¿comprendes?
El chico asintió con la cabeza y giró sus ojos hacia sir John. El doctor Torrance se sentó de nuevo en su sillón tras el escritorio, e, incómodo, miró atentamente a los dos interlocutores.
El rostro del muchacho era tranquilo, atento, pero neutro, sin reflejar el menor sentimiento. Sir John le devolvió la mirada con la misma tranquilidad. Un chico en perfecta salud, pensó; un poco delgado quizá; bueno, no tampoco en sentido de flaco; menudo sería el término más apropiado. Era difícil emitir un juicio a partir de los rasgos; el rostro era agradable, sin poseer aquella debilidad que acompaña a menudo a los rasgos delicados en un niño, y sin embargo sin evocar tampoco fortaleza; la boca era pequeña, sin duda, pero sin llegar a ser maliciosa. No había mucho que deducir del rostro en sí, aunque los ojos fueran mucho más notables de lo que había imaginado. Le habían hablado del curioso color dorado del iris, pero nadie había conseguido describirle la sorprendente cualidad cálida que irradiaban, ni el extraño efecto de iluminación interior. Por el espacio de un segundo se inquietó, pero se reafirmó. Recordó que se enfrentaba con un mal sujeto, un chico de tan solo nueve años pero que aparentaba fácilmente dieciséis, educado además según aquellas fantasiosas teorías de libertad de expresión, no complejos, etc. Decidió tratar al chico según su edad aparente. y se dedicó a adoptar aquella actitud de padre a hijo que es definida por aquellos que la practican como «de hombre a hombre».
— Un mal asunto el de la otra noche — observó —. Nuestro trabajo es aclarar las cosas y saber lo que ocurrió realmente, quién es el responsable, y todo lo demás. Las gentes sostienen que vosotros estabais allí. ¿Qué me dices sobre eso?
El chico no respondió inmediatamente.
El jefe de policía asintió con la cabeza. No podía esperar una confesión inmediata.
—Entonces, ¿qué es lo que ocurrió exactamente?
—Las gentes del pueblo vinieron aquí para incendiar la Granja — dijo el chico.
—¿Estás seguro de ello?
— Eso es lo que decían, y no existía ninguna otra razón que justificara su venida en aquel momento.
— Muy bien, no iremos a discutir ahora los porqués y los cómos. Admitámoslo. Dices que algunos de ellos vinieron con la intención de incendiar la Granja. Supongo que inmediatamente después vinieron otros para impedírselo, y así es como empezó el tumulto. ¿No?
—Sí — asintió el chico, con menos confianza.
—Así pues, de aquello. No fuisteis más que espectadores.
— No — dijo el chico —. Teníamos que defendernos. Era imperativo; de otro modo, hubieran incendiado la Granja.
— ¿Quieres decir que pedisteis a algunos de ella que detuvieran a los demás, o algo así?
— No — dijo el chico, pacientemente —. Les hicimos luchar los unos contra los otros. Hubiéramos podido enviarles simplemente de vuelta, pero si lo hubiéramos hecho así probablemente hubieran vuelto algún otro día. Ahora ya no lo harán. Comprenden que es mejor para ellos dejarnos tranquilos.
Tomado por sorpresa, el jefe de policía reflexionó unos instantes. Luego:
— Dices que les hicisteis luchar entre ellos. ¿Cómo lo conseguisteis?
— Es demasiado difícil de explicar, no creo que pudiera usted comprenderlo — dijo el chico juiciosamente. Sir John enrojeció ligeramente.
— Sin embargo, me gustaría oírtelo explicar — dijo. con tono paciente.
No consiguió nada.
— No serviría de nada — dijo el chico. Hablaba sencillamente, sin doble intención, como quien enuncia un hecho. El jefe de policía enrojeció un poco más. El doctor Torrance se apresuró a intervenir:
— Es un tema muy abtruso, Sir John. Todos nosotros, aquí hemos intentado comprenderlo. Nos henos dedicado a ello durante años, y no hemos conseguido gran cosa. Sin definir la cosa con precisión, podríamos describirlo diciendo que los Niños «sugestionaron» a la gente.
Sir John le miró, luego miró al chico. Murmuró algo, pero se contuvo. Tras dos o tres profundas inspiraciones, dirigió de nuevo la palabra al chico, pero esta vez en tono más rudo.
— Sea como sea como lo hayáis hecho (y esto es algo que deberemos examinar más tarde), ¿admitís entones que sois responsables de lo ocurrido?
—Somos responsables de habernos defendido — dijo el chico.
— ¿Hasta provocar cuatro muertos y trece heridos graves, cuando hubierais podido, según tú mismo, enviarlos simplemente de vuelta a sus casas?
— Querían matarnos — dijo el chico con tono indiferente.
El jefe de policía lo estudió largamente.
— No comprendo cómo lo habéis hecho, pero por el momento creo en tu palabra. Y te creo también cuando dices que no era necesario haberlo hecho así.
— Hubieran vuelto. Hubiera sido necesario entonces — respondió el chico.
— No puedes asegurarlo. Toda vuestra actitud es monstruosa. ¿No sentís la menor piedad hacia esos desgraciados?
— No — dijo el chico —. ¿Por qué deberíamos sentirla? Ayer por la tarde uno de ellos disparó contra uno de nosotros. Ahora debemos protegernos.
— Pero no usando la venganza personal. Las leyes están hechas tanto para vuestra protección como para la de todo el mundo.
— La ley no protegió a Wilfred del disparo de fusil; tampoco nos hubiera protegido ayer por la noche. La ley castiga el crimen después de que este crimen haya sido cometido con éxito: esto no nos ayuda en nada, nosotros queremos seguir viviendo.
— ¿Pero acaso no os importa ser responsables, como estás afirmando, de la muerte de otras gentes?
— ¿Para qué seguir tergiversando las cosas? — preguntó el chico —. He respondido a sus preguntas por que hemos creído que sería preferible que todos ustedes supieran la situación. Como, aparentemente, usted no lo ha captado, me explicaré más claramente. A la menor tentativa de alguien que quiera meterse en nuestro camino y ponernos trabas, nos defenderemos. Hemos demostrado nuestra capacidad de hacerlo, y esperamos que esta advertencia sirva para impedir otros incidentes.
Sir John permaneció inmóvil ante el chico, con la boca muy abierta, los puños fuertemente apretados y el rostro rojo como la grana. Se levantó casi de su sillón, como si fuera a abalanzarse sobre el chico, y luego, recuperando la serenidad, volvió a sentarse. Pasaron varios segundos antes de que pudiera recobrar el uso de la palabra. Luego, con voz estrangulada, insultó al chico que lo estaba observando con un interés académico, despegado.
— ¡Maldito sucio pilluelo, insufrible pedante! ¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? Represento a la policía de este país, ¿comprendes? Y si no lo comprendes, ya es tiempo de que aprendas, y por los infiernos que me voy a encargar de ello. ¡Hablar así a tus mayores, especie de granuja desvergonzado! Así que el señor no quiere ser molestado, ¿eh? El señor va a defenderse, ¿no? ¿Dónde te crees que estás ¡Tienes aún mucho que aprender, muchacho, pero mucho todavía!
Se interrumpió de pronto, y miró al chico con ojos desorbitados.
El doctor Torrance se inclinó sobre su escritorio.
— Eric — intentó protestar, pero no hizo el menor ademán de intervenir.
Bernard Westcott permaneció prudentemente sentado en su sillón y miró.
La boca del jefe de policía se relajó, su mandíbula cayó ligeramente, sus ojos se desorbitaron cada vez mas. Sus cabellos se erizaron levemente. El sudor empezó a manar de su frente, de sus sienes, y chorreó a lo largo de su rostro. Un gorgoteo inarticulado surgió de su garganta. Las lágrimas corrieron por su nariz. Empezó a temblar, pero aparentemente no podía moverse. Luego, tras largos segundos de inmovilidad, se agitó. Levantó unas temblorosas manos y, torpemente, se cubrió con ellas el rostro.
Luego lanzó una serie de extraños gritos cortos e inarticulados. Se deslizó fuera de su sillón, cayó de rodillas al suelo, luego de bruces. Permaneció allá, estremecido y tembloroso, lanzando penetrantes gemidos mientras arañaba la alfombra como si quisiera ahondar en ella. De pronto vomitó.
El chico levantó la cabeza. Como si respondiera a una pregunta, le dijo al doctor Torrance:
— Eso no es nada. Ha querido asustarnos, y entonces le hemos mostrado lo que es realmente el miedo. Ahora comprenderá mejor. Se recuperará en cuanto sus glándulas vuelvan a funcionar normalmente.
Luego se giró y abandonó la estancia, dejando a los dos hombres interrogarse con la mirada.
Bernard sacó un pañuelo y se secó el sudor que perlaba su frente. El doctor Torrance permaneció sentado sin moverse, el rostro grisáceo. Se giraron hacia el jefe de policía. Sir John estaba ahora relajado, aparentemente sin sentido, respirando profunda y ansiosamente, mientras su cuerpo era sacudido de tanto en tanto por un violento estremecimiento.
— ¡Por los cielos! — exclamó Bernard, mirando de nuevo a Torrance —. ¡Y usted ha permanecido tres años aquí!
— Nunca se había producido nada así — dijo el doctor —. Hemos tenido algunos problemas con ellos, pero nunca ha habido una clara enemistad entre ellos y nosotros. Afortunadamente, me atrevería a decir. ¿Lo ha visto?
— Sí — dijo Bernard —. Ycreo que puedo decir también que, afortunadamente, no ha sido tan malo como eso. Pienso que hubiera podido ser muchísimo peor... — y miró fijamente a sir John.
— Será mejor que nos lo llevemos antes de que vuelva en sí. Y será mejor también que desaparezcamos: éste es un tipo de situación que un hombre no perdona nunca a sus testigos. Llame a algunos de su hombres. Dígales que ha tenido un ataque, o lo que quiera.
Cinco minutos más tarde estaban fuera, asistiendo al transporte del jefe de policía, aún medio desvanecido.
— Se recuperará en cuanto sus glándulas... — murmuró Bernard —. Me atrevería a decir que son más expertos en fisiología que en psicología. Ese hombre está acabado para el resto de sus días.
Tras un par de generosos whiskys, Bernard comenzó a perder el aire alucinado que tenía al regresar a Kyle Manor. Tras relatarnos la desastrosa entrevista del jefe de policía en la Granja, añadió:
— La actitud de los Niños tiene poco de infantil, pero pese a todo no deja de existir en ella un rasgo típicamente infantil: no saben medir su fuerza. A excepción quizá del bloqueo al que han sometido al pueblo, todo lo demás que han hecho ha sido exagerado. Una acción cuya intención era quizá excusable se convierte así, por culpa suya, en irreparable. Querían asustar a Sir John a fin de convencerle de que no sería prudente contradecirles; pero no se han contentado con ofrecerle una pequeña muestra: han ido tan lejos que el estado de miedo atroz que han inducido en el pobre hombre lo ha conducido al borde del embrutecimiento. Han provocado en él un tal grado de degradación de la personalidad que me he sentido enfermo, y que es absolutamente imperdonable
Zellaby, con su habitual calma y razonabilidad, preguntó:
— ¿No cree que estamos mirando las cosas bajo un ángulo demasiado estrecho? Está hablando usted de algo «imperdonable», lo cual supone que ellos esperan el perdón. ¿Por qué deberían esperarlo? ¿Acaso nosotros nos preocupamos por saber si los chacales y los lobos nos perdonan por haber disparado contra ellos? No nos importan en absoluto: simplemente, lo que queremos es exterminarlos.
»A decir verdad, nuestra supremacía es tan total que muy pocas veces, en la actualidad, necesitamos matar lobos; de hecho, la mayor parte de nosotros ha olvidado completamente lo que significa la necesidad de luchar para la supervivencia de nuestra especie. Pero cuando esta necesidad se deja sentir, no experimentamos el menor remordimiento al aprobar sin reservas aquello que eliminará el peligro, venga de donde venga: lobos, insectos, bacterias o virus. No ofrecemos cuartel y, por supuesto, tampoco esperamos su perdón.
»La situación referente a los Niños puede plantearse más bien diciendo que nosotros no hemos comprendido que representan un peligro para nuestra especie, mientras que ellos no dudan que nosotros sí somos un peligro para la suya. Y quieren sobrevivir. Haríamos bien en recordar lo que comporta esta situación. Podemos observarlo todos los días en un jardín: es una lucha perpetua, amarga sin leyes, sin la menor piedad y sin el menor remordimiento.
Su actitud era calmada, pero su emoción interior era sin la menor duda intensa. Y sin embargo, como solía ocurrir con Zellaby, el abismo entre la teoría y las circunstancias reales parecía ser franqueado demasiado alegremente para crear una profunda convicción.
— Pero — dijo entonces Bernard — estamos asistiendo en realidad a un cambio de actitud de los Niños. De tiempo en tiempo han ejercido sus poderes de persuasión y de compulsión, pero, aparte algunos incidentes aislados al principio, casi nada de violencia. Ahora nos enfrentamos a esa explosión, ¿Puede citarse acaso el momento en que esto ha empezado, o se trata más bien del resultado de una evolución?
— Puedo asegurarle — dijo Zellaby — que no existía el menor síntoma antes el asunto de Jimmy Pawle y de su coche.
— Ajá. Veamos entonces, esto era... el miércoles pasado, el 3 de julio. Me pregunto... el gong llamándonos a la mesa lo interrumpió.
— Mi experiencia con respecto a las invasiones interplanetarias — dijo Zellaby, aliñando a su modo una ensalada con los más peregrinos ingredientes — no se ha producido hasta hoy más que por delegación, quizá debería decir por delegación hipotética. ¿O más bien por hipótesis delegativa? — Reflexionó unos instantes sobre ello, y luego resumió —: En cualquier caso, esta experiencia es bastante grande. Sin embargo, por curioso que pueda parecer, no recuerdo ninguna relación de tales invasiones que pueda ayudarnos en nuestro actual dilema. Todas eran, casi sin excepción, desagradables... pero también era casi siempre agresivas y directas antes que insidiosas.
»Tomen ustedes por ejemplo los marcianos de Herbert George Wells. Como primeros inventores del rayo de la muerte eran formidables, pero su comportamiento era de lo más convencional: simplemente se lanzaron a una campaña de índole clásica con una arma que superaba a todo lo que se le podía oponer. Pero al menos podíamos intentar defendernos, mientras que en el caso actual...
— No te exaltes, querido — dijo su mujer.
—¿No qué?
—No te exaltes. Tu hipo — recordó Anthea.
—Oh, sí. ¿Dónde está el azúcar?
—Bajo tu mano izquierda, querido.
—Gracias... ¿Dónde estaba?
—En los marcianos de Wells — le dije.
— Por supuesto. Bien, ahí tenemos el prototipo de innumerables invasiones. Un superejército contra el que el hombre lucha valientemente con sus pobres medios, hasta que es salvado por un milagro que puede tomar numerosas formas. Naturalmente, en América todo es más grande y más hermoso. Algo aterriza, y otro algo sale de este primer algo. En los siguientes diez minutos, sin duda gracias a las excelentes comunicaciones de ese país, el pánico se extiende de costa a costa, y todas las autopistas interurbanas quedan embotelladas, y todos los caminos hierven de una población que huye... excepto Washington. Allí, por el contrario, y como contraste, una inmensa multitud que se extiende hasta el horizonte y más lejos aún, permanece grave y silenciosa, con los ojos vueltos hacia la Casa Blanca, mientras en alguna parte en los Catskills un profesor hasta entonces ignorado, con su hija y su asistente, un hermoso y bien musculado espécimen de hombre, se agitan como condenados para asistir al alumbramiento de un deus ex laboratoria que salvará al mundo en el último segundo menos uno.
»Tengo la impresión de que por nuestros lares el anuncio de una tal invasión sería acogido, al menos en determinados medios, con un toque preliminar de escepticismo, pero debemos concederles a los americanos el derecho de conocer mejor a sus gentes.
»Sin embargo, en definitiva, ¿qué es lo que ocurre? Simplemente, otra guerra. Los motivos son simples, el armamento complicado, pero el esquema es el mismo, y el resultado... Ninguna de las previsiones, especulaciones o extrapolaciones revela ser de la menor utilidad cuando todo ocurre efectivamente. Es una verdadera lástima cuando uno piensa en el tiempo que han pasado los pronosticadores triturándose el meollo, ¿no es cierto?
Se dedicó a comer su ensalada.
— Es todavía una gran fuente de perplejidad para mi el saber si tengo que tomarte al pie de la letra o a la ligera — dije.
— Esta vez puedes tomarlo sin temor al pie de la letra — dijo Bernard.
Zellaby lo miró con el rabillo del ojo.
— ¿Sencillamente? ¿Sin ni siquiera una oposición refleja? — preguntó —. Dígame, coronel, ¿cuánto tiempo hace que considera usted esta invasión como tal?
—Hace unos ocho años — respondió Bernard —. ¿Y usted?
— Aproximadamente el mismo tiempo, quizá un poco más. Entonces no me gustó. Sigue sin gustarme, y probablemente en el futuro me gustará menos aun. Pero he tenido que admitir su realidad. El viejo axioma de Sherlock Holmes, ¿sabe?: «Cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que queda, por improbable que sea, es seguramente la verdad». De todos modos, ignoraba que la invasión fuera reconocida como tal en los medios oficiales. ¿Qué ha decidido hacer usted hasta este momento?
— Bueno, hemos hecho todo lo que hemos podido por mantener su aislamiento aquí y ocuparnos de su educación.
— ¡Y han conseguido con esto unos magníficos resultados! Les felicito. ¿Y por qué han hecho todo esto?
— Un momento — interrumpí —. Estoy de nuevo entre lo real y lo figurado. Vosotros dos... ¿aceptáis seriamente el hecho de que esos Niños son... invasores, que provienen de algún punto del universo fuera de la Tierra?
— ¿Lo ven? — dijo Zellaby —. Nada de pánico de costa a costa. Tan sólo escepticismo. Lo dije antes
— Efectivamente — dijo Bernard, dirigiéndose a mí —. Es la única hipótesis que mi Departamento no se ha visto obligado a abandonar. Evidentemente, hay algunos que todavía no quieren aceptarla, aunque poseamos algunas pruebas suplementarias de las que el señor Zellaby no dispone.
— Oh — dijo Zellaby, repentinamente muy atento, con su tenedor en el aire —. ¿Acaso nos estamos acercando al misterioso interés que nos dedica la Inteligencia?
— Ceo que ahora ya no hay razón para no desvelar l asunto dentro de un circulo restringido — admitió Bernard —. Sé que al inicio de todo el asunto usted se tomó mucho trabajo para averiguar por su propia cuenta lo que podía suscitar nuestro interés, Zellaby, pero no creo que llegara nunca a descubrir la verdadera pista.
—¿Cuál era? — preguntó Zellaby.
— Simplemente, que Midwich no fue el único, ni siquiera el primero, de los lugares donde se produjo un Día Negro. Y también que, durante las tres semanas que rodearon esta fecha, se produjo un claro aumento de detecciones por radar de objetos volantes no identificados.
— Diablos — dijo Zellaby —. Oh, vanidad, vanidad... Así pues, hay otros grupos de Niños además de los nuestros. ¿Dónde? Pero Bernard no quería ser interrumpido. Continuó pausadamente:
— Uno de los Días Negros se produjo en un pequeño poblado del territorio norte de Australia. Aparentemente, algo falló allí. Hubo treinta y tres embarazos, pero por alguna razón todos los Niños murieron, la mayor parte pocas horas después de nacer, el último sobreviviente a la semana.
»Hubo otro Día Negro en una colonia esquimal en la isla Victoria, al norte del Canadá. Los indígenas no han querido hablar mucho del asunto, pero hay razones para creer que se sintieron tan vejados y alarmados que, cuando los bebés nacieron, simplemente los dejaron expuestos al aire libre. Fuera como fuese, no hubo supervivientes. Al respecto es interesante hacer notar que, si relacionamos este hecho con la fecha de la vuelta de los bebés a Midwich, el poder de compulsión no se manifiesta hasta la edad de una o dos semanas, y que quizá sean tan sólo seres individuales hasta aquel momento. Otro Día Negro...
Zellaby levantó una mano.
—Déjeme adivinarlo. ¿Tras el telón de acero?
— Hay dos casos conocidos tras el telón de acero — precisó Bernard —. Uno en la región de Irkutsk, junto a la frontera con la Mongolia exterior. Una historia macabra. Se supuso que las mujeres habían fornicado con el demonio y las apalearon hasta matarlas, con los Niños en su seno. El otro caso se produjo mucho más al este, en un lugar llamado Gizhinsk, en las montañas al norte de Okhotsk. Pueden haberse producido otros de los que no hayamos oído hablar. Es casi seguro que casos similares se produjeron enAmérica del Sur y en África, pero es difícil verificarlo. Las gentes tienen tendencia a ocultarlo. Es incluso posible que algún pueblo aislado tenga su Día Negro sin darse cuenta de ello, y en ese caso el nacimiento de esos Niños sería aún más turbador. En la mayor parte de los casos que conocemos, los bebés eran considerados como auténticos abortos y muertos, pero tenemos la sospecha de que en algunos casos los Niños hayan sido ocultados.
— Pero, por lo que creo comprender, no en Gizhinsk — interrumpió Zellaby.
Bernard le miró con una mueca de su boca.
— No se le escapa una, ¿eh, Zellaby? Tiene usted razón: no en Gihinsk. El Día Negro se produjo allí una semana antes que el de Midwich. Fuimos advertidos de ello tres o cuatro días más tarde. Los rusos se sentían desconcertados. Eso nos consoló un poco cuando la cosa llegó aquí: sabíamos al menos que no eran ellos los responsables. En cuanto a ellos, por lo que sé, supieron lo ocurrido en Midwich poco tiempo después, y también se sintieron aliviados. Mientras tanto, nuestro agente se mantenía atento con respecto a Gizhinsk y, en su momento, nos comunicó que, como dato curioso, todas las mujeres del lugar habían quedado encinta simultáneamente. No comprendimos inmediatamente el significado de este hecho, nos pareció algo fuera de lugar, extraño, todo lo más curiosamente divertido, pero muy pronto supimos lo que ocurría en Midwich y comenzamos a interesarnos de más cerca. Por el tiempo del nacimiento de los bebés, la actuación de los rusos había sido más drástica que la nuestra: simplemente aislaron Gizhinsk, que es dos veces más grande que Midwich, y nuestras informaciones cesaron prácticamente. Por nuestra parte no podíamos aislar totalmente Midwich, debíamos actuar de otro modo, y en estas circunstancias creo que nuestra actuación no ha sido mala.
Zellaby agitó la cabeza.
— Entiendo. El ministerio de la Guerra consideraba que no podía comprender exactamente lo que tenían aquí, ni tampoco lo que los rusos tenían allá abajo. Pero si resultaba que los rusos tenían a su disposición un tropel de genios en potencia, ¿no nos sería acaso útil tener un tropel semejante que oponerles?
— Eso es más o menos. Muy pronto nos dimos cuenta de que los Niños estaban muy lejos de ser niños normales.
— Hubiera debido imaginarlo` — dijo Zellaby. Agitó humildemente la cabeza —. Nunca se me ha ocurrido pensar que Midwich pudiera no ser único. De todos modos, pienso que algo ha debido ocurrir para llevarlo a esta conclusión. No acabo de ver cómo pueden justificarla los acontecimientos de aquí, y en consecuencia es muy probable que haya ocurrido algo en otro lado... ¿en Gizhinsk tal vez? ¿Ha ocurrido allí algo que pueda proporcionarnos alguna indicación sobre el comportamiento futuro de los Niños?
Bernard colocó cuidadosamente su tenedor y su cuchillo sobre su servilleta, los miró un instante, y luego levantó la cabeza.
— El ejército del Este — dijo suavemente ha sido equipado recientemente con un nuevo tipo de cañón atómico medio, de un alcance del orden de los cien kilómetros. La semana pasada efectuaron las primeras pruebas. La ciudad de Gizhinsk ya no existe...
Abrimos mucho los ojos. Con una expresión de horror, Anthea se inclinó hacia delante.
—¿Quiere decir... todo el mundo? — dijo, incrédula.Bernard asintió.
— Todo el mundo. Toda la ciudad. Nadie podía ser advertido sin que los Niños lo supieran también. Además, del modo cómo fue efectuada la operación, siempre podrán atribuir oficialmente el desastre a un error de cálculo, incluso a un sabotaje.
Se detuvo de nuevo.
— Oficialmente — repitió —, y para consumo local y general. No obstante, hemos recibido informes cuidadosamente canalizados provinentes de fuentes rusas. No son explícitos en los detalles y las particularidades, pero sin la menor duda hacen alusión a Gizhinsk, y fueron transmitidos probablemente al mismo tiempo que se estaba llevando a cabo la operación. No mencionan tampoco explícitamente a Midwich, pero su tono demuestra que se trata de una advertencia muy seria. Tras una descripción que se aplica perfectamente a los Niños, habla de ellos como de grupos que representan no solamente un peligro para la nación donde se hallan ubicados, sino también un peligro muy grave para la especie. Esos informes concluyen con una llamada urgiendo a todos los gobiernos para que «neutralicen» a todos los grupos en el tiempo más breve posible... y esto en un tono casi de pánico. Repiten insistentemente, en un tono implorante, que esas medidas deben ser tomadas inmediatamente, no tan sólo en interés de las naciones o los bloques ideológicos, sino también porque los Niños representan una amenaza para todo el género humano.
Zellaby permaneció unos instantes siguiendo con el dedo los dibujos del mantel antes de levantar la cabeza y decir:
— ¿Y cuál ha sido la reacción de los Servicios de Inteligencia? Preguntarse cuál era esta vez la sucia maniobra de los rusos, supongo. — Siguió trazando arabescos en el mantel.
— La mayor parte de nosotros sí — admitió Bernard —. Algunos, no.
Zellaby levantó de nuevo la cabeza.
— Realizaron sus maniobras en Gizhinsk la semana pasada, dice usted. ¿Qué día?
—El martes 2 de julio — dijo Bernard.Zellaby agitó varias veces la cabeza, suavemente.
— Interesante — dijo —. Pero me pregunto cómo han sabido los nuestros...
Tras la comida, Bernard manifestó su intención de volver a la Granja.
— No he tenido ocasión de hablar con Torrance mientras Sir John estaba allá, y tras lo ocurrido ambos necesitábamos un poco de aire fresco.
— Supongo que no puede usted darnos una idea de lo que piensan hacer con respecto a los Niños — dijo. Bernard agitó la cabeza.
— Si tuviera alguna idea — dijo —, tengo la impresión de que debería ser considerada como secreto oficial. Pero estoy en blanco. Voy a ver si Torrance puede hacer algunas sugerencias a partir de lo que conoce de ellos. Espero regresar en una o dos horas añadió al irse.
Al salir de Kyle Manos se dirigió instintivamente hacia su coche, pero en el momento de ir a abrir la portezuela cambió de opinión. Un pequeño paseo, pensó, le haría bien, de modo que descendió por el camino con un paso alegre.
Justo en el momento en que franqueaba la verja, una mujer pequeña, con un vestido de lana azul, le miró, vaciló, luego avanzó hacia él. Enrojeció ligeramente, pero se acercó con paso decidido. Bernard la saludó con una inclinación de cabeza.
— Usted no me conoce. Soy la señorita Lamb. Pero todos nosotros sí sabemos quién es usted, coronel Westcott.
Bernard tomó conocimiento de aquella introducción con un ligero asentimiento, preguntándose qué era lo que sabían «todos nosotros» (probablemente todos Los habitantes de Midwich) con respecto a él, y desde cuánto tiempo estaban al corriente. Preguntó en qué podía serle útil.
—Es con respecto a los Niños, coronel. ¿Qué va a pasar con ellos?
Le respondió, con toda sinceridad, que aún no había sido tomada ninguna decisión al respecto. Ella le escuchó con los ojos fijos en él, juntando sus enguantadas manos.
— Espero que no se tomen medidas draconianas — dijo —. Oh, sé que ayer por la noche fue algo horrible, pero no fue culpa de ellos. No pueden comprender aún. Son tan jóvenes, ¿sabe? Me doy cuenta de que parecen tener dos veces su edad, pero aunque así fuera eso no es tampoco ser tan mayor. No tenían intención de hacer tanto daño. Sentían miedo. ¿Acaso cualquiera de nosotros no hubiera sentido también miedo viendo acercarse una multitud de incendiarios? Claro que sí. Tenemos derecho a defendernos, y nadie puede reprochárnoslo. Le juro que si los demás del pueblo vinieran a mi casa de este modo, la defendería con todo lo que cayera a mis manos, quizá incluso con un hacha.
Bernard no estaba muy seguro de ello La imagen de aquella buena mujer precipitándose a golpes de hacha contra una multitud no era fácil de imaginarla.
— Su respuesta fue más bien desproporcionada — le recordó educadamente.
— Lo sé, pero cuando uno es joven y tiene miedo, se ve inclinado a usar una mayor cantidad de violencia de la que querría. Recuerdo que cuando yo era niña, algunas injusticias encendían mi sangre. Si hubiera tenido los medios y la fuerza de hacer lo que quería, hubiera sido terrible, realmente terrible, se lo aseguro.
— Desgraciadamente — hizo notar él —, los niños poseen esos medios y esa fuerza, y debe convenir usted conmigo que no podemos permitirles el utilizarla.
— No — dijo ella —. Pero no la utilizarán cuando tengan la edad suficiente para comprender. Estoy segura de que las cosas cambiarán. La gente dice que hay que echarlos. Pero ustedes no lo harán, ¿verdad? Son tan jóvenes. Sé que son muy independientes, pero pese a todo nos necesitan. No son malos. Lo único que ocurre es que han pasado mucho miedo. No era así antes. Si pudieran quedarse aquí, les enseñaríamos la ternura y la bondad, les mostraríamos que en el fondo nadie les quiere mal...
Levantó la cabeza hacia él, las manos juntas, suplicantes, los ojos implorantes, al borde de las lágrimas.
Bernard le devolvió inquieto aquella mirada, maravillándose ante aquella devoción que permitía considerar como una travesura infantil la muerte de seis personas y un buen número de heridas graves. Podía casi ver en el pensamiento de su interlocutora la frágil silueta adorada de dorados ojos que llenaba su mente. Siempre encontraría alguna excusa, no dejaría jamás de adorarlos, no comprendería jamás... No había habido más que un solo maravilloso milagro en toda su vida... Sintió pena por la señorita Lamb.
Tan sólo pudo explicarle que no era de su competencia tomar decisiones, y asegurarle, aunque procurando evitar darle falsas esperanzas, que mencionaría en su informe todo lo que ella acababa de decirle. Luego, despidiéndose de ella con toda la gentileza que le fue posible, siguió su camino, sintiendo fija en su espalda una mirada llena de inquietud y de reproches El pueblo, cuando lo atravesó, tenía un aspecto triste y desierto. Debía haber, pensó, un profundo resentimiento contra el bloqueo, pero las pocas personas que encontró, a excepción de algunas parejas charlando, tenían toda la apariencia de dedicarse normalmente a sus asuntos habituales. El único policía que hacía su ronda por el Parque se aburría a todas luces mortalmente. La lección número uno que les habían infligido los Niños, es decir, que era peligroso formar grupos, había tenido sus consecuencias. Era una medida dictatorial eficaz... no era sorprendente que los rusos hubieran limpiado Gizhinsk.
En la carretera de Hickham, a veinte metros del pueblo, tropezó con dos Niños. Estaban sentados en un banco al lado de la carretera, con los ojos fijos hacia arriba y al oeste con una tal atención que ni siquiera se dieron cuenta de su aproximación.
Bernard se detuvo y giró la cabeza en dirección a su mirada, captando al mismo tiempo un ruido de motores a reacción. El avión era fácilmente visible, una forma plateada contra el azul cielo de verano, volando a mil metros. En el momento en que lo vio, varios puntos negros aparecieron bajo el avión. Varios paracaídas blancos se abrieron casi inmediatamente, y comenzaron a descender con lentitud. El aparato siguió volando en línea recta.
Dirigió una nueva mirada a los Niños, a tiempo para verles intercambiar una sonrisa de visible satisfacción. Miró de nuevo al aparato, que proseguía tranquilamente su rumbo, y tras él las cinco manchas blancas que descendían suavemente. No era experto en aviación, pero estaba casi seguro que aquel avión era un Carey, un bombardero ligero de gran radio de acción... que normalmente llevaba una tripulación de cinco hombres. Miró pensativamente a los dos Niños y, en aquel mismo momento, ellos se dieron cuenta de su presencia. Los tres se examinaron mutuamente mientras el bombardero pasaba rugiendo justo sobre sus cabezas.
— Esta máquina — dijo Bernard — vale mucho dinero. Alguien se sentirá seguramente muy contrariado por su pérdida.
— Es una advertencia. Pero probablemente van a perder muchas más antes de empezar a creer — dijo el chico.
— Es posible. Sois realmente muy fuertes. — Se detuvo, examinándolos aún —. No queréis que ningún avión vuele sobre vosotros, ¿no es eso?
—Sí — admitió el chico.Bernard asintió.
— Os comprendo. Pero decidme: ¿por qué vuestras advertencias son siempre tan severas, por qué lo hacéis todo más duro de lo necesario? ¿No hubierais podido simplemente desviarlo?
—También hubiéramos podido hacerlo estrellarse contra el suelo — dijo la chica.
— Os creo. Debemos daros las gracias, lo admito. Pero hubiera sido tan eficaz el desviarlo tan sólo, ¿no creéis? No veo la necesidad de medidas implacables.
— Es más impresionante. Tendríamos que desviar muchos aviones antes de que ellos se dieran cuenta de que nosotros somos la causa. Pero si pierden un avión cada vez que vienen por aquí, se darán cuenta en seguida — dijo el chico.
— Ya veo. Supongo que ayer por la noche actuasteis bajo el mismo razonamiento. Si simplemente hubierais enviado a la gente de vuelta a sus casas, la advertencia no hubiera sido suficiente — sugirió Bernard.
— ¿Crees realmente que hubiera sido suficiente? — preguntó el chico.
— Me parece que hubiera dependido de la forma en que lo hubierais hecho. Lo cierto es que no era necesario hacerles luchar entre ellos y matarse mutuamente. Con ello quiero decir, situando el problema a un plano práctico: ¿no es políticamente una mala táctica el realizar las cosas de modo que engendren la cólera y el odio?
—Y también el miedo — hizo notar el chico.
— ¡Ah! ¿Ese es entonces vuestro objetivo? ¿Provocar el terror? ¿Por qué? — preguntó Bernard.
— Tan sólo para que nos dejéis tranquilos — dijo el chico —. Es un medio, no es un fin. Los dorados ojos miraban a Bernard con una mirada sostenida y grave —. Tarde o temprano, intentaréis matarnos. Sea cual sea nuestra actitud, querréis eliminarnos. Nuestra posición no puede afianzarse más que tomando nosotros la iniciativa.
El chico hablaba calmadamente, pero sin embargo sus palabras trastornaron la actitud que se había compuesto Bernard. Por el espacio de un destello se dio cuenta de que estaba oyendo a un adulto, aunque viera tan sólo un adolescente de dieciséis años y supiera que no era más que un niño de nueve años el que estaba hablando.
— En un momento dado — diría más tarde —, esta contestación me aterró. Nunca en mi vida he estado más cerca del pánico. Esa combinación niño — adulto me pareció como cargada de una significación que desmoronaba todas las bases sobre las que se asienta el orden de las cosas... Ya sé que ahora no significa nada, pero en aquel momento fue para mí un golpe, una revelación, y juro que me sentí aterrado... Les vi de pronto como en una doble imagen: individualmente, aún como niños; colectivamente, ya adultos... ¡cuyo lenguaje estaba a mi propio nivel!
Bernard necesitó algunos segundos para recuperarse. Al hacerlo, recordó la escena con el jefe de policía, que también había sido alarmante, pero de una forma mucho más concreta. Miró al chico más atentamente.
—¿Tú eres Eric? — preguntó.
— No — dijo el chico —. A veces soy Joseph. Pero ahora soy todos nosotros. No temas nada, queremos hablarte.
Bernard había recuperado el control sobre sí mismo. Deliberadamente, se sentó al lado de ellos en el banco, y se esforzó en adoptar una actitud normal.
— El deseo de mataros me parece que es una conclusión algo apresurada — dijo —. Evidentemente, si continuáis haciendo lo que habéis hecho últimamente, vamos a odiaros, y nos vengaremos; o quizá deba decir que nos veremos obligados a defendernos contra vosotros. Pero si no hacéis nada de eso, bueno, podemos encontrar un medio de convivencia. ¿Acaso sentís odio hacia nosotros? Si no es así, por supuesto podemos intentar elaborar un modus vivendi...
Miró al chico, esperando aún débilmente que quizá tuviera una mayor oportunidad de hacerse entender si hablaba de un modo más accesible a un niño. El chico disipó finalmente toda ilusión al respecto. Agitó la cabeza y dijo:
— Planteáis las cosas desde un plano equivocado. No es cuestión de odio o de entendimiento... Eso no cambiaría nada. No es tampoco algo que pueda arreglarse por medio de la discusión. Es una obligación biológica. Vosotros no podéis permitiros el no matarnos ya que, si no lo hacéis, ese será el fin del género humano... — Se detuvo unos instantes para dar un mayor énfasis a lo que acababa de decir y añadió —: Hay una obligación política, pero ésta pide una solución más inmediata a un nivel más consciente. Algunos de vuestros políticos que saben de nuestra existencia deben estarse preguntando si una solución parecida a la de Rusia no podría ser aplicada aquí.
—Entonces, ¿estáis al corriente de aquello?
— Sí, por supuesto. Mientras los Niños de Gizhinsk permanecieron con vida no sentimos la necesidad de protegernos, pero cuando ellos murieron se produjeron dos cosas: la primera, que el equilibrio se había roto, y la segunda, que nos dimos cuenta de que los rusos no hubieran roto este equilibrio a menos que estuvieran seguros de que una colonia de Niños era mucho más una desventaja que una ventaja.
— Tampoco hay que olvidar las obligaciones biológicas. Los rusos se sometieron a ellas a partir de motivos políticos, como sin duda haréis también vosotros. Los esquimales lo hicieron por instinto primitivo. Pero el resultado es el mismo.
»De todos modos, a vosotros os será más difícil. Para los rusos, una vez hubieron decidido que los Niños de Gizhinsk no iban a ser lo útiles que habían esperado, el modo de resolver el problema no mereció más comentarios. En Rusia, el individuo existe para servir al Estado; si pone su interés por encima del Estado, es un traidor, y es un deber para la comunidad protegerse de los traidores, sean individuos o grupos. En ese caso, el deber biológico y el deber político coincidieron. Y si era inevitable que perecieran un cierto número de inocentes mezclados en el asunto, bien, no se podía hacer nada al respecto; por otro lado, era su deber morir, si eso se revelaba necesario, para servir al Estado.
»Pero para vosotros la conclusión es menos clara. No tan sólo vuestro instinto de conservación se halla mucho más hundido en las convenciones, sino que tenéis también el inconveniente de pensar que el Estado existe para servir a los individuos que lo componen. En consecuencia, vuestra conciencia se verá turbada por lo que vosotros creéis que son nuestros «derechos».
»Ahora hemos superado el momento de mayor peligro. Este momento se sitúa inmediatamente después de que vosotros supisteis de la acción rusa contra los Niños de allá. Un hombre decidido hubiera podido arreglar inmediatamente un «accidente» aquí. A vosotros os convenía mantenernos escondidos aquí, y a nosotros también nos convenía; en consecuencia, se hubiera podido arreglar las cosas sin demasiados problemas. Por el contrario, ahora es mucho menos fácil. Las gentes que se hallan en el hospital de Trayne ya han hablado de nosotros; de hecho, desde ayer por la noche, muchos rumores han debido correr un poco por todos lados. La ocasión de provocar un «accidente» cualquiera de un modo convincente ha pasado. Entonces, ¿qué vais a hacer para liquidarnos?
Bernard agitó la cabeza.
— Veamos — dijo —. ¿Y si consideráramos el asunto desde un punto de vista más civilizado? Después de todo, este país es civilizado y, además, su habilidad para encontrar soluciones de compromiso es ampliamente reconocida. No me siento convencido por vuestra forma categórica de afirmar que no hay arreglo posible. La historia nos muestra que siempre hemos sido mucho más tolerantes con las minorías que la mayor parte de países.
Esta vez fue la chica la que respondió.
— La civilización no tiene nada que ver con esto — dijo —. Por el contrario, es un asunto muy primitivo. Si existimos, os dominaremos: eso es claro e inevitable. ¡Estaréis de acuerdo en ser suplantados y seguir mansamente un camino de extinción sin oponer una viva resistencia? No creo que seáis tan decadentes como para eso. Además, políticamente, la cuestión es: acaso algún Estado, sea el que sea, puede permitirse el lujo de dar asilo a una minoría cuya potencia crece de día en día, una minoría que este Estado no podrá en ningún momento controlar? Es evidente que la respuesta será siempre no.
»¡Qué vais, pues, a hacer? Muy probablemente no vamos a tener que temer nada mientras estéis discutiendo. Los más primitivos de vosotros, vuestras masas. se dejarán guiar por sus instintos (vimos un ejemplo de ello la pasada noche) y querrán perseguirnos, destruirnos. Vuestros liberales, vuestros responsables, vuestros religiosos, se sentirán muy turbados en su actitud moral. Tendréis opuestos a cualquier medida definitiva a todos vuestros verdaderos idealistas, y también a vuestros pretendidos idealistas, todas esas gentes. bastante numerosas, que se agarran a un ideal como si compraran una prima de seguro al Más Allá, y no se preocupan por provocar la esclavitud y decadencia de sus descendientes mientras ellos puedan llenar sus diarios íntimos de generosos pensamientos que les abran las puertas del cielo.
»Y también habrá vuestro gobierno de derechas, que estudiará pese a sus convicciones tomar medidas radicales contra nosotros, y vuestros políticos de izquierdas que verán en ello una magnífica ocasión para su partido de derrocar al gobierno. Defenderán nuestros derechos en tanto que minoría amenazada, una minoría de niños además. Sus líderes se erigirán en vigorosos y desinteresados defensores de nuestros sagrados derechos. Reclamarán, sin recurrir a un referéndum, la justicia, piedad y comprensión del pueblo. Luego, algunos de ellos comprenderán que se trata de un problema realmente serio y que, si provocan unas elecciones, habrá probablemente una escisión entre los promotores de la política oficial y el Gran Corazón del partido, y los jefes de fila de los que sentirán aprensión hacia nosotros y a quienes llamarán los Pies Fríos, y así no serán apreciadas ni la virtud ni la comprensión.
— No parecéis tener una idea muy elevada de nuestras instituciones — interrumpió
Bernard. La chica se encogió de hombros.
— En tanto que especie dominante bien afianzada, rodéis. Permitiros el perder contacto con la realidad y divertiros con abstracciones — dijo. Luego prosiguió —: Mientras toda esa gente dispute entre sí, se hará evidente a muchos de ellos que el problema de una negociación con una especie más avanzada no será fácil, y que cuanto más se temporice menos lo será. Puede que se produzcan algunas tentativas a nivel práctico. Pero va mostramos ayer por la noche lo que ocurrirá si se envían soldados contra nosotros. Si enviáis aviones. se estrellarán. Entonces pensaréis en la artillería, como los rusos, o en los proyectiles teledirigidos, cuyos instrumentos electrónicos escapan a nuestro control. Pero si utilizáis esos medios no os será posible matarnos solamente a nosotros, tendréis que matar también a todos los demás habitantes del pueblo. Eso os hará vacilar largamente antes de tomar una tal decisión, si finalmente la tomáis, ¿qué gobierno podrá sobrevivir a una tal matanza de inocentes, sean cuales sean las ventajas que extraiga de ella? No solamente del partido que haya sancionado tal acto será definitivamente borrado de la vida pública, sino que, aunque consiguieran eliminar el peligro, los líderes del partido podrían ser tranquilamente linchados como símbolo de reparación y de expiación.
Se detuvo, y fue ahora el chico quien prosiguió:
— Los detalles pueden variar, pero algo así ocurrirá inevitablemente cuando se comprenda toda la significación del peligro que representa nuestra existencia. Podréis incluso atravesar una curiosa crisis, en la que los dos partidos lucharán por no hallarse en el poder, por no tener que enfrentar la responsabilidad de la acción a emprender contra nosotros. — Hizo una pausa, mirando pensativamente a través de los campos, y luego añadió —: Esta es la situación. Ni vuestros deseos ni los nuestros cuentan en esta ocasión, digamos más bien que ambos nos hallamos dominados por la misma esperanza: sobrevivir. Todos somos juguetes de la misma fuerza vital. Ella os ha hecho numéricamente más fuertes, pero mentalmente no desarrollados; ella nos ha hecho mentalmente fuertes, pero físicamente débiles. Y ahora nos ha levantado los unos contra los otros para buscar una salida. Sin duda un deporte extremadamente cruel, pero muy, muy antiguo. La crueldad es tan vieja como la vida. Ha habido algunos paliativos: el humor y la compasión son las más importantes invenciones humanas, pero aún no están definitivamente establecidas, pese a lo que prometen. — Se detuvo de nuevo, y sonrió —. Todo esto es Zellaby al estado puro. Nuestro primer maestro. — Luego prosiguió —: Pero la fuerza vital es mucho más potente que esas invenciones, y no podemos negarle sus sangrientas diversiones. De todos modos, creemos posible al menos retrasar la fase más cruenta del combate. Es de eso precisamente de lo que queremos hablar...
— Esto — dijo Zellaby con tono de reproche a una niña de ojos dorados sentada en la rama de un árbol al borde del camino — es limitar de una forma muy importuna mis movimientos. Sabes muy bien que cada día doy un pequeño paseo, y que luego vuelvo a tomar el té. La tiranía se convierte fácilmente en un mal hábito. Además, tenéis a mi mujer como rehén.
CAPÍTULO XX
ULTIMÁTUM
La Niña pareció estudiar el asunto mientras chupaba un caramelo, y luego dijo:
—De acuerdo, señor Zellaby.
Zellaby avanzó un pie. Esta vez pasó sin dificultad a través de la invisible barrera contra la que había chocado antes.
— Gracias, querida — dijo, haciendo una educada inclinación de cabeza —. Ven, Gayford.
Penetramos en el bosque, dejando a la guardiana del camino balanceando negligentemente sus piernas y chupando su caramelo.
— Un aspecto muy interesante de la cuestión es la delimitación entre lo individual y lo colectivo — observó Zellaby —. He hecho algunos progresos al respecto. La apreciación del Niño chupando un caramelo es indudablemente individual, y no podría ser de otro modo; pero su permiso para dejarnos pasar era colectivo, al igual que la influencia que nos lo impedía. Y, puesto que la mente es colectiva, ¿qué decir de las sensaciones que recibe? ¿Acaso los otros niños están disfrutando del caramelo de esa pequeña por delegación? Aparentemente no, y sin embargo deben tener conciencia de ello, incluso quizá de su sabor. Un problema similar se plantea cuando les muestro mis films y les doy conferencias. En teoría, si mi auditorio no se compusiera más que de dos representantes, todos los demás deberían compartir la experiencia, eso es algo sabido. Pero en la práctica, cuando voy a la Granja siempre me encuentro con la sala llena. Por lo que comprendo, cuando les muestro un film, todos ellos podrían aprovechar la experiencia enviando un solo representante de cada sexo, pero es preciso creer que hay algo que se pierde en la transmisión de la sensación visual, puesto que prefieren con mucho mirar el film con sus propios ojos. Es difícil hacerles decir lo que piensan de ello, pero parece que la experiencia individual de una imagen les es más agradable, como es de suponer lo es también la experiencia individual de un caramelo. Es una reflexión que trae consigo toda una secuela de preguntas.
— Lo creo — acepté —, pero son cuestiones puramente académicas. En lo que me concierne, el problema básico de su presencia aquí me preocupa ya lo suficiente.
— Oh — dijo Zellaby —. No creo que este problema tenga nada de nuevo. Es el mismo que ha planteado el hecho de nuestra propia existencia.
— Yo no lo veo así. Nosotros surgimos de este suelo, pero, ¿de dónde han venido esos Niños?
— ¿No crees que estás tomando una hipótesis como un hecho establecido? Hemos supuesto que hemos surgido de este suelo; y para apoyar esta hipótesis hemos supuesto que existió una criatura que fue nuestro propio antepasado y el de los monos: lo que nuestros abuelos tenían la costumbre de denominar «el eslabón perdido». Pero nunca han existido pruebas concluyentes, ni siquiera satisfactorias, de la existencia de una tal criatura. En cuanto al único eslabón perdido, diablos, toda esta hipótesis está llena de eslabones perdidos, si me permites la comparación. ¿Puedes concebir que todas nuestras distintas razas provienen de esta única criatura? Yo no lo creo en absoluto, aunque me esfuerce en comprenderlo. Tampoco veo cómo, en un estadio más avanzado, una criatura tomada hubiera podido hacer la segregación de las distintas tendencias que dieron nacimiento a nuestras razas, cuyas características son tan definidas como fijas. Se podría comprender el fenómeno si se produjera en islas, pero no en grandes extensiones de tierra. A primera vista el clima puede tener un cierto efecto, hasta que uno se da cuenta de que las características mongólicas son comunes a indígenas del polo y del ecuador. Piensa también en el enorme número de tipos intermediarios que hubiera tenido que haber, y luego en el número de las pocas pobres reliquias que hemos podido encontrar. Piensa en el número de generaciones que tendríamos que remontar para hallar el origen de los negros, de los blancos, de los cobrizos y de los amarillos, y observa que allá donde deberíamos encontrar innumerables huellas de ese desarrollo de millones de antepasados en plena evolución no hallamos prácticamente más que un gran vacío. Date cuenta que sabemos mucho más de la era de los reptiles que de la era del hombre, cuyo origen es supuestamente terrestre. Hace ya mucho tiempo que poseemos un árbol genealógico completo de la evolución del caballo. Si hubiéramos podido hacer lo mismo con el hombre, ahora ya lo tendríamos hecho. Pero ¿qué tenemos en su lugar? Algunos raros, excesivamente raros, especimenes aislados. Nadie sabe cuándo y dónde hay que situarlos en la escala evolutiva porque simplemente no hay ninguna escala, no hay más que una hipótesis de escala. Esos especimenes se hallan tan alejados de nosotros como nosotros lo estamos de los Niños...
Durante casi media hora escuché una densa digresión sobre la insatisfactoria y errática filogenia del género humano, un discurso que Zellaby concluyó pidiendo perdón por la brevedad con la que había tratado un tema que no podía en absoluto haber quedado agotado con algunas frases como él había intentando hacer.
— Sin embargo — añadió —, habrás observado que esta hipótesis convencional tiene más lagunas que sustancia...
—Pero si tú invalidas esta hipótesis, ¿qué nos queda? — pregunté.
— No lo sé — confesó Zellaby —. Pero me niego a admitir una mala teoría bajo el pretexto de que no hay ninguna otra que sea mejor y, de la propia falta de unas pruebas que deberían ser abundantes, extraigo una argumentación para la teoría contraria, sea cual sea. En definitiva, considero que la venida de esos Niños es apenas más sorprendente, objetivamente, que la de las distintas otras razas humanas que aparentemente han accedido a la vida completamente formadas, o al menos sin filiación ancestral claramente definida.
Una conclusión tan incierta me parecía indigna de Zellaby. Sugerí que tal vez tuviera alguna teoría propia suya. Zellaby agitó la cabeza.
— No — confesó modestamente. Y luego añadió —: Es evidente que tenemos que conjeturar. Esas conjeturas no son desgraciadamente todas ellas válidas, y algunas veces nos perdemos. Por ejemplo, es inquietante para un buen racionalista como yo interrogarse sobre la posibilidad de la existencia de alguna Potencia Exterior dedicada a arreglar las cosas aquí abajo. Cuando paseo mi mirada a mi alrededor por el mundo, me parece ver de tanto en tanto una especie de campo de maniobras más bien desordenado. El tipo de terreno donde uno dejaría de tanto en tanto un nuevo modelo, para ver cómo se comporta entre todo el tumulto. Sería fascinante para un inventor ver a sus criaturas puestas a prueba, ¿no crees? Descubrir si ha producido esta vez un buen gato o un ratón cualquiera, y observar también los progresos realizados por sus primeros modelos y ver cuáles se han mostrado realmente hábiles en convertir en un infierno la vida de los demás... ¿No lo ves así? ¡Oh, ya te he dicho que nos perderíamos en nuestras conjeturas!
— De hombre a hombre, Zellaby, te diré que no solamente eres un charlatán, sino que también acostumbras a decir un montón de desvaríos a los que sabes dar una apariencia de sensatez. No me sorprende que siembres la confusión entre tus auditorios.
Zellaby adoptó una actitud ofendida.
— Mi querido amigo, mis palabras están siempre llenas de buen sentido. En sociedad es precisamente mi mayor defecto. Hay que hacer una distinción entre el continente y el contenido. ¿Prefieres acaso oírme hablar con el dogmatismo espeso y monótono que nuestros hermanos de mentes más simples creen, como pobres gentes que son, que es la huella de la sinceridad? Y, aunque fuera este el caso, deberías examinar atentamente el contenido.
— Lo que quiero saber — dije firmemente — es si, habiendo descartado la hipótesis de la evolución humana, tienes alguna otra hipótesis seria que proponer.
— ¿Acaso no te gusta mi idea del Inventor? Por otro lado, a mí tampoco. Pero al menos tiene el mérito de ser menos improbable y mucho más accesible que la mayor parte de las soluciones religiosas. Y cuando hablo de un «Inventor» no quiero decir necesariamente un individuo. Lo más probable es que se trate de un equipo. Me parece que si un equipo de nuestros propios biólogos y cibernéticos tomaran una isla alejada como campo de experiencias, se sentirían muy interesados y aprenderían mucho observando a sus especimenes en conflicto ecológico. Y, después de todo, ¿qué es un planeta sino una isla en el espacio? Pero ya te he dicho que una conjetura no era equivalente a una teoría.
Nuestro paseo nos había llevado a la carretera de Oppley. Al acercarnos al pueblo, una silueta, sumergida en sus pensamientos, salió del camino de Hickham y giró en dirección al pueblo, ante nosotros. Zellaby lo llamó. Bernard salió de su ensimismamiento. Se detuvo y esperó a que lo alcanzáramos.
—No tiene usted aspecto de haber tenido éxito con el doctor Torrance — dijo Zellaby.
— Ni siquiera he podido ir a ver al doctor Torrance — respondió Bernard —. Y ahora ya no hay razón para molestarle. Acabo de tener una conversación con dos de sus Niños.
— No con dos Niños — protestó suavemente Zellaby —. Se habla a un chico compuesto, a una chica compuesta, o a ambos a la vez.
— De acuerdo, acepto la rectificación. Acabo de tener una conversación con todos los Niños, o al menos eso es lo que creo, ya que me ha parecido percibir lo que podríamos llamar un muy fuerte sabor zellabiano en el estilo de la conversación del chico y de la chica.
Zellaby pareció enormemente divertido.
— Considerando que somos respectivamente lobos y corderos, nuestras relaciones han sido generalmente buenas. Es reconfortante constatar que al menos se ha conseguido una cierta influencia educativa — hizo notar —. ¿Y cómo han ido las cosas?
— No creo que el término «ir» pueda aplicarse al presente caso — dijo Bernard —. He sido informado, instruido y reprendido. Y finalmente se me ha encargado de transmitir un ultimátum.
—¿Ah, sí? ¿Y a quién? — preguntó Zellaby.
— A decir verdad, aún no lo sé. Creo que a cualquiera que se halle en situación de proporcionarles un medio de transporte aéreo. Zellaby enarcó las cejas.
—¿Para dónde?
— No me lo han dicho. Para algún lugar donde puedan vivir sin ser molestados, imagino. Nos resumió brevemente los argumentos de los niños:
— Y esto es, en definitiva, de lo que se trata — concluyó —. A su modo de ver, su existencia aquí constituye un desafío a las autoridades, un desafío que no se puede ocultar más tiempo. No pueden ser ignorados, pero no importa qué gobierno que intentara neutralizarlos se atraería un montón de problemas si no lo consiguiera, y no muchos menos si lo consiguiera. Ni siquiera los propios Niños sienten deseos de atacar o de verse obligados a defenderse.
— Naturalmente — murmuró Zellaby —. Su primera preocupación es sobrevivir para, inmediatamente, poder dominar.
— En consecuencia, es del interés de ambas partes que se les proporcionen los medios para alejarse de aquí.
— Lo cual significaría que los Niños han ganado un punto — comentó Zellaby, y quedó pensativo.
— Me parece arriesgado desde su punto de vista — insinuó —. Es decir: todos juntos en un avión...
— No te preocupes por ellos. Han previsto un montón de detalles. Necesitarán varios aviones. Y habrá que poner a su disposición gente para verificar los aparatos, y registrarlo todo para ver si no hay alguna bomba de relojería o algo parecido. Hay que proporcionarles paracaídas, de los que harán verificar algunos. Hay un montón de disposiciones así. Han mostrado más capacidad para comprender el significado de los acontecimientos de Gizhinsk que nosotros mismos. No creo que se dejen engañar fácilmente.
— Hum — dije —. Debo confesar que no te envidio por haberte sido encargada tan curiosa misión. ¿Cuál es el otro aspecto de la alternativa? Bernard agitó la cabeza.
— No existe. Quizá «ultimátum» no sea la palabra exacta. Tal vez sea más bien una orden. Les he dicho a los Niños que veía pocas esperanzas de convencer a mis superiores de que la cosa iba en serio. Me han dicho que preferían primero ensayar de este modo, y que sería mucho más fácil si las cosas se podían arreglar así. Si no consigo nada, y estoy casi seguro de que no lo voy a conseguir yo solo, proponen que entonces me haga acompañar por dos de ellos en mi segundo intento.
»Después de haber visto lo que su «compulsión» podía hacerle al jefe de policía, las cosas no se presentan muy bien. No veo por qué no pueden ir haciendo presión, de un nivel a otro, hasta alcanzar las más altas esferas.¿Quién puede impedírselo?
—Podíamos haber esperado algo así desde hace tiempo — dijo Zellaby, saliendo de susreflexiones —. Es algo tan inevitable como el cambio de las estaciones Pero no lo esperaba tan pronto; creo de todos modos que no se hubiera producido hasta dentro de algunos años, si los rusos no hubieran precipitado las cosas. Creo adivinar que ha ocurrido mucho antes de lo que los propios Niños hubieran deseado. Saben que aún no están preparados. Es por eso por lo que quieren alejarse a alguna parte donde puedan esperar a completar su desarrollo sin ser molestados.
»Nos hallamos enfrentados a un dilema moral muy embarazoso. Por un lado, es nuestro deber hacia nuestra raza y nuestra cultura liquidar a esos Niños ya que está claro que si no lo hacemos seremos completamente dominados por ellos, si no peor, y su cultura, sea cual sea, eclipsará la nuestra.
»Por otro lado, es precisamente nuestra cultura la que crea nuestros escrúpulos ante la exterminación despiadada de minorías no armadas, sin hablar de los obstáculos prácticos de una tal situación.
»Y además, el hecho de permitir a los Niños desplazar el problema que comportan a un territorio de gentes aún peor equipadas que nosotros para que instalen allí su cuartel general es una fórmula evasiva de temporización que demuestra una falta absoluta de valor moral.
»Uno empieza a añorar los buenos viejos marcianos de Wells. Al menos no nos hallaríamos ante una de esas complejas situaciones en las que ninguna solución es defendible moralmente.
Bernard y yo habíamos escuchado en silencio. Me creí en la obligación de decir:
— Todo esto me parece precisamente el tipo de brillante conclusión que ha echado a todos los filósofos de todos los tiempos en garras de las situaciones imposibles.
— En absoluto — protestó Zellaby —. En un tal callejón sin salida, donde toda acción es inmoral, queda aún la posibilidad de actuar para el bien del mayor número. Ergo, hay que eliminar a los Niños al menor costo posible, y en el tiempo más breve posible. Me cuesta llegar hasta aquí. A lo largo de nueve años, he terminado por sentir afecto hacia ellos. Y, diga lo que diga mi mujer, creo haber llegado con ellos lo más cerca posible de la amistad.
Se detuvo de nuevo durante un largo intervalo de tiempo y luego dijo, agitando la cabeza:
— Eso es lo que hay que hacer. Pero, por supuesto, nuestras autoridades no se atreverán a hacerlo... y les estoy reconocido por ello, ya que no veo el medio que prácticamente pudieran emplear sin causar al mismo tiempo la pérdida de todos los que vivimos en el pueblo. — Se detuvo y contempló a Midwich a su alrededor, un pueblo tranquilo bañado por el sol —. Yo ya soy viejo y, de todos modos, no me queda mucho por vivir, pero tengo una mujer joven y un hijo pequeño, y me gustaría poder pensar que todo esto permanecerá el mayor tiempo posible. No, las autoridades se equivocarán, no existe la menor duda, pero si los Niños quieren partir se les darán los medios para hacerlo. El humanitarismo triunfa por encima de la necesidad biológica. ¿Cómo llamarle a eso? ¿Probidad? ¿Decadencia? Pero así nuestros días de preocupación se verán retrasados...¿por cuánto tiempo? Confieso que no lo sé...
De regreso a Kyle Manor, el té estaba listo, pero tras la primera taza Bernard se levantó y se despidió de los Zellaby.
— No conseguiré nada permaneciendo más tiempo aquí — dijo —. Cuanto más pronto presente las demandas de los Niños a mis incrédulos superiores, más pronto me desembarazaré de todo esto No tengo la menor duda de lo bien fundados que son sus argumentos a su escala, señor Zellaby, pero personalmente haré todo lo que pueda para alejar a esos Niños no importa dónde fuera de este país, y lo más rápidamente posible. He visto muchas cosas desagradables en mi vida, pero ninguna me ha parecido tan turbiamente amenazadora como la degradación de su jefe de policía. Por supuesto, le tendré al corriente.
Me miró.
— ¿Vienes conmigo, Richard?
Vacilé. Janet seguía en Escocia, y no volverán hasta dentro de algunos días. Nada me reclamaba en Londres, y consideraba que el problema de los Niños de Midwich era mucho más apasionante que todo lo que pudiera encontrar en la capital. Anthea pareció comprender mis pensamientos.
— Quédese si lo desea — dijo —. Estamos contentos de tener compañía esos días.
Comprendí que pensaba lo que decía, y acepté.
— De todos modos — añadí, dirigiéndome a Bernard —, ni siquiera sabemos si tu nuevo status de correo te permite un acompañante. Si intentara irme contigo, es muy posible que me detuvieran, puesto que me ha sido adjudicada la categoría de residente forzado.
— ¡Ah, sí, esa ridícula prohibición! — dijo Zellaby —. Debo hablarles seriamente al respecto. Es una medida de pánico absurda por su parte. Acompañamos a Bernard hasta la puerta, y lo vimos recorrer el sendero haciéndonos señas de adiós.
— Sí, los Niños han marcado un tanto, creo — dijo de nuevo Zellaby, mientras el coche se dirigía hacia la carretera —. Y la partida... ¿van a ganarla finalmente también? — permaneció unos instantes silencioso, luego se encogió imperceptiblemente de hombros y agitó la cabeza.
CAPÍTULO XXI
ZELLABY EL MACEDONIO
Querida — dijo Zellaby, mirando a su mujer sentada frente a él mientras desayunaban , si por casualidad fueras a Trayne esta mañana, ¿podrías traerme uno de esos tarros grandes de caramelos?
Anthea desvió su atención de la tostadora de pan para mirar a su marido.
— Querido — dijo, aunque la entonación de aquella palabras le confiriera un significado más bien dudoso —, en primer lugar, si recordaras lo que ocurrió ayer te darías cuenta de que no es posible ir a Trayne; en segundo lugar, no siento la menor inclinación a comprar caramelos para regalárselos a los Niños; en tercer lugar, si eso significa que tienes intención de ir a mostrarles tus films esta tarde a la Granja, debo advertirte que me opongo formalmente.
— En primer lugar — dijo Zellaby —, el sitio ha sido levantado. Ayer tarde les hice ver que era más bien estúpido y poco considerado. Sus rehenes no pueden emprender la huida sin llegar a un acuerdo, y entonces la noticia les llegará infaliblemente, aunque tan sólo sea, por la señorita Lamb y la señorita Ogle. Todo el mundo se preocupó inútilmente; la mitad del pueblo, incluso tan sólo la cuarta parte, constituye ya una salvaguardia suficiente para ellos. En segundo lugar, les advertí que pensaba anular mi conferencia de esta tarde sobre las islas Egeas si la mitad de ellos seguían jugando a los vagabundos por las carreteras y los caminos.
—¿Y se mostraron de acuerdo? — preguntó Anthea.
— Por supuesto. No son estúpidos, tú lo sabes. Son muy sensibles a los argumentos razonados.
—¿Tú crees? ¿Después de todo lo que nos han hecho?
— Te aseguro que lo son — protestó Zellaby —. Cuando se sienten irritados o sorprendidos hacen imbecilidades, pero ¿acaso nosotros no Las hacemos también? Y, puesto que son jóvenes, exageran, pero ¿acaso todos los jóvenes no hacen lo mismo? Además, se hallan inquietos y ansiosos, pero ¿no lo estaríamos también nosotros si una amenaza del tipo de Gizhinsk flotara sobre nuestras cabezas?
— Gordon — dijo su mujer —, no te comprendo. Los Niños son responsables de la pérdida de seis vidas. Mataron a seis personas que conocíamos, amigos nuestros, e hirieron a otras muchas, algunas gravemente. No importa en qué momento eso mismo puede ocurrirnos a nosotros. ¿Pretendes defenderles?
— Por supuesto que no, querida. Intento tan sólo explicar que ellos también pueden cometer errores, como nosotros. Un día tendrán que luchar contra nosotros por su vida; lo saben y, a causa de sus propios nervios, han cometido el error de creer que este momento había llegado ya.
— Entonces, ¿todo lo que tenemos que decir es: «Lamentamos que hayáis matado a seis personas por error, pero no os preocupéis, olvidémoslo»?
— ¿Es que tú propones alguna otra cosa? — preguntó Zellaby — ¿Prefieres la lucha abierta?
— No, por supuesto, pero si la ley no puede tocarles como tu dices, aunque no acabo de ver de qué serviría la ley si no pudiera admitir lo que todo el mundo sabe, si la ley es pues impotente, esto no quiere decir tampoco que no debamos preocuparnos por ello y pretender que no ha pasado nada. Hay tanto sanciones sociales como sanciones legales.
— Yo sería más prudente que esto, querida. Acaba de quedar demostrado que la sanción y la fuerza no tienen ningún efecto sobre ellos — dijo Zellaby en tono serio. Anthea le miró con expresión de sorpresa.
— Gordon, no te comprendo — repitió —. Pensamos del mismo modo con respecto a tantas cosas. Compartimos los mismos principios, pero parece como si te hubiera perdido. No podemos simplemente ignorar lo que ha ocurrido: sería tan culpable como si los responsables hubiéramos sido nosotros.
— Tú y yo, querida, no estamos usando ahora los mismos sistemas de medida. Tú juzgas según las leyes sociales, y ello te lleva a concluir en el crimen. Yo considero todo esto como una lucha elemental, y en consecuencia no hay ningún crimen, tan sólo un peligro oscuro y primitivo. — El tono con que pronunció aquellas últimas palabras era tan distinto del usado habitualmente por él que nos sorprendió enormemente, hasta el punto que lo miramos con la boca abierta. Por primera vez, vi a otro Zellaby distinto del que conocía, un Zellaby para quien la vida, con sus latentes ejemplos, daba a sus obras un significado mucho más profundo del que parecía tener a simple vista, otro Zellaby más joven que el conversador familiar y más agudo que el agradable forjador de frases. Luego volvió a su estilo habitual —: El cordero sabio no hace irritar al lobo, lo aplaca, gana tiempo, y espera a que ocurra algo. A los Niños les gustan los caramelos, y esperan que les traiga.
Sus ojos se engarzaron en los de Anthea durante algunos segundos. Vi la sorpresa y la irritación desaparecer del rostro de la mujer, para dejar su lugar a una expresión de confianza tan absoluta que me sentí azarado.
Zellaby se giró hacia mí.
Desgraciadamente, mi querido amigo, tengo trabajo aquí esta mañana. ¿Quizá te gustaría festejar ese levantamiento del sitio acompañando a Anthea a Trayne?
Cuando regresamos a Kyle Manor, poco antes del almuerzo, encontré a Zellaby en una tumbona del porche. No me vio inmediatamente, y mientras lo observaba, me sentí impresionado por los contrastes que podía apreciar en él. Durante el desayuno, había podido ver durante unos breves instantes a un hombre más joven y más fuerte; ahora tenía ante mí a un hombre viejo y cansado, más viejo de lo que nunca lo había visto. Así acusaba el paso de los años, sentado al viento que agitaba sus blancos cabellos plateados, con la mirada perdida a lo lejos.
Pero mis pies hicieron ruido en las losas del porche, e inmediatamente su aspecto cambió. Aquel aire de cansancio desapareció, su mirada brilló con una nueva luz, y el rostro que Zellaby giro hacia mí era el mismo que conocía desde hacía diez años.
Tomé una silla y me senté a su lado, poniendo a sus pies un gran tarro lleno de caramelos. Lo miró fijamente unos momentos.
—Bueno — dijo —, les encantan esas cosas. Al fin y al cabo son unos niños, con una nminúscula también.
— No quiero mezclarme en lo que no me importa — dije —, pero ¿crees realmente que es prudente que vayas esta tarde? Después de todo ya no podemos hacer marcha atrás. Las cosas han cambiado. Actualmente hay una enemistad declarada entre ellos y el pueblo, si no entre ellos y todos nosotros. Deben sospechar que se trama algo contra ellos. El ultimátum que dieron a Bernard no será aceptado en seguida, si acaso lo es alguna vez. Has dicho que estaban nerviosos; deben estarlo todavía, y en consecuencia serán peligrosos.
Zellaby agitó la cabeza.
— No para mí. Yo comencé a enseñarles cosas antes de que las autoridades se mezclaran en el asunto, y luego seguí instruyéndoles. Lo más importante es que ellos tienen confianza en mí...
Calló, y se retrepó en su tumbona, mientras miraba cómo los álamos se balanceaban al viento.
— La confianza... — comenzó, cuando apareció Anthea con la botella de aperitivo y los vasos, y se interrumpió para preguntarle qué se decía de nosotros en Trayne.
Durante el almuerzo habló menos que de costumbre, y luego desapareció en su despacho. Un poco más tarde le vi descender el camino para efectuar su habitual paseo de media tarde, pero como no me había invitado a acompañarle me tendí confortablemente en una tumbona del jardín. Estuvo de regreso para el té, y me aconsejó que comiera algunas pastas, ya que la cena habitual iba a ser reemplazada por una cena tardía como solían hacer cuando iba a dar una conferencia a los Niños.
Anthea, mientras bebíamos, deslizó, aunque sin demasiadas esperanzas:
— Querido, ¿no crees...? Es decir, han visto yatodos tus films. Sé que les has mostrado al menos dos veces el de las islas Egeas. ¿No podrías anular la conferencia por esta noche y pasarla a otro día, cuando tengas quizá algún nuevo film que mostrarles?
— Pero querida, es un buen film, y puede soportarse el haberlo visto dos o tres veces explicó Zellaby, un poco ofendido —. Además, mi conferencia no es cada vez la misma, siempre hay algo nuevo que decir acerca de las islas griegas.
A las seis y media, comenzamos a cargar su material en el coche. Parecía haber mucho. Un montón de cajas conteniendo proyectores, resistencias, amplificadores, altoparlantes, una caja llena de films, un magnetófono para no dejar escapar la menor de sus palabras, todo ello excesivamente pesado.
Cuando lo hubimos metido todo en el coche, y fijado en el techo el soporte del micrófono, uno hubiera dicho que se trataba más bien de un viaje de exploración que de una conferencia.
Zellaby no estuvo un momento quieto durante la operación, inspeccionando y contando todas las cajas, incluido el frasco de caramelos. Finalmente dio el visto bueno. Se giró hacia Anthea.
— Le he pedido a Gayford que me acompañe y me ayude a descargar — dijo —. No te preocupes por nada — la atrajo hacia sí y la besó.
—Gordon — comenzó ella —. Gordon...
Manteniéndola apretada contra él con su brazo izquierdo, acarició su rostro con la mano derecha, mirándola fijamente a los ojos. Agitó la cabeza con aire de afectuoso reproche.
—Pero Gordon, ahora les tengo miedo. ¿Y si...?
— No temas, querida, sé lo que estoy haciendo — dijo él. Luego se giró y subió al coche, y descendimos el camino. Anthea permaneció en los escalones de la entrada, viéndonos partir con mirada triste.
Sentía una cierta aprensión cuando nos detuvimos ante la verja de la Granja. Nada sin embargo justificaba a nuestro alrededor la inquietud. Era simplemente un edificio victoriano, grande y feo, incongruentemente flanqueado con nuevas alas, de aspecto industrial, que habían sido construidas para laboratorios en tiempos del señor Crimm. El césped ante la casa guardaba pocas huellas del sangriento tumulto que había tenido lugar allí hacía poco y, aunque algunos arbustos habían sufrido evidentemente por ello, era difícil creer que realmente hubiera tenido lugar.
Nuestra llegada no pasó desapercibida. Antes de que hubiera abierto la portezuela para salir del coche, la puerta de entrada se abrió bruscamente, y una buena docena de Niños bajaron saltando los peldaños a los gritos desordenados de: «¡Hola, señor Zellaby!». Habían abierto ya las portezuelas de atrás, y dos de los chicos estaban empezando a sacar el material para dárselo a los demás. Dos chicas subieron corriendo las escaleras con el micrófono y la pantalla portátil, mientras otra se precipitaba con un gritito de triunfo sobre el frasco de caramelos y corría tras ellas.
— Cuidado con eso — dijo Zellaby cuando llegaron a las cajas más pesadas —. Es material delicado. Tratadlo con cuidado.
Un chico le dirigió una sonrisa de complicidad y levantó una de las cajas negras con una exagerada precaución, para tendérsela a otro. En aquel momento ninguno de aquellos Niños tenía nada de extraño o misterioso, salvo que hacían pensar en una representación de music — hall a causa de su semejanza. Por primera vez desde mi regreso era capaz de apreciar que los Niños tenían también «una minúscula». Resultaba también evidente que la visita de Zellaby era una distracción muy apreciada por todos. Le miré mientras los observaba con una sonrisita en la comisura de sus labios. Era imposible asociar a los Niños, tal como los veía ahora, con una idea de peligro. Tenía la confusa sensación de que aquellos chiquillos no podían ser esos Niños... en absoluto. Que todas las teorías, los temores, las amenazas, correspondían a otro grupo de Niños completamente distinto. Era realmente difícil atribuirles la destrucción del vigoroso jefe de policía, que tanto había alterado a Bernard. Era apenas creíble que hubieran podido formular un ultimátum que debía ser tomado tan en serio que sería sometido a las más altas esferas del gobierno.
— Espero que los espectadores sean numerosos — dijo Zellaby, medio afirmando, medio preguntando.
— Oh, sí, señor Zellaby — le aseguró uno de los chicos —. Estaremos todos. Excepto Wilfred, por supuesto. Está en la enfermería.
—Ah, sí — dijo Zellaby —. ¿Cómo se encuentra?
— Su espalda sigue doliéndole, pero le han sacado todos los perdigones, y el doctor dice que saldrá con bien — dijo el chico.
La confusión de mis sentimientos aumentó. Cada vez hallaba más difícil creer que no hubiéramos sido todos nosotros engañados de alguna manera con una incomprensión total de los Niños, por un lado, y que por otro el Zellaby que estaba ahora a mi lado fuera el mismo Zellaby que, aquella mañana, había hablado de «un peligro oscuro, primitivo».
La última caja salió del coche. Recordé que estaba ya allá cuando comenzamos a cargar las demás. Era visiblemente muy pesada, ya que tenía que ser llevada por dos chicos a la vez. Zellaby los contempló atentamente mientras subían la escalera, y luego se giró hacia mí.
— Muchas gracias por tu ayuda — dijo, como si me despidiera.
Me sentía decepcionado. Aquel nuevo aspecto de los Niños me intrigaba; había decidido asistir a la conferencia y estudiarlos mientras estaban allí relajados, todos juntos. como niños con una n minúscula.
Era algo que podía leerse claramente en mi cara, y Zellaby lo notó.
— Pensaba pedirte que te quedaras — explicó —. Pero debo confesar que Anthea me inquieta esta tarde. Se preocupa, ya sabes. Siempre ha experimentado un cierto temor hacia los Niños, y los últimos días la han alterado mucho más de lo que quiere dar a entender. Creo que será mejor que no esté sola. Debo decirte que esperaba que tú, como amigo... Sería tan estupendo que...
— Por supuesto, claro — dije —. Perdona que no pensara en ello por mí mismo. Estaré encantado.
—¿Qué otra cosa podía decir?Sonrió y me tendió la mano.
— Estupendo. Te quedo enormemente reconocido. Sé que puedo contar contigo.
Luego se giró hacia los tres o cuatro Niños que seguían aún con él, y les dirigió una amplia sonrisa.
— Van a impacientarse — hizo notar —. Muéstranos el camino, Priscilla.
—Soy Helen, señor Zellaby — dijo ella.
— Oh, no tiene importancia. Vamos, pequeña — dijo Zellaby, y juntos subieron la escalera.
Regresé al coche, y me alejé sin apresurarme. Mientras atravesaba el pueblo, observé que La Hoz y la Piedra parecía hacer un buen negocio, y sentí tentaciones de detenerme para ver cuáles eran las impresiones de las gentes del lugar. Pero recordé la petición de Zellaby, resistí y proseguí mi camino. Dejé el coche en el camino de Kyle Manor, girado hacia la carretera, para ir a buscar a Zellaby más tarde, y entré.
Anthea estaba sentada en el gran salón, frente a las ventanas abiertas, escuchando a través de la radio un cuarteto de Haydn. Giró la cabeza al entrar yo y, viendo su cabeza emerger del sillón, comprendí que Zellaby no estaba equivocado cuando me pidió que regresara.
— Le han brindado una acogida entusiasta — dije, en respuesta a su muda pregunta —. Por lo que he podido juzgar, aparte esa extraña impresión de ver tan sólo dos personajes en copias múltiples, diría que se trataba de un grupo normal de escolares de no importa dónde. Estoy seguro de que no se equivoca cuando dice que tienen confianza en él.
— Es posible — aceptó ella —. Pero yo no tengo confianza en ellos. No creo haber tenido jamás confianza en ellos desde el momento en que obligaron a sus madres a regresar aquí. Conseguí no preocuparme demasiado por ello hasta que mataron a Jim Pawle, pero desde entonces no han cesado de aterrarme. Gracias a Dios envié inmediatamente a Michael lejos de aquí... No podemos prever lo que harán en no importa qué momento. La señora Gordon admite que son nerviosos e inclinados al pánico. Es ridículo por nuestra parte seguir aquí, con nuestras vidas a merced de cualquier antojo que puedan tener en el instante menos pensado...
»¿Imagina usted a alguien tomando en serio el ultimátum del coronel Wescott? Yo no puedo. Eso significa que los Niños se verán obligados a hacer algo para mostrar que deben ser escuchados. Deben convencer a gente importante, testaruda y escéptica, y Dios sabe qué medios van a tener que emplear. Tras lo que ha ocurrido, tengo miedo. Tengo realmente miedo... No les importa lo que nos pueda ocurrir a cualquiera de nosotros.
— No les serviría de mucho hacer su demostración aquí — dije para tranquilizarla —. Deben hacerla en un lugar donde tenga eco. Ir a Londres con Bernard como han amenazado. Si tratan a las altas personalidades como trataron al jefe de policía...
Me detuve, interrumpido por un gran resplandor, como un relámpago, y una ligera sacudida que agitó toda la — casa.
—¿Qué significa...? — empecé, pero no pude continuar.
La deflagración que sopló a través de la abierta ventana casi me hizo perder el equilibrio. El ruido llegó hasta nosotros como un terrible ramalazo sonoro, torbellineante y aplastante, hasta tal punto que la casa pareció danzar a nuestro alrededor.
El terrible estruendo fue seguido de un ruido de cosas entrechocando y cayendo, y luego fue el silencio total.
Sin razón consciente, pasando ante Anthea hundida en su sillón, corrí fuera de la casa, hasta el césped del jardín. El cielo estaba lleno de hojas arrancadas de los árboles, que torbellineaban aún. Me giré y miré la casa. Dos enormes panes de hiedra habían sido arrancados de la pared y colgaban en jirones. Todas las ventanas del lado oeste me miraban con sus ojos ciegos y vacíos, sin ningún cristal. Miré de nuevo hacia el otro lado y, a través y por encima de los árboles, percibí una luz blanca y rojiza. Comprendí inmediatamente su significado...
Me giré una vez más, corrí hacia el salón, pero Anthea ya no estaba allí. El sillón estaba vacío... La llamé, pero nadie respondió.
La encontré finalmente en el estudio de Zellaby. La habitación estaba sembrada de cristales rotos. Una cortina había sido arrancada de su soporte y colgaba a medias sobre el sofá. Una parte de los recuerdos de la familia de los Zellaby habían caído de la chimenea, y yacían esparcidos por el suelo. Anthea estaba sentada en un sillón, tras el escritorio de Zellaby, inclinada hacia adelante, la cabeza apoyada en sus desnudos brazos. No se movió ni habló cuando entré.
Al abrir la puerta, se produjo una corriente de aire a través de los reventados batientes de las ventanas. Una hoja de papel que se hallaba a su lado sobre el escritorio resbaló hacia el borde y revoloteó hasta el suelo.
La recogí. Era una carta escrita de puño y letra de Zellaby, con su cuidada caligrafía. Desde el momento en que viera aquella luz blanca y roja en dirección a la Granja todo había quedado muy claro, y el recuerdo de aquellas pesadas cajas que había creído contenían su magnetófono y todo el resto de su material tenía ahora un muy distinto significado. No me correspondía leer aquella carta, pero al dejarla sobre el escritorio, junto a una Anthea inmóvil, algunas líneas en medio de la hoja quedaron para siempre grabadas en mi cerebro:
«...no sufras por ello, querida. Hemos vivido durante tanto tiempo en un jardín que lo habíamos olvidado todo de las verdades de supervivencia de la Naturaleza. Fue dicho: Si fueris Romae, Romani vivito more. Un profundo y sabio pensamiento. Sin embargo, hay otra expresión más fundamental que esta idea: Si quieres vivir en la jungla, has de vivir como vive la misma jungla...»
FIN