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mayo 12, 2013
Este delincuente pensaba perpetrar uno de los más cuantiosos fraudes bancarios de la historia.
Por John Culhane.
CUANTO MÁS lo pensaba Armand Moore, más parejo le parecía el juego. De un lado estaba el First National Bank of Chicago, con su reluciente torre de mármol y cristal; del otro, "El Presidente del Consejo", como Armand Devon Moore gustaba de llamarse a sí mismo. Estaba seguro de ser el timador más astuto de Chicago, y muy probablemente de todo Estados Unidos.
Moore ya había perpetrado un fraude muy importante: con tan sólo un buzón, un servicio de contestación de teléfonos y papelería membretada, fundó un banco ficticio y lo utilizó como referencia para obtener crédito y poder llevar el tren de vida que creía merecer. Entre otras cosas, gastó 175,000 dólares en el flete de varios aviones privados, y en ellos paseó por todo el país a un grupo de sus compinches, que se dedicaron a comprar abrigos de pieles y automóviles Rolls-Royce.
Es cierto que la policía le echó el guante, y que purgó en la cárcel una condena de cuatro años. Pero durante su reclusión leyó mucho acerca de la avanzada tecnología que se emplea en el mundo de las finanzas y que permite que los bancos transfieran cada día miles de millones de dólares de un país a otro, a través de computadoras, con un simple telefonazo. A Moore le parecía que este sistema estaba que ni pintado para maquinar un timo.
Moore puso en marcha su plan incluso antes de que concluyera su molesto periodo de libertad condicional, en abril de 1988. Como primer paso, necesitaba abrir varias cuentas bancarias en el extranjero para transferir el dinero que pensaba robar. Con este fin, contrató al abogado Leonard Strickland, que en el pasado lo había representado en un juicio. Eso ocurrió antes de que expulsaran a Strickland de la Barra de Abogados por malversar el dinero de un cliente.
Moore y Strickland escribieron a Viena, Austria, y abrieron tres cuentas en el Creditanstalt-Bankverein y dos en el Focobank, usando un seudónimo distinto para cada una de ellas. A continuación, Moore debía encontrar a un incauto que trabajara en un banco estadunidense. En consecuencia, se puso en contacto con un primo suyo, Herschel Bailey, que conocía a un empleado del First National Bank of Chicago llamado Otis Wilson. A su vez, este conocía a Gabriel Taylor, que trabajaba en el departamento desde donde el banco hacía transferencias de cientos de millones de dólares a todo el mundo por medios electrónicos.
Taylor, de 27 años, no tenía pinta de delincuente. Delgado y formal, llevaba una vida tranquila en compañía de su esposa, sus cuatro hijos y su madre. Trabajaba en el First National Bank desde hacía siete años, y su historial era intachable. Además, gozaba del aprecio de sus colegas y de la confianza de sus jefes. Sin embargo, aceptó entrevistarse con Moore cuando Wilson le preguntó si le interesaba ganar rápidamente una buena suma de dinero.
Moore fue directamente al grano y le espetó la primera pregunta que todos los timadores hacen a todos los incautos:
—¿Quieres hacerte rico?
Por supuesto que quería; pero, ¿cuán rico?
Pues bien, sucedía que él, Armand Devon Moore, se proponía robar más de 200 millones de dólares. La tajada de Gabriel Taylor sería de 28 millones.
Taylor cayó en la trampa. Este hombre aportó al complot su conocimiento de los movimientos internos del banco. Sin embargo, una transacción de la magnitud que Moore tenía en mente sin duda llamaría demasiado la atención. Si se limitaban a robar menos de 70 millones, le explicaron Taylor y Wilson, no se levantarían sospechas. Por otra parte, les sería más fácil ocultar sus maniobras si saqueaban varias cuentas diferentes. El Presidente del Consejo estuvo de acuerdo y le ordenó a Taylor que localizara las cuentas que podrían utilizar.
A la mañana siguiente, en su oficina, Taylor eligió cuatro víctimas: United Airlines, Brown-Forman Corp., Merrill Lynch y los Hoteles Hilton. De inmediato se comunicó con Moore, y este decidió ensayar el plan esa noche para llevarlo a la práctica al día siguiente, viernes, 13 de mayo.
AQUELLA MAÑANA había sólo dos personas trabajando en la sala de transferencias electrónicas: Taylor y un empleado ajeno al complot. Como en la mayoría de los bancos, el procedimiento que seguía el First National Bank en este tipo de transacciones exigía que un empleado recibiera la orden de transferencia y que otro la verificara llamando al cliente por teléfono para intercambiar números de clave. Esta medida tenía por objeto evitar que una sola persona realizara ambas operaciones.
Pero Moore había ideado la manera de burlar esta medida de seguridad: si Taylor respondía a la llamada, simplemente colgaría. Luego volvería a telefonear y, cuando por fin pudiera dar la orden de transferencia al empleado que no formaba parte de su maquinación, Moore tendría la certeza de que sólo Taylor haría las llamadas de confirmación.
En punto de las 8:30 de la mañana, Moore se comunicó con el departamento de transferencias internacionales del banco. Estaba en casa de Herschel Bailey. Lo primero que oyó fue un mensaje grabado: "Su transacción se está grabando".
Después, el inocente colega de Taylor entró en la línea. Moore se identificó como un ejecutivo de Merrill Lynch, dio la clave correcta y ordenó que se transfirieran 24,375,000 dólares de los fondos de la empresa a una cuenta en el Creditanstalt.
Cuando se le pidió que llamara a Merrill Lynch para confirmar la operación, Gabriel Taylor se comunicó con Moore. Este sabía que la conversación se estaba grabando, por lo que dio su aprobación con una voz fingida y convincente. De inmediato se transfirieron los 24,375,000 dólares al Citibank de Nueva York, intermediario del Creditanstalt en Estados Unidos, para su posterior envío a Viena.
A las 9:02, Moore llamó de nuevo al First National Bank. Volvió a fingir la voz y, haciéndose pasar por un representante de la Brown-Forman Corp., ordenó que se enviaran 19,750,000 dólares a una cuenta en el Focobank. Taylor telefoneó una vez más a la casa de Herschel Bailey, habló con Moore —quien fingió una nueva voz— y obtuvo una segunda confirmación.
Posteriormente, Moore dio una tercera orden de transferencia, simulando esta vez ser un ejecutivo de la United Airlines. Se enviaron 25 millones de dólares al Citibank, para que los consignara en una cuenta en el Creditanstalt.
En apenas poco más de una hora se habían sustraído de un banco 69,125,000 dólares pertenecientes a diversas personas y se habían acreditado en las cuentas de unos timadores en dos bancos diferentes. Todo conforme al plan de Moore. Si este hubiera viajado de inmediato a Viena para retirar los fondos cuando los bancos abrieran el lunes por la mañana —es decir, siete horas antes de que abrieran los bancos de Chicago—, el resto de su trama habría tenido otro desenlace. En vez de ello, Moore y Taylor se reunieron en una estación ferroviaria y, en un triunfo de la codicia sobre la prudencia, trazaron planes para saquear otra cuenta la semana siguiente.
Pero primero celebrarían su fechoría. Así pues, Moore, Taylor y Bailey fueron el sábado a escoger automóviles nuevos. Al Presidente del Consejo le apeteció un Jaguar, y pidió que le mostraran uno equipado con accesorios especiales que elevaban su precio a 50,000 dólares. Taylor se encaprichó con una camioneta Chevy Blazer, con tracción en las cuatro ruedas.
EL LUNES POR LA MAÑANA, en las oficinas centrales de la United Airlines en Chicago, un empleado detectó una extraña discrepancia en la cuenta de la compañía y llamó al First National Bank. El banco informó de la anomalía a sus investigadores, quienes a su vez dieron aviso a la FBI. Juntos, procedieron a escuchar las grabaciones de las llamadas telefónicas recibidas y realizadas el viernes por la mañana por el departamento de transferencias electrónicas.
Al caer la noche, la FBI sospechaba que el culpable era Gabriel Taylor, pues se demostró que era él quien había hecho las llamadas de confirmación. La agente Dianne Smith Murphy y un colega suyo fueron a la casa del sospechoso y le pidieron que saliera a sostener con ellos una breve conversación.
Cuando la agente Murphy interrogó a Taylor, este comprendió de pronto la terrible realidad. He arruinado mi vida, pensó, abrumado por la vergüenza y el remordimiento. Renunciando a su derecho de no hablar, o de no hablar sino en presencia de un abogado, confesó a los agentes toda la verdad y preguntó de qué manera podía restituir lo que había robado.
Al día siguiente, la agente Murphy le dio la respuesta: podía telefonear a Otis Wilson y hablar acerca del fraude mientras la FBI grababa la conversación. Taylor accedió, y Wilson, confiado, se delató a sí mismo y a sus cómplices. Moore fue detenido el martes por la tarde por unos agentes de la FBI cuando salía de su auto para dirigirse a la habitación que alquilaba en un motel. Persuadido de que había cometido el crimen perfecto, Moore exteriorizó auténtica sorpresa.
El dinero sustraído de las cuentas de United Airlines y Merrill Lynch se recuperó en el Citibank, antes de que saliera de Estados Unidos. Los 19,750,000 dólares que habían sido robados de la cuenta de la Brown-Forman fueron devueltos por el Focobank de Austria.
El caso llamó la atención de otros bancos estadunidenses, que aprendieron la lección y establecieron procedimientos más estrictos para la confirmación de transferencias de fondos. Jeffrey Stone, entonces Procurador Adjunto de Estados Unidos (y actualmente dedicado a la práctica privada de la abogacía), quien actuó como fiscal en el juicio, hace una significativa seña con el pulgar y el índice y afirma: "Moore estuvo así de cerca de lograr su propósito".
NO OBSTANTE, en la primavera de 1989 Moore esperaba confiado que se le instruyera juicio por fraude con medios electrónicos, fraude bancario y conspiración. Al fin y al cabo, aquellas acusaciones estaban basadas principalmente en las declaraciones de Herschel Bailey y Gabriel Taylor, dos timadores confesos que darían testimonio en su contra con la esperanza de que los exoneraran.
Sonriente, Moore se hizo cargo de su propia defensa y representó el papel de la víctima inocente de un error judicial. Declaró al jurado que no había maquinado transferencias electrónicas ilegales; que era Herschel Bailey quien lo había hecho. Reconoció que había abierto cuentas bancarias en el extranjero, pero afirmó que lo hizo en nombre de Bailey, en respuesta a su solicitud de que ayudara a unos amigos suyos a sacar cuantiosas sumas del país.
Entonces Stone sacó su carta de triunfo: las grabaciones telefónicas. Este había sido el gran error de Moore. Las tres llamadas efectuadas al banco aquella mañana procedían del mismo número, que era idéntico al que Taylor había marcado para confirmar las transacciones. Y, no obstante sus bien logradas simulaciones, la voz que se oía en las grabaciones era, sin lugar a dudas, la de Armand Devon Moore.
El jurado declaró a Moore culpable de todos los cargos. Lo remitieron al Centro Correccional Metropolitano de Chicago para que esperara allí su sentencia. Taylor y Bailey recibieron, respectivamente, condenas de 21 y 18 meses.
EN EL Centro Correccional Metropolitano, la mente del Presidente del Consejo seguía activa. Prometió a un celador pagarle 300,000 dólares si lo ayudaba a escapar, y ya se había puesto en contacto con Doug Hollie, un ex jugador de futbol profesional, para que entablara relación con un nuevo incauto, un empleado del Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos, en Detroit, Michigan.
Moore expuso sus planes a otro recluso, el doctor William Dolph, encarcelado por fabricar metadona en forma ilegal. Le explicó que, si mataban al empleado bancario, no habría manera de que les siguieran el rastro. "Si no lo encuentran nunca", puntualizó, "tampoco descubrirán a nadie más". Moore le comunicó a Dolph sus intenciones con toda confianza, sin sospechar que este había aceptado ocultar un micrófono entre sus ropas a cambio de una reducción de su condena. Cada una de sus palabras quedó registrada.
CUANDO SE LE DICTÓ sentencia, Moore aceptó el castigo —diez años y cuatro meses de cárcel— de buen talante, pues estaba convencido de que sus planes de fuga iban viento en popa.
Pero al día siguiente se evaporó su buen humor. Conducido una vez más al juzgado, con las manos esposadas, Moore vio cómo quedaban al descubierto ante el juez sus nuevas maquinaciones.
El juez James Zagel escuchó con atención el elocuente alegato del acusado, que pidió clemencia. Luego añadió 25 años a la condena de diez que ya pesaba sobre Moore: tiempo suficiente para tener recluido al Presidente del Consejo hasta bien entrado el siglo XXI.
Armand Devon Moore tendrá tiempo de sobra para mirarse al espejo. Cuando lo haga, no verá la imagen de un genio a punto de cometer con éxito uno de los más cuantiosos fraudes bancarios de la historia. Verá, más bien, a un hombre condenado a permanecer tras las rejas hasta su vejez. En definitiva, no contemplará a todo un presidente, sino a otro torpe y envejecido estafador.
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