Publicado en
mayo 19, 2013
Dos veces pidió ayuda, y dos veces le respondieron con tres palabras.
Por Robert Calcagni.
RECIBÍ LA LLAMADA un sábado de agosto. Me dijeron que iban a operar el lunes por la mañana. La tarde del domingo iba yo en avión rumbo a Estados Unidos; acaso mi familia recordara 1991 como el año de la muerte de mi padre.
Sus probabilidades eran escasas, había dicho el cardiólogo, pero la cirugía era el único recurso para desviar la circulación de las coronarias obstruidas y repararle las válvulas deterioradas del agotado corazón.
—¿Qué debo hacer, Bob? —me había preguntado mi padre unas semanas antes, la última vez que mi trabajo en Europa me había permitido visitarlo. Temía yo que me hiciera esta pregunta, pues bien sabía que él haría lo que yo le recomendara. Si él moría en la mesa de operaciones, o si se negaba a que lo operaran y vivía sólo unos cuantos y penosos meses más, yo cargaría con la culpa.
Cerré los ojos, esperando oír la voz de Dios, y le dije:
—Vamos a optar por la operación, papá.
Luego, en el avión de regreso a casa, con la mirada fija en el infinito cielo azul, vi a mi padre, como suelo hacerlo, en el escenario de mi imaginación: un inmigrante de nueve años en la isla Ellis, de Nueva York, asiendo la mano de su madre y mirando al extraño que era su padre. Un decenio antes, mi abuelo había partido de su aldea montañesa de Italia a buscar fortuna al Nuevo Mundo; se había tardado todos esos años en ahorrar para poder traer a su esposa y al hijo que jamás había visto.
Los llevó a vivir a Youngstown, Ohio, próspera ciudad acerera. El cambio fue difícil para el niño de nueve años. Desarraigado, objeto de burlas por su inglés titubeante, mi padre aprendió a ser cauteloso al exteriorizar emociones que pudieran suscitar burla. Incluso después de que se casó y tuvo hijos, se le dificultaba expresar en palabras sus sentimientos. Pero trabajó con tesón, y en las épocas más aciagas sus tres hijos siempre tuvimos camas tibias, ropa limpia, buena comida y un lugar tranquilo para estudiar. Esa era su manera de demostrarnos su amor.
Mi padre rara vez veía a su familia, pero la de mi madre siempre lo asombraba. Los Leone, siete hermanos y hermanas con sus cónyuges, vivían todos a unas cuantas calles de la nuestra, y se llevaban de maravilla. Apenas hacían distinciones entre hermanos y primos, y nosotros, unos 20 chiquillos, nos criamos como un clan inseparable. Mi padre se sintió atraído por este círculo de parientes de trato tan cordial que lo acogió incondicionalmente.
Con todo, sólo cuando se enfrentó a la posibilidad de morir pronto encontró en su interior la manera de corresponder al afecto que le prodigaban. Cuando tenía cincuenta y tantos años lo atacó la diabetes. Después, estuvo a punto de morir en un accidente automovilístico, y también sufrió una apoplejía. Por último, empezó a fallarle el corazón.
Su esposa y sus hijos siempre estuvimos a su lado, con solícito amor y cuidados. Un día, por fin, tomó las manos de mi madre y pronunció las palabras mágicas: "Te amo", le dijo. Y mirando a su alrededor a todos los parientes de mi madre apiñados en su cuarto de enfermo, añadió: "Los amo a todos".
LLEGUÉ al hospital a tiempo para hacer una breve visita a mi padre la noche antes de que lo operaran. Estaba tranquilo.
—De cualquier modo, el Señor cuidará de mí —me aseguró.
Yo también lo creía. Pero se había tardado tanto en aceptar el amor de su familia, que yo deseaba fervientemente que pudiéramos tenerlo entre nosotros unos años más.
A la mañana siguiente, muy temprano, me dio gusto ver llegar al hospital a mis tías, sobrinos y primos. Leales como siempre, los Leone habían viajado 130 kilómetros —en un día laboral— para acompañarnos durante la larga operación.
Encontré un asiento en la atestada sala de espera, junto a mi primo Ray. En realidad, lo consideraba más bien mi hermano mayor. Mi primer recuerdo claro de él se remonta al día en que los silbatos de la acerería anunciaron el fin de la Segunda Guerra Mundial; el segundo es de cuando Ray saltó del tren en su uniforme color caqui.
En charlas de familia se decía que algo le había sucedido a Ray en Italia durante la guerra, pero él nunca lo mencionó.
La presencia de Ray en el hospital significaba mucho para mí, por otra razón. Todos los Leone tenían acendrada fe; pero la serena y firme convicción de Ray de que la mano de Dios está en cada uno de nosotros nos había ayudado a superar muchas crisis. En la familia se decía en broma que Ray necesitaba un rosario nuevo de tiempo en tiempo, porque los gastaba mucho de tanto usarlos. Lo primero que hizo cuando me senté junto a él fue mostrarme el nuevo rosario que su hijo le había regalado en Navidad.
Seis horas después de comenzar la operación, un médico salió a buscarnos. No habían podido desconectar a papá de los aparatos de sostén artificial de la vida, y los cirujanos estaban preocupados.
Todos captamos el mensaje: teníamos que prepararnos para lo peor. Mi madre empezó a llorar.
—Esperen —dije instintivamente—. Todavía no muere.
Me volví hacia Ray y le pedí:
—Recemos un rosario por papá.
Cuando sacó el rosario nuevo de su bolsita, una pequeña etiqueta blanca revoloteó y cayó al suelo; la recogí maquinalmente y la guardé mientras seguía la salmodia de Ray: "Padre nuestro que estás en el cielo..."
Más tarde, al ver que mi madre se había serenado, salí para estar un rato a solas. Fui a la entrada de los quirófanos, lo más cerca que podía estar de mi padre... mientras aún viviera.
Luego, llegó Ray. Me dijo algo que me tomó por sorpresa:
—Quiero contarte lo que me sucedió en la guerra. ¿De acuerdo?
Y me hizo remontar la imaginación a casi medio siglo, un día de enero de 1944.
AL QUINTO EJÉRCITO de Estados Unidos, en lenta marcha por el norte, hacia Roma, lo había detenido el enemigo en la Línea Gustav, fortaleza alemana emplazada en las colinas, arriba de Monte Cassino. Ahí, utilizando como puesto de observación el terreno alto que circundaba a un monasterio del siglo VI, la artillería enemiga acribilla a las cercadas fuerzas estadunidenses.
Después, llega la orden de avanzar. El soldado raso Ray Leone, no hace mucho estudiante de educación media, estruja su rosario y reza con fervor. Uno tras otro, los hombres de la compañía B se arrastran sendero abajo hacia el río Rapido.
El aterrador silbido de los cohetes y de la metralla de obús de .88 milímetros rasgan la brumosa noche invernal. En los breves silencios que siguen, Ray alcanza a oír los angustiados gritos de los moribundos. Al pasar zumbando cada proyectil, los hombres saltan dentro de las fangosas grietas y pliegues del terreno. Luego, los que pueden, avanzan unos metros más.
La compañía se reagrupa, pero los artilleros alemanes apuntan y disparan con precisión. ¡Ayúdanos, Señor!, reza Ray. Eres nuestra única esperanza. Tiene el rostro pegado al fango, pero se refugia en su fe.
Un proyectil pasa silbando junto a él. ¡Oh, Dios mío!, ¿es este mi fin? La bomba de obús cae a cinco metros de la compañía y salpica de lodo a todos..., pero no hay explosión. ¡Es una bomba defectuosa!
—¡Deben de haberla fabricado en Checoslovaquia! —grita alguien, y los hombres ríen, nerviosos, pero aliviados.
Cae otra bomba que no estalla. Y otra más. "¡Hecho en Checoslovaquia!", se oye gritar Ray.
Por supuesto, él no sabe si realmente es así. En las barracas se habla de que hay sabotaje en las fábricas de armamento de la Europa ocupada por los nazis, pero es solamente un rumor. Lo que importa es que Dios está escuchando su plegaria. Les ha ofrecido un rayito de esperanza al cual asirse, y Ray Leone levanta la cabeza para pasar la voz: "¡Hecho en Checoslovaquia!"
A cada bomba que no explota, alguien lanza el grito. Se imaginan a bandas secretas de trabajadores en algún lugar de una tierra desafiante, arriesgando la vida por salvar las de aliados desconocidos. "Hecho en Checoslovaquia" se convierte entonces en un himno; en la respuesta a una plegaria.
La golpeada Compañía B finalmente se repliega a la otra orilla del Rapido. Pasarán cuatro meses y habrá miles de bajas antes de que los Aliados tomen Monte Cassino; muchos de los que estuvieron ahí y sobrevivieron no quieren hablar de ello.
DE PIE, AFUERA de los quirófanos, Ray me confió por qué.
—Tuve cierto sentimiento de culpa por haber sobrevivido. Yo quedé con vida, mientras hombres mejores que yo murieron. A mí se me dio la oportunidad de criar una familia; a ellos, en cambio, se les negó.
Respiró profundamente y agregó:
—Pero ahora tengo un motivo para relatar ese episodio. Me entiendes, ¿verdad?
Entendí perfectamente. Ciertas cosas que rigen nuestra vida no se apegan a las normas de la razón. No hay pruebas de que los checoslovacos o alguien más haya saboteado la metralla de la artillería alemana. Entonces, ¿qué cosa salvó a los sobrevivientes de la compañía B? Algunos lo llamarían suerte; los más sabios lo llaman fe.
Estaba yo jugueteando con la etiqueta blanca que me había guardado en el bolsillo, y estaba a punto de mostrársela a Ray, cuando oí mi nombre a través del altavoz del hospital. Por un instante pensé: Papá ha muerto. Luego, supe que no era así.
Cuando Ray y yo regresamos a la sala de espera, todos sonreían, y había lágrimas de alegría en el rostro de mi madre.
—Su padre ya está fuera de peligro —me comunicó el médico—. Por supuesto, los primeros días serán críticos, pero...
—Se va a recuperar —dije categóricamente—. Ya lo verán.
Cuando Ray sacó su rosario para rezar una oración de agradecimiento, le mostré la etiqueta blanca y le dije:
—Se te cayó de la bolsita del rosario. ¿La habías visto antes?
—No —repuso Ray mientras la miraba, y enseguida se nos llenaron los ojos de lágrimas. Impresas en la etiqueta aparecían estas tres palabras: "Hecho en Checoslovaquia".
El padre de Robert Calcagni tiene actualmente 81 años de edad.