Publicado en
mayo 05, 2013
¿Fue acaso una fuerza sobrenatural lo que guió a su embarcación hasta aquellas islas distantes?
Por Peter Muilenburg.
ACABABA DE TERMINAR la temporada veraniega de alquiler de embarcaciones en Saint John, en las Islas Vírgenes estadunidenses. Al dar comienzo los vientos huracanados del otoño, navegábamos rumbo al sur hacia aguas más seguras, a bordo del Breath, nuestro queche de 13 metros de eslora.
Aquel amanecer de agosto, la bruma teñía la luz matinal de un inquietante color amarillo opaco, y escudriñé el cielo lleno de creciente preocupación. A media noche, el Servicio de Guardacostas había anunciado que se estaba formando una tormenta tropical. Nos hallábamos aproximadamente 150 kilómetros al norte de las costas de Venezuela y, en teoría, a salvo del cinturón de huracanes. Pero si el pronóstico meteorológico era correcto, la tormenta enfilaba derecho hacia nosotros, como una bala que llevara grabados nuestros nombres.
Nuestro destino era la desolada barrera conocida como Las Aves de Barlovento, arrecife de coral en forma de media luna que circunda una laguna de bajíos e islotes desiertos, y que conforma una de las numerosas islas que, como una cadena, corren paralelas a la costa venezolana, a 130 kilómetros de ella. En algún lugar del laberinto de coral y mangles de las islas de Las Aves esperábamos hallar un refugio donde guarecernos de la furia de la tormenta.
Pero había un problema: ¿dónde se localizaban con exactitud estas islas? Según mis cálculos, nos hallábamos a unos 20 o 25 kilómetros de nuestro destino, pero las inciertas corrientes podrían habernos llevado a cualquier sitio dentro de un radio de 55 kilómetros. Como el cielo ya había adquirido un amenazante color oscuro, no podía yo utilizar el sextante para determinar la posición del barco. Además, las islas que buscábamos eran tan bajas, que tendríamos que estar casi encima de ellas para saber que las habíamos alcanzado.
Pedí a mis hijos, Diego y Raffy, que subieran a los flechastes a echar un vistazo. No había nada, salvo una formación dispersa de alcatraces, que volaban hacia nosotros. En el momento en que se acercaron, otra ondulante formación de estas aves marinas zambullidoras apareció en lontananza, y después, otra. Oleada tras oleada de pájaros siguió surgiendo del sudeste. No hacía falta ser un genio para deducir la cercanía de las islas de Las Aves.
Enfilamos hacia el centro de aquellas oleadas concéntricas, y al cabo de unos 90 minutos aparecieron en el horizonte los primeros manchones de tierra. Luego, los manchones se fusionaron en una sarta de mangles detrás de una franja de arrecifes blancos, y pronto el Breath estaba bien fondeado y protegido del viento por el cayo más grande.
Directamente de cara al viento se alzaba una pared de bosque tropical compuesta por vetustos mangles, cuyas ramas bullían de alcatraces. Nos percatamos de su gran número cuando un relámpago rasgó la oscuridad de la noche, seguido de un retumbo. Todas las aves del bosque salieron en raudo vuelo de sus nidos, y atronaron los aires con graznidos de terror.
Puesto que no podíamos hacer nada más que esperar, Diego y yo resolvimos mirar más de cerca las aves. Nos deslizamos bajo las ramas y caminamos descalzos sobre las flexibles raíces. En todos los árboles había nidos ocupados por aves, a los que, si nos desplazábamos con cautela, podíamos acercarnos a un brazo de distancia.
Desde hacía años había sentido yo admiración por las fuertes alas del alcatraz, como hojas de navaja, y por el intenso color achocolatado y la prístina blancura de su plumaje. Pero nunca imaginé que, vistos de cerca, tuvieran en los picos y en los ojos tan delicados matices lavanda y turquesa iridiscentes. Y en sus nidos, los polluelos parecían leves cúmulos blanquísimos que, llevados por la brisa, hubieran descendido flotando, hasta quedar posados en un bosque mágico.
Nos embelesó contemplar aquel tierno criadero de aves. Pero luego nos sobrecogió el horrible espectáculo de un alcatraz muerto, atrapado en el follaje por la punta de una de las alas. El ala libre se extendía hacia el suelo, y de la cuenca de uno de los ojos salía una caravana de hormigas.
Avanzamos hacia un pequeño claro, y allí, al parecer suspensos en el aire, pendían otros dos alcatraces muertos. Lancé un denuesto, y Diego clavó los ojos, muy abiertos, en las dos aves. En seguida, una ráfaga hizo oscilar los cuerpos, y un haz de luz se reflejó en un sedal de nailon casi invisible que se extendía sobre las copas de los árboles.
Seguimos el hilo entre los mangles hasta hallar su extremo: un anzuelo herrumbroso encajado en un descolorido cráneo de alcatraz, situado en lo alto de la horquilla de un árbol. También pendían de allí otros nueve cadáveres de estas aves, y en el suelo yacían los restos de víctimas menos recientes.
Al ver aquello, una vívida secuencia de imágenes cruzó por mi mente. La primera víctima debió de haberle arrebatado la carnada a un pescador. Luego, al ver los desesperados forcejeos del ave por liberarse, el pescador sin duda había sentido compasión y optado por cortar la cuerda que aprisionaba a la desafortunada criatura, con la esperanza de que el alcatraz lograra zafarse. Y el ave remontó el vuelo, rumbo a su hogar, arrastrando tras de sí el largo e invisible sedal.
Cuando el alcatraz herido llegó al manglar de Las Aves, su colonia entera estuvo condenada a perecer. Al entrar volando a sus nidos o al salir de ellos, los pájaros quedaron atrapados de las alas. Así, pendientes de un hilo, morían en medio del más cruel tormento. Si no hubiéramos llegado a esas remotas islas, el sedal tal vez hubiera seguido cobrando su cuota de muerte a las indefensas aves. Pero nosotros lo cortamos en pequeños tramos y lo enterramos, junto con los restos de los pájaros, bajo un brezal.
Luego, profundamente impresionados por aquella vivencia, emprendimos el regreso al barco. Nos pareció extraño que el clima hubiera mejorado tanto de repente.
—¿En qué piensas? —pregunté a Diego, que estaba inusitadamente callado, contemplando las nubes de fuego que llenaban el horizonte, mientras a nuestro alrededor, en el fondeadero, revoloteaban miles de alcatraces.
—Nos están expresando su gratitud —dijo en tono solemne—. ¿Acaso no lo sientes? Mira: están ejecutando una especie de danza.
En efecto, su vuelo daba la impresión de seguir una pauta, un enorme número ocho que se deslizaba hacia abajo hasta quedar apenas encima del agua y del barco, y que luego se remontaba hacia arriba y alrededor del manglar.
—¿Y qué me dices de la tormenta? —agregó Diego—. Me pregunto si alguna fuerza mística no la formó para hacernos llegar aquí en busca de refugio. ¿Y acaso piensas que es normal que haya amainado así, de pronto, precisamente después de que cortamos ese sedal?
Hubo un silencio, y yo esperé. Luego, mi hijo prosiguió:
—Quizá los pájaros nos estuvieron guiando hasta este lugar desde el principio. Algo inexplicable estaba ocurriendo.
¿INTERVINO en esto una fuerza sobrenatural, como Diego sospechaba, o fue todo mera coincidencia? Al indicarnos el camino hacia la seguridad de las islas de Las Aves, los alcatraces habían acudido en nuestra ayuda. Y, afortunadamente, habíamos podido retribuirles el favor. Llamémosle coincidencia, si queremos. Mas, como dice el Hamlet de Shakespeare, hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que sueña nuestra filosofía.
© 1991 POR PETER MUILENBURG. CONDENSADO DE "SAIL" (OCTUBRE DE 1991), DE NEWTON, MASSACHUSETTS. ILUSTRACIÓN. FRANCIS LIVINGSTON.