EVOCACION DEL GRUPO DE GUAYAQUIL
Publicado en
mayo 05, 2013
Alfredo Pareja Diezcanseco, último sobreviviente del Grupo de Guayaquil, con el autor de esta nota.
Correspondiente a la edición de Noviembre de 1998
Por Pedro Jorge Vera.
"Eramos cinco como un puño", dijo Gil Gilbert en el sepelio de De la Cuadra, el primer fallecido de ese quinteto de escritores porteños que no constituyeron sociedad ni nada parecido: sólo un cenáculo formado por la similitud de vocaciones y de anhelos artísticos.
Sin que pretenda considerarme a su alto nivel, con Angel F. Rojas y Adalberto Ortiz soy uno de los epígonos del Grupo de Guayaquil, aunque los tres hemos tratado de no ser imitadores sino de seguir nuestros propios caminos.
El primero en mi conocimiento fue José de la Cuadra, con quien los Vera crecimos como sus hermanos menores, habida las circunstancias de que era ahijado de mi madre y de que la suya nos albergó más de una vez en su casa de la calle Junín. Como tengo recuerdos suyos desde mi primera infancia, las vivencias personales darían lugar a un libro; apenas menciono que el primer cuento que escribí mereció su aplauso, tanto que me regaló la antología de cuentistas norteamericanos que acababa de comprar, y que a mi regreso de Chile en 1942, frente al río que me recibía "grave y caluroso como un padre", no puede contener las lágrimas al pensar que ya no tendría su opinión sobre mi primera novela, cuyos originales traía en la maleta.
Su literatura ocupa un lugar privilegiado en América Latina, por más que no es lo suficientemente conocida. Maestro del relato breve, sus cuentos están a la altura de los de Quiroga, Borges, Cortázar, y Los Sangurimas permite avizorar el gran futuro que tenía como novelista. En el Congreso de Escritores de Lengua Española (Gran Canaria, 1979), presenté una ponencia sobre su condición de precursor del realismo mágico, en la que dije: "Mítico o mágico, Cuadra nos da un realismo que rebasa los límites del realismo tradicional y que se emparenta con las grandes creaciones de Carpentier y de García Márquez".
A Gil Gilbert lo conocí en el Vicente Rocafuerte, donde éramos compañeros de curso. Y de pronto, la pequeña ciudad que era Guayaquil en 1930 se conmovió -a favor y en contra- con la aparición de Los que se van, el libro que inició la producción del Grupo. Y para los alumnos del Quinto Año la sorpresa fue mayúscula, pues uno de los tres autores era "la Mona Gil", para nosotros sólo el buen deportista que nos ganaba siempre en los cien metros planos.
Dotado congénitamente para las letras, Enrique escribía con asombrosa facilidad. He dicho que me recuerda a Mozart, pues al igual que el genio de Salzburgo, producía con espontaneidad singular. Sus cuentos del libro citado -escritos a los 18 años- serían superados por algunos de Yunga, particularmente esa joya de novela corta que es El negro Santander. Lástima grande que la pasión política apartara a Enrique del quehacer literario, pues desde que ingresó al Partido Comunista le faltó tiempo para escribir manifiestos y hojas sueltas.
Por esa misma época conocí a Aguilera. Me fascinó la lectura de un poema que hizo en vísperas del viaje a la Sierra de una delegación del Sexto Curso. La amistad vino después y se desenvolvió cordial, sincera, prieta, como que Demetrio fue una de las personas más puras y generosas que me ha tocado conocer: gozaba con los triunfos de sus amigos tanto o más que con los suyos propios.
El más desigual de los cinco, Aguilera Malta dejó, no obstante, tres libros inmensos en el ámbito latinoamericano: Don Goyo, novela también precursora del realismo mágico; La isla virgen, verdadero inventario del cholerío costeño; Siete lunas y siete serpientes, su relato cenital. Sin embargo, más de una obra suya no corresponde a su calidad de escritor, como es el caso de Una cruz en Sierra Maestra, forjada en medio de su entusiasmo por la Revolución Cubana, pero que fue un verdadero fiasco. En el teatro, sí dejó Demetrio piezas de gran alcance, tales como Lázaro y Dientes blancos.
Gallegos Lara era una fuerza de la naturaleza. Me empeñé en conocerlo para que me enseñara "en qué consistía la revolución". Desde su hamaca de inválido dictaminaba, aleccionaba, aconsejaba. Me habló mucho de la revolución, sí, pero, además, se le ocurrió que yo debía ser escritor. Como cedí a su instigación, Joaquín es el responsable remoto de todos mis malos libros. Carente de un vehículo y hasta de una silla de ruedas, algunos de sus amigos lo llevamos en hombros por las calles de Guayaquil, y cuando lo hice, siempre aprendí mucho de su charla incesante.
Muerto temprano, nos dejó, sin embargo, esa novela singular que es Las cruces sobre el agua y varios cuentos perfectos, tales como El guaraguao y La última erranza. Con su desaparición se fue un maestro de vida, un revolucionario y un gran escritor.
Al último que conocí fue Pareja Diezcanseco, pues -a pesar de su parentesco con familias acomodadas-, no pudo concluir el bachillerato, y al comienzo de los treintas, se hallaba en Estados Unidos, a donde viajó en busca de trabajo y donde desempeñó trabajos muy modestos. De extraordinaria energía nerviosa, Alfredo fue político, comerciante, catedrático, pero principalmente novelista, el más completo de nuestra literatura. Su sentido de la estructura como elemento primordial del género y su capacidad para la creación de caracteres le permitieron producir novelas cerradas en su realización pero abiertas en lo concerniente a dar rienda suelta a la imaginación del lector. El muelle, La Beldaca, Baldomera, Hombres sin tiempo, y la trilogía sobre "los nuevos años" son títulos suficientes para el título de máxima novelista del Ecuador.
Guayaquil no le ha otorgado a sus cinco escritores máximos -que con Jorge Icaza y Pablo Palacio formaron la Generación Ecuatoriana del 30- el reconocimiento que merecen. En mi condición de continuador muy modesto de su obra, termino esta crónica con el soneto que dije en los funerales de Pareja Diezcanseco:
Grupo de Guayaquil
Pepe Cuadra a caballo y en canoa revelando el montubio al mundo entero. Cojo Joaquín Gallegos fiel viajero de su barco que sólo es alma y proa.
Los cholos cobran vida con Aguilera con sus islas, esteros y manglares. Enrique Gil se junta con sus pares y atiza el fuego de la gran hoguera.
Sencillo y natural, sin alharacas trayendo Baldomeras y Beldacas, Pareja ejerce oficio de alfarero.
Grupo de Guayaquil, padres, hermanos: en nuestros viacrucis cotidianos, los cinco como un puño justiciero.