Publicado en
mayo 19, 2013
... y cómo cortarle las alas.
Por Bruce Schechter.
EL AUTOBÚS exhaló un suspiro cuando se inclinó para dejar subir a la anciana que esperaba en la acera. Yo la ayudé a subir por los escalones y a caminar hasta el asiento desocupado más próximo. La mujer se acomodó y, dejando escapar un suspiro semejante al del autobús, dijo: "Tengo 90 años. Los años... literalmente pasaron volando".
En esa época yo tenía a lo sumo la tercera parte de su edad, pero entendí muy bien lo que quería decir. Cada vez con mayor frecuencia me sorprendía diciendo "el otro día", cuando en realidad me estaba refiriendo a sucesos ocurridos hacía un mes o un año.
El tiempo y la manera en que lo percibimos siempre han causado perplejidad. Los físicos han elaborado fascinantes teorías al respecto, pero su objeto de estudio es el que se mide con las oscilaciones de un péndulo o con ciertas vibraciones atómicas, tiempo muy distinto del psicológico, el cual lo mismo da pasitos que saltos, haciendo caso omiso del reloj y del calendario. Alguien que entendía bien esta diferencia observó: "Cuando estamos sentados junto a una muchacha guapa, dos horas nos parecen un minuto; pero cuando nos sentamos en una estufa caliente, cada minuto parece durar dos horas".
Los psicólogos han notado desde hace mucho que las grandes unidades cronológicas, como los meses y los años, transcurren más rápidamente a medida que envejecemos. A principios del siglo XIX, el poeta inglés Robert Southey apuntó: "Los primeros 20 años son la mitad más larga de nuestra vida. Dan esa impresión mientras transcurren, la dan también cuando los consideramos en retrospectiva, y ocupan más espacio en nuestra memoria que todos los años posteriores".
Este fenómeno está relacionado con la aritmética elemental: para el niño de cinco años, un año equivale al 20 por ciento de lo que ha vivido; en cambio, para el quincuagenario sólo representa el dos por ciento de su existencia pasada. Por tanto, un año le parece mucho más largo al niño que al adulto.
El psicólogo Charles Joubert señala que cuanto más se estructura el tiempo con horarios y citas, tanto más velozmente parece transcurrir. Así, por ejemplo, un día de trabajo en la oficina pasa con mayor rapidez que un día de descanso en la playa. Como la mayoría de nosotros, a medida que envejecemos, pasamos cada vez menos días en la playa y cada vez más en la oficina, el incremento del tiempo estructurado bien podría ser la explicación de por qué el tiempo parece acelerar su curso para las personas de mayor edad.
Geoffrey Godbey, profesor de empleo del tiempo libre, afirma que se minimiza dicha sensación "no estando consciente de ella". "La gente puede lograr mejor esto haciendo lo que le gusta", añade, "como practicar el montañismo, leer novelas de misterio, bailar, pintar o leer cuentos a sus hijos".
Otros factores que también contribuyen a que el tiempo parezca transcurrir más rápidamente son los sucesos que se esperan con ansiedad y la familiaridad con lo que hacemos. A casi todos nos ha ocurrido que, al ir conduciendo en un lugar en donde nunca hemos estado, rodeados de un paisaje desconocido y sin saber bien a bien cuándo llegaremos a nuestro destino, el trayecto nos parece larguísimo. En cambio, el viaje de regreso da la impresión de durar mucho menos a pesar de que recorremos la misma distancia. Y es que en el regreso desaparece la novedad del trayecto de ida. Por ello se recomienda escoger en ocasiones otras rutas para lograr que el reloj avance más despacio.
Cuando los días se tornan idénticos unos a otros como las cuentas de un rosario, se fusionan a tal grado que hasta los meses se transforman en días. Para contrarrestar esta sensación, busque la manera de interrumpir la estructura cotidiana a fin de detener el tiempo, por así decirlo.
Una conocida mía que desempeña un empleo muy difícil, aprovecha su hora de almuerzo para explorar la ciudad. Hace poco visitó el zoológico al cabo de varios años de no hacerlo, y así pudo romper lo que siempre había sido para ella un bloque sólido de días idénticos.
Aprender algo nuevo es otra manera de hacer más lento el paso del tiempo. Una de las razones por las que los días de nuestra juventud nos parecen tan plenos y tan largos, es que son días de aprendizaje y descubrimientos. Muchos de nosotros dejamos de aprender cuando salimos de la escuela, pero no debería ser así.
Ronald Graham, matemático de prestigio internacional que trabaja en los laboratorios de la AT&T Bell, nunca se queja de la rapidez con que pasa el tiempo. He aquí su secreto: "No tema ser un principiante". En los últimos 40 años logró dominar la lengua china, aprendió a tocar el piano, y no ha dejado de hacer juegos malabares ni de practicar ejercicios acrobáticos, todo ello combinado con la redacción de incontables trabajos científicos y viajes en los que anualmente recorre decenas de miles de kilómetros.
Algunas veces se logra, valga la expresión, detener un poco el reloj si se reconsidera el pasado. El llevar un diario o escribir nuestra autobiografía son formas excelentes de aclarar la nubosidad de los años pasados, de modo que dejen de constituir una mescolanza carente de significado y sean una urdimbre de sucesos y logros significativos.
Poco antes de cumplir 65 años, mi padre empezó a escribir sin mucho rigor sus memorias. Andando el tiempo, aquellas anotaciones llenaron varios cuadernos muy gruesos. Sus hijos le compramos un procesador de palabras y, de las casi 400 cuartillas del texto, hemos visto surgir la trama de una vida maravillosamente plena.
Un personaje de Damage ("Avería"), novela de Josephine Hart, se queja: "El tiempo cabalgó victorioso por mi vida. A duras penas pude llevar la rienda en mis manos". Con estas sugerencias y un poco de imaginación, podría usted llevar la rienda y moderar el galope. Llene sus días con logros y cosas nuevas. Saboree cada instante. Al fin y al cabo, dice el ensayista francés Montaigne, "El valor de la vida radica, no en el número de días, sino en cómo los aprovechemos".
CONDENSADO DE "MCCALL'S" (OCTUBRE DE 1991). © 1991 POR THE NEW YORK TIMES CO., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.