LOS HOMBRES PARADÓJICOS (Charles L. Harness)
Publicado en
mayo 05, 2013
Título original en Inglés
THE PARADOX MEN (Flight into yesterday)
Traducción de Edith Zilli
Diseño portada Nelson Leiva
©1953 by Charles L. Harnes
© 1977 Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A. (EDHASA)
Avda. Infanta Carlota, 129 Barcelona–15
Telfs. 230 18 51 239 39 30
IMPRESO EN ESPAÑA
Depósito Legal: B. 47.170–1977
ISBN: 84–350–0187–3
PRÓLOGO
No tenía la menor idea sobre su propia identidad.
Tampoco sabía por qué braceaba con tanta desesperación en el agua fría y negra.
Ni por qué había un gran objeto maltrecho y brillante diez metros más allá, bajo la luz de la luna.
Por su mente aturdida cruzó por un instante la imagen de vastas distancias atravesadas a velocidad increíble, pero desapareció en seguida.
Le dolía terriblemente la cabeza y carecía de todo recuerdo.
De pronto, hacia adelante, un cegador destello de luz barrió las aguas y se detuvo sobre el flanco deshecho de la nave, que se hundía rápidamente. Creyó ver sobre el casco destrozado un animalillo de grandes ojos, con la piel aplastada al cuerpo estremecido.
Casi de inmediato apareció una lancha liviana, guarnecida en bronce, que se detuvo junto al casco. Supo entonces, sin saber por qué, que no debía demorarse allí. Tras comprobar que el objeto aferrado en su mano izquierda seguía a salvo se volvió hacia las luces distantes de la costa y comenzó a nadar con un lento y silencioso estilo pecho...
I
NUDO CORREDIZO PARA UN PSICÓLOGO
Tras el antifaz un par de ojos atisbaba en la semipenumbra de la habitación. Detrás de aquellas puertas metálicas se ocultaban las joyas de la Casa de Shey, un montón centelleante que compraría la libertad de cuatrocientos hombres. Cualquier error que cometiera en ese momento lanzaría un verdadero infierno sobre aquel enmascarado. Pero fuera, en la gran ciudad, empezaba a romper el alba, obligándolo a actuar con celeridad. Debía avanzar hacia aquella puerta de puntillas, acercar la diminuta caja de voces al centro de la gran roseta de bronce y apoderarse de la fortuna encerrada allí, para desaparecer de inmediato.
La esbelta figura de antifaz negro se recostó contra la pared, de donde colgaban tapices bordados en oro y platino, y escuchó con atención. Primero, el ritmo de su extraño corazón; después, el mundo que lo rodeaba.
Desde el otro extremo de la habitación, distante unos seis metros, subía y bajaba el ronquido leve y complacido del conde Shey, psicólogo imperial a ratos, pero más famoso por sus riquezas y su diletantismo. Su amplio estómago debía estar lleno aún de faisán y borgoña cosecha 1986.
Los labios de Alar se curvaron amargamente bajo la máscara.
A través de la puerta cerrada a sus espaldas le llegaba el susurro de un mazo de barajas y las voces apagadas de los custodias personales de Shey, que llenaban el cuarto. No se trataba de siervos esclavos, privados de todo voluntad, sino de soldados duramente adiestrados, que recibían una excelente paga; todos eran muy veloces con la espada. Alar crispó inconscientemente la mano sobre la empuñadura de su propio sable; su respiración se hizo más rápida aún. Ni siquiera un diestro Ladrón como él podía hacer frente a seis de los guardias que Shey se costeaba. Sus últimos años de vida habían sido tiempo prestado; era una suerte que esta misión no involucrara derramamiento de sangre.
Silencioso como un gato, se deslizó hasta la puerta de bronce, mientras sacaba el pequeño cubo del saco que llevaba a la cintura. Sus dedos sensibles encontraron el centro de la roseta, donde se ocultaba la cerradura vocal. Al oprimir el cubo al frío metal percibió un leve chasquido; entonces sonaron las palabras grabadas en la aguda voz de Shey, casi inaudibles; les habían sido robadas una a una, día por día, en el curso de las semanas anteriores.
Volvió a guardar el cubo y aguardó.
Nada.
Por un largo instante Alar permaneció inmóvil; sentía la garganta seca y los sobacos mojados. Quizá la Sociedad le había proporcionado una clave vocal fuera de uso o, había una variante insospechada.
Fue entonces cuando reparó en dos detalles. En primer lugar fue el ominoso silencio de la sala y del cuarto de los guardias. Pero además habían cesado los ronquidos provenientes de la cama. El instante siguiente se alargó, infinito, hacia su culminación.
Era evidente que la señal incorrecta había activado alguna alarma invisible. Aun mientras su cerebro trabajaba en frenética urgencia, imaginó por un momento el rostro duro y alerta de los quinientos policías imperiales, que ya habrían encaminado hacia esa zona los patrulleros a chorro.
Desde la sala le llegó un leve y vacilante arrastrar de sandalias. Comprendió al momento que los guardias estaban desconcertados por la posibilidad de que su intervención pusiese en peligro al amo. Pero no tardarían en gritar.
Llegó de un solo salto a la puerta que comunicaba el dormitorio con el cuarto de la guardia y la cerró violentamente con los cerrojos electrónicos. Al otro lado se alzaron voces coléricas.
– ¡Traigan una fresa a rayos! –gritó alguien. La puerta caería en poco tiempo.
Simultáneamente sintió un fuerte golpe en el hombro izquierdo y el dormitorio se iluminó súbitamente, Giró sobre sí, agachado, para observar fríamente al hombre que le había disparado desde la cama.
La voz de Shey era una extraña mezcla de somnolencia, alarma e indignación.
– ¡Un Ladrón! –exclamó, arrojando el revólver–. Estas armas no sirven de nada contra la pantalla que les rodea el cuerpo. Y aquí no tengo espada.
Y agregó, mientras se pasaba la lengua por los labios gordinflones, con una risita nerviosa:
–Recuerde que el código de los Ladrones prohíbe lastimar a un hombre indefenso. Mi bolsa está sobre la mesa de los perfumes.
Ambos escucharon el sonido mezclada de las sirenas policiales distantes y las ahogadas maldiciones que provenían del otro lado de la puerta. –
–Abra el cuarto de las joyas –indicó Alar, serenamente.
Los ojos de Shey se dilataron, atónitos:
– ¡Mis joyas! ¡No se las daré!
Tres sirenas se oían ya muy próximas; de pronto cesaron de sonar. La policía imperial estaría bajando del patrullero a chorro, con sus. Kades semiportátiles, capaces de volatilizarlo, con armadura o sin ella.
Mientras tanto la puerta del dormitorio empezaba a vibrar bajo el efecto de la fresa a rayos.
Alar se encaminó tranquilamente a la cama y se detuvo junto al grueso rostro de Shey, vuelto hacia arriba en temblorosa palidez. Con un solo movimiento, de sorprendente destreza, el Ladrón sujetó el párpado izquierdo de su huésped entre el índice y el pulgar. Este dejó escapar un horrorizado cloqueo, pero levantó la cabeza, a desgana, con dolor. Se sentó en el borde de la cama. Se puso de pie. Cuando trató de aferrar a su torturador por la garganta fue como si un cuchillo se le clavara en el ojo.
Un momento después se detenía ante el cuarto de sus amados tesoros, con el rostro inundado de sudor.
Todas las sirenas habían cesado. Frente a la casa debía haber por lo menos cien patrulleros. Shey también lo sabía, y una mueca astuta se le dibujó en los labios.
–No me siga lastimando –exclamó–; voy a abrir el cuarto de las joyas.
Acercó los labios a la roseta y susurró unas pocas palabras. La puerta se deslizó sin ruido hacia el interior de la pared. El psicólogo retrocedió a tropezones, frotándose el ojo, mientras el Ladrón entraba a la alcoba de los tesoros.
Alar abrió los cajones de teca con metódica celeridad, guardando en la bolsa su reluciente contenido. Un Ladrón de menor experiencia no habría sabido dónde ni cuándo detenerse, pero él sí. En el momento en que alargaba la mano hacia un hermoso brazalete, que bien valía la libertad de cuarenta hombres, interrumpió el movimiento y cerró de un tirón la boca de su saco.
De un solo brinco estuvo en la entrada, precisamente en el instante en que la puerta del dormitorio caía hacia adentro, precediendo a una confusa aglomeración de espadas. Sacó rápidamente la suya y desarmó al guardia más próximo, pero sabía que las probabilidades adversas eran demasiadas; era forzoso que lo hirieran, que lo mataran tal vez antes de que lograra llegar a la altísima ventana. Antes de saltar tenía que atar la punta enroscada de su cordón amortiguador a algún objeto inmóvil. Pero ¿cuál?, el lecho de Shey no era de los antiguos y no tenía columnas. Súbitamente encontró la solución.
Por una milagrosa suma de coordinación y destreza había logrado evitar todo rasguño en la retirada hacia la ventana abierta. Los guardias, desacostumbrados a semejante ataque masivo contra un solo oponente, no se combinaban en un asedio simultáneo, sino que cargaban cada uno por su cuenta; así pudo parar cada golpe a medida que se presentaba. Pero en cierto momento, quizá por casualidad, dos guardias lo atacaron al mismo tiempo desde lados opuestos. Alar intentó parar las dos estocadas con un intrincado golpe de hoja, pero el ángulo de aproximación era demasiado amplio.
Empero, aún mientras su sable perdía contacto con el de su atacante de la derecha, logró sacar con la izquierda el nudo corredizo del cordón amortiguador que llevaba en el pecho. Cuando la hoja se le hundió en el costado ya había lanzado el extremo hacia la cara húmeda e indefensa de Shey, que estaba acurrucado en el otro lado de la cama.
No se detuvo a comprobar si el nudo corredizo había alcanzado el cuello de Shey o no; se lanzó violentamente hacia atrás. La espada que se había hundido en su costado no salió de la herida, sino que escapó de la mano del guardia. Con la hoja clavada en el flanco, Alar se lanzó por la ventana hacia el espacio.
En algún punto de los primeros treinta metros de caída, mientras contaba los cuatro primeros segundos, sintió el dolor en el costado. La herida no era grave: la hoja había tajeado la carne y pendía sostenida por el ropaje. El Ladrón la arrancó.
La soga debía tensarse gradualmente en el cuarto segundo, siempre que el lazo corredizo hubiera calzado en el cuello de Shey: por lógica todos los guardias se lanzarían a sostenerla con las manos desnudas, y pasaría buena parte de un minuto antes de que a uno se le ocurriera cortarla con la espada. Por entonces él mismo se habría encargado de seccionarla.
De pronto notó que el aturdidor quinto segundo había pasado ya; y él seguía precipitado en caída libre. El lazo no había apresado su blanco.
Era extraño: no sentía pánico ni temor. Muchas veces se había preguntado cómo sobrevendría la muerte y cómo saldría él a su encuentro. Ya no tendría oportunidad de contar a sus compañeros, los Ladrones, que su reacción ante la muerte inminente era sólo una capacidad de observación altamente intensificada. Que podía distinguir cada grano de cuarzo, de feldespato y mica en el granito de las paredes que pasaban velozmente hacia arriba. Y que cuanto le había ocurrido en su segunda vida pasaba ante él en escenas de deslumbradora claridad. Todo, excepto la clave de su identidad.
Pues Alar no sabía quién era.
Y mientras rechinaba la rueda de la muerte, revivió el momento en que los dos profesores lo habían encontradp; él tenía entonces unos treinta años; lo habían descubierto vagando, aturdido, por una ribera del Ohío superior. Revivió las pruebas exhaustivas a las que fue sometido en aquellos días. Lo creían enviado por la policía imperial para espiarlos, y el mismo Alar no estaba en condiciones de afirmar lo contrario, pues su amnesia era total. De toda su vida pasada no quedaba un recuerdo que sirviera de indicio sobre su identidad.
Recordó la sorpresa de los profesores ante la sed de conocimientos que él demostraba, la primera y última clase universitaria a la que asistió, la cortés somnolencia en la que cayó tras el cuarto error escuchado al catedrático.
Recordó vívidamente la maniobra de los profesores, convencidos ya de que su amnesia no era fingida, para proporcionarle documentos. Con unos papeles comprados por ellos se convirtió, de la noche a la mañana, en doctor en Astrofísica, proveniente de la universidad de Kharkov, con licencia por receso, y en conferenciante suplente de la Universidad Imperial, donde dictaban cátedra sus dos protectores.
Después vinieron las largas caminatas nocturnas, su arresto, el castigo a manos de la policía imperial, la progresiva conciencia de la perversidad que lo rodeaba. Y un día vio aquel camión destartalado y maloliente que pasaba por las calles al amanecer, con su gemebunda carga de ancianos esclavos. Más tarde preguntó a los profesores adónde se los llevaban. "Cuando un esclavo es demasiado viejo para trabajar se le vende", fue toda la respuesta.
Pero al fin descubrió el secreto. El osario. El precio de su descubrimiento fue el de dos balazos en el hombro, disparados por la guardia.
De todas las noches grabadas en su memoria era aquélla la más reveladora. Al entrar a su dormitorio por la madrugada, arrastrándose ciegamente, se encontró con que los dos profesores lo estaban esperando allí, acompañados por un extraño que llevaba una bolsa negra. Recordaba confusamente la dolorosa curación del hombro, el vendaje blanco y, por último, la nausea momentánea que siguió a cierto escozor extendido desde la nuca a los dedos del pie: la armadura de Ladrón.
Durante el día daba conferencias sobre astrofísica. Por la noche aprendía las sutiles artes de escalar una pared lisa con las uñas, de cubrir en ocho segundos una distancia de noventa metros, de parar las arremetidas de tres policías imperiales. En los cinco años que llevaba en la Sociedad de Ladrones había robado un botín equivalente a las riquezas de Creso, gracias al cual la Sociedad había podido liberar a miles y miles de esclavos.
De ese modo se había convertido en Ladrón, y por eso cumplía en ese momento una desagradable máxima de la Sociedad: "Ningún Ladrón muere de muerte natural".
De pronto sintió un fuerte golpe en la espalda y un súbito tirón del chaleco negro. El cordón amortiguador, tenso como un cable de acero, lo había lanzado contra el edificio. Ensanchó los pulmones en el primer aliento que tomaba desde el principio de la caída. Estaba salvado.
El descenso se iba amortiguando gradualmente. Después de todo el lazo se había cerrado en torno al cuello de Shey. Imaginó con una sonrisa la batahola que se habría armado arriba por entonces: los seis hombres fornidos estarían sujetando aquel hilo delgado con las manos desnudas para mantener con vida a quien los alimentaba. Pero en pocos segundos a alguno se le ocurriría cortar la soga.
Miró hacia abajo. No había caído con tanta velocidad como creía. Por lo visto había contado los cuatro segundos con demasiada rapidez. ¿Por qué se alargaba tanto el tiempo en presencia de la muerte?
La calle en penumbras subía velozmente a su encuentro. Hacia abajo se veían pequeñas luces escurridizas; probablemente correspondían a los coches blindados de la policía imperial, cargados de Kades semiportátiles de corto alcance y de granadas de mano. Sin duda alguna, habría cinco o seis rayos infrarrojos enfocados sobre ese costado del edificio; era sólo cuestión de tiempo que lo descubrieran. No parecía probable que los de la policía imperial le acertaran un disparo directo, pero el cordón amortiguador resultaba muy vulnerable. Cualquier fragmento metálico podía cortarlo con facilidad.
Las luces aumentaban de tamaño en forma alarmante. Alar levantó la mano hacia la caja del cordón, listo para poner en marcha el desacelerador; a unos treinta metros del suelo trabó la palanca de embrague. La brusca desaceleración estuvo a punto de desmayarle. Finalmente cayó de pie, aturdido, y cortó el cordón para echar a correr. Se encaminó hacia una calle, apenas iluminada por la próxima aurora.
¿Hacia dónde huir? ¿Acaso los coches policiales le estarían aguardando, con sus Kades listas, en cuanto doblara la esquina? ¿Estaban bloqueadas las calles? En los segundos siguientes tendría que actuar con la máxima exactitud.
Un rayo de luz se le clavó desde la izquierda, seguido por el rumor de pasos en carrera. Giró sobre los talones, alarmado, y se encontró frente a una centelleante silla de manos transportada por ocho robustos esclavos, cuyas caras sudorosas reflejaban la rojiza luz de Levante... La voz confusa de una mujer flotó hasta él; la silla ya había pasado.
A pesar del peligro estuvo a punto de echarse a reír. Puesto que los automóviles a chorro, propulsados por energía nuclear; estaban al alcance de todos, la nobleza no podía distinguirse de la burguesía sino utilizando la medieval silla de manos cuando salía de parranda.
Sólo cuando el rumor de pasos se perdió en la distancia cobró conciencia de lo que aquella voz femenina había dicho:
–La esquina a tu derecha, Ladrón.
Debía ser una enviada de la Sociedad. Pero en realidad no cabía elección alguna. Tragó saliva y se lanzó hacia la calle lateral indicada. Se detuvo en seco.
Tres Kades giraron desde otros tantos patrulleros para apuntarle. Alzó las manos y se dirigió lentamente hacia el coche de la izquierda, gritando:
– ¡No disparen! ¡Me rindo!
Y entonces respiró con alivio. El doctor Haven descendía del coche impostor, con la espada desnuda, fingiendo avanzar cautelosamente a su encuentro; llevaba en la mano un par de esposas.
–¡La recompensa se reparte entre todos! –gritó un policía desde el coche situado en el medio.
El doctor Haven no se volvió, pero levantó una mano en señal de acuerdo.
–Tranquilo, muchacho –susurró a Alar–. Gracias a los dioses viniste hacia aquí. ¿Has perdido un poco de sangre? En el coche hay un médico. ¿Podrás ir a dar tu conferencia?
–Creo que sí, pero en caso de que me desmaye las joyas están en la bolsa.
–Bien. Eso equivale a cuatrocientos hombres libres.
En seguida tomó a Alar por el cinturón y exclamó con rudeza:
– ¡Vamos, escoria! ¡Tienes muchas preguntas; que contestar antes de que te matemos!
Pocos minutos después el coche de los Ladrones dejó atrás a la escolta, cambió su insignia y se dirigió hacia la universidad a toda prisa.
II
LA DAMA Y EL TARSERO (1)
La mujer, sentada frente al espejo, se cepillaba en silencio la cabellera negra. Aquellas largas hebras lustrosas lanzaban destellos azulados bajo el resplandor de la lámpara, su misma abundancia formaba un marco contrastante con el rostro, pues acentuaba la blancura de la piel y la palidez de sus labios y mejillas. La cara era tan fría y serena como vibrante y cálido el pelo. Pero los ojos eran distintos: grandes y negros, llenaban de vida las facciones para armonizarlas con la cabellera. También ellos centelleaban a la luz de la lámpara, pero a la mujer le era imposible velarlos como sabía velar el rostro; sólo podía ocultarlos en parte bajo las pestañas entornadas. Y eso hacía en ese momento, para beneficio del hombre que tenía de pie a su lado.
–Tal vez te interese conocer la última oferta –dijo Haze-Gaunt.
Aparentaba jugar perezosamente con los colgantes de esmeralda de la lámpara, pero ella sabía que todos sus sentidos estaban a la caza de su más ligera reacción. El hombre agregó:
–Ayer Shey me ofreció dos billones por ti.
Unos pocos años antes ella se habría estremecido ante esa frase, pero ahora...
Siguió cepillando su pelo negro con golpes largos y rítmicos. Sus serenos ojos oscuros buscaron la cara de él en el espejo.
El rostro del Canciller de América Imperial era distinto a todos los rostros de la Tierra. Aunque el cráneo estaba afeitado por completo, el pelo incipiente revelaba una te alta y amplia, bajo la cual brillaban los ojos hundidos, duros e inteligentes. La nariz aguileña presentaba una ligera irregularidad, como si en algún momento se la hubiera quebrado. Sus mejillas eran anchas, pero la carne estaba bien extendida sobre los huesos, limpia y sin heridas, con excepción de una cicatriz casi invisible en la barbilla prominente. Ella conocía bien sus ideas sobre el duelo: los enemigos debían ser ejecutados limpiamente y sin riesgos innecesarios por especialistas en el arte. Era valiente, pero no cándido. En cuanto a la boca, en otro hombre podría haber parecido firme, pero en contraste con aquellas facciones resultaba vagamente petulante. Revelaba al hombre que lo tenia todo... sin tener nada.
Pero tal vez lo más notable era aquel diminuto simio de enormes ojos, encaramado a su hombro, eternamente asustado; parecía comprender cuanto el hombre decía.
–¿No te interesa? –preguntó Haze-Gaunt, sin sonreír, mientras alzaba la mano en un gesto inconsciente para acariciar a su pequeña mascota encogida.
Jamás sonreía, y muy pocas veces se le había visto fruncir el ceño. Una disciplina férrea defendía aquel rostro de lo que él consideraba emociones pueriles. Sin embargo no lograba ocultar sus sentimientos a esa mujer.
–Claro que me interesa, Bern. ¿Han llegado a algún trato sobre mi persona?
Si Haze-Gaunt se sintió desairado no dio señal alguna de ello, aparte de una imperceptible tensión en los músculos de la mandíbula. Pero ella sabía que le habría gustado arrancar las borlas de la pantalla y arrojarlas al otro lado de la habitación. Prosiguió cepillándose el pelo en impertérrito silencio; sus ojos calmos miraban fijamente a los otros, reflejados en el cristal. El observó:
–Tengo entendido que hoy dijiste algo a un hombre que pasaba por la calle. Esta mañana, cuando los esclavos de la silla te traían a casa.
–¿De veras? No recuerdo. Tal vez estaba ebria.
–Algún día –murmuró él–, algún día te venderé a Shey. El adora los experimentos. Me pregunto qué hará contigo.
–Si quieres venderme, véndeme.
El curvó apenas los labios, diciendo:
–Todavía no. Después de todo, eres mi mujer.
Lo dijo sin sentimientos, pero en la comisura de su boca hubo un leve dejo de burla.
–¿Ah, sí? –replicó ella, sintiendo el rostro súbitamente arrebatado; el espejo reflejó el intenso rosado que le trepaba hacia las orejas– Creía que era tu esclava.
Los ojos de Haze-Gaunt centellearon en el espejo. Había notado el rubor en sus mejillas, cosa que provocó en ella una secreta cólera. Esos eran los momentos en que él disfrutaba la venganza contra su esposo... su verdadero esposo.
–Es lo mismo, ¿no?
La leve burla se había transformado sutilmente en una vaga complacencia. Ella estaba en lo cierto: Haze-Gaunt se había anotado un punto y disfrutaba de él.
–¿Por qué te molestas en informarme dula oferta de Shey? Ya sé que te procuro demasiado placer para que me trueques por un poco más de riqueza. Ese dinero no calmará tu odio.
La ligera curva de sus labios dejó paso nuevamente a la línea aguda de la boca. Sus ojos se clavaron en los de la mujer a través del espejo.
–Ya no necesito odiar a nadie –replicó.
Eso era cierto y ella lo sabía, pero se trataba de una verdad engañosa.
No necesitaba odiar a su esposo porque ya lo había aniquilado. No necesitaba odiar, pero aún odiaba. Envidiaba como nunca el éxito del hombre que ella amaba, y eso no cesaría jamás. Por eso la había hecho su esclava: porque era la bienamada del hombre a quien odiaba y, por lo tanto, en revancha contra el muerto.
–Siempre ha sido así –repuso ella, sosteniéndole la mirada.
–Ya no necesito odiar a nadie –repitió Haze-Gaunt con lentitud, remarcando las últimas palabras como para que ella captara su intención–. No puedes negarte al hecho de que te poseo.
Deliberadamente, la mujer lo dejó sin respuesta. En cambio pasó el cepillo de una mano a la otra con un gesto lánguido al que dio un aire insolente, mientras se decía: "Crees que no escapo porque no puedo, que estoy contigo porque no tengo otra salida. ¡Qué poco sabes, Haze-Gaunt!"
–Algún día –murmuró él– te venderé realmente a Shey.
–Ya lo dijiste.
–Quiero hacerte entender que lo digo en serio.
–Hazlo cuando quieras.
Sus labios volvieron a curvarse al responder:
–Lo haré. Pero aún no. Cada cosa a su tiempo.
–Como tú digas, Bern.
El televisor emitió un zumbido. Haze-Gaunt se inclinó y oprimió bruscamente la llave de "Recepción": inmediatamente se oyó una risita nerviosa. Puesto que la pantalla estaba instalada en la intimidad del boudoir, tenía un botón de funcionamiento manual que debía permanecer apretado para que la imagen operara en ambos sentidos. El canciller pulsó el botón, pero la pantalla permaneció en blanco.
– ¡Ah! –exclamó en un carraspeo la voz de quien llamaba– ¡Bern!
Era Shey.
–Vaya, vaya, el conde Shey.
Haze-Gaunt miró a la mujer, que había dejado caer el cepillo en la falda para ajustarse la bata al oprimir él el botón.
–Tal vez –agregó– llama para aumentar su generosa oferta, Keiris. Pero me mantendré firme.
Keiris no replicó. Shey, al otro lado de la línea, lanzaba exclamaciones quejumbrosas, tal vez más por lo inesperado de ese saludo que por la confusión. Sin embargo ella comprendió la sutileza que ocultaba el comentario de Haze-Gaunt: además de lanzar otro dardo hacia ella servía para comunicar a Shey que ella estaba presente y que, por lo tanto, debía mostrarse discreto.
–Bien, Shey –dijo bruscamente Haze-Gaunt–, ¿a qué obedece su llamada?
–He tenido un desdichado encuentro durante la noche. –¿Cómo?
–Con un Ladrón.
Shey se detuvo para esperar el dramático efecto de sus palabras, pero Keiris notó que en la cara del Canciller Imperial no se movía un solo músculo. Su única reacción consistió en una serie de rudas caricias al pequeño animal que llevaba al hombro. El pequeño simio se estremeció y dilató los ojos, más asustado que nunca.
–Me lastimó la garganta –prosiguió Shey, al ver que no habría comentarios–. Mi médico particular me ha estado atendiendo toda la mañana.
Soltó un suspiro y agregó:
–Nada serio, ningún dolor interesante; sólo una molestia. Y, claro está, un vendaje que sólo sirve para darme un aspecto ridículo.
Keiris pensó, secretamente divertida, que a eso se debía la falta de imagen: Shey era demasiado vanidoso para aparecer así en pantalla.
A continuación vino un rápido recuento del ataque y la huida del Ladrón, en todos sus detalles. Por lo visto la garganta de Shey se había recobrado lo bastante como para no estorbar el suave fluir de las palabras. Acabó su narración solicitando al Canciller que se encontrara con él, algo después, en la Sala del Cerebro Microfílmico.
–De acuerdo –aceptó Haze-Gaunt, y apagó el visor.
–Ladrones –dijo la mujer, retomando el cepillo.
–Criminales.
–La Sociedad de Ladrones –musitó Keiris– es la única fuerza moral de América Imperial. ¡Qué extraño! Derruímeo nuestras iglesias y dejamos que los Ladrones se encarguen de nuestras almas.
–Las víctimas rara vez manifiestan un despertar espiritual –replicó Haze-Gaunt en tono seco.
–No es de extrañar –repuso ella–. Esos pocos perjudicados que lloran por las chucherías perdidas no saben ver la salvación que eso representa para la humanidad.
–Importa muy poco qué uso de la Sociedad a su botín; recuerda que está constituida por vulgares Ladrones. Se trata de casos policiales.
– ¡Casos policiales! Precisamente ayer al ministro de Actividades Subversivas hizo una declaración pública, manifestando que si no se los aniquilaba en el curso de otra década...
–Lo sé, lo sé –interrumpió Haze-Gaunt, tratando de cortar la frase.
Pero Keiris no se dejó acallar.
Que si no los aniquilaban en el curso de otra década destruirían el presente equilibrio "beneficioso" entre hombres libres y esclavos.
–Y tiene toda la razón.
–Tal vez, pero dime: ¿es cierto que mi esposo fundó La Sociedad de Ladrones?
–¿Tu ex–esposo?
–No te andes con evasivas. Sabes de quién hablo.
–Sí, sé de quién hablas.
Por un fugaz instante la cara de Haze-Gaunt, completamente inmóvil, pareció transformarse en algo detestable. Guardó silencio por largo rato. Al fin dijo:
–Es una historia muy interesante. En su mayor parte la sabes tan bien como yo.
–Tal vez sé menos de lo que crees. Sé que tú y él eran enemigos irreconciliables en la Universidad Imperial, en la época de estudiantes; tú creías que él se esforzaba deliberadamente en ser mejor que tú, en derrotarte en las competencias universitarias. Tras la graduación todo el mundo parecía opinar que sus investigaciones eran algo más brillantes que las tuyas. Y en cierto momento hubo algo sobre un duelo, ¿verdad?
A Keiris le sorprendía el hecho de que los duelos hubieran vuelto a imponerse, con armas mortales y regidos por una severa etiqueta, en una civilización tan fríamente científica como la presente. Naturalmente muchos habían racionalizado ese hecho. La actitud oficial se limitaba a la resignación; las leyes lo prohibían, sin duda, pero ¿qué podía hacer el gobierno si la gente persistía en ese práctica ridícula? Sin embargo, Keiris sabía que bajo las apariencias legales el duelo era secretamente alentado. Muchos funcionarios se vanagloriaban públicamente de practicarlo, y explicaban que servía para instilar un espíritu saludable y vigoroso en la aristocracia. Sostenían que la época de los caballeros había renacido. Pero bajo todo eso, sin que nadie lo mencionara, existía la sensación de que los duelos eran necesarios para la preservación del estado. La Sociedad de Ladrones había vuelto a hacer de la espada un instrumento básico para la supervivencia y la última defensa de los déspotas.
Como su pregunta no había sido contestada, insistió:
–Lo desafiaste a un duelo, ¿no fue así? Y después desapareciste por varios meses.
–Disparé el primero... y fallé –respondió brevemente Haze-Gaunt–. Muir, con esa insufrible magnanimidad que le era característica, apuntó al aire. Los policías imperiales que nos estaban observando nos arrestaron. Muir salió bajo libertad condicional. En cuanto a mí, me condenaron y me vendieron a una gran huerta.
Una huerta hidropónica subterránea, mi querida Keiris, no es el paraíso campestre del siglo XIX. Pasé casi un año sin ver el sol. A mi alrededor maduraban las manzanas pero a mí me alimentaban con una basura que hasta las ratas habrían desdeñado. Unos pocos compañeros esclavos trataron de robar fruta, pero los sorprendieron y los mataron a latigazos. Yo me anduve con cuidado y pude esperar.
–¿Esperar? ¿Esperar qué?
–La oportunidad de huir. Lo hacíamos por turnos, sobre planes minuciosamente preparados; con frecuencia teníamos éxito. Pero el día antes de que me llegara el turno fui comprado y puesto en libertad.
– ¡Qué suerte! ¿Quién fue?
–El certificado hablaba de personas desconocidas", pero sólo pudo ser Muir. Había estado especulando, ahorrando y pidiendo prestado durante meses para lanzarme a la cara ese gesto definitivo de despectiva piedad.
El pequeño simio percibió la helada furia de su voz y corrió atemorizado por la manga de su chaqueta, hasta detenerse en el dorso de su mano. Haze-Gaunt lo acarició con el índice enroscado. En el cuarto no se oyó más que el suave roce de pelo y cepillo, en tanto Keiris proseguía con su silenciosa tarea, maravillada por la amargura demente que podía despertar un simple acto humanitario.
–Era insoportable –afirmó Haze-Gaunt–. Entonces decidí que dedicaría el resto de mi vida a la destrucción de Kennicot Muir. Podría haber contratado un asesino, pero quería matarlo con mis propias manos. Mientras tanto me dediqué a la política y progresé con rapidez. Sabía usar a la gente. El año pasado bajo tierra me había enseñado que por medio del temor se obtienen muchas cosas.
Pero ni siquiera en esa nueva carrera pude escapar a Muir. El día en que me nombraron Secretario de. Guerra, Muir descendió en la luna.
–Supongo –dijo Keiris, borrando cautelosamente el sarcasmo de sus palabras que no lo acusarás de haber planeado deliberadamente esa coincidencia.
–¿Qué importa si fue deliberado o no? La cosa es que fue así. Y eso no fue todo. Pocos años después, en la víspera de las elecciones que debían convertirme en el Canciller de América Imperial, Muir regresó de su viaje al sol. –
–Fue un momento de entusiasmo para el mundo entero, por cierto.
–También lo fue para Muir. Como si el viaje en sí no fuera suficiente para sacudir al populacho anunció un importante descubrimiento. Había hallado un medio para contrarrestar la tremenda gravedad solar mediante la constante síntesis de la materia solar en un notable combustible de fisión, a través de un mecanismo antigravitatorio. Una vez más fue el mimado de la Sociedad Imperial... y mi gran triunfo político quedó en la nada.
Keiris no se extrañó por la amargura oculta en esas palabras; le era muy fácil comprender el resentimiento que Haze-Gaunt habría experimentado en ese momento y el que aún sentía. Había llegado a ser un político de éxito en el preciso instante en que Muir se convertía en el héroe público. El contraste no resultaba halagüeño. El entrecerró los ojos y prosiguió:
–Pero mi paciencia debía tener al fin su recompensa. Fue hace exactamente diez años. Muir acabó por caer en la temeridad de diferir conmigo en un asunto estrictamente político: supe entonces que debía matarlo en seguida si no deseaba que me eclipsara para siempre.
–Es decir, debías hacerlo matar.
Ella había pronunciado las palabras sin parpadear siquiera.
–No, quería hacerlo yo, personalmente.
–Pero no en duelo, por cierto.
–Por cierto que no.
–No sabía que Kim hubiese intervenido nunca en la política –murmuró Keiris.
–El no lo consideraba desde el punto de vista político.
–¿En qué consistió el entredicho?
–Fue así: tras establecer las estaciones solares Muir insistió en que América Imperial siguiera su criterio personal en el empleo del muirio.
–¿Y cuál era esa política? –le urgió Keiris.
–Deseaba que la producción se empleara en mejorar el nivel de vida del mundo entero y para liberar a los esclavos; en cambio yo, el Canciller de América Imperial, sostenía que ese material era necesario para la defensa del Imperio. Le ordené regresar a la Tierra y presentarse ante mí en la cancillería. Nos entrevistamos a solas en la oficina interior.
–Kim estaría desarmado, ¿verdad?
–Por supuesto. Cuando le dije que era enemigo del estado y que era mi deber matarlo se echó a reír.
–Y tu le disparaste.
–Al corazón– Cayó. Salí del despacho para ordenar que se llevaran el cadáver, pero cuando volví con un esclavo doméstico él... o su cadáver... había desaparecido. Tal vez se lo llevó un camarada. Tal vez no lo maté. ¿Quién sabe? De cualquier modo, al día siguiente comenzaron los robos.
–¿Fue acaso el primer Ladrón?
–No lo sabemos con certeza, por supuesto. Sólo sabemos que todos los Ladrones parecen invulnerables a las balas de la policía. Si Muir llevaba puesta o no esa pantalla protectora cuando le disparé, no lo sabré jamás.
–¿En qué consiste esa pantalla? Kim nunca me habló de ella.
–Tampoco lo sabemos. Los pocos Ladrones que hemos cogido vivos no lo saben explicar. A las instancias de Shey han indicado que son un campo de respuesta a la velocidad, basado eléctricamente en el esquema encefalográfico de cada uno, y que se alimenta de sus ondas cerebrales. Lo que hace es expandir el impacto de la bala sobre una zona más amplia. Convierte el momento de esa fuerza en el momento que tendría el mismo golpe dado por una almohada.
–Pero la policía ha matado a Ladrones que llevaban la pantalla protectora, ¿no es así?
–En efecto. Tenemos cañones Kades semiportátiles que disparan rayos de calor de corto alcance. Y también, por supuesto, simple artillería con cápsulas atómicas explosivas; la pantalla permanece intacta, pero el Ladrón muere en poco tiempo debido a las heridas internas. Ahora bien, el arma principal es una que conoces bien.
–La espada.
–Exactamente. Puesto que la resistencia de la pantalla es proporcional a la velocidad del proyectil no ofrece protección alguna contra las cosas que se mueven con lentitud, comparativamente hablando, tales como la espada, el cuchillo o incluso la cachiporra. Y a propósito de espadas: tengo un compromiso con el ministro de Policía antes de encontrarme con Shey. Vendrás conmigo y presenciaremos la práctica esgrimista de Thurmond por unos minutos.
–No sabía que tu cacareado ministro de Policía necesitaba práctica. ¿No es acaso la mejor espada del Imperio?
–La mejor, sin duda alguna. Es la práctica lo que le ayuda a serlo.
–Una pregunta más, Bern. Como ex esclavo, ¿no deberías estar por la abolición de la esclavitud y no en su favor? Haze-Gaunt replicó sardónicamente:
–Quienes han luchado con todas sus fuerzas contra su propia esclavitud pueden saborear mejor el éxito mediante la esclavitud de otros. Repasa la historia.
1, Tarsero: mamífero nocturno cuadrumano, del género de los Tarsus, como el lémur; es originario de las Indias Occidentales, pequeño, peludo y de grandes ojos redondos.
III
EL CEREBRO
Un obsequioso esclavo doméstico, vestido con la librea gris y roja del ministro de Policía, los condujo por un corredor entre arcadas hasta las salas de esgrima. Ante el umbral de la cámara el esclavo les hizo una nueva reverencia y los dejó. Haze-Gaunt señaló un par de sillas y ambos se sentaron sin hacerse notar.
Thurmond había visto su entrada desde el centro del gimnasio; los saludó con una inclinación de cabeza y retomó una tranquila conversación con su adversario. Mientras tanto, Keiris admiraba a su pesar el rostro del ministro, que parecía tallado en acero y el torso musculoso, envuelto en una chaqueta de seda y un taparrabos suelto. Hasta ella flotó la voz metálica e indomable.
–¿Conoces las condiciones?
–Sí, excelencia –replicó vacilante el adversario, con el rostro cubierto de sudor y los ojos dilatados, vidriosos.
–Te lo recuerdo: si transcurridos sesenta segundos estás vivo aún, serás liberado. He pagado casi cuarenta mil unitas por ti; confío en que me los retribuyas. Empéñate a fondo.
–Lo haré, excelencia.
Keiris se volvió hacia Haze-Gaunt, que permanecía rígidamente erecto en la silla vecina, con los brazos cruzados sobre el pecho.
–Dime, Bern, con toda franqueza: ¿no piensas que hoy en día los duelos no son más que un deporte pervertido? ¿no se ha perdido acaso el honor que involucraba?
Hablaba en voz muy baja, para que sus palabras no llegaran a oídos extraños. El la escrutó con sus ojos duros e inteligentes, como para averiguar qué grado de seriedad había en su pregunta. Al ver que no era un mero intento de irritarlo, respondió:
–Los tiempos han cambiado. Sí, en verdad las tradiciones se han perdido en su mayor parte. La motivación principal no es ya asunto de "cobardía y valor".
–En ese caso ha degenerado en un mero rito bárbaro.
–De ser así tendrías que responsabilizar a los Ladrones por eso.
–Pero ¿fue alguna vez más que eso?
–En otros tiempos mereció gran respeto –replicó él, mientras observaba a Thurmond y a su contrincante, que elegían las armas–. Aunque su mayor importancia la tuvo en la antigüedad, el duelo privado de la época actual surgió del duelo judicial. En la Francia del siglo XVI se tomó muy común tras el famoso desafío entre Francisco 1 y Carlos V. Después de eso todos los franceses creyeron su deber emplear la espada en defensa del honor a la menor ofensa.
–Sin embargo –insistió Keiris– eso fue en Europa y en los tiempos antiguos. Aquí estamos en América.
Haze-Gaunt prosiguió observando a los dos hombros que se preparaban para el combate. Parecía haber olvidado a la mujer; su réplica fue más parecida a un monólogo que a una información para beneficio ajeno.
–No hubo rincón del mundo en que el duelo se tomara tan en serio como en América. Se libraban combates bajo cualquier condición, con las armas más inconcebibles. Y casi todos eran fatales. Eso fue lo que llevó a la promulgación de leyes que lo erradicaron hasta el advenimiento del Imperio.
Y agregó, volviéndose a mirarla.
–No es de extrañar que haya revivido.
–Pero ahora ha perdido toda respetabilidad moral –observó ella, haciendo uso de su derecho femenino a establecer su opinión como hecho definitivo–. Es sólo una invitación al asesinato legalizado.
–Hay leyes –objetó él–. Nadie está obligado a batirse en duelo.
–Como ese pobre diablo –replicó Keiris, señalando hacia el centro del gimnasio, con un relámpago en los ojos.
–Como él –afirmó sobriamente Haze-Gaunt–. Ahora calla, que van a comenzar.
––En garde!
Estocada, parada, finta, nueva estocada, parada...
El ritmo iba in crescendo. La espada de Thurmond tenía la fascinante delicadeza del instrumento que forma parte de su dueño. Este mostraba una increíble ligereza; se balanceaba sin esfuerzo de puntillas (postura inusitada en la esgrima), mientras su cuerpo bronceado ondulaba y lanzaba destellos como si él mismo fuera una hoja de acero bajo la suave luz de la cámara. Tenía los ojos entornados y el rostro inexpresivo como una máscara. Ni siquiera su respiración era perceptible.
Keiris pasó su atención al esgrimista esclavo, notando que el hombre había dejado a un lado su desesperación y se defendía con salvaje precisión. Hasta entonces su nuevo amo no lo había rasguñado. Tal vez en su vida libre había sido un peligroso duelista. Pero una diminuta línea roja apareció sobre el pecho, a la izquierda, como por arte de magia. Y otra en el lado derecho.
Keiris contuvo el aliento, con los puños apretados. Thurmond estaba tocando cada una de las seis secciones en las que se divide arbitrariamente el cuerpo del esgrimista, como prueba de que podía matar a voluntad a su adversario. El pobre condenado quedó boquiabierto; sus esfuerzos dejaron de ser científicos para tornarse frenéticos. Al aparecer el sexto corte sobre la parte inferior izquierda del abdomen lanzó un grito y se lanzó de lleno contra su torturador.
Antes de que la espada cayera al suelo era ya cadáver.
Sonó un gong, indicando que el minuto había pasado. Haze-Gaunt, hasta entonces pensativo y silencioso, se levantó con un breve aplauso.
–Bravo, Thurmond, buena estocada. Si no tiene ningún compromiso, me gustaría que me acompañara.
Thurmond entregó la espada enrojecida a un esclavo doméstico y se inclinó sobre el cadáver, en reverencia.
El hombre estaba sentado bajo una cúpula transparente, en estado de trance. Su rostro quedaba parcialmente oculto a la vista de Keiris por un objeto metálico de forma cónica que pendía desde la parte superior del globo, provisto en su extremo inferior de dos lentes. El hombre tenía la mirada fija en esas dos lentes visoras.
Su cabeza era desmesuradamente grande, aun para el cuerpo macizo; en cuanto a la cara, estaba reducida a una repulsiva masa de tejido rojizo y lacerado, desprovisto de facciones definidas. También las manos, desprovistas de vello, presentaban iguales heridas y malformaciones.
Keiris se agitó en su asiento, inquieta, entre el semicírculo de espectadores. A su izquierda estaba Thurmond, silencioso e imperturbable. A la derecha, Haze-Gaunt, inmóvil en su silla, con los brazos cruzados sobre el pecho. Era evidente que se estaba impacientando. Más allá estaba Shey, y junto a éste un hombre a quien ella reconoció como Gaines, el subsecretario de Espacio.
Haze-Gaunt inclinó ligeramente la cabeza hacia Shey.
–¿Demorará mucho? –preguntó.
Su peluda mascota parloteó nerviosamente, corrió por su manga y volvió al hombro. Shey, con una de sus sonrisas perpetuas, alzó una de sus manos regordetas en ademán de advertencia.
–Paciencia, Bern. Debemos aguardar a que se terminen de proyectar estas películas microfílmicas.
–¿Por qué? –preguntó Thurmond, con una mezcla de curiosidad e indiferencia.
El psicólogo sonrió, benigno.
–En este momento el Cerebro Microfílmico está en un profundo trance de aútohipnosis. Si lo expusiéramos a un estímulo exterior desacostumbrado provocaríamos la ruptura de alguna red neural subconsciente, perjudicando seriamente su utilidad como integrador de hechos desconectados al servicio del gobierno.
–Extraordinario –murmuró Thurmond, como ausente.
–Es realmente extraordinario –afirmó el rollizo psicólogo con amistosa ansiedad–. Aunque desde aquí no podemos verlo, cada uno de sus ojos está observando una película distinta, y cada película pasa a través del visor a la velocidad de cuarenta imágenes por segundo. El promedio aproximado de reversión que presenta la púrpura visual de la retina es de un cuarentavo de segundo; eso equivale al límite máximo de velocidad al que puede operar el Cerebro Microfílmico. Sin embargo, el proceso de pensamiento en sí es mucho más veloz.
–Comienzo a comprender –musitó Haze-Gaunt–cómo hace el Cerebro Microfílmico para leer una enciclopedia en una hora, pero sigo sin entender por qué debe trabajar bajo autohipnosis.
Shey irradió una sonrisa.
–Uno de los rasgos principales que distinguen la mente humana de la de su pequeña mascota, por ejemplo, es la capacidad de pasar por alto las trivialidades. Cuando el hombre común se dedica a resolver un problema excluye automáticamente todo lo que su conciencia cree irrelevante. Ahora bien, esos detalles rechazados, ¿son en verdad irrelevantes? Una prolongada experiencia nos indica que no se puede confiar en la conciencia. Por eso decimos: "Déjeme consultar esto con la almohada". Eso da al subconsciente la oportunidad de someter algo a la atención de la conciencia.
–En otras palabras –dijo Haze-Gaunt–, el Cerebro Microfílmico es efectivo debido a que funciona en un plano subconsciente y utiliza la suma total del conocimiento humano en cada problema sometido a su consideración.
– ¡Exacto! –exclamó el psicólogo, complacido.
–Me parece que están retirando el visor –observó Thurmond.
Todos aguardaron, llenos de expectativa, mientras el hombre se erguía en el interior del globo y los miraba fijamente.
–¿Han notado el estado en que tiene las manos y la cara? –murmuró el psicólogo–. Se quemó gravemente en el incendio de un circo. Antes de que yo lo descubriera se presentaba como un simple número de feria. Ahora se ha convertido en el instrumento más útil en mi colección de esclavos. Pero fíjese, Bern, está por analizar algo con Gaine. Escuche, y usted mismo podrá juzgar si vale la pena formularle alguna pregunta.
En la cúpula se abrió un panel transparente. El Cerebro se dirigió a Gaines; éste era un hombre alto, de mejillas sumidas.
–Ayer –expresó el Cerebro– usted me preguntó si la propulsión de Muir podía adaptarse a la T–veintidós. Creo que se puede. La propulsión Muir convencional depende de la fisión del muirio en americio y curio, cuyo resultado en energía equivale a cuatro billones de ergos por microgramo de muirio por segundo.
Sin embargo, cuando Muir sintetizó el muirio a partir del americio y el curio, en su primer viaje hacia el sol, no llegó a comprender que ese elemento podía sintetizarse también a partir de los protones y de los cuantos de energía, a una temperatura de ochenta millones de grados. Lo mismo ocurre a la inversa.
Si el núcleo de Muirio se escinde a ochenta quintillones de ergos por microgramo, lo que proporcionaría energía suficiente para acelerar rápidamente la T–veintidós hasta una velocidad superior a la de la luz, si no tenemos en cuenta la teórica limitación que impide superarla.
Gaines parecía vacilar.
–Es demasiada aceleración para la carga humana –observó–. El límite es de diez u once Gs, aun con un abdomen envasado a presión.
–Es un problema interesante –admitió el Cerebro–. Tal como la congelación lenta, unas cuantas Gs podrían quebrar y destruir la célula viva. Pero, por el contrario, unos cuantos millones de Gs, administrados ab initio y sin transición de baja a alta aceleración, podrían ser comparables a la congelación rápida que preserva las células vivas. Sin embargo a eso se reduce la analogía, pues el congelamiento inhibe el cambio celular y la gravedad en cambio, lo estimula. Observe usted el efecto de sólo una Gs en las plantas: hace que ciertas células vegetales se vayan acumulando lentamente hacia el cielo a fin de constituir el tallo y que otras se acumulen en dirección al centro de la tierra, formando la estructura del rizoma. Indudablemente, varios millones de Gs causarían transformaciones geotrópicas micro y macropatológicas impredictibles. Sólo puedo sugerirle que someta a varios conejillos de Indias a las condiciones del viaje antes de ensayarlo con seres humanos.
–Probablemente usted está en lo cierto. Instalaré una propulsión Muir, con el sistema de conversión adecuado, a ochenta millones de grados.
Así teminó la conversación. Gaines saludó al grupo con una reverencia y se retiró. Shey volvió hacia Haze-Gaunt su rostro entusiasta.
–Un ser notable, el Cerebro, ¿verdad?
–¿Le parece? También yo podría hacer otro tanto si mezclara algunos informes de periódicos viejos con un poco de supuesta ciencia y de charlatanería. Me pregunto qué haría si yo lo interrogara sobre algún tema que sólo yo conozco. Mi pequeña mascota, por ejemplo.
Y acarició al simio encaramado a su hombro. Aunque no se había dirigido en realidad al Cerebro, éste replicó de inmediato con voz monocorde:
–La mascota de Su Excelencia parece ser un tarsero espectral.
–¿Parece? Ya has perdido al vacilar.
–Sí, parece ser un Tarsius spectrum. Presenta ojos grandes, orejas largas y sensibles y los dedos prolongados que ayudan al tarsero a atrapar los insectos nocturnos. También tiene hocico pequeño y platirrino. Estructuralmente parece, como el tarsero espectral, más evolucionado que los lémures y menos que los monos, los antropoides y el hombre. Pero las apariencias engañan. El Tarsius es principalmente un cuadrúpedo arbóreo. Este animalillo puede bracear, como los primates; tiene pulgares prehensiles y es capaz de erguirse sobre los miembros traseros para cubrir distancias cortas.
–Todo eso es obvio para cualquier observador minucioso –replicó Haze-Gaunt–. Supongo que lo tomas por un fémur en mutación que evoluciona hacia los primates.
–Nada de eso.
–¿No? ¿Pero sí por animal terrestre?
–Es muy probable.
El Canciller se aflojó en el asiento, mientras pellizcaba distraídamente las orejas de su mascota.
–En ese caso puedo enseñarle un par de cosas –dijo, con voz ominosamente fría–. Esta criatura fue rescatada de las ruinas de una nave cuyo origen, es casi seguro, era el espacio exterior. Es la prueba viviente de una raza en evolución, notablemente parecida a la nuestra.
Y agregó, volviéndose lánguidamente a Shey:
–Ya ve usted, este hombre no puede ayudarme. Es un fraude. Debería hacerlo matar.
–Sé del naufragio al que usted se refiere –intervino el Cerebro, siempre calmo–. A pesar de su funcionamiento extraño, desconocido aún en la Tierra, con la posible excepción del mecanismo que acabo de explicar a Gaines para el T–veintidós, hay otras pruebas que indican un origen terráqueo de esa nave.
–¿Cuáles son esas pruebas? –preguntó Haze-Gaunt.
–Su mascota. No es un tarsioide evolucionado hacia el primate, sino una especie humana que ha degenerado hacia el tarsioide.
Haze.Gaunt no replicó palabra. Se limitó a acariciar la frágil cabeza del animalillo, que echaba temerosas miradas hacia el Cerebro por encima de su hombro.
–¿De qué habla el Cerebro? –susurró Shey.
Haze-Gaunt, sin prestarle atención, bajó nuevamente la vista hacia el Cerebro.
–Como comprenderás –le dijo–, no puedo permitir que me contradigas sin pedirte explicaciones.
El tono de su voz se estaba tornando más áspero. El Cerebro respondió, sin apresurarse:
–Piense en la ballena y la marsopa. Parecen estar tan adaptadas a la vida en el mar como el tiburón, o quizá más que él. Sin embargo sabemos que no son peces, sino mamíferos, puesto que tienen sangre caliente y respiran aire. Por medio de tales remanentes evolucionarlos sabemos que sus antepasados conquistaron la tierra seca para regresar más tarde al agua. Lo mismo ocurre con su mascota. En otros tiempos sus antecesores fueron humanos, tal vez más que eso, y habitaron la Tierra... ¡Porqué habla inglés!
Haze-Gaunt apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea blanca. El Cerebro continuó sin pausa:
–Sólo habla cuando está a solas con usted, y entonces le ruega que no se vaya. Es todo cuanto dice.
Haze-Gaunt se volvió hacia Keiris sin girar la cabeza, preguntando:
–¿Lo has oído, por casualidad? –No –mintió ella.
–Tal vez tienes algún extraordinario poder de síntesis de hechos –reconoció Haze-Gaunt, dirigiéndose al Cerebro–. Supongamos, por lo tanto, que te pregunto por qué esta bestezuela me niega que no me marche, si no tengo intenciones de abandonar el Imperio.
–Porque puede prever el futuro hasta ese punto –afirmó el Cerebro, con su voz monocorde.
Haze-Gaunt no dio señales de creerlo ni de rechazarlo; se frotó el labio inferior con el pulgar y contempló pensativamente al esclavo.
–No descarto la posibilidad de que seas un fraude. Sin embargo hay un asunto que me preocupa desde hace tiempo. Tal vez mi futuro y hasta mi vida dependan de la respuesta a esa pregunta. ¿Puedes decirme tanto la pregunta como su respuesta?
– ¡Oh, vamos, Bern! –protestó Shey– Después de todo...
Pero el Cerebro lo interrumpió a su vez:
–El gobierno de la América Imperial –entonó– querría lanzar un ataque sorpresivo a la Federación Oriental en un plazo de seis semanas. El Canciller desea saber si habrá factores desconocidos para él que le obliguen a postergar ese ataque.
Haze-Gaunt se inclinó hacia adelante, con el cuerpo en tensión. Shey ya no sonreía.
–Tal es la pregunta –admitió el Canciller–. ¿Y su respuesta?
–Existen en verdad factores que podrían requerir la postergación de ese ataque.
–¿De verás? ¿Cuáles son?
–Uno de ellos me es desconocido. La respuesta depende de datos al presente ignorados.
–Conseguiré esos datos –dijo Haze-Gaunt, con interés creciente– ¿Qué te hace falta?
–Un análisis bien realizado de cierta sección de la carta estelar. Hace cuatro años la Estación Lunar comenzó a enviarme películas microfílmicas de ambos hemisferios celestes tomados por segundo exacto. Una de estas placas es de especial interés, y opino que lo que muestra puede tener importancia para las civilizaciones futuras. Debería ser inmediatamente analizada.
–¿Importancia en qué sentido? –preguntó HazeGaunt.
–No lo sé.
–¿Eh? ¿Por qué no?
–Su conciencia no puede profundizar en el subconsciente –explicó Shey, manoseando sus ricas vestiduras–. Sólo puede sacar a luz las impresiones del subconsciente.
–Muy bien. liaré que el personal de la Estación Lunar se dedique a eso.
–Cualquier examen de rutina resultará inútil –advirtió el Cerebro–. Sólo puedo recomendar a dos o tres astrofísicos que son capaces de efectuar el análisis necesario.
–Nómbrame uno.
–Ames; recientemente lo han agregado al personal del Subsecretario Gaine. Tal vez éste acceda a...
–Accederá –replicó brevemente Haze-Gaunt–. Ahora bien, tú hablaste de "factores", en plural. Presumo que la placa estelar no es el único.
–Hay otro factor de incertidumbre –dijo el Cerebro–. Involucra la seguridad personal del Canciller, así como la de los ministros; pesa, en consecuencia, sobre el problema de posponer el ataque.
Haze-Gaunt miró con agudeza al hombre sentado dentro del globo. El Cerebro le devolvió la mirada con ojos de basilisco. El Canciller tosió.
–Ese otro factor.
El Cerebro retomó plácidamente el tema.
–La criatura más poderosa de la Tierra, al presente (no puedo referirme a ella con el término de hombre), no es ni el Canciller Lord Haze-Gaunt ni el Dictador de la Federación Oriental.
–No me dirás que es Kennicot Muir –dijo Haze-Gaunt, sarcásticamente.
–La criatura a la que me refiero es un profesor de la Universidad Imperial, llamado Alar; posiblemente debe su nombre a su alada mente. Es un Ladrón, según todas las probabilidades, pero eso no tiene importancia.
Ante la palabra "Ladrón" Thurmond se interesó.
–¿Por qué resulta tan peligroso? –preguntó–. El mismo código de los Ladrones los limita a defenderse.
–Alar parece ser un mutante con grandes poderes físicos y mentales en potencia. Si alguna vez descubre que los posee, considerando su presente punto de vista político, ningún ser humano de la Tierra estará a salvo de él, con código o sin él.
–¿Y en qué consisten esos poderes en potencia? –inquirió Shey– ¿Es hipnotizador? ¿Telequineta?
–No lo sé –admitió el Cerebro–. Sólo puedo decir que me parece peligroso; el porqué es cosa aparte.
Haze-Gaunt pareció perderse en sus pensamientos. Al fin dijo, sin levantar la vista:
–Thurmond, y usted, Shey, ¿quieren estar en mi despacho dentro de una hora? Que vaya también Eldridge, el de la Oficina de Guerra. Keiris, regresa a tus habitaciones en compañía de tus guardaespaldas. Te llevará toda la tarde vestirte para el baile de le Emperatriz.
Pocos minutos después los cuatro salían de la sala. Keiris se volvió para echar una última mirada; los ojos enigmáticos y fijos del Cerebro Microfilmico la dejaron preocupada. Por medio del código que habían preparado juntos, hacía ya mucho tiempo, el esclavo le había estado diciendo que debía prepararse para recibir a un Ladrón en sus habitaciones, esa misma noche, y protegerlo de sus perseguidores.
Y Haze-Gaunt esperaba que esa noche se presentara con él en el baile de máscaras.
IV
LA REDADA
Desde su asiento ante el piano de cola, Alar observaba por sobre las hojas de música a sus dos amigos: Micah Corrips, profesor de Etnología, y John Haven, profesor de Biología, ambos completamente absortos en su voluminoso manuscrito.
Los grandes ojos de Alar observaron brevemente a los dos sabios para perderse después más allá, entre las desordenadas pilas de libros y papeles, la hilera de esqueletos humanos y semihumanos, la cafetera que hervía lentamente junto a la ventana que daba a la calle. Allá estaba el recinto universitario; un gran camión negro trepaba lentamente en el atardecer, tras una arboleda de cipreses griegos. Se detuvo allí, sin que nadie descendiera.
El pulso de Alar se aceleraba lentamente. Tocó cierto acorde en el teclado; los dos hombres lo oyeron, sin lugar a dudas, pero no le prestaron atención.
–A ver, Micah, lee eso que tienes allí –dijo Haven el etnólogo.
Corrips, hombre corpulento y vigoroso, de ojos azules y simpáticos, sabía dictar su cátedra de modo tan seductor que se le había asignado el gran auditorio de la universidad como salón de clase. Tomó el prefacio y comenzó a leer.
–"Podríamos imaginar, si quisiéramos, que en las primeras horas de cierta tarde, en el año cuarenta mil antes de Cristo, la vanguardia de los hombres de Neanderthal llegó al valle del Ródano, donde ahora se alza la ciudad de Lyon. Estos hombres y mujeres, expulsados de sus tierras de caza, allá en Bohemia, por los glaciares que bajaban lentamente, habían perdido una tercera parte de sus compañeros en su marcha hacia el sudoeste, tras cruzar el helado Rin en el invierno anterior. Ya no había niños ni ancianos en el grupo. "Esta gente, proveniente de la Europa oriental, no se caracterizaba por su belleza. Eran morrudos y encorvados: carecían prácticamente de cuello; la nariz presentaba un puente ancho y huidizo y fosas aplastadas. Marchaban con las rodillas flexionadas, apoyando el peso sobre el borde exterior de los pies, tal como lo hacen los antropoides superiores.
Aun así eran mucho más civilizados que el brutal Eoántropo (¿Hombre de Piltdown? ¿Hombre de Heidelberg?) en cuyo territorio penetraban. La única herramienta del Eoántropo consistía en un trozo de pedernal astillado de forma tal que se ajustaba a su mano; le servía al mismo tiempo para escarbar las raíces y para tender alguna emboscada ocasional a los renos. Pasaba su breve y obtusa vida al aire libre. El de Neanderthal, por el contrario, fabricaba lanzas de piedra, cuchillos y sierras. Para eso empleaba con preferencia grandes astillas de pedernal, y no la parte más compacta. Vivía en cavernas y cocinaba sobre una hoguera. Debía tener alguna noción de la vida espiritual y del más allá, pues enterraba a sus muertos con armas y herramientas. El jefe del grupo...
–Perdón, caballeros –interrumpió Alar, serenamente–. Registro ciento cincuenta y cinco.
Sus dedos siguieron ondulando sobre el teclado en el segundo movimiento de la Patética. No había vuelto a levantar la vista de los pentagramas desde que mirara por primera vez por la ventana, como respuesta a la cálida aceleración de su extraño corazón.
–"El jefe del grupo –prosiguió Corrips–, canoso, pálido e inexorable, se detuvo y olfateó la brisa que venía del valle. Olió sangre de venado a pocos cientos de metros y algo más, un olor desconocido, parecido en cierta forma a la fétida mezcla de mugre, sudor y excrementos que caracterizaba a su propia banda.
Haven se levantó, golpeteó suavemente la pipa contra el cenicero que estaba sobre la gran mesa, estiró con languidez de tigre su cuerpo menudo y nervioso y se acercó lentamente a la cafetera puesta a hervir junto a la ventana. Alar, que estaba ya en el movimiento final de la Patética, lo observó con atención.
Corrips proseguía con la resonante lectura, sin cambiar la inflexión de su voz, pero Alar sabía que el etnólogo vigilaba a su colaborador por el rabillo del ojo.
–"El anciano se volvió hacia la pequeña banda y meneó su espada de pedernal, en señal de que había hallado un rastro. Los otros hombres alzaron las espadas para expresar su acuerdo y lo siguieron en silencio. Las mujeres desaparecieron entre la escasa espesura de la ladera.
Los hombres siguieron por el barranco las huellas del reno; pocos minutos después descubrían tras una mata un grupo formado por un viejo Eoántropo macho, tres hembras de distinta edad y dos niños; todos yacían enroscados, con expresión estupefacta, bajo una cascada de ramas y pedregullo que colgaba del barranco. Bajo la cabeza del viejo se veía la carcaza de un reno medio devorado que manaba todavía un poco de sangre.
Alar siguió a Haven con los ojos entornados. El pequeño biólogo se sirvió una taza de café cuya consistencia era la del lodo, le agregó un poco de crema del frigorífico portátil y lo revolvió con aire ausente, sin dejar de mirar por la ventana desde las sombras del cuarto.
–"Algún sexto sentido advirtió al Eoántropo del peligro que corría. El viejo macho sacudió sus doscientos cincuenta kilos y se inclinó sobre el reno, mientras buscaba a los intrusos con ojos miopes. No temía más que al Ursus spelaeus, el gigantesco oso de las cavernas. Las hembras y las crías se deslizaron tras él con una mezcla de curiosidad y temor.
Los invasores los observaron pasmados a través del verde follaje. Notaron en seguida que esos cazadores eran una especie de animal con pretensiones de hombre. Los más inteligentes de los Neanderthalenses, incluyendo al viejo jefe, intercambiaron miradas de colérica indignación. Sin pensarlo más, el jefe avanzó por entre la maleza y alzó su espada con un grito furioso.
Tenía la convicción de que esas ofensivas criaturas eran extrañas y por lo tanto intolerables; cuanto antes los matara más cómodo se sentiría. Lanzó la espada hacia atrás y la baló con toda su fuerza. Pasó a través del corazón del Eoántropo para asomar por el otro lado una punta de quince centímetros".
Hlaven se volvió con el ceño fruncido. En el momento en que se llevaba la taza a los labios moduló sin voz estas palabras: "Rayo de audio–búsqueda".
Alar comprendió que Corrips había captado la señal, aunque seguía leyendo como si nada ocurriera.
–"El bruto que empuñaba aquella espada, enfrentado al problema de un pueblo extraño, había llegado a una solución por una simple respuesta instintiva: primero se mata, después se piensa.
Esta reacción instintiva, vestigio tal vez de la minúscula organización mental de su antepasado insectívoro (¿Zalambdolestes?), que se remonta probablemente al Cretáceo, ha caracterizado a todas las especies de homínidos antes y después de Neanderthal.
La reacción sigue siendo fuerte, como pueden atestiguarlo tristemente las tres guerras mundiales. Si el hombre de la espada hubiese podido razonar en primer término y apuñalar después, sus descendientes habrían alcanzado quizá las estrellas en el curso de pocos milenios.
Ahora queda América Imperial obtiene materiales escindibles directamente de la superficie del sol, los hemisferios del este y del oeste no tardarán en ensayar la superioridad de sus respectivas culturas. Sin embargo esta vez ninguno de los adversarios puede confiar en la victoria, en el punto muerto, ni siquiera en la derrota.
La guerra terminará simplemente porque no quedarán seres humanos para luchar. Cuanto más habrá un centenar de criaturas animalizadas que se ocultarán en los más lejanos corredores de las ciudades subterráneas a lamerse las heridas provocadas por la radiación y compartirán con unas cuantas ratas los cadáveres tan bien preservados, puesto que no habrá bacterias que los descompongan. Pero aun los ghouls (2) son estériles, y en una década más... "
2 Ghoul: demonio necrófago (N. de /a T.)
En ese momento se oyó un golpe en la puerta.
Haven y Corrips intercambiaron una rápida mirada. Haven dejó el café y se dirigió al vestíbulo. Corrips revisó prontamente la habitación, comprobando la posición de los sables que pendían de unas correas entre los esqueletos homínidos, con inocente aspecto decorativo. La voz de Haven dijo desde el vestíbulo:
–Buenas tardes, señor. ¿Con quién tengo el gus... ? ¡Ah, general Thurmond! ¡Qué agradable sorpresa, general! Lo reconocí de inmediato, pero claro está, usted no me conoce. Soy el profesor Haven.
–¿Me permitiría pasar, doctor Haven?
Había algo helado y mortal en aquella voz seca.
– ¡Por supuesto! ¡Caramba, si es un honor! ¡Pase, pase! ¡Micah, Alar! ¡Es el general
Thurmond, ministro de Policía!
Alar comprendió que aquella efusividad enmascaraba un desacostumbrado nerviosismo. Corrips coordinó sus movimientos de modo tal que el grupo se reunió junto a los homínidos. Alar, que lo seguía de cerca, notó que las manos del etnólogo se retorcían sin cesar. ¿Por qué tanto miedo por un solo hombre? Su respeto por Thurmond iba en aumento.
El ministro ignoró las presentaciones, aunque atravesó a Alar con una mirada de apreciación.
–Profesor Corrips – carraspeó suavemente–, usted leía algo muy peculiar precisamente antes de que yo llamara. Sin duda sabía que teníamos un rayo de audio–búsqueda instalado en el estudio.
–¿De veras? ¡Qué extraño! Estaba leyendo un libro que el doctor Haven y yo estamos escribiendo en colaboración: El suicidio de la especie humana. ¿Le interesó?
–Sólo casualmente. En realidad, el tema corresponde al ministro de Actividades Subversivas. Se lo informaré, naturalmente, para que tome las medidas que crea conveniente. Pero lo que me trae aquí es otro asunto.
Alar sintió que la tensión subía una octava completa. Corrips respiraba ruidosamente; Haven, en cambio, parecía paralizado. La aguda mirada de Thurmond no habría pasado por alto los sables que colgaban entre los homínidos.
–Tengo entendido que estas habitaciones son parte del Ala M; M de mutante. ¿Es así? –preguntó fríamente el ministro.
–En efecto –respondió Haven–. Nosotros tres somos consejeros y tutores de un grupo formado por jóvenes muy bien dotados, pero físicamente disminuidos, a quienes no se permite asistir a las clases regulares de la universidad.
Mientras hablaba se secó las manos transpiradas en los costados de la chaqueta.
–¿Puedo ver los registros? –preguntó nuevamente Thurmond.
Los dos profesores vacilaron. Al fin Corrips se acercó al escritorio y regresó con un libro negro que entregó a Thurmond. Este lo hojeó con aire aburrido, examinando dos o tres fotografías ante las cuales evidenció cierta sombría curiosidad.
–Este personaje sin piernas –dijo–, ¿cómo se gana la vida?
El pulso de Alar había ascendido a ciento setenta latidos por minuto.
–Acaba de sintetizar una proteína comestible a partir de carbón, aire y agua –respondió Corrips–. Esta fórmula permitirá una nueva curva sigmoidea de crecimiento para la población del hemisferio, con una nueva asíntota treinta y seis por ciento más alta que...
–Pero no puede usar armas de fuego, ¿verdad?
Alar contempló a los seis policías militares de camisa negra que entraban silenciosamente al cuarto para agruparse detrás de Thurmond.
–Claro que no –saltó Corrips–. Su contribución es algo totalmente distinto de...
–En ese caso el gobierno no tiene por qué seguir manteniéndolo –interrumpió tranquilamente Thurmond.
Arrancó la hoja del libro y se la entregó al oficial más próximo.
–Aquí hay otra –prosiguió, mientras estudiaba la página siguiente con el ceño fruncido–. Una mujer sin brazos y con tres piernas. No serviría de nada en una fábrica, ¿verdad?
Haven respondió con voz tensa:
–La madre era conductora de ambulancias durante la Tercera Guerra Mundial. Esa criatura colaboró con Kennicot Muir en la determinación de las Nueve Ecuaciones Fundamentales que culminaron en la construcción de nuestros solarios sobre la superficie del sol.
–Colaboradora de un traidor declarado e incapaz de toda labor manual –murmuró Thurmond, arrancando la página para entregarla al oficial.
–¿Qué va a hacer el teniente con esas hojas? –preguntó Haven, alzando la voz.
Mientras tanto acercó la mano, descuidadamente, a la clavícula del esqueleto de Cro–Magnon, a pocos centímetros de los sables.
–Vamos a llevarnos todos estos mutantes suyos, profesor.
Haven abrió la boca y volvió a cerrarla. Pareció encogerse en su sitio, pero al fin preguntó, vacilando:
–¿Por qué causas, señor?
–Por las que ya he dicho. Son inútiles al Imperio.
–No es así, señor –respondió lentamente el profesor–. Su utilidad debe ser evaluada teniendo en cuenta los beneficios a largo alcance que proporcionarán a la humanidad... y al Imperio, por supuesto.
–Tal vez –replicó el ministro, sin emoción alguna–. Pero no correremos el riesgo.
–En ese caso ––arriesgó Haven, cauteloso–, en ese caso piensa usted...
–¿Quiere que lo diga con todas las letras?
–Sí.
–Serán vendidos al mejor postor. Probablemente a un osario.
Alar se humedeció involuntariamente los labios pálidos. No era posible, pero estaba ocurriendo: veintidós jóvenes, entre los cerebros más brillantes del Imperio serían eliminados con indiferente brutalidad. ¿Por qué?
La voz de Corrips fue apenas un susurro.
–¿Qué quiere usted?
–Quiero a Alar –manifestó Thurmond, con voz helada–. Denme a Alar y quédense con los mutantes.
– ¡No! –gritó Haven.
Clavó los ojos en el ministro, sumamente pálido. Al volverse hacia Corrips vio allí la confirmación de su idea. Alar, mientras tanto, escuchaba su propia voz como si fuera ajena.
–Iré con ustedes, por supuesto –decía, dirigiéndose a Thurmond.
Haven extendió una mano para detenerlo.
–¡No, muchacho! Tú no sabes de qué se trata. Vales mucho más que veinte o treinta cerebros terráqueos. ¡Si amas a la humanidad, haz lo que te digo!
V
LA PROYECCION
Thurmond ordenó serenamente por sobre el hombro
–Disparen contra ellos.
Seis cargas de plomo, lanzadas por la titánica presión del vapor generado por fisión, rebotaron inofensivas contra los tres profesores. Al momento siguiente los sables no estaban ya colgados entre los homínidos. La espada dle Thurmond se lanzaba ya hacia el corazón de Alar.
Sólo una tensa parada de pecho salvó al Ladrón. El teniente y sus hombre, evidentemente escogidos entre los mejores, acorralaron a los dos ancianos contra la pared.
– ¡Alar! –gritó Hlaven– ¡No luches contra Thurmond! ¡La puerta–trampa! ¡Nosotros te cubriremos!
El Ladrón lanzó una mirada angustiosa hacia los profesores. Haven se liberó de la pared y logró reunirse con Alar, que aún estaba milagrosamente indemne. Inmediatamente se echaron contra el costado del piano de cola.
El suelo se hundió bajo ellos.
Lo último que vio Alar fue el cadáver de Corrips al pie de la pared, con un tajo en la cara. Con un aullido de dolor agitó inútilmente su espada contra Thurmond: los batientes de la trampa se cerraron sobre él.
Ya en la semioscuridad del túnel, cavado en la tierra, acosó amargamente a Haven, diciendo:
–¿Por qué no me dejaste seguir luchando con Thurmond?
–¿Crees que fue fácil para Micah y para mí, muchacho? –jadeó el profesor, con voz quebrada– Algún día lo entenderás. Por ahora no hay nada que hacer, salvo ponerte a salvo.
–¿Y Micah? –insistió Alar.
–Ya ha muerto. Ni siquiera podemos enterrarlo. Vamos, ven conmigo.
Se dirigieron a paso rápido hacia el otro extremo del túnel, distante unos setecientos metros. Allí se abría a un callejón sin salida, por detrás de un montón de escombros.
–El escondrijo de Ladrones más próximo está seis calles más allá. ¿Lo conoces?
Alar asintió sin hablar.
–No puedo correr tan velozmente como tú. Tendrás que lograrlo solo. Debes hacerlo. Sin preguntas. Ahora vete.
El Ladrón tocó silenciosamente la manga ensangrentada del anciano. Después se volvió y echó a correr velozmente por el centro de las calles. Corría con facilidad y ritmo, respirando por la nariz dilatada. Lo rodeaban por doquier los rostros flacos y agotados de trabajadores libres y empleados que regresaban de la jornada laboral. Las aceras estaban pobladas de mendigos y vendedores ambulantes, vestidos con harapientas ropas en desuso, pero aún libres.
A trescientos metros de altura rondaban perezosamente de doce a quince helicópteros. Comprendió que una red tridimensional se cerraba sobre él. Probablemente estaban bloqueando las calles, tanto ésa como las laterales. Aún le faltaban dos manzanas.
Tres reflectores se clavaron en el desde los cielos oscurecidos, como un acorde de audible presagio. Tenía que escapar, pero resultaría inútil tratar de esquivar esos rayos. Sin embargo en pocos segundos caerían cápsulas explosivas, y un golpe próximo podía acabar con él.
Notó subconscientemente que las calles habían quedado vacías de pronto. En sus cacerías de Ladrones la policía imperial solía disparar sin preocuparse por lo que ocurriera a los transeúntes.
Era imposible llegar al refugio subterráneo de los Ladrones. Debía esconderse inmediatamente, antes de que fuera demasiado tarde. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y halló lo que buscaba: la entrada al submundo de los esclavos. Estaba a cincuenta metros de distancia. Hacia ella se lanzó frenéticamente.
Sabía que por sobre su cabeza habría treinta ojos entornados sobre las miras de las armas, quince dedos se preparaban a oprimir fría y serenamente los gatillos.
Alar se arrojó dentro de la alcantarilla. La cápsula cayó a tres metros de él.
En un segundo estuvo de pie, aturdido y sofocado, pero invisible entre el polvo arremolinado en su torno. A su alrededor caían trozos de ladrillo y adoquín. Dos de los reflectores recorrían nerviosamente los bordes de la nube, cerca de la entrada al submundo. El otro se movía al azar por las proximidades. Ni siquiera lograría llegar a la entrada de los esclavos. Esperó que el reflector se alejara un poco y echó a correr hacia la puerta más cercana.
Estaba cerrada con candado. La golpeó frenéticamente. Por primera vez se sentía... cazado. Y con la sensación de estar acorralado vino una prolongación del tiempo, que aminoró su marcha hasta pasar casi arrastrándose. Alar comprendió que sus sentidos estaban acelerados. Notó varios detalles: sus oídos captaron el chirriar de los coches blindados que giraban en la esquina sobre dos ruedas, provistos de reflectores que barrían la calle entera; vio que el polvo se había asentado y que los reflectores de dos helicópteros recorrían metódicamente la zona. El tercer rayo permanecía inmóvil sobre la entrada a la escalera de los esclavos, constituyendo el único objeto real. Era un claro problema de estímulo respuesta. Estímulo: el observador ve que el objeto entra a un campo circular blanco de tres metros de diámetro. Respuesta: apretar el gatillo antes de que el objeto abandone el campo.
Como un venado despavorido, saltó entre los dos rayos convergentes del coche blindado y corrió hacia las escaleras iluminadas. Por dos veces recibió el golpe de sendos disparos provenientes del coche, pero se trataba de armas cortas y su armadura los absorbió con facilidad. Para cuando pudieran apuntar hacia él el cañón de la torreta...
Ya estaba en la zona iluminada de la escalera, descendiendo apresuradamente hacia el primer rellano. Logró franquear todos los escalones y se aplastó contra la plataforma de cemento. En ese mismo instante una cápsula hizo pedazos la entrada.
Volvió a levantarse y se lanzó por el tramo restante hasta llegar al primer nivel de la ciudad subterránea para esclavos. Sus perseguidores tardarían algunos segundos en abrirse camino por entre los escombros, y esa demora le sería muy ventajosa.
Se apartó cautelosamente de la escalera, apoyado contra la pared, y echó una mirada a su alrededor mientras aspiraba con gratitud ese aire viciado. Allí vivían los esclavos superiores, aquellos que se habían vendido a sí mismos por veinte años, o tal vez menos.
Era la hora en que las guardias nocturnas debían abandonar las viviendas de los esclavos, bajo la dirección de patrullas armadas, para ser llevados a las minas, los campos de labranza, las moliendas o dondequiera lo ordenaba el contratista. Allí trabajarían durante la innombrable parte de sus vidas que debían pasar en esclavitud. Si Alar se mezclaba entre esos grupos sombríos podría franquear las escaleras por detrás del coche blindado y reanudar la búsqueda del escondrijo que le habían indicado. Pero nadie se movía en las silenciosas calles subterráneas.
Todas las hileras de habitaciones para esclavos, a ambos lados de las calles angostas, estaban bien cerradas. Eso no era obra de unos pocos minutos; revelaba varias horas de preparativos por parte de Thurmond. Así debían estar todos los niveles, inclusive las Hileras del Infierno, donde los esclavos enfermos y desgastados trabajaban esposados en eterna oscuridad. De pronto giró sobre sus talones, alarmado. Un coche blindado corría hacia él por la callejuela oscura.
Comprendió entonces que, horas antes, se había emplazado estratégicamente bajo tierra toda la artillería ligera de que Thurmond disponía, más un considerable contingente prestado por Eldridge, del departamento de Guerra, solamente para acabar con él.
Y lo habían obligado a entrar al subterráneo para matarlo. ¿Por qué? ¿Qué lo hacía tan importante? No se debía a que fuera Ladrón, por cierto. Aunque el gobierno albergaba una vengativa amargura contra los Ladrones, aquello era una movilización de fuerzas equivalente a la que se llevaba a cabo para suprimir revoluciones. ¿Qué gigantesco peligro representaba él para Haze-Gaunt?
Haven y Corrips debían saber más al respecto de lo que habían admitido. Si alguna vez volvía a encontrarse con Haven (la posibilidad era remota) tendría varias preguntas que formularle.
Desde la izquierda, por la misma calle, se acercaba otro coche blindado. Casi simultáneamente ambos coches encendieron sus reflectores, cegando a Alar. Se dejó caer a tierra y ocultó la cara en el hueco del brazo. Las dos cápsulas estallaron contra la pared de acero que tenía a sus espaldas; la fuerza de la explosión lo lanzó al centro de la calle, entre los dos coches ya próximos. Tenía la chaqueta hecha harapos y le sangraba la nariz; además la cabeza le daba vueltas. Por lo demás estaba indemne. Decidió permanecer momentáneamente donde estaba.
Uno de los reflectores se movía por sobre la nube de polvo. Alar contempló aquel rayo que brillaba sobre él como un sol que intentara abrirse paso a través de un cielo cubierto. En tanto el polvo se iba asentando también la luz bajaba hacia él. Comprendió que venía marcando el tiempo, aguardanto el momento de alumbrar un cadáver: el suyo. El otro reflector se paseaba a lo largo de la calle. Por lo visto no dejaban pasar la posibilidad de que el disparo no hubiera sido fatal.
Alar examinó el suelo a su alrededor. Sobre el empedrado precariamente cubierto de macadán había ahora abundantes cascotes y una capa de polvo; ningún agujero, ninguna cavidad, ningún objeto lo bastante grande, como para servirle de escondite. La calle estaba abierta a su alrededor; estaba encerrado entre los coches y los edificios. Calculó sus posibilidades de huida y comprendió que no las tenía. Sólo le restaba permanecer agachado en su sitio y confiar. ¿Confiar en qué?. Dentro de pocos segundos el dedo acusador de la luz lo señalaría para que se reiniciara aquel maldito juego.
El juego no sería muy largo.
Echado allí, entre los escombros húmedos y malolientes, Alar deseó con fervor poseer las legendarias siete vidas del gato, para que una de ellas emergiera de entre aquella luminosa nube de polvo, para que avanzara a tropezones entre la neblina. Así podría rendir a los cañones una vida tras otra y ganaría tiempo suficiente para...
¿Qué era eso?
Tras repetidos parpadeos volvió a fijar la vista. Sí, era una silueta. Un hombre de chaqueta desgarrada, como la suya, caminaba tambaleándose entre el polvo. ¿Quién era? No tenía importancia. No tardaría en caer sin vida bajo los disparos. Pero ese hombre tenía perfecta conciencia del peligro. Alar le vio mirar hacia ambos lados, observar los coches de la policía, próximos ya, y echar a correr junto a la pared de acero, en dirección paralela a la calle.
Mientras Alar contemplaba petrificado aquella escena, el coche más alejado disparó contra el extraño e hizo blanco. Al mismo tiempo el otro vehículo pasó a pocos centímetros del Ladrón, listo para la cacería.
¡Y ahora, si el extraño saliera indemne de aquel golpe seguro... ! ¡Allá iba! Entre las sombras, apretado contra la pared, el hombre continuó su carrera.
Se oyeron dos nuevas explosiones, casi simultáneas. Aun antes de oírlas Alar corría ya por la calle oscura, en dirección opuesta. Con un poco de suerte llegaría en cuarenta segundos a la escalera que un rato antes custodiaba el primer coche y podría volver a salir. Entonces tendría tiempo para pensar en ese extraño que, involuntariamente quizá, le había salvado la vida.
Tal vez fuera algún tonto que se había filtrado por el bloqueo policial, en lo alto de las escaleras, para encontrarse entre el polvo de las bombas. De inmediato rechazó esa explicación, no sólo porque la vigilancia de la Policía Imperial no lo habría permitido, sino también porque había reconocido aquella cara.
Sí, la había reconocido finalmente, cuando las luces lo enfocaron de lleno. La conocía bien: esa frente ligeramente abombada, los grandes ojos oscuros, los labios casi femeninos... ¡Oh, sí, la conocía!
Era la suya.
VI
REFUGIO IMPERIAL
Una hora más tarde Alar estaba rígido como una estatua en el antepecho de mármol de una ventana, apoyado sobre una rodilla, con los dedos de acero clavados en la fría superficie de piedra, mirando fijamente hacia el interior del cuarto.
La mujer tenía aproximadamente su propia edad; vestía un traje blanco de noche, de tela muy suave y lujosa. Los largos cabellos, de un negro azulado, estaban reunidos en una ancha banda sobre el seno izquierdo, entrelazados con un imperceptible hilo dorado. Su cabeza, al igual que la de Alar, parecía muy grande en proporción. Estaba de pie, con la cadera izquierda levemente adelantada, de modo tal que la rodilla y el muslo izquierdo se destacaban nítidamente bajo la túnica; los labios, pintados con mano experta, contrastaban llamativamente con las mejillas pálidas y totalmente inexpresivas. Y sus ojos negros, enormes, lo observaban cautelosamente. Todo en ella expresaba un carácter altivo y despierto.
Alar experimentó cierto júbilo indefinible. Se deslizó silenciosamente hacia el interior de la habitación y dio un paso hacia el costado de la ventana, donde no pudieran verlo desde el patio. Cuando se volvía para enfrentarse nuevamente a la mujer, algo pasó rozándole la cara y se enterró en el panel de la pared, a la altura de su oreja. Quedó petrificado en su sitio.
–Me alegra que se muestre razonable –observó ella, serena–. Eso ahorrará tiempo. ¿Es usted el Ladrón fugitivo?
Alar vio un relámpago en sus ojos y evaluó rápidamente su temperamento: sereno y peligroso. No respondió. La muchacha dio varios pasos veloces hacia él, con el brazo derecho en alto, en un movimiento que ciñó a su cuerpo la túnica blanca, destacando sus curvas. En la mano llevaba otro puñal, al que la suave luz arrancaba destellos amenazadores.
–Le conviene responder pronto y con franqueza –aconsejó.
El siguió en silencio, con los ojos firmemente clavados en los de ella. Pero esa mirada fogosa sostenía la suya sin parpadear. Al fin la mujer soltó una sorpresiva carcajada y agitó sugestivamente el cuchillo.
–¿Cree que me puede matar con los ojos? –comentó–. Vamos, si usted es el Ladrón, muéstreme su máscara.
El sonrió con ironía, se encogió de hombros y sacó su máscara.
–¿Por qué no fue al escondrijo de los Ladrones? ¿Por qué vino hacia aquí?
Había bajado el brazo, pero el cuchillo seguía firme en su mano.
–Lo intenté –replicó Alar, sin bajar los ojos–. Todos los caminos estaban bloqueados por varios kilómetros a la redonda. La línea de menor resistencia me trajo hacia aquí, hacia la cancillería. ¿Quién es usted?
Keiris pasó por alto la pregunta, pero se acercó un paso más, examinándolo desde la punta de los zapatos blandos hasta la gorra negra. Por último le estudió el rostro con un leve e intrigado fruncimiento de ceño.
–¿Me ha visto alguna vez? –preguntó él.
Había algo en su expresión que lo preocupaba; tenía algo que ver con ese misterioso júbilo que crecía dentro de él. La mujer pasó por alto también esa segunda pregunta, diciendo:
–¿Qué puedo hacer con usted?
Era una duda solemne y requería una respuesta seria. Alar estuvo a punto de replicar, bromeando: "Llame a la policía imperial; ellos sabrán qué hacer conmigo". Pero se limitó a decir, simplemente:
–Ayúdeme.
–Tengo que marcharme –musitó Keirirs–. Pero no puedo dejarlo aquí. En menos de una hora revisarán estos cuartos.
–¿Eso significa que me ayudará?
De inmediato comprendió que sus palabras eran estúpidas. Por lo común sabía enfrentar lo inesperado en perfecto dominio de sí; era molesto que esa mujer pudiera perturbarlo. Para recuperar su equilibrio se apresuró a agregar.
–Tal vez pueda ir con usted.
–Tengo que ir al baile –explicó ella. –¿Al baile?
El Ladrón estudió rápidamente las posibilidades, aceptando la ayuda de la. mujer como si fuera un hecho cierto.
–¿Y si fuera con usted? –propuso– Podría pasar por su escolta.
Ella lo observó con curiosidad, con los labios apenas entreabiertos, dejando ver la blancura de sus dientes.
–Es un baile de máscaras –dijo.
–¿Cómo ésta? preguntó Alar, mostrando tranquilamente la suya.
Keiris dilató imperceptiblemente los ojos y replicó:
–Acepto su propuesta.
Una hora antes aquellas palabras le habrían parecido fantásticas, ridículas y dementes; una hora antes habría jugado por un momento con esa idea, preguntándose cuando sonaría el silbato de la cafetera para sacarlo de ese sueño. Pero en ese breve período había perdido toda noción de la probabilidad y de la proporción. Por lo tanto se inclinó con cierta ironía, expresando:
–Será un placer para mí.
Ella prosiguió de buen humor:
–Naturalmente, usted piensa abandonar los salones a la primera oportunidad. Permítame advertirte que sería peligroso. Se sabe que usted está en este vecindario; los alrededores del palacio están repletos de policías.
–¿Y bien?
–Pasee un rato por el salón de baile y la sala de reuniones; ya trataremos de facilitarle la huida.
–¿Trataremos? –preguntó él, fingiendo cierta sospecha.
Ella sonrió. Fue apenas una contracción en una comisura de la boca, que a Alar le resultó especialmente provocativa.
–La Sociedad, por supuesto –explicó– ¿Quien otra podría ser?
Bajó la mirada para dejar el cuchillo en una mesa. El notó entonces que sus pestañas eran largas y negras, como el pelo, y destacaban mejor la rara palidez de sus mejillas. Le costaba un esfuerzo concentrarse en lo que decía. ¿Lo estaba tentando, acaso, para jugar con él?
– ¡Vaya! –exclamó– ;Usted es la hermosa espía de los Ladrones, entre las mismas paredes de palacio!
Y su boca copió la sonrisa de Keiris.
–Nada de eso –respondió ella, súbitamente cauta y seria–. ¿Hará usted lo que yo le indique?
No tenía otra salida. Asintió con un ademán de la cabeza, preguntando:
–Dígame, ¿qué han dicho los informativos sobre el asunto del Ala M?
Keiris vaciló por primera vez, pero sin perder su actitud.
–El doctor Haven escapó.
–¿Y los mutantes? –volvió a preguntar él, aspirando con ganas.
–Los vendieron.
Se apoyó contra la pared, agotado. Poco a poco tomó conciencia de que el sudor le goteaba en irritantes chorros por las piernas. Tenía los sobacos empapados; los brazos y la cara hedían con una mezcla de transpiración y mugre.
–Lo siento, Ladrón.
Alar notó que sus palabras eran sinceras.
–En ese caso todo ha terminado –dijo pesadamente, mientras se dirigía hacia el tocador para mirarse en el espejo–. Necesitaría una ducha y una depilación. Y algo de ropa. ¿Podrá usted conseguirme todo eso? Y un sable, no lo olvide.
–Le conseguiré todo lo necesario. Allá está el baño.
Quince minutos después Keiris se tomó de su brazo y ambos cruzaron serenamente la sala hacia la amplia escalinata, que descendía en magnífica curva hacia la gran cámara de recepciones. Alar manoseó la máscara con nerviosismo, contemplando los espléndidos tapices y las pinturas que adornaban las paredes de mármol. Todo era de un gusto exquisito pero daba la impresión de deberse al criterio de una empresa de decoraciones; la gente que pasaba sus días brillantes e inseguros en esos cuartos había perdido mucho tiempo atrás la capacidad de apreciar la sutil luz solar de Renoir o los apolípticos estallidos cromáticos de Van Gogh.
–Deja tranquila tu máscara –susurró su compañera–. Estás muy bien así.
Ya iban descendiendo las escaleras. Alar no lograba captar la imagen completa, sino sólo fragmentos aislados; allí se vivía de un modo ignorado para él: barandilla de oro macizo, alfombras tan mullidas que uno parecía hundirse hasta los tobillos, balaustradas de mármol de Carrara, con intrincadísimos relieves, y por doquier lámparas de alabastro luminoso. La cámara de recepciones pareció acercarse a velocidad vertiginosa. Mil hombres y mujeres desconocidos.
Y sin embargo (cosa extraña), Alar tenía la sensación de conocer todo eso desde hacía mucho tiempo, de pertenecer a ese lugar.
De vez en cuando el maestro de ceremonias, impecablemente uniformado, anunciaba por medio del micrófono el nombre de los recién llegados. Aquí y allá, entre el mar de cabezas, alguna se alzaba para mirarlos, a él y a Keiris.
Y de pronto se encontraron al pie de la escalinata, ante el maestro de ceremonias, que se inclinó profundamente.
–Buenas noches, señora.
–Buenas noches, Jules.
Jules miró a Alar con cierta curiosidad y un aire de pedir disculpas.
–Me temo, excelencia, que ...
–El doctor Hallmarck –murmuró fríamente el Ladrón.
Jules volvió a inclinarse.
–Por supuesto, señor.
Tomó el micrófono y anunció con voz suave:
– ¡El doctor Hallmarck, escoltando a la señora Haze-Gaunt!
Keiris pasó por alto la sorprendida mirada de Alar.
–No hace falta que tengas la máscara puesta –sugirió–. Póntela sólo cuando alguien te resulte sospechoso. Ven; te presentaré a un grupo de caballeros. Trata de entablar alguna discusión amistosa y nadie te prestará atención. Te dejaré con el senador Donnan. Es estridente, pero no hace daño a nadie.
El senador Donnan se irguió en ademán imponente.
–Dirijo una prensa libre, doctor Hallmarck –afirmó ante Alar–. Digo lo que quiero e imprimo lo que se me antoja. Creo que hasta Haze-Gaunt tiene miedo de cerrar mi diario. Sé inquietar a la gente, sé hacer que me lean con ganas o sin ellas.
Alar lo miró con curiosidad. Las historias que circulaban sobre el senador no daban la impresión de que se tratara del Campeón de los Oprimidos.
–¿De veras? –musitó cortésmente.
–Lo digo siempre: hay que tratar a los esclavos como si en otro tiempos hubieran sido seres humanos semejantes a nosotros. Tienen sus derechos, ¿comprende? Si uno los trata mal, se mueren y uno sale perdiendo. Los esclavos de mis imprentas solían quejarse por el ruido. Yo solucioné el problema.
–Me hablaron de eso, senador. Muy humano de su parte. Les hizo quitar los tímpanos, ¿verdad?
–Exacto. Ahora no hay más quejas por nada. ¡Ja! Aquí está el viejo Perkins, banquero internacional. ¡Hola, Perk! Te presento al profesor Hallmarck.
Alar se inclinó. Perkins le hizo un agrio saludo con la cabeza y Donnan se echó a reír.
–Eché por tierra su proyecto de ley para la Esclavitud Uniforme en la comisión de esclavos del senado. El viejo Perk no es realista.
–Muchos pensamos que su proyecto de ley era sorprendente, señor Perkins –dijo Alar con suavidad–. Me interesó en especial la parte dedicada a la condenación y venta de deudores morosos.
–Una claúsula muy sensata, señor. Así las calles quedarían limpias de morosos.
–Ya lo creo –rió Donnan–. Perk maneja el ochenta por ciento de los créditos otorgados en el Imperio. En cuanto un pobre diablo se atrasara un par de unitas en el pago... ¡zas! Perk se haría de un esclavo por valor de varios miles de unitas por nada o casi nada.
El financista apretó los labios.
–Esa afirmación, senador, es muy exagerada. Vaya, si con las costas legales solamente...
Y se alejó farfullando. Donoso parecía muy divertido.
–Esta noche hay de todo aquí, profesor. ¡Ah, aquí viene algo interesante! La Emperatriz Juana–María, en su silla a motor, con Shimatsu, el Embajador del Oriente, y Talbot, el historiador toynbiano, uno a cada lado.
Alar se inclinó profundamente al acercarse aquel terceto, mientras observaba con curiosidad a la gobernante titular del Hemisferio Occidental. La emperatriz era una mujer anciana, de físico menudo y deforme, pero de ojos chispeantes y rostro inquieto, atractivo a pesar de su carga de arrugas. Se rumoreaba que Haze-Gaunt era el responsable de la bomba puesta en el carruaje imperial, que había matado al emperador y a los tres hijos varones, dejando a la emperatriz condenada al lecho durante muchos años e incapaz, en consecuencia, de ejercer autoridad alguna sobre el Canciller. Cuando ella aprendió a desenvolverse en la silla de ruedas, las riendas del imperio habían pasado completamente de la casa de Chatham–Pérez a las duras palmas de Bem Haze-Gaunt.
–Buenas noches, señores –dijo Juana María–. Esta noche estamos de suerte.
–Siempre es una suerte contarla entre nosotros, señora –respondió Donnan con auténtico respeto.
– ¡Oh, no sea tonto, Herbert! Un Ladrón muy importante y peligroso, un tal profesor Alar de la Universidad, ¿se imaginan?, logró escapar a un fuerte bloqueo policial. Le han seguido la pista hasta los alrededores del palacio. En este mismo instante puede estar aquí. El general Thurmond está manejando las cosas a su modo, tranquilamente, pero ha puesto una guardia tremenda en los terrenos y está haciendo revisar todo el palacio. Se ha encargado personalmente de nuestra protección. ¿No es emocionante?
Pero su voz sonaba seca y burlona.
–Me alegra saberlo –comentó Donnan con sinceridad–. Precisamente la semana pasada esos pillos me asaltaron la caja fuerte. Tuve que liberar a cuarenta hombres para que me devolvieran el contenido. Ya sería hora de que capturaran a los cabecillas.
Alar, incómodo, tragó saliva por detrás de la máscara y miró disimuladamente a su alrededor. Aún no había señales de Thurmond, pero su ojo entrenado identificó a varios policías vestidos de civil, que se iban filtrando lentamente entre la concurrencia. Uno de ellos lo estaba estudiando en silencio desde algunos metros de distancia. Al fin siguió de largo.
–¿Y por qué no hace algo usted misma,, Su Majestad? –preguntó Donnan– Esos Ladrones están arruinando su imperio.
Juana–Maria sonrió:
–¿Le parece? Y si lo hacen, ¿qué? De cualquier modo lo pongo en duda. ¿Por qué tengo que hacer nada al respecto? Yo hago lo que me place. Mi padre fue político y soldado. Su gusto fue unir las dos Américas en una sola, durante la Tercera Guerra Mundial. Si nuestra civilización sobrevive unos cuantos siglos más se le concederá sin duda el mérito de haber hecho historia. Por mi parte me gusta, observar, comprender. Soy tan sólo una estudiosa de la historia... una toynbiana por afición. Miro, contemplo cómo se hunde el barco de mi imperio. Si fuera como mi padre emparcharía las velas, remendaría las sogas y buscaría aguas más calmas; pero como soy así debo contentarme con observar y predecir.
–¿Predice usted la destrucción, señora? –preguntó Shimatsu, entornando los ojos.
–¿La destrucción de qué? –interrogó a su vez Juana–María–. El alma es indestructible; no hay otra cosa de interés para una anciana como yo. Y si mi canciller piensa destruir todo lo demás...
Y así diciendo encogió sus frágiles hombros. Shimatsu se inclinó, murmurando:
–Si la nueva bomba supersecreta del Imperio es tan eficaz como dicen nuestros agentes, no tendremos defensa contra ella. Y si no tenemos defensa sólo nos resta aguantar el ataque de Haze-Gaunt con nuestro propio ataque, mientras nos sea posible. Además tenemos dos ventajas sobre las fuerzas del Imperio.
Ustedes están demasiado seguros de que el número está de su parte, a tal punto que nunca se tomaron el trabajo de evaluar las armas a nuestra disposición. Por otra parte suponen que aguardaremos gentilmente a que ustedes elijan el momento. Su Majestad, ¿me permite sugerir que este Imperio está regido, no por la famosa manada de lobos", sino por niños crédulos?
Donnan se echó a reír estruendosamente.
– ¡En eso está en lo cierto! –gritó– ¡Niños crédulos!
Shimatsu recogió la capa de piel de oso que llevaba al brazo y se la echó sobre los hombros en un gesto definitivo.
–Ahora esto los divierte –murmuró–. Pero cuando se aproxime la hora cero tendrán que prepararse para recibir una sorpresa.
Se inclinó profundamente y se alejó. Alar comprendió que ese hombre había entregado una advertencia de muerte.
–Vaya, ¿no es curiosa esta casualidad? –observó Juana–María–. Hace sólo unos minutos el doctor Talbot me estaba diciendo que el Imperio pasa por un momento similar al que atravesaba el imperio asirio en el año 614 a. de C. Tal vez Shimatsu sabe lo que dice.
–¿Qué pasó en el año 614 a. de C., doctor Talbot? –preguntó Alar.
–La principal civilización del mundo estalló en pedazos –respondió el toynbiano, acariciándose pensativamente la barba–. Es una historia muy interesante. Por más de dos mil años los asirios lucharon por gobernar el mundo que ellos conocían. Hacia 614 a. de C. el genio asirio dominaba una zona que se extendía desde Jerusalén hasta Lidia. Cuatro años después no quedaba una sola ciudad asiria en pie. Su destrucción fue tan completa que dos siglos más tarde, cuando Jenofonte condujo a sus griegos por las ruinas de Nínive y de Cala, nadie supo decirles quién las había habitado.
–Toda una derrota, doctor Talbot –concordó Alar–. Pero ¿a qué se debe su paralelo entre Asiria y América Imperial?
–Hay ciertos detalles infalibles. El lenguaje toynbiano se habla de "Falla de autodeterminación", "cisma de cuerpo social" y "cisma del alma". Estas fases, naturalmente, siguen a la "época problemática", al "estado universal" y a la paz universal". Paradójicamente, éstas dos últimas señalan en cada civilización el momento de la muerte, aunque en apariencias está– en su apogeo.
Donnan gruñó en tono de duda.
–La Nuclear Asociada cerró a quinientos seis esta mañana. Si ustedes, los toynbianos, creen que el Imperio se viene abajo, deben ser los únicos. El doctor Talbot sonrió.
–Los toynbianos estamos de acuerdo con usted,: pero no tratamos de imponer nuestras opiniones al público, por dos razones: En primer término, los toynbianos nos limitamos a estudiar la historia; no la hacemos. En segundo lugar nadie puede detener una avalancha.
Donnan no pareció convencido.
–Ustedes, los melenudos, se la pasan perdidos en cosas que pasaron hace mucho tiempo. Estamos aquí, en la época actual; en América Imperial, el 6 de junio de 2177. Tenemos al mundo entero en el bolsillo.
– ¡Ojalá tenga usted razón, senador! –replicó el doctor. Talbot, con un suspiro.
–Si puedo intervenir... –dijo Juana–María.
Todos se inclinaron.
–Tal vez al senador le interese saber que durante los últimos ocho meses los toynbianos se han dedicado a un solo proyecto: el reexamen de una tesis primordial, según la cual todas las civilizaciones siguen el mismo camino sociológico, que es inevitable. ¿Me equivoco, doctor Talbot?
–No, Su Majestad. Como cualquier otro ser humano, queremos estar en lo cierto, pero en el fondo deseamos desesperadamente descubrir un error. Nos aferramos de cualquier detalle. Examinamos el pasado para ver si no hubo algunos casos en los que el estado universal no acabara en la destrucción. Buscamos ejemplos de civilizaciones que hayan perdurado a pesar de la estratificación espiritual. Revisamos la historia de la esclavitud en procura de una sociedad esclavista que haya escapado a igual retribución. Comparamos nuestra época problemática, la Tercera Guerra Mundial, con las Guerras Púnicas que redujeron a la esclavitud a la tesonera clase granjera de los romanos; estudiamos también la Guerra Civil de nuestros antepasados norteamericanos sobre la cuestión de la esclavitud. Finalmente recordamos el tiempo que sobrevivió el Imperio Espartano una vez que la guerra del Peloponeso redujo a la servidumbre a su orgullosa soldadesca.
“Buscamos en el pasado comparaciones adecuadas para nuestra dividida alianza entre la veneración a los antepasados que enseñamos a los niños en las escuelas imperiales y el monoteísmo que practican nuestros mayores. Sabemos lo que el espiritualismo dividido lanzó sobre los griegos de Pericles, sobre el Imperio Romano, la incipiente sociedad escandinava, los celtas de Irlanda y los cristianos hestorianos. Comparamos nuestro cisma político actual (los Ladrones contra el gobierno) con las minorías sin representación, aunque fieramente contrarias, que acabaron por barrer al imperio otomano, a la liga austro–húngara y a la sociedad índica, así como a otras varias civilizaciones. Pero hasta ahora no hemos hallado excepciones a ese esquema.
–Usted mencionó varias veces la institución de la esclavitud como si estuviera socabando los cimientos del Imperio –objetó Donnan–. ¿Cómo llega a esa conclusión?
–El surgimiento de la esclavitud en el Imperio equivale precisamente a lo ocurrido en Asiria, Esparta, Roma y los otros imperios esclavistas –respondió Talbot, cauteloso–. No hay cultura capaz de mantenerse en guerra durante varias generaciones sin empobrecer a los campesinos; así es como una buena parte de la población, tanto en el bando de los vencedores como en el de los vencidos, se encuentra sin otro patrimonio que su propio cuerpo. Entonces los más ricos los sujetan con tratos de servidumbre. Puesto que el producto de su trabajo no les pertenece, no tienen medios para mejorarla suerte de su numerosa progenie y engendran una clase de esclavos perpetuos. La población actual del Imperio es de un billón y medio. Una tercera parte de esos habitantes son esclavos.
–Es cierto –aceptó Donnan–, pero en realidad no lo pasan tan mal. Tienen comida suficiente y un sitio donde dormir... , cosa de que no disponen muchos hombres libres.
Juana–María observó con sequedad:
–Naturalmente eso dice mucho en favor de la libre empresa y del sistema esclavista. A fin de comprar pan para sus hijos hambrientos el padre puede venderse siempre al mejor postor. Pero nos estamos saliendo del tema principal, ¿cuáles son sus métodos de evaluación, doctor Talbot? ¿cómo determinan ustedes cuáles son las muestras culturales a tener en cuenta y qué valor se les debe dar?
–El historiador sólo puede evaluar su propia sociedad como medida síntesis de sus componentes microcósmicos –admitió Talbot, tironeándose otra vez de la barbilla–. Puede establecer, cuanto más, una probabilidad en cuanto a la etapa que ha alcanzado dentro del esquema invariable de las civilizaciones. Sin embargo, al estudiar grupo tras grupo, como yo lo he hecho, desde las familias más nobles (con su perdón, Su Majestad) hasta las bandas de esclavos fugitivos en las mal aprovechadas provincias de Texas y Arizona...
–¿Alguna vez se dedicó a estudiar los Ladrones, doctor? –preguntó Alar, interrumpiéndolo.
VII
LA MANADA DE LOBOS
El toynbiano estudió con curiosidad al enmascarado.
–Los ladrones son inalcanzables, como se sabe, pero la Sociedad no es sino el sello de Kennicot Muir, y a éste lo traté con frecuencia algunos años antes de que lo mataran. Siempre tuvo conciencia de que el Imperio estaba subsistiendo con tiempo prestado.
–Pero ¿qué piensa usted de las pequeñas colonias establecidas en la luna, en Mercurio y en el Sol? –insistió Alar
En ellas debería hallar optimismo suficiente como para negar todo ese fatalismo que le inspira la Tierra.
–Con respecto a la Estación–Observatorio de la luna, supongo que sí –concordó Talbot–, siempre que la consideremos como sociedad independiente, aparte de las fortificaciones selenitas. El espíritu de esos pocos centenares de hombres debe estar muy cultivado por el constante fluir de conocimiento que reciben mediante el reflector de doscientos metros. En cuanto a la estación de Mercurio, es un mero derivado de las estaciones solares; perdurará o sucumbirá con ellas. Su observación, profesor, es muy interesante, pues ocurre que los toynbianos acabamos de recibir por fin la autorización de Eldridge, el ministro de Guerra, para que alguien de nuestro equipo visite un solario durante veinte días. La elección ha recaído en mí.
–¡Qué maravilla! –exclamó la emperatriz– ¿Qué espera encontrar allí?
–La verdadera apoteosis de nuestra civilización –replicó Talbot con gravedad–, desprovista de todo fingimiento o desviación. Como ustedes saben, la civilización presente recibe el nombre de Toynbee Veintiuno. Naturalmente, se trata de un intento de esquematizar una situación extremadamente compleja, con exclusión de los factores prescindibles. Pero los solarios son únicos. Constituyen un producto puro y directo de nuestro tiempo. Específicamente, espero hallar en el Solario Nueve la esencia destilada de Toynbee Veintiuno: treinta dementes decididos al suicidio.
Alar oyó estas últimas palabras sólo por encima, pues los latidos de su corazón se estaban acelerando de un modo alarmante. Shey, Thurmond y alguien que podía ser Haze-Gaunt pasaban junto a él. Les volvió la espalda, encongiéndose contra la pared, pero los tres pasaron de largo hacia el estrado de la orquesta, sin prestarle la menor atención. Alar vio por el rabillo del ojo que Thurmond decía algo al director. La música cesó.
–Damas y caballeros –dijo al micrófono el Canciller, con su rica voz de barítono–. Creemos que un peligrosísimo enemigo del Imperio puede estar en el salón en este preciso instante. Por lo tanto debo pedirles que todos los caballeros se quiten la máscara, a fin de que la policía pueda apresar al intruso. ¡Pero nuestra fiesta no tiene por qué arruinarse por este episodio! ¡Que siga el baile!
El Canciller hizo una señal al director y la gran orquesta inició la interpretación de la Taya de Tehuantepec.
Por doquier surgió un entusiasta susurro; los machos de brillante plumaje comenzaban a quitarse las máscaras y miraban a su alrededor. Las parejas volvieron gradualmente a la pista de baile. Alar se deslizó a lo largo de la pared; levantó la mano a la máscara, pero la dejó caer lentamente. Su extraño corazón palpitaba con mayor celeridad aún.
Varias cosas clamaban por su atención. Los bailarines se fijaban ya en él, a pesar de que se había refugiado en el rincón más sombreado de aquella pared adornada por tapices. Varios hombres de gris, con los sables de la policía imperial, parecieron materializarse súbitamente a pocos metros de él, rodeándolo por ambos lados. Permanecían quietos en sus puestos, como si estuvieran absortos en la alegría del baile. Otros dos se recostaron discretamente contra una gran columna, a unos tres o cuatro metros de él, La máscara parda del Ladrón podía pasar tan desapercibida en ese sitio como un harapo rojo agitado frente a un toro. Era una locura dejársela puesta.
Sentía la lengua seca dentro de la boca. Llevaba una espada que no le era familiar y estaba exhausto; sobrevivía pura y simplemente gracias a su energía nerviosa. Aunque lograra detectar una salida a los jardines...
–¿Su máscara, señor?
Era Thurmond. Estaba de pie ante él, con la mano en el pomo de su espada. Por un largo y horrible momento el Ladrón sintió que las piernas cedían, que lo dejarían caer sobre el suelo de mármol. No pudo evitar el gesto instintivo de humedecerse los labios. Los agudos ojos del policía no perdieron detalle; hubo un atisbo de sonrisa en sus labios.
–Su máscara, señor –repitió suavemente.
Tal vez se le había acercado desde atrás de la columna, en uno de esos brincos de gato que lo habían rodeado de fama y de temor. Ya estaba sacando lentamente la hoja, como si la rápida respiración del Ladrón le procurara un placer casi sensual.
–Faut–il s' éloigner la masque? Pourquoi? –preguntó ásperamente Alar– Qu' etes vous? (3)
3 ¿Hay que sacarse la máscara? ¿Por qué.?
4 Usted me insulta, tovavrich. Vuelvo a preguntarle, ¿por qué debo sacarme la máscara? ¿Quién es usted? Quiero saber su identidad. Si desea un duelo, mis padrinos...
5 Es necesario sacarse la máscara porque en el baile hay un enemigo del estado. Mi deber es apresarlo. Por lo tanto, señor, sírvase quitarse la máscara
6 Señora, ¿querría usted explicar a este hombre quién soy? (N. de la T.)
Por el rostro de Thurmond cruzó la sombra de una levísima duda. Pero la espada ya estaba desnuda y su extremo centelleaba aun en la velada luz de ese salón.
–El Canciller querría hablar con usted –prosiguió Thurmond–. Si no puedo arreglar esa conversación debo matarlo a usted. Las conversaciones son cháchara inútil y podría perderlo en el trayecto, de modo que lo voy a matar. Ahora. Aquí mismo.
Alar logró al fin tomar aliento. Hubo más destellos de acero a su alrededor: los hombres de gris habían sacado las espadas y se deslizaban hacia él. Dos o tres parejas habían interrumpido el baile y los miraban fascinados.
¡Una mancha en movimiento! Thurmond estaba un paso más cerca; parecía imposible que un ser humano se moviera con tanta celeridad. No era que el pobre Corrips, espadachín nada experto, hubiera durado apenas segundos ante la veloz hechicería de Giles Thurmond. Sin embargo no atacaba. ¿Por qué? Ese falso francés de diplomático debía haber socavado su absoluta seguridad. Era evidente que no lo mataría mientras no se quitara la máscara.
– Vous m'insulte, tovavrich –exclamó Alar–. Je vous demande encore, pourquoi dois–je déplacer la masque? Qu'étes vous? Je demande votre identité. Si vous désirez un duel, mes séconds... "(4)
Thurmond vaciló. En seguida explicó en tono cortante:
–Il faut déplacer le masque parceque il y a un enemi de l'etat au bal. C'est mon devoir de l'apprendre. Alors, monsieur, s'il vous plait, le masque... (5)
El ministro de policía acababa de tener en cuenta la única posibilidad en un millón de estar equivocado, de que Alar fuera en realidad un dignatario visitante que no había comprendido el anuncio del Canciller. Ya estaba listo para matar al Ladrón, se quitara la máscara o no.
La mente de Alar empezó a flotar con esa curiosa independencia que prescindía del tiempo. Su corazón se había estabilizado en 170 latidos por minuto. En uno o dos segundos más la hoja de Thurmond lo atravesaría contra los gruesos tapices como si fuera un insecto. No era la muerte apropiada para un Ladrón.
–Madame, messieurs!
Se inclinó en una agradecida reverencia: Keiris había aparecido desde tras las columna, con el Canciller y el embajador Shimatsu, uno a cada lado. La hoja de Thurmond se agitó a dos centímetros de su pecho.
–Madame –prosiguió suavemente el Ladrón–, voulezvous expliquer à cet homme mon identité? (6)
Los ojos de Keiris se dilataron con una expresión innombrable. Había llegado finalmente el momento que venía temiendo desde hacía años. Si salvaba la vida al Ladrón su doble existencia se descubriría muy pronto. ¿Que sería entonces de ella? ¿Acaso la venderían a Shey?
–Comete usted un grave error, general Thurmond –dijo serenamente–. Permítame presentarle al doctor Hallmarck, de la universidad de Kharkov.
Alar se inclinó, mientras Thurmond envainaba lentamente el arma. Era evidente que no estaba convencido. Shimatsu también observaba a Alar con expresión de duda. Abrió la boca para decir algo, peto se arrepintió. Haze-Gaunt fijó sus ojos duros en el Ladrón.
–Es un gran honor, señor. Pero por mera cortesía, ¿tendría a bien... ?
–Comment, monsieur? –preguntó Alar, encogiéndose de hombros–. Je ne parle pas l'anglais. Veuillez, madame, voulez–vous traduire? (7)
7 ¿Cómo dice, señor? No sé hablar inglés. Señora, ¿puede traducir, por favor? (N. de la T.)
La mujer soltó una risa artificiosa y se volvió hacia el Canciller.
–El pobre no sabe de qué se trata. Debía bailar esta pieza conmigo. Yo le haré sacar la máscara. Y usted, general Thurmond, debería poner más cuidado.
No se había alejado mucho aún cuando ella dijo:
–Me parece difícil que puedas escapar ahora. Pero tu mejor oportunidad consiste en hacer exactamente lo que Yo te diga. Sácate la máscara ahora mismo.
Alar obedeció, guardando el antifaz en el bolsillo. Keiris maniobró cuidadosamente, de modo tal que el Ladrón quedara de espaldas al grupo del Canciller, y ambos se deslizaron en un amplio giro a través de la sala. Al tenerla tan próxima, al sentir el roce constante de su cuerpo, sintió que se reactivaba aquella especie de tentador recuerdo del balcón: sólo que ahora venía multiplicado. La diferencia de estatura no era mucha; en cierto momento la nariz de Alar se hundió entre los delicados cabellos de su sien, y entonces notó que hasta su perfume le era familiar hasta la exasperación. ¿Acaso había conocido a esa mujer en alguna época de su fantasmagórico pasado? Probablemente no, puesto que ella no daba señales de reconocerlo.
–Si tienes algo pensado –le urgió él– hazlo pronto. Cuando nos alejamos Shimatsu le decía a Haze-Gaunt que me ha oído hablar inglés. Thurmond no necesitará saber más.
En ese momento se vieron libres de la multitud, en la sombreada galería de la fuente.
–Sólo puedo acompañarte hasta aquí, Alar –dijo la mujer, apresuradamente–. Al fondo de este corredor hay una, boca de residuos. La rampa te lanzará a uno de los pozos incineradores que hay en los sótanos de palacio. En cualquier momento encenderán el fuego, pero tendrás que correr el riesgo. Hallarás gente amiga en una gran cántara contigua a los incineradores. ¿Estás asustado?
–Un poco. ¿Quiénes son esos amigos?
–Ladrones. Están construyendo una extraña nave espacial.
–¿La T–veintidós? ¿No es un proyecto imperial? Es un secreto absoluto. Está a cargo del mismo Gaine, subsecretario de Espacio.
–Dos policías vienen por el salón –observó ella rápidamente–. Ahora están seguros. Tendrás que correr.
–Todavía no. Creen que estoy acorralado y aguardarán refuerzos. Mientras tanto, ¿que será de tí? A Haze-Gaunt no le gustará esto.
Ambos se miraron en silencio por un instante, ligados por el futuro desconocido y peligroso.
–No tengo miedo de él, sino de Shey, el psicólogo. El sabe hacer daño hasta que la gente le dice cuanto desea saber. A veces creo que tortura por el placer mismo de ver sufrir: Quiere comprarme para eso, pero Haze-Gaunt, hasta el momento, no ha dejado que me toque. Pase lo que pase, trata de no caer en las manos de Shey.
–De acuerdo, me mantendré lejos de él. Pero ¿por qué haces todo esto en mi favor?
–Me recuerdas a alguien –respondió ella, lentamente. En seguida miró por sobre el hombro y le instó: – ¡Por el amor de Dios, date prisa!
Alar le apretó los hombros con insistencia, exclamando ásperamente:
–¿A quién te recuerdo?
– ¡Corre!
Tuvo que obedecer. En pocos segundos estuvo ante la boca de residuos, examinando la tapa con dedos frenéticos. No había manivela. Claro que no, porque se abría hacia adentro.
Se sumergió en aquella angosta oscuridad; cayó bruscamente, girando sobre sí mismo. Si se estrellaba contra algo sólido a esa velocidad se quebraría cuanto menos las dos piernas. Mientras intentaba aminorar el descenso extendiendo los codos y las rodillas chocó en la penumbra contra una masa de algo blando y maloliente. Se puso de pie antes de que se levantara el polvo.
La oscuridad era completa, con excepción de un rayo luminoso que provenía de un costado del incinerador. Parecía ser la mirilla de la puerta, que el operador utilizaba para vigilar la quema. Avanzó tambaleando hasta la mirilla y acercó el ojo a ella.
El gran cuarto estaba desierto. Sacudió la puerta con cautela; después probó el picaporte. Aquello estaba cerrado desde el exterior. El Ladrón se enjugó la frente con la manga, sacó el sable y lo insertó en el mecanismo de la cerradura, pero era demasiado sólido.
El suave chirrido del acero contra el acero levantó un eco burlón en los estrechos confines del incinerador. Alar guardó el arma. Cuando comenzaba a recorrer su prisión a tientas oyó pasos en el piso de cemento, fuera del cuarto. Se abrió la puerta del horno y una masa de basura en llamas pasó velozmente ante sus ojos horrorizados.
La puerta se cerró con estruendo en el preciso instante en que él saltaba para apagar el fuego con su pecho. El rayo de luz había desaparecido. Probablemente el portero esclavo tenía puesto el ojo en la mirilla y se preguntaba qué habría pasado dentro. El Ladrón oyó una maldición ahogada y un ruido de pasos que se alejaban. En un instante estuvo junto a la puerta. El esclavo debía regresar en el curso de uno o dos minutos.
Así fue. En esa oportunidad traía una antorcha más grande. La mirilla permaneció a oscuras durante largo rato, mientras el esclavo verificaba que la basura estuviese ardiendo como era debido. Al fin se alejó. El Ladrón pudo entonces retirar la punta del sable de la cerradura y abrir la puerta. Una ráfaga de aire frío le inundó los pulmones abrasados y la cara ampollada.
Cuando hubo salido se obligó a perder el tiempo necesario para cerrar nuevamente la puerta. Eran segundos preciosos, pero eso podía demorar a sus perseguidores, que se verían forzados a buscarlo en todos los cuartos de incineración.
Desapareció como un fantasma entre dos de los hornos y se dirigió hacia el ala oeste, donde estaba la fabulosa T–veintidós. ¿Pertenecería realmente el brillante Gaines a la Sociedad de Ladrones? En ese caso, ¿significaba eso que el gobierno de Haze-Gaunt estaba invadido por los Ladrones?
Había dos cosas indudables. Una: la manada de lobos sabía muchas cosas con respecto a él; parecían considerarlo algo más que un mero Ladrón. ¿Por qué algo? ¿Acaso no era humano? Y la Sociedad de Ladrones había dado un increíble valor a su vida. Más aún, Haven sabía sobre él tanto o más que la manada de lobos. Si alguna vez volvía a ver a su amigo, tendría muchas cosas que preguntarle.
Abrió la puerta que conducía a la gran cámara; la abrió sólo medio centímetro y observó el interior. Todo estaba tranquilo. Desde el centro de la habitación le llegaba el siseo de los soldadores nucleares. Cautelosamente, en silencio, se deslizó por la puerta. De pronto quedó sin aliento.
Aún en aquella penumbra, la T–veintidós centelleaba con un pálido brillo azulado. Sus esbeltos flancos se alzaban cuarenta y cinco metros hacia lo alto, pero el contorno no llegaba a los dos metros y medio de diámetro. Un gran carguero lunar la centuplicaba en tamaño.
Pero lo que pasmaba a Alar, lo que cautivó inmediatamente sus pensamientos, haciéndolo insensible al rápido martilleo de su corazón, era que él había visto esa nave anteriormente.... varios años antes.
Aun cuando la cachiporra se estrelló contra su tranco, aún mientras intentaba vanamente aferrarse a la conciencia, sólo pudo pensar: "T–veintidós, T–veintidós, ¿dónde? ¿cuándo?"
VIII
DESCUBRIMIENTO MEDIANTE TORTURA
Ya está volviendo en sí –dijo la voz, con una risita disimulada.
Alar se irguió sobre una rodilla y abrió los ojos doloridos. Estaba en una gran jaula de barrotes metálicos, apenas lo bastante alta como para permitirle estar de pie. La jaula ocupaba el centro de una gran habitación cuyas paredes eran de piedra. Un olor rancio y áspero lo inundaba todo. Notó, con un estremecimiento de las fosas nasales, que se trataba de olor a sangre. Era en esos cuartos donde los psicólogos imperiales practicaban sus artes inhumanas.
– ¡Buenos días, Ladrón! –balbuceó Shey, irguiéndose de puntillas.
Alar trató inútilmente de tragar saliva. Por último se levantó con esfuerzo. Por primera vez en su vida se sintió agradecido por estar completamente exhausto. En las prolongadas horas que sobrevendrían a continuación podría desmayarse con facilidad y frecuencia.
–Se me ha sugerido –gorjeó Shey– que bajo un. estímulo adecuado podrías demostrar poderes desconocidos por los seres humanos: ésa es la razón por la cual te hemos puesto en esa jaula. Nos gustaría presenciar una buena demostración, pero sin riesgos personales y sin correr el peligro de perderte de vista.
Alar guardó silencio. Nada ganaría con protestar. Además, su situación no mejoraría en absoluto si Shey reconocía su voz como la del Ladrón que lo había asaltado recientemente. El psicólogo se aproximó a la jaula.
–El dolor es algo maravilloso, ¿sabes? –susurró ansioso, mientras se levantaba la manga derecha– ¿Ves estas heridas? Me apliqué allí cuchillos al rojo y los mantuve tanto como me fue posible. El estímulo ... ¡ah!
Aspiró como en éxtasis, agregando:
–Pero lo sabrás muy pronto, ¿verdad? Mi dificultad consiste en que siempre retiro el cuchillo antes de alcanzar el estímulo máximo. Pero con alguien que ayude como yo te ayudaré a ti...
Sonrió con simpatía y concluyó:
–Confío en que no nos desilusionarás.
Alar sintió que algo frío le corría lentamente por la espalda.
–Y ahora –continuó el psicólogo– ¿quieres extender el brazo y dejar que mi ayudante te aplique una inyección? ¿o prefieres que te estrujemos entre las paredes de la jaula para aplicártela? Es sólo una inocente cantidad de adrenalina para que no te desmayes por un buen rato.
No había forma de evitarlo. Y en cierto modo él tenía aun más curiosidad que Shey por saber qué ocurriría. Alargó el brazo en sombrío silencio; la aguja se clavó en él. En ese momento sonó el teléfono.
–Es de arriba –informó éste–. Quieren saber si ha visto usted a Madame Haze-Gaunt.
–Dígales que no.
El asunto pareció clausurado. Mientras tanto, otros ayudantes habían acercado un cajón de grandes bisagras, montado sobre ruedas; lo abrieron y comenzaron a sacar de él varios objetos que colocaron sobre la mesa. Otros cerraron las paredes de la jaula, una contra otra, de modo tal que el Ladrón quedó aplastado entre ellas como un bacilo entre dos placas de microscopio.
Alar sintió que el sudor le chorreaba por la barbilla y goteaba contra el suelo de piedra, agregando un demencial obbligato al tamborileo de su corazón, lleno de adenalina. Desde atrás le llegaba el olor del metal al rojo vivo.
Al menos Keiris había logrado escapar.
Era el crepúsculo. Como ya no había dolor creyó por un momento que estaba muerto. Se irguió para mirar en su torno, sin comprender. En ese mundo en el que estaba él parecía ser lo único en movimiento.
Estaba suspendido en el espacio, cerca de una columna silenciosa, que trepaba en espiral. La gravedad había desaparecido: no había arriba ni abajo, ni marco de referencia que indicara una dirección, de modo que la columna no era necesariamente vertical ni horizontal. Alar se frotó los ojos.
El contacto físico de la palma con la cara parecía real; aquello no era un sueño. Le había ocurrido algo tremendo, apabullante, que no podía recordar. En ese sitio no había movimiento ni sonidos, nada más que esa columna y un vastísimo silencio.
Alargó tímidamente la mano para tocar la columna.
Había en ella algo extrañamente fluido, flexible, que la hacía semejante a un retorcido rayo de sol. También su forma era curiosa: la parte que él había tocado era un reborde provisto de cinto aletas, que se extendía a partir del centro.
Con una sierra atómica le habría resultado muy simple aserrar innumerables brazos con manos y dedos. Tocó ligeramente el reborde y flotó en torno a la columna, hacia el otro lado; allí encontró otro reborde de cinco aletas, exactamente igual. Frunció el ceño, perplejo: más allá había aletas similares a piernas.
De pronto sus ojos se iluminaron: una sección transversal de esa columna se parecería mucho al corte vertical de un ser humano. Al mirar hacia arriba descubrió que se extendía aparentemente hasta el infinito. Flotó entonces a lo largo en la dirección opuesta, comprobando que su corte se hacía cada vez menor. El contorno de la mejilla era más reducido, los huesos más prominentes; parecía la silueta de un joven delgado. Aún más allá la columna se reducía otro poco; forzando la vista pudo notar que a la distancia era apenas un hilo.
Comprendió entonces el Ladrón que su vida dependía de la solución a ese misterio, pero por mucho que se esforzaba en descifrarlo la respuesta se le escurría. Regresó, lenta, pensativamente, para estudiar la columna más o menos donde había recobrado la conciencia. La exasperación le atenaceaba las mandíbulas.
Tal vez la explicación estuviera en el interior de la columna. Introdujo lentamente un brazo en ella y notó con interés que alguna fuerza plástica lo inducía a meter los dedos en las cinco aletas de aquel reborde. Hizo lo mismo con la pierna derecha. Encajaba perfectamente. A modo de prueba deslizó el resto de su cuerpo en la columna.
Y de pronto algo inmenso y elemental se apoderó de él, lanzándolo...
–Ya está volviendo en si –dijo la voz, con una risita disimulada.
Alar se irguió sobre una rodilla y abrió los ojos doloridos.
La cabeza le daba vueltas. No estaba apretado entre las paredes de la jaula, sino en el centro. Ya no había sangre en su cuerpo; también tenía puestas nuevamente la chaqueta y la camisa: Tanto los hombres como la mesa y los instrumentos estaban en el mismo sitio que ocupaban cuando él despertó por primera vez, hacía ya siglos, antes de la inyección y del dolor.
¿Acaso el dolor no había sido más que una pesadilla, coronada por aquel extraño episodio de la columna con forma humana? ¿Era sólo una ilusoria sensación de cosa ya vivida esa seguridad de que Shey se erguiría de puntillas y balbucearía ...
–¡Buenos días, Ladrón! –balbuceó Shey, irguiéndose sobre las puntas de sus pies.
Alar sintió que el rostro se le quedaba sin sangre.
Una cosa estaba muy clara. Por medio de recursos totalmente incomprensibles para él había abandonado, durante un rato, la corriente del tiempo, para volver a ella en el peor momento posible. Supo que esa vez le fallarían las fuerzas, que hablaría, condenando a muerte a sus camaradas. Y no tenía arma alguna con la que evitar esa catástrofe. A menos que...
El corazón le palpitó con una alegría salvaje. Oyó que su propia voz, calma, helada, decía:
–Creo que usted me soltará muy pronto.
Shey sacudió su rizada cabeza en una rara muestra de buen humor.
–Eso lo arruinaría todo –dijo–. No, no te soltaré por mucho tiempo. Casi podría decir... jamás.
Los labios de Alar se apretaron en una fría confianza que estaba muy lejos de sentir. Era indispensable obrar con celeridad; debía preparar las cosas antes de que sonara el teléfono, pero sin demostrar prisa ni ansiedad. Shey no tardaría en reconocer su voz, pero eso no se podía evitar. Cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó contra los barrotes del fondo.
–Es posible que la Sociedad de Esclavos me valore en demasía –expresó brevemente–. Sea como fuera, se han tomado ciertas precauciones por si yo era capturado. Debo prevenirle que si no salgo de este palacio sano y salvo en un plazo de diez minutos, esta noche el Canciller recibirá el cadáver de Madame Haze-Gaunt.
Shey, frunciendo el ceño, observó pensativo a su presa.
–Esa voz ... ¡Hum! Mientes, por supuesto. Hablas para ganar tiempo. Su Excelencia está aún en el salón de baile. Tu aliento agitado, tus pupilas reducidas, la voz seca... todo indica una mentira deliberada. Ni siquiera me molestaré en comprobarla. Ahora ¿quieres alargar el brazo, por favor, para que te apliquemos un poquito más de adrenalina?
¿Cuándo sonaría ese teléfono? Su aparente calma era una sorpresa para él mismo.
–Muy bien –murmuró, alargando el brazo–. Los tres moriremos juntos.
La aguja entró en la carne y tocó un nervio. El rostro de Alar se contrajo levemente. Mientras tanto los ayudantes acercaron las paredes de la jaula, aplastando al Ladrón como si fuera un águila con los brazos extendidos.
Desde atrás llegaba un fuerte olor a metal caliente. La cabeza empezaba a darle vueltas. Algo estaba fallando. De no estar sujeto por los barrotes apretados caería al suelo. Bajo las mangas de su chaqueta se iba extendiendo un húmedo círculo de sudor.
Dos robustos ayudantes acercaron el cajón de instrumentos. Alar se obligó a observarlos con cierta indiferencia, en tanto lo abrían para entregar a Shey un par de tenazas de extraña forma. Sintió un estremecimiento de náuseas en la garganta al recordar sus manos deformes, ensangrentadas y sin uñas, vistas en ... aquel otro momento.
–¿Sabes? –cloqueó Shey, mirándolo con ojillos coquetos– Creo que eres el mismo que me visitó hace unas pocas noches.
En ese momento sonó el teléfono. Shey levantó distraídamente la vista.
–Contesten –ordenó, como entre sueños.
Para el Ladrón el tiempo se demoró poco a poco hasta detenerse por completo. El pecho subía y bajaba en profundos jadeos.
–Es de arriba –anunció el ayudante, con cierta vacilación–. Quieren saber si– usted ha visto a Madame Haze-Gaunt.
Shey aguardó largo rato antes de contestar. Su expresión introspectiva desapareció lentamente. Al fin se volvió y dejó cuidadosamente la tenaza para arrancar uñas sobre el cajón.
–Dígales que no –replicó–. Que el Canciller acuda al teléfono inmediatamente. Quiero hablarle.
Alar fue dejado en la transitada esquina que él mismo había indicado. Tras vagar sin rumbo durante una hora, para despistar a los policías que quizá lo siguieran, se dirigió hacia la puerta de un escondrijo de la Sociedad a través de un callejón y de un sótano. Antes de dormir o comer, antes de conseguir siquiera un nuevo sable, quería informar al Consejo los increíbles sucesos vividos en el submundo de los esclavos y en la cámara de torturas de Shey.
Algo puntiagudo se le clavó en el flanco. Levantó las manos lentamente, lo rodeaban Ladrones que exhibían antifaces y espadas desnudas. El más próximo le dijo:
–Estás bajo arresto.
IX
TALENTOS INNATOS
Estás bajo sentencia de muerte –entonó el enmascarado que ocupaba la plataforma–. De acuerdo a las leyes de la Sociedad, se te leerán los cargos– que pesan–contra ti; a, continuación se te concederán diez minutos para que presentes tu defensa. Al expirar ese plazo, si no has logrado refutar los cargos, serás ejecutado con una espada que te atravesará el corazón. El empleado de este tribunal te leerá la acusación.
Alar no podía liberar su cerebro de un sordo aturdimiento. Estaba demasiado exhausto hasta para sentir extrañeza. De todos los Ladrones allí reunidos sólo podía reconocer a Haven; cuyos ojos alelados lo miraban fijamente a través de la máscara parda.
El empleado se levantó de un escritorio vecino al estrado y leyó en tono grave:
–Alar fue capturado por efectivos del gobierno en el palacio imperial hace cuatro horas; se le llevó a las cámaras inferiores y se le dejó bajo la custodia de Shey.
Pocos minutos después fue escoltado, indemne, desde el palacio hasta la calle; allí se le dejó en libertad. Puesto que ni siquiera tiene un rasguño, se deduce que el prisionero ha revelado información confidencial concerniente a la Sociedad. El cargo es traición; la sentencia correspondiente, de muerte.
Haven se levantó de un salto.
– ¡Compañeros Ladrones! Protesto contra estos procedimientos. Debería ser la Sociedad la que presentara. las pruebas contra Alar, que en el pasado ha puesto en peligro su vida en innumerables oportunidades en bien de la Sociedad. Insisto en que se le otorgue el beneficio de la duda. Supongámoslo inocente mientras no se haya probado su culpabilidad.
Atar contempló el mar de máscaras que se enfrentaba a él. El juez escuchó las palabras de varios hombres que se inclinaron hacia él para hablarle al oído. Al fin se irguió. Alar clavó las uñas en la barandilla de madera, sabiendo que no tenía pruebas a su favor.
–El número ochenta y nueve –dijo el juez lentamente– ha propuesto una innovación radical al procedimiento del juicio. En el pasado la Sociedad ha encontrado necesario liquidar a algunos Ladrones que no fueron capaces de alejar de sí toda sospecha. Los jurados de la Sociedad están de acuerdo en que por ese método eliminamos a más inocentes que a culpables. Sin embargo opino que eso no constituye un precio demasiado alto por asegurar la existencia de la Sociedad como un todo. Ahora bien: ¿hay alguna circunstancia especial según la cual se cumplan mejor los propósitos de la Sociedad si revertimos el procedimiento?
Alar sintió que su pulso aumentaba lentamente. Ciento setenta y cinco, ciento ochenta...
–En este caso hay circunstancias desacostumbradas, hasta extrañas –continuó el juez, hojeando lentamente la carpeta que tenía frente a sí–. Pero todas ellas ...
Contempló a Alar con ojos de acero y prosiguió, con voz endurecida:
–... todas ellas indican que debemos redoblar nuestras precauciones al tratar con este hombre, en vez de descuidarnos. Es incapaz de dar cuenta de su vida previa a cierta noche, hace cinco años, en que fue recogido por dos miembros de esta Sociedad en un estado de ostensible amnesia. Debemos tener en cuenta que el Canciller Haze-Gaunt es lo bastante ingenioso corno para introducir un espía entre nosotros por medio de esa treta.
Puesto que Alar escapó sano y salvo de las garras de Shey, tenemos razones para sospechar lo peor. ¿Niega el acusado que lo tenemos aquí, sin un rasguño, a pesar de que debería estar muerto o agonizante?
La voz del juez tenía un dejo irónico.
–No niego ni afirmo nada –replicó Alar–. Pero antes de comenzar mi defensa quisiera formular una pregunta. Puesto que la sentencia es de muerte y no puedo abandonar con vida esta sala, tal vez el juez quiera explicarme por qué me protegió la Sociedad cuando yo no era sino un amnésico indefenso; por qué, tras permitirme llevar la peligrosa vida de los Ladrones, el doctor Haven y el doctor Corrips decidieron súbitamente que mi vida era tan importante como para sacrificar la de veinte cerebros brillantes pertenecientes al Ala M de la universidad? Sin tener en cuenta lo que ha ocurrido desde entonces (o lo que no ha ocurrido), deben ustedes admitir que hay cierta contradicción en esto.
–No necesariamente –replicó el juez con frialdad–. Pero puedes formar tu propia opinión. Hace cinco años una extraña nave espacial se estrelló en cierto punto del Ohio superior. Algunos restos del naufragio indicaban que podía tratarse de un vehículo proveniente del espacio exterior. Se rescataron también dos seres vivientes. Uno era un curioso animal simiesco, capturado más tarde por la Policía Fluvial y entregado a Haze-Gaunt. El otro eras tú. De inmediato recibimos una nota de Kennicot Muir con respecto a tu destino.
– ¡Pero si está muerto! –interrumpió Alar.
El juez sonrió con gesto ceñudo.
–Ha sido dado por muerto por el Gobierno Imperial y el mundo exterior. Tal como he dicho, recibimos una nota suya a fin de que se te enrolara en la Sociedad tan pronto como se hubiera estabilizado tu estado emocional. Debíamos asignarte misiones de rutina que no involucraran grandes peligros físicos y observarte de cerca.
En opinión de Muir era posible que fueras un hombre especial, dotado de ciertas propiedades especiales: creía que tu ascendencia había evolucionado a partir del Homo Sapiens hasta convertirse en algo que podía ser de gran ayuda para evitar la Operación Finis que Haze-Gaunt lanzará en cualquier momento. Muy pronto se descubrió que tu corazón se aceleraba antes de que detectaras conscientemente el peligro.
Ahora sabemos que tu subconsciente sintetiza impresiones y estímulos en los que tu conciencia no repara, preparándote el cuerpo para el riesgo no visto, cualquiera que sea. Eso era extraño, pero no lo bastante como para situarte más allá del Homo Sapiens ni para absolverte por completo de la sospecha de espionaje. Esperamos la aparición de esas manifestaciones, pero no se presentaron. Ahora, después de tu probable traición, tu amenaza contra la existencia de la Sociedad sobrepasa el deseo de proseguir con tu estudio.
Muy pronto su vida anterior estaría cerrada para siempre. ¿Nadie sabría?
–¿Está Muir presente entre nosotros? –inquirió ¿Aprueba él mi muerte?
–Muir no está presente. En realidad nadie lo ha visto en persona desde su desaparición. Pero puedes estar seguro de que está enterado de este juicio. Hasta el momento no se ha declarado en desacuerdo. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacer? De lo contrario comenzará a correr el tiempo – fijado para tu defensa. Tienes diez minutos.
Alar, muy pálido, estudió a sus verdugos. Muchos de ellos habrían compartido con él, probablemente, sus aventuras arriesgadas, pero ahora lo matarían sin remordimientos para salvar a la Sociedad. Los latidos de su corazón aumentaban sin cesar. Doscientos.. Nunca habían llegado a tanto. Con una frialdad sorprendente para él mismo, observó:
–Cualquier defensa que pudiera presentar sería tan increíble desde el punto de vista de los presentes que sería una pérdida de tiempo intentarla. Si me quedan diez minutos de vida...
–Nueve –corrigió el empleado, con firmeza.
–En ese caso pienso emplearlos para salvar la vida. ¡John!
–¿Sí, hijo?
La voz de Haven temblaba ligeramente.
–John, si crees en mi inocencia, te ruego que me expliques algo. ¿Cuál es el funcionamiento químico del ojo?
El biólogo lo miró sorprendido, pero de inmediato recobró su anterior actitud. La sangre le volvió a las mejillas mientras declaraba:
–En general, se cree que los fotones reflejados por el objeto visto entran por la pupila del ojo y son enfocados hacia la retina mientras atraviesan los humores vítreos y acuosos, allí se forma la imagen. Allí se imprime sobre la púrpura visual, que produce entonces una sustancia, a la cual son sensibles los conos y bastoncillos de la retina. Estos pasan el estímulo a los extremos nerviosos de la retina, que finalmente los reúne en el gran nervio óptico y registra la imagen en las grietas del lóbulo óptico, hacia la base del cerebro.
–¿Dirías que es totalmente imposible revertir ese proceso?
–¿Revertirlo? Eso equivaldría a que, cuando el cerebro concibe una imagen la haga pasar por el nervio óptico hacia la retina, de modo tal que la púrpura visual así estimulada emita fotones, enfocados por los fluidos refractivos del ojo y proyectados en forma de imagen. ¿Quieres preguntar si tus ojos podrían ser capaces de proyectar una imagen tanto como de recibirla? ¿Es eso lo que quieres decir?
–Precisamente. ¿Es imposible?
Los hombres se inclinaron hacia adelante, atentos, intrigados.
–Tienes tres minutos –recordó secamente el empleado, paseando la mirada entre Alar y Haven.
EI anciano fijó en su protegido los ojos dilatados por muchas conjeturas.
–Se ha predicho que la proyección visual puede ser una de las características de la criatura que siga al Homo Sapiens en la escala evolutiva. Esa propiedad puede desarrollarse en el curso de cincuenta o cien milenios, pero ahora.... el hombre moderno .. Me parece muy improbable: Sin emargo...
Levantó la mano en un gesto cargado de intención.
–... sin embargo, en el caso de que alguien fuera realmente capaz de proyectar rayos luminosos con su vista podría revertir otros sistemas de estímulo–respuesta. Por ejemplo, podría transformar el tímpano en una membrana parlante, mediante la– activación de los nervios cocleares por medio del conducto cerebral auditivo. En una palabra, podría reproducir aural, no oralmente, cualquier sonido que imaginara.
Alar echó una rápida mirada al mortecino tubo fluorescente conectado en el cielorraso. Un cálido rubor le trepó por la garganta. Ahora estaba seguro de salvar la vida; podría entonces desentrañar esa red opaca que amortajaba su pasado. Supo también que abandonaría la Sociedad de Ladrones para iniciar la ardua búsqueda de sí mismo. Pero aún quedaban muchas cosas por hacer. El peligro estaba lejos de haber sido conjurado. La voz del juez lo obligó a reaccionar:
–¿Qué quieres probar por medio de esa absurda discusión con el doctor Haven?. Te quedan sólo treinta segundos para la defensa.
A su alrededor se oyó el escalofriante deslizar del acero contra el acero. Todos los Ladrones, con excepción de Haven, habían desenvainado las espadas y lo contemplaban con felina atención.
Alar alzó la vista y la clavó en la vetusta luz fluorescente, acordándose del rayo que había iluminado la nube de polvo mientras él permanecía atrapado en el subterráneo de los esclavos. Aquella extraña huída ya no era un misterio.. La aparición de aquella silueta vestida con una chaqueta desgarrada como la suya tenía su explicación: era en verdad su propia silueta, una imagen de su cuerpo proyectada contra el polvo. Aunque entonces no conocía su capacidad de revertir el sistema de estímulo–respuesta había creado mediante el subconsciente, gracias al deseo de verse escapar, una imagen fótica de sí mismo. Y el deseo había sido realizado.
Cerró un ojo y se concentró febrilmente en el tubo mortecino, tratando de reactivar su maravilloso poder. En esa oportunidad quizá volviera a salvarlo, aunque de otra manera. Si lograba proyectar suficientes fotones sobre la cubierta fluorescente en la debida cantidad y frecuencia podría, tal vez, saturar los haces de ondas emitidas y dejar la sala a oscuras.
La luz pareció vacilar levemente.
Jadeaba como un perro agotado y el sudor le caía a chorros por el ojo abierto. Alguien a poca distancia, levantó la espada apuntándole al corazón con una mirada fría. A sus espaldas Haven susurró, nervioso:
–La luz fluorescente es algo más alta dentro del espectro. Aumenta un poco tu frecuencia.
El verdugo arremetió contra él.
En el mismo instante la sala quedó a oscuras.
Alar apretó con la mano izquierda la fea herida que tenía en el pecho y se alejó subrepticiamente unos pocos metros. Tenía que permanecer en ese sitio despejado para dominar la lámpara. Su vida dependía de una atrevidísima improvisación.
Nadie se había movido. A su alrededor se oía la respiración acelerada y expectante de quienes se preparaban para matarlo en cuanto pudieran distinguirlo en la oscuridad. Y entonces...
Su oído derecho percibió los sonidos que provenían del oído izquierdo:
– ¡Que nadie se mueva! Alar debe estar todavía en la sala. Lo hallaremos en cuanto dispongamos de luz. Número veinte catorce, ve inmediatamente a la oficina exterior y trae alguna lámpara de emergencia.
Era una imitación bastante razonable de la voz del juez. Quedaba por ver si el juez pensaba lo mismo. Alar retrocedió dos pasos y musitó, cambiando el tono:
–Sí, señor.
¿Cuánto tardarían los otros en recordar que el número veinte catorce estaba en la otra punta del corredor? Volvió a reinar el silencio en tanto él se dirigía hacia la puerta, caminando hacia atrás para no perder su dominio sobre la lámpara. Tropezó contra sus camaradas, pidiendo disculpas, siempre de espaldas. Si perdía de vista al tubo surgiría un relámpago de luz y él quedaría atravesado por diez o doce espadas.
Al fin tocó la puerta y rozó al guardia que la vigilaba.
–¿Quién es? –preguntó el guardia, con voz tensa.
–Veinte catorce –respondió Alar en un rápido susurro.
La sangre caliente le goteaba ya por la pierna. Tenía que encontrar vendas sin pérdida de tiempo. En algún punto de la sala se había iniciado una apasionada discusión en voz baja. En cierto momento le llego la palabra "veinte–catorce". En seguida se oyó una voz nasal:
– ¡Excelencia!
Notó que el guardia vacilaba en el acto mismo de correr los cerrojos. En pocos segundos su treta quedaría al descubierto.
– ¡Date prisa! –susurró, impaciente.
– ¡Tienes la palabra! –respondió el juez al Ladrón de la voz nasal.
El guardia permaneció inmóvil, escuchando.
–Si Alar escapa debido a tu tardanza –siseó Alar–, tu serás el responsable.
Pero el hombre siguió impasible. La voz nasal volvió a alzarse en el otro extremo de la sala.
–Excelencia, algunos de nosotros creemos recordar que el número veinte catorce está apostado en el otro extremo del corredor de salida. Si las cosas son así, ha de ser el mismo Alar quien respondió a su orden de abandonar la sala.
Todo estaba descubierto.
– ¡Mi orden! –fue la pasmada respuesta– No he dado orden alguna. ¡Creí que era el sargento de la guardia! ¡Custodia, que nadie salga de la sala!
Los cerrojos se cerraron con sombría determinación frente a Alar. Con un último y desesperado esfuerzo mental, éste reactivó el tubo fluorescente con un destello de cegadora luz azulada. El salón se convirtió en un pandemonio.
Una fracción de segundo después había derribado ya al guardia cegado para descorrer los cerrojos y se lanzaba hacia afuera, mientras quince o veinte hombres se atropellaban en el interior del cuarto. Pero la excesiva estimulación de la retina pasaría muy pronto; tenía que darse prisa. El número veinte catorce y sus hombres bloqueaban el corredor hacia un extremo. Apretó los puños y se volvió hacia el pasillo sin salida que se abría a sus espaldas. De inmediato echó la mano hacia la vaina del sable, en un gesto inútil: alguien lo esperaba de pie en el extremo cerrado.
–Puedes huir por aquí.
– ¡Keiris! –exclamó Alar, suavemente.
–Será mejor que te des prisa.
En un segundo estuvo junto a ella, preguntando:
–Pero ¿cómo?
–No es momento para hacer preguntas.
Keiris abrió un angosto panel en la pared. Ambos pasaron por él en el preciso instante en que la sala del tribunal se abría estruendosamente. A través de la madera les llegaron las voces coléricas, aunque apagadas.
–No los subestimes –susurró la mujer, mientras lo llevaba de la mano por el pasadizo oscuro–. Interrogarán al guardia que vigilaba el otro extremo del corredor y vendrán todos hacia aquí. En menos de un minuto hallarán el panel. Pronto estuvieron en un callejón mal iluminado, al nivel de la calle.
–¿Y ahora? –preguntó Alar, jadeando. –Allá está mi automóvil.
–¿Y bien?
Keiris se detuvo y lo miró con expresión muy seria.
–Estás libre por el momento, amigo mío, pero ya comprenderás que pueden atraparte en cuestión de horas. La Policía Imperial te está buscando minuciosamente por toda la ciudad, manzana por manzana, casa por casa, cuarto por cuarto. Todas las rutas están cerradas. No se permite la salida de aviones, a menos que sean de la policía. Y también los Ladrones te están buscando. Aunque sus métodos no sean tan exhaustivos, no por eso son menos eficaces. Si tratas de huir sin un buen plan o sin ayuda tus compañeros no tardarán en recapturarte.
–Voy contigo –replicó él, brevemente.
La tomó del brazo y ambos se dirigieron en silencio hasta el automóvil. En cuanto los motores de propulsión atómica tomaron velocidad la calle oscura empezó a deslizarse rápidamente junto a ellos.
–En el botiquín de primeros auxilios encontrarás antibióticos y astringentes –dijo la mujer–. Tendrás que vendarte solo. Por favor, hazlo pronto.
El se arrancó la chaqueta, la camisa y la ropa interior; sus dedos estaban resbaladizos por la sangre. El polvo antibiótico ardía; el astringente le llenó los ojos de lágrimas. Por último cubrió la herida con gasa adhesiva.
–A tu lado hay un bulto con ropas.
Alar estaba demasiado débil cómo para preguntar a quién pertenecían y desató el lío sin decir palabra.
–Desde este momento has asumido la identidad de un tal doctor Philip Ames, astrofísico.
Alar subió el cierre a cremallera de su nueva camisa y se soltó el cinturón, listo para cambiarse los pantalones.
–En realidad –continuó la mujer, lacónica–, Ames no existe más que en ciertos documentos gubernamentales. En el bolsillo interior de la chaqueta tienes una billetera con tus nuevas credenciales, un pasaje para el próximo vuelo lunar y un sobre sellado con las órdenes del Laboratorio Imperial de Astrofísica, refrendadas por Haze-Gaunt.
Algo, un hecho de increíble importancia, le desafiaba sin que él pudiera apresarlo. Si no estuviera tan cansado... Dirigiéndose a Keiris preguntó lentamente:
–Supongo que el Laboratorio Imperial está en antecedentes de que Haze-Gaunt envía a un hombre pero no lo conoce. De lo contrario se descubrirá en seguida que soy un impostor. También supongo que Haze-Gaunt, en caso de haber jugado algún papel en esto, cree haber enviado un astrofísico imperial cuya identidad sólo él conoce. Ese doble engaño sólo puede haber sido planeado y ejecutado por una tercera persona.
¡Ahí estaba! Pero seguía tan a oscuras como siempre. Se volvió hacia la mujer con gesto acusador.
–Sólo hay un intelecto capaz de calcular que escaparía de Shey y dónde se llevaría a cabo el juicio de los Ladrones. Sólo hay un hombre capaz de manejar las acciones de Haze-Gaunt y hacer que eligiera a "Ames": ¡el Cerebro Microfílmico!
–El fue.
Alar aspiró profundamente.
–Pero ¿qué motivos tiene él para salvar la vida de un Ladrón?
–No lo sé, pero creo que desea llevarte a descubrir algo vital en el Laboratorio Lunar. Hay algo en un fragmento del mapa estelar. Todo está entre tus indicaciones. Además el Cerebro, en secreto, simpatiza con los Ladrones.
–No comprendo.
–Tampoco yo. No tenemos por qué entender.
Alar se sentía completamente perdido. Pocos minutos antes el mundo se reducía a Ladrones e imperiales. Ahora sentía vívidamente el impacto de un cerebro que trataba a ambas facciones como si estuvieran compuestas por niños, un cerebro de inconcebible profundidad, que trabajaba con infinita habilidad y paciencia hacia... ¿hacia qué?
–Allí está la Lunar Terminus –dijo su compañera–. Tu equipaje ya está revisado y a bordo. Verificaran cuidadosamente tu pasaporte, pero no creo que haya problemas. Si quieres cambiar de idea, ésta es tu última oportunidad.
Haze-Gaunt y el Laboratorio Imperial se reunirían en algún momento para comparar sus notas. Alar imaginó por un instante el momento en que se viera acorralado por rudos policías imperiales en el diminuto Observatorio Lunar; la mano se le retorció intranquila sobre la empuñadura del sable. Pero ¿qué había en ese placa estelar? ¿Por qué el Cerebro Microfílmico lo había elegido precisamente a él para que la descubriera? ¿Acaso ese detalle podía arrojar alguna luz sobre el problema de su identidad?
¡Iría, sin lugar a dudas!
–Bien, adiós; Keiris –dijo suavemente–. A, propósito, debo advertirte algo. En la cancillería han reparado en tu ausencia, No me preguntes cómo lo sé. Correrás un gran riesgo si vuelves allí. ¿No puedes venir conmigo?
Ella meneó la cabeza, –Todavía no. Todavía no.
X
EL INTERROGATORIO
Mientras trepaba apresuradamente la escalera secreta hacia sus habitaciones de la cancillería, la calma exterior de Keiris ocultaba una grave confusión interior, la misma confusión que se había iniciado en las primeras horas de la noche, cuando la esbelta silueta de Alar se recortó en su ventana. La armadura con que ella se había rodeado tras la desaparición de Kim (¿habría muerto, como decían?) yacía en pedazos a su alrededor. ¿Cómo era posible que un Ladrón desconocido la afectara hasta ese punto?
Aun sin máscara, su rostro no le ofrecía clave alguna; era una verdadera desilusión, pues ella nunca olvidaba una cara. Sin embargo, desde la primera vez que viera esa frente ancha y suave, esos ojos oscuros incongruentemente duros, el problema que debía desvanecerse como absurdo se había acentuado. Sabía que nunca hasta entonces le había visto, pero también sabía que le era completamente familiar, parte de sí misma, como las ropas que usaba. ¿Representaba eso una falta de lealtad para con Kim? Todo dependía del sentido que ella le diera.
Al detenerse junto al panel que se abría hacia su cuarto de baño sintió que se sonrojaba; se encogió de hombros. No era momento adecuado para analizar los sentimientos íntimos. Haze-Gaunt la estaría aguardando en el dormitorio, preguntándose dónde estaba. Había que agradecer al cielo por sus extraordinarios celos. Aunque no creía en ella más que hasta cierto punto, eso le proporcionaba una extraña especie de seguridad, un statu quo perfectamente definido por esa misma inseguridad.
Se permitió un suspiro en tanto deslizaba el panel hacia atrás. Al menos tendría tiempo de darse una ducha y hacer que sus doncellas le frotaran el cuerpo con pétalos de rosa. Mientras tanto podría inventar algunas respuestas a las preguntas que Haze-Gaunt no dejaría de formular. Después se pondría esa bata escotada que...
–¿Agradable, el paseo? –preguntó Haze-Gaunt.
Estuvo a punto de soltar un grito, pero la lengua se le había adherido al paladar. Exteriormente no dio señal alguna de sorpresa. Respiró hondo y se sobrepuso. Llena de aparente calma se enfrentó a los tres intrusos.
Haze-Gaunt la miraba fijamente, en sombría incertidumbre, con las piernas separadas y las manos cruzadas a la espalda. Shey irradiaba de satisfacción anticipada. En cuanto al general Thurmond, las profundas arrugas de su cara se mantenían inexpresivas; tal vez los paréntesis que encerraban el pequeño guión de la boca eran un poco más duros y crueles.
El corazón de la mujer palpitó aceleradamente. Por primera vez desde que Haze-Gaunt la instalara en esas habitaciones sentía un ramalazo de temor físico. Mentalmente se rehusaba a aceptar las implicaciones que podía tener esa visita del Canciller, acompañado por los dos monstruos más implacables del imperio. Antes de que Haze-Gaunt abriera la boca para preguntar nada, ella tenía ya pensada su mejor defensa.
–Sí, di un paseo muy agradable –dijo con una sonrisa irónica, mientras cerraba el panel a sus espaldas–. Salgo cada vez que puedo, Bern. Los esclavos tienen vicios de esclavo, ¿verdad?
–Ya volveremos a hablar de eso –repuso el Canciller, ceñudo–. Ahora quiero saber qué relaciones tiene con Alar. ¿Cómo lo conociste? ¿Por qué permitiste que te escoltara al baile en vez de entregarlo a la guardia del palacio?
–Bern, ¿te parece que mi cuarto de baño es sitio adecuado para un interrogatorio? Además es muy tarde. Mejor mañana, ¿quieres?
Tuvo deseos de morderse la lengua: su defensa sonaba a falso. Se dio cuenta de que el menudo psicólogo adivinaba cada una de sus palabras antes de que ella las pronunciara; tal vez ese diabólico hombrecillo había advertido a Haze-Gaunt sobre lo que ella diría si les estaba ocultando algo.
–Oh, de acuerdo –dijo en tono fatigado, apartándose de la pared–. Te diré cuanto sé, aunque no comprendo qué importancia puede tener. Alar trepó a mi balcón al atardecer. Le arrojé un cuchillo, pero fallé. Inmediatamente me aferró por la muñeca. Dijo que me mataría si no lo llevaba al salón de baile. ¿Qué me quedaba por hacer. Mis doncellas se habían ido. En realidad es culpa tuya, Bern; no me has procurado un mínimo de protección.
No serviría de nada, pero al menos les llevaría un rato desmenuzar la historia; mientras tanto ella tendría tiempo para pensar. Se dirigió lentamente hasta el lavabo, como si ya hubiera expuesto cuanto tenía que decir, y se contempló en el espejo por unos cuantos segundos. Mientras se rociaba el rostro con una emulsión oleosa perfumada Haze-Gaunt volvió a preguntar:
–Según parece tu amigo se dio una ducha aquí mismo y tomó prestadas algunas ropas mías... , además del sable italiano. Supongo que durante ese tiempo te dejó atada y amordazada.
Keiris dejó de frotarse la cara y alargó una mano lánguida hacia la perilla del agua de colonia.
–Siempre creí que mi departamento estaba lleno de micrófonos ocultos. Supuse que la guardia escucharía cada palabra de nuestra conversación y que apresarían a Alar en este mismo cuarto.
–Por una notable coincidencia –murmuró Thurmond su puñal, señora, seccionó el cable de esos micrófonos.
El agua de colonia escocía en las mejillas de Keiris; se frotó la cara con una toalla afelpada y se volvió hacia los tres hombres. Su actitud serena se tornaba más vulnerable minuto a minuto. Shey seguía sonriendo; en cierta oportunidad pareció reír entre dientes. Haze-Gaunt observó con frialdad:
–Te concedo el beneficio de la duda en ese aspecto.
Descruzó las manos y plegó los brazos en torno al pecho, en tanto ella avanzaba plácidamente hacia el grupo, y prosiguió:
–También voy a suponer que es cierta la segunda parte de tu historia. Seguramente diste por sentado que todos estábamos enterados de la presencia de Alar en el baile y demorábamos porque sí el momento de apresarlo. Lo pasaremos por alto. Una vez capturado Alar, como tú sabes, o no, lo entregamos a Shey para que él lo interrogara, pero al parecer estaba enterado de que tú no estabas en el palacio desde hacía una hora, precisamente antes de que Shey comenzara con su experimento. Alar consiguió que lo soltáramos diciéndonos que los Ladrones te tenían como rehén. Seguramente le dijiste que estarías ausente en ese momento y que podía utilizar ese detalle para lograr la libertad. ¿Lo niegas?
Keiris, vacilando, miró a Shey por primera vez desde su entrada. Aquel sádico la observaba disfrutando por anticipado. Sin duda estaba muy pálida; durante casi diez años se había creído capaz de afrontar la muerte con calma, pero en ese instante, al cristalizarse ante ella la posibilidad, se le tornaba horrible.
No era la muerte en sí lo que la asustaba, sino la hora que le llevaría morir, esa hora que Shey sabría prolongar indefinidamente. Tendría que revelar lo del Cerebro Microfílmico y los Ladrones de Kim perderían un arma poderosa.
En algún sitio, por algún milagro, Kim podía estar con vida aún. ¿Qué pensaría de ella cuando se enterara de su traición? Además ¿cómo había hecho Alar para saber que ella lo estaba aguardando en el escondrijo de los Ladrones durante su breve encarcelamiento en las cámaras de Shey? Había demasiadas preguntas y ninguna respuesta.
Se preguntó también cuánto dolor sería capaz de soportar antes de revelar cuanto sabía.
–No niego nada –dijo al fin–. Si quieres pensar que yo proporcioné al Ladrón los medios para que huyera, estás en tu derecho. Dados mis antecedentes, ¿puedes esperar de mi una lealtad sin límites, Bern?
Y lo miró fijamente a la cara. Haze-Gaunt guardó silencio. Mientras tanto Thurmond se agitó inquieto y echó una mirada a su radio de pulsera.
–Haze-Gaunt –intervino–, ¿tiene usted en cuenta que esta mujer nos está demorando en la Operation Finis? Cada segundo es invalorable si queremos actuar por sorpresa, pero nada se puede hacer sin haber evaluado a Alar. Le aconsejo que la entregue inmediatamente a Shey. Su forma de actuar revela algo más que una simpatía general hacia una organización subversiva que identifica con su difunto esposo. Entre ella y Alar hubo algo especial y debemos hacérselo decir. Además, ¿qué pasa con esas filtraciones constantes de secretos gubernamentales que llegan a los Ladrones? Usted siempre creyó estar enterado de cada movimiento de esta mujer, de cada palabra que ella decía. Y bien, ¿dónde ha estado en esta última hora?
–He estado con Alar.
Le parecía increíble decirlo con tanta serenidad. Pero no se había equivocado en el efecto que esa revelación causaría en Haze-Gaunt. Por aquella boca eternamente inmóvil pasó un levísimo estremecimiento de angustia.
Shey soltó una, risita y habló por primera vez.
–Sus respuestas, señora, son demasiado claras. ¿Qué ocultan? Nos señala con grandes ademanes una autopista abierta, pero es el sendero camuflado lo que nos interesa. Parece muy ansiosa por dar a entender que ha actuado impulsada por la atracción emocional de un hombre a quién no conocía, aunque fuera un gallardo e imponente Ladrón. ¿Por qué? No se lo pregunto porque espere una respuesta, sino para que comprenda que cuanto ocurra, desde nuestro punto de vista, será inevitable.
Keirirs conocía al fin la desesperación física en toda su amplitud. Era un aturdimiento de plomo que iba ganando los nervios uno a uno, pudriéndola de miedo.
–Bern, ¿qué quieres... qué quieren saber estos hombres? –dijo.
No era pregunta, sino una confesión de derrota; su voz sonó extrañamente gemebunda, aun a sus propios oídos. Haze-Gaunt hizo una señal a Shey, que se adelantó rápidamente para fijar una especie de disco al brazo de Keiris. Se trataba de un verígrafo portátil. La mujer sintió un agudo pinchazo al clavársele la aguja que hacía circular la sangre venosa a través del instrumento; el dolor desapareció inmediatamente. Con cada latido del corazón se encendía en el aparato una luz verde. Ella se frotó el brazo por encima del instrumento.
Pronto acabaría todo. Podían extraerle las respuestas sin dolor. En cierto modo era un alivio; llevaba demasiado tiempo sin Kim.
Haze-Gaunt aguardó por un momento a que la escopolamina causara efecto y después preguntó:
– ¿Conocías a Alar antes de verlo esta noche?
–No –respondió ella, creyendo decir la absoluta verdad.
Para su enorme sorpresa, el ojo verde del instrumento se tornó lentamente en rojo.
–Lo has visto anteriormente –observó Haze-Gaunt, ceñudo–. Ha sido una tontería tratar de engañar al verígrafo en la primera pregunta. Sabes muy bien que es efectivo durante un período de tres minutos.
Ella se sentó, aturdida. El instrumento denunciaba una mentira, decía que ella conocía en verdad a Alar. Pero ¿de dónde? ¿desde cuándo?
–Tal vez lo haya visto alguna vez al pasar –murmuró débilmente–. De lo contrario no puedo explicarlo.
–¿Has dado información a los Ladrones anteriormente?
–No lo sé.
La luz destelló con un vivido amarillo.
–No está segura –interpretó Shey, suavemente–, pero cree que ha revelado información en algunas ocasiones, evidentemente a través de intermediarios anónimos, y cree que llegaba a los Ladrones. Nos quedan dos minutos antes de que el verígrafo se torne inútil. Debemos darnos prisa.
–En esas ocasiones –preguntó Thurmond ásperamente–, ¿actuaba usted en forma independiente?
–Sí –susurró Keiris, y la luz pasó inmediatamente a rojo.
–Una categórica mentira rió Shey–. Trabaja para alguien. ¿Quién le da las órdenes?
–Nadie.
–Nuevamente la luz roja.
–¿Algún miembro del gabinete? –inquirió Thurmond.
A pesar de su estado de semiestupor, Keiris se maravilló de que ese hombre esperara siempre la traición en los puestos más altos.
–No –susurró.
–Pero sí alguien del palacio. –¿El palacio?
–Sí, éste, el palacio de la cancillería.
La luz parpadeaba constantemente en verde. Ella lanzó un gemido de alivio: el Cerebro Microfílmico se albergaba en el palacio Imperial.
–¿En el palacio Imperial, acaso? –sugirió Shey.
Ella no respondió, pero supo que la luz lanzaba destellos de color carmesí. Los tres hombres intercambiaron una mirada.
–¿La emperatriz? –preguntó Thurmond.
La luz volvió a verde. El ministro de policía se encogió de hombros. Keiris tuvo la vaga idea de que era el momento de desmayarse, pero le era imposible. Y entonces llegó la pregunta. Haze-Gaunt desplegó una vez más esa deslumbrante intuición que le había llevado a ser jefe de la manada de lobos.
–¿Recibes órdenes del Cerebro Microfílmico? –preguntó.
–No.
Era inútil. Keiris comprendió que la luz la habría traicionado, aunque ni siquiera la miraba. Cosa extraña: no sentía sino alivio. Se lo habían arrancado sin hacerla sufrir. No podía culparse por ello.
–En ese caso ¿es "Barbellion"? –preguntó Thurmond en tono de duda, citando al coronel de las Guardias Imperiales.
Keiris quedó petrificada. Habían pasado los tres minutos y el verígrafo ya no registraba las respuestas falsas; eso significaba que la luz había seguido en verde ante la pregunta que mencionara al Cerebro Microfílmico.
–Nos hemos pasado un poco del plazo –interrumpió Haze-Gaunt, frunciendo el ceño–. Su sangre ya está amortiguada; las respuestas a las últimas preguntas no valen de nada. Tendremos que esperar seis o siete días antes de hacer otro intento.
–No podemos aguardar –objetó Thurmond–. Usted sabe muy bien que no podemos.
Shey se adelantó para desconectar el verígrafo. Keiris sintió el pinchazo de otra aguja. De pronto volvió a pensar con horrible lucidez. Y entonces reparó en que Haze-Gaunt acababa de decir:
–Es suya, Shey.
XI
REGRESO DE KEIRIS
Mi queridísima Keiris –exclamó Shey, sonriente–, nuestro encuentro en este sitio era tan inevitable como la muerte misma.
La mujer, atada a la mesa de operaciones, aspiró profundamente mientras observaba el cuarto con los ojos dilatados. Allí no había más que una blancura deslumbrante y cajas con extraños instrumentos .... además de Shey, enfundado en una blanca túnica de cirugía. El psicólogo seguía hablando, sin dejar de entremezclar risitas a sus palabras.
–¿Comprendes la naturaleza del dolor? –preguntó, inclinándose sobre ella hasta donde su corpulencia se lo permitía– ¿Sabías que el dolor es el más exquisito de los sentidos? Muy poca gente lo sabe. En su tosca brutalidad, la mayor parte de la humanidad lo emplea tan sólo como advertencia de cualquier daño físico. Así se pierden por completo los más sutiles matices. Sólo unos pocos iluminados, como los fakires hindúes, los penitentes y los flagelantes, aprecian los supremos placeres que se pueden obtener utilizando nuestro sistema propioceptivo, tan lamentablemente descuidado.
De pronto se enrolló la manga y dejó al descubierto una mancha despellejada en la parte interior del brazo.
–;Mira! –dijo– Me arranqué la epidermis y dejé caer allí ardientes gotas de etanol durante quince minutos, mientras estaba en mi palco de ópera, absorto en el Inferno que interpretaba el Ballet Imperial. Sólo yo, entre todos los del público, pude apreciarlo por completo.
Hizo una pausa y suspiró.
–Bien, comencemos. Cuando quieras, habla. Espero que no lo hagas demasiado pronto.
Acercó una caja llena de indicadores, de la que extendió dos cables coronados por agujas. Le clavó una en la palma de la mano derecha y la sujetó con cinta adhesiva. Con el mismo procedimiento le instaló la aguja restante en el bícep derecho. .
–Comenzaremos con lo más elemental, para avanzar de poco hacia lo complejo –explicó Shey–. Podrás apreciar el estímulo más a fondo si conoces el mecanismo. Observa el oscilógrafo.
Así diciendo señaló un indicador circular de color blanco opaco, dividido horizontalmente por una línea luminosa. Keiris sintió un dolor agudo en el brazo derecho y lanzó un grito involuntario... El dolor se estableció allí, con un latido rítimico.
–Lindo aperitivo, ¿verdad? –observó Shey, con una de sus risitas– ¿Ves el rayo catódico? Eso indica que el impulso sube por ese nervio a determinada velocidad. Según sea ésta, el dolor es súbito y agudo, lo que marca el pico máximo en el tubo catódico, pues viaja a unos treinta metros por segundo; después baja a medio metro por segundo, lo que equivale al dolor sordo que se siente cuando uno se golpea los dedos del pie o se quema la mano. Esos impulsos se reúnen en fibras nerviosas cada vez más grandes, que a su debido tiempo pasan a la médula espinal para llegar al hipotálamo, que selecciona los diversos estímulos de dolor, frío, calor, tacto, etcétera, y dirige los mensajes al cerebro para que éste ordene la acción, Parece ser la circunvolución central posterior que está precisamente tras la fisura de Rolando la que recoge todos los impulsos de dolor.
Levantó la vista con expresión alegre y le ajustó la aguja clavada en el brazo.
–¿Te aburriste ya de ese estímulo tan monótono? Aquí va otro.
Keiris se preparó para resistirlo, pero la sacudida no fue tan aguda.
–No es gran cosa, ¿eh? –dijo el psicólogo– Apenas sobrepasa el límite. Después de la estimulación la fibra no puede recibir otro impulso por cuatro décimas de milisegundo. En seguida se torna hipersensitiva por quince milisegundos y finalmente vuelve a funcionar por debajo de lo normal durante ochenta milisegundos. Desde ese momento en adelante torna a la normalidad. Son esos quince milisegundos de hipersensibilidad los que me resultan tan útiles.
Keiris soltó un alarido.
– ¡Espléndido! –cloqueó Shey, cerrando la corriente de la caja negra–. Y eso fue sólo con un nervio de un solo brazo. Es realmente fascinante ir agregando un par de electrodos y otro más hasta que finalmente los brazos quedan cubiertos de ellos; aunque por lo general el sujeto muere.
Y se volvió nuevamente hacia la caja.
En algún punto de la cámara un radiocronómetro marcaba los segundos con burlona languidez.
Alar contempló sin entender esa cara enflaquecida y barbuda que le mostraba el espejo. ¿Qué hora era, de qué día?
Una rápida mirada al reloj–calendario le indicó, para su sorpresa, que llevaba seis semanas encerrado en ese escritorio de la Estación Lunar, en frenética carrera contra el momento en que el poder combinado de los Ladrones y los de la policía Imperial lo descubrieran y lo eliminaran.
¿Había logrado resolver el misterio de la placa estelar? No lo sabía. Creía haber descubierto la identidad de esa rueda luminosa situada en la esquina inferior derecha del negativo. También había descubierto varias aberraciones muy interesantes dentro de la nebulosa del espacio intermedio, para las cuales cabían diversas explicaciones, ninguna satisfactoria por completo. ¿Acaso el Cerebro conocía la respuesta? Por su parte sospechaba que sí.
Todos parecían conocer todas las respuestas, todos menos él. Había casi una cómica injusticia en el hecho de que él, poseedor de una vista y de un oído milagrosos, el que había orillado las cumbres de lo divino aquella noche, en la cámara de Shey, supiera tan poco sobre sí mismo.
Y allí estaba también esa extraña, maravillosa placa estelar. Encerraba un secreto que el Cerebro deseaba hacerle conocer. ¿Cuál?
Se rascó distraídamente la barba, mientras su mirada recorría el estudio. De la lámpara colgaba una pequeña maqueta tridimensional de la galaxia. Parecía una disculpa por el absurdo escenario posterior, que consistía solamente en libros, libros grandísimos, minúsculos, lujosos, modestos, en todos los idiomas de la Tierra distante. Lo inundaban todo: suelo, sillas y mesas; llegaba casi a la mitad de las cuatro paredes, formando un resquebrajado paisaje, que se abría de trecho en trecho en los valles creados por Alar al caminar por el cuarto, durante las últimas semanas. Esos valles mostraban un alfombrado constituido por el triste detritus de las anotaciones desechadas. En un circo glaciar de este Matterhorn formado por libros, que se inclinaba sobre su mesa de trabajo, estaba el microscopio, rodeado por un talud grisáceo de fotografías en negativo.
Ente las páginas de la Mecánica Espacial, de Muir, asomaba el tubo de depilatorio. Un momento después Alar estaba nuevamente ante el espejo, quitándose la barba. En seguida se observó con curiosidad, tal como hacen invariablemente los hombres cuando se rasuran tras una–larga ausencia de la civilización. Pero ya desaparecida la barba le sorprendió encontrarse con la demacrada palidez de su rostro. Trató de recordar cuándo había comido o dormido por última vez; no podía determinarlo con precisión. Tenía la idea de haber devorado cubos congelados de sopa de verduras con los dedos desnudos.
Se dirigió hacia la escotilla para mirar hacia la oscuridad; una cadena de salvajes montañas lunares se teñían de plata bajo el sol poniente. La Tierra, en cuarto creciente, pendía en monumental esplendor por sobre los riscos. Alar sintió deseos de estar allí en ese preciso momento, para formular muchas preguntas al Cerebro, a Have... a Keiris.. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la Tierra volviera a ser un sitio seguro para él? Tal vez jamás volviera a serlo, puesto que los Ladrones y las fuerzas imperiales lo buscaban a la par. Era un milagro que no se hubiera descubierto aún su falsa identidad en el observatorio.
Meneó tristemente la cabeza. Necesitaba una buena caminata por las calles desiertas de Selena, la colonia lunar que albergaba al personal del observatorio y a sus familias. Primero se daría una ducha.
Llevaba una hora vagando por las calles cuando vio a Keiris. Estaba sola, de pie en la escalinata del Museo Geográfico, y lo miraba con expresión grave. Llevaba una capa ligera sobre los hombros; al parecer sujetaba sus bordes con los dedos de la mano derecha o con un cierre metálico apenas visible. Las luces del pórtico arrojaban un resplandor azul ultraterrestre sobre su rostro, muy pálido. Las mejillas traslúcidas estaban sumidas y arrugadas. Parecía haber adelgazado notablemente. Su cabellera negra, atada sin artificio al costado del cuello, presentaba un mechón muy blanco.
Alar nunca la había visto tan adorable. Durante largo rato la miró fijamente, bebiendo aquella belleza etérea y melancólica de luz y sombras azules. Su atormentada frustración cayó de inmediato en el olvido.
– ¡Keiris! –susurró– ¡Keiris!
Cruzó rápidamente la calle, mientras ella descendía los escalones con cierta rigidez para ir a su encuentro. Pero cuando extendió hacia ella las dos manos la vio bajar la cabeza y arroparse más en la capa. No esperaba un saludo tan frío. Los dos subieron por la calle, caminando en silencio. Tras un momento Alar preguntó:
–¿Tuviste problemas con Haze-Gaunt?
–Un poco. Me hicieron algunas preguntas. No les dije nada.
La voz de Keiris era extrañamente áspera.
–Tu pelo ... ¿Has estado enferma?
–He estado internada durante seis semanas –replicó ella, evasiva
–Lo siento.
Hubo una pausa. Al cabo Alar volvió a preguntar: –¿Qué haces por aquí?
Me trajo un amigo tuyo. Un tal doctor Haven. En este momento te está esperando en el estudio.
El corazón de Alar dió un salto.
–¿Acaso la Sociedad me ha absuelto? –se apresuró a preguntar.
–Que yo sepa, no.
–Bueno, está bien –aceptó él, suspirando–. Pero ¿cómo te encontraste con John?
Keiris contempló la calle en penumbras. Al cabo respondió serenamente:
–El me compró en el mercado de esclavos.
Alar percibió en sus palabras algo terrible. ¿Qué podía haber encolerizado a Haze-Gaunt hasta el punto de venderla? No se sintió capaz de preguntárselo; tal vez Haven podría explicarle todo aquello.
–En realidad no hay nada misterioso en esto –prosiguió ella–. Haze-Gaunt me cedió a Shey. Cuando éste me dio por muerta me vendió a un supuesto comprador por cuenta de un osario, que resultó ser un cirujano enviado por los Ladrones. Me tuvieron en un hospital clandestino durante estas últimas seis semanas. Como ves, no he muerto. Después vino el doctor Haven y yo le revelé dónde estabas. Anoche escapamos a través del bloqueo.
–¿Bloqueo?
–Haze-Gaunt prohibió la salida de todos los vehículos espaciales inmediatamente después de tu partida. Los policías imperiales siguen revisando el hemisferio entero en tu busca.
El echó una mirada cautelosa hacia atrás.
–Pero ¿cómo es posible que una nave de los Ladrones haya entrado a la Estación Lunar? Todo está lleno de policías. Los han individualizado, sin duda. Haven ha cometido un disparate al venir. Si no nos arrestaron a los dos inmediatamente después del alunizaje ha sido en la esperanza de que les dierais la pista para llegar a mí. Fíjate, en este mismo instante nos están siguiendo.
–Lo sé –respondió ella, serenamente, pero con cierta brusquedad–, pero no importa. El Cerebro me indicó que viniera a tu encuentro. En cuanto al doctor Haven no pongo en tela de juicio ninguna de sus acciones. Por tu parte estarás a salvo durante varias horas. Supongamos que los guardias del espaciopuerto nos hayan identificado, al doctor Haven y a mí; supongamos que yo los he conducido hacia ti y que nos están siguiendo. No harán nada a menos que intentemos salir de Selena; esperarán la llegada de Thurmond y de Shey, tal vez. ¿Para qué darse prisa, puesto que desde su punto de vista tú no puedes escapar?
Alar iba a responder con cierto sarcasmo, pero cambió de idea.
–¿Haven piensa en serio que me puede sacar de aquí? –inquirió.
–Un alto funcionario del gobierno, que pertenece a: la Sociedad de los Ladrones, pondrá un guardia sobornado en la puerta de salida a cierta hora; así todos podremos escapar.
Apretó los labios y lo miró de soslayo con expresión extraña. Después agregó:
–No morirás en la luna.
–Esa es otra predicción del Cerebro Microfílmico, ¿no? A propósito, Keiris, ¿quién es el
Cerebro? ¿Por qué haces todo lo que él te indica?
–No sé quién es. Según se dice, en otros tiempos actuaba en un circo respondiendo a cualquier pregunta cuya respuesta hubiera aparecido impresa. Hace alrededor de diez años se produjo un incendio que le dejó la cara y las manos desfiguradas. Después de eso ya no pudo aparecer en público y entró como empleado de la biblioteca microfílmica de la Biblioteca Científica Imperial. Allí aprendió a absorber un libro de dos mil páginas en menos de un minuto. Fue entonces cuando Shey lo descubrió.
–Sigue –la urgió Alar.
Experimentaba cierta sensación de culpa por obligarla a dar detalles de una vida que seguramente no querría recordar, pero él necesitaba saberlo todo.
–Por entonces desapareció Kim y Haze-Gaunt... se apoderó de mí. Recibí una nota escrita por Kim en la que me indicaba hacer todo cuanto el Cerebro me pidiera. De modo que ...
–¿Kim? –exclamó el Ladrón, sintiendo que algo se derrumbaba en su interior.
–Kennicot Muir era mi esposo –respondió la mujer, con, voz serena–. ¿No lo sabías?
Muchas cosas acababan de quedar en claro para Alar; una claridad incisiva y absoluta.
–Keiris Muir –murmuró–. Por supuesto; la esposa del hombre más fabuloso e inasible del sistema. Hace diez años que no se presenta en carne y hueso a la Sociedad que fundó ni a la mujer con quien está casado. ¿Qué te hace pensar que está vivo?
–Eso es lo que a veces me pregunto –admitió ella, lentamente–. Es que precisamente esa noche, cuando me dejó para asistir a su fatal entrevista con Haze-Gaunt, dijo que saldría de cualquier aprieto y volvería a buscarme. Una semana después, ya instalada en las habitaciones de Haze-Gaunt, recibí una nota escrita por Kim pidiéndome que no me suicidara. Por eso no lo hice. Un mes más tarde me llegó otra nota en la que me hablaba del Cerebro Microfílmico. Desde entonces he recibido aproximadamente una nota por año; parece ser su letra; siempre me dice que espera con ansias el día en que volveremos a estar juntos.
–¿Nunca se te ocurrió que podrían ser falsificadas?
–Sí, tal vez. Es posible que esté muerto. Quizá soy muy ingenua al creerlo vivo.
–¿Es la única prueba de que dispones? ¿Las notas escritas por él?
–Es todo –respondió Keiris, solemne–. Sin embargo hay algo que me parece significativo: en la manada de lobos no hay uno solo que lo crea muerto.
–¿Eso incluye a Haze-Gaunt?
–Oh, sí. Haze-Gaunt está casi seguro de que Kim está escondido en alguna parte, tal vez en el extranjero.
Para Alar aquélla era la prueba más concreta de que Muir vivía aún. El Canciller, práctico y duro como era, habría puesto cuidado en ocultar sus temores si los creyera infundados. En seguida preguntó:
–¿Y– el Cerebro Microfílmico? ¿Qué vinculación tiene con la Sociedad?
–Debe ser un agente secreto, supongo. Tiene acceso a la Biblioteca Científica Imperial, y eso debe ser de considerable importancia para la Sociedad.
Alar sonrió amargamente. Keiris, en su constante trato con la grandeza, parecía ciega a la posibilidad de que la Sociedad fuera sólo un instrumento del Cerebro. La miró con atención, mientras decía en tono pausado:
–Dices que Kennicot Muir desapareció más o menos por la época en que el Cerebro surgió en escena. ¿No te parece significativo?
Ella dilató los ojos sin responder. Alar insistió:
–¿No se te ha ocurrido que el Cerebro Microfílmico puede ser tu esposo?
Keiris hizo una pausa antes de responder:
–Sí, lo he pensado. ¿Estás enterado de algo?
Sus ojos lo escrutaban con ansiedad.
–Nada concreto –respondió él, notando en seguida la desilusión que se le reflejaba en los ojos–. Pero parece haber una inusitada serie de coincidencias entre esos dos hombres.
–La única semejanza física es la estatura. Por lo demás son totalmente distintos.
–El Cerebro está desfigurado y eso constituiría un disfraz perfecto. Me llama la atención la preeminencia alcanzada por él tras la desaparición de tu esposo. Además, piensa en la influencia que ejerce sobre la Sociedad:
Y agregó, observándola con mucha atención:
–Por otra parte, como has visto, te trata de un modo especial.
–No puede ser el mismo –replicó ella, sin convicción, con un reflejo de duda en la mirada.
–¿Qué prueba tienes de que nodo sea? –insistió Alar, con suavidad.
–¿Prueba?
Era evidente que no tenía respuesta para esa pregunta.
Alar resolvió retomar el punto que servía de base a aquellas dudas.
–Dices que has considerado la posibilidad. ¿Por qué la descartaste?
–No lo sé –respondió ella, ya intranquila al ver que su seguridad la abandonaba–. Fue porque sí. Si lo que quieres son pruebas, no las tengo.
Alar comprendió que ese interrogatorio era cruel. Deseaba ser objetivo y enfrentar la situación, pero nada podía apaciguarle el dolor íntimo. Buscó frenéticamente una pregunta final que acallara las dudas; de pronto creyó encontrarla.
–¿Acaso Haze-Gaunt ha considerado también esa posibilidad?
–¡Vaya, sí! –exclamó Keiris, abriendo mucho los ojos– ¡Sí, lo pensó!
–¿Y cuáles fueron los resultados?
– ¡Rechazó la idea de plano! ¡Lo sé!
– ¡Bueno!
Alar suspiró. Eso era muy importante, una prueba negativa tan sólida como era posible encontrarla. El interrogatorio había concluido. De pronto echó una mirada a la esfera luminosa de su radio de pulsera.
–Ya son las cuatro. Si Thurmond partió de inmediato (y debemos suponer que así fue) estará aquí con las tropas a media noche. Nos quedan ocho horas para completar la solución al problema de la placa estelar y marcharnos luego. En primer término iremos al Galactarium; después volveremos a mi estudio para ver a John Haven.
XII
EN BUSCA DE IDENTIDAD
Un marchito portero les abrió la puerta. Alar condujo a la mujer hacia la gran cámara oscura del Galactarium. Mientras la puerta se cerraba silenciosamente a sus espaldas ambos forzaron la vista en medio de aquella fría oscuridad. Las enormes dimensiones de aquella cámara se percibían directamente, sin necesidad de verlas.
–Hay una galería que la circunda por dentro –susurró Alar–. Subiremos a una plataforma móvil para llegar al punto preciso.
La guió hasta la rampa. Muy pronto se deslizaban a considerable velocidad por la oscura periferia de aquel gran salón. En pocos segundos la plataforma aminoró la marcha, hasta detenerse frente a un tablero de mandos apenas iluminado. Keiris ahogó una exclamación de susto mientras Alar llevaba la mano al pomo de su sable.
Una alta figura sombría se erguía ante el panel.
– ¡Buenas noches, señora Muir, Alar!
El Ladrón sintió que el estómago le daba vueltas. La risa de aquel hombre levantó ecos horribles en la negrura húmeda que los circundaba. Su rostro era el de Gaines, subsecretario de Espacio. La voz, la del juez que lo condenara a muerte según la ley de los Ladrones.
Alar permanecía en silencio, cauto y pensativo. El hombre pareció adivinar sus dudas.
–Paradójicamente, Alar, tu huida era lo único que podía reivindicarte ante la Sociedad. Tus poderes ultrahumanos quedaron confirmados mejor que con largos discursos. En cuanto a mí, si eso es lo que te intriga, llegué anoche en la Phobos, que va hacia el sol, y estoy aquí para llevarte sano y salvo a casa; también quiero preguntarte si has descubierto el secreto de la placa estelar. Se nos está acabando el tiempo.
– ¿Por qué quieres saberlo? –inquirió Alar.
–No es que yo quiera saberlo. Lo importante es que lo sepas tú.
En ese caso la respuesta es sencilla: no lo sé; al menos no sé la historia entera.
Alar sentía la terca necesidad de mantener un estricto silencio frente a ese hombre, mientras no supiera a ciencia cierta cuál era su papel en aquel fantástico drama. Sin embargo ciertos impulsos indefinidos lo llevaban a confiar en ese hombre, que en otro momento había pedido su vida.
–Mira hacia allá –dijo señalando hacia adelante.
Los tres contemplaron la silenciosa vastedad, mientras Alar operaba una de las llaves del panel. Hasta Gaines parecía sobrecogido.
El sol, con sus diez planetas, surgió en una imagen tridimensional frente a sus ojos. Cerbero, el planeta recién descubierto más allá de Plutón estaba a un kilómetro y medio, más o menos, y resultaba apenas visible. El Ladrón manejó los diales con piano experta y el sistema se redujo rápidamente. Todos recogieron los largavistas que había en el panel y siguieron observando. Al fin Alar explicó:
–Nuestro sol es ahora una nota muy pequeña de polvo luminoso; ni siquiera con los largavista podemos ver Júpiter.
Activó más llaves, moviéndose con celeridad.
–Esa es Alfa del Centauro, una binaria visual que, en esta escala, está a doscientos metros del sol. Esa estrella brillante que se ve al otro lado es Sirio. Y allí está Proción. Todas están acompañadas por enanas demasiado débiles como para distinguirlas.
En este Galactarium, que mide un kilómetro y medio de diámetro, tenemos ahora unas ochenta estrellas entre las más cercanas al sol. Según la misma escala, la galaxia cabría en un espacio tan grande como la luna, de ¡nodo que será necesario reducir la proyección aun más para ver una parte más o menos importante.
Siguió operando indicadores. Ante ellos comenzó a formarse una gran rueda luminosa de radios en espiral.
–La galaxia, nuestro universo local –continuó Alar–. O al menos un noventa y cinco por ciento de ella, reducida a un círculo de una milla de diámetro y ciento cincuenta metros de espesor. Ahora es apenas una masa luminosa: la Vía Láctea.
“Las principales características son las dos Nubes Magallánicas. Para identificarla mejor podemos apelar a la posición de los brazos en espiral, a los cien cúmulos globulares y a la configuración de la nube estelar situada en el centro de la galaxia. Fíjense ahora.
La rueda y sus satélites magallánicos se redujeron con rapidez.
–El Galactarium tiene en este momento un diámetro en escala de cinco millones de años–luz. Bien hacia la derecha, a unos ciento cincuenta mil años–luz de distancia, está nuestra galaxia hermana, la M31 de Andrómeda, con sus propios cúmulos de satélites, M32 y NGC 205. Debajo hay dos galaxias menores, la IC 1613 y la M33. Del otro lado está la NGC 6822. El fragmento de universo que aquí ven ustedes es exactamente lo que encontré en la placa estelar.
–Pero todo eso es cosa antigua –protestó Gaines, muy desilusionado.
–No –intervino Keiris–. Alar quiere decir que ha visto nuestra propia galaxia desde fuera.
–Exactamente –confirmó el Ladrón–. La teoría astronómica predijo hace dos siglos que nuestra propia galaxia quedaría visible en cuanto se construyera un telescopio capaz de penetrar los siete billones de años–luz que mide el diámetro del universo.
– ¡Caramba! –exclamó Gaines– i Desde fuera!
Hizo repiquetear los largavistas contra el panel en un ritmo apagado; parecía tónico.
– ¡En ese caso estamos mirando a través del universo! –volvió a decir.
–Bueno –replicó Alar, con una sonrisa levemente irónica–, eso no es obra mía. Cuando se terminó el Observatorio Lunar ese descubrimiento era sólo cuestión de tiempo. Mi contribución, al menos en ese aspecto, es mera rutina.
–Eso significa que has descubierto algo más –indicó ella.
–Sí. En primer lugar, la luz proveniente de la Vía Láctea, viajar en circuito cerrado a través del universo, debería regresar sólo tras siete billones de años; por lo tanto, lo que ahora vemos en la placa debería ser nuestra galaxia tal como era hace siete billones de años, es decir, en las vísperas de su formación a partir del polvo cósmico. En cambio la placa muestra la Vía Láctea tal como es ahora, precisamente como se la ve allí fuera.
–¡Pero es imposible! –exclamó Gaines– ¡Tendría que haber una diferencia de siete millones de años!
El Ladrón respondió con una sonrisa:
–Tendría que ser imposible, ¿verdad? Sin embargo tanto la posición de los brazos en espiral como la velocidad periférica de la nebulosa, la posición de los cúmulos globulares, la edad espectral de nuestro propio sol y hasta la posición de los Planetas, incluyendo la Tierra, todo prueba lo contrario.
–¿Qué explicación encuentras a eso? –preguntó Keiris.
–Mi hipótesis es la siguiente: según la teoría de Einstein, el tiempo, multiplicado por la raíz cuadrada de menos uno, es igual al espacio euclidiano. Es decir: un año–luz de distancia es igual a un año de tiempo multiplicado por la raíz cuadrada de menos uno. Por lo tanto, si el espacio es infinito el tiempo también debería serlo. Y el tiempo, como el espacio, se curva y vuelve sobre sí mismo, de modo tal que no hay principio ni fin. Nuestra galaxia avanza simultáneamente por el tiempo y el espacio, en coordinadas como éstas. Levantó dos lápices cruzados en ángulos rectos y prosiguió:
–Supongamos que el eje X es el tiempo y el eje Y corresponde al espacio; nuestra galaxia está localizada en la intersección. Ahora bien, moveré el lápiz Y hacia la derecha, subiéndolo simultáneamente. Cualquier cosa que esté en la intersección se moverá por ambas coordinadas.
Ofreció los dos lápices a Keiris, pero ella, meneando la cabeza, cedió el honor a Gaines. El subsecretario tomó los dos esbeltos artículos y los sostuvo en ángulo recto, para moverlos enseguida hacia arriba y hacia abajo, hacia atrás y hacia adelante, con los labios fruncidos y los ojos atentos. Keiris también observaba su prueba con la mayor concentración. Alar aguardó a que los dos hubiesen captado el concepto. Después se inclinó hacia ellos y tocó los lápices.
–Ahora –dijo–, supongamos que sustituimos lápices por dos argollas, de modo tal que ambas se crucen en ángulos rectos como la armazón de un giróscopo de juguete. Digamos que una argolla equivale a siete billones de años luz de espacio y la otra a la misma cantidad, pero en tiempo; nuestra galaxia está siempre en la intersección de ambas.
Supondremos, además, que por cada intersección tiempo–espacio dada puede haber sólo una distribución de materia; el corolario será que cuando se produce la misma intersección estará allí la misma materia. De ese modo, cuando las argollas han cumplido media circunvalación se produce la misma intersección. De ahí se deduce que nuestra galaxia está en dos lugares al mismo tiempo; para decirlo con más precisión, en el mismo espacio al mismo tiempo.
Pero el espacio y el tiempo se han desvanecido y rematerializado a través de los polos del universo; cuando así lo hicieron nuestra galaxia se materializó con ellos. La broma de mi ejemplo consiste en que tendemos a visualizar la rotación de las argollas en el espacio euclidiano, mientras que en realidad se asocia sólo a través de la raíz cuadrada de menos uno por medio de la cuarta dimensión. Sólo las intersecciones, tienen valores euclidianos mutuos.
Volvió a tomar los dos lápices que Gaines le devolvía y concluyó:
–Y, puesto que las dos intersecciones están diametralmente opuestas en el ciclo espacio–tiempo, una debería estar siempre siete billones de años–luz adelantada a la otra, de modo tal que cuando la luz parte de la intersección futura" para viajar a través de los polos de tiempo y espacio hacia la intersección retrasada llega a la otra siete billones de años después, para ser recibida por el mismo continuo espacio–tiempo–materia que la originó. Esa es la causa de que la galaxia gemela haya tenido la misma edad que la nuestra ahora cuando su luz inició el largo viaje.
Los tres guardaron silencio por un momento. Al fin Gaines, dijo con timidez.
–En tu opinión, ¿qué significa eso, Alar?
–Como hecho aislado no significa nada, pero si lo consideramos a la luz de otras peculiaridades que aparecen en la placa podría tener mucha importancia. Ya seguiremos hablando de eso cuando haya visto a John Have; tengo que preguntarle algunas cosas.
Alar volvió a guardar los largavistas en la consola y se acercó al panel de mando para cerrar las llaves y apagar el suministro de energía. En el inmenso salón se produjo un destello luminoso que se esfumó rápidamente, como la luminosidad electrónica de una vieja pantalla de televisión en el momento de apagarse. Por un momento los tres permanecieron en silencio ante la pesada oscuridad que seguía a la desaparición de la proyección estelar.
En tanto iban acostumbrando la vista a las mortecinas luces que habían vuelto a encender en los muros, Alar subió a la plataforma móvil. Keiris y Gaines lo siguieron. La plataforma los condujo a lo largo de la pared curva hasta la rampa. Por allí subieron hacia el vestíbulo de entrada. Ya cerca de la parte superior Alar se detuvo bruscamente.
–Un guardia –dijo.
Había un oficial de la policía imperial junto a una enorme columna de acero, con las manos en la cintura, que hablaba en voz baja con alguien más. Alar ocultó a Keiris tras su espalda y atrajo a Gaine a su lado, poniéndole una mano firme en el hombro.
–Teóricamente no hay nada que temer –dijo Gaines.
Pero el tono de su voz no era muy seguro.
–Será mejor tomar precauciones –replicó Alar.
Observó por un instante la silueta flaca y encogida del otro hombre; era el portero.
–Aguarden aquí –indicó–. Yo hablaré con el portero y le diré que saldremos por la puerta lateral.
Y señaló hacia la izquierda, donde las sombras eran más negras en torno a una lamparilla roja apenas visible, agregando:
–Los veré allá.
Antes de que Gaines o Keiris pudieran responder se alejó a grandes pasos hacia las dos siluetas. Keiris lo observó con el rostro contraído por la ansiedad. El policía imperial retrocedió un paso; después siguió a Alar y al portero, que avanzaban conversando hacia las oficinas del Galactarium.
–Venga usted –susurró Gaines, conduciéndola hacia la luz roja.
Alar tardó apenas un minuto en reunirse con ellos, pero a Keiris le pareció una hora. Sólo abandonó sus temores cuando lo vio avanzar hacia ella con paso tranquilo.
–¿Todo bien? –preguntó Gaines, ásperamente.
–Estoy seguro de que por el momento no corremos peligro –replicó Alar, interpretando la rápida mirada del subsecretario–. En primer término debemos salir de aquí. Más adelante les explicaré de qué se trata.
Abrió la puerta y volvió a cerrarla cuando todos hubieron salido; el cerrojo era automático. Los tres permanecieron un segundo en el pasillo lateral que conducía al corredor principal, distante quince metros de allí.
–El policía imperial me pidió que me identificara –dijo el Ladrón–. Le presenté mis credenciales a nombre del doctor Philip Ames y se mostró satisfecho. Después me preguntó dónde estaba el resto del grupo.
Gaines frunció el ceño, sin apartar la vista del corredor principal.
–Les expliqué que ustedes dos me esperaban en la galería. Quiso saber quiénes eran.
Keiris respiró con fuerza. Gaines volvió la cabeza, preguntando con suavidad:
–¿Qué les dijiste?
–La verdad –respondió Alar, con una ligera sonrisa. –¿Qué? –exclamó Gaines, incrédulo.
–Era lo mejor. Si el policía imperial conocía mi verdadera identidad no se ganaba nada con mentir. Si no era así, la verdad acallaría sus sospechas.
–Pero informará a sus superiores que estamos juntos – señaló Gaines–. Nadie sabe de nuestra llegada a la luna. En un par de horas toda la policía imperial estará tras nosotros.
–Temo que ya lo saben –dijo Alar–. Lo adiviné por la indiferencia que mostró el policía al oír tu nombre y el de Keiris.
Hubo un momento de espantado silencio. Después Gaines dijo:
–Supongo que era imposible mantener en secreto nuestra llegada. Tendremos que mantenernos ocultos y no provocarlos. Tal vez no actúen mientras no reciban órdenes directas de Thurmond.
Y agregó, frunciendo nuevamente el ceño:
–¿Qué piensas, Alar? ¿Nos escondemos por un rato en la parte trasera o salimos a la luz del día?
El Ladrón reflexionó por un momento. Juntos los tres tendrían más dificultades para escapar de los posibles problemas, pero al mismo tiempo les sería más fácil evitarlos.
–Salgamos por la parte trasera –dijo al fin.
Keiris tenía los ojos dilatados por la alarma; todo su cuerpo parecía encogerse bajo la capa arremolinada. Alar contempló aquel mechón blanco que le cruzaba la cabeza hasta perderse en el nudo que le sujetaba el pelo, a un lado del frágil cuello. Aún parecía enferma. El habría querido evitarle tantas tensiones, pero sólo pudo palmearle el hombro, diciendo:
–No te aflijas, Keiris. Aún no nos persiguen; no hacemos más que precavernos.
Gaines echó a andar alejándose del corredor principal, sin volverse. Alar y Keiris lo siguieron; en ese momento ella cambió con el Ladrón una penetrante mirada. Sus ojos estaban tan llenos de ternura y de preocupación por él que le inspiraron una aguda conmoción emotiva; además se veía forzado a corresponderle con los mismo sentimientos.
En seguida ella se adelantó para acercarse a Gaines.
Avanzaron por los corredores, cruzando una y otra vez los principales. El trayecto les demandó casi media hora.
–Trataré de contestar en primer lugar a tu última pregunta, muchacho –dijo el biólogo.
Observó cálidamente a su protegido mientras encendía la pipa y echaba las primeras bocanadas. Al fin se repantigó en la silla.
–¿Sabes lo que significa la palabra "éxtasis"?
–Puedes dar por sentado que conozco la definición, John –respondió Alar, mientras fijaba en el anciano sus ojos atentos.
–Eso no basta. Te dirá que viene del verbo griego "existani", que significa, "poner fuera de lugar". Pero ¿fuera de qué lugar? ¿Adónde? ¿Qué es ese estado mental tan peculiar denominado "éxtasis"? Sólo sabemos que se puede llegar a él mediante el alcohol, las drogas, la danza frenética. la música y otros medios. Durante tu enfrentamiento con Shey, en el momento de mayor angustia, probablemente pasaste al estado del que hablamos, o tal vez más allá. Al hacerlo rompiste tu vieja cáscara tridimensional y te encontraste en lo que aparentemente era un mundo nuevo. En realidad, si he comprendido bien tu descripción, se trataba simplemente de un aspecto de tu eterno cuerpo cuatridimensional, que tiene tres dimensiones lineares y una cronológica. El ser humano común sólo ve tres de esas dimensiones; en cuanto a la cuarta, la presiente intuitivamente como una dimensión adicional. Pero cuando trata de imaginar la forma de algo que se extiende hacia la dimensión de tiempo descubre que se ha limitado a perder una dimensión espacial. Imagina su cuerpo extendido en el tiempo tal como tu cuerpo lo hizo durante tu experiencia. En este nuevo mundo las tres dimensiones visibles para ti eran dos lineares y una de tiempo, las cuales, al combinarse, creaban la apariencia de solidez regular tridimensional.
–Es decir –intervino Alar, lenta y pensativamente que vi mi cuerpo tridimensional a través de tres dimensiones nuevas.
–Nuevas, no: todas son antiguas. La altura y el ancho eran los mismos. La única dimensión aparentemente nueva era la del tiempo, que sustituía a la profundidad. Una sección transversal de tu cuerpo extendida con el tiempo en marcha hasta convertirse en una columna interminable. Cuando el dolor se hizo insoportable escapaste de tu columna. La diferencia entre tu éxtasis y el de los griegos consiste en que tú no necesitabas volver al tiempo en el mismo instante en que te habías marchado.
–John –observó Alar, en medio de sombrías, casi exasperadas conjeturas–, ¿te das cuenta de que pude haber retrocedido en el tiempo hasta un período previo a mi amnesia? ¿Que pude haber resuelto con toda facilidad el misterio de mi identidad? Y que ahora ... Ahora no sé cómo regresar, excepto, tal vez, por el infierno del dolor insoportable.
Su pecho se alzó en un suspiro de inmensa pena.
–¿Y bien, John? En cuanto a mi otra pregunta, ¿quién soy?
Haven dirigió una mirada a Gaines. El subsecretario intervino:
–Me parece mejor que sea yo quien trate de responderte. Aunque en realidad no hay ninguna respuesta. Hace cinco años, cuando llegaste a la orilla del río, llevabas algo en la mano. Esto.
Y entregó a Alar un pequeño libro encuadernado en cuero. El Ladrón lo estudió con curiosidad. En la tapa se veía una leyenda impresa en oro: T–22, Bitácora
Con la respiración notablemente acelerada buscó los ojos de Gaines. El subsecretario se limitó a decir:
–Mira el contenido.
Alar levantó la cubierta y leyó la primera anotación: "21 de julio de 2177... "
–Eso es la semana que viene –observó, entrecerrando los ojos–. Hay un error en la fecha.
–Lee toda la anotación –le instó Haven.
21 de julio de 2177. Esta será mi única nota, puesto que sé adónde voy y cuándo he de regresar. Poco es lo que debo decir; tal vez, en mi condición de único sobreviviente de la raza humana, no tengo por qué hacerlo. En pocos minutos la T–22 estará viajando a una velocidad superior a la de la luz. En circunstancias más gratas me interesaría muchísimo la increíble evolución que ya está experimentando mi acompañante. Eso era todo.
–El resto del libro está en blanco –dijo brevemente
Haven.
Alar deslizó los dedos nerviosos por el pelo.
–¿Quieren ustedes decir que fui yo quien escribió ésto? ¿Que yo estaba en la nave?
–Puedes haber estado en la nave o no. Pero estamos seguros de que no fuiste tú quien escribió eso.
–¿Quién fue?
–Kennicot Muir –dijo Gaines–. Su letra es inconfundible.
XIII
UN VISITANTE DE LAS ESTRELLAS
Alar clavó una mirada de halcón en el subsecretario del espacio.
–¿Por qué están tan seguros de que no soy Kennicot Muir? –preguntó.
–El era más corpulento. Además todo es diferente: huellas digitales, capilares del ojo, color del iris, grupo sanguíneo, edad, características de la dentadura y del esqueleto. Estudiamos cuidadosamente ese aspecto, en la esperanza de hallar puntos de contacto. No los hay. No sabemos quién eres, pero no tienes nada que ver con Kennicot Muir.
–Sin embargo –expresó Alar, con una mueca que era casi una sonrisa– no me parece que esas pruebas sean definitivas.
–¿Porqué? ¿Qué quieres decir?
Gaines estaba realmente desconcertado. Haven, que hasta entonces había permanecido con los ojos casi cerrados en profunda meditación, los abrió súbitamente.
–Se me ocurre que el viaje pudo haber provocado alteraciones muy peculiares. ¿No es posible que yo fuera Muir y que mi cuerpo se hubiera distorsionado, en un disfraz tan perfecto que ni siquiera yo podría reconocerme?
Gaines abrió la boca y volvió a cerrarla varias veces antes de responder.
–Me parece imposible.
–Imposible tal vez no –corrigió lentamente Haven–, pero sí improbable. Como teoría no tiene nada que la apoye, excepto que eso podría responder a muchas de nuestras incógnitas.
–Bien –prosiguió Alar, volviéndose de Gaines a Haven, para tornar después al primero ¿qué hay del Cerebro Microfilmico?–
–¿El Cerebro? –repitió Gaines, frotándose la barbilla–
¿Crees que Muir podría ser el Cerebro?
–Me parece posible.
Gaines rió, entre dientes.
–Resultaría fascinante que fuera cierto. Lamentablemente no lo es. La única semejanza entre Muir y el Cerebro: es la corpulencia de los dos. Se han llevado a cabo varias investigaciones y esa posibilidad ha quedado descartada.
–Los investigadores suelen recibir sobornos –observó Alar.
Extendió los dedos sobre los brazos de la silla, los contempló por un instante y después volvió a mirar a los dos ancianos.
–Se pueden destruir datos, o fraguarlos. Se pueden ocultar ciertos hechos.
–Puede ser –reconoció Gaines–. Pero sé de primera mano que el Cerebro Microfílmico existía mucho antes de la desaparición de Muir; no en sus condiciones actuales, claro está, pero mostraba ya en potencia la habilidad que desarrolló después.
Haven se dio golpecitos en los dientes con el cabo de la pipa.
–Si es muy improbable que tú, Alar, seas Muir –dijo, pensativo–, más improbable todavía es que sea el Cerebro Microfílmico.
Mientras ellos discutían Keiris no había apartado los ojos del rostro de Alar. Este suspiró.
–Bien, me doy por vencido. Pero veamos la fecha de la anotación. Veintiuno de julio de dos mil ciento setenta y siete. Faltan sólo unos días. Ustedes dicen que este libro data al menos de cinco años atrás; por lo tanto Muir debió equivocar la fecha.
–No tenemos ninguna explicación para eso –admitió Gaines–. Creíamos que tú la encontrarías.
El Ladrón sonrió con amargura, diciendo:
–¿Cómo pudo Muir regresar en la T–22 antes de que la construyeran?
El cuarto fue quedando en silencio: sólo se oía la respiración agitada de Keiris. Alar sintió que un nervio le palpitaba incómodamente en la parte inferior de la espalda. Haven siguió chupando plácidamente su pipa, pero sin perder detalle.
–Ni siquiera los no–aristotélicos, en sus proposiciones más descabelladas, sugirieron jamás que se pudiera recorrer el tiempo a la inversa, a menos que...
Alar se frotó una mejilla, sumido en profundas cavilaciones. Los otros aguardaron.
–¿Dijiste que el tablero del piloto indicaba la posibilidad de que la nave hubiera viajado a velocidades superiores a la de la luz? –preguntó a Gaines.
–Al parecer, sí. La propulsión resultó ser virtualmente idéntica a la que diseñamos para la T–22.
–Pero las velocidades transfóticas son imposibles, por una elemental mecánica einsteniana –refutó Alar–. Al menos teóricamente nadie puede sobrepasar la velocidad de la luz. El hecho de que yo haya llegado a bordo de una nave similar a la T–22 no me dice nada. En realidad, ni siquiera ese nombre, T–22, parece tener significado para mí. ¿Por qué la bautizaron así?
–Haze-Gaunt adoptó ese nombre por sugerencia del Instituto Toynbiano –replicó Gaines–. Es una simple abreviatura de "Civilización Toynbiana Número Veintidós". El gran historiador dio a cada civilización un número de índice. La egiptaica lleva el número 1; la andina, el 2; la sínica, el 3; la minoica, el 4. Y así sucesivamente. Nuestra civilización, la occidental, corresponde al Número Veintiuno de Toynbee. Los toynbianos piensan secretamente que una nave interestelar podría salvar a la Toynbee 21 al lanzarnos hacia una nueva cultura: la Toynbee 22, así como la vela inició la talasocracia minoica, y el caballo las culturas nómadas y las rutas de piedra el Imperio Romano. Así T–22 es algo más que un simple nombre para una nave: puede ser un puente entre dos vidas, el vínculo entre dos destinos.
–Es posible –asintió Alar––. La esperanza no hace oral a nadie.
Pero sus pensamientos estaban en otra parte. La Phobos, esa nave en la cual había venido Gaines, iba rumbo al sol. En los solarios podría encontrar a gente que había conocido íntimamente a Muir. Además estaba esa–cuestión del tiempo negativo. ¿Cómo era posible que una nave aterrizara antes de despegar?
Keiris lo arrancó de sus cavilaciones.
–Puesto que hemos llegado a un punto muerto en cuanto a tu identidad –sugirió–, sería mejor que nos contaras el resto de lo que descubriste en la placa estelar. En el Galactarium dijiste que todavía faltaba algo.
–Muy bien –aceptó Alar, y retomó bruscamente el tema–. Desde que se completó la estación Lunar, hemos dado por seguro que, dado el tiempo necesario, acabaríamos por llegar con nuestra vista al otro lado del espacio y allí encontraríamos nuestra propia galaxia. Eso estaba predicho; mi descubrimiento no fue más que la realización de ese cálculo. Pero en esa parte del cielo hubo otros acontecimientos de no muy fácil predicción. Retrocedamos un poco.
Hace cinco años, como cualquier estudiante de astronomía sabe muy bien, hubo un cuerpo de masa incalculable, al parecer originado en algún punto del espacio próximo a nuestro sistema solar, que salió a gran velocidad hacia el espacio exterior. Pasó cerca de la galaxia M 31, conmocionando el borde con varias novas y colisiones estelares y se alejó a una velocidad superior a la de la luz, para desaparecer a tres billones y medio de años–luz. Al decir que desapareció me refiero a que los astrónomos ya no pudieron detectar su influencia en las galaxias próximas a su hipotética línea de vuelo.
La razón por la cual no la detectaron es que no observaban en la dirección debida. El cuerpo había pasado el punto central del universo con respecto a su sitio de origen y había iniciado el retorno. Naturalmente se aproximaba en dirección opuesta, que es, por supuesto, la misma en que debemos colimar el reflector lunar para captar la galaxia.
En las seis semanas que llevo estudiando este sector del cielo he observado el efecto de un cuerpo desconocido en galaxias próximas a la línea de retomo: he calculado su trayecto y su velocidad con bastante aproximación. Ya que estamos en eso, la velocidad disminuye rápidamente desde el máximo alcanzado en el espacio exterior, de dos billones de años–luz por año.
Hace seis semanas, cuando comencé mis observaciones, había cerrado casi por completo su circuito del universo y regresaba a nuestra propia galaxia. Ayer pasó tan próxima a las Nubes
Magallánicas que su atracción las impulsó una contra otra en lo que pudo ser un curso de colisión. En la Nube menor he contado ya veintiocho novas.
Y concluyó, tranquilamente:
–Ese cuerpo aterrizará sobre la Tierra el día 21 de julio.
Un pesado silencio cayó sobre el grupo. Durante varios minutos sólo se oyó el chirrido de la pipa vacía.
–Hay algo muy extraño –murmuró Gaines–, y es su masa variable. Como Alar ha dicho, la perturbación estelar de Andrómeda es historia vieja, pero el cúmulo de Andrómeda sufrió los efectos de un objeto que viajaba apenas por debajo de la velocidad fótica y cuya masa equivalía a unos veinte millones de galaxias concentradas en un mismo punto. Pero cuando ese cuerpo llegó a la galaxia M 31, más o menos tres semanas después, su velocidad era varias veces superior a la de la luz y su masa, incalculable; tal vez orillaba la del infinito, si se puede concebir algo así. Sin duda tú, Alar, has de haber encontrado las mismas condiciones en su retorno: una disminución gradual de la velocidad y de la masa; supongo que al llegar a la Tierra tendrá otra vez una masa y una velocidad reducidas, lo bastante corno para no afectar el sistema. Alar ha suministrado la pieza final del rompecabezas que ha enloquecido a los astrónomos durante cinco años, pero el rompecabezas concluido es aun más incomprensible que sus partes.
–Dijiste que ese cuerpo aterrizaría" en la Tierra –observó Have–. Eso significa que...
–Qué resultará ser otra nave intergaláctica.
–Pero aún el mayor de los cargueros solares o lunares no excede una masa de diez mil toneladas –objetó Gaines–. La nave que se estrelló hace cinco años era en verdad bastante pequeña. Ni siquiera el mayor navío interestelar podría causar un efecto gravitatorio detectable en un planeta, para no mencionar siquiera a toda una galaxia.
Alar le recordó:
–Un objeto que volara a velocidades transfóticas, aunque sea teóricamente imposible, tendría una masa casi infinita. Y no olvides que la masa de este objeto aumentó en forma proporcional a la velocidad. En descanso ha de ser relativamente pequeño, pero no tiene por qué ser grande si va a velocidad transfótica. Sospecho que basta un peso de un gramo, lanzado a una velocidad de varios millones de años luz, para provocar en la nebulosa M 31 un daño comparable al que causó nuestra hipotética nave intergaláctica.
Keiris dejó escapar un bostezo somnoliento y observó:
–Pero hace cinco años no había naves intergalácticas en el sistema solar. Dijiste que partió de nuestro sistema solar hace cinco años, para cruzar la M 31 a una velocidad varias veces superior a la de la luz. Eso significaría que hay dos naves intergalácticas: una, la que llegó hace cinco años, proveniente de un punto desconocido, y otra, la que partió de aquí hace cinco años, cuyo retorno predices para la semana próxima.
Alar soltó una risa áspera.
–Absurdo, ¿verdad? Sobre todo si consideramos que hace cinco años no había naves intergalácticas en este sistema, ni siquiera interestelares.
–Tal vez la haya construido la Federación Oriental –sugirió Haven–. Sospecho que Haze-Gaunt la subestima.
–No lo creo –replicó Gaines–; sabemos que cuentan con una gran producción de plutonio, pero éste es como talco si lo comparamos con el muirio. Para hacer un vuelo interestelar se necesita muirio, y ellos no lo tienen... todavía.
Alar dio en recorrer el cuarto a grandes pasos. Dos naves intergalácticas. Una, la accidentada cinco años antes, en la que aparentemente había llegado él mismo. La otra debía llegar el 21 de julio, una semana después, trayendo a ¿quién? Más aún, en la Tierra estaba la T 22, que debía despegar en la madrugada del 11 de julio. Nuevamente la pregunta: ¿quién iría a bordo?
Estuvo a punto de soltar la exclamación en voz alta: "¡Por el río que me trajo! Las naves son tres" La redujo a un gruñido y se mordió los labios. La respuesta parecía estar a su alcance, en la punta de la lengua. Si pudiera resolver ese acertijo sabría quién era.
Tenía conciencia de que Haven y Gaines lo observaban disimuladamente. Era extraño que él, el aprendiz, hubiese alcanzado tal estatura en las semanas pasadas. Sin embargo no tenía la sensación de haber progresado: antes bien, parecía que los otros se estaban tornando lentos y torpes. Naturalmente, los hombres de genio nunca se consideran particularmente dotados.
Detuvo su paseo para mirar a la mujer. Parecía estar dormida; había dejado caer la cabeza sobre el hombro derecho y el pelo le caía sobre un ojo. Su cara tenía la misma palidez cerúlea que Alar había notado en ella desde el encuentro frente al museo. El pecho subía y bajaba rítmicamente bajo la capa cerrada.
Al contemplar aquellos ojos cerrados y hundidos, el Ladrón tuvo la fuerte convicción de haberla visto de ese modo en otro momento .... pero muerta. Parpadeó con tuerza. Esa alucinación debía ser el resultado del cansancio y el exceso de trabajo; tenía el sistema nervioso agotado; de seguir así pondría en peligro la vida de sus compañeros y la propia.
–Gaines –susurró–, tu guardia no relevará al oficial de la policía imperial en las pistas de alunizaje hasta dentro de dos horas. Propongo que echemos un sueño hasta entonces.
–Yo velaré –se ofreció Haven.
–Si quieren matarnos –respondió Alar, sonriendo– no servirá de nada descubrirlo de antemano. Yo me encargaré de despertarlos a todos con tiempo.
–Bueno –aceptó Have, ocultando un bostezo con la mano.
Alar se acostó sobre el frío mosaico, frente a la silla de Keiris; puso la mente en blanco y se durmió instantáneamente.
Un cuarto de hora después Keiris escuchó atentamente la respiración tranquila de sus tres compañeros; finalmente abrió los ojos y contempló al hombre dormido a sus pies. Acabó por fijar la mirada en su cara, vuelta hacia arriba. Era un rostro extraño, ultraterrestrc, pero atractivo y dulce. Una inmensa paz se extendía en torno a sus ojos. En tanto lo contemplaba las líneas de sus propias mejillas se suavizaron un poco.
Keiris se inclinó lentamente hacia adelante, con los ojos semicerrados fijos en los de aquel hombre; al fin se levantó del asiento para erguirse ante él. Súbitamente se puso rígida, para relajarse nuevamente en seguida: en el otro extremo del cuarto Gaines había soltado un murmullo inquieto, agitándose en la silla.
La mujer volvió a inclinarse sobre el Ladrón dormido, hasta que su rostro estuvo a pocos centímetros de él. Tras una pausa cargada de sentimientos volvió a la silla, se quitó la sandalia del pie derecho con los dedos del otro y rozó con la planta la manga de Alar. Aproximó el pie descalzo a la mano del Ladrón, pero la retiró con celeridad.
Tomó aliento, apretando los dientes. Un momento después los largos dedos de su pie acariciaban la mano de Alar, rozando apenas la piel. Posó la planta sobre ella, cubriendo los dedos y los nudillos, como si el pie fuera en sí una extraña mano que sujetara la del hombre con extrema suavidad. Así permaneció por un rato. Al cabo retiró el pie y se arrodilló junto a él para contemplarlo de cerca. Segura ya de que él dormía, inclinó la cabeza hasta posar la mejilla contra la suya, rozando la barba que asomaba ya y el pómulo anguloso y firme. Sintió, con un cosquilleo en la espalda, que el cabello negro y despeinado del Ladrón le tocaba la frente y se apoyaba contra el suyo. Le subió al rostro un intenso rubor y tuvo la curiosa impresión de que el tiempo se había detenido.
XIV
HUIDA DESDE LA LUNA
Poco antes de que se cumplieran las dos horas Alar empezó a respirar más de prisa. Keiris se retiró silenciosamente y volvió el pie a la sandalia un instante antes de que él abriera los ojos y los fijara en ella.
La observó atentamente; bajó la mirada ensombrecida por su cuerpo, cubierto desde la garganta a las rodillas por la capa, y finalmente volvió a mirarla a los ojos.
–No tienes brazos –dijo en voz baja.
Ella apartó el rostro.
–Debí, haberlo adivinado. ¿Fue Shey?
–Fue Shey. Los cirujanos de la Sociedad me dijeron que ya no me servían, que debían amputármelos para salvarme la vida. Pero no es tan grave. Puedo lavarme la cara, enhebrar una aguja, manejar el cuchillo ...
–Sabes que a los Ladrones no se nos permite matar ni siquiera en defensa propia, ¿verdad, Keiris?
–No quiero que mates a Shey. Ya no importa.
El Ladrón permaneció acostado en el suelo frío, con expresión dulce y pensativa. Al fin se irguió sobre las rodillas y la tomó suavemente por la cintura para atraerla hasta su almohada. Ella se sentó allí en silencio, ocultando los pies bajo la capa, mientras Alar permanecía en cuclillas, muy próximo.
–Keiris –dijo, sin soltarle la cintura–. Para mí importa, y mucho..Me importa lo que sientes, si aún puedes ser feliz, si crees que la vida es digna de ser vivida con alegría.
El rostro de Keiris estaba muy cerca. Alar volvió a captar la familiaridad exasperante de su perfume y se preguntó nuevamente si en algún momento de su oscuro pasado había conocido a esa mujer. A veces había creído notar en ella cierto indicio de que lo reconocía. Ella se limitaba a mirarlo fijamente, con calma, casi con ternura, como si también sintiera el lazo que los unía y lo aceptara sin oposición; su rostro se había suavizado; en los ojos tenía un brillo húmedo que acentuaba la inextricable emoción mutua. A pesar de su habitual palidez había en su rostro un tono cálido.
–Comprendo lo que sientes, querido mío –dijo, mientras la humedad de sus ojos se acrecentaba–. Tampoco yo puedo explicarlo. Siempre he amado a Kim y no dejaré de amarlo. Pero sé que amarte a ti no representa deslealtad para con él.
Apartó bruscamente el rostro; el pelo le rozó el cuello con suavidad.
–Quizá –observó el Ladrón, expectante– quizá yo formo parte de tu esposo. Aunque no sea Kennicot Muir puedo ser parte de él.
Ella levantó la cabeza. Aunque no lloraba sus ojos tenían el fulgor de las lágrimas.
–Tal vez –dijo–. Eres completamente distinto a él... y sin embargo la primera vez que te vi tuve la seguridad de que había visto antes tu rostro, con esos ojos oscuros tan voluntariosos.
El le encerró las mejillas entre las manos.
–Keiris –murmuró, pronunciando el nombre como si fuera una caricia–, algún día no muy lejano sabremos quién soy.
Dejó caer las manos sobre el regazo y agregó:
–No abandonemos la esperanza mientras no llegue ese día.
–Esperaremos –prometió ella, con una sonrisa muy triste y muy dulce.
Alar posó la cabeza sobre las rodillas de Keiris, ocultándole la intensa concentración de su mirada. En esa incómoda posición permaneció durante varios minutos, incapaz de relajarse. Al fin ella dijo, mientras le rozaba la oreja con la mejilla:
El guardia de Gaines ya debe estar en su puesto. –Sí, lo sé.
Alar se levantó pesadamente y despertó a los otros. Gaines se frotó los ojos y estiró el cuerpo.
–Ustedes tres quédense un momento aquí. Voy a arreglar las cosas con mi guardia –propuso.
Salió al corredor; el panel de madera se cerró silenciosamente tras él. Alar recibió con gratitud esos pocos segundos de demora. Le permitirían resolver las dudas que venía sopesando desde la llegada de la Phobos con destino al sol. Aun en ese momento, a pesar del trauma sufrido ante el descubrimiento de lo que Shey había hecho con Keiris, sus pensamientos lo encaminaban hacia allí. En el sol podría encontrarse con personas que habían servido a las órdenes de Muir. Si al menos uno pudiera informarle sobre, las andanzas del gran científico tal vez llegaría a comprenden de qué modo él, Alar, había aparecido con el libro de Bitácora del T 22, de puño y letra de Muir.
Por otra parte en la Tierra le aguardaba una cierta seguridad bajo la protección de los Ladrones; allí podría perseguir en relativa paz la solución a su misterio. Además podía estar con Keiris, que en sus condiciones actuales lo necesitaba mucho.
–Gaines ya debería estar aquí –dijo brevemente a Haven–. Algo falló en sus planes. Será mejor que salga a averiguarlo.
–No, hijo mío –replicó Haven, meneando la cabeza Iré yo.
Por lo visto Haven seguía considerándolo imprescindible. Sin embargo Alar sabía, a través de su experiencia anterior, que en caso de peligro tenía muchas más oportunidades de salir con vida que el anciano.
–Tú quédate con la muchacha –insistió el, profesor, persuasivo.
Alar, contra su propia, convicción, dejó que Haven saliera por el panel y lo contempló pensativo mientras se alejaba, por el corredor. Le vio girar hacia la izquierda en el primer recodo, hacia la dársena de los pasajeros. De pronto echó la cabeza hacia atrás y se recostó torpemente contra la pared, como si tratara de volverse. En seguida cayó.
Keiris vio que el cuerpo de Alar se ponía rígido.
–¿Qué pasa? –susurró, alarmada.
El Ladrón volvió hacia ella una cara cenicienta.
–Lo han matado con un dardo envenenado –dijo.
Sus ojos despavoridos miraban más allá de ella. Tomó aliento varias veces antes de recuperar la voz. .
–Quédate –indicó–. Voy a salir.
Pero ella lo siguió a un paso de distancia. Alar comprendió que sería inútil insistir y la llevó consigo por el corredor. No podía apartar la vista de aquel hombre que se había encaminado hacia la muerte ... por salvarlo. Se sentía incapaz de pensar. Y debía hacerlo sin pérdida de tiempo.
Se detuvo a pocos metros de la intersección para observar el rostro de su amigo muerto: un rostro noble y nudoso, casi bello en su paz definitiva. Mientras lo contemplaba se evaporó aquel estupor que le nublaba la mente y se encontró con un plan formado. Carraspeó, humedeciéndose los labios. Su treta requería que los asesinos surgieran a la vista, pero para lograrlo tendría que exponerse en el recodo, afrontando el riesgo de que dispararan primero y dejaran las preguntas para después. No cabía otro remedio.
–Estoy desarmado –gritó–. Quiero rendirme.
Sabía que el alma militar necesita ser honrada. La captura de un hombre que había escapado al mismo Thurmond podía significar un traslado a la Tierra y una rápida promoción. Era de esperar que la vigilancia estuviera a cargo de un oficial dotado de imaginación.
Avanzó hacia el recodo. No ocurrió nada.
En el pasillo lateral yacía el cuerpo de Gaines, sin vida. Un perverso proyectil metálico le asomaba por el cuello. Era evidente que el guardia sobornado había sido descubierto.
–Levante las manos, Alar ... lentamente –dijo una voz nerviosa a sus espaldas–. Usted también, cuñada.
–Yo voy a obedecer, pero la señora no tiene brazos; no puede levantar las manos –dijo Alar, tratando de ocultar su creciente excitación.
Con los brazos en alto se volvió sin prisa, para encontrarse ante un joven oficial de la policía, que le apuntaba con un revólver de caño recortado; el arma debía funcionar por aire comprimido o por algún resorte mecánico, con lo cual el proyectil debía salir a una velocidad inferior a los cien metros por segundo... el límite máximo para traspasar la armadura de los Ladrones.
–Así es –observó el oficial, ceñudo, notando el rápido examen que Alar hacía de su arma–. No tiene ninguna utilidad a más de cincuenta metros, pero sus dardos envenenados matan con más rapidez que las balas. En este momento hay catorce de estos revólveres que les están apuntando desde otras tantas mirillas.
La expresión helada del Ladrón escondía un pensamiento en frenética carrera. Tenía los ojos fijos en el receptor de radio que el guardia llevaba sobre el hombro derecho, precisamente bajo la oreja, por medio del cual todo el personal de la guardia se mantenía en contacto con el cuarto central de la policía. Pero aunque las pupilas de Alar se dilataban en una especie de fiebre no lograban resultado. Se sabía capaz de emitir rayos fóticos infrarrojos en una longitud de onda de medio milímetro, cuanto menos; la banda de la antena para hiperfrecuencias no excedería un metro, seguramente. Sin embargo estaba lanzando por los ojos un espectro electromagnético que variaba entre unos pocos Angstroms a varios metros sin despertar siquiera un crujido en el botón receptor. Algo había salido mal. Notó que el cuerpo de Keiris temblaba a su lado.
En un momento más el policía imperial daría un paso al frente para colocarle las esposas y él perdería el precioso contacto visual con el receptor.
De pronto el botón emitió un silbido. El oficial se detuvo, inseguro. Una gota de sudor se deslizó por la mejilla de Alar y quedó colgando de su barbilla.
–FM –dijo Keiris en voz baja.
¡Por supuesto! Puesto que allí no había casi estática se podía emplear la frecuencia modulada, de la cual no se había vuelto a hablar en mucho tiempo.
–Instrucciones para Puerta Once –entonó el botón receptor–. Se ha decidido permitir que el grupo de Alar "escape" en su nave. Que no se realicen más intentos de capturar o matar a los miembros del grupo. Fuera.
Alar tuvo la impresión de que el policía no dejaría de reconocer su voz, aunque modificada por las imperfecciones del pequeño parlante y por la red neural que integraban su laringe, el globo ocular y la retina. Sin embargo el oficial dijo ásperamente:
–Ya han oído lo que ordena el Centro. ¡Andando! Llévense esto; yo haré que les lleven el otro.
Sus facciones se distorsionaban en una dura sonrisa; probablemente confiaba en que los grandes cañones lunares destrozarían la pequeña nave en cuanto hubiera despegado.
El Ladrón, sin decir palabra, se arrodilló para levantar suavemente el cadáver de Haven; parecía haberse reducido extrañamente. Sólo entonces comprendió Alar que el mero hecho de estar vivo es lo que da estatura a los huesos y a la carne.
Keiris pasó adelante y fue abriendo las puertas. El pequeño vehículo estaba frente a ellos. A un lado se erguía la Phobos, una enorme nave carguera. Alguien, de pie en la plataforma de aterrizaje, decía en voz alta hacia el interior del carguero:
–Todavía no se sabe nada. Lo esperaremos tres minutos.
El corazón de Alar cesó de latir por un segundo. Trepó lentamente la rampa hacia el vehículo de la Sociedad, agachando la cabeza para entrar y dejó su carga inerme en las literas posteriores. Un guardia sofocado entro tras él con el cadáver de Gaines al hombro; lo abandonó en el suelo de la cabina y se marchó sin haber pronunciado palabra.
Alar levantó la vista, pensativo; tardó algunos instantes en notar que tenía ante sí los ojos sombríos de Keiris.
–Mi hipótesis estaba errada –dijo.
–¿Te refieres a las dos naves intergalácticas? ¿O eran tres?
–Sí. Dije que partió de la tierra hace cinco años, cruzó el universo y ha de regresar dentro de pocos días, el 21 de julio.
Ella aguardó sin replicar.
–No puede regresar –continuó Alar, como si mirara a través de ella– porque aún no ha partido.
En la cabina había un gran silencio. El Ladrón siguió:
–Viajar a velocidades mayores que la de la luz parece oponerse a la ecuación de Einstein sobre la equivalencia de masa y energía. Pero el conflicto es sólo aparente. La masa de un cuerpo newtoniano podría reformularse como si fuera la de un cuerpo einsteniano, mediante un factor de corrección, así.
Y escribió la fórmula con lápiz sobre un mamparo:
–En este caso c es la velocidad de la luz, v la velocidad del cuerpo en movimiento, m la masa newtoniana y M la masa Einsteniana. Al aumentar v, naturalmente, tambien M aumenta. A medida que v se acerca a e, M se aproxima al infinito. Hasta ahora hemos considerado la fórmula bajo una velocidad limitada. Pero algo, mi hipotética nave intergaláctica, ha cruzado el universo en sólo cinco años, plazo menor al billón de años requerido por la luz. Por lo tanto v puede ser mayor que c.
Pero cuando v es mayor que c, en apariencia, la masa einsteniana M debería ser imposible, puesto que equivaldría a la raíz cuadrada de un número negativo. Sin embargo esa conclusión se contradice con el efecto que produjo la nave en las galaxias durante su transcurso.
Ahora bien, una alternativa consiste en reemplazar esa M imposible por v negativa, lo que nos daría v cuadrada positiva; entonces la ecuación seguiría los pasos de costumbre para la determinación de M. Pero v es simplemente la relación entre distancia y tiempo. La distancia es una cantidad escalar positiva, pero el tiempo puede ser positivo o negativo, según se extienda hacia el futuro o hacia el pasado.
Y completó, mirando a Keiris con aire de triunfo:
–Eso significa que para lograr una velocidad transfótica es necesario y suficiente que la nave retroceda en el tiempo.
–En ese caso –dijo ella, maravillada–, una nave que viajara a velocidades transfóticas aterrizaría antes de haber despegado. Eso significa que nunca hubo tres naves estelares ni siquiera dos, sino una sola. La nave que te trajo a la Tierra hace cinco años... –es en realidad la T–22, que no será lanzada hasta el 21 de julio.
La mujer se recostó contra el mamparo, aturdida. Alar prosiguió, amargamente divertido:
–No sé si me tocará subir a la T–22 la semana que viene, para hacer un viaje de cinco años hacia atrás. Tal vez el Alar original camina por la Tierra en este mismo instante pensando en hacer lo mismo. Quizá lleve consigo el original de ese pequeño simio que Haze-Gaunt tiene por mascota. Y se echó a reír, inseguro de todo.
– ¡Vaya! –exclamó– ¡Es lo más absurdo que jamás...! Se interrumpió en un brusco cambio de tema. –No voy a regresar contigo a la Tierra –dijo. –Lo sé –replicó ella–. Lo siento. Alar parpadeó, confundido. –Lo sabes ahora que te lo he dicho.
–No. El Phobos va con destino al sol. Piensas que allí encontrarás a algunos amigos de mi esposo y podrás averiguar de ellos algo con respecto a ti mismo. El Cerebro Microfílmico dijo que tratarías de ir si se te presentaba la oportunidad.
–¿De veras?
–Además afirmó que allí conocerías tu identidad.
– ¡Ah! –exclamó el Ladrón, con los ojos encendidos
¿Por qué no me lo dijiste antes?
La mujer bajó la vista, diciendo:
–La vida en los solarios es muy peligrosa. El soltó una risa suave y frágil.
–¿Desde cuándo nos preocupamos en el peligro al tomar una decisión? ¿Cuál ha sido la verdadera razón de que lo callaras?
Ella volvió los ojos serenos hacia los suyos.
–Porque cuando lo sepas la información te será inútil.
El Cerebro dijo que en el momento de morir recordarías todo.
Escrutó el rostro del Ladrón con gesto ansioso; y un rubor le inundaba el rostro al agregar:
–Si deseas morir, ¿por qué no ingresas nuevamente a la Sociedad de los Ladrones para que eso sirva de algo? ¿Importa en realidad quién eras hace cinco años?
–Dije que no debemos abandonar la esperanza mientras no sepamos quién soy en realidad –respondió él, con serenidad.
La predicción del Cerebro le había causado una profunda impresión; se trataba de un factor que no entraba en sus cálculos.
–Pero ¿serías capaz de dar su vida por saberlo?
–No pienso darla. Tú lo sabes. –Perdóname.
Keiris cerró los ojos con fuerza por un instante, como si intentara dominarse, y agregó:
–Discuto contigo por lo que me dijiste hace unos minutos, cuando estábamos sentados en el suelo. Pensé que tal vez mis palabras tuvieran alguna importancia para ti.
–Y así es, Keiris.
–Pero no la suficiente.
– Alar suspiró. Se encontraba en una encrucijada y su decisión no afectaba exclusivamente a él, sino también a Keiris. No lamentaba una sola de las palabras pronunciadas en ese momento, al liberar sus sentimientos bajo la impresión de saberla mutilada. Pero al hacerlo le había dado derechos sobre él. Esos derechos le enorgullecían, pero también debía soportar las consecuencias.
–Keiris –dijo–, tus sentimientos no me son indiferentes. Preferiría permanecer a tu lado.
–Quédate, entonces.
–Sabes que no puedo. Me he enfrentado muchas veces a la muerte. Eso no puede detenerme. Si me quedara a tu lado perdería algo muy importante en mi interior.
–Pero estas vez estás advertido.
–Aunque las profecías del Cerebro se refirieran precisamente a este viaje, no podemos estar seguros de lo que va a ocurrir. El Cerebro no es infalible.
–¡Lo es, Alar! ¡Lo es!
Por primera vez en su vida, desde que tenía conciencia, Alar se encontraba ante una decisión imposible de tomar en unos segundos. Recobrar el pasado a costa del futuro no era un buen negocio. Tal vez sería mejor regresar con Keiris y vivir una existencia más útil y prolongada como Ladrón.
Al fin la tomó por los hombros.
–Adiós, Keiris.
Ella apartó el rostro.
–El capitán Andrews, de la Phobos –dijo–, aguarda al doctor Talbot, del Instituto Toynbiano. ¿Recuerdas al doctor Talbot? Lo conociste en el baile. El también es Ladrón y ha recibido órdenes del Cerebro debe cederte su lugar.
¡Libre albedrío!
Por un momento tuvo la impresión de que cada ser viviente del sistema solar era sólo un peón en el inmenso tablero.
–Supongo –dijo, blandamente– que me has traído una barba postiza como la de Talbot.
–La encontrarás en un sobre dentro de mi bolsillo derecho, junto con su pasaporte, la llave de su camarote y los pasajes. Y ahora será mejor que te des prisa.–dijo Keiris.
La situación estaba allí y no había más, que aceptarla. Tomó rápidamente el sobre, se colocó la barba y permaneció inmóvil, vacilando.
–No te preocupes por mí –le tranquilizó Keiris–. Sé manejar esta nave; puedo volver a la Tierra sin problemas. Sepultaré a... a los dos... en el espacio. Después volveré a la Tierra para verificar algo en la morgue central.
El la escuchaba sólo a medias.
–Keiris, si fueras la mujer de cualquiera y no la de Kennicot Muir ... o si yo pudiera creerlo muerto
–Vas a perder la Phobos.
Alar grabó su imagen en la mente con una última mirada; después se volvió en silencio y desapareció por la escotilla. Cuando se oyó el girar de la escotilla espacial, Keiris susurró:
–Adiós, querido mío.
Sabía que jamás volvería a verlo vivo.
XV
DEMENCIA EN LAS MANCHAS SOLARES
¿Alguna vez ha estado antes en el sol, doctor Talbot? –preguntó el capitán Andrews, mientras estudiaba apreciativamente a su nuevo pasajero, a solas con él en el cuarto de observación de la Phobos.
Aunque Alar no podía admitirlo, cuanto había visto durante la etapa Luna–Mercurio (de donde habían partido hacía apenas una hora) le parecía extrañamente familiar, como si hubiese efectuado ese viaje, no una, sino cien veces. Tampoco podía admitir que su profesión era la astrofísica. A un historiador se le podía perdonar cierta ignorancia en temas espaciales; hasta resultaba conveniente fingirla.
–No –respondió Este es mi primer viaje.
–Pensé que a lo mejor había viajado alguna vez conmigo. Su cara me parece vagamente conocida.
–¿Le parece, capitán? Viajo bastante sin salir de la Tierra. ¿No me habrá visto en alguna conferencia de los toynbianos?
–No. Nunca he ido a esas conferencias. Tiene que haber sido en un viaje solar–. A lo mejor es pura imaginación.
Alar se agitó interiormente. ¿Hasta dónde podía interrogarlo sin despertar sus sospechas? Se acarició con impaciencia la barba falsa.
–Si es la primera vez que viene –continuó el capitán–, tal vez le interese saber cómo localizamos un solario.
Señaló una placa circular fluorescente entre los instrumentos del tablero de mandos.
–Eso –explicó– nos proporciona un cuadro vivo de la superficie solar con respecto a la línea H de calcio 2, es decir, calcio ionizado. Nos indica dónde están las prominencias y las fáculas, pues tienen mucho calcio. Aquí no se ve ninguna prominencia, pues sólo son visibles cuando están en el limbo del sol, recortadas contra el espacio negro. Pero tenemos muchas fáculas; son esas pequeñas– nubes gaseosas. que flotan por sobre la fotósfera; se las puede detectar casi hasta el centro del disco solar. Son calientes, pero inofensivas.
Y agregó, golpeando el vidrio con sus paralelas de cosmonáutica:
–Además aquello está lleno de gránulos, que también se podrían llamar "nubes de tormenta solar". En cinco minutos levantan varios cientos de kilómetros y en seguida desaparecen. Si uno de ellos atrapara a la Phobos...
Alar observó en tono indiferente:
–Un primo mío, Robert Talbot, se perdió con uno de los primeros cargueros solares: Siempre se dijo que la nave fue atrapada por una tormenta solar.
–Es muy posible. Perdimos unas cuantas naves antes de aprender el modo correcto de aproximarnos. Así que un primo, ¿eh? A lo mejor lo he visto a él y, por eso usted me resulta conocido, aunque el nombre, no me dice nada.
–Fue hace varios años –agregó Alar, observando a Andrews por el rabillo del ojo, cuando las estaciones estaban todavía bajo la dirección de Kennicot Muir
–Hum, no lo recuerdo. –dijo el capitán, volviendo su atención a la placa–. Usted ha de saber que las estaciones funcionan en los bordes de las manchas solares, es decir, en la zona que llamamos "penumbra". Ese sitio tiene varias ventajas Es un poco más fresco que el resto de la cromosfera, lo que facilita el trabajo del sistema de refrigeración y no intranquiliza tanto a los hombres. Además proporciona un buen punto de referencia para los cargueros que legan. Sería imposible localizar una estación si no estuviera en una mancha; ya es bastante dificultoso localizarlas en el contorno de temperatura.
–¿Contorno de temperatura?
–Sí, como la línea que marca las treinta brazas de profundidad –en la costa marítima, con la diferencia de que aquí son los cinco mil–grados de temperatura, Dentro de pocos minutos, cuando estemos por descender; pondré los eyectores en dirección espectográfica, automática y la Phobos se deslizará de punta a través del contorno Kelvin hasta llegar al Solario Nueve.
–Comprendo. Y si una estación perdiera sus eyectores laterales y no pudiera permanecer en la línea de los cinco mil grados, ¿cómo haría para localizarla?
–No podría –respondió lacónicamente el capitán–. Cuando una estación se pierde enviamos todos nuestros botes de búsqueda, que se cuentan por centenares, para que recorran la mancha durante meses enteros. Pero se sabe de antemano que no hallarán nada. Nunca han aparecido. Es inútil revisar la superficie solar en busca de una estación que se ha volatilizado en el torbellino de una mancha solar.
Las estaciones tienen controles espectográficos automáticos, por supuesto; ese artefacto debe mantenerla en la línea de los cinco mil grados, pero a veces falla, u ocurre algún remolino gaseoso de Wilson, más caliente que los normales, surge por sobre el borde de la mancha y confunde al control, haciéndole registrar un alejamiento de la línea. Entonces el control automático hace retroceder la estación hacia el interior de la mancha, tal vez hacia la resbaladiza zona de Evershed, en la misma margen. Sé de una nave que logró salir de la zona de Evershed. Hubo que reemplazar a toda la tripulación. Pero ningún solario ha podido salir de la umbra. Como usted ve, no se puede confiar del todo en el control automático.
Todas las estaciones tienen también tres meteorólogos solares que emiten un boletín cada cuatro horas, informando sobre la posición más probable de la estación y sobre cualquier perturbación que se dirija hacia ellos. A veces tienen que dar un salto a tiempo y en la dirección adecuada. Pero ni siquiera los veteranos expertos pueden preverlo todo. Hace cuatro años, los solarios Tres, Cuatro y Ocho estaban trabajando en un "jefe" muy grande; las manchas solares son como los polos de los imanes: vienen siempre en pareja; nosotros llamamos "jefe" a la mancha del este y "subordinado" a la del oeste. Bueno, estos solarios estaban trabajando en un "jefe" cuando el observatorio de Mercurio notó que éste se reducía rápidamente.
Cuando los del Observatorio de Mercurio llegaron a comprender lo que ocurría la mancha se había reducido ya al tamaño de una ciudad pequeña. Enviaron una nave de patrulla para que retirara al personal de las estaciones, pero llegó demasiado tarde. La mancha había desaparecido. Supusieron que las estaciones tratarían de alcanzar al subordinado" e instalarse en algún punto de su contorno de temperatura. Sólo la Ocho alcanzó a hacerlo, y a duras penas. Por suerte había estado trabajando en la región superior del "jefe"; cuando la mancha desapareció debajo de ella tuvo que bajar hacia el ecuador solar. Pero mientras bajaba se dirigió también hacia el "subordinado" con los eyectores laterales y logró alcanzarlo en su parte sur.
–¿Y qué pasó con las otras dos estaciones? –preguntó Alar.
–Desaparecieron sin dejar rastro.
El Ladrón se encogió mentalmente de hombros. Qcupar el camarote de un solario no era precisamente retirarse a los verdes parajes de La Paz, pero él no sé había hecho ninguna ilusión al respecto. Tal vez la muerte que le pronosticara el Cerebro se basaba en meras estadísticas.
El capitán se apartó de la placa fluorescente para dirigirse a un gabinete metálico atornillado a la pared opuesta.
–¿Un vaso de espuma, doctor? –le preguntó por sobre el hombro.
–Sí, gracias.
El capitán abrió la puerta y rebuscó en los estantes hasta encontrar una botella de plástico. Con la mano libre tomó dos tazas de aluminio.
–Lamento no poder ofrecerle vino –dijo, mientras dejaba la botella y las tazas en una pequeña mesa redonda–. Esta espuma no tiene nada de estimulante, pero es fría. En un lugar como éste no se puede pedir nada mejor.
La entonación de su voz era algo irónica. Oprimió la botella para servir el líquido, que brotó en forma de lenta cinta cremosa. Después volvió a guardar las botellas en el gabinete refrigerado y cerró la puerta de un manotazo.
Alar levantó su taza y probó la bebida. Tenía un fuerte sabor a limón, frío y delicioso.
–Nunca lo había probado –dijo–. Es exquisito.
Aunque no estaba seguro le parecía recordar haberlo probado anteriormente. Tal vez se pareciera un poco a algún refresco bebido en los últimos cinco años, pero también podía haber otra circunstancia...
El capitán chasqueó la lengua.
–Tengo grandes cantidades de este líquido. Lo bebo con frecuencia, pero nunca me cansa. En mi camarote hay cajas enteras. Son pequeñas píldoras deshidratadas. Cuando vacío una botella pongo una píldora dentro, echo un poco de agua potable y la dejo enfriar. Así...
Chasqueó los dedos y concluyó:
– ¡... nueva provisión disponible!
Hablaba de su espuma con tanta seriedad como de los solarios. De pronto dijo:
–Supongo que usted se ha informado sobre la historia de nuestras estaciones.
– Así es, capitán.
Andrews indicó a Alar una silla tubular y acercó otra a la mesa con el pie.
–Bien –dijo.
El Ladrón reconoció en su voz algo más que una simple pregunta o un comentario. Los veteranos del sol no revivían el pasado; era demasiado mórbido. De los veintisiete costosos solarios que se habían transportado hasta el sol en los diez años anteriores quedaban sólo dieciseis. El promedio de duración de un solario era aproximadamente un año. El personal rotaba constantemente; a cada hombre, tras un largo y fatigoso entrenamiento, se le asignaba un puesto por sesenta días (tres veces el período sinódico de rotación del sol, con respecto a los ochenta y ocho días de Mercurio).
El capitán vació su taza y tomó la de Alar, diciendo:
–Las lavaré más tarde.
Las guardó nuevamente en el gabinete y volvió a su asiento, preguntando:
–¿Le han presentado a los hombres del relevo? –Aún no –dijo Alar.
Cuando el observatorio de Mercurio se ponía en línea con determinada estación solar, cosa que ocurría cada veinte días, un carguero llevaba los relevos para la tercera parte de su personal y retiraba una invalorable carga de muirio. La Phobos llevaba once reemplazantes, pero éstos permanecían en su sector de la nave, sin que Alar hubiera podido conocerlos hasta entonces.
El capitán Andrews no había vuelto a mencionar el posible parecido de Alar con alguien, y el Ladrón no encontraba modo de retomar el tema. Por el momento seguiría representando su papel de doctor Talbot, historiador, ignorante en cuestiones solares.
–Si las estaciones están siempre en peligro –preguntó– ¿por qué no se las equipa con una propulsión completa en vez de ponerles sólo esos débiles eyectores laterales? De ese modo, si el solario se deslizara al interior de una mancha podría liberarse solo mediante un par de disparos.
Andrews meneó la cabeza.
–Por ese asunto se han elegido y defenestrado muchos miembros del parlamento –dijo–. Pero si usted piensa en lo que cuesta un solario comprenderá que no hay otro modo de hacerlos. En realidad es sólo un gran sintetizador para la fabricación de muirio, con una pequeña burbuja en el centro que se emplea como alojamiento y. unos, pocos eyectores laterales en la periferia. Una nave. espacial es un gran conversor, con otra pequeña burbuja en el medio para la tripulación. Para hacer una nave espacial de un solario habría que multiplicar su tamaño por doscientos, de modo tal que el solario en sí, ya enorme actualmente, seria apenas una pequeña burbuja en una gigantesca nave espacial. Siempre se habla mucho de construir estaciones más seguras, pero ésa es la única manera de hacerlo y resulta demasiado oneroso. Por eso es que los Ministros de Espacio suben o caen sin que las estaciones cambien. Y a propósito de costos, tengo entendido que la construcción de un solario demanda la cuarta parte del presupuesto anual del Imperio.
En ese momento sonó el intercomunicador y Andrews se excusó para atenderlo. Cuando se apartó del instrumento parecía extrañamente preocupado.
–Doctor
–¿Sí, capitán?
Aunque el corazón de Alar no le advertía peligro alguno era imposible no comprender que se estaba preparando algo serio. Andrews vaciló un momento, como si estuviera pensando qué decir.
Finalmente se encogió de hombros.
–Como usted sabe llevo una tripulación de relevo al Nueve, adonde va usted también. Si no ha visto a ninguno de los reemplazantes es porque forman un grupo bastante cerrado. Pero en este momento quieren verlo; en el comedor.
Alar notó que el hombre trataba de decir algo más; tal vez intentaba advertirle algo.
–¿Para qué me necesitan? –preguntó directamente.
Andrews fue igualmente breve:
–Ya se lo explicarán –repuso con un carraspeo, evitando la mirada inquisitiva del Ladrón–. ¿Usted es supersticioso?
–Creo que no. ¿Por qué?
–Preguntaba, simplemente. Es mejor no ser supersticioso. Descenderemos dentro de pocos minutos y me espera un gran trajín. Por el pasillo de la izquierda llegará al comedor.
El Ladrón frunció el ceño y se acarició la barba postiza. En seguida giró sobre sus talones para dirigirse hacia la salida.
– ¡Ah, doctor! –lo llamó Andrews.
–¿Sí, capitán?
–Por si no volvemos a vernos: acabo de descubrir a quién me recordaba usted.
¿A quién?
–Era más alto, más corpulento y tenía unos años más además usted tiene pelo negro y el de este hombre era castaño rojizo. De cualquier modo ya murió así que no, tiene sentido hablar de...
–¿Kennicot Muir?
–Sí –reconoció Andrews, con expresión cavilosa.
¡Siempre Muir! Si ese hombre estuviera vivo y él pudiera encontrarlo, ¡qué interrogatorio le esperaría! Los pasos de Alar levantaron ecos de vacía frustración por el pasillo, que corría por encima de una bodega para muirio, vacía y desinfectada.
Era indudable que Muir estaba en–la T–22 en el momento del naufragio, al término de su extraño viaje inverso en el tiempo; ahí estaba el libro de Bitácora como prueba de ello. Pero había sido él, Alar, quien llegara a la orilla con el libro. ¿Qué había sido de Muir? ¿Acaso se había hundido con la nave? Alar, exasperado, se mordió el labio inferior.
Pero debía enfrentarse a algo más inmediato: ¿para qué lo llamaba la tripulación de relevo? Aunque le agradaba tener la oportunidad de conocerlos, deseaba ser él quien hiciera las preguntas. Y todo eso lo desequilibraba. ¿Y si alguien, entre la tripulación, conocía al verdadero doctor Talbot? Además, cualquiera de ellos podía ser un policía disfrazado con el encargo de vigilarlo. O simplemente no lo querían, fuera quien fuese, por principios; después de todo era un extraño al que nadie había invitado y que podía perturbar el buen funcionamiento del equipo, con lo cual todos correrían peligro de muerte.
Tal vez sólo deseaban invitarlo a una pequeña fiesta, cosa que el psiquiatra de la estación solía propiciar a fin de relajar tensiones, siempre que se llevara a cabo antes de llegar a la estación.
Al tomar el corredor angosto oyó música y risas. Sonrió. Se trataba de una fiesta, después de todo. Recordó entonces que los reemplazantes solían festejar siempre la llegada con una fiesta cuya característica principal eran las baladas, casi siempre quejosas, interminables e irreproducibles, donde relataban por qué habían abandonado la Tierra para adoptar esa otra existencia; también disfrutaban de películas estereográficas, nuevas y sin censura, donde se mostraba a varias bailarinas vestidas sólo con luces multicolores (regalo personal del ministro de Espacio); había además salchichas y cerveza. Sólo cerveza, porque al entrar a la estación debían estar totalmente sobrios. Dos meses más tarde, si los acompañaba la suerte, repetirían la fiesta en la Phobos, cuyo personal se les uniría. Hasta el serio y hosco Andrews vaciaría un par de copas para brindar por el feliz regreso.
Pero ése no era el caso por el momento. Las fiestas de llegada solían ser estrictamente privadas, reservadas a los veteranos del sol. Nunca se invitaba a los extraños. Incluso se excluía al psiquiatra de relevo. ¿De qué se trataba, entonces? Algo andaba mal.
Al detenerse ante la puerta para llamar con los nudillos contó automáticamente sus pulsaciones. Llegaban a ciento cincuenta y seguían subiendo.
XVI
EL ESQUIMAL Y LOS VETERANOS DEL SOL
Alar permaneció a la puerta, contando sus pulsaciones en rápido ascenso, mientras cavilaba sobre lo que podía esperarle del otro lado. Su puño cerrado cayó instintivamente hacia el pomo de un sable inexistente: en la Phobos estaban prohibidas las armas. Pero ¿qué peligro podía entrañar esa muestra de buen compañerismo? Sin embargo, si el juego se tornaba brusco y le tizoneaban de la barba postiza... Mientras así pensaba cesaron la música y las risas.
De pronto la nave se inclinó pesadamente y Alar rodó contra la puerta.– La Phobos había entrado en el Solario Nueve y se estaba ajustando herméticamente a la escotilla de entrada. El ruido de la puerta quedó ahogado por una salvaje gritería proveniente del comedor. Era imposible saber a ciencia cierta si festejaban la supervivencia de la estación o el ingreso propio, pero la ovación encerraba algo burlón y sardónico que le hizo sospechar lo último. ¡Que los relevados festejaran lo suyo!
– ¡Pase! –bramó alguien.
Alar abrió la puerta y entró. Diez rostros expectantes se volvieron hacia él. Dos de los más jóvenes estaban sentados junto al estereógrafo, pero el cubo traslúcido que contenía la imagen tridimensional estaba oscuro; era evidente que acababan de apagarlo. Otros dos venían desde una mesa cargada con una jarra de cerveza, varios cuencos de salchichas, vasos, servilletas, ceniceros y otros objetos; ambos se dirigieron hacia la mesa más cercana al Ladrón. Allí había seis hombres más, que se levantaron de inmediato. Faltaba una persona para completar los once: el psiquiatra, sin duda, ausente por mutuo consentimiento y comprensión.
Comprendió con cierta intranquilidad que la fiesta había terminado. Se trataba de algo diferente.
–Doctor Talbot –dijo el hombre fornido de la voz potente–. Me llamo Miles; soy el nuevo jefe de la Nueve. Alar asintió sin responder.
–El señor es mi meteorólogo, Williams; MacDougall, piloto de eyectores laterales; Florez, espectroscopista; Saint Claire, ingeniero de producción ...
El Ladrón saludó a todos con gravedad, pero sin comprometerse, hasta llegar al joven Martínez, empleado. Sus ojos no perdían detalle. Todos esos hombres eran veteranos. Todos habían sudado frío en alguna estación solar anteriormente; quizás en varias estaciones y en diferentes oportunidades. Pero la experiencia común los unía estrechamente, apartándolos de sus prójimos terráqueos.
Aquellos veinte ojos no se apartaban de él. ¿Qué pretendían? Cruzó las manos sin llamar la atención y se contó las pulsaciones. Se habían estacionado en ciento sesenta.
–Doctor Talbot –prosiguió Miles–, tenemos entendido que pasará veinte días con nosotros.
Alar estuvo a punto de sonreír. Miles, como cualquier veterano del sol, hábil, adiestrado e inconscientemente orgulloso, expresaba un profundo desprecio por quien no se atreviera a permanecer en un solario durante todo el tomo de sesenta días.
–He solicitado ese privilegio –replicó el Ladrón con gravedad–. Confío en no serles una molestia. –En absoluto.
–El Instituto Toynbiano ansía desde hace mucho tiempo que un historiador profesional prepare una monografía sobre...
–¡Oh, no nos interesan los motivos que lo traen aquí, doctor Talbot! Y no se preocupe por molestarnos. Usted parece lo bastante inteligente como para mantenerse fuera del paso cuando estamos ocupados; además, pagaríamos su peso en oro si lograra mantener entretenido al psiquiatra para que no nos moleste. ¿Juega usted ajedrez? Nos ha tocado un psiquiatra esquimal.
Aunque Alar nunca había. oído ese término, "esquimal", aplicado a los tripulantes de las estaciones solares, notó con sorpresa que adivinaba perfectamente su significado; parecía haber surgido libremente a la memoria, como de las cámaras mentales que encerraban los episodios de su vida anterior. No había estado errado al viajar en la Phobos. Pero momentáneamente debía fingir ignorancia.
–¿Ajedrez? ¿Esquimal? –murmuró, con desconcertada cortesía.
Varios hombres sonrieron.
–Esquimal, claro está –tronó Miles, impaciente–. Una persona que nunca ha estado previamente en un solario. No ha sudado en su vida. Probablemente acaba de salir de la universidad y viene lleno de buenas intenciones y de juegos de ajedrez para mantenernos entretenidos a fin de que no pensemos cosas tristes.. ¡Ja! ¡Por las fáculas llameantes! ¿Qué pensarán que nos trae una y otra vez?
Alar sintió de pronto que se le erizaban los cabellos de la nuca; tenía los sobacos mojados. Acababa de comprender cuál era el lazo que unía a esas almas perdidas en una hermandad de descastados. Tal como el verdadero Talbot lo había resumido aquella noche, en el baile, ¡cada uno de esos hombres estaba perfectamente loco!
–Trataré de mantenerlo ocupado –aceptó, con la debida vacilación–. En realidad a mí también me gusta el ajedrez.
– ¡Ajedrez! –murmuró Florez, el espectroscopista, con absoluto desprecio.
Dio la espalda a Alar para contemplar distraídamente la mesa. Su completa falta de malignidad no hacía menos rotundo el significado de la frase. Miles volvió a reír y fijó en Alar sus ojos sanguinolentos.
–Pero no es para eso que lo hicimos llamar. Lo que ocurre es que los diez aquí presentes somos todos indios, es decir, veteranos del sol. Y eso no es habitual. Por lo común hay cuanto menos un esquimal en el grupo.
La manaza del hombre fue al bolsillo y regresó con dos dados, que arrojó sobre la mesa en dirección al Ladrón. Alguien aspiró con fuerza; Tal vez era Martínez, el empleado joven. Todos se apretaron contra los lados de la mesa para acercarse al invitado y a los cubos blancos que aguardaban ante él.
–¿Tendría a bien cogerlos, doctor Talbot? –pidió Miles.
Alar vaciló. ¿A qué lo obligaría aquella acción?
–Vamos –le urgió Martínez, impaciente–, vamos, señor.
El Ladrón estudió aquellos dados. Estaban algo gastados, tal vez,, pero no tenían nada extraordinario. Alargó lentamente la mano y los recogió en la palma derecha, mostrándolos allí casi bajo la nariz de Miles.
¿Y bien?
–¡Ah! –dijo Miles– Usted querrá saber qué vamos a pedirle.
–Tengo mucha curiosidad –confesó Alar.
Por entonces estaba ya seguro de que se trataba de un rito, un rito de tremenda importancia para esos hombres. ¿En que consistiría?
–Cuando hay entre nosotros un verdadero esquimal.
Doctor Talbot, siempre le pedirnos que arroje los dados. –En ese caso han tenido para elegir. Supongo que el psiquiatra también servía, ¿verdad?
– ¡Uf! –gruñó el jefe– Sí, el psiquiatra es esquimal, pero los psiquiatras dan mala suerte.
–Comprendo –dijo Alar, cerrando los dedos sobre los cubos.
–Martínez también podía servir, llegado el caso. Ha cumplido sólo dos turnos, así que no ha abusado mucho de su suerte. Pero si lo podemos evitar...
–De modo que la elección recae en mí.
–Así es. El resto de nosotros no sirve. El siguiente es Florez, con cinco turnos; éste será el sexto; imposible. Y yo soy el Jonás del grupo: diez años de servicio. Tendrá que ser usted; en realidad no es un esquimal hecho y derecho, ya que sólo estará veinte días con nosotros, pero los más antiguos hemos decidido que vale igual, porque nos recuerda a un viejo amigo.
Se referían a Muir, por supuesto. Era fantástico. El Ladrón pareció despertar de un sueño pesado; sentía el ligero frío de los dados en la palma entumecida. Y sus latidos estaban volviendo a acelerarse. Se aclaró la garganta para preguntar:
–¿Puedo preguntar qué pasará cuando yo arroje los dados?
–Nada ... por el momento –respondió Miles– Salimos en fila, cogemos nuestros equipos y subimos la rampa hacia la estación.
No podía ser tan simple. Martínez tenía la boca abierta, como si su vida dependiera de ese golpe de azar. Florez apenas respiraba. Y así estaban todos en torno a la mesa. Hasta Miles parecía más arrebatado que en el momento de su entrada.
Sus pensamientos se lanzaron en frenética carrera. ¿Acaso se trataba de una apuesta por una suma exorbitante? Los tripulantes de las estaciones solares recibían sueldos muy generosos. Tal vez habían apostado la paga entera y a él le tocaba indicar el ganador.
–¿Quiere darse prisa, por favor (8), doctor Talbot –dijo Martínez con voz débil.
8 En castellano en el original. (N. de la T).
Lo que estaba en juego era más importante que el dinero. Alar agitó los dados en la mano semicerrada y los soltó. En ese momento una especie de advertencia surgió, tardíamente, de su vida olvidada. Lanzó un inútil manotazo a los cubos, pero ya era tarde: un tres y un cuatro. Acababa de condenar a muerte a toda la tripulación del solario ... y a sí mismo.
Intercambió una mirada con Martínez, que había palidecido intensamente. Los solarios no duran más de doce meses; por lo tanto el tripulante que cumple un turno de dos meses tiene una posibilidad sobre seis de perecer con él. Florez no podía arrojar los dados porque ése iba a ser su sexto turno y las leyes de la posibilidad estaban contra él.
Una en seis. Esos dementes no ponían en duda que un golpe de dados podía predecir el fatigado retorno a la Tierra ... o una tumba gaseosa en el sol.
Una oportunidad en seis. El había tenido una oportunidad sobre seis de arrojar un siete, pero con él mataba a esos increíbles fanáticos con tanta seguridad como si los barriera con una cades. Esos diez hombres entrarían al solario seguros de que iban a la muerte; tarde o temprano alguno de ellos cometería el error fatal que lanzaría la estación hacia el torbellino de la mancha solar o en la insondable fotosfera. Y él estaría con ellos.
Era como si todos, por un hiato sobrenatural, hubieran dejado de respirar. Martínez movía los labios pálidos, pero no decía palabra. En realidad nadie hablaba. No había nada que decir. Miles se llevó un enorme cigarro a la boca, apartó la silla de la mesa y se alejó lentamente sin echar una mirada hacia atrás. Los otros le siguieron uno a uno. Los pasos murieron por la rampa.
Alar aguardó cinco minutos, tan maravillado por su estupidez como por los dos asombrosos relámpagos de su vida pasada. Si los seguía al solario su muerte era segura. Pero ya no podía echarse atrás. Recordó entonces la predicción del Cerebro : había sido un riesgo calculado. Lo que más lamentaba era el haberse convertido en persona non grata para los miembros de la tripulación. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera averiguar algo interrogando a esos fanáticos; tal vez no lograra hacerlo antes de que alguno de ellos destruyera la estación. Pero ya no había remedio.
Salió al corredor, miró hacia la rampa, que estaba a unos diez metros de allí, y ahogó una exclamación de asombro. Cuatro policías imperiales le clavaron una pétrea mirada; en seguida desenvainaron los sables al mismo tiempo.
Y entonces Alar oyó una horrible, inolvidable risilla junto al oído izquierdo.
–¡Qué pequeño es el sistema solar! ¿Verdad, Ladrón?
XVII
UNA REUNION CERCA DEL SOL
En esta parte de la morgue no se permiten visitantes, señora. No hay más que cuerpos no identificados.
El esclavo de uniforme gris le cerraba el paso con reverencias serviles, pero firmes. Por toda señal de impaciencia Keiris dilató levemente la nariz.
–En este sobre hay mil unitas –dijo serenamente, mientras indicaba el envoltorio sujeto al cierre de su capa–. Sólo necesito pasar por treinta segundos. Abre la puerta.
El esclavo dirigió al sobre una mirada hambrienta y tragó saliva, mientras observaba el vestíbulo, más allá de la mujer.
–Mil unitas no es gran cosa. Si me atraparan me costaría la vida.
–Es todo cuanto tengo –insistió ella, notando con alarma que la firmeza del hombre iba en aumento–. ¿Quieres la libertad? Te diré como conseguirla. Te bastará con apresarme viva– Soy Madame Haze-Gaunt.
El esclavo la miró boquiabierto mientras ella proseguía: –El Canciller ha ofrecido una recompensa de un billón de unitas por mi captura.
Y agregó en tono caústico:
–Es suficiente para comprar tu libertad y dedicarte a la compra–venta de esclavos. No tienes más que encerrarme en ese cubículo y notificar a la policía.
Keiris se preguntó por un momento si aquello valía la pena. En pocos instantes sabría la respuesta. En seguida advirtió al hombre:
–Pero no debes avisar antes de que yo esté dentro del cuarto. Si lo haces, tengo un cuchillo con el que me daré muerte. Entonces no conseguirás tu billón de unitas. Te matarán.
El portero susurró algo incomprensible. Al cabo sacó las llaves del bolsillo con dedos temblorosos; tras varios intentos logró finalmente abrir la puerta. Keiris entró con paso rápido. El cerrojo retumbó a sus espaldas, pero ella no se volvió. En cambio miró a su alrededor sin perder tiempo. Aquel pequeño cuarto, como otros muchos de ese nivel, contenía sólo una cosa: un cajón de plástico transparente, simple y barato, instalado sobre una plataforma de madera de un metro de altura.
Keiris se sintió invadida por una extraña sensación. Era como si toda su vida girara en torno a lo que vería en los segundos siguientes. Ni siquiera el Cerebro Microfílmico, a pesar de sus detallados escrutinios, había pensado en revisar la morgue; después de todo el libro de Bitácora de la T–22 mencionaba sólo dos seres vivientes, y éstos habían sido identificados ya como Alar y la mascota de Haze-Gaunt.
Por un momento se negó a mirar el contenido de aquel cajón; en cambio leyó el cartel adherido a la cubierta.
No identificado ni reclamado. Recobrado por la policía Fluvial Imperial del río Ohio, en las proximidades de Weeling, el 21 de julio de 2172
¿Sería Kim, acaso? Al fin Keiris se obligó a mirar dentro del ataúd.
No era Kim. Era una mujer– El cuerpo estaba cubierto desde los pechos a los talones en una leve gasa mortuoria. El rostro era pálido y delgado, de piel tensa y traslúcida sobre los pómulos altos. La cabellera era negra, con excepción de una ancha lista blanca que le brotaba de la frente.
Una llave giró en la cerradura. Importaba poco que vinieran.
La puerta se abrió de par en par. Alguien dijo, en el tono directo e inculto de los policías bien adiestrados:
–Es ella.
Tuvo tiempo de lanzar una última mirada al cadáver, a sus hombros sin brazos, al cuchillo clavado en su pecho... Un cuchillo idéntico al que ella había escondido en la vaina del muslo izquierdo.
Alar comprendió con toda claridad qué hacían esos cuatro guardias ante la rampa: Shey los había puesto allí. Indudablemente habría otros detrás. El debía ser el "psiquiatra esquimal" del que hablaba Miles. Con su animal astucia, el hombrecillo lo había estado aguardando en la Phobos desde su llegada a la luna.
El Ladrón no se sentía atrapado, sino lleno de regocijo. Al menos antes de morir tendría una oportunidad de castigar a Shey. Las precauciones tomadas en esa oportunidad serían suficientes para capturar a un fugitivo común, pero otro tanto podía decirse de las trampas que le habían tendido anteriormente. La manada de lobos actuaba aún en el supuesto de que era posible aplicarle los métodos acostumbrados para cualquier ser humano, aunque ampliados y corregidos. Pero el Ladrón sabía ya que esa premisa era errónea.
La imagen de Keiris, con su preternatural fragilidad, pasó ante él como un relámpago. Sí, había llegado el momento de castigar a Shey. Aunque su juramento como Ladrón le prohibía matarlo, la justicia permitía otros remedios, que encontrarían fácil aplicación en el solario. Mientras tanto...
Se volvió lentamente, preparándose para el disparo fótico.
–¿Ve este dedo, Shey?
Levantó el dedo índice frente a los ojos del psicólogo. Por mero acto reflejo, las pupilas de Shey se enfocaron en el dedo. En seguida echó el cuello hacia atrás en un movimiento casi imperceptible: una estrecha cruz de luz blancoazulada había estallado en los ojos de Alar, transmitiéndose a los suyos. En los cinco segundos por venir quedaría a la vista el éxito o el fracaso de aquel arriesgado intento: el Ladrón había tratado de hipnotizar a su adversario por un sobreestímulo del sentido de la vista.
–Soy el doctor Talbot, del Instituto Toynbiano –susurró apresuradamente–. Usted es el psiquiatra de relevo destinado al Solario Nueve. Cuando nos acerquemos a los guardias de la rampa dígales que todo está en regla y que deben traernos inmediatamente el equipo.
Shey parpadeó, mientras Alar se preguntaba si daría resultado aquella treta absurda. Tal vez su confianza estaba llegando a lo demencial. Giró sobre sus talones y se encaminó bruscamente hacia la rampa bajo la mirada atenta de los policías. Alguien corrió tras él.
– ¡Un momento! –gritó Shey, que venía a toda prisa con los otros cuatro guardias.
Alar se mordió los labios, indeciso. Era evidente que había perdido su apuesta. Si Shey intentaba matarlo allí mismo no le quedaría sino abrirse paso por entre los espadachines de la rampa en dirección al solario. En la confusión resultante podía surgir algún medio para escapar. Sin duda Miles no aceptaría sin protestas la violenta invasión del psiquiatra.
– ¡No le hagan daño! –gritó Shey– ¡No es ése! Había dado resultado.
Estaban en el comedor privado de Shey, el día 200 de julio.
–Bien, doctor Talbot –gorgoteó el psicólogo–, ¿qué opinión tiene, como toynbiano, de los solarios?
Alar se apartó de la mesa, acariciándose la barba postiza en ademán pensativo.
–Después de pasar cuarenta y ocho horas aquí he llegado a la opinión de que un turno de sesenta días en un solario arruina los nervios de un hombre para toda la vida. Entra fresco y sano; se marcha demente.
–Estoy de acuerdo, doctor, pero ese deterioro del individuo ¿no tiene una importancia más significativa para los toynbianos?
–Posiblemente –admitió el Ladrón, mesurado–. En primer lugar, examinemos las circunstancias: una sociedad de treinta almas, expulsada de la cultura madre y encerrada en un solario. Enormes peligros la acorralan por todos lados. Si el tiempo meteorólogo no distingue la fácula de calcio que se aproxima con tiempo suficiente como para advertir al piloto de eyectores, ¡pum!, la estación desaparece. Si el aparato que convierte la radiación en muirio, evitando así que la estación se volatilice, falla por un solo instante, ¡puf! no hay más estación. También podría ocurrir que el carguero no llegara a tiempo para retirar el muirio de los depósitos y la estación se viera forzada a arrojar nuevamente el muirio al sol: otro estallido. Si no, supongamos que nuestro meteorólogo no detecta un ligero aumento de la actividad magnética en el momento en que a nuestra mancha se le ocurre crecer en nuestra dirección; o que se rompe el antigravitatorio a muirio que tenemos abajo, dejándonos sin nada que nos proteja contra las veintisiete Gs del sol; o que se corta el sistema de refrigeración por diez minutos...
Como usted ve, conde Shey, el destino inevitable de quienes llevan esta vida es la demencia. Bajo tales condiciones, la demencia es un mecanismo de defensa lógico y útil, una invalorable y sana retirada con respecto a la realidad. Los tripulantes tienen escasas probabilidades de sobrevivir mientras no efectúen ese ajuste, que es, según le llamamos los toynbianos, una respuesta al desafío del medio". Para un tripulante solar la demencia es tan vital como la irrigación para un sumerio. Pero tal vez estoy incursionando en el terreno de los psicólogos.
Shey rió entre dientes.
–Aunque no estoy completamente de acuerdo con usted, doctor, creo que tiene algo de razón. En ese caso, ¿diría usted que la función del psiquiatra solar es llevar a los hombres hacia la locura?
–Puedo responder a esa pregunta con otra –replicó Alar, observando disimuladamente a su adversario–. Supongamos que en una sociedad se ha establecido una norma para la existencia. Si uno o dos miembros del grupo se desviaran notablemente de esa norma, diríamos que están dementes. Sin embargo toda esa sociedad puede ser considerada demente por otra cultura extraña, para la cual esos dos o tres miembros recalcitrantes serían los únicos cuerdos. Por lo tanto, creo poder definir la cordura como la conformidad con las normas de una cultura dada y la creencia en esas mismas leyes.
–Posiblemente –aceptó Shey, ahuecando los labios.
–En ese caso, si algunos miembros de la tripulación no logran unirse a la retirada ante la vida cotidiana y sus peligros, si no pueden asirse a alguna certidumbre salvadora, aunque sea la certeza de la muerte próxima, si no hallan alguna otra ilusión que les haga soportable la vida, ¿no es su deber facilitarles esa u otra forma de locura? ¿Enseñarles, por así decirlo, los rudimentos de la demencia?
Shey rió intranquilo.
–Acabará usted por convencerme de que en cualquier asilo el único demente es el psiquiatra.
Alar lo observó plácidamente, mientras levantaba su copa de vino.
–Mi querido conde, ¿se da cuenta de que ha repetido esa última frase no una, sino dos veces? ¿Cree acaso que soy duro de oídos?
Y sorbió su vino con expresión indiferente, mientras el psicólogo evidenciaba un incrédulo asombro.
–Es imaginación suya. Estoy bien seguro de...
–Por supuesto, por supuesto –replicó Alar, encogiendo los hombros en una delicada disculpa–. Pero supongamos que lo hubiese hecho y ahora lo niega. Si lo hubiera hecho un paciente usted analizaría esa fijación en detalles como paranoia incipiente, que a su debido tiempo se transformaría en delirio de persecución. Claro que tratándose de usted no hay por qué preocuparse. Si en verdad lo hizo fue por mero descuido. Pasar aquí un par de días es bastante para desorganizar a cualquiera.
Dejó suavemente el vaso sobre la mesa y agregó:
–¿No ha notado nada fuera de sitio en su cuarto?
El día anterior había entrado subrepticiamente a las habitaciones de Shey para girar en 180 grados todos los objetos visibles. Ante su sugerencia Shey emitió una risa nerviosa y replicó:
–Nada de eso.
–En ese caso no hay por qué preocuparse –concluyó Alar, palpándose la barba en gesto amistoso–. Ya que estamos en el tema quisiera preguntarle algo. En mi condición de toynbiano siempre me interesaron los métodos que se emplean para determinar la demencia o la cordura en una persona. Según creo, ustedes, los psicólogos, disponen actualmente de tests definitivos en ese aspecto.
Shey lo observó atentamente desde el otro extremo de la mesa; después rió entre dientes.
–¡Ah, la cordura! No, no hay libro de test que pueda determinarla, pero tengo algunas diapositivas que sirven para evaluar con bastante precisión la capacidad mental y motora. Claro que esa evaluación no es definitiva en cuanto a demencia o cordura, al menos, en cuanto a la cordura según yo la entiendo. ¿Le importaría que viéramos unas cuantas?
Alar aceptó cortésmente. Sabía que Shey no proponía la experiencia para entretenerlo, sino para asegurarse de su propio estado mental. Habría de recibir el golpe más rudo de su vida.
Shey se apresuró a instalar el estereógrafo y la pantalla cúbica tridimensional. Mientras apagaba la luz del cielorraso dijo alegremente:
–Comenzaremos con algunos laberintos muy interesantes. La capacidad de resolver laberintos con celeridad está estrechamente relacionada con el análisis de nuestros problemas diarios. Quien lo hace erróneamente no sabe desentrañar sus dificultades y carece de la integración cerebral que caracteriza al ejecutivo. Es interesante destacar que, el esquizofrénico sólo puede resolver los más simples, aun después de repetidos intentos. Aquí está el más sencillo. Hasta las ratas blancas suelen resolverlo (reproducido en el suelo con tabiques, naturalmente) después de tres o cuatro intentos. Los niños de cinco años, por este mismo sistema que estamos empleando, lo desentrañan en treinta segundos. Los adultos, instantáneamente.
–Es muy sencillo –confirmó Alar fríamente, mientras proyectaba una abertura falsa en el borde exterior del laberinto y cubría la auténtica con un segmento de borde falso.
Shey se agitó, sumamente intranquilo, pero pareció considerar su incapacidad para resolver el laberinto como un lapso mental pasajero. En seguida cambió la diapositiva.
–¿Cuál es el promedio de tiempo para resolver éste? –preguntó Alar.
–Diez segundos.
El Ladrón dejó que ése y el tercero pasaran sin alteraciones fóticas. El alivio de Shey fue visible aun en la oscuridad. Pero al llegar al cuarto laberinto Alar abrió o bloqueó varios pasajes, haciendo que Shey, de pie ante el proyector, se frotara repetidamente los ojos. Al fin Alar sugirió que pasaran a otra cosa; el psicólogo recibió la proposición con un suspiro de alivio que le hizo sonreír.
–Nuestra segunda serie de diapositivas, doctor Talbot, muestran un círculo y una elipse yuxtapuestos. En cada una de las diapositivas, que son doce, la elipse se va tornando más y más circular. Las personas de muy buena discriminación visual pueden notar las diferencias en los doce casos. Los perros distinguen dos; los simios, cuatro; los niños de seis años, diez, y el hombre común, once. Lleve usted mismo su cuenta.
Sobre una pantalla negra apareció un gran círculo blanco y una elipse bastante estrecha. Era demasiado obvio, por lo que Alar decidió aguardar la próxima diapositiva.
Al aparecer ésta Shey frunció el ceño, la retiró del proyector y la sostuvo a la luz de la pantalla cúbica. Finalmente volvió a colocarla en su sitio. A la tercera comenzó a morderse los labios, pero prosiguió con la proyección. En la número diez transpiraba ya profusamente y se lamía el sudor que le corría por los costados de la boca. Mientras tanto el Ladrón seguía haciendo comentarios nada comprometedores a la aparición de cada imagen; no sentía pena alguna por Shey, quien ignoraba el hecho de que, desde la segunda diapositiva en adelante, las elipses habían sido reemplazadas por círculos exactamente iguales al original, proyectados por los ojos de Alar.
El psicólogo no parecía dispuesto a insertar la undécima diapositiva.
–¿Dejamos aquí? –sugirió– Creo que con esto tiene una idea general de...
–Muy interesante –asintió el Ladrón–. ¿Qué otra cosa tiene?
Su anfitrión pareció vacilar; mientras manoseaba el proyector. Al fin soltó una risilla estridente.
–Hay unos cuantos Rorschach. Son más o menos convencionales, pero sirven para descubrir la psicosis en sus etapas de formación.
–Si esto lo fatiga... –empezó Alar, con diabólica diplomacia.
–En absoluto.
El Ladrón sonrió severamente. La pantalla volvió a encenderse, mientras el obeso psicólogo sostenía una diapositiva a la luz para inspeccionarla debidamente. Al fin la colocó en el proyector, comentando:
–Para una persona normal, esta primera diapositiva representa una silueta simétrica de dos bailarines de ballet, dos niños sobre patines o, a veces, dos perros jugando. Los psicópatas, naturalmente, suelen ver algo temible o macabro, como son una tarántula, una máscara demoníaca o un...
Alar transformó fácilmente la imagen en un cráneo sonriente.
–Se parece a una pareja de bailarines, diría yo –observó entre tanto.
Shey sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara. Aunque insertó la segunda diapositiva sin comentario alguna, Alar oyó que el aparato repiqueteaba bajo sus dedos temblorosos.
–Esto vendría a ser la silueta de dos árboles –observó el Ladrón, pensativo–, o dos plumas, o tal vez dos riachos que bajan juntos por una pradera. ¿Qué ven los psicópatas?
Shey permanecía mudo e inmóvil, más muerto que vivo. Parecía no ver más que la imagen proyectada en la pantalla; era visible que le inspiraba un fascinado terror. Habría dado cualquier cosa por echar una mirada a la criatura cuya mente pervertida estaba destruyendo, pero era mejor seguir modificando la imagen.
–¿Qué vería una persona demente? –repitió sin alzar la voz.
El susurro de Shey fue irreconocible:
–Un par de brazos blancos.
Alar se levantó; tras apagar el proyector y la pantalla se marchó silenciosamente del cuarto, sumido en penumbras. Su anfitrión seguía inmóvil. No había dado aún dos pasos por el corredor cuando oyó una risa ahogada tras la puerta, y otra, y otra más, hasta que aquellas agudas carcajadas se transformaron en un verdadero paroxismo. Aún seguía oyéndolas cuando tomó el corredor lateral hacia su propio cuarto. Se acarició la barba y sonrió.
Miles, el jefe de estación, y el espectroscopista Florez pasaron a su lado discutiendo acaloradamente; ni siquiera repararon en él, que se inclinó en una reverencia cortés. Los observó desaparecer tras el recodo y se dijo, pensativo, que ése era el estado mental perfecto: estar loco y no saberlo. La fe incondicional en la inevitable destrucción los rodeaba de un aura de resuelta cordura. Sin esa fe su desintegración sería probablemente rápida y total. Sin duda preferían morir antes que marcharse con vida de la estación al terminar la guardia. Por un momento Alar se preguntó si Shey se ajustaría de modo igualmente dramático a su nueva demencia.
XVIII
FINAL DEL DUELO
Pocas horas más tarde lo despertó su corazón, lanzado en veloz carrera. Se levantó de la litera con el oído alerta, pero nada se oía aparte del omnipresente rugir de los gases frenéticos en el exterior de la estación.
Tras vestirse apresuradamente se dirigió a la puerta que daba al corredor y miró hacia la sala. Estaba vacía. Era extraño; por lo común se veían al menos dos o tres hombres ocupados en alguna tarea vital. Mientras tanto sus palpitaciones habían trepado a ciento ochenta por minuto.
Decidió dejarse guiar por su infalible olfato para el peligro. Salió bruscamente al corredor y se dirigió hacia el cuarto de Shey. En un momento estuvo ante su puerta. No se oía ruido alguno. Llamó con los nudillos, pero no hubo respuesta. Volvió a llamar. ¿Por qué no respondía el psicólogo?
Le pareció oír un sigiloso movimiento en el interior del cuarto. Su pulso llegaba ya a ciento ochenta y cinco y seguía trepando. Agitó inquieto la mano derecha. ¿No convendría volver a su cuarto para ceñir el sable? Contuvo el impulso de hacerlo: si había peligro en ese sitio, al menos se enteraría de algo. Por alguna razón le parecía que el sable no le serviría de nada. Echó una mirada a su alrededor: la sala seguía desierta.
En ese momento se le ocurrió la absurda idea de que era el único ser viviente a bordo. En seguida sonrió con amargura: su fértil imaginación se estaba desbocando. Tomó la falleba, la hizo girar con rapidez y entró a la habitación de un salto.
Allí, en la media luz, mientras el pulso rugía en su cuerpo a doscientos latidos por minuto, tomó conciencia de varias cosas.
La primera fue Shey; su rostro hinchado e insensato, enmarcado en rizos, lo miraba fijamente desde arriba, muy cerca de la lámpara que pendía en el medio de la habitación. La anormal protuberancia de los ojos se debía sin duda a la fina correa de cuero que se extendía desde entre los pliegues de su cuello hasta la saliente de la lámpara. A un lado de los pies se veía la mesa del proyector, tumbada en el suelo. El cuerpo se balanceaba suavemente frente a la pantalla cúbica.
Más allá estaba Thurmond, inmóvil en su asiento, fija en Alar su enigmática mirada. A cada lado del ministro había una Kades apuntada hacia el pecho del Ladrón. Los dos hombres parecían petrificados por la mirada del otro. Alar pensó en dos placas condensadoras con un cadáver por dieléctrico. Tenía la extraña sensación de formar parte de una proyección tridimensional, de que Thurmond lo miraría para siempre sin parpadear, de que estaba a salvo porque ninguna Kades puede disparar en las proyecciones tridimensionales.
El cuarto giró violentamente bajo los pies, sacudido por un potente torbellino de gases. Ambos sacudieron de aquella paralizada ensoñación. Thurmond fue el primero en hablar.
–Hasta ahora –dijo su voz seca y helada– las trampas que le hemos tendido estaban sujetas a la ecuación humana. En este caso ese factor no ha de operar en su favor. Si se mueve de esa posición las Kades se dispararán automáticamente.
Alar rió brevemente.
–Hasta ahora, cada vez que ustedes han tenido la seguridad de haber tomado todas las precauciones adecuadas para capturarme, han estado equivocados. Ya veo que el suicidio de su compañero ha sido un fuerte golpe para usted; de lo contrario no me habría puesto al tanto de mi posible destino. Al vanagloriarse de su trampa no hace más que buscar seguridad. Su confianza en mi muerte es más una esperanza que una certeza. Permítame sugerirle que las circunstancias, involucran tanto peligro para usted como para mí.
Su voz expresaba una confianza que estaba lejos de sentir. Sin duda estaba circundado por artefactos detectores, tal vez condensadores o relés fotocelulares, que activarían las Kades. Si se lanzaba hacia su enemigo caería al suelo hecho cenizas.
Thurmond contrajo imperceptiblemente las cejas.
–Eso de que yo corro tanto peligro como usted es una fantochada evidente; usted morirá en cualquier circunstancia. Yo, en cambio, sólo tengo que preocuparme por los riesgos comunes de los solarios y por la interferencia de la tripulación. En este último aspecto he reducido la posibilidad al mínimo trasladando a Mercurio toda la tripulación, con excepción de quienes ocupan los puestos indispensables, es decir, el relevo de Miles. Han recibido órdenes de llamar a la Phobos y partir conmigo en cuanto yo regrese a la sala de reuniones, cosa que haré dentro de diez minutos.
Se levantó con un aire casi indiferente, esquivó la Kades más cercana y se deslizó lentamente a lo largo de la pared hacia la puerta que daba al corredor, sin pasar por el sector cubierto por las armas. Había demostrado una vez más por qué Haze-Gaunt lo había incluido en la manada de lobos. Cuando tenía dificultades para eliminar un obstáculo lanzaba sobre él fuerzas titánicas, sin preocuparse por el costo.
Era muy simple. No habría luchas ni combate personal, no se produciría ningún resultado inmediato. Sin embargo, en un período satisfactoriamente breve, Alar estaría muerto. No podía moverse sin poner en funcionamiento las dos Kades y no había nadie que pudiera liberarlo. El solario sería evacuado en pocos minutos. La estación, una vez abandonada por sus tripulantes, se deslizaría hacia el centro de la mancha solar mucho antes de que él sucumbiera a la fatiga.
La manada de lobos se mostraba dispuesta a perder una de sus seis valiosísimas fábricas de municiones a cambio de su vida. Empero... no era suficiente. El Ladrón apenas respiraba: acababa de recordar lo que Miles y Florez iban discutiendo por el corredor.
Thurmond había llegado ya a la puerta y hacía girar lentamente el pomo. Alar dijo:
–Su plan es totalmente seguro, salvo en un detalle bastante incomprensible, pero de suma importancia. Usted, indiferente a los principios toynbianos, no puede reparar en un factor tal como "autodeterminación en el seno de una sociedad".
El ministro de policía se detuvo por una breve fracción de segundo antes de atravesar el umbral. Alar prosiguió:
–¿Es usted capaz de entender un informe Fraunhofer? ¿Sabe operar un motor de eyector lateral? De lo contrario será mejor que desactive las Kades, porque le voy a hacer mucha falta, y muy pronto. No tendrá tiempo para llamar a la Phobos.
Thurmond, ya en el pasillo, vaciló por un instante. El Ladrón insistió:
–Si cree que la tripulación mínima a las órdenes de Miles está todavía ante los controles de la estación, será mejor que eche una mirada a su alrededor.
No hubo respuesta. Thurmond, al parecer, la creía innecesaria. Sus pasos se alejaron por la sala. Alar dirigió una mirada burlona a la cara amoratada y desorbitada de Shey y a las dos Kades.
–Volverá, dijo, cruzándose de brazos.
Sin embargo, al oír los pasos que regresaban con mucha más celeridad de la que llevaban al marcharse, la confirmación de sus sospechas con respecto a la tripulación de Andrews lo hundió en una profunda pesadumbre. De cualquier modo era inevitable. Nada podía salvarlos una vez echado el siete.
Thurmond entró rápidamente a la habitación.
–Usted estaba en lo cierto –dijo–. ¿Donde se han ocultado?
–Están escondidos –replicó Alar, inexpresivo–, pero no como usted cree. Los diez estaban seguros de que morirían en este turno. Tenían una seguridad fatalista en el destino. Al regresar sanos y salvos con usted esa fe debía quedar abandonada, con la consiguiente desintegración mental y moral. Prefirieron la muerte. Probablemente hallará sus cadáveres en los depósitos de muirio.
Thurmond crispó los labios, acusándolo:
–Miente usted.
–Como carece de preparación en historia no puede llegar a otra conclusión. De cualquier modo tendrá que tomar una decisión con respecto a mí antes de que pasen uno o dos minutos. Hemos estado a la deriva en la zona de Evershed desde que entré a este cuarto. Le aconsejo que me suelte para que pueda probar los eyectores laterales. De lo contrario, déjeme aquí ... y morirá conmigo.
La lucha interior era evidente en el ministro de policía. Su lealtad a Haze-Gaunt, o tal vez cierto inexorable sentido del deber, podían exigirle que Alar siguiera en la trampa, aun a costa de su propia vida. Al fin dijo, mientras jugueteaba pensativo con el pomo de su daga:
–De acuerdo.
Pasó por detrás de las Kades y apagó los contactos.
–Será mejor que se dé prisa –dijo–. Ahora no corre peligro.
–La espada y la vaina de Shey están sobre la mesa, junto a usted –indicó el Ladrón–. Alcáncemelas.
Thurmond se permitió una sonrisa mientras le alcanzaba el sable. Alar comprendió que planeaba matarlo en cuanto la estación estuviera nuevamente a salvo; importaba muy poco a la primera espada del Imperio que el Ladrón estuviera armado o no.
–Una pregunta –exclamó el Ladrón, mientras se sujetaba la vaina al cinturón–. ¿Vino usted en la Phobos junto con Shey?
–Vine en la Phobos, pero no con Shey. Dejé que él probara primero su plan.
–Y cuando fracasó...
–Me puse en acción.
–Una pregunta más –insistió Alar, imperturbable–.
¿Cómo hicieron usted y Shey para encontrarme?
–El Cerebro Microfílmico.
Era incomprensible. El Cerebro lo condenaba y lo entregaba alternativamente. ¿Porqué, porqué? ¿Podría saberlo algún día?
–Está bien –dijo lacónicamente–. Venga conmigo.
Juntos corrieron hacia los cuartos de control. Una hora después salían de allí sudando copiosamente. Alar se volvió para estudiar brevemente a su archienemigo, diciendo:
–Naturalmente no puedo permitir que usted llame a la Phobos mientras mi propia condición no esté en claro. No veo ninguna ventaja en demorar lo que desde nuestro primer encuentro era inevitable.
Y desenvainó su sable con fría deliberación, consciente de que su única esperanza consistía en impresionar a Thurmond con su mesurada confianza. El ministro de policía extrajo su propia espada con despectiva agilidad.
–Tiene usted razón. Debía morir de cualquier modo. Para salvar mi vida confié en su deseo de prolongar la propia. Ahora, ¡muera!
Como en las ocasiones anteriores en que se había visto frente a la muerte, el tiempo empezó a arrastrarse lentamente para el Ladrón. Estudió el fatídico grito de Thurmond y la simultánea estocada como si fueran parte de una filmación en cámara lenta. El movimiento de aquel hombre era el papel de un actor, algo que debía ser estudiado, analizado y sometido a una crítica constructiva, mediante palabras y gestos propios, bien organizados y. armoniosamente tejidos.
No se preguntó qué clase de mente era la suya, que le permitía y le requería saber tales cosas: comprendía, simplemente, que el grito y la estocada de Thurmond no estaban encaminados a matarlo. La fleche de Thurmond era en apariencia línea alta a la derecha; si llegaba a destino debía atravesar el corazón y el pulmón derecho de Alar. Los expertos solían pararla con una tierce o una quinte, seguida por una estocada dirigida a la ingle del adversario.
Sin embargo el grito de Thurmond encerraba un elemento especulativo. Evidentemente esperaba que el Ladrón percibiera el engaño, comprendiendo que él había planeado un ataque mucho más intrincado, basado en la respuesta casi automática de Alar al golpe alto; puesto que éste era muy hábil con la espada, se esperaba que desbaratara la trampa mediante el simple recurso de entrechocar espadas para comenzar nuevamente.
Tal análisis del ataque era posible, con excepción de un detalle: Thurmond, nada afecto a correr peligros inevitables, no retiraría su espada, sino que extraería la daga del pecho para clavarla en la garganta, de su adversario. Y el Ladrón no podía apartar la daga y evitar la estocada al mismo tiempo.
Súbitamente todo estuvo terminado. Thurmond había saltado hacia atrás, con un malévolo resoplido, y la vaina del puñal giraba locamente en el aire a sus espaldas. Una línea roja se extendía rápidamente por el pecho del Ladrón. El ministro de policía soltó una risa despreocupada.
El corazón de Alar palpitaba a toda velocidad (imposible medirla), bombeando la sustancia vital por el tajo del pulmón, engañosamente pequeño. Nada de todo aquello se podía evitar. Su única salvación consistía en lisiar o desarmar a Thurmond sin pérdida de tiempo; así podría aún llamar a la
Phobos y escapar bajo la protección del capitán Andrews, antes de sucumbir bajo la pérdida de sangre...
Naturalmente, su hábil adversario trataría de ganar tiempo. Lo observaría con atención, esperando reconocer la primera señal de vacilación, que tal vez fuera un leve resbalar del pulgar sobre la empuñadura, una estocada ligeramente violenta, una imperceptible tensión de la mano izquierda. El lo adivinaría todo. Y tal vez ésa era la muerte reveladora que había predicho el Cerebro Microfílmico, aquella recóndita esfinge.
El ministro aguardaba, sonriente, alerta, soberanamente confiado. Esperaba que Alar reventara hasta la última fibra nerviosa para aprovechar al máximo los pocos minutos disponibles para una esgrima efectiva antes de perder el sentido. El Ladrón avanzó; su espada saltó como una flecha en una increíble finta, que fue parada con un–movimiento despreocupado, casi filosófico. Su estudiada ambigüedad demostraba que Thurmond comprendía perfectamente la excelencia de su posición: con una buena defensa ganaría, sin correr riesgos.
Eso era cuanto Alar quería saber. En cuanto lo hubo averiguado dejó de improvisar el ataque para retroceder precipitadamente. Tosió y escupió un bocado de líquido salobre y caliente. Había dejado que el pulmón derecho se le llenara lentamente mientras aguardaba el momento preciso para lanzar la sangre. Y el momento era ése. Su adversario debía tomar la iniciativa y se vería obligado a exponerse.
Thurmond soltó una carcajada silenciosa y cerró con una traidora estocada hacia las piernas, seguida inmediatamente por un corte hacia el rostro, que el Ladrón paró a duras penas. Pero era evidente que el ministro no se esforzaba mucho. Podía lograr su propósito a tiempo sin hacer nada, o antes aún si lo prefería, con sólo obligar al Ladrón a un esfuerzo constante. Su único requisito era conservar la vida; Alar, en cambio, no podía limitarse a eso: además tenía que invalidar a su contrincante. Y su juramento como Ladrón le impedía intentar otra cosa.
No estaba desesperado, pero sentía todos los síntomas de la desesperación: la garganta cerrada, el leve estremecimiento de los nervios faciales, un invencible agotamiento.
–"Para evitar la captura o la muerte en una situación de factores conocidos" –citó Thurmond, burlonamente–, "el Ladrón introducirá una o más variantes nuevas, por lo general mediante la conversión de un factor de relativa seguridad en un factor de relativa incertidumbre".
En ese momento Alar penetró en las profundidades de aquella extraordinaria personalidad que comandaba las fuerzas de seguridad de un hemisferio entero. Era una inteligencia veloz y calculadora, que aplastaba toda oposición porque conocía a sus adversarios mejor de lo que ellos mismos se conocían; podía anticipar silenciosamente cada uno de sus movimientos y tenerles preparada una respuesta fatal.
Acababa de citarle textualmente el Manual de Combate de los Ladrones.
Alar bajó lentamente su espada.
–En ese caso –dijo– es inútil ofrecer mi espada en señal de rendición a fin de que usted extienda la mano izquierda para tomarla...
–... y usted pueda hacerme volar por sobre el hombro. No, gracias.
–O "resbalar" en mi propia sangre...
–... y atravesarme cuando yo me apresure a terminarlo.
–Sin embargo –retrucó el Ladrón– la filosofía de la conversión en seguridad no se limita a esos artificios obvios que acabamos de realizar. Se lo demostraré en breve.
Y torció la boca en un gesto sardónico. Pero sólo el esfuerzo más extremo y absurdo de su cuerpo ultraterrenal podía salvarlo. Más aún, para realizar su plan tendría que abandonar el sable y mantenerse fuera del alcance de Thurmond por un par de segundos. Su hoja se deslizó por sobre los mosaicos plásticos hacia Thurmond, que dio un paso atrás, evidentemente sorprendido. Al fin apretó la empuñadura de su arma y avanzó otra vez.
–El sacrificio de la seguridad es mi medio de defensa – prosiguió Alar, sin prisa ( ¡por la galaxia!, ¿no se detendría jamás ese hombre?)–. La he convertido en una variante desconocida, puesto que usted no está seguro sobre lo que haré a continuación. Empieza a actuar más lentamente. No halla razones para no matarme inmediatamente, pero siente ¿el nerviosismo de la expectativa, diríamos? Siente curiosidad por saber qué puedo hacer sin mi arma que no pueda hacer con ella. Se pregunta por qué flexiono repetidamente los brazos y las rodillas. Sabe que puede matarme, que le bastaría con acercarse y lanzar la espada. Sin embargo se ha detenido a contemplarme, consumido por la curiosidad. Y tiene un poco de miedo.
Sofocó una tos y se irguió, apretando los puños, Sus ropas sonaron con un crujido al avanzar él hacia Thurmond.
–¿No se da cuenta, Thurmond? Un hombre capaz de invertir el proceso visual mediante la carga energética de la retina puede, bajo tensión, usar el mismo proceso en sentido inverso? En vez de proporcionar diferencias de energía eléctrica a los nervios para una actividad muscular normal, puede invertir el proceso y hacer que los músculos acumulen el voltaje necesario para descargarlo por los nervios y por las puntas de los dedos.
¿Sabía usted que ciertos brujos brasileños pueden descargar varios cientos de voltios, los suficientes como para electrocutar a peces y ranas? Con mis actuales poderes podría matar a un hombre con toda facilidad, pero sólo pienso aturdirlo. Puesto que las cargas electrostáticas escapan fácilmente por las puntas metálicas, comprenderá que debía deshacerme de mi sable, bajo el riesgo de que usted me atravesara antes de reunir la carga necesaria.
Thurmond alzó el arma hacia él.
– ¡No se acerque! –gritó ásperamente.
El Ladrón se detuvo. Su pecho desnudo quedó apenas a veinte centímetros de aquella punta ondulante.
–El metal es un excelente conductor –dijo con una sonrisa.
Y volvió a avanzar.
El ministro de policía saltó hacia atrás, aferró el sable como si fuera una lanza, apuntó velozmente hacia el corazón de Alar y...
Cayó al suelo con un alarido, con el cuerpo retorcido envuelto en un resplandor azul celeste. Logró sacar la pistola de su funda y disparó dos veces contra Alar. Las balas rebotaron inofensivas contra la armadura del Ladrón. Hubo una breve pausa sofocante, en tanto el caído lanzaba una mirada demencial a su extraordinario vencedor.
El tercer disparo llevó por meta su propio cerebro.
Antes de que ese último eco se apagara, Alar estaba ya en el cuarto de controles. El duelo había durado casi cuarenta minutos. ¿Hasta dónde habría derivado la estación? El medido piromético denunciaba 4.500 K. El descenso de temperatura desde los 5.700 grados K. de la fotosfera indicaba sin lugar a dudas que el solario estaba en la parte más fría de la mancha solar: su mismo centro. Eso significaba que la estación había estado cayendo durante varios minutos hacia el corazón del sol.
XIX
MUERTE INMINENTE
Hace una hora –dijo el Cerebro Microfílmico– sus excelencias los ministros imperiales presentaron un notable interrogatorio, con la inusitada exigencia de que yo proporcionara respuestas satisfactorias antes del alba. De lo contrario se me daría muerte.
Keiris, sentada entre el grupo con los tobillos atados, observó los rostros que la circundaban. Algunos estaban sombríos; otros, nerviosos, otros, impertérritos. Todo el consejo se había hecho presente, con excepción de Shey y Thurmond. Haze-Gaunt, con su gemebundo tarsioide en el hombro, observaba con ojos hundidos al hombre de la cúpula transparente. Hasta Juana–María estaba allí, contemplando los acontecimientos desde su silla de ruedas, con lánguida curiosidad.
–Esas preguntas son las siguientes –entonó el Cerebro Microfílmico–, primera: ¿lograron Shey y Thurmond matar a Alar, el Ladrón? En caso afirmativo, ¿por qué no se ha sabido de ellos? Segundo: ¿puede iniciarse la Operación Finis con razonables esperanzas de éxito, aun cuando la cuestión de Alar permanezca sin resolver? Estas dos preguntas fueron sometidas por todos los miembros del consejo, según creo. La tercera pregunta, ¿Está vivo Kennicot Muir?", proviene del Canciller, individualmente.
Un helado cosquilleo trepó por la espalda de Keiris. ¿Acaso el Cerebro sabia realmente cuál había sido el destino de Kim ... y el de Alar?
El hombre de la cúpula hizo una breve pausa, bajó su cabeza desfigurada y volvió a mirar hacia el círculo de caras que lo rodeaba.
–Estoy en condiciones de responder a esas preguntas. En primer término les diré que Shey y Thurmond han muerto como consecuencia de sus respectivos intentos de eliminar a Alar. Segundo: el éxito o el fracaso de la Operación Finis ya no depende de la vida o muerte de Alar, sino de un factor ajeno que nos será revelado en pocos minutos. Por lo tanto las primeras dos preguntas tienen una respuesta categórica. Sin embargo, la que se refiere a la existencia o inexistencia de Alar o Muir sólo se puede responder en términos de probabilidades no aristotélicas.
Con la excepción de Su Majestad Imperial, todos ustedes han llevado una vida aristotélica, convencidos de que x es a o no a. Esa educación convencional los ha limitado a una clasificación silogística, aristotélica, bidimensional y plana.
–No entiendo –dijo Eldridge, el ministro de Guerra, secamente–. ¿Qué es una definición planar y qué tiene eso que ver con la existencia de... de bueno, de Muir o de Alar?
–Abran sus cuadernos para hacer dibujos –dijo la voz burlona y seca de Juana–María, que acercaba ya su silla a motor al ministro.
Este sacó del bolsillo un anotador encuadernado en cuero, con expresión vacilante.
–Dibuje un círculo en el medio de la página –indicó Juana–María.
El confundido militar obedeció, mientras los ministros más próximos estiraban el cuello para ver mejor.
–Ahora veamos la pregunta. ¿Está vivo Alar? Como aristotélico que usted es, tendrá en cuenta sólo dos posibilidades: o está vivo o no lo está. Por lo tanto, puede escribir `vivo en el círculo y "muerto" en el espacio exterior a él.
'Vivo" mas "muerto" dan el total de lo que los aristotélicos llaman "categoría universal". Adelante, escríbalo.
La voz prosiguió, irónica:
–Pero la parte "muerto" de la página, no lo olvide, tiene una definición puramente negativa. Sabemos qué no es, pero no qué es. Si hay otras condiciones de existencia distintas de las que conocemos estarán incluidas en esa parte de la página. Las dudas son infinitas. Además esa hoja de papel es considerable también como una mera sección transversal de una esfera circundada por el infinito. Por encima, por debajo y a través de ella hay otras secciones transversales de la misma esfera en número infinito. Eso significa que, al intentar reducir un problema a dos únicas alternativas, se lo dota de infinitas soluciones.
La cara de Eldridge había adoptado una expresión de tozudez:
–Sin intenciones de faltarle al respeto, señora, ¿me permite sugerirle que esas consideraciones son meras teorías académicas? Sostengo que esos dos enemigos del Imperio están vivos o muertos. Si están vivos deben ser capturados y eliminados. Con su permiso, Su Majestad, reduciré la pregunta sometida al Cerebro a una sola proposición:
Y se dirigió fríamente al hombre sentado bajo la cúpula:
–Alar, el Ladrón, ¿está vivo?
–Contéstale si puedes, Cerebro –dijo Juana–María, con gesto cansado de su mano marchita.
–En términos no aristotélicos –replicó la Mente–. Alar está vivo. Sin embargo carece de existencia en una hipótesis aristotélica planar, tal como la entiende Marshal Eldridge. Es decir, en este momento no hay en el sistema solar una persona que presente las huellas dactilares y el esquema capilar del ojo que figuran en los archivos policiales bajo el nombre de Alar.
–¿He de suponer que lo mismo puede aplicarse a Kennicot Muir? –preguntó Haze-Gaunt.
–No exactamente. La identidad de Muir es más difusa. Si la vemos con la clásica lógica de Eldridge, Muir debería ser considerado como más de un hombre. En términos no–aristotélicos, Muir parece haber desarrollado cierta movilidad a lo largo del eje cronológico.
–¿Podría existir bajo la forma de dos personas al mismo tiempo? –preguntó Juana–María con gran curiosidad.
–Es muy posible.
Keiris oyó que su propia voz, casi ahogada, inquiría:
–¿Es ... está presente en esta habitación alguna de esas dos personas?
El Cerebro guardó silencio por largo rato. Al cabo volvió sus grandes ojos tristes hacia ella.
–La pregunta de la señora es sorprendente –dijo–, considerando que si su sospecha es correcta pondría en grave peligro a su esposo. Una encarnación de Muir, cuya existencia ha sido deducida por Su Majestad la emperatriz en el ejercicio de la lógica no–aristotélica, está presente aquí, aunque por el momento no quiera sernos visible.
Hizo una pausa y echó una mirada al radiocronómetro colgado a su izquierda, sobre la pared. Allá arriba, muy lejos de ellos, rompía el alba de un nuevo día: el 21 de julio de 2177.
–Sin embargo –continuó el Cerebro–, Muir también está presente en otra forma, completamente diferente, que sería satisfactoria incluso para Marshal Eldridge.
Los ministros intercambiaron una mirada sorprendida y cargada de sospechas. Al fin Eldridge se levantó de un salto, gritando:
– ¡Señálalo!
–El ministro de Guerra –observó Haze-Gaunt– es muy ingenuo si cree que el Cerebro descubrirá a Kennicot Muir ante esta asamblea.
–¿Eh? ¿Cree usted que tendrá miedo de nombrarlo? –Tal vez sí, tal vez no. Pero veamos qué se consigue con una pregunta bien directa y específica.
Se volvió hacia el Cerebro y preguntó con suavidad: –¿Puedes negar que tú mismo eres Kennicot Muir?
Los ojos aturdidos de Alar observaban el pirómetro, cuya aguja iba trepando lentamente por la escala, registrando la caída de la estación hacia el centro mismo de la mancha solar: 4.560, 4.580, 4.600... Cuanto más profundidad alcanzaba, mayor era la temperatura. Naturalmente, jamás alcanzaría el centro del sol. El ojo de la mancha se reduciría probablemente a la nada en unos mil quinientos kilómetros, cuando llegara a una región lo bastante profunda como para que su temperatura fuera de varios millones de grados. El sistema de refrigerador del solario podía soportar un límite máximo de 7.000.
Cabían varias Posibilidades. El vórtice de la mancha podía prolongarse hasta muy cerca del centro solar, donde la temperatura subiría a unos veinte millones de grados. Pero aunque se mantuviera por debajo de los 7.000 (cosa imposible) la estación acabaría por estrellarse contra la enorme densidad del centro y se tornaría incandescente.
Pero ¿si el vórtice no se extendía hasta ese núcleo increíblemente ardoroso, sino que, como era más probable, se originaba sólo a unos pocos miles de kilómetros de profundidad? Alar escupió una bocanada de sangre y calculó con rapidez. Si la mancha tenía 24.000 kilómetros de pro– fundidad la temperatura del vértice del cono no llegaría a los 7.000 grados. Si la estación pudiera descender suavemente hasta posarse allí le sería posible sobrevivir durante varias horas antes de que la pesada planta acabara por hundirse a mayor profundidad, hasta alcanzar una temperatura intolerable. Pero su descenso no sería suave; caía ya con una aceleración de veintisiete gravedades, y probablemente llegaría al fondo del cono a una velocidad de varios kilómetros por segundo, a pesar de la viscosidad que presentaban los gases de la mancha. Todo se desintegraría instantáneamente en torno a Alar.
Sintió que los almohadones de la silla empujaban contra su espalda y que los brazos metálicos estaban mucho más calientes. Tenía la boca seca y la cara mojada. En ese momento recordó la provisión del capitán Andrews. Puesto que no tenía nada que hacer por el momento obedeció al súbito capricho. Se levantó, estiró el cuerpo y se encaminó hacia el gabinete refrigerado. En cuanto abrió la puertecilla sintió contra la cara sudorosa una súbita oleada de aire fresco, inspirándole un pensamiento irracional ¿por qué no acurrucarse en aquella reducida caja y cerrar la puerta? Lo absurdo de la idea le hizo reír entre dientes.
Sacó una botella de espuma y se la exprimió en la boca. La sensación era muy agradable. Con los ojos cerrados pudo imaginar al capitán Andrews ante él, diciéndole: "Es fría, y eso ya es bastante en un sitio como éste".
Guardó la botella y cerró nuevamente: la puerta. "¡Qué gesto inútil!", se dijo. La situación parecía totalmente irreal. Keiris le había advertido...
Keiris.
¿Acaso sentía ella, en aquel preciso instante, lo que él estaba enfrentando?
Sus propios pensamientos le arrancaron un resoplido. Volvió a su silla, pensando en todo aquello. ¿A qué se enfrentaba, exactamente? Había varias posibilidades, por cierto, pero sus condiciones eran idénticas: una larga espera; tras la cual sobrevendría la desaparición instantánea e indolora. Ni siquiera podía contar con algún sufrimiento prolongado e insoportable que le lanzara por el eje del tiempo, tal como le había ocurrido en el cuarto de torturas de Shey.
En ese momento percibió un zumbido bajo y hueco; al fin comprendió que eran las pulsaciones de sus propias sienes. El corazón le palpitaba a tal velocidad que ya no había latidos separados; aquello indicaba que había alcanzado los doce mil por minuto, frecuencia inferior al espectro auditivo. Estuvo a punto de sonreír: en el umbral de la catástrofe que Haze-Gaunt estaba por lanzar sobre la Tierra, aquella frenética preocupación del subconsciente por su propia supervivencia parecía súbitamente divertida.
Fue entonces cuando notó que el cuarto estaba ligeramente inclinado. Eso no era posible a menos que el gigantesco giróscopo central estuviera aminorando la marcha. El giróscopo debía mantener la estación en posición correcta a pesar de las más violentas fáculas y de los tornados más notables. Sin embargo, una ligera mirada al panel de controles indicó que nada malo ocurría con el gran estabilizador. Pero el pequeño giróscopo de la brújula estaba girando lentamente, en una forma muy extraña, pero familiar, que reconoció inmediatamente: el eje de la estación se estaba inclinando hacia fuera de su dirección vertical y rotaba en torno a su antiguo centro siguiendo una dirección en cono. El solario había tomado un movimiento en precesión, y eso significaba que alguna fuerza titánica y desconocida estaba tratando de invertirlo contra la valiente resistencia del gran giróscopo central.
De cualquier modo, era una batalla perdida.
Por un instante imaginó la gran estación vuelta sobre sí, como una tortuga, en lenta y poderosa grandeza. El antigravitatorio a muirio instalado en la parte superior, que en ese momento contrarrestaba 26 de las 27 Gs del sol, pronto estaría por debajo, sumándose a esas 27 Gs. Aplastado por aquellas 53 Gs, Alar pesaría aproximadamente cuatro toneladas. La sangre manaría por todos los poros de su cuerpo exprimido y deshecho, para esparcirse en un delgada capa por sobre toda la cubierta.
Pero ¿cuál era esa fuerza que pugnaba por invertir el solario?
Los pirómetros indicaban temperaturas de convección casi idénticas a los lados, en la parte superior y en el fondo de la estación: alrededor de 5.200 grados. El calor de radiación a los costados y en el fondo de la planta era de unos 6.900 grados, como cabía esperar. Pero los pirómetros que median la radiación recibida por la parte superior de la estación (que no debía exceder los 2.000 grados, puesto que la superficie sólo recibía la de la delgada fotosfera) alcanzaba la increíble cifra de 6.800.
La estación debía estar totalmente sumergida en el sol; así lo probaba la radiación uniforme de los lados. Sin embargo aún estaba en el vórtice de la mancha solar, como lo indicaban las corrientes mucho más frescas que la bañaban.
Había sólo una explicación posible: el vórtice de la mancha debía estar regresando a la superficie solar a través de un gigantesco tubo en forma de U. Todo lo que bajara por un brazo del tubo ascendería lógicamente por el otro brazo en forma invertida. Y ese tubo en forma de U explicaba finalmente por qué todas las manchas se producían en parejas y eran de polaridad magnética opuesta. El vórtice ionizado rotaba en direcciones opuestas en cada uno de los brazos.
Si el giróscopo central vencía al torbellino, la estación podría, tal vez, emerger por el otro brazo hacia la mancha gemela. En ese caso tal vez Alar pudiera llevar el solario hasta un lugar seguro de la penumbra... siempre que el pulmón perforado le permitiera vivir hasta entonces. Después, las gigantescas cámaras de almacenamiento se llenarían de muirio y el sintetizador comenzaría a arrojar nuevamente al sol aquella mortal materia, causando una dantesca explosión
De cualquier modo, aun cuando hallaran la estación durante ese intervalo, no habría rescate. El descubrimiento estaría a cargo de los vehículos imperiales y la policía se limitaría a mantener el solario bajo observación hasta el final:
Alar, caviloso, permaneció en la silla del operador durante largo rato, hasta que el suelo, cada vez más inclinado, amenazó con expulsarlo del asiento. Se levantó entonces, pesadamente; aferrándose a las barandillas recorrió toda la longitud del panel hasta llegar a donde estaban las enormes llaves de conexión. Allí abrió el mecanismo de seguridad del gran giróscopo central y lo arrancó en medio de una flamígera y siseante protesta. La cubierta comenzó inmediatamente a vibrar bajo sus pies; la inclinación del suelo, cada vez más pronunciada, le hizo difícil el permanecer erguido.
El cuarto giraba vertiginosamente en su torno. Alar enlazó con una soga la llave principal que manejaba las escotillas exteriores de los depósitos. Después se ató el otro extremo a la cintura. Cuando la estación quedara invertida él caería hacia la otra pared del cuarto y la soga atada a su cuerpo abriría las escotillas. Todo el muirio acumulado se disolvería en su materia original y la estación se convertiría bruscamente en un gigantesco cohete espacial; al menos teóricamente debía lanzarse por el brazo ascendente de la U a una velocidad inimaginable.
Cualquier ser humano moriría instantáneamente. Empero, si Alar no era humano podría sobrevivir a la fantástica aceleración inicial y acompañar a la estación hacia las negras profundidades del espacio.
La cubierta se había convertido casi en una pared vertical. El giróscopo debía haberse detenido y ya no había forma de regresar. Por un momento lamentó su decisión.
Siempre un poco más. Había vivido cinco años mediante ese método, pero ya no servía. Con la cara chorreante de sudor, resbalando, inclinándose, se aferró locamente a los lisos mosaicos de acero que formaban la cubierta. Esta se lanzó en su dirección para convertirse en techo. Al fin Alar cayó erguido sobre lo que hasta hacía pocos minutos era el cielorraso; allí quedó, aplastado bajo las 53 gravedades, imposibilitado hasta de respirar; la conciencia se le escapaba velozmente.
Supo vagamente que la cuerda había abierto las bodegas de muirio antes de romperse bajo el enorme peso de su cuerpo. Los fragmentos astillados de las costillas, ya quebradas, le habían perforado el corazón. Estaba en agonía.
En aquel instante estalló el muirio. Cuatro mil toneladas de la sustancia más energética descubierta por el hombre sucumbieron en milésimas de segundo, convirtiéndose en una titánica lluvia de radiación.
Alar no tenía ya sensación alguna de dolor, de movimiento, tiempo o sensación física. Nada. Pero no importaba. A su modo estaba aún muy vivo. Alar había muerto.
Sin embargo sabía quién era y cuál sería su destino.
XX
ARMAGEDON
Goddard, ministro de Energía Nuclear, se había puesto bruscamente de pie y miraba alternativamente a Haze-Gaunt y al Cerebro Microfílmico.
–¿El Cerebro ... Kennicot Muir? ¡Imposible!
Phelps, de Vías Aéreas, se aferraba a los brazos de la silla; las uñas de sus dedos blancos y temblorosos se rompían bajo la presión.
–¿Por qué dice usted que es imposible? –gritó– ¡Es él quien debe responder a esa pregunta!
Keiris tragó saliva, sumida en un éxtasis de angustia. Había precipitado algo para lo cual el Cerebro no estaba, quizá, preparado. Al recordar su pregunta no podía hallar más motivos para formularla que su intuición femenina. Pero Haze-Gaunt estaba equivocado, sin lugar a dudas. Era obvio que el Cerebro no podía ser su esposo. Tenían más o menos el mismo físico, pero allí terminaba toda semejanza. ¡Caramba, ese hombre era ... feo! Pero dirigió a Haze-Gaunt una mirada furtiva y perdió parte de su certidumbre.
Sólo el Canciller, en medio del grupo, parecía completamente sereno. Estaba tranquilamente recostado en su silla de terciopelo, con las largas piernas cruzadas en fácil elegancia. Su perfecta confianza parecía decir: "Estoy seguro de la respuesta y he tomado precauciones extraordinarias".
Para Eldridge la situación se iba tornando insoportable.
– ¡Contesta, maldito! –gritó, sacando la pistola.
Haze-Gaunt le detuvo con un gesto irritado.
–Si es Muir tiene también armadura de Ladrón. Deje ese juguete y siéntese.
Y agregó, volviéndose hacia el Cerebro:
–El mero hecho de que te demores es bastante expresivo, pero ¿qué piensas ganar con eso? ¿unos instantes de vida?
Torció los labios en una sutilísima burla y concluyó:
–¿O acaso el hombre mejor informado del sistema solar no conoce su propia identidad?
El tarsioide de Haze-Gaunt, temblorosamente aferrado al hombro de su amo, lanzó unos débiles quejidos en dirección al Cerebro, que no había cambiado de posición. Tenía los brazos apoyados en los soportes de la silla, como siempre; Keiriss creyó verle la calma de siempre. Pero Haze-Gaunt gozaba de un modo casi sensual su victoria sobre el hombre que más odiaba, con el cual había luchado durante casi una generación; para él había algo más en ese hombre.
–Ante nosotros, señores –observó, ceñudo–, a pesar de toda su aura de sabiduría, tenemos un animal asustado.
–Sí, estoy asustado –dijo el Cerebro con voz clara y fuerte–. Mientras nosotros jugamos a las escondidas con la identidad, la civilización Toynbee Veintiuno se tambalea bajo un golpe mortal. Si no se hubiera prohibido cualquier interrupción a esta conferencia, ustedes, señores ministros, sabrían que la Federación Oriental declaró la guerra a América Imperial hace ochenta segundos.
¡Qué magnífica fantochada!, pensó Keiris, en desesperada admiración.
–Señores –dijo Haze-Gaunt, mirando a su alrededor–, confío en que todos ustedes aprecien esta última sutileza del Cerebro. El enigma de su identidad se pierde súbitamente en la excitación despertada por gigantescas, pero ficticias conjeturas. Creo que ahora podemos volver a mi pregunta.
–Pregunten a Phelps qué le ha dicho su receptor oculto– indicó fríamente el esclavo.
Phelps pareció sentirse incómodo. Al cabo murmuró:
– El Cerebro está en lo cierto, sea quien sea. Tengo un audífono que también incluye un aparato de radio. Lo que ha dicho es verdad: la Federación Oriental nos ha declarado la guerra.
Se hizo un extraño silencio. Finalmente Haze-Gaunt expresó:
–Obviamente eso lo cambia todo. El Cerebro será puesto bajo arresto para un interrogatorio más profundo. Mientras tanto es una pérdida de tiempo que el consejo permanezca aquí. Todos ustedes tienen órdenes fijas para esta contingencia. Ha llegado el momento de llevarlas a cabo. Nos mantendremos unidos.
Se levantó. Keiris, al relajarse, puso toda su voluntad en no perder el sentido. Los ministros salieron apresuradamente; sus pasos, sus nerviosos murmullos, se perdieron por el peristilo. Las grandes puertas de bronce de los ascensores se cerraron con estruendo, Haze-Gaunt se volvió bruscamente y tomó asiento. Sus ojos duros volvieron a fijarse en la cara desfigurada, pero serena, que seguía en el interior de la cúpula. Keiris aceleró el ritmo de su respiración: aquello no había terminado, sino que recién comenzaba.
El Cerebro parecía perdido en su meditación, indiferente por completo a la probabilidad de su muerte inminente. Haze-Gaunt extrajo una especie de pistola de un bolsillo, diciendo con suavidad:
–Esto es una pistola de dardos envenenados. Ese proyectil puede penetrar fácilmente en tu coraza plástica; bastará con que te haga un leve rasguño. Quiero que me hables de ti; tienes mucho que decirme. Puedes empezar ahora mismo.
Los dedos del Cerebro tamborilearon indecisos en el brazo de la silla. Cuando al fin levantó la vista no fue hacia su verdugo, sino hacia Keiris. A ella le habló.
–Cuando su esposo desapareció, hace diez años, le indicó que se mantendría en contacto con usted por mi intermedio. Por entonces yo era un mísero número de feria. Sólo en años recientes he tenido acceso a la vasta información que me ha conducido a esta situación de importancia.
– ¿Puedo interrumpir? –murmuró Haze-Gaunt– El Cerebro Microfílmico original, aquel pobre hombre de la feria, se parecía notablemente a ti. Pero ocurre que murió hace diez años en el incendio de un circo. Oh, admito que esas quemaduras tuyas son auténticas. En realidad te desfiguraste deliberadamente las facciones. Y ahora que he corregido el informe, te ruego que continúes.
Keiris observó, horrorizada, llena de fascinación, que el Cerebro se humedecía los labios resecos para proseguir:
–Esto significa que mi disfraz ha fracasado. Pero hasta ahora, según creo, nadie sospechó mi verdadera identidad. Lo extraño es que no me hayan descubierto hace tiempo. Pero continuemos. Por intermedio de Keiris proporcioné informaciones vitales a la Sociedad de Esclavos, de la cual esperaba que acabara por derribar esta administración corrupta para salvar a nuestra civilización. Pero sus gallardos esfuerzos no han servido de nada. Una minoría, por brillante que sea, no basta para reformar una sociedad desintegrada en una sola década.
–¿Admites, entonces, que te hemos derrotado, y también a tu tan mentada Sociedad? –preguntó fríamente Haze-Gaunt.
El Cerebro le clavó los ojos.
–Hace media hora di a entender que Alar había alcanzado una semidivinidad. El hecho de que ustedes me hayan derrotado o no, así como a mi "mentada Sociedad", depende de la identidad que corresponda a esa inteligencia que hemos estado llamando Alar.
–No te escondas detrás del palabrerío –le espetó Haze-Gaunt.
–Tal vez me entienda usted si lo expreso de otra manera. En el Dromo Central de los Laboratorios Espaciales está la T–22, recién terminada, lista para partir en su viaje de inauguración. Hace cinco años, como todo el mundo sabe, una nave espacial al rojo–blanco se estrelló en el río Ohío. La policía fluvial descubrió entonces algunas cosas llamativas: las partes metálicas de la nave eran de composición idéntica a las aleaciones que Gaines y yo habíamos preparado para la T–22.
¿Acaso se trataba de una raza vecina que trataba de llegar a nuestro sol? Esperamos a que aparecieran nuevas pruebas; surgieron al día siguiente, cuando apareció un hombre vagabundo por la ribera, aturdido, casi desnudo, con un libro encuadernado en cuero. Ese libro tenía impresas en oro las palabras T–22, Bitácora". En la cabina del piloto de la T–22 hay uno exactamente igual.
–Tu historia es muy interesante –dijo Haze-Gaunt–, pero tendrás que abreviarla. Quiero información, auténtica información, no un cuento de hadas.
Levantó la pistola, mientras el tarsioide huía entre chillidos, bajando por su espalda.
–Ese hombre era Alar, el Ladrón –dijo el Cerebro–. ¿Quiere usted que prosiga o prefiere matarme ahora mismo?
Haze-Gaunt vaciló; finalmente bajó el arma y ordenó: –Prosigue.
–Mantuvimos a Alar bajo observación en los alojamientos de dos Ladrones, que ya han muerto. No dejábamos de contemplar la posibilidad de que fuera un espía enviado por usted. Gradualmente fui comprendiendo cuál era su verdadera identidad, a medida que descartaba las explicaciones imposibles.
Analicemos los hechos. Hace cinco años aterrizó aquí una nave ideática a la T–22. Empero ésta partirá en su vuelo inaugural dentro de quince minutos. Dejando a un lado cualquier otro hecho y todas las teorías involucradas en esto, la verdad es que esa nave comenzará a avanzar hacia atrás en el tiempo en cuanto despegue y así seguirá su marcha hasta que se estrelle... ¿o debería decir se estrelló"? cinco años atrás.
El hombre que se tranformará en Alar por medio de una respuesta geotrópica o por cualquier otro medio, a quien llamaremos X; subirá a la T–22 en pocos minutos con un compañero desconocido; los dos serán transportados en la nave a una velocidad superior a la de la luz; eso requiere que se avance hacia atrás en el tiempo; por lo tanto, cuando X traiga a la T–22 de regreso a la Tierra, aterrizará cinco años previos al momento de la partida. Reaparecerá bajo la forma de Alar, por lo que será irreconocible como X.
Haze-Gaunt dirigió al Cerebro una mirada ceñuda.
–¿Quieres hacerme creer que alguien partirá esta noche en la T–22, viajará hacia atrás en el tiempo, se estrellará en el río Ohio hace cinco años y llegará a la costa bajo la forma de Alar?
El Cerebro asintió.
–Fantástico –murmuró el canciller–; sin embargo hay en todo eso cierta posibilidad. Supongamos por un momento que te creo. ¿Quién es la persona que subirá a la T–22 para convertirse en Alar?
–No estoy seguro –replicó el Cerebro–. Indudablemente es alguien que está en la zona metropolitana, puesto que la T–22 partirá en diez minutos. Podría ser... usted.
Haze-Gaunt le lanzó una mirada dura y calculadora. Keiris se sentía aturdida. ¿Haze-Gaunt, convertido en Alar? ¿Explicaba eso el hecho de que ella creyera reconocer al Ladrón? Pero su intuición rechazaba esa posibilidad.
–Sin embargo...
–Esa hipótesis se torna realmente fascinante si examinamos tus relaciones con Alar –observó el Canciller–. Hace sólo unas semanas tú mismo, con excesiva modestia, nos advertiste que Alar era el hombre más peligroso para el gobierno Imperial. Escapó varias veces, pero fuiste tú el que nos dijo siempre dónde hallarlo; en todas esas oportunidades estuvimos muy cerca de eliminarlo gracias a la información que tú nos diste. Podríamos deducir, con bueno motivos, que Alar es tu más acerbo enemigo personal, categoría en la que yo podría estar incluido (como Alar, por supuesto), de no ser por un grave obstáculo: no, tengo intenciones de subir a la T–22. Por lo tanto no soy yo tu X, y tus motivos para perseguir a Alar permanecen sin explicación. Te recomiendo que seas explícito.
Y volvió a levantar el arma. El Cerebro repuso:
–Para enseñar a los niños a nadar, el método antiguo aconsejaba arrojarlos al agua.
Haze-Gaunt lo miró agudamente.
–Es decir, ¿deseabas hacer que Alar desarrollara sus facultades, poniéndolo ante la necesidad de descubrirlas o morir? ¡Sorprendente método pedagógico! Pero ¿qué te hizo suponer que poseía esas facultades en estado latente?
–Durante mucho tiempo lo pusimos en duda. Alar parecía un hombre común, con excepción de un detalle: el ritmo de su corazón. El doctor Rayen informó que los latidos se aceleraban hasta alcanzar un promedio de 150 pulsaciones por minuto, cosa nunca vista en los anales de la medicina, en momentos de peligro. Acabé por suponer que si Alar era homo superior esa superioridad estaba en latencia. Era como un niño adoptado por una manada de animales salvajes.
A menos que se viera obligado a comprender su origen superior estaría condenado a andar en cuatro patas, metafóricamente hablando, por el resto de su vida. Sin embargo, si yo lograba erguirlo sobre los pies, tal vez entonces pudiera señalarnos el camino para salir de esta devastación en la que nos estamos hundiendo en este preciso instante.
Por eso me vi forzado a actuar hace unas seis semanas, al ver que ustedes iban a fijar la fecha para la Operación Finis; tal vez era prematuro, pero lancé sobre él una violenta persecución que lo obligó a desarrollar una extraordinaria habilidad fótica: era capaz de proyectar una escena tal como nosotros proyectamos una diapositiva.
Más tarde, bajo el estímulo del dolor estático, hábilmente administrado por Shey, trabó contacto con el eje cronológico de su cuerpo cuatridimensional. Lamentablemente no podía viajar en el tiempo sin ese estímulo, y no puedo culparlo por no someterse voluntariamente a la experiencia. Sin embargo era una habilidad que debía desarrollar por repetición, tal como nosotros aprendemos a hablar. Estoy seguro de que finalmente volvió a usarla en el momento de morir, allá en el Solario Nueve.
A continuación encaminé a Alar hacia la luna, donde debía aprender algo sobre sí mismo y sobre el vuelo T–22. Después hice que viajara hasta la estación solar, con Shey y Thurmond pegados a sus talones. Tenía que surgir triunfante de esa situación; en completa conciencia de su superioridad y de la misión que le correspondía. La alternativa era la muerte. No le di otra salida.
Haze-Gaunt se levantó para caminar por el suelo de piedra, mientras su mascota parloteaba asustada, saltándole de un hombro al otro.
–Te creo –dijo al fin–. No me extraña que no pudiéramos matar a Alar. Por otra parte también tu debes admitir la derrota, pues tal parece que tu protegido te ha abandonado, a ti y a tu causa.
–Usted no me ha comprendido –dijo secamente el Cerebro–. Alar ha muerto.
Por un instante cayó sobre la habitación un asombrado silencio, quebrado inmediatamente por dos exclamaciones simultáneas:
– ¡Bien! –estalló Haze-Gaunt..
Mientras tanto la señora Haze-Gaunt había gritado:
– ¡No!
Keiris se hundía lentamente en la silla, terriblemente pálida, con dos profundos círculos oscuros bajo los ojos. El Cerebro había predicho el destino de Alar, pero ella no había logrado aceptarlo como cosa hecha. Ni por un instante se le ocurrió que el esclavo pudiera estar equivocado. No, era verdad. Y aunque esa horrible certidumbre la destrozaba por completo aún no podía captar el hecho desnudo e irrefutable de que él estuviera muerto. Alar no podía haber desaparecido para siempre de su vida. No, no podía haberse marchado, jamás lo haría. Eso debía ser verdad. El Cerebro había dicho... ¿cómo era? : Alar ha alcanzado una semidivinidad". En ese caso no había conflicto. Alar había muerto y vivía. Aun perdiendo la vida había triunfado. Y aunque ella no lo comprendía del todo, a sus mejillas volvió a asomar un poco de color.
Haze-Gaunt no le prestaba la menor atención. Se había permitido una amplia sonrisa, golpeando el puño cerrado contra la palma de la otra mano. En seguida retomó su sobriedad y azuzó el Cerebro, que lo observaba desde su asiento, imperturbable.
–Eso significa que tu protegido no te ha abandonado – comentó, con cierta irritación–. Ha muerto, eso es todo. La situación no te permite mucha confianza con respecto a tu propio éxito.
Fuera se oyó el ruido de un ascensor al abrirse y cerrarse nuevamente. En seguida fue un ruido de pies que corrían en forma vacilante. Era Eldridge, el ministro de Guerra. Traía el uniforme en desorden, con manchas de transpiración en el cuello y en las sisas. Los ojos inyectados en sangre se destacaban notablemente en el rostro ceniciento.
Haze-Gaunt lo sujetó en el preciso momento en que caía.
– ¡Hable, estúpido! –gritó, sujetándolo por los sobacos para sacudirlo.
Eldridge se limitó a poner los ojos en blanco y a abrir la boca un poco más. El Canciller lo dejó caer y le asestó un puntapié. en el estómago, arrancándole un débil gemido.
–Lo que ese hombre trataba de decir –indicó el Cerebro– es que el radar de la costa ha detectado grandes flotillas de cohetes dirigidos hacia el oeste. Esta zona estará destruída por completo dentro de cinco minutos, hasta una profundidad de varios kilómetros.
En el largo silencio que siguió a esa revelación no se movió un músculo en el rostro del Canciller. Hasta el tarsioide parecía petrificado. Keiris pensó por un momento:
–Parecen gemelos...
XXI
EL CICLO ETERNO
Al fin Haze-Gaunt dijo, pensativo:
–Es riesgo profesional de todo agresor que la víctima se impaciente y decida atacar primero. En todo caso esa iniciativa es improcedente y bastante estúpida, pues en tal caso nuestro aparato destructivo tiene órdenes de desatar una destrucción total, y no la destrucción de la tercera parte, como se había planeado originalmente.
Se oyó entonces la voz seca y grave de Juana–Maria, que acababa de entrar:
–Permítame sugerirle, excelencia, que Shimatsu ha previsto la escala del desquite que ustedes tomarían y que la destrucción lanzada por él ha de carecer igualmente de restricciones.
Keiris, sumamente pálida, vio que la boca de Haze-Gaunt se transformaba con una horrible especie de sonrisa. No, no podía ser una sonrisa. Llevaba diez años junto a él sin haberlo visto sonreír.
–También ése era un riesgo calculado –dijo el Canciller–. Por lo tanto la civilización desaparecerá, tal como los toynbianos vienen proclamando desde hace tiempo con temor. Pero yo no he de permanecer aquí para lamentarme por eso. Y estos últimos acontecimientos parecen resolver por fuerza la identidad de X y, por lo tanto, de Alar.
Se volvió hacia el Cerebro con expresión salvaje y agregó:
–¿Por qué crees que permití la construcción de la T–22? ¿Para que tú y tus Ladrones pudieran experimentar o explorar? ¡Bah! Esta raza humana débil e inútil desaparecerá, pero yo he de escapar para vivir. ¡Y escaparé mejor de lo que jamás soñé, puesto que he de convertirme en ese invencible conquistador del tiempo y del espacio, Alar, el Ladrón!
Lanzó todas sus burlas contra el rostro deformado, pero apacible, del Cerebro Microfílmico.
– ¡Qué ingenuo has sido! Sé que esperabas escapar tú mismo en la T–22. Por eso la hiciste construir. Por eso tienes un pasaje ultrasecreto, según crees, que lleva desde tu cúpula hasta el hangar de la T–22. Tal vez te interese saber, grandísimo impostor, que ese túnel ha sido clausurado.
–Lo sé –dijo el Cerebro, sonriendo–. Ese pasaje "secreto" era sólo una escenografía. Pienso llegar a la T–22 por una ruta mucho más eficaz. Como los más capaces de tus científicos se sintieron obligados a unirse a los Ladrones, ignoras sin duda en qué consiste la armadura de los Ladrones. En realidad se trata de un campo de aceleración negativa, cuya consecuencia necesaria es el rechazo de cualquier cuerpo que se aproxime a mucha velocidad, tal como las balas de la policía. Tal vez sepas que la aceleración es sinónimo de curvatura espacial; con estos datos, tu ágil intelecto podrá deducir el hecho de que este mecanismo microfílmico que tengo ante mí es en realidad un artefacto capaz de dominar el espacio circundante de quien lleve una armadura de Ladrón. En otros tiempos ese fenómeno podría haber recibido el nombre de Teleportación.
Espero, Haze-Gaunt, que no seas tú quien suba a la T–22, que no seas tú quien se convierta en Alar. Hace pocas horas Alar recuperó la memoria; ahora está completamente integrado a una inteligencia que supera nuestra concepción. Si recuerda el pasado que vivió en tu persona la humanidad ha perdido su última esperanza. Si se recordó como parte de mí mismo, creo que aún podemos salvar algo de este desastre creado por ti.
La luz anaranjada del proyector microfílmico había tomado un vivo tono amarillo y una mayor luminosidad.
–La potencia acumulada hasta el momento es bastante para depositarme en la cabina de la T–22 –dijo el Cerebro, con serenidad–. Pero debo aguardar otros treinta segundos, pues en esta oportunidad quiero llevar a mi esposa conmigo:
Dedicó una sonrisa a Keiris, cuyos labios silenciosos estaban formando una y otra vez un nombre:
– ¡Kim!
–Hay sólo un detalle que no logro entender –prosiguió el Cerebro–, y es tu mascota, Haze-Gaunt...
Por la habitación corrió un rumor grave y chirriante. En algún sitio se estaba derrumbando la mampostería. La luz amarilla de la máquina microfílmica parpadeó por un instante antes de apagarse.
Keiris se levantó en medio de una nube de polvo que se levantaba poco a poco, a través de la cual vio que su esposo manipulaba febrilmente la máquina teleportadora. Juana–María se llevó el pañuelo a la boca, mientras parpadeaba con furia. Haze-Gaunt, tosiendo, lanzó un escupitajo y miró a su alrededor en busca de Keiris. Esta ahogó un grito y retrocedió un paso.
Entonces se precipitó una serie de acontecimientos. Haze-Gaunt saltó hacia ella y se la cargó al hombro en un movimiento vertiginoso para volverse en seguida hacia Kennicot Muir, el Cerebro Microfílmico, que había salido por la puerta de su cúpula plástica. Su corpulencia parecía llenar toda la habitación.
Haze-Gaunt retrocedió con Keiris sobre un hombro y el tarsero sobre el otro.
– ¡Si te mueves te mataré! –gritó a Muir, agitando su pistola, mientras avanzaba hacia los ascensores.
Keiris recordó entonces la muerte de Gaines y de Haven. Trató desesperadamente de advertir a su esposo, pero no logró pronunciar palabra. Sólo consiguió quitarse la sandalia derecha. Los dedos de su pie se cerraban ya en torno al cuchillo que llevaba en el muslo cuando oyó la réplica de Muir:
–Soy inmune a ese veneno. Yo mismo lo descubrí. Por lo tanto iré contigo a ese ascensor privado que funciona por medio de baterías. No creo que los otros...
En ese momento lo interrumpió un parloteo chillón y aterrorizado. Era el tarsero, que había bajado por la pierna del Canciller y trataba vanamente de detenerlo abrazándose a sus pantorrillas.
– ¡No vayas! ¡No vayas! –gritaba, con voz aguda e inhumana.
Keiris oyó que Haze-Gaunt murmuraba algo y le vio echar la pierna hacia afuera. El pequeño animal salió disparado por el aire para estrellarse contra la pared de mármol. Allí quedó, inmóvil, con el cuerpo inclinado hacia atrás en ángulo extraño.
Muir corría hacia ellos cuando Haze-Gaunt gritó:
–¿También tu mujer está inmunizada?
Aquél se detuvo en seco. Haze-Gaunt, con una sonrisa cruel, prosiguió su retirada hacia las puertas del ascensor, mientras Keiris, doblando el cuello, lograba echar una mirada a su esposo desde tan incómoda y dolorosa posición. En su rostro había una angustia tal que el corazón de la mujer pareció fundirse. Por primera vez en diez años, aquellas facciones desfiguradas por el fuego habían perdido su helada inexpresiva inmovilidad.
Las puertas del ascensor se abrieron y Haze-Gaunt entró con su carga.
–Todo ha terminado –gimió Muir–. El es Alar. Para esto te dejé sufrir durante diez años, mi pobre amor... pobre humanidad...
Su voz misma era irreconocible.
Keiris, en aquella extraña postura, no podía inferir a Haze-Gaunt una herida mortal. Pero supo lo que debía hacer. Al cerrarse las puertas del ascensor se irguió de costado sobre el hombro del Canciller, haciendo que el peso de su cuerpo le torciera el brazo. La mujer cayó cruzada ante la puerta, y al caer gritó:
– ¡Alar no es él!
Dobló la rodilla bajo el cuerpo. El puñal sujeto entre los dedos del pie centelleó bajo la luz. Keiris se dejó caer pesadamente sobre la hoja puesta de punta, clavándosela en el corazón.
Su cadáver bloqueaba la puerta corrediza. Haze-Gaunt tironeó frenéticamente de él para atraerlo hacia el interior del ascensor. En el mismo instante algo se movió velozmente hacia él.
La puerta del ascensor se cerró con estruendo. Juana–María quedó sola en la habitación.
Aquellos tres seres, Kennicot Muir, Haze-Gaunt y Keiris, ya muerta, estaban unidos por un mismo y extraño destino y la abandonaban al suyo.
Pasó largo rato con los bellos ojos castaños perdidos entre sus pensamientos. Al cabo sus cavilaciones fueron interrumpidas por una serie de dolorosos quejidos. El tarsioide, aun con la espalda quebrada, respiraba todavía débilmente; sus enormes ojos saltones se habían vuelto hacia ella, plañideros, y el doloroso mensaje era inconfundible...
Juana–María metió la mano en el bolsillo lateral de la silla en busca de la jeringa y la ampolla de analgésico. En seguida vaciló: si mataba a la bestezuela quedaría muy poco de la droga, y en los minutos siguientes ella la necesitaría también.
En fin", se dijo; "¡al diablo con Haze-Gaunt! ¡Siempre falla con los asesinatos!"
Llenó rápidamente la jeringa e hizo rodar la silla hasta aquella pequeña criatura. Se inclinó para recogerla y aplicó la inyección sin perder tiempo.
Al retirar la aguja el animal moribundo, echado en su falda como un harapo, clavó en ella la mirada de sus ojos, que se iban tornando vidriosos. En pocos segundos estuvo. muerto Juana–María se sintió exhausta. Era la gobernante nominal de un billón y medio de almas, pero ni siquiera podía mover las manos. La jeringa cayó sobre el mosaico y saltó en astillas.
¡Qué fácil era deslizarse hacia una ensoñación eterna, sin despertar!
Muir se convertirla en Alar y lograría cierta especie de inmortalidad. Eso era justo: no era más que la conclusión lógica. Y por el mismo golpe de azar también Haze-Gaunt debería cambiar.
Se preguntó de qué modo podría Muir–Alar evitar la Operación Finis. Tal vez retrocedería en el tiempo para evitar que naciera Haze-Gaunt. Pero surgiría algún otro dictador. Naturalmente el hombre–dios podía evitar que Muir descubriera el muirio o que los físicos nucleares clásicos (Hahn, Meisner, Fermi, Oppenheimer y los otros) lograran la fisión del átomo de uranio. Pero cabía sospechar que los mismos descubrimientos serían hechos por otros, tarde o temprano. O quizá se pudiera desviar el experimento Michelson–Morley de modo tal que Michelson descubriera en realidad la imagen de interferencia que buscaba, en vez de probar la contracción de la materia en su línea de movimiento, inspirando a Einstein la teoría de la equivalencia entre materia y energía. Pero de cualquier modo estaría el trabajo de Rutheford sobre aquellos electrones sospechosamente pesados, y una infinidad de investigaciones relacionadas.
Siendo la naturaleza humana como era, todo era cuestión de tiempo. No, la dificultad principal estaba en el hombre mismo. Era el único mamífero decidido a exterminar su propia especie.
Juana–María se sintió agradecida por que no recayera sobre ella la tarea de humanizar la humanidad, de amadrinar a Toynbee Veintidós.
Echó una mirada a aquel peludo montoncillo que tenía sobre el regazo y se preguntó si. Muir habría llegado a adivinar su procedencia. Tal vez sólo ella la comprendía. Cuando el viaje terminara dos seres vivos saldrían de la nave. Uno sería Kennicot Muir, convertido en Alar. El otro, HazeGaunt... un Haze-Gaunt muy distinto...
La cámara en tinieblas giraba y giraba lentamente en su torno. Aunque Juana–María ya no podía mover los labios, logró fijar los ojos en el pequeño cuerpo del tarsioide. Con un esfuerzo enorme logró formular su último pensamiento consciente:
¡Pobre Haze-Gaunt! ¡Pobre animalillo, Haze-Gaunt! Pensar que eras tú el que querías acabar conmigo ...
Un instante después la cámara voló hecha polvo.
El jefe del grupo, canoso, pálido e inexorable, se detuvo y olfateó la brisa que venía del valle. Olió sangre de venado a pocos cientos de metros y algo más, un olor desconocido, parecido en cierta forma a la fétida mezcla de mugre, sudor y excrementos que caracterizaba a su propia banda. Se volvió hacia el pequeño grupo y meneó su espada de pedernal en señal de que había hallado un rastro. Los otros hombres alzaron las espadas para expresar su acuerdo y lo siguieron en silencio. Las mujeres desaparecieron entre la escasa espesura de la ladera.
Los hombres siguieron las huellas del reno por el barranco; pocos minutos después descubrían tras una mata un grupo formado por un viejo Eoántropo macho, tres hembras de distinta edad y dos niños; todos yacían enroscados, con expresión estupefacta, bajo una cascada de ramas y pedregullo que colgaba del barranco. Bajo la cabeza del viejo se veía la carcaza de un reno medio devorado, que manaba todavía un poco de sangre.
Algún sexto sentido advirtió al Eoántropo el peligro que corría. El viejo macho sacudió sus doscientos cincuenta kilos y se inclinó sobre el reno, mientras buscaba a los intrusos con ojos miopes. Las hembras y las crías se deslizaron tras él con una mezcla de curiosidad y temor.
– ¡Todos los hombres somos hermanos! –gritó el anciano Neanderthalense– ¡Venimos en son de paz y tenemos hambre!
Dejó caer la espada y mostró las palmas desnudas de ambas manos. El Eoántropo apretó los puños en ademán nervioso y echó una mirada incierta hacia su inoportuno huésped. Después gruñó una orden a su pequeña familia, que se desvaneció como un mazo de sombras por los costados del barranco. Tras inspeccionar una vez más a los invasores el viejo macho se marchó a su vez.
Los cazadores contemplaron aquella retirada. Después dos de ellos corrieron hacia la carcaza del reno con los cuchillos preparados. Tras varios cortes expertos habían separado los cuartos traseros del animal. Finalmente dirigieron al viejo jefe una mirada inquisitiva.
–Basta ya –dijo éste–. Tal vez el reno no abunde aquí; ellos volverán cuando tengan hambre.
No podía saber que las redes coloidales de sus bulbos frontales acababan de sufrir una leve alteración por la fuerza de una inteligencia titánica e inconcebible. Tampoco podía adivinar el encuentro entre sus propios descendientes con los primos de Cro–Magnon, aquellos seres altos que venían desde Africa por el puente de tierra de Sicilia.
No tenía modo de imaginar que, así como había respetado la vida de ese bestial Eoántropo, así también Cro–Magnon lo respetaría a su vez. Tampoco sabía que, al ofrecer la palma abierta en vez de la espada en alto, había cambiado el destino de toda la humanidad futura. Ni que había disuelto, al evitar la serie de acontecimientos que llevarían a su formación, la misma inteligencia que provocara ese cambio maravilloso en el alba de la mente.
Pues la entidad conocida en otros tiempos como Muir–Alar acababa de reunirse con Keiris en una eternidad definitiva, aun mientras las torpes cuerdas vocales del hombre de Neanderthal daban forma al grito que anunciaría, a su debido tiempo, la propagación de Toynbee Veintidós a través del universo:
– ¡Todos los hombres somos hermanos!
Fin