LA NUEVA CHINA ES UN MITO
Publicado en
mayo 26, 2013
Izquierda: La muchedumbre compra en la Avenida Nanjing, de Shanghai. Derecha: Deng Xiaoping.
Fotos: Izquierda, © Carl Purcell; derecha, Peter Turnley/Newsweek.
Un viejo trabajador chino dice que, por desgracia, algunas cosas no han cambiado en su país.
Por Fox Butterfield (ha cubierto la información sobre China para el Times de Nueva York desde 1979).
CORRÍAN LOS PRIMEROS días de julio de 1989, y yo había vuelto a China tras ocho años de ausencia, muy intrigado por la suerte de mis viejos amigos chinos. Algunos, como Tang*, habían seguido en contacto conmigo mediante cartas que entregaban a norteamericanos conocidos suyos, antes que confiar en el servicio postal chino.
No obstante, titubeé antes de marcar el número de Tang. El gobierno chino había censurado mi último libro, y yo no deseaba meter a Tang en aprietos, sobre todo en ese momento, cuando regía en Pekín el estado de sitio. Sólo había transcurrido un mes desde que el Ejército de Liberación del Pueblo había masacrado a cientos de civiles en la Plaza Tiananmen de Pekín. Tang me había escrito hacía pocos meses para informarme que había obtenido empleo de funcionario en una de las nuevas compañías exportadoras, propiedad del ejército. Era una posición cómoda que le había conseguido su padre, general jubilado.
Tang reconoció mi voz al instante y sugirió que nos viéramos en nuestro sitio de reunión habitual: una esquina cercana al Hotel Pekín, donde yo me había alojado en otro tiempo. Hombre alto y corpulento, de 40 años, Tang solía acudir a nuestros encuentros pedaleando en una bicicleta; pero esta vez estuve a punto de no reconocerlo, porque llegó en un reluciente jeep Cherokee nuevo. El vehículo, perteneciente a su oficina, era simbólico también en otros aspectos: lo habían construido en una fábrica de Pekín, copropiedad de la Chrysler Corporation y de una empresa estatal china.
Mi amigo parecía próspero. En 1981, cuando lo había visto por última vez, vestía holgados pantalones azules, de proletario, y sandalias de plástico. En esta ocasión llevaba pantalones hechos a la medida y zapatos deportivos de cuero, del tipo que usan los estadunidenses para pasear en sus yates, y que se han convertido en símbolo de elevada posición social entre los jóvenes chinos. A todas luces, había progresado profesionalmente, pero parecía tan deprimido como cuando nos habíamos conocido, diez años antes. Un rato después, conversando en un restaurante, le pregunté:
—¿Por qué estás tan alicaído?
—Es verdad que la situación ha mejorado —me explicó—, pero únicamente en la superficie. Cuando ustedes, los extranjeros, vieron los establecimientos de Kentucky Fried Chicken en Pekín, pensaron que China se estaba volviendo capitalista y democrática. Deben observar con más atención. La masacre de la Plaza Tiananmen demuestra que algunas cosas no han cambiado. Las reformas sólo ocultaron los verdaderos problemas de China.
Hizo una breve pausa y prosiguió:
—Este Partido Comunista quiere controlarlo todo. Sólo para eso es bueno. Si los comunistas dicen que las actividades de los estudiantes son contrarrevolucionarias, uno debe aceptarlo. Si dicen que no mataron a nadie, debemos creer que no mataron a nadie.
Se hacía tarde y era hora de irnos. Al encaramarse al jeep, Tang hizo una última observación:
—El pueblo chino ama a China —dijo, aludiendo a la obra de teatro de un conocido escritor—; pero, ¿ama China a su pueblo?
Me quedé pensando que aquel era un hombre que debería haber sentido gratitud por los comunistas. Su padre había sido general del Ejército de Liberación del Pueblo, y el propio Tang tenía un magnífico empleo, un apartamento grande y acceso a un auto. Con todo, y pese a las mejoras económicas de su vida, Tang estaba desilusionado del Partido.
Al viajar por toda China, gran parte de lo que vi evocaba mi entrevista con Tang. Advertí algunos cambios espectaculares, representados por una cornucopia de nuevos bienes de consumo, kilómetros de flamantes viviendas y gran profusión de tiendas y restaurantes de propiedad privada. Pero también reparé en algo que no había cambiado desde mi última visita a China: el Partido Comunista todavía conservaba un sistema de control extraordinariamente represivo, y el Partido mismo se había convertido en una elite privilegiada. De hecho, casi todos los chinos con los que hablé eran aún más cínicos que al principio del decenio.
El hombre que, más que nadie, fue responsable del crecimiento económico de China en los ochentas, y que estuvo en el epicentro de la tragedia de Tiananmen, es Deng Xiaoping, el principal líder político de China. En la época de Mao, la vida en China se caracterizaba por la gran escasez de servicios y bienes de consumo; pero Deng permitió el retorno a la agricultura familiar en el campo, autorizó el resurgimiento de la empresa privada y trató de introducir la motivación del lucro en la industria. En un giro completo con respecto a la política de Mao de mantener a China aislada del mundo exterior, se acogió con beneplácito a los inversionistas extranjeros: entre 1979 y 1989 se aprobaron cerca de 21,000 contratos con fondos del exterior.
Después de años de estancamiento económico, en la década de 1979 a 1988 se triplicaron tanto el producto nacional bruto como el ingreso promedio per cápita, y el comercio exterior aumentó ocho veces. El número de televisores —uno de los mejores indicadores del nivel de vida de una familia en China— se elevó, de 3 millones en 1978, a 143 millones en 1988. Hubo una explosiva proliferación de nuevos bienes de consumo y establecimientos comerciales. Esto lo noté un día, en la elegante avenida Nanjing, en Shanghai, cuando empecé a contarlos y luego me di por vencido, porque había demasiados restaurantes, librerías y salones de baile nuevos.
El nuevo materialismo dio lugar también a un derivado corrosivo. "China disponía antes de una pequeña puerta trasera", comentó Weidong, otro de mis viejos amigos chinos. Se refería a la práctica de "usar la puerta trasera": el sistema nacional de intercambio informal de bienes y servicios, que la gente concibió para compensar la escasez provocada por la burocracia comunista. Pero, explicó Weidong con disgusto, "la pequeña puerta trasera se ha convertido en la gran puerta del frente: la corrupción".
Casi todo lo que Weidong deseaba hacer requería ahora del pago de un soborno o comisión. Recientemente, un inspector de la compañía de luz de la ciudad de Pekín le había exigido un pago; de no recibirlo, cortaría la corriente eléctrica al apartamento de Weidong. Cuando mi amigo se dirigió a la estación del ferrocarril, descubrió que, para conseguir asiento en el tren a Shanghai, tendría que sobornar al vendedor de pasajes. Lo más molesto, declaró Weidong, fue que, después de haber entrado unos ladrones en el apartamento de uno de sus primos, la policía se negó a actuar hasta que se le dio cierta cantidad de dinero.
Los extranjeros también viven esta situación. Un banquero norteamericano, especialista en inversiones, me contó cómo han crecido gradualmente las peticiones de sobornos. A fines de los setentas, dice, un funcionario chino le había pedido una pluma Cross de oro. Pocos años después, le pidieron un televisor de color. Posteriormente, un alto funcionario de una empresa comercial le pidió que pagara los estudios de su hijo en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Para finales de los ochentas, las exigencias eran verdaderamente desmesuradas.
En un caso reciente, ese mismo banquero acababa de terminar el papeleo para la constitución de una sociedad conjunta con un ministerio chino, empresa que implicaba la inversión de 55 millones de dólares, cuando el funcionario encargado señaló que era necesario revisar la traducción de los documentos.
—Necesitamos contratar un servicio especial de traducción —le advirtió el funcionario.
El banquero estaba dispuesto a dar su consentimiento, hasta que el funcionario le comunicó que ese servicio costaría el tres por ciento del valor del negocio, o sea, 1.6 millones de dólares..., y luego explicó con toda calma que los fondos deberían depositarse en su cuenta bancaria personal, en Singapur.
A pesar de los ocasionales anuncios públicos de medidas enérgicas contra la corrupción, Weidong dudaba de que los comunistas estuvieran haciendo un auténtico esfuerzo por erradicarla, porque la peor forma de corrupción —la que realmente floreció en los ochentas— fue el nepotismo. Este se sirvió de las guanxi, es decir, de la red de conexiones personales, para beneficiar a los miembros de la familia de un funcionario. Y nadie sacaba más provecho de las guanxi que los principales líderes del Partido.
Durante los ochentas, virtualmente todos los miembros del Politburó consiguieron enviar a un hijo o a una hija a estudiar a Occidente, privilegio muy codiciado. Y los dirigentes más astutos del Partido han instalado a sus hijos en diversos puestos: a algunos los nombran oficiales del ejército, a otros los colocan en empleos gubernamentales y con frecuencia acomodan a los menores en nuevas empresas de comercio exterior, donde hay oportunidades de viajar al extranjero y obtener jugosos ingresos en dólares.
Tal vez el ejemplo más notable de cómo se ha convertido el gobierno de China en un asunto familiar sea el propio clan de Deng Xiaoping. Deng Pufang, el hijo mayor del líder, quedó baldado durante la Revolución Cultural, después de que los Guardias Rojos lo sacaron a empellones de su habitación en el dormitorio de la Universidad de Pekín. En público, lleva una vida ejemplar como presidente de la Federación de Personas Inválidas de China; pero también se ha mencionado su nombre en relación con la empresa Kang Hua, nueva y vasta compañía comercial pública a la que la prensa china ha acusado de obtener cientos de millones de dólares de utilidades ilícitas.
Deng Lin, la hija mayor del señor Deng, es pintora. En 1988 montó una exposición en Shenzhen, la nueva ciudad de millón y medio de habitantes que ha surgido junto a la frontera con Hong Kong. A muchos de los hombres de negocios más acaudalados de Hong Kong se les enviaron invitaciones, "solicitándoles" que compraran algunos de sus cuadros. "Se emplearon palabras muy corteses, pero el mensaje era claro", comentó un abogado que recibió una de las invitaciones. Y, refiriéndose a la fecha en que se prevé que la colonia vuelva a quedar bajo el control de China, agregó: "Todo el mundo sabe quién gobernará Hong Kong después de 1997". Él mismo compró una de las obras de la señorita Deng en 50,000 dólares.
Algunos opinan que el deseo de las más prominentes familias de China de conservar el poder puede ser uno de los motivos por los que los comunistas mataron a los desarmados manifestantes en Pekín. Eso cree Su Shaozhi, hombre de 69 años, ex director del Instituto de Filosofía Marxista-Leninista-Maoísta en la Academia China de Ciencias Sociales y ex director del Diario del pueblo. Él cree que la matanza fue resultado de "una confrontación entre la descendencia de los líderes chinos y la gente común".
Su Shaozhi señaló que, durante los movimientos de depuración espiritual y liberalización antiburguesa, en 1983 y en 1987, los hijos de los dirigentes de China manifestaron oposición y suplicaron a sus padres que adoptaran una actitud indulgente. En el movimiento democrático de 1989, algunos de ellos dieron un giro completo y apoyaron a sus padres e incluso las enérgicas medidas militares, porque creyeron que sus atrincherados intereses estaban seriamente amenazados.
Lo que ocurrirá con las poderosas familias principales en lo futuro es motivo de conjeturas. A pesar de la década de aparente apertura de China, probablemente sepamos menos hoy sobre el verdadero funcionamiento interno de la dirección del Partido que en cualquier época desde la muerte de Mao en 1976. Por esta razón, cualquier predicción sobre el futuro de China está preñada de peligro. Deng Xiaoping, que ya tiene 87 años, es un patriarca cada día más frágil. No cabe la menor duda de que su muerte desatará una importante pugna política.
Hay algo que es innegable: quien tenga el poder supremo después de Deng heredará una serie de terribles problemas. La población de China sobrepasó los 1100 millones en 1989, y está creciendo a razón de 15.8 millones de personas al año, mucho más de lo que ha previsto Pekín. Esto significa que Pekín debe alimentar al 22 por ciento de la población del mundo con el siete por ciento de sus tierras de cultivo. Lo peor de todo es que China pierde cada año casi el uno por ciento de sus tierras arables, debido al crecimiento de las ciudades, la multiplicación de las fábricas rurales y la destrucción del ambiente.
Actualmente, con un gobierno formado por partidarios de la línea dura, ha habido un movimiento de retroceso a la planificación centralizada y una disminución en el ritmo del crecimiento industrial. Esto podría ayudar, pero la lucha política que tiene lugar en Pekín también envía a las provincias mensajes contradictorios, que pueden provocar confusión y parálisis.
"El mundo está cambiando para mejorar en todas partes, excepto aquí, en China", se quejó el operador de un torno, de 31 años, mientras comía en un puesto instalado en la acera de la avenida de la Eterna Tranquilidad. Él y sus colegas habían tomado parte en las manifestaciones democráticas sólo hacia el final, pero ahora estaba furioso por los asesinatos, por la inflación y por la corrupción que permitía que la esposa de su jefe apareciera en la nómina de la fábrica.
"La próxima vez", concluyó, "estaremos mejor preparados".
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Se han cambiado los nombres de las personas para proteger su identidad.
CONDENSADO DE "CHINA ALIVE IN THE BITTER SEA", © 1990 POR FOX BUTTERFIELD, PUBLICADO POR RANDOM HOUSE, INC., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.