Publicado en
mayo 26, 2013
MI HIJA carecía de fuerza de voluntad para deshacerse de los kilos que le sobraban. Un día, al observar a una amiga suya que se acercaba caminando a nuestra casa, se lamentó:
—¡Linda es tan delgada, que me enfurece!
—Si tanto te molesta —le sugerí, con tacto—, ¿por qué no haces algo para remediarlo?
—¡Buena idea, mamá! —repuso. Y volviéndose hacia su amiga, le dijo en voz alta: —Linda, te invito a comer pastel de chocolate.
—D.E.F.
VIVO CERCA de un lago, y un verano decidí vender lombrices para carnada. Guardé los bichos en un refrigerador, en la terraza cubierta del frente de mi casa, y sujeté a aquel un letrero que decía: "Autoservicio. Favor de depositar el dinero en el recipiente". Los clientes iban y venían y, para sorpresa mía, nadie se llevó lombrices sin pagar.
En cierta ocasión, vi acercarse a un hombre y tres muchachos. Estos corrieron a la terraza, tomaron dos docenas de lombrices y depositaron el dinero en el recipiente. Me acerqué al hombre y comenté con él lo mucho que me satisfacía ver que aún quedaban tantas personas honradas en el mundo.
—Señora —replicó—, los pescadores no somos ladrones; sólo un poco mentirosos.
—E.R.S.
ESE DÍA celebrábamos las bodas de oro de mis abuelos, y hojeaba yo un álbum fotográfico de sus nupcias.
—Abuela, muchas de estas modas se han popularizado otra vez al paso de los años —comenté.
Con natural resolución, mi abuela explicó:
—Esa es la razón por la que he conservado a tu abuelo todo este tiempo. Estoy segura de que volverá a estar en forma uno de estos días.
—N.G.
AL ENTRAR en la tienda de autoservicio, vi que había sólo dos carritos, y estaban tan trabados entre sí que parecían uno solo. Una mujer entró detrás de mí y, mientras yo sujetaba la barra de uno de ellos, se dirigió al frente del otro y tiró de él, sin resultado. Luego invertimos nuestras posiciones, pero los carritos seguían trabados. Como último recurso, ambas tiramos de los pequeños vehículos, en extremos opuestos.
Una señora que acababa de pasar por la caja se acercó a nosotras.
—No tienen por qué pelear por ese carrito —nos indicó—. Una de ustedes puede tomar el mío.
—E.L.D.
EL TERCER DÍA de nuestro viaje en auto, nuestro sobrinito estuvo quejándose del calor, así que le prometimos que pasaríamos la noche en un motel que tuviera piscina. Al atardecer, nos hallábamos ya en las planicies de Dakota del Norte, y más que dispuestos a darnos un refrescante chapuzón. Entramos en una gasolinera y le pedimos al despachador que nos indicara cómo llegar al más próximo de estos establecimientos.
—Miren ustedes —nos dijo—, sigan rumbo al oeste por la calle principal, den vuelta a la derecha en el primer semáforo y luego, a unos 370 kilómetros, se toparán de frente con un motel con piscina.
—L.B.
A CAUSA de un problema de salud, debo tomar antibióticos antes de someterme a tratamiento odontológico. Cuando mi esposo y yo decidimos tener familia, pensé que sería prudente cancelar mi próxima cita con el dentista, para evitar los riesgos que el medicamento pudiera representar para el futuro bebé.
Unas semanas después, la secretaria del dentista me llamó para preguntarme si quería una nueva cita. No muy segura de cómo explicarle el motivo de mi aplazamiento indefinido, tímidamente le dije:
—Bueno, lo que ocurre es que estoy tratando de embarazarme, y...
—¡Oh! ¡Perdón! —me interrumpió—. La llamaré más tarde.
—E.S.
UNA VEZ que fue a visitarnos nuestro locuaz vecino, mi esposa le advirtió que se le estaba enfriando el té, y él comentó:
—Las mujeres siempre nos previenen del té frío, en el cual no hay peligro alguno. ¡Pero nos sirven una taza de té hirviendo, y no dicen media palabra!
—P.R.H.
ANTE el mostrador de la biblioteca, aguardaba mi turno para llevar libros prestados. Delante de mí estaba un muchacho de pantalones ajustados, el cual, a intervalos, se apoyaba ora en una pierna, ora en otra.
El bibliotecario miró al muchacho inquisitivamente.
—Quisiera un drama de Shakespeare —dijo el chico.
—¿Cuál de ellos? —preguntó el encargado.
El joven cambió entonces de pierna, se llevó al pelo la mano izquierda, colocó en el mentón los dedos pulgar e índice de la mano derecha y, frunciendo el entrecejo, procuró concentrarse.
Finalmente, levantó la cabeza y miró al bibliotecario. En tono triunfal, exclamó:
—¡William!
—S.B.
ILUSTRACIÓN EVA LOBATÓN