Publicado en
mayo 26, 2013
"Todos tenemos fracasos y cosas que lamentar. Pero podemos aprovechar esas experiencias" .
Por Suzanne Chazin.
NO TENÍA LA MENOR IDEA de lo que me esperaba la primera vez que asistí a la clase de matemáticas avanzadas de David Marain, en la Escuela de Enseñanza Media Superior Tenafly, de Nueva Jersey. Era un caluroso día de septiembre, en 1977. Alguien había abierto una ventana del aula, pero yo transpiraba un sudor frío. Las matemáticas me aterrorizaban.
A las 8 en punto de la mañana llegó corriendo el profesor Marain, un joven delgado, de cabello oscuro. Llevaba unos anteojos con montura negra, una llamativa camisa floreada y el estuche negro de una calculadora sujeto al cinturón.
Yo había oído decir a algunos compañeros que al profesor Marain le faltaba poco para obtener el doctorado en matemáticas. Eso no me sorprendió, pues parecía poseer el ingenio y la seguridad en sí mismo propios de quienes siempre destacan sin mayor esfuerzo. Al verlo bromear con los muchachos más listos de la clase, mi desazón aumentó.
En aquella escuela abundaban los hijos precoces de médicos y abogados, pero yo no me contaba entre ellos. Tenía 16 años y, aunque no estaba dotada de talentos especiales, en mi interior bullían los anhelos y las frustraciones. Me había jurado que a los 30 años de edad yo sería novelista, compositora de canciones y trotamundos. Las matemáticas no figuraban en mi futuro. Asistía a las clases del profesor Marain por otros motivos.
El curso de matemáticas avanzadas era un requisito para estudiar cálculo y para presentar un examen de esta materia, denominado de "asignación anticipada", que permitía adelantar más rápidamente en el terreno académico.
La aprobación de dicho examen proporcionaba al estudiante hasta un año de créditos de matemáticas universitarias, lo que a su vez representaba un ahorro considerable en los gastos de educación. Mis padres veían en ello una gran oportunidad, y yo no quería defraudarlos.
El profesor garabateó un teorema en la pizarra y pidió que lo demostráramos. Copié cuidadosamente en mi cuaderno la sucesión de x, y y dígitos y emprendí la tarea. Sin embargo, al cabo de unas cuantas operaciones me quedé atascada.
El profesor recorría el aula y miraba por encima del hombro de cada alumno. Traté de cubrir la hoja de papel, que permanecía casi en blanco, con la amplia manga de mi blusa. Estaba segura de que, en cuanto comprendiera que yo no era ningún genio de las matemáticas, me invitaría a dejar el curso.
De pronto, con el rabillo del ojo vi que se hallaba cerca de mí. ¡Se acabó!, pensé. Pero él solamente se inclinó, escribió una ecuación en la hoja y me sugirió amablemente:
—Inténtalo con esto.
Lo hice, y entonces me pareció que el teorema se demostraba por sí solo.
—¡Muy bien! —comentó, sonriendo, como si yo hubiera resuelto el problema sin ayuda.
Estaba perpleja. Después de todo, se trataba de un grupo de alumnos distinguidos. ¿Por qué le prestaba tanta atención a una alumna común, como yo?
Después me contaron que el profesor Marain solía ayudar discretamente a sus alumnos a afrontar toda clase de presiones, y que intercedía por ellos cuando alguna calificación no satisfacía las expectativas de padres exigentes. Si alguien no podía comprar una calculadora (un artículo costoso en aquella época), él le prestaba la suya.
Me parecía que era el maestro más amable que había conocido. Nunca menospreciaba a un estudiante que se rezagaba en la clase, ni se reía de ninguna pregunta, por obvia o irrelevante que fuera. Pero lo más notable era que aparentemente no hacía distinciones entre los alumnos destacados y los menos aprovechados. Todos recibíamos por igual su estímulo y su reconocimiento.
"NO TE SUSPENDERE"
No obstante, resultaba claro que yo estaba entre los estudiantes más atrasados del grupo. En nuestro primer examen importante, a duras penas obtuve una calificación aprobatoria. Esa tarde fui a ver al profesor Marain.
—Me siento fuera de lugar entre mis compañeros —le dije, a punto de llorar.
Creí que él procuraría animarme restándole importancia a la calificación. Pero lo que hizo fue apoyarse en el escritorio de metal gris y mirarme con fijeza.
—¿Qué es lo que esperas de esta clase? —preguntó.
—No quiero que me suspendan —murmuré.
—No te suspenderé —dijo—. Y no permitiré que abandones el curso, siempre y cuando estés dispuesta a esforzarte al máximo.
Por último, sugirió que en lo sucesivo lo viera después de clases para repasar la materia.
Por primera vez en mi vida, se me pedía que llegara al límite de mi capacidad. El profesor Marain me exigía la excelencia.
Durante los meses siguientes, nuestros repasos fueron adquiriendo la regularidad de un entrenamiento deportivo.
En cierta ocasión en que estaba exasperada porque no podía resolver un problema, dejé caer el gis. Al verlo, el profesor me dijo:
—Ya sé que las matemáticas son difíciles para ti. Pero vencer obstáculos nos hace más fuertes.
No le presté atención. ¿Qué sabía él de luchas y frustraciones?
Cuando cursaba el penúltimo año de la escuela media superior, presenté una prueba de aptitud escolar y obtuve una baja calificación. Eso me convenció de que jamás me aceptarían en una universidad ni conseguiría un empleo decoroso.
—¿Te sentirías mejor si te confesara que yo también tuve dificultades con los exámenes? —me preguntó el profesor Marain cuando le di la noticia—. Para superarlas, me vi obligado a realizar un esfuerzo continuo, y tú también tendrás que hacerlo.
CUESTION DE CONOCIMIENTO
Con la ayuda del profesor Marain conseguí una buena calificación en matemáticas avanzadas. Pero sabía que el curso de cálculo del año siguiente requeriría de un esfuerzo aún mayor.
Mis temores estaban bien fundados. En el primer semestre obtuve una nota regular.
—No te rindas —me recomendó el profesor Marain—. Una nota no es la última palabra.
Siempre me sorprendía que aquel hombre, cuya vida eran los números, no les atribuyera una importancia decisiva. Cierto día me devolvió un examen con una nota de 85 puntos sobre un total de 100. Yo había dado la respuesta correcta a un problema, pero él no la tomó en cuenta.
—Acertaste por azar, no por tus conocimientos —observó, cuando protesté—. La suerte sólo sirve a veces, y no quiero que te atengas a ella toda la vida. Quiero que te valgas de tus conocimientos.
Mis conocimientos fueron puestos a prueba en mayo de 1979, un sábado por la mañana, cuando presenté el examen de cálculo para "asignación anticipada". Semanas después recibí los resultados. En una escala de uno a cinco, obtuve un cuatro, calificación suficiente para obtener un año de créditos de matemáticas universitarias y ahorrar a mis padres miles de dólares en el pago de colegiaturas.
Le di las gracias al señor Marain, e incluso envié al Consejo de Educación una carta referente a él. Sin embargo, yo sabía que nunca volvería a abrir un libro de matemáticas. Por consiguiente, no tendría ya ningún motivo para volver a pensar en mi maestro.
POR EXPERIENCIA PROPIA
Pero sí volví a pensar en él. Cuando tenía algo más de 20 años comencé a escribir artículos para una revista. Me parecía entonces que la vida estaba colmada de oportunidades. Después cumplí los 30 y de pronto me di cuenta de que aún no había escrito la novela ni había compuesto la canción en otro tiempo prometidas. No podía desembarazarme de una molesta y persistente sensación de estancamiento.
Quedaba lejos la época en que alguien había exigido lo mejor de mí, y yo añoraba aquello. Por lo tanto, volví a mi antigua escuela en busca del profesor Marain, con la esperanza de que me ayudara.
Lo reconocí al instante cuando lo vi salir apresurado de la oficina de los profesores. Su cerco de pelo ya estaba gris, portaba modernas y elegantes gafas, y ya no usaba una estridente camisa floreada; pero, por lo demás, era el mismo de siempre.
Charlamos largo rato acerca del pasado, de viejas amistades, de luchas y decepciones mías y, sorpresivamente, suyas también.
—Hace tiempo estuve en una situación parecida a la tuya de ahora —recordó.
Su padre, un farmacéutico, había perdido su negocio durante la Gran Depresión de los años treintas, y la familia quedó sumida en la pobreza. Y él, un niño gordo que usaba anteojos, sólo era aceptado por los otros muchachos debido a que los ayudaba a realizar sus deberes escolares.
La única posibilidad con que contaba para ir a la universidad era conseguir una beca, y por esa razón sus padres lo presionaban para que descollara. Marain llegó a sentirse abrumado.
—Todo el mundo suponía que yo era brillante —explicó—, pero interiormente me sentía como un farsante. Parecía inteligente sólo porque me esforzaba mucho y porque se esperaba mucho de mí.
Se graduó de la escuela media superior con los máximos honores y obtuvo una beca para estudiar química en la universidad. Pronto consiguió un empleo de verano como ayudante de laboratorio. Sin embargo, era demasiado torpe para manipular el delicado instrumental de vidrio y, por añadidura, las sustancias químicas le causaban malestar. Un día, según me confió, llegó a la conclusión de que, por más que luchara, jamás sería químico.
Desesperado, al año siguiente abandonó la universidad, para disgusto de sus padres. Posteriormente volvió, pero esta vez con el propósito de cursar la carrera de matemáticas y con la esperanza de completar el doctorado.
Más adelante sufrió otro contratiempo: el dinero de la beca empezó a agotarse y tuvo que tomar una plaza de maestro.
En la escuela nunca pude entender por qué el profesor Marain demostraba tanto interés en los alumnos rezagados, ni creía que supiera lo que significaba luchar para vencer obstáculos. Fue en aquella conversación cuando comprendí que su conducta era resultado de su experiencia personal.
Pero, con tantos contratiempos y desilusiones, ¿no sentía que había fracasado?
—Entiendo lo que quieres decir —respondió—. Por algún tiempo tuve dudas sobre mis decisiones, pero, ¿realmente es un fracaso cambiar de dirección?
Creí que trataba de aligerar mis propias dudas.
—Cuando encuentras un obstáculo en la vida, ¿qué es lo que haces? —preguntó, asumiendo de nuevo su papel de maestro.
—Intento superarlo —respondí.
—¿Y si no puedes? ¿Qué haces si es como una ecuación sin solución?
Comprendí que estaba desarrollando una cadena de razonamientos tan lógica como la de cualquier teorema matemático. Pero, ¿a dónde quería llegar?
—Si no logras vencer el obstáculo —prosiguió—, debes tomar otra dirección y luchar hasta el límite de tu capacidad. Mira: todos tenemos fracasos y cosas que lamentar. Sin embargo, podemos aprovechar esas experiencias. Nadie puede ser siempre el mejor. Pero si haces tu mayor esfuerzo, si das todo lo que tienes, superarás obstáculos o hallarás un nuevo camino que seguir, acaso mejor. Así se alcanza el verdadero triunfo: trabajando arduamente, con todo el corazón y con toda el alma.
En ese momento, advirtiendo que se le hacía tarde para una reunión, sepuso de pie y me abrazó afectuosamente al despedirse.
—Sigue esforzándote por conseguir lo que deseas. Y dale tiempo al tiempo —concluyó.
DÍAS DESPUÉS recibí un sobre. Adentro encontré un poema que el profesor Marain había escrito años atrás, titulado "Oda a una clase de cálculo". Recordé que había distribuido copias entre los estudiantes al final del curso en mi último año de la escuela media superior. Pero ahora leí con nuevos ojos los últimos versos:
Y la prueba de fuego
de que el esfuerzo valió la pena
sobrevendrá en una década o dos
si al cabo alguno regresa y dice:
"Desde entonces mucho he aprendido,
pero en mi recuerdo tú aún vives".
Sonreí al pensar: "He aquí una prueba del profesor Marain en la que jamás fallaré".