Publicado en
mayo 12, 2013
Por Jorge Ortiz.
Allá por 1959, durante su publicitada visita a los Estados Unidos, el jefe del gobierno soviético Nikita Kruschev hizo -frente al vicepresidente norteamericano Richard Nixon- varios comentarios irónicos, algo despectivos, sobre el "american way of life". No era, por cierto, un gesto muy diplomático. Pero, propagandísticamente, sin duda sería un gran golpe de efecto.
Eran, a pesar de esa visita, los años gélidos de la guerra fría, en que los Estados Unidos y la Unión Soviética, como representantes y paladines de dos sistemas políticos y dos formas de vida, se enfrentaban implacable y diariamente, en cada rincón del planeta, con golpes de Estado, sublevaciones, conspiraciones y guerras regionales, en un gigantesco -y espeluznante- juego de monopolio.
La ironía de Kruschev, hombre rudo pero de un mordaz sentido del humor, ocurrió en el momento preciso, cuando su efecto político sería mayor por la presencia de decenas de reporteros: mientras recorría una exhibición de las últimas maravillas que la tecnología norteamericana había inventado para comodidad de las amas de casa de su inmenso país y, desde luego, para envidia del resto del mundo.
"Con todos estos juguetitos -dijo más o menos Kruschev, en medio de gestos de menosprecio a la tecnología de cocina-, ustedes no podrán evitar que mis hijos vivan en una sociedad comunista". La réplica de Nixon fue inmediata: "Sí, sus hijos vivirán en una sociedad comunista, pero sus nietos vivirán en una sociedad libré y democrática".
El "debate de la cocina", que dio la vuelta al mundo, tuvo unos "rounds" más, llenos de puntillazos recíprocos. Pero esa frase de Nixon ("...pero sus nietos vivirán en una sociedad libre y democrática") no solamente llegaría cuarenta años después a ser profética, sino que ya por entonces fue un hito en la guerra fría, un hito que marcaba un cambio de rumbo y, sobre todo, de actitud.
En efecto, durante tres lustros (pues ya antes del final de la segunda guerra mundial el presidente Roosevelt había hecho grandes concesiones a Stalin, lo que permitió que el ejército rojo llegara hasta Berlín) los Estados Unidos habían retrocedido lenta pero incesantemente ante la arremetida soviética, aplicando una política simplemente de contención, sin intentar a fondo una contraofensiva.
De pronto, en esa cocina, con la réplica a Kruschev, los Estados Unidos estaban anunciando una contraofensiva: el "american way of life" no se bate de retirada, sino que se apresta -llegado momento oportuno- a seguir imponiéndose en el mundo. Por eso, a través de su vicepresidente, los norteamericanos le aseguran al jefe del Estado soviético, secretario general del todopoderoso Partido Comunista de la Unión Soviética, que "sus nietos vivirán en una sociedad libre y democrática". Nada menos.
Sin embargo, las dos décadas siguientes todavía serían de repliegue y paralización: como el pajarito electrizado por la mirada de la serpiente, inmóvil, Occidente seguiría perdiendo posiciones, geopolíticamente, ante el resuelto y seguro avance de la Unión Soviética. Inclusive durante sus dos presidencias (la segunda de ellas inconclusa por el escándalo de Watergate), Nixon tuvo que optar por una política de repliegue ordenada, o de "perfiles difuminados", según la doctrina que anunció en Guam.
Súbitamente, en la Navidad de 1979, la Unión Soviética se embarcaría en una aventura sin destino en Afganistán, que a la larga precipitaría el relevo generacional que llevó al poder, en marzo de 1985, a Mikhail Gorbachov, con toda la alucinante cadena de acontecimientos que terminaría transformando al mundo.
Pero ya por entonces, retirado de la política y buscando su rehabilitación histórica, Nixon se había dedicado a escribir y a anticipar, visionariamente, lo que ocurriría a finales de los años ochenta y principios de los noventa: la "victoria sin guerra" de Occidente, porque la economía socialista soviética, altamente burocratizada e improductiva, no podría resistir la competencia contra las dinámicas y eficientes economías capitalistas.
En efecto, los hijos de Kruschev vivieron en una sociedad comunista, pero sus nietos ya no. La "revolución de los consumidores", que acabó con la Unión Soviética y con el sistema socialista a todo lo ancho de Europa Oriental, había sido anunciada por Richard Nixon en 1959, en una cocina, frente a esos "juguetes" que provocaron las burlas de Kruschev y que, al final, serían decisivos en el descontento que terminaría derrumbando al socialismo.
Antes de morir, a fines de abril, en Nueva York, Nixon vio cumplidos sus diagnósticos sobre la profunda debilidad, bajo una coraza de hierro, del régimen soviético. Su medio siglo de vida pública, llena de altas cimas y hondas simas, decaídas en picada y asombrosos resurgimientos, contribuyó determinantemente a modelar el Mundo de la postguerra fría.
Fue el hombre que nunca se rindió. Con él se fue esa generación de líderes históricos que protagonizaron la guerra fría y que la terminaron ganando para Occidente. Ganándola para esa forma de vida y esa escala de valores que, desde 1945, parecía retroceder lenta pero inexorablemente ante el avance irresistible de sus adversarios. Occidente tampoco se rindió. Y terminó ganando. Como Nixon.