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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    P
    S1
    S2
    S3
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    B14
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    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
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    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EL GRITO DE LAS NUBES (Sydney J. Van Scyoc)

    Publicado en mayo 19, 2013

    Título original: Cloudcry
    Traducción: Arturo Casals
    Ilustración de cubierta Julio Vivas
    © 1977 by Sydney J. Van Scyoc
    © 1981 E.D.H.A.S.A.
    Av. Diagonal 519 — Barcelona
    ISBN: 84-350-311-7


    Para Sandra


    Capítulo 1


    CUANDO CONCLUYÓ SU EXPOSICIÓN INICIAL, Verrons comprendió que algo más que un caparazón plástico lo separaba del oficial de control Jurgens. Aunque Jurgens ladeaba la cabeza lustrosa en una distraída pantomima de atención, dirigía su mirada blanda a la izquierda de la cara crispada de Verrons y se arqueaba en el banco de conferencias de la cara exterior del isocubo listo para retirarse. Verrons apretó las mandíbulas. Tres semanas de encierro en un isocubo transparente del pabellón de aislamiento del satélite-hospital Britthold le habían producido una creciente sensación de impotencia. Era libre de requerir un cambio de temperatura, dieta, vestimenta, hasta de orientación espacial del isocubo, pero para el cumplimiento de sus deseos dependía totalmente del personal de aislamiento. Y aunque Jurgens había accedido inmediatamente a concederle una entrevista final, la impostada preocupación del oficial de control negaba que estuvieran comunicándose de veras.

    Cada vez más frustrado, Verrons retomó sus argumentos articulando cada palabra con aspereza para abrir una brecha en la distancia profesional que interponía Jurgens.

    —Según los planes, debo reunirme con mi grupo de Rumar en cinco semanas más, oficial. Tenemos sólo tres años para completar nuestra evaluación inicial de la forma de vida dominante y presentar documentación sobre la inteligencia emergente a la Autoridad. El factor tiempo no sería tan crítico si yo tuviera fondos para solventar un personal experto. Pero sin credenciales universitarias, sin antecedentes académicos en ningún campo especializado...
    —Tuvo usted suerte en conseguir siquiera esos escasos fondos —completó Jurgens con un gesto neutral.
    —Exacto. —Pero veinte años en el Servicio de Exploración de la Autoridad habían conferido cierto peso a su argumento de que los grandes hombres-leopardo de las praderas rumarianas estaban en una encrucijada evolutiva. Aun sin credenciales académicas, había obtenido fondos suficientes para contratar un pequeño grupo y pertrecharlo. Al abandonar el servicio, su categoría de oficial de Exploración retirado bastó para asegurarle privilegios en el embarque de personal y equipo a Rumar. La nota irónica la había puesto el examen físico final, que acusó la presencia de microorganismos de floración sanguínea en su sistema circulatorio. Frunció el ceño y trató de no pensar en el tema perturbador de su muerte inminente—. Si no puedo reunirme con mi grupo, el mando pasará necesariamente al doctor Naas. Y aunque sus calificaciones académicas son buenas, no había trabajado nunca en la especialidad. Dada su inexperiencia...
    —Si gusta, puede obtener autorización para que el grupo sea trasladado a Rumar sin usted, comandante.

    Verrons clavó los ojos entornados en Jurgens a través del caparazón transparente del isocubo. Meneaba la cabeza con visible irritación.

    — ¿...para que el planeta sea entregado a los intereses mineros? Ya habían obtenido permiso provisional para explotar las colinas cuando anuncié mi demora. Si mi grupo se retrasa más de noventa días para iniciar los estudios, los mineros pueden solicitar la cancelación de nuestro permiso y empezar a trabajar en las colinas inmediatamente —y los hombres-leopardo sólo podían continuar evolucionando hacia la inteligencia si los dejaban en paz, si a Rumar se le concedía la categoría de reserva. Si. Verrons cerró los puños sobre el mostrador del isocubo—. Oficial, usted conoce las estadísticas sobre la susceptibilidad a la floración sanguínea. Prácticamente no hay posibilidades de que ningún integrante de mi grupo se contagie de mí. Pero para mayor seguridad, comeré y dormiré aparte, me asearé aparte para mantener una distancia física constantemente. No hay necesidad...

    Jurgens alzó los hombros flacos y luego soltó un suspiro de resignación. Su mirada desganada se cruzó con la de Verrons.

    —Ya se le ha negado la solicitud de excepción, comandante. Como le dije a principios de esta semana, lo han destinado a la colonia de aislamiento Hogar Selmarri. Selmarri está ubicada a menos de cinco días de nuestras coordenadas actuales. Es un mundo pequeño, con una gravedad ligeramente inferior a la terrestre y composición atmosférica y condiciones muy similares a las de la Tierra. La colonia es pequeña...
    —He escuchado la cinta de orientación hasta el hartazgo.
    —Entonces comprenderá usted...
    —Comprendo que me propongo presentar una solicitud formal para otra serie de análisis —afirmó Verrons—. Y si no se atiende a mi solicitud...

    Jurgens ladeó ligeramente la cabeza esmaltada.

    —La división médica ha estudiado media docena de veces cada análisis requerido, comandante. Y aunque los análisis mismos no son particularmente onerosos, la sobrecarga de trabajo que implica dar cumplimiento al programa de exámenes impone ciertos límites al estudio de casos confirmados —entrecerró los ojos para impedir alguna otra discusión sobre la solicitud de Verrons—. Como usted sabe, la Autoridad mantiene colonias de aislamiento en una docena de planetas, no sólo para facilitar el transporte de los infectados sino para que las colonias sigan siendo pequeñas. Sobrepasada cierta densidad de población, algunos elementos se institucionalizan. Además...
    —Además, si dejan que las colonias alcancen ciertas densidades se crea un conejar de talentos, capacidades y manos habilidosas para construir armas que borrarían del cielo a los transportes y las naves monitoras de la Autoridad —enfatizó Verrons con amargura.

    Jurgens frunció los labios pálidos con crispación.

    —La Autoridad nunca ha sufrido insurrecciones de infectados en ninguna de las colonias de aislamiento, comandante. Y como le había señalado, la Autoridad está dedicando todos los recursos posibles a la búsqueda de una cura para la infección. Todo nuevo infectado es inmediatamente informado de ese hecho. Los centros de investigación ubicados en cada confín del territorio de la Autoridad...
    —No me interesa una cura en un futuro indefinido —interrumpió bruscamente Verrons—. Mis preocupaciones son inmediatas. Quiero que presente una segunda solicitud de parte mía, aclarando perfectamente mi posición y mis intenciones. Estoy dispuesto a viajar a Rumar en mi cápsula de aislamiento y utilizarla como vivienda si es necesario. El contacto físico entre mi persona y el grupo puede restringirse al mínimo. Yo...

    La sombría mirada de Jurgens pasó del isocubo de Verrons a la cápsula vecina. Descruzó los brazos, el cabello lustroso le centelleó.

    —Ya se le ha denegado el permiso, comandante. No tiene sentido presentar una segunda solicitud...
    —La Autoridad ha destacado pacientes en mundos deshabitados. Puedo citarle casos —alegó Verrons, poniéndose de pie.

    Jurgens meneó la cabeza.

    —No puede haber excepciones cuando se trata de pacientes con floración sanguínea —de nuevo soltó un suspiro—. Tendrá que embarcarse en la nave de transporte en tres días más, comandante. El cubo del ehminheer será cargado al mismo tiempo —miró de soslayo el isocubo adyacente, donde el ehminheer estaba posado desmañadamente, agitando el plumaje brillante—. El personal de su grupo de estudios ya ha sido informado de los hechos. Si usted lo solicita, se les seguirá informando —Jurgens volvió la mirada hacia Verrons, de mala gana—. Los mensajes de familiares y amigos le serán despachados con prioridad. Si usted lo desea...

    Verrons descargó un furioso puñetazo en el mostrador, y el golpe le electrizó el brazo hasta la base del cráneo. Jurgens abrió exageradamente los ojos adormecidos y por un instante Verrons tuvo la satisfacción de sentir que había una comunicación plena. Luego el oficial de control parpadeó y se alejó. Miró transversalmente corredor abajo, más allá del isocubo del ehminheer.

    —Si necesita hablar conmigo antes de la partida, comandante...
    — ¿Para qué? —barbotó Verrons.

    Desganadamente, Jurgens se volvió otra vez hacia Verrons. Agachó la cabeza.

    —Comandante: en teoría, yo dispongo de todos los pacientes de Britthold. Pero ante un caso de floración sanguínea no tengo más opción que decidir cuál será la colonia a utilizar. Las excepciones y variaciones están prohibidas por órdenes superiores. Todo lo que puedo ofrecer es material de orientación básica, una oportunidad para el desahogo y algunos consejos, quizás inútiles. Aparte de eso, estoy tan atado de manos como usted.

    Y esa situación, reconoció Verrons a regañadientes, lo incomodaba tanto como a él. Suspirando, le extendió la mano en un gesto conciliatorio.

    —Si pudiera usted hacer algo...
    —Absolutamente nada —confirmó Jurgens.
    —Entonces, de nuevo a las cintas de orientación —gruñó Verrons encogiéndose de hombros—. Y le agradezco el tiempo que me ha dedicado —era lo único que le podía agradecer.

    Jurgens aceptó la despedida inclinando la cabeza en silencio y desapareció por la compuerta de esterilización. Verrons enfrentó de nuevo la desesperación, perdida la mirada en el corredor vacío después que la compuerta se cerró. Pero cuando bajó los párpados para dominarla, un breve destello de colores extraños le iluminó el campo visual y lo distrajo.

    Floración sanguínea: tendría que haber reconocido el síntoma inicial meses atrás. Pero su primer atisbo de las fantasmales manchas de Mazaahr había sido tan fugaz que ahora no podía recordar cuándo había sido. Hasta hacía poco tiempo las repeticiones eran muy esporádicas. Sólo después que lo llamaron a Britthold para nuevos análisis se aclaró qué significaban esos fogonazos de colores brillantes.

    Verrons le echó una mirada fugaz al ehminheer del cubo adyacente mientras se paseaba por el isocubo. Jurgens había instruido al ornitoide sobre el uso del canal de comunicación, pero el ehminheer se negaba a activar el receptor. En cambio se posaba torpemente en la silla, las patas largas y el pico amarillo, el plumaje azul brillante que asomaba de las mangas y el cuello del uniforme. Tenía los ojos amarillos, las pupilas titilantes y atentas. Pero miraba a Verrons con indiferencia.

    Verrons encogió los hombros y volvió a insertar la cinta de orientación en el visor. Una música bullanguera brotó del altavoz: «La primera impresión del viajero al acercarse a Selmarri es la de una pequeña esfera casi totalmente cubierta por una tupida jungla», le informó la voz insistiendo en su optimismo mientras la cámara descendía lentamente hacia un claro tachonado de cúpulas opalescentes. «Hace cuarenta y dos años la Autoridad eligió a Selmarri como zona de aislamiento a causa de su temperatura y la ausencia de vertebrados superiores. Aunque la jungla es densa y confina a los residentes en los terrenos de la colonia, se ha alcanzado una sensación de libertad mediante...»

    Enfadado, Verrons se alejó del visor. Una sensación de libertad. Pero lo que le preocupaba era el meollo del asunto. Por lo demás, la cinta dejaba bien claro que la movilidad personal era limitada, aunque la comunidad brindaba seguridad, confort y un marco social familiar para la mayoría de los residentes. Si la jungla misma no conseguía disuadir a los residentes que se alejaban de la colonia, la administración local también estaba para encargarse de ello. El gobierno era cuasidemocrático, y tanto gobernantes como gobernados provenían de las filas de los infectados. No obstante, los límites eran precisos y no era aconsejable transgredirlos.

    Verrons no había conseguido aprender a respetar límites. Ya en su juventud, antes de bajar de las colinas de su natal Eubakker III para recorrer las calles de las aldeas, había considerado que personalmente no necesitaba seguridad, ni confort, ni protección contra el hambre, el frío o la muerte, sino libertad de movimientos, libertad de visión. Existir dentro de límites artificiales significaba enfrentar interminablemente al hombre y sus restricciones. Vivir sin ellas era estudiar los contornos de la vida que fluía y refluía a través de las estrellas, próspera en un mundo, decadente en otros, inexistente en algunos.

    Verrons se paseaba infatigable por los límites del isocubo, un hombre alto, el rostro curtido en medio centenar de mundos, los ojos que instintivamente buscaban un foco distante. Todo lo que encontraba hoy era el ehminheer en el isocubo adyacente, la mirada titilante atenta a los movimientos de su vecino.

    Verrons apagó resueltamente el visor y se volvió para estudiar al pájaro de ojos amarillos, aunque el tiempo había vuelto anacrónica la denominación de pájaro. Ehminhee había sido una vez un mundo boscoso, con un cielo sulfuroso entrecruzado por las ramas blancas y lustrosas de los árboles, sus alturas consteladas por las siluetas aleteantes de los ehminheer. Luego los árboles habían sido víctimas de un virus y sus bebesoles frágiles se habían ablandado y ennegrecido cayendo al suelo del bosque. Los troncos mismos pronto ennegrecieron hasta transformarse en tocones muertos. Las matas del sotobosque habían crecido hasta formar una proliferante maraña espinosa. Y en el transcurso de varios siglos las alas de los ehminheer fueron reduciéndose a protuberancias diminutas que apenas activaban pectorales inútiles.

    La ultravisión y el preciso sentido de la orientación de los ehminheer se conservaban intactos, y eventualmente transformaron a los ehminheer en miembros invalorables de las dotaciones interestelares de la Flota de la Autoridad. Ninguno de esos dones, sin embargo, había sido aprovechado con algún éxito por el Servicio de Exploración. La cobertura de civilización que los ehminheer vestían junto con el uniforme de la Autoridad era peligrosamente delgada. Hasta hacía poco tiempo los ehminheer habían vivido como depredadores solitarios que merodeaban incansables en los cielos amarillos, los picos dispuestos a desgarrar a sus presas o a rivales de su misma raza. A bordo había pocos incentivos para revivir las reacciones ancestrales, pero en tierra los estímulos naturales pronto erosionaban hábitos culturales apenas asimilados.

    ¿Y cuando los ehminheer pusieran pie en Selmarri, y sus miradas titilantes buscaran el cielo entre las ramas musgosas de los árboles?

    Verrons se desplomó en el banco y apoyó la frente en las manos, dejando que las manchas de Mazaahr le bailotearan en los párpados cerrados. ¿Su propia pátina de civilización acaso era más profunda que la de un ehminheer? El ornitoide, en su medio natural, era impulsado por el hambre y el instinto territorial. La necesidad básica de Verrons era diferente, pero lo había arrancado de la civilización y arrojado al sistema estelar. Y el hecho de que se hubiera desempeñado durante veinte años en el Servicio de

    Exploración sin fricciones, no indicaba nada. Exploración había desarrollado los talentos de Verrons y satisfecho su necesidad de moverse, de libertad ante imposiciones externas, así como la Flota había satisfecho la necesidad de volar de los ehminheer.

    Reactivó el visor de mala gana. Hacia el final de la cinta, la cámara y su guía humano se internaban unos pasos en la jungla donde el suelo negro y húmedo hacía brotar troncos oscuros cubiertos de musgo aterciopelado. El follaje bloqueaba el sol, y arrojaba sombras múltiples sobre las lianas que serpeaban traicioneras por el suelo de la jungla. Y la libertad no era una ilusión ni una promesa, sino una realidad. Verrons proyectó dos veces la breve secuencia sobre la jungla entornando los ojos mientras estudiaba el medio ambiente. Necesitaría unos días en la colonia para recoger datos sobre depredadores locales, clima y alimentos naturales. Después... Mientras paseaba con la imaginación avanzando a través del denso sotobosque, advirtió que el ehminheer estaba de pie en la cápsula de su propio isocubo. Aplastaba con vehemencia los dígitos de garras verdes contra la superficie transparente que los separaba. Los ojos amarillos escrutaban intensamente el visor.

    Sin decir palabra, Verrons deslizó el visor hasta el extremo del mostrador y proyectó de nuevo la escena de la jungla. Dos pares de ojos atentos evaluaban las sombras y matorrales. Dos pares de ojos medían los peligros de la jungla, sus promesas. Y cuando por último Verrons apagó el aparato, se topó de nuevo con la mirada titilante del ehminheer. Un destello en la hondura de los ojos amarillos le dijo que aunque el ornitoide se negara a activar el canal, por fin se habían comunicado.


    Capítulo 2


    A MEDIA TARDE, el aire frío revivió a Tiehl. Abrió de golpe los ojos de párpados verdes. El precario arnés del paracaídas le mordía los pectorales, pero ésa era una molestia menor comparada con la cuña de furor que se le cristalizó en la garganta cuando recuperó la conciencia y sintió el impulso de desgarrar cartílagos y carnes y dejar que su pálida sangre ehminheer propagara la muerte en el paisaje selvático que se extendía debajo, todavía impreciso. Volvió la cabeza encrestada con un grito. Pero el técnico que le había llenado el isocubo con el gas asfixiante que lo había paralizado, estaba fuera de su alcance. La nave que lo había soltado ya se perdía en los confines soleados de la estratosfera, y el símbolo de la Autoridad era un destello azul en el flanco plateado. Salvo por el humano que revivía en su propio arnés unos metros más abajo, Tiehl estaba solo, y el viento helado de las alturas le mordía los párpados lustrosos y le abofeteaba la cara ligeramente emplumada.

    Esa situación violenta lo sacó de quicio. Los ehminheer no eran susceptibles a la floración sanguínea. El aislamiento de los microorganismos ciliados característicos en la sangre pastel de un ehminheer no tenía precedentes. Pero él mismo había visto la evidencia. El encargado de diagnósticos había proyectado diapositivas en una pared tratada químicamente y habían surgido cientos de organismos diminutos y caracoleados. El estupefacto Tiehl había sido recluido de inmediato en el pabellón de Britthold. Y ahora lo esperaba la colonia de Hogar Selmarri.

    Aguzando los ojos, Tiehl pudo verla a través de las nubes resquebrajadas. Rechazó esa realidad con un grito amargo, escudriñando el paisaje con airados ojos amarillos. El mundo donde descendía era tan selvático como lo indicaban las cintas de orientación. Recurrió a la ultravisión para indagar el panorama de la selva y las montañas distantes. Atisbaba intensamente cuando se detuvo en una meseta de laderas abruptas que se erguía de la maraña de vegetación a medio camino entre la colonia y la estribación montañosa. En el pináculo chato se extendía un complejo de estructuras rosadas que recibía el sol de la tarde y lo astillaba en fulgores rosáceos. Tiehl ajustó la visión para percibir más detalles. Del centro del complejo una sola torre elevada perforaba el cielo. Tiehl se retorció contra el arnés del paracaídas, el corazón sacudido de repente por un impulso primal. La torre, un macizo tronco de mármol, lo sedujo visualmente. Pataleó instintivamente en el aire cerrando las garras.

    Pero la meseta estaba a muchos kilómetros de su trayectoria y la guía del paracaídas le impedía brincar en el cielo rumbo a la prominencia rosada. Y mientras escrutaba la incitante elevación marmórea en busca de más detalles, un elemento perturbador apareció en el cielo lejano. Una forma solitaria que atravesaba las nubes desflecadas arrojó una sombra veloz contra la blancura. Tiehl aguzó la mirada, pero no pudo distinguir nada, salvo la silueta que volaba.

    Era suficiente. De golpe, por propia voluntad, el cuerpo entero de Tiehl se movilizó. Irguió la cresta, entreabrió el pico. Se esforzó como para activar los músculos que le habrían permitido batir sus propias alas. Pero no tenía alas. Hasta los músculos que debieron haberlas extendido se habían atrofiado generaciones atrás. Las piernas de Tiehl se agitaron con furia cuando trató de lanzarse hacia la silueta lejana, pero la guía le tenía anclado a una línea vertical de descenso, y la silueta voladora ya se había reunido con su sombra en brazos de las nubes. Un involuntario chillido de indignación brotó de la garganta de Tiehl. Desde abajo, el humano miró a Tiehl mientras sus pies de humano se hundían en las nubes.

    Momentos después los pies de Tiehl rozaban las nubes. Inhaló el aire helado tratando de ahuyentar la furia zumbante de sus instintos redivivos. Con un graznido suave recobró el dominio de sus miembros rebeldes. Pero la intensidad de la reacción total no era tan fácil de reprimir, y continuó en su propósito de sofocarla. Cuando, momentos después, terminó de atravesar la capa nubosa, el paracaídas del humano ya estaba desplegado en el suelo oscuro. Otros humanos rodeaban el claro donde había descendido. Tiehl soltó un ronco grito de cazador al aterrizar, y arqueó instintivamente los pies. Los humanos, sobresaltados, se hicieron a un lado, pero el paracaídas de Tiehl lo mantuvo sujeto al suelo, atascado en un círculo de canastos.

    Un momento de perplejo silencio siguió a su ágil movimiento de incorporarse. Luego un individuo rechoncho se abrió paso entre el grupo de humanos y se le acercó, la cara reluciente de sudor.

    —Tengo aquí la llave de seguridad de tu arnés, técnico k'Obrohms. Por favor, levanta la tapa de la cerradura.

    Tiehl obedeció, y cuando le aflojaron el arnés lo arrojó al suelo y volvió hacia el grupo los ojos de párpados verdes. Al humano también le habían quitado el arnés.

    —Soy Davis Dublin, jefe de los residentes —les informó, presuroso, el hombre rechoncho—. Acabamos de recibir un informe muy optimista sobre los progresos de la curación del mal. Cada vez que llega un residente recibimos un comunicado extenso... Pero después, cuando estéis instalados en vuestras viviendas, sabréis más al respecto.
    — ¿De veras? —preguntó Tiehl; evaluaba con rapidez cuanto le rodeaba atisbando en torno, aún azuzado por las destilaciones glandulares de sus reacciones instintivas. El círculo de aterrizaje estaba a medio kilómetro del grupo de cúpulas lechosas pertenecientes a Hogar Selmarri. Veredas de grava conectaban las cúpulas y había canteros con especímenes de plantas nativas. Anchas franjas de suelo quemado contenían a la jungla húmeda y enmarañada.

    La mirada de Tiehl se cruzó fugazmente con los ojos oscuros del humano que había bajado con él. Ignorando una pregunta tácita, Tiehl se volvió y se encaramó en la hilera de canastos de embalaje donde se le había atorado el paracaídas e intensificó la visión. La jungla y las nubes se la entorpecían por todas partes. Pero sabía hacia dónde estaba la meseta. Recordaba claramente la posición del sol durante el descenso, el ángulo de los rayos que se astillaban en la prominencia rosada. Y también tenía claros sus propósitos, que de pronto no eran tanto el resultado de una decisión individual como de una necesidad racial.

    Bajó de los canastos. Cloqueaba inquieto cuando se le acercaban humanos curiosos. Dublin se le acercó de nuevo, ansioso.

    —No sé si la instrucción que recibiste a bordo de Britthold era bien explícita, ehminheer. Estoy seguro de que sabes que el organismo de la floración sanguínea penetró el sistema circulatorio humano hace medio siglo en Mazaahr V. Un mundo volcánico, dicen, donde las piedras gruñen y ruedan, semianimadas... Hasta semiconscientes, según algunos. Lamentablemente, mucho antes de que la existencia de la enfermedad fuera detectada, el microorganismo se había difundido por toda la galaxia a través de los primeros infectados. Floración sanguínea: me place visualizarla como una entidad marina que avanza a través de una serie de cauces tributarios interconectados, nuestro sistema circulatorio. Cuando entra en un nuevo cauce humano, y ahora ehminheer, permanece en relativo letargo nueve años. Pero en el décimo florece, con resultados invariablemente fatales. Sólo el hecho de que un porcentaje mínimo de la población humana sea susceptible y que la enfermedad pueda ser detectada en sus etapas iniciales mediante análisis de sangre ordinarios ha impedido una tragedia de grandes proporciones.

    Las semanas de confinamiento habían hacho recrudecer el lenguaje de Tiehl, ahora despojado de refinamientos tonales.

    —En mí, las proporciones son suficientemente grandes —farfulló irritado.
    — ¡Desde luego! —los rasgos móviles de Dublin demostraron una empatía instantánea—. Pero cuentas con la misma garantía que nos da esperanzas a todos, técnico. El personal de la Autoridad trabaja el día entero en varias localidades, hombres y mujeres entrenados se consagran...

    Tiehl, impaciente, cortó el aire con el pico.

    —Ya me dijeron todo eso a bordo de Britthold. Pero nadie ha declarado jamás que la curación para los humanos pudiera ser igualmente eficaz para los ehminheer.

    El entusiasmo de Dublin se apagó.

    —Hay diferencias metabólicas fundamentales, supongo. Pero si el suero definitivo no da resultado...
    —Si no diera resultado, ¿cuánto tiempo, cuánto personal dedicará la Autoridad a la creación de algún suero especial para el único ehminheer afectado? —preguntó Tiehl.

    No fue necesario que Dublin contestara. La respuesta se palpaba en el aire: poco.

    Y no había nada que sujetara allí a Tiehl, nada que lo ligara a una colonia de humanos, ni siquiera por una sola noche. La visión de la prominencia rosa lo había incitado a la urgencia. Cerró las garras sobre el pecho del uniforme naranja. Se despegó con impaciencia las placas adhesivas. Cuando desgarró la tela naranja, surgió el plumaje azul del cuerpo, oscuro y denso en el pecho y el abdomen, exuberante en los genitales, luego pálido, más claro, menguante desde el pecho hasta las piernas altas y esmirriadas.

    Ese repentino desnudarse turbó visiblemente a Davis Dublin.

    —Veo que ansias que te lleven a la colonia, técnico. Hemos traído un solo vehículo, pues nos proponíamos transportar tus enseres especiales. Sin embargo...
    —No me propongo vivir allí...

    El cuerpo rechoncho de Dublin se endureció.

    —Técnico, no se puede hacer excepciones. Se te ha suministrado alojamiento y tus enseres especiales estarán instalados antes del anochecer.

    Tiehl gorjeó y señaló los árboles con un gesto impaciente.

    —Todos los enseres que necesito ya me han sido suministrados... Allá.

    Dublin echó una ojeada incrédula a la jungla intrincada.

    —K'Obrohms, todos estamos dispuestos a ayudarte para que te adaptes a la comunidad. Si debes...

    Pero Tiehl no tenía tiempo de escucharlo. Ya era media tarde. Pronto la luz del día empezaría a desvanecerse y lo vencería la somnolencia. Interrumpió el fastidioso monólogo del humano con un violento castañetear del pico. Dublin calló, la transpiración le perló la cara perpleja. Tiehl giró sobre los talones y los azorados humanos se apartaron como una cortina. Huyó fácilmente del área de descenso.

    — ¡K'Obrohms!

    Tiehl no respondió. Cruzó la tierra quemada hecho una flecha azul, ignorante de los fogonazos de luz extraña que le obnubilaban la visión por momentos. Más allá de la colonia, los árboles eran moles imponentes y nudosas ahogadas por musgos y lianas. El olor de la selva era espeso y verde, y la sombra oscurecía el aire húmedo. Los arbustos crecían en matorrales desgreñados que interrumpían los avances ocasionales de una vegetación tierna que se arrastraba por el suelo. Tiehl soltó un graznido de amargura y exaltación. Sus años en la Flota de la Autoridad le habían brindado una movilidad sorprendente. Había escudriñado el universo con su ultravisión y había dirigido su nave al corazón de lo desconocido. Pero en todos sus años de servicio nunca había sentido el suelo bajo los pies, ni había corrido entre árboles macizos de los que pudiera elegir cualquiera. Se detuvo, irguió la cabeza y escrutó el follaje denso. Su ultravisión hendió el cielo, desgarró nubes y brumas. Pero sólo figurativamente. El follaje denso le impedía ver. Los músculos atrofiados que tendrían que habérsele hinchado en el pecho se contrajeron en un espasmo. Tiehl corrió por la espesura húmeda, un chillido agrio y exultante entre graznidos y cloqueos.

    Su euforia inicial duró poco. El confinamiento en el isocubo le había entumecido los músculos. Pronto se le debilitaron las piernas, se le dificultó la respiración. Se lanzó hacia la rama musgosa de un árbol macizo para abrirse paso en el follaje tupido. Minutos después estaba en la copa del árbol, un trazo azul contra el cielo gris. El pecho le ondulaba mientras dirigía la ultravisión hacia las montañas distantes, ávido de volver a tener una visión de la prominencia rosada. Pero esta capa inferior de la troposfera era demasiado densa. No podía ver las montañas, la meseta ni la estructura rosa, sólo la enramada y las nubes.

    Y pese a la perspectiva brillante que le aguardaba, veía vacuidad en su futuro. Más allá de Selmarri aún se extendía el espacio, los muros constelados de estrellas ascendían al infinito. En alguna parte aún se desplazaban las naves de la Autoridad, tripuladas por humanos, ehminheer y media docena de especies inferiores. Pero el técnico Tiehl k'Obrohms no volvería a surcar la infinitud a través de la galaxia. No escrutaría enjambres estelares ni vastas nubes de polvo con su visión amplificada por los instrumentos. La enfermedad había estropeado su porvenir en la Flota, le había quebrado las alas espaciales y cegado los ojos instrumentales.

    Consternado, cerró los ojos. Un cloqueo de pesadumbre, profundo y líquido, le gorgoteó en la garganta. En Ehminhee los antiguos bosques habían muerto, las alas chillonas se habían atrofiado. Y ahora se le negaba no sólo el espacio sino el cielo. Un dolor húmedo se le condensó en la garganta. Luchó para sofocarlo y extinguirlo, pero lo dominaba...

    Sin embargo, pronto sus quejas fueron interrumpidas:

    — ¿K'Obrohms?

    Tiehl irguió la cresta. La voz era humana, joven a juzgar por el timbre. Tiehl bajó del árbol después de componerse. Un joven de traje celeste estaba al pie del árbol, el pelo blanco, los ojos níveos. La cara era un círculo blanco recortado contra la sombra de la jungla. Inesperadamente, una acidez punzante inundó la garganta de Tiehl, el furor de la caza. Hizo entrechocar involuntariamente el pico.

    La reacción era tan ingrata como imprevista. Los humanos no eran presa para los ehminheer, ni siquiera cuando tenían aspecto de salvajes de la nieve. Tiehl trepó de prisa y se alejó de la tentación meciéndose de rama en rama, una mancha de colores chillones que desfiguraba el diseño opaco de las sombras de la tarde en la espesura.

    Cuando el gusto amargo del furor de la caza se hubo disipado, regresó a las ramas más bajas. Cerró los ojos y se encorvó, turbado por los hechos de la última hora. Confinado a bordo de Britthold, había planeado fríamente su huida de la colonia, y con razón. La compañía humana no tenía ningún interés compulsivo para él, ni lo beneficiaría en nada una vez que aprendiera a alimentarse con los recursos de la jungla. Eso requeriría de unos días, de una semana tal vez... Pero al descender había entrevisto la prominencia de piedra y sus olvidados instintos primales le habían traicionado hasta arrastrarlo de modo prematuro a la jungla con impulsos gemelos del furor de la caza y la pasión por los árboles. Abrió los ojos lentamente y atisbó con calma forzada el cielo del atardecer. ¿Y si regresaba a la colonia solamente hasta averiguar qué especies locales podía consumir sin peligro...? Pero el aliento le siseaba ruidosamente a través del pico cuando glándulas letárgicas le enviaban nuevos estímulos a la corriente sanguínea.

    Luego oyó el crepitar de botas bajo el árbol. El humano de Britthold se había reunido con el salvaje níveo. Ambos lo estudiaban estirando los labios. Pronto notó que el joven llevaba una sola pistola calórica en la cintura, el otro dos.

    —El residente Dublin nos pidió que te informáramos que no estás obligado a regresar inmediatamente a la colonia si necesitas tiempo para poner tus ideas en orden —dijo el humano de Britthold—. Pero tenemos órdenes de llevarte antes del mediodía de mañana.

    ¿Había malinterpretado acaso las intenciones del humano a bordo? Tiehl descendió cautelosamente a las ramas inferiores.

    — ¿Y si no quiero regresar con vosotros? —aventuró.

    Una sonrisa irónica cruzó los labios del humano.

    —Dije a Dublin que haría lo imposible por llevarte —su mirada, apartada de Tiehl, escudriñaba las sombras cada vez más densas—. Parece que hay señales más allá, banderines rojos en postes metálicos. Mientras no nos lleves más allá, estaremos dentro de los límites permitidos.
    —Hace media hora que atravesamos los límites, comandante —dijo el joven níveo meneando la cabeza.

    El otro humano arqueó las cejas con exageración.

    — ¿Tan cerca del campamento? No hay mucho espacio para pasear...

    El joven, cauto, habló entornando los ojos descoloridos.

    —La Autoridad no aprueba los vagabundeos. Pocos residentes tienen interés en llegar siquiera a los límites.

    El otro volvió a sonreír de manera irónica.

    —Entonces podríamos considerarnos perdidos... Si no tuviéramos que llevar de vuelta al ehminheer. ¿Cuánto hace que te asignaron a Hogar Selmarri, Wells?

    Enfrentando la mirada del otro, el joven sopesó cuidadosamente la respuesta.

    —Me lanzaron hace tres meses.
    —De alguno de los mundos glaciales, obviamente —gruñó el otro—. ¿Te atraparon en Morada de Hielo II o en Región del Hombre Lobo?

    El joven se endureció visiblemente.

    —Soy talberonés de séptima generación. Antes del análisis de sangre había completado mi travesía de supervivencia radio-cinco. Era uno de los cincuenta elegidos para hacer la travesía radio-seis el año siguiente, para poder ingresar en la Academia —la amargura le ofuscó la voz—. Este año.

    Tiehl bajó una rama más, interesado. De modo que el joven no era un bárbaro descendiente de los que habían sobrevivido en las primeras partidas de exploración por los mundos nevados... En cambio era heredero por nacimiento de la leyenda de Talberón, un rudo mundo minero de glaciares, montañas y llanuras nevadas que los talberoneses se proponían transformar a la larga de infierno helado en jardín. ¿Y por qué en su propia Ehminhee no se habían dedicado a educar criadores de árboles resistentes a los virus? Pero la respuesta a eso estaba en sus propias glándulas. Muy pocas generaciones separaban a los ehminheer de su estado predatorio y solitario. Los ehminheer estaban aprendiendo a colaborar con sus congéneres. Cuidadosamente, Tiehl descendió una rama más.

    — ¿Travesía? Entonces has tenido mucha experiencia de campo en supervivencia... Seguro que habrás podido aplicarla aquí, ¿verdad?

    De nuevo el joven entornó los ojos.

    —A un grupo de nosotros se le permitió explorar el norte de la colonia el mes pasado —dijo sin comprometerse.
    — ¿Y qué descubristeis?
    —Muy poco, salvo las ruinas de una aldea. Nosotros...

    El otro humano expresó la misma sorpresa de Tiehl, de modo áspero.

    — ¿Aldea? Según la cinta de orientación no hay vida superior en Selmarri. De hecho...
    —Ahora no la hay —corrigió el joven—. Pero el planeta estuvo habitado tiempo atrás..., por humanoides de toda clase. Descubrimos unas pequeñas estructuras de piedra, casi todas derrumbadas, y unos pocos implementos y artefactos, pero nada que nos diera alguna clave de lo ocurrido a los habitantes de la aldea.
    — ¿Ningún resto humanoide?
    —Ninguno. Apenas teníamos tiempo para una investigación a fondo. El lugar estaba repleto de malezas, y Dublin nos había concedido sólo cinco días. No era suficiente para obtener resultados sustanciales.
    — ¿No has podido regresar para hacer un estudio a fondo?

    Wells frunció el ceño hasta unir las cejas blancas.

    —Dublin nunca había autorizado a ningún grupo para transgredir los límites. Ha explicado claramente que no concederá más permisos.
    — ¿Bajas?

    Wells se encogió de hombros.

    —Presumiblemente. Una mañana nos despertamos con un hombre menos. Nunca pudimos encontrarlo, pues no quedaron rastros de violencia. Otro miembro del grupo contrajo una enfermedad, hongos que no han respondido a los tratamientos.

    El otro asintió con un gruñido.

    — ¿Y nadie sabe cuánto hace que se extinguió la presunta raza humanoide?
    —Lo único que se sabe con certeza es que alguna vez existió. Aparentemente la Autoridad sólo emprendió un estudio superficial del planeta antes de fundar la colonia —el joven reflexionó un instante—. ¿Es usted oficial de la Flota de la Autoridad, o entendí mal?

    El otro meneó la cabeza.

    —K'Obrohms sirvió en la Flota como técnico de navegación. Yo soy Cheram Verrons, oficial retirado del Servicio de Exploración de la Autoridad. Pasé mis años de servicio al mando de grupos de estudio en planetas periféricos, especialmente grupos becados por centros académicos y equipos de investigación de recursos —frunciendo el ceño se volvió hacia Tiehl—. Ehminheer, ¿avistaste algo interesante desde el aire?

    Tiehl cerró el pico involuntariamente. Pero no podía escatimar información si quería al humano como aliado temporario contra la jungla. Se sobrepuso a sus impulsos y bajó al suelo.

    —Entre este lugar y las montañas hay un grupo de estructuras —dijo.
    — ¿Más ruinas? —preguntó Verrons.
    —No parece que fueran ruinas. Y tampoco son primitivas. Se yerguen en una meseta chata, construidas de piedra rosada. La estructura central...

    Pero se interrumpió bruscamente. La cooperación inicial era necesaria, pero no tenía por qué decirlo todo.

    Los dos humanos le estudiaban la cara atentamente.

    — ¿A qué distancia está ese grupo de estructuras? —preguntó Wells.
    —Nunca viajé por la jungla —dijo Tiehl, defensivo—. Si queréis la distancia en kilómetros...
    —A mí me interesan más tus intenciones —interrumpió el comandante Verrons—. ¿Planeabas dirigirte inmediatamente hacia ese conjunto de estructuras? Y en tal caso, ¿estás enterado de algo que yo no sepa sobre la flora y fauna local, algo que te permita aprovechar los recursos naturales sin envenenarte, ehminheer?

    Los ojos de Tiehl centellearon ante el desafío. El humano había acertado en el centro de sus dudas. Escrutó la vegetación hostil, el hambre ya le hacía arquear las garras. No sabía absolutamente nada de este mundo. Aquí, aun las presas frescas podían ser letales para un ehminheer.

    Casi a regañadientes, Wells respondió a la pregunta de Verrons.

    —Varios de los primeros residentes eran biólogos del segundo equipo de estudios de Mazaahr V. Antes de morir clasificaron casi todas las plantas y animales del planeta y realizaron estudios extensivos de tejido. He tenido tres meses para estudiar ese material.

    Verrons arqueó las cejas oscuras.

    — ¿Y lo has estudiado?

    El joven afrontó con arrogancia la mirada inquisitiva.

    —Lo he aprendido de memoria... Texto, ilustraciones, hasta el índice —en tensión, indagó al otro hombre—. Supongo que usted ha de ser un experto en supervivencia...

    Verrons asintió.

    —Pero a juzgar por lo que dices, no tendré oportunidad de demostrarlo si espero el permiso de Davis Dublin.
    —En efecto. Será jefe de la colonia toda su vida y la floración no brotará hasta dentro de seis años.

    Y de golpe, sin previo aviso, Tiehl se encontró frente a dos miradas gemelas, una oscura y otra pálida. Eran tan intensas que lo sacaron de quicio. Soltó una serie de graznidos ásperos.

    —Me he propuesto dejar de vivir en una burbuja de plástico —declaró, defensivo.
    — ¿Podrías ayudarle tú, Wells, a sobrevivir aquí?

    El cabello del joven se le esparció en la frente, un mechón blanco y terso, cuando cabeceó para asentir.

    —Si él pudiera decirme qué elementos de una dieta humana normal puede asimilar, sí. Casi todas las especies de aquí son comestibles. Desde mi llegada he leído mucho sobre nutrición humana y he bosquejado lo que sería una dieta local segura.
    —Con la intención de desertar de Hogar Selmarri, tal vez...
    —Eventualmente —admitió el joven.
    — ¿Por alguna razón en particular?
    —Para hacer un radio-seis de reemplazo —dijo defensivamente Wells—. Planeaba triplicar la distancia de la travesía para compensar las condiciones menos rigurosas del área.
    — ¿Y después, cuando ya hubieras completado la travesía?
    —No tenía planes para después —respondió el joven con franqueza.

    Verrons asentía, mirando de hito en hito al ehminheer y al talberonés.

    —Pues me parece que nuestros propósitos coinciden. Wells tenía en mente una travesía. K'Obrohms ha avistado un destino adecuado. Y yo estoy dispuesto a poner en práctica cuanto sé de supervivencia en la jungla. Si no es necesario regresar al campamento en busca de provisiones, mudas de ropa, medicamentos...
    —Ya preparé un equipo de supervivencia al sur de aquí —ofreció Wells—. Unas pocas herramientas, primeros auxilios, varias cajas de cápsulas de nutrición. Y tenemos pistolas de calor para protegernos, o para cocinar lo que cacemos.
    —Casi lo olvidaba —Verrons se desprendió la funda extra de la cintura—. Dublin te mandó una de estas, ehminheer.

    Tiehl retrocedió instintivamente cuando le alcanzaron el arma. El furor de la caza casi lo había impulsado menos de una hora antes contra el talberonés. Si hubiera estado armado...

    —Tengo mis propias armas encima —dijo mostrando cómo sus garras hacían flexiones.

    Verrons se calzó el arma en la cintura después de encogerse de hombros, y se volvió hacia Wells.

    —Dublin no nos espera hasta mucho antes del mediodía de mañana. ¿Crees que despachará una partida si no regresamos?
    —Tal vez, pero no tiene gente competente para rastrearnos en la jungla —respondió prontamente el talberonés—. Y la nave monitora no lanzará personal para buscar a un grupo de tres.
    —Entonces podremos viajar sin prisa —concluyó Verrons—. Ehminheer, ¿quieres acompañarnos para recoger el equipo de supervivencia de Wells?

    Tiehl los atisbó a través de la creciente penumbra de la jungla.

    —Duermo al anochecer —les recordó.

    Verrons entornó los ojos.

    — ¿Necesitas la luz del sol para mantenerte despierto?

    Tiehl asintió, los párpados azulados ya se le cerraban.

    —A bordo de la nave se me puede alargar el día con luz artificial. Aquí me adormilaré en cuanto se haya puesto el sol.

    Verrons se volvió hacia Wells.

    —Tendremos que recoger tu equipo y volver aquí a pasar la noche, entonces. Despiértanos al alba, ehminheer. Queremos adelantarnos, por si Dublin enviara a alguien.

    Después que los humanos se internaron en la densa arboleda, Tiehl regresó al árbol y trepó de rama en rama. Buscó una percha en lo alto y cerró los ojos. Inmediatamente imágenes de la torre esbelta y rosada desfilaron ante él. La contrastó con las imágenes de los humanos y de sí mismo. Una señal de advertencia le cascabeleó en la garganta. Ningún ehminheer compartía la percha con miembros de su propia especie, ni de otras. Si era preciso conduciría a los humanos a la meseta, pero nunca les permitiría quitarle la torre rosada. Con esa resolución, se encorvó en la copa del árbol, y sus ojos copiaron el crepúsculo y lo transformaron en noche. La garganta se le entreabrió y Tiehl lloró nuevamente a su nave, cloqueando y arrullando su melancolía, consolándose en ella. Luego la luz tenue se borró del cielo y Tiehl se durmió.


    Capítulo 3


    A VECES, cuando la noche cerraba sus zarpas selváticas sobre Aleida, cuando se agazapaba callada y absorta entre su madre y la pared de piedra hasta que el cansancio aflojaba sus sentidos atentos, un sueño la atormentaba. En ese sueño caminaba bajo el cielo hosco de la mañana hacia los nidos de lagartogrís, una red y un morral en las manos. Cuando se acercaba a la orilla, unas lancetadas de luz bajaban de golpe y la inundaban, en una sensación tan intensa e inesperada que se aferraba la cara fulgurante y soltaba un alarido agónico. El grito, sin embargo, siempre era silencioso.

    Corría sin cesar hasta que la luz torturante se replegaba en el cielo. Luego Aleida oía un bramido reverberante, una risa burlona desde una garganta lejana. Estaba en alguna parte, allá arriba, envuelta en las nubes grises de la mañana. En respuesta el cuerpo de Aleida se arqueaba y su propia garganta se abría en un grito terrible y ronco. Los dos gritos se unían entrelazados en sinuosidades como serpientes de arroyo que copularan en la superficie del agua, y milagrosamente los pies de Aleida se elevaban del suelo. Una rápida mirada hacia abajo le revelaba que el suelo retrocedía.

    En cambio, otra rápida mirada hacia arriba le mostraba que el oscuro vientre nuboso bajaba hacia ella. Aleida sentía descender ese peso oscuro. Su grito se angostaba en gemido. La única defensa era entrelazarse los dedos por encima de la cabeza en una configuración muy especial que parecía inspirada por otro tiempo, otra circunstancia.

    La defensa daba resultado. Las nubes no bajaban más. En cambio Aleida las perseguía subiendo hasta darse la cara contra ese vientre húmedo. Enceguecida, ascendía a través del aire mojado.

    Emergía a una llanura de blancura deslumbrante, un tipo de luz diferente de todas las que había percibido, limpia, dura y amarilla, nacida del sol, libre de la contaminación atmosférica. Sus haces rígidos le frotaban la piel, la abrasaban, la escaldaban. Erguía la cabeza y otro grito le surgía de la garganta.

    Este grito no era de dolor sino de fusión. El contacto violento del sol le arrancaba capas aislantes de carne, y ella, el sol y el cielo se fundían inexplicablemente en uno. Aleida se encontraba de pronto infinita y alta, ilimitada en la fuerza radiante de la energía. La respiración se volvía superflua, la sensación difusa. Su visión terrena se enturbiaba, pero lo conocía todo, conocía la infinitud a través de las moléculas ondulantes y atareadas de su cuerpo aéreo. Casi oblicuamente al mundo en láminas amarillas, brillaba con un fulgor incomparable, barría tierras y aguas con vientos devastadores. Observaba su universo a través de una aureola de brillo naranja.

    Mientras existía en la unidad, giraba y se zambullía, luego echaba la cabeza hacia atrás y penetraba las regiones más altas del cielo. Y mientras se elevaba, un segundo grito le llegaba de las nubes. No era la risa gruesa y burlona de las nubes más gordas y bajas. El grito era penetrante y dulce, la atraía sin remedio.

    ¿Hacia dónde? ¿Cómo podía saberlo si el encuentro nunca se consumaba? La ansiedad la arrastraba con excesiva celeridad. Se lanzaba hacia los cirros altos hasta sobrepasar las fuerzas que le permitían volar. De pronto perdía el poder del vuelo y la gravedad la tironeaba. Aterrada, se soltaba las manos y deshacía la configuración especial y caía, un objeto extraño que se precipitaba en el aire. Despertaba con un chillido que hacía murmurar a sus padres.

    Ellos no despertaban. Sus padres rara vez se despejaban o levantaban durante las horas de oscuridad. Abrazaban sus sueños pálidos, lacios y quietos como animalejos.

    Todavía acuciada por la sensación del sueño Aleida se incorporaba, se comparaba con ellos. Ya era más alta que sus dos padres. Y era diferente de ellos, de sus hermanas y de todos los que dormían en la guarida de piedra, también en otros sentidos. Tenía un cabello tosco, una mata enmarañada, mientras que el de ellos era terso y dócil. Cuando caminaba, cuando corría, sus movimientos expresaban una avidez que nunca había impulsado a ningún otro integrante del pequeño grupo, ni siquiera en la juventud.

    Turbada, Aleida se levantaba de un brinco y se abría paso entre los cuerpos dormidos. Salía de la guarida de piedra a correr bajo el cielo melancólico. Pero las capas grises de nubes la separaban de las regiones brillantes del sueño. Estaba exiliada en tierra, y ya no formaba parte de nada salvo de sí misma.

    Luego regresaba a la guarida penumbrosa y se sentaba en la estera a observar a los otros integrantes de la pequeña banda que vivía entre los escombros de la ciudad muerta. No eran muchos y en las horas de la vigilia correteaban como animales tímidos. Hasta el lenguaje era quejumbroso, como la llamada de un colaespín solitario. Sabía que ninguno de ellos había surcado las nubes por la noche. Y ninguno de ellos había conocido los otros sueños, los sueños más oscuros y sangrientos de extraños poderes. Ella era la única. Estaba apartada del resto. Aún no sabía hasta qué punto apartada, pero sin duda una noche sus sueños se lo revelarían. Una noche. Y se tendió de nuevo para dormir, abrazándose el cuerpo para ahuyentar las dudas.

    La mañana tardía hurgó la guarida con dedos pálidos, trazando bosquejos en el polvo del suelo. El aire olía a encierro nocturno. Mientras los demás saludaban el día con su parloteo, Aleida se encorvó en un silencio huraño para que su madre le sujetara y anudara el pelo. Esa dolorosa domesticación del pelo era ritual en su reciente madurez, una madurez que despreciaba.

    Su pelo la despreciaba también. Cuando llegaba a las orillas fangosas ya se le había desprendido, así como esa sensación de poder de la noche amenazaba desprendérsele de la mente. La temporada anterior, antes que su cuerpo hubiera dado indicios de preparación, la sensación de poder de Aleida siempre se había disipado con el alba. Ahora, cuando se incorporaba del sueño, todavía la sentía consigo, un zarcillo desnudo y brumoso que se expandía hasta transformarse en una nube de presión interna. Si alguna vez llegara a encontrar el mecanismo que la liberaba, enturbiaría el aire acre de la guarida hasta envolverla en su opacidad.

    Aún contenida, le empañaba la visión y le alteraba las percepciones hasta agudizarle la sensación de que ni siquiera en los pensamientos se parecía a los demás. Esa percepción se intensificó con la madurez.

    Ahora vadeaba el arroyo escudriñando las orillas tibias en busca de nidadas. Su placer de la mañana era partir los crujientes huevos de lagartogrís y verterse en la boca la capa de viscosidad salada que luego se le deslizaba por la garganta. Después le gustaba limpiarse la sustancia salada con tallos de hierbamarga arrancados de los bordes de la ribera. Pero esta mañana no podía concentrarse. Antes había oído pasos en la espesura cuando corría desde la guarida. Ahora los mismos pasos aplastaban el cieno a sus espaldas. Cada vez que se volvía para expresar su enfado, el caminante se ocultaba en las sombras.

    Pero no antes que ella alcanzara a advertir el movimiento.

    Ante eso no reaccionaba con las emociones que expresaban las otras hembras. Los órganos no se le contraían en un retortijón explosivo de excitación. No le ardía la piel, no le lagrimeaban los ojos. Por cierto, no sentía en las vértebras oleadas de placer. No. Sabía que su padre había comunicado a sus hermanos su nueva condición cuando se hizo evidente por primera vez. Conocía el rito proverbial que salmodiaban a los oídos de los machos. Había replicado con su propio mensaje a los ojos masculinos: no soy receptiva para vosotros, para ninguno de vosotros.

    Ahora uno de los machos de la banda la seguía pese a todo. Aleida se detuvo y lanzó una mirada desdeñosa a los árboles de la orilla. Pero los pasos continuaban la persecución en cuanto avanzaba. Ultrajada, sintió que rápidamente se intensificaba una combinación de aquel fastidio suyo con la sensación de poder onírico. Y aunque experimentaba su poder como una nube interior, sus verdaderos colores eran más oscuros.

    Más sangrientos.

    Echó una mirada feroz por encima del arroyo turbio, luego hacia atrás. Se anudó deliberadamente el pelo rígido. Era el signo ritual de aquiescencia.

    Oyó el parloteo excitado del perseguidor. Entonces lo incitó a mostrarse. Caminó a lo largo de la orilla hasta que encontró rastros de otro nido. Cuando su sombra cubrió el diminuto agujero, un lagartogrís se escabulló velozmente y se sumergió en el arroyo barroso. Ella esperó, luego se arrodilló y hurgó con los dedos el interior herboso del nido. Las puntas de sus dedos encontraron la cáscara de un huevo.

    Aleida desayunó a sus anchas echando hacia atrás algunas miradas provocativas: dos huevos salados, varios manojos de hierbamarga, un puñado de bulbos amarillos de minna, un largo sorbo de agua fresca. Luego se lavó las manos y la cara, se enlodó el pelo para sujetarlo y siguió su camino. Su andar y su porte destacaban las redondeces oscuras de su reciente madurez.

    ¿Y cómo podía saber él, al seguirla, que Aleida no era un pequeño lagarto para su morral de caza, que en vez de un tierno manjar ella era la cazadora acechante y él la presa? Cruzaron el río y se internaron en la jungla densa. Las ramas proliferantes creaban un río de sombra que fluía turbio bajo los árboles y se arremolinaba perezoso en el matorral. La luz que las hojas filtraban sumergía a Aleida y concordaba con sus sentimientos, oscuros y sofocantes. Imágenes sangrientas fluctuaban en los resquicios más profundos de su mente.

    Otras cosas surgieron también mientras lo conducía hacia el dosel de apareamiento, cosas que nunca antes habían aflorado del sueño a la conciencia: posturas, configuraciones. Mientras avanzaba entre las matas Aleida experimentó un nuevo conocimiento con unas flexiones de sus músculos, y su sensación de poderío se renovó y agudizó.

    El poder existía, vivía en alguna parte dentro de ella, y también en alguna parte fuera de ella. Fluía, una presencia difusa sin destino ni organización. Pero había medios para infundirle coherencia, para moldearlo en un haz que relampaguearía y abrasaría, y ella podría blandirlo como un arma. Tenía esos medios en sus propios músculos. Arqueando la espalda, estirando los músculos de las piernas, entrelazando los dedos...

    Las sombras se ahondaron. Los matorrales entorpecían los pasos de Aleida. Copos de musgo velludo se hinchaban, espesos y suaves, en los troncos de los árboles. Era convención que cuando la hembra se arrastraba por la estrecha boca del dosel de apareamiento el macho esperaba un intervalo antes de seguirla. Luego se demoraba en el túnel tortuoso y por último, cuando los ojos se le hubieran acostumbrado a la oscuridad, entraba en la cámara principal.

    El dosel se abría bajo árboles protectores. Aleida entró y esperó, el cuerpo tenso y expectante. Cuando oyó el chasquido tenue de los tallos bajo los pies del macho, ya estaba en el centro del dosel musgoso, el cuerpo arqueado de una manera muy especial. La hojarasca blanda le acariciaba los pies. Se había soltado el pelo y así se había formado una aureola rígida alrededor de la cabeza. Y cuando le vio los ojos brillantes, levantó los brazos y alzó las manos. Sus dedos bailaban como serpientes de arroyo, predatorias.

    Él entró en la cámara y sus ojos relucientes se ensancharon sobresaltados, luego atemorizados. Aleida lo reconoció inmediatamente: Pystarr, el compañero-de-edad de su hermano mayor. Ahora lo contemplaba a través de velos de poder que de golpe irrumpían, colgantes como láminas de luz naranja en el aire enrarecido. Ondulaban y cimbraban desde sus dedos danzantes, vividos, vibrátiles. Ella alegaba su condición de ser, se lo decían a él los ojos y el porte, mientras que él era un animal. Y ella no se apareaba con animales.

    El aterrado Pystarr trató de volverse en la boca del túnel, trató de vocear su miedo. Sólo emitió un chillido. El túnel jadeó, rechinó y estalló. Pystarr salió a la jungla y se alejó gritando y moviendo las piernas morrudas como poseído.

    Aleida quedó libre, agitaba aún los dedos con ferocidad, en la mente, de pronto una carga de perpleja impotencia. Pues con el chillido de miedo de Pystarr los velos de luz se habían apagado. También su sensación de capacidad para producirlos en el instante. Aleida se empeñó en arquear el cuerpo y dejar que los brazos se agitaran y retorcieran. Ninguna cortina naranja bailoteó alrededor de ella. Y tras un breve arrebato de frustración comprendió —demasiado tarde— que cuando Pystarr llegara a la guarida contaría lo ocurrido a sus compañeros-de-edad, y luego el rumor se difundiría por la pequeña banda hasta que lo supieran todos.

    ¿...supieran, qué? ¿Del extraño poder sobrenatural que ella había convocado? ¿Y por qué se le había otorgado a ella? No tenía respuesta para ninguna de estas preguntas. Esa temporada había entrevisto el pánico en los ojos de su madre, supo que había ciertos secretos oscuros que aún no le habían revelado. Eran secretos que tradicionalmente los adultos susurraban a los jóvenes adolescentes y creaban una hebra de miedo que unía a todas las generaciones en una. Pero Aleida ignoraba los secretos. Después que Pystarr contara lo ocurrido, ¿su madre se los susurraría? ¿Y qué significaría que no se los revelaran? Aleida se tocó el pelo rígido y su sensación de marginación se ahondó en un abismo. Nunca había conocido más gentes que éstas, aunque sabía que otras bandas merodeaban entre las ruinas de otras ciudades. Si no pertenecía a este pueblo, no compartirían con ella los secretos. ¿Quién era, o qué...? ¿Estaba sola en el mundo?

    Caviló un buen rato fuera del dosel desierto. Por último decidió protegerse de la única manera posible. Cuando la cháchara de Pystarr llegara a oídos de los adultos declararía que ese día no había visto a Pystarr, que no se había acercado siquiera al dosel de apareamiento. Diría en cambio que había estado cazando en la densa espesura del otro lado del arroyo. Pystarr la calumniaba porque había frustrado sus deseos. Ellos sabían que no quería unirse a él hasta que fuera más hombre y menos colaespín.

    Entonces se puso a correr a través de la arboleda. Vadeó el arroyo, buscó presas para su morral, para sustentar su declaración. Poco después del cénit regresó a la guarida de piedra con el morral lleno. La madre estaba sentada en la plaza ruinosa. Movía con rapidez las manos pardas y diminutas, ya para elegir un junco de los que tenía al lado amontonados, ya para insertarlo en la estera para dormir que tejía. Era menuda, y la edad la había oscurecido. Ni siquiera el lodo que se echaba en el pelo cada mañana bastaba para asentárselo. Alzó los ojos cuando Aleida se acercó.

    — ¿Qué traes, Ale'a?
    — ¡Esto! Pasé la mañana entera cazando. Aquí hay suficiente para todos por hoy —antes que la mujercita pudiera hacerle más preguntas, Aleida le arrojó el morral a los pies y se alejó de prisa. ¡Que Pystarr hablara!

    Más allá de la guarida de piedra, la profunda catacumba en la que dormía la banda, un árbol solitario crecía en la superficie resquebrajada de la plaza. Exhausta, Aleida se encaramó a una horcadura musgosa para dormir una siesta.

    Poco más tarde despertó sobresaltada. Una voz chillaba abajo. Aleida miró y vio a sus hermanos más pequeños, que huían a través de la plaza. Aleida se apresuró a bajar.

    — ¿A dónde corres, lagarto?
    — ¡Diablos! ¡Ocúltate! —aulló el pequeño, los ojos desorbitados—. Hemos visto diablos venir a través de la arboleda.

    Se alejó de prisa y desapareció en la primera entrada como perseguido.

    Alertada, Aleida distinguió otros gritos de miedo. Pronto abandonó el árbol y se dirigió adonde había dejado a su madre. Sólo encontró gavillas de juncos. Pero desde la guarida oyó voces atemorizadas.

    — ¡Diablos...! ¡Vienen hacia aquí! ¡Demonios de la jungla! —atisbó en torno, y aún no había atinado a decidir hacia dónde huiría cuando un grito electrizante le llegó desde la jungla, más allá de la plaza. Fue como un zarpazo, áspero y profundo. Se volvió bruscamente.

    Tres criaturas entraron en la plaza. Eran tan extrañas, con un aspecto tan inesperado, que Aleida apenas atinó a hacer más que asimilar aquella improbabilidad. De pronto la boca le resultaba inútil, sus gritos de horror morían sofocados.

    Se le paralizaron los pies. Al cabo de una pausa se movieron y Aleida se alejó y entró en la guarida de un brinco. Encontró las cámaras almizcladas iluminadas por los dedos pálidos del sol del mediodía, y por el miedo que relucía en el aire, un olor dulzón y asfixiante.

    Alguien la tironeó.

    — ¿Tú también viste a los diablos, Ale'a?
    —Los vi —jadeó, pero su pánico inicial desapareció rápidamente mientras esperaba agazapada junto a los demás. Desde fuera oyó nuevamente la voz áspera, luego otra voz más suave.

    Cuchicheos excitados recorrieron la guarida.

    — ¿Lo oís? Dice palabras. Palabras diabólicas.

    Su hermano le tironeó el brazo.

    — ¿Lo oyes hablar, Ale'a?
    —Lo oigo.

    También oía los pies que se arrastraban en la piedra, que rechinaban en la roca. Y oyó sus propias intenciones, que le hablaban claramente desde su interior. Pues no era un animal para acurrucarse de miedo en un sótano turbio. Cuando ambas voces pasaron, Aleida se levantó y corrió hacia la entrada. Una súplica aterrada, la de su madre, la siguió desde la guarida.

    Silenciosamente, ocultándose tras las paredes, siguió a los intrusos por las plazas cubiertas de escombros. El más alto era una criatura inquietante y azul, con cabeza, brazos y piernas desproporcionados. Sus compañeros tenían un rostro y un cuerpo muy parecidos a los de ella. El más menudo vestía un atuendo celeste que le cubría casi todo el cuerpo y dejaba expuestas sólo las manos y la cara, extrañamente pálidas. El pelo terso y blanco reflejaba el sol. El segundo era más alto, más corpulento y oscuro, y vestía de castaño. Pero ésas eran sólo diferencias físicas, no le decían casi nada. ¿De dónde venían? ¿Por qué estaban aquí? ¿Qué querían?

    Los siguió sigilosamente por la ciudad, mientras hablaban y gesticulaban, exploraban guaridas abandonadas y trepaban a pilas de piedras rotas, arrojando siluetas extrañas contra el cielo de la tarde. Cuanto más los seguía, más diferentes le parecían. El más alto era de matices brillantes y se movía con brusquedad. Los otros eran más lentos y calmos.

    Fue el más alto el que mató al piedrapuerco cuando, cerca del extremo opuesto de la plaza, el animal huyó de su escondrijo al oír que se acercaban. Con un brinco veloz, la criatura azul derribó al puerco berreante y le desgarró la garganta con el arma córnea que le sobresalía de la cara gárrula. Luego despellejó al puerco con rápida precisión y los tres se repartieron la presa. El más pequeño extrajo un instrumento del cinturón de su atuendo y le apuntó; una estría naranja bañó la carne del puerco. Aleida se aproximó, olisqueaba algo extraño en el aire.

    Se sentaron a comer. De pronto, mientras comían, el más alto arrojó a un lado su porción de carne y se abalanzó sobre el escondrijo de Aleida soltando un grito paralizante. La reacción de Aleida fue instintiva. Saltó del escondite, arqueó la espalda y estiró los dedos. A través de los velos naranja vio que la criatura azul se detenía, que las otras criaturas se levantaban. Sus dedos bailaban, arrancaban del aire vetas luminosas que unía en lienzos pesados para arrojarlas como redes sobre la presa.

    Ninguno de los tres cayó. Ninguno se retorció y gritó como le habían anunciado sus sueños. Ninguno se estremeció entre convulsiones agónicas. Tampoco huyeron. Luego el más alto se le acercó de nuevo haciendo flexiones con sus largos miembros en un enfático movimiento lento. Inmediatamente Aleida perdió la confianza. ¿Extraía del aire velos naranja o sólo lo imaginaba? Pero Pystarr los había visto. Pystarr había escapado hacía sólo unas horas.

    Aunque Pystarr no había caído al suelo en medio de chillidos. Tal vez solamente hubiera huido de su extraña postura en la cámara penumbrosa, de la temible aureola de pelo. Aleida aflojó los brazos. Con un grito, se volvió y atravesó la plaza a la carrera.

    Las voces espantosas la siguieron; una chillaba, las otras llamaban. Pudo evadirse de ellos, y al fin se arrojó en una guarida abandonada. Allí yació mucho tiempo antes que las voces se desvanecieran a lo lejos. El aire era espeso y hediondo. Pero su sensación de poder había sido tan real...

    Era real, insistía una parte de su ser. Los extraños eran inmunes porque eran extraños, simplemente; criaturas que no tenían por qué reaccionar ante su red de luz. Alentada por este argumento, Aleida se reanimó y se arrastró fuera de la guarida. Los extranjeros se habían ido, sólo dejaron un charco de sangre y un montón de huesos en el perímetro de la plaza. Aleida regresó sin prisa a la guarida de su banda y atravesó la puerta abarrotada de escombros. Sus padres, sus hermanos, los otros, todavía estaban agazapados en las sombras. Habían impregnado la cámara subterránea del olor dulzón del miedo. Era una niebla sofocante que colgaba en el aire.

    — ¿Los diablos? —preguntó el viejo Namar, y alzó la cabeza para mirar atemorizado a Aleida. Sus palabras terminaron en un gimoteo de ansiedad.
    — ¡Se fueron! —exclamó ella.
    — ¿Se fueron? ¿Se fueron? —un susurro entrecortado recorrió la guarida.
    — ¿Se fueron? —repitió la madre de Aleida tocándole el brazo.
    —Se fueron. A la jungla —alardeó ella. ¿Qué importaba si no habían huido por orden suya? Y entonces otro susurro hormigueó en el aire.
    — ¿Volverán? ¿Volverán?

    Aleida fulminó las cabezas gachas con una mirada autoritaria. Eran pequeños, desvalidos. Por primera vez sintió deseos de protegerlos.

    —No regresarán aquí —anunció.
    — ¿No? ¿No? —insistió esperanzada su madre.
    —No regresarán.

    La madre pasó la mano por el hombro de Aleida. Pero enseguida la retiró, se la escupió, luego palmeó con ella el pelo de Aleida.

    — ¿Tú lo hiciste, Ale'a?

    Ante esa pregunta servil, el humor caritativo de Aleida se evaporó al instante. Se apartó de esa caricia húmeda, arqueó la espalda. Los brazos adoptaron por propia voluntad el gesto que ese día ya había utilizado dos veces.

    La reacción de su madre —el jadeo abrupto, la repentina niebla oscura que le relucía en el rostro— la detuvo. Aleida retrocedió, dominó sus músculos ondulantes. Esa temporada había visto miedo en los ojos de su madre. Ahora comprendía cuándo lo había visto: cuando su madre la había tocado y ella se había apartado; cuando su madre la había peinado y ella había escupido; cuando su madre le había susurrado y ella había respondido con palabras hirientes. Aleida recorrió a la banda con su mirada. En casi todas las caras veía reflejado el miedo de la madre.

    Le inundó una abrasadora necesidad de venganza que le inflamó el cuerpo hasta las yemas de los dedos. El cabello pareció erizársele y un sonido tenue le brotó de la garganta. No era preciso que fuera alto o áspero cuando el miedo era tan obvio en cada rostro.

    Poseída, Aleida se precipitó a la puerta y se lanzó hacia la luz del sol. Sus ojos encontraron la parte inferior de las nubes, hoy escasas, un fulgor blanco. Atravesó la plaza a la carrera y el grito que había lanzado cien veces en sueños le surgió de la garganta y trepó al cielo de la tarde como una serpiente enroscada, grueso y sinuoso. Velos naranja de poder rodaron con él, cimbrando alrededor.

    Esta vez ningún grito le respondió de lo alto. Sólo el sol en los hombros y la piedra bajo los pies. Por un tiempo bastó.

    Después no. Aleida recorrió la ciudad en ruinas con avidez, formando con los dedos la configuración especial que recordaba de sus sueños. Gritó al cielo, bramó a las nubes, pero no pudo unirse a las fuerzas superiores. Permanecía aparte, exiliada. Con desesperación se dirigió a la orilla y arrojó el grito al arroyo, resuelta a unirse con el flujo del agua. Una fuerza natural en sí misma, bañaría el cauce del arroyo. Soltaría burbujas de tierra y lodo, se arremolinaría alrededor de serpientes y lagartos, los ahogaría y desprendería las carnes de los huesos frágiles.

    Pero pese a la urgencia de su necesidad, el agua no se rindió al poder del grito. Furiosa, Aleida se alejó del arroyo y se arrojó en la orilla fangosa. Se frotó el pelo con lodo. Rodó en el cieno. Era espeso, resbaladizo y tibio.

    Estaba separado de ella. Ella estaba separada del cieno. Estaba separada de todo y de todos.

    Luego una cierta sensación le llamó la atención. No estaba unida con el agua ni el cieno, con las nubes ni el viento ni el sol. En cambio estaba totalmente unida consigo misma, con esos órganos que habían rechazado el cortejo de Pystarr. Ahora, inexplicablemente, se hendían y palpitaban y le enviaban dulces torrentes de dolor por todo el cuerpo. ¿Por qué? Impulsada por una nueva avidez, Aleida se lavó en el arroyo y regresó a las guaridas. Mientras corría, la sensación se hacía más intensa y dulce hasta sobrecargarle el sistema nervioso que le hizo ondular y estirar la piel, alternativamente.

    Cuando estuvo cerca de la guarida notó que de nuevo cundía la alarma. Su gente estaba reunida en la plaza; chillaba de terror, señalaba el cielo.

    — ¡Un diablo viene aquí! ¡Un diablo viene del aire!

    Aleida se detuvo y miró el cielo, escudriñó las nubes. No veía nada, pero la pulsación se fortaleció. Impulsivamente unió los brazos y entrelazó los dedos.

    — ¡Un diablo! —su familia trató de huir, pero Aleida no se movió. Sus hermanos le tironearon los brazos, su madre chilló de pánico, su padre bailoteó en la piedra con frenesí. Aterrorizados, forcejearon para arrastrarla a un refugio—. ¡Ale'a, ven!
    — ¡Ven con nosotros, Ale'a! ¡El diablo...!
    — ¡No! —dirigía las manos y los ojos al cielo. Por último su resistencia los derrotó y la abandonaron. Correteaban hacia el refugio tras los otros miembros de la banda.

    Entonces él bajó del cielo. Al principio no era más que una silueta contra las nubes, luego descendió más y cobró forma. Era más oscuro que Aleida, mucho más oscuro. Los brazos y las piernas eran más largos y musculosos, y tenía entrelazados los dedos de las manos. Además, en una configuración que Aleida conocía. Ella unió nuevamente los brazos. Sus dedos inquietos imitaron los de él y sus piernas se estiraron mientras su cuerpo entero se arqueaba hacia el aire. Mientras él se acercaba la necesidad de Aleida era enorme, terrible. Le consumía cada filamento nervioso, le abrasaba cada fibra muscular.

    Él sobrevoló la plaza haciendo restallar el aire, tan bajo que ella pudo verle la cara, encontrarle los ojos. Fulguraban con un verde diabólico, y entre ellos, hundido en la carne casi negra de la frente, había un gran cristal verde que centelleaba con el mismo brillo que los ojos. La luz verde segó el aire fugazmente.

    Pese a sus apasionados esfuerzos, los pies de Aleida no se despegaban de la piedra. Lanzó un grito que desgarró el aire, una exigencia inarticulada... Él no la escuchó. En cambio la abrasó un instante con su mirada verde y luego regresó a las alturas. La forma negra se redujo hasta ser nuevamente una silueta. Al desaparecer, se reunió con las nubes.

    Y no regresó. Colérica, Aleida bramó de furia hasta enronquecer. Luego se arrojó derrotada sobre la piedra de la plaza. Su desesperación la rodeó de negrura, un pozo voraz que la engullía.

    Paulatinamente advirtió que los miembros de la banda estaban acuclillados en filas alrededor de ella, a cierta distancia. Tenían los ojos desencajados y húmedos, y todos los rostros rezumaban la humedad dulzona del miedo hasta formar charcos en la piedra, un hedor sofocante. Al rato la madre se adelantó y tocó el pelo de Aleida, lo escupió y lamió con la lengua. Esta vez Aleida se prestó al rito que despreciaba. El día había estado repleto de acontecimientos. Pese a su frustración, ahora necesitaba tiempo para unir los manojos de experiencias nuevas y entretejer con ellos algún diseño coherente. Pues sabía que hoy la trama de su vida había sido radicalmente alterada. Y hasta que llegara a tener una cabal comprensión de la índole de la alteración, tendría que beber las heces de un amargo descontento.


    Capítulo 4


    ERA LA MAÑANA del día sexto cuando Tiehl irguió la cresta al despertar del sueño, dirigió la ultravisión hacia las montañas y quedó fascinado por una astilla de resplandor rosado, un tallo de luz solar que se le reflejaba en los ojos como una lanza de energía pura que hendiera el aire húmedo. Era la primera vez que Tiehl lo veía desde su descenso en paracaídas hacia Hogar Selmarri. Puso su cuerpo y sus sentidos en tensión, trató de enfocar la visión, pero el aire espeso emborronaba los detalles. Bajó rápidamente al suelo, pasó por alto los sonidos de sus compañeros humanos que despertaban y agitó el plumaje en el aire de la mañana. Ocho años atrás, cuando se puso el uniforme de la Flota, el plumaje le había disminuido. Y ahora, estimulado por la exposición, volvía a recubrirlo densamente. Pronto alcanzaría la misma exuberancia de la cresta y la zona genital. Pronto sería un plumaje maduro que destellaría contra el cielo, cuando él reclamara su percha.

    Y esa ansia hablaba en sus ojos titilantes. Había adecuado su andar al de los humanos durante seis días, dependiente de Wells para protegerse de un posible envenenamiento y del severo ascendiente de Verrons para contrarrestar la marea creciente de sus propios instintos primales. Ahora había absorbido suficientes datos dietéticos para mantenerse y los oscuros ojos de Verrons todavía estaban velados por el sueño, de modo que no esperaría más. Ese haz de luz lo arrastraba.

    Mientras corría entre los árboles perlados de rocío, la jungla semarriana se le desdibujaba en la percepción hasta reducirse a un marco oscuro para visiones relampagueantes de su nativa Ehminhee. El cielo de Ehminhee se alzaba duro y amarillo, una pared esmaltada. Lo estriaban árboles gigantes y blancos, y sus escasos bebesoles verde-amarillos sorbían la cruda luz del sol. El diseño de los troncos blancos contra el cielo amarillo y caliente era violento, pero bastaba un solo ehminheer alado para suavizarlo con el trazado de un arco ornamental en el cielo, las alas desplegadas poderosas y brillantes.

    Desde luego ésta era una Ehminhee que Tiehl sólo había conocido en leyendas y sueños. Pero ahora, con la pasión desatada de sus instintos inflamados, parecía romper la barrera invisible y achatarse contra el cielo amarillo y abigarrado. La cresta le ondeaba de modo salvaje en la luz repentinamente alterada. Forcejeó con pectorales atrofiados y el dolor le crispó el pecho hasta punzarle los ojos. Luego, aunque en sus fantasías no alcanzó el poder ascendiente de las alas ni sintió los bofetones del aire seco en la cara, pareció remontarse en el cielo amarillo hasta llegar a una horcadura alta que reconoció instintivamente como su percha habitual. Una furia posesiva le hirvió en las glándulas, destilación de siglos de vida como amo del bosque. Se posó en su percha agitando el plumaje y anunciando su señorío con estridencia a todos los puntos del cielo.

    Pero fue una victoria vacía. Sus garras no se cerraron sobre madera sólida, sino sobre una sustancia que se volvió líquida inmediatamente y se le escurrió entre los dedos. Sobresaltado, observó cómo su percha recién conquistada se derramaba cielo abajo, un torrente de pintura blanca. Un chillido indignado le laceró la garganta. Forcejeando, trinando, Tiehl se desplomó atravesando nuevamente la barrera entre los mundos.

    Inmerso otra vez en las sombras de Selmarri, Tiehl se encaramó a un árbol y escrutó el cielo tratando de imponerle de nuevo su visión de Ehminhee. Sólo obtuvo un atisbo amarillo, despojado de troncos entrecruzados, desnudo de raudos ehminheer.

    Estremecido por el espasmo pasional que lo había impulsado, trató de aplacar el impetuoso furor de la sangre con la fría realidad de los hechos. No había raudos ehminheer en este cielo ni en ningún otro porque ya no había alas. Y los ehminheer mismos eran los culpables. Era su vergüenza entre las especies inteligentes, una vergüenza que aun ahora podía hacer poco para alterarles la conducta. Cuando los antiguos bosques de Ehminhee murieron, las especies voladoras evolucionaron prontamente hasta transformarse en especies terrestres y las alas se convirtieron en obstáculos para los ehminheer. La velocidad adicional que les ofrecían para cazar les servía de poco cuando la presa se escabullía en matorrales o pantanos. En consecuencia, dada la maleabilidad genética de la especie, con el paso de las generaciones cada vez nacían menos ehminheer alados. Estos descubrían que la frustrada pasión de sus hermanos sin alas había evolucionado con perversidad para incluir un elemento nuevo y peligroso: una envidia tenaz por cualquier individuo o especie dotados del obsoleto don del vuelo. Aunque su plasma germinal hubiera desistido de la dominación de los cielos, la evolución más lenta de sus emociones no podía aceptar la pérdida de la supremacía. La envidia de los ehminheer alimentó un odio mortal y los ehminheer alados fueron cazados como presas. Ya sin refugio en las copas de los árboles —pues los árboles donde se posaban habían muerto tiempo atrás, y empequeñecieron—, cada vez fueron siendo menos los ehminheer alados para la reproducción. Hasta que por último se extinguieron.

    Antes de su traslado a Selmarri, Tiehl rara vez había sentido el impulso desnudo de ese odio mortal. En su juventud había encontrado vacíos los cielos amarillos de Ehminhee. Más tarde, a bordo de una nave, nada había estimulado su envidia. Se contentaba con permanecer a bordo aun cuando sus compañeros humanos tuvieran licencia para descender. La nave, a fin de cuentas, era alas, nido y percha, y satisfacía todas sus necesidades primarias. Pero ahora, en la evocación de la silueta voladora que había visto atravesar las nubes que rodaban hacia las montañas, las garras se le curvaban y una furia posesiva le relampagueaba en el pecho. ¿Qué criatura con dominio del vuelo dejaría de reclamar la torre rosada? Ninguna. Impulsado por la ansiedad, Tiehl bajó del árbol.

    Pero ni siquiera esa búsqueda podía conducirlo por la jungla más rápido de lo que permitían sus brazos y piernas. Avanzó en zigzag entre árboles macizos. Las lianas le molestaban cuando se le enganchaban en las garras y le tironeaban. Al fin, algunas horas después, pese a su graznido de protesta, el crepúsculo disolvió el mundo. Pese a su ansiedad los párpados se le cerraron, le velaron la visión. Enfurecido, Tiehl trepó en la enramada para dormir.

    Cuando la mañana le rozó los párpados irguió la cabeza, aguzó la visión, y el aturdimiento del sueño se disolvió al instante. La torre rosada fulguraba allá delante, una ahusada aguja de piedra bruñida que se alzaba de la superficie de la meseta entre un apiñamiento de estructuras con forma de cúpula. El ángulo de observación, la lenta evaporación de la niebla de la mañana, no le permitieron distinguir muchos detalles de esas estructuras, pero no importaba. Tiehl bajó del árbol; le siseaba la sangre, le castañeteaba el pico.

    Hizo un alto para devorar un animalejo de cola ancha. Luego reanudó la marcha por la jungla. El sol se acercaba al cénit cuando por fin llegó a la orilla de un arroyo repleto de sedimentos. El agua oscura era turbia, las orillas fangosas y tibias. La meseta se elevaba en el otro extremo del arroyo, y la vegetación de las laderas era una competitiva maraña de escarlata, verde y negro. Y en lo alto de la cima chata... El corazón de Tiehl se detuvo, cada cámara acuciada por una penetrante visión de piedra.

    Ningún grito le brotó de la garganta. Sólo hubo un sofocado burbujeo, reverente y profundo.

    Pero no estaba pasmado como para pasar por alto las huellas en la orilla opuesta del arroyo. Salían de la hondonada atiborrada de malezas que cortaba la pared de la meseta más allá de un recodo del arroyo, y eran apenas un rastro angosto en el barro blando. No obstante representaban peligro. Tiehl titubeó. Pero su ascenso a la torre rosada sería una culminación. No la enturbiaría con el sentimiento culposo de haber dejado detalles sin investigar.

    El barro le lamía los pies mientras vadeaba el arroyo y seguía el rastro. Un kilómetro después sus ojos penetrantes distinguieron cinco formas humanoides tendidas en el lodo de la orilla. Tiehl se detuvo, sorprendido ante esa presencia indeseable. Rodeando sigilosamente al grupo, hizo un intenso examen de las caras dormidas. Las fosas nasales bifurcadas encerraban orificios bucales redondos. Velos de tejido violeta y rugoso surgían de los arcos inferiores de los orificios bucales. Dos de los cinco dormían acurrucados alrededor de ramas de frutos amarillos a medio devorar. Todos estaban desnudos: sin ropas, sin pelos, sin plumas.

    La incertidumbre enronqueció el graznido de Tiehl. Emitió un desafío áspero, brutal. Como no tuvo respuesta de ninguno de los humanoides, se adelantó y arañó con las garras una espalda desnuda que se abrió en surcos de sangre negra.

    El humanoide herido se incorporó a medias, los ojos redondos abiertos y asombrados. La boca redonda se contrajo en silencio, el velo violeta de los labios se retorció en un espasmo. Tiehl retrocedió de un brinco, la cresta erguida, el plumaje tenso. Pero el humanoide no respondió al desafío. En cambio se desplomó torpemente en el barro. Tiehl atacó de nuevo con zarpazos más profundos, y soltó un trino amenazante.

    La criatura se alejó arrastrándose, tiritando, y de nuevo cayó en un sueño húmedo; sus cuatro compañeros sólo respondieron al reto de Tiehl con azarosas contorsiones musculares. Tiehl se retiró, más tranquilo. Parecía que estos cinco no representaban ninguna amenaza, a menos que fueran renegados famélicos de un grupo más grande. Tiehl se alejó chapoteando rumbo a la hondonada que trepaba por la pared de la meseta. El ascenso era peligroso. La vegetación hundía apenas las raíces en el suelo delgado y las rocas flojas rodaban bajo sus pies. Pero una señal rosada lo guio.

    De la hondonada salió a una extensión de terreno sólido. Y más allá de una promiscua maraña de hierbas y lianas, del radiante destello rosa de una plaza de piedra bruñida, de una suntuosa hilera de columnas y espléndidas estructuras cupulares, la torre se elevaba como, una declaración de poder, una aguja sólida y rosada que traspasaba el cielo. Tiehl hinchó el pecho fibroso. Escrutó el paisaje con su ultravisión. Hacia el este del planeta, el aire húmedo velaba el panorama. Hacia el oeste, las montañas hendían el cielo. Exultante, fijó la ultravisión en ellas. Rostros nubosos y blancos humeaban detrás de oscuras faldas de piedra, los labios fruncidos. Con un graznido imperioso, Tiehl cambió de foco y observó una vasta zona cavernosa en la base de las montañas donde el vapor subía del suelo en flecos plateados.

    Volvió a concentrarse en la torre, la visión puesta hacia la meseta. Unos bloques de piedra colosales que subían al infinito pronto le ocuparon todo el campo visual. Luego retiró la ultravisión, pero la torre aún le absorbía toda la atención, un objeto primal. Escarbó el suelo con las garras.

    La progresión de las cúpulas en la pulida plaza rosada tenía un orden. Había cierta simetría en la disposición de los peristilos, en la altura de las escalinatas de piedra. Tiehl no lo notó. Soltó un chillido, un aviso estridente para quien tratara de estorbarle el paso.

    La advertencia era innecesaria. Nadie apareció en la meseta. Nadie ocupaba la torre de piedra. Tiehl corrió a través de la cúpula brillante que tenía en el frente, entró en un patio amurallado y se encontró solo en la ancha base de piedra de la torre. No era un cilindro sólido, como los troncos de los árboles. Al pie había cuatro portales con arcada. Ya dentro, Tiehl contempló una chimenea de piedra reluciente de cientos de metros de alto. El sol brillaba allá arriba. Tiehl alzó la mirada.

    Un furor repentino lo poseyó y le arrancó un trino áspero. Aun valiéndose de su ultravisión para magnificar la superficie interior de la torre, no encontraba ningún sostén. No había siquiera una grieta donde apoyar las manos. Tiehl salió. Fuera, los bloques encajaban con precisión unos sobre otros, pero tampoco ofrecían apoyo para sus garras. Incrédulo, Tiehl se arrojó a la superficie lustrosa de la torre. Las garras rasguñaron la piedra y resbalaron impotentes. Miró hacia arriba, los pectorales tensos de frustración. Reclamaba la torre y le era imposible escalarla.

    Se alejó irritado de la torre y caminó por el complejo escudriñando las nubes, haciendo restallar el pico con ferocidad. Una hora después, agotada la furia, el plumaje desaliñado, Tiehl estaba acuclillado en el borde de la meseta. Nadie lo había preparado para esta decepción. Y por mucha calma que le aconsejara el lado racional de su naturaleza, no podía aceptar su impotencia. La torre rosada se erguía en la plaza como un tronco imponente que invitaba a la conquista. Pero la conquista era imposible.

    Cuando oyó su nombre, irguió débilmente la cresta. El joven Sadler Wells salió de la hondonada, el uniforme embarrado, la cara tensa. Sus ojos se detuvieron un instante en Tiehl, luego siguieron de largo y el complejo de cúpulas se le reflejó en la mirada. Después apareció el segundo humano y también sus ojos se transformaron pronto en espejos. El recelo dominó a Tiehl con la imagen fascinante de la torre en las pupilas humanas, y su pico restalló en un involuntario impulso. Verrons fue el primero en romper el hechizo.

    — ¿Has tenido tiempo de investigar la existencia de otras formas de vida por aquí, k'Obrohms?
    —Aquí no hay nadie —dijo secamente Tiehl.
    — ¿Nadie en absoluto? —Verrons arrugó el ceño, reflexivo—. Entonces tenemos cinco humanoides tendidos allá abajo en el barro y ningún grupo más grande con el cual relacionarlos. ¿Has investigado las estructuras, ehminheer? La torre de piedra...

    Tiehl se incorporó de un brinco.

    —No os acerquéis a la torre —se apresuró a advertir con la voz crispada.

    Verrons arqueó las cejas con exageración y Sadler Wells entornó los ojos pálidos.

    — ¿Hay alguna razón para evitar el área?

    Tiehl graznó amenazante:

    —Hay una razón, y por eso os he dicho que no os acerquéis —los ojos titilantes recalcaron la amenaza implícita en las palabras.

    Pensativo, Verrons se lamió los labios.

    — ¿Estás reclamando la torre? ¿Exclusivamente para ti?

    Tiehl se esforzó en despojar a las palabras de la ferocidad primitiva que burbujeaba dentro de él.

    —La torre es mi percha, Verrons. No os acerquéis aunque yo no esté en los alrededores. Es inviolable.

    Verrons asintió lentamente.

    —Supongo que podremos respetar tus derechos territoriales en tanto no se extiendan demasiado, ehminheer —echó una ojeada a la plaza de piedra y luego estudió el cielo del oeste—. Faltan varias horas para el ocaso y podemos hacer una evaluación inicial del área. ¿Te unes a nosotros?

    Tiehl se alejó unos pasos. Su mirada recorrió las estructuras que tenían delante.

    Pero sólo la torre le suscitaba una reacción vital. Y con la llegada de los humanos le preocupaba dejarla sin custodia.

    —Ahora no —dijo con la esperanza de que esa negativa neutral disimulara su aguda intranquilidad por la torre rosada.

    Verrons lo miró de hito en hito, pero los dos humanos se alejaron para bordear el perímetro de la meseta sin más preguntas. Enseguida Tiehl cruzó el complejo y se dirigió hacia el muro que rodeaba la base de la torre. Se encaramó al muro y lo recorrió, el plumaje entreabierto a la luz del sol. Desde este punto de observación pudo vigilar con preocupación a los humanos, que exploraban las estructuras de la meseta. No sabía cómo habría de reaccionar si se acercaban demasiado, si intentaban entrar en el patio que él custodiaba.

    Por fortuna el problema no se presentó. Los humanos pasaron el resto de la tarde explorando y al caer el sol se retiraron a una pequeña cúpula. Cuando hubo comprendido que no se proponían salir de nuevo, Tiehl se instaló más tranquilamente en el muro.

    El poniente arrancó un espontáneo gorgoteo de ehminheer a la garganta de Tiehl. De pronto, en la cercanía del nido, había que cantar antiguas historias, graznar antiguas advertencias, expresiones que manaban de una capa de la mente de Tiehl que nunca antes había sido tocada. Olvidó la frustración y la furia mientras cantaba al sol que se hundía tras las montañas.

    Más tarde su reposo fue turbado por un fantasma auditivo, una serie de notas azarosas, remotas, desorganizadas. Tiehl ahuyentó ese mal sueño agitando el plumaje, y se durmió más profundamente.


    Capítulo 5


    POR UN TIEMPO el sol poniente transformó las montañas distantes en una hilera de dientes mellados contra el cielo del oeste. Luego la esfera agonizante sucumbió a la mordedura de granito. La sombra, hasta ese momento difusa, talló los abismos negros en las plazas de piedra. En el nivel superior del complejo, el ehminheer dejó de cantar. El aire estaba helado.

    También lo estaba el suelo del templete donde los dos humanos habían decidido pasar la noche. Sadler Wells dormía acurrucado contra una pared, y su cabello era una estría blanca que relumbraba en la sombra. Verrons estaba sentado en un rincón abrazándose las rodillas e investigando atentamente cuanto le rodeaba. Una sola cámara de veinte por veinte era el interior del templete donde habían buscado refugio. Las paredes y el suelo eran de la misma piedra utilizada en la plaza y los exteriores del complejo. Sólo el interior pintado de la cúpula del gran templo varios niveles más arriba interrumpía la espléndida monotonía de la piedra rosada y lustrosa. Los interiores de los templos más pequeños tenían cielos rasos chatos y sin ornamentos.

    Verrons se inclinó hacia adelante, preocupado por los sucesos del día: el descubrimiento del segundo grupo de humanoides tendidos en el lodo; la furia posesiva del ehminheer cuando llegaron a la meseta; y por último, la presencia de este complejo de estructuras, anacrónico, fuera de lugar, una anomalía en este mundo desierto y selvático.

    Pero no era un mundo desierto. Desde la partida habían avistado seis humanoides que al parecer representaban a dos razas diferentes. Y los chillidos de pánico en los matorrales, cuatro días atrás, cuando entraron en la ciudad en ruinas donde encontraron a aquella joven, indicaban a las claras que ella no era una sobreviviente aislada.

    ¿Pero sobreviviente de qué? ¿Qué había diezmado a las dos razas? El estado de la ciudad en ruinas por cierto no daba testimonio de una guerra. Los daños parecían únicamente obra del tiempo y el acoso de la jungla. ¿Y el complejo de templos? Verrons se recostó en la pared fría a evocar las incongruencias que había notado en la exploración inicial de las ruinas. En primer lugar no eran ruinas. Estaban magníficamente preservadas, cada estructura intacta. En segundo lugar...

    Verrons se irguió de golpe. En segundo lugar estaba el sonido de esas flautas en el aire helado, un puñado de notas gemebundas, azarosas, atipladas, que ya se disipaban en el silencio, ya renacían. La columna vertebral se le estremeció como electrizada. Parecía una manifestación improbable en este ambiente de frío esplendor. E igualmente improbable parecía la calidad tonal, que no sugería flautas primitivas de caña o madera sino instrumentos de metal.

    ¿En manos de primitivos? Esa tarde, en el lugar donde dormían los humanoides, nada sugería que poseyeran algo más que sus pellejos lodosos. Él y Sadler habían investigado de manera exhaustiva. Impulsado a la acción, Verrons se levantó de un salto, la mano en la culata de la pistola.

    Por un momento pensó en despertar a Sadler. Pero la improbabilidad misma del fenómeno requería la flexibilidad de una investigación solitaria. Verrons salió del templo. Las notas desarticuladas lo condujeron por la plaza centelleante. Su sombra disolvía la piedra delante de él, y le sorbían la escasa realidad que de pronto parecía tener su persona. Cuando pasó frente al muro del patio de la torre se detuvo. El ehminheer aferraba el muro de piedra con las garras verdes, el plumaje lustroso y ondulante, el pico escondido entre los brazos cruzados.

    No despertó cuando Verrons pasó de largo. Pronto el sonido de las flautas le condujo hasta un patio amurallado en el perímetro superior del complejo, un nivel más allá de la aguja de piedra. Intrigado, Verrons echó a andar hacia el patio y se detuvo de golpe, repentinamente percibió la aureola suave que flotaba en el aire sobre la zona amurallada. Era tenue, blanco-azulada, totalmente imprevista. Se apresuró a refugiarse en la sombra del muro. Alzando los ojos, vio que el fulgor brumoso y azul se remontaba brillantemente en el aire más allá del muro, desdibujando las estrellas. Esperó, momentáneamente paralizado por el flujo y reflujo de luz. Luego, dudando de sus sentidos, cerró los ojos apretando con fuerza los párpados. El pantallazo de colores extraños que se proyectó en su visión no guardaba ninguna semejanza con lo que había visto en el aire helado. No era un fantasma de la enfermedad ni una manifestación exagerada de las manchas de Mazaahr lo que flameaba encima del patio.

    Tan calladamente como pudo, Verrons avanzó a lo largo del muro y dobló una esquina. Ahora iba junto al muro que tenía la entrada al patio. Al llegar, contuvo el aliento y tanteó la puerta de piedra con la mano extendida. No cedió. Descorazonado, empujó con más fuerza, luego se acercó más para examinar la superficie bruñida de la puerta. Encontró goznes de metal pero ninguna manilla ni picaporte. Parecía que la puerta estaba atrancada por dentro.

    Disgustado, Verrons atisbó la luz que flotaba en el aire. Ahora el violeta y el verde se unían con el azul; no se fundían sino que jugueteaban, se entrelazaban. El fulgor policromo parecía meros una luz irradiada por una fuente móvil que una emanación activa de energía de la cual la luz no era más que una manifestación.

    ¿Y la naturaleza de sus otras manifestaciones? Nunca lo sabría de este lado del muro. Verrons retrocedió, midió el muro con los ojos. Era demasiado alto para saltarlo, demasiado liso para escalarlo. Tampoco había ninguna estructura más elevada. Ese patio aislado representaba el punto más alto del complejo, y al parecer era inviolable.

    Frustrado, se escurrió por la plaza hasta la arcada que señalaba el límite del complejo en la cara que daba a las montañas. De acuerdo con Sadler, los informes de la Autoridad habían asegurado con insistencia a los recién llegados que Selmarri carecía totalmente de formas superiores de vida. Aunque los primeros infectados se habían aventurado en la jungla y habían descubierto ruinas, sus informes nunca habían mencionado este conjunto de estructuras. Pero ahora se topaban no sólo con templos y humanoides sino con flautas de metal y un fulgor inexplicable. Verrons se acuclilló para considerar las posibilidades, ninguna de ellas especialmente creíble.

    Los pies se le endurecieron y los dedos se le entumecieron, pero el flujo de luz por encima del muro seguía acicateándolo y las flautas seguían tocando de manera disonante. Una hora después, desalentado, Verrons se recostó apoyando la cabeza en los brazos.

    El ruido era gris cuando el chirriar de los goznes despertó a Verrons. Se apresuró a ocultarse en las sombras, y se descubrió compartiendo el refugio con Sadler. Sin decir palabra vieron salir del patio a los cinco humanoides que habían estado durmiendo en la orilla del arroyo el día anterior. De pie, parecían estar más cerca de la morosa aunque inminente extinción que cuando antes los vieron. Enjutos y grisáceos de modo lastimoso, atravesaron la plaza desmañadamente; los ojos redondos eran opacos, el andar torpe. Pero Verrons vislumbró un destello metálico en sus manos ganchudas. El corazón se le aceleró. La mirada que dirigió hacia el talberonés fue breve, distraída.

    — ¿Vienes?

    Sadler asintió, ya de pie y preparado para seguirlos. Juntos avanzaron por la piedra rosada a la zaga de los humanoides. Los cinco los condujeron por el complejo desierto hasta la hondonada. Cuando los humanoides desaparecieron tras el borde de la meseta, el sol despuntó en el horizonte, un cautivo encadenado con estrías nubosas. En silencio, los deshumanos dieron tiempo a los humanoides para bajar por la hondonada, luego se internaron en la boca montaraz.

    El descenso era riesgoso, pues el rocío volvía resbaladizas las rocas y la vegetación. Cuando los dos humanos llegaron al fondo de la hondonada, los humanoides ya habían desaparecido tras el recodo del arroyo. Las huellas conducían a un fangal ahogado por malezas donde los humanoides bajaban ramas de los frutales para alimentarse. Se llenaban las bocas dentadas con estólida concentración mientras gruñían y murmuraban. El zumo amarillo y escarlata les goteaba por los velos violeta de los labios y les chorreaba por los pechos cóncavos y delgados. El olor de las frutas era penetrante.

    Verrons y Sadler observaron ocultos cómo los humanoides comían hasta que los vientres flacos se les hincharon como tumores. Luego remontaron el arroyo, las caras absortas. Cuando llegaron a la zona donde los hombres los vieran el día anterior, se recostaron en el barro. Verrons y Sadler observaron un cuarto de hora. Ninguno de los cinco se movía. Y no había rastro de flautas.

    —Es evidente que las han ocultado en alguna parte entre la boca de la hondonada y el fangal donde comieron, antes que los alcanzáramos —dijo Verrons, retirándose de la orilla lodosa—. No han tenido tiempo como para haberse alejado del arroyo. Más aún, las huellas no se apartan —pero supo que no estaría satisfecho hasta haber examinado alguna de las flautas metálicas.

    Rápidamente desanduvieron el camino para explorar el sendero seguido por los humanoides desde la hondonada al fangal. Los ojos de Verrons escrutaban inquietos las sombras en busca de algún destello metálico.

    —Nada —admitió al fin, decepcionado. Las flautas podían estar en cualquier parte, ocultas en el hueco de un árbol, tapadas por una capa de musgo. ¿Y por qué cinco especímenes que parecían ser degenerados poseían instrumentos sofisticados...? Verrons observaba la tupida vegetación—. Supongo que mientras estemos aquí podremos dedicarnos a cazar.

    Armas en mano recorrieron la selva hasta que encontraron alimentos para desayunar. Luego se echaron a dormir entre los arbustos. Turbado por sueños fragmentarios de luz arremolinada, Verrons despertó al mediodía y se puso a escuchar los sonidos de la jungla: un grito, una llamada, el chasquido de los arbustos. El olor era espeso, una mezcla heterogénea de agua estancada, barro tibio, vegetación exuberante. Para entonces Naas estaba completando los arreglos finales para el grupo de estudios rumarianos. ¿Con qué grado de aptitud? Antes de abandonar Britthold, Verrons había enviado un mensaje al académico que le sugería conservar un oficial retirado de Exploración para guiar al grupo en su examen inicial de la pradera. Pero no confiaba en que Naas supiera apreciar el aporte que un buen oficial podía hacer a la misión.

    Inquietud, incapacidad para tolerar limitaciones. Y una atracción instintiva por lo insólito, por sutil o estrambótico que fuera.

    De pronto advirtió que Sadler había despertado y lo observaba en silencio. Verrons hizo un esfuerzo por aplacar la intranquilidad que el semblante de labios delgados de ese salvaje de las nieves suscitaba cuando dormía.

    — ¿Listo para cazar?

    Sadler asintió. Se puso de pie y miró en torno de sí. La jungla se reflejó oscura en sus ojos descoloridos.

    —Me gustaría localizar una segunda ruta de ascenso a la meseta, si tenemos tiempo.

    Verrons accedió y pasaron las dos horas siguientes explorando el pie oriental de la meseta mientras llenaban morrales de caza de tejido tosco. Sin embargo no encontraron una segunda ruta de ascenso que fuera satisfactoria. La pared de roca era abrupta y escabrosa, la hondonada era el único acceso abordable.

    Regresaron a la cima de la meseta al caer la tarde, y no encontraron al ehminheer en el muro. Subieron calladamente hasta el punto superior de la plaza. A la luz borrosa del crepúsculo, el patio rectangular de donde los humanoides habían salido al alba estaba totalmente desierto. Verrons soltó el morral y se paseó por el lugar, impaciente.

    —No veo que haya señales de ninguna instalación luminosa aquí —observó Sadler, cerca de la entrada.
    —Aquí no hay señales de nada —convino Verrons. Sólo había polvo y una puerta de piedra entornada.

    Frustrado, Verrons salió del patio. Echó una ojeada al complejo; desde el límite este, las plazas, arcadas y patios amurallados se unían con una sucesión de templos de imponencia creciente. El mayor, con cúpula que parecía unirse al cielo con la gracia ligera de su estructura, estaba un nivel más abajo. La torre de piedra que se elevaba del patio del templo contrastaba con el grácil diseño del templo mismo.

    De pie en el crepúsculo, Verrons escudriñó insatisfecho la piedra desnuda. Podía comprender la falta de daños en las estructuras, la ausencia de habitantes. El ascenso a la meseta era demasiado difícil para que la fauna selvática la invadiera por casualidad. Y allí no había fauna ni flora que sirviera de alimento. Pero la sensación de que nadie había caminado por esas piedras, de que esos muros nunca habían albergado actividad alguna, lo perturbaba.

    —Pienso que este lugar jamás fue utilizado —aventuró; de lo contrario, ¿dónde estaban los vestigios inevitables de la vida cotidiana o la adoración? ¿Dónde estaban los altares, urnas, cascos, los objetos o figuras sagradas? ¿O en todo caso los implementos, herramientas, recipientes y enseres diversos de la existencia secular?—. No puedo imaginar a ninguna raza capaz de construir algo tan complicado sin asignarle ningún uso.
    —Pero los humanoides tienen flautas —observó Sadler.

    Verrons no tuvo tiempo de continuar la reflexión. Un sonido gutural lo interrumpió. Echó un vistazo en torno de sí. El ehminheer surgió de la boca de la hondonada haciendo flexiones con sus miembros fibrosos. El pico le restallaba ante la oscuridad inminente. El plumaje era un estallido de color. Cruzó las plazas de piedra y se lanzó hacia el muro del patio. Encaramado en él, alzó la cabeza, irguió la cresta y llenó el aire con una variedad de cloqueos y gritos. Por momentos la imperiosa serie de notas parecía casi un canto.

    En otros momentos era menos pacífico. Verrons quedó fascinado por la incongruencia poética del momento: el sol que se hundía tras las montañas, templos y plazas desnudos, disolviéndose en el atardecer; el ehminheer que desafiaba a la noche de este otro mundo con su grito. Al fin, Verrons volvió su atención al patio.

    —Podríamos instalarnos allí y esperar... Aunque tal vez los humanoides consideren intrusión nuestra presencia, y nos ataquen.
    — ¿Con qué? No había rastros de ningún arma en el lugar donde dormían.
    —Tampoco había rastros de las flautas —destacó Verrons.

    No obstante aceptaron la posibilidad sugerida. Pronto aparecieron lunas gemelas sobre el horizonte, dos rostros brillantes y fríos. Verrons y Sadler regresaron al patio cuando el canto nocturno del ehminheer murió, y se instalaron en el rincón más apartado.

    Pronto oyeron pies descalzos en la piedra y apareció el primer humanoide. Se detuvo ante la puerta del patio. A la luz de las lunas, la vacuidad de los rasgos enjutos era estremecedora. Ojos estólidos encontraron a los humanos. Velos labiales temblaron débilmente. El humanoide entró con cautela en el patio y se acuclilló en el centro, la cara vuelta hacia Verrons y Sadler. Alzó una mano ganchuda, la mirada absorta. La flauta que empuñaba tenía formas gráciles, y el caño de metal adornado era impecable. Las fosas nasales del humanoide se estremecieron. Los tejidos labiales ondularon cuando se llevó el instrumento a la boca. La flauta emitió una señal neutra.

    Pronto estuvieron integrados los otros de la banda. Por último, los cinco humanoides se acuclillaron, los ojos estólidos y fijos en Sadler y Verrons. Los humanoides tocaron sonidos discordantes con las flautas, una baba oscura les chorreó por los velos labiales ondulantes. Más para entonces Verrons apenas reparaba en el aspecto poco formidable de los flautistas. Pues mientras tocaban había otra presencia en el patio.

    Vino como una nube de luz que brilló cada vez más hasta llenar el patio con su fulgor tenue que no arrojaba sombras. A medida que el brillo aumentaba, las flautas metálicas fulguraban. Verrons observó cómo los dedos huesudos recorrían los instrumentos luminosos a tontas y a locas. No había orden ni belleza en los sonidos.

    Pero eran esos sonidos los que de algún modo permitían a la nube de luz engendrar una presencia tenue. Se oscureció lentamente surgiendo del corazón de la nube, más alta que los humanos y humanoides pero similar a ambos en forma y proporción. La presencia irradiaba un fulgor azul que bañaba el patio, envuelta en su luminosa nube natal. Se inclinó ante el grupo de humanoides, extrajo largos brazos de luz azul que cimbraron envolventes y se reincorporaron. Luego los largos brazos se liberaron de nuevo. La aparición se remontó en el aire, se retrajo y correteó por el patio deslizándose entre los humanoides acuclillados y haciendo fluctuar los miembros de luz.

    Las flautas continuaban sonando. La aparición se irguió en el centro del patio, y los brazos de luz la envolvieron como espirales. Verrons se sintió arrastrado por el vórtice, la conciencia absorbida e irradiada. Pudo distinguir vagamente que había otras presencias luminosas en el patio, violetas y verdes. Pero la entidad azul proclamaba su supremacía.

    Luego la primera luna apareció sobre el muro del patio, un disco chato y blanco. La aparición del centro ganó ostensiblemente en brillo y cambió de forma; asumió el aspecto de una llama: brazos fluctuantes, cabeza erguida, ondulante vientre consumido. Al principio era una llama azul e intensa que parecía chisporrotear desde una grieta de otra dimensión. Luego se propagó, fieramente inflamada. Verrons gruñó cuando le tocaron esos brazos feroces. Desesperadamente, trató de levantarse. Pero un alarido silencioso le llenó la mente. Los humanoides emitieron un gruñido espasmódico.

    Una eternidad después, cuando ambas lunas colgaban en mitad del cielo, la llama se retrajo y empezó a girar arrastrando consigo los brazos fluctuantes, hasta volverse una brillante rueda de luz. Mientras giraba, el rojo vívido se volvió naranja, luego naranja amarillento, después amarillo verdoso. Cuando llegó al extremo del espectro visible, la progresión cromática se revirtió. Con esfuerzo, Verrons extrajo un fragmento de conciencia del remolino de luz. Se relamió los labios.

    ¿Qué eres?

    La entidad respondió en una lengua silenciosa. Era una rueda de luz. Giraba, le devolvía la conciencia, la reclamaba. Y Verrons giró y rotó una eternidad en el patio, su conciencia fundida con el resplandor. Luego la rueda empezó a esfumarse. Verrons se estremeció cuando el sonido discordante de las flautas se le filtró nuevamente en la percepción. Atisbó en torno, los ojos inflamados, la cara encendida. En el patio sólo quedaba una nube de luz difusa.

    El humanoide más alto se desplomó hacia adelante y tocó con la cabeza el suelo de piedra, la flauta todavía aferrada en la mano. Sus compañeros fijaron las miradas sobre él, olvidando sus propios instrumentos. Uno extendió la mano y le puso la flauta entre los labios trémulos.

    ¡Toca!

    La palabra fue un chillido en la mente de Verrons. Los compañeros del humanoide lo golpearon brutalmente, con igual impaciencia. Pero él no reaccionó, las flautas quedaron olvidadas en las manos grises.

    Liberado de la fascinación, Verrons se puso de pie. Arriba las lunas eran gemelas altivas y blancas. Las estrellas titilaban con un brillo maniático. Recobrado el control del cuerpo, Verrons inhaló una bocanada helada, fuera ya de la escena del patio. El pavimento estaba lejos, los humanoides eran pequeños. Tambaleante, empujó la puerta laminada de piedra y huyó. Alcanzó a advertir vagamente que Sadler lo seguía.

    Una vez fuera se abrazó con fuerza al joven, ignorante de que también se tambaleaba. Cuando cruzó la puerta del patio, cuando el complejo se extendió nuevamente ante él, vio manifestaciones para las que había sido ciego la noche anterior. Aureolas de luz barrían el complejo, infundían un resplandor breve y brumoso ya a una estructura, ya a otra. Había un fulgor de luz atrapado en la aguja de piedra. Brillaba desde la cima de la torre, chillaba en la noche con su energía lumínica como una princesa cautiva. Y otras manifestaciones atravesaban el aire helado. Ya no estaba vacío, sino impregnado de... ¿Vida? Verrons apretó los dientes y se llevó una mano al cinturón. La culata metálica de la pistola era sólida y fría como la piedra bajo sus pies. Y con un esfuerzo de su voluntad, borró de su percepción las luces espectrales. Estaba solo, a no ser por Sadler. Ningún fulgor misterioso animaba las paredes de los templos.

    No se sintió mejor. Tampoco Sadler, según pudo ver. Atisbó la cara estupefacta del talberonés.

    —Comandante, la luz...
    —No puedo explicarla —jamás, en ningún mundo, lo había arrastrado un vórtice de luz pura. Jamás.

    Las flautas atrajeron la atención de Verrons, que giró para mirar el patio. De nuevo la luz revoloteaba encima del muro. Una creciente sensación de urgencia le dominó, casi lo empujó otra vez hacia el patio. En cambio retrocedió, se volvió y atravesó la plaza con precipitación; no huía de la luz, de lo desconocido, sino de esa insensata compulsión de fundirse con ella. Si volvía a permitir esa noche que el vórtice lo absorbiera...

    —Necesito dormir —dijo ásperamente, precediendo la marcha hacia la hondonada a través de la piedra bañada por la luna. Necesitaba tiempo para asimilar la experiencia de esa noche, tiempo para construir defensas eficaces contra la sofocante fascinación de la luz. Ya habría tiempo suficiente mañana para recorrer de nuevo la piedra fulgurante, para enfrentar las fauces luminosas.


    Capítulo 6


    AL AMANECER Verrons estaba agazapado en los matorrales al pie de la hondonada. Cerca de él, Sadler dormía tendido sobre unos arbustos. Arriba, el sonido de las flautas había muerto un cuarto de hora antes. Verrons se exprimió la humedad de las mangas y cambió de posición. El misterioso fenómeno lumínico le había hecho pensar toda la noche. Si pudiera examinar de cerca las flautas, si pudiera descubrir su origen, saber dónde las habían conseguido los humanoides... Revisó mentalmente los planes que se había trazado.

    La caída de unas piedras lo puso alerta. Momentos después los humanoides bajaban por la hondonada. Recobraron el equilibrio y remontaron el arroyo en fila, flautas en mano. Después que se perdieron tras el recodo del arroyo, Verrons empezó a seguirlos. Algunos metros más allá del recodo se internaron en la selva, cinco cuerpos grises que se confundían con las pálidas sombras del alba. Avanzaban torpemente, tambaleantes, pero con un claro propósito. A un cuarto de kilómetro del cauce del río, el más alto se arrodilló al pie de un árbol muerto. Excavó en un montón de restos podridos y luego buscó en el hueco húmedo entre las raíces, y extrajo un objeto oblongo de medio metro de largo. Trabajó en él con las manos ganchudas.

    El objeto se abrió. Acercándose, Verrons observó que los cinco humanoides ponían sus flautas en una caja de rayas escarlata. Se le dilataron las pupilas, y procurando mantener el equilibrio dio un paso adelante con una mano extendida.

    — ¿Por qué no me dejáis mirar ésas? —preguntó en un tono ingenuo; la otra mano levemente apoyada en la pistola.

    Las palabras de Verrons tuvieron el efecto deseado. Lentamente, cinco cabezas se volvieron hacia él, cinco pares de ojos convergieron en Verrons, las narices bifurcadas se dilataron y los velos de los labios se estremecieron. Pero la respuesta de los humanoides no pasó de ser un vago sobresalto, y entonces Verrons dio otro paso adelante y arrancó la caja de las flautas de manos del humanoide arrodillado.

    La acción de Verrons provocó una ola de agitación. El humanoide arrodillado trató de ponerse de pie, el velo de los labios oscilante, una pálida chispa en los ojos, reflejo del brillo del lodazal. Se oyeron unos gruñidos de alarma, miedo y aun de débil amenaza. La amenaza era en verdad muy débil, tanto que ni siquiera después del retroceso de Verrons los humanoides hicieron esfuerzo alguno por recuperar la caja.

    Verrons dio media vuelta y corrió hacia la hondonada. Sacudió a Sadler hasta despertarlo.

    —Flautas —exclamó, mostrando la caja.

    Era suficiente. El talberonés estaba ya de pie corriendo con él hacia la salida de la hondonada. La persecución no era rápida ni enconada. Pero mientras ellos subían, los cinco humanoides trastabillaron en el recodo del río entre coléricos gruñidos. Satisfecho, Verrons trepó arrastrándose con la caja de flautas en la mano. Al llegar al borde de la hondonada se escondió detrás de las columnas que señalaban el perímetro sur.

    La caja era negra debajo de la capa de barro y restos vegetales que la cubría, y de un material pesado. Verrons buscó las ranuras mientras le explicaba con rapidez a Sadler cómo y por qué había obtenido el botín. Y descubrió que el interior de tela escarlata estaba manchado de barro.

    —Pero la tela no está estropeada —señaló.
    — ¿Material sintético? —la conjetura de Sadler.
    —Parece —confirmó Verrons después de tocar la tela brillante con las yemas de los dedos.

    La caja tenía ocho concavidades. Había tres vacías. Verrons eligió cuidadosamente una flauta y le limpió las marcas húmedas. El metal plateado relució, la superficie era sedosa al tacto. Pero ése no era momento para sucumbir a la seducción del metal. Se apresuró a guardar la flauta en la caja y se asomó por la piedra tras la que se ocultaban.

    Los humanoides salieron de la hondonada y se desplegaron sin orden por el borde de la plaza. Con evidente consternación, seguían al jefe desmañadamente. Verrons miró en torno de sí para ver cómo la aguja de piedra atraía el resplandor crepuscular del sol y lo dispersaba por el complejo en astillas iridiscentes. La piedra rosada se inflamaba. Los humanoides eran una incongruencia contra el esplendor de los templos, el andar torpe, los cuerpos esmirriados y apenas erectos.

    —Sería instructivo ver qué se proponen hacer con respecto a las flautas perdidas. Vamos —deslizó la caja tras la base del peristilo, Verrons se levantó para seguir a la banda.

    Los humanoides no habían terminado de pasar el cuarto nivel del complejo cuando Sadler tocó el brazo de Verrons.

    —Comandante, el ehminheer.

    Una estría azul se había materializado en el templo principal y llameaba en la piedra bruñida en desatada carrera hacia la banda de humanoides. Verrons inhaló profundamente.

    — ¡Ehminheer, déjalos pasar! —gritó.

    Por un momento el ehminheer se detuvo. Recorrió la plaza con la mirada. Pero el furor posesivo vencía a la razón sin remedio. El ehminheer corrió hacia los humanoides y los lanzó escaleras abajo cortando el aire con el pico. Su grito era una llana declaración de dominio.

    La reacción de Verrons fue automática; se precipitó corriendo a través de la plaza y escaleras arriba. Atrapó al ehminheer por detrás, cuidando de no presionarle demasiado los huesos frágiles. El ehminheer respondió girando bruscamente hacia atrás y lanzando un picotazo a la quijada de Verrons, que reculó. El ehminheer pudo zafarse y volvió al ataque contra los humanoides, la cresta erguida.

    Aterrados, los humanoides cruzaron la plaza en retirada y bajaron las escaleras atolondradamente. El implacable ehminheer eligió al más alto y lo persiguió. Le desgarró las carnes de la espalda con el pico y las garras, en medio de chillidos de temor.

    Verrons se arrojó nuevamente sobre el ehminheer. Lo aferró hasta obligarlo a dejar al humanoide, y lo derribó en el pavimento. Verrons le apretó tenazmente el torso para vencer su resistencia.

    Arqueándose y graznando, el ehminheer trató en vano de picotearlo. Pero Verrons no lo soltó.

    —Ehminheer, escúchame. Atraje a los humanoides aquí con un propósito. Ellos consiguen artefactos en alguna parte, objetos demasiado refinados para ser de manufactura local reciente. ¿No has oído las flautas por la noche?

    El ehminheer se volvió de mala gana para encarar a Verrons. La furia se le fue borrando gradualmente de los ojos.

    —De noche duermo.
    — ¿Y no has despertado siquiera un instante con el sonido de las flautas del patio superior?

    La cresta azul del ehminheer se aflojó visiblemente. Los párpados que se le habían oscurecido durante el ataque a los humanoides, palidecieron.

    —Las he oído, por un instante —admitió.

    Verrons lo soltó y retrocedió.

    —Entonces considera los hechos, k'Obrohms. Aquí viven cinco humanoides, no más. Duermen y comen junto al arroyo, y de noche vienen aquí para tocar las flautas en el patio que da hacia las montañas. Usan flautas de metal, ehminheer, instrumentos sofisticados que durante el día guardan en una caja de plástico —sostuvo con tenacidad la mirada titilante, resuelto a vencer los instintos exacerbados del ehminheer para llegar a su inteligencia—. Eso significa que han de tener acceso a depósitos de artefactos. Y quizás ese acceso esté aquí mismo.

    El plumaje de la criatura se acható paulatinamente pero el cuerpo fibroso permaneció alerta.

    — ¿Y con eso, qué...?
    — ¿No sientes curiosidad? Es lógico que si hubiera bóvedas con artefactos tendrían que estar justo bajo nuestros pies —sin dejar de vigilarlo, expuso su teoría—. Dudo mucho de que esta meseta sea una formación natural. No armoniza en absoluto con la región. No hay ninguna otra elevación entre esta zona y la colonia, y quizá ninguna al oeste hasta llegar a las colinas. Opino que esta meseta ha sido levantada aquí para crear un depósito protegido.

    Por un instante el ehminheer mostró algún interés. Luego desvió airosamente la mirada.

    —Tal vez —dijo—. Pero esta es mi percha. Verrons.

    Verrons arrugó el entrecejo.

    — ¿Todo el lugar? Los tres hemos partido juntos. Por mi parte, puedes reclamar un territorio aquí, pero no todo el complejo.

    El ehminheer hizo castañetear el pico.

    —Es mi percha —dijo, tozudo.
    — ¿Y lo único que te interesa es reclamarla? ¿No quieres saber por qué se ha construido esta meseta? ¿Ni quién la hizo? ¿Y por qué ya hemos visto dos razas humanoides en un mundo donde según lo que nos habían dicho no hay ninguna? ¿No quieres descubrir qué se esconde tal vez justo debajo de nosotros?

    Los fieros ojos amarillos titilaron en señal de rechazar el argumento.

    —La curiosidad es un principio humano, Verrons.

    Verrons arqueó las cejas.

    —Oh. ¿Y cuáles son los principios que animan a los ehminheer, k'Obrohms?

    El ehminheer bailoteó inquieto, rasguñó la piedra bruñida con las garras.

    —El vuelo, la caza... Y la percha.

    Verrons frunció el ceño en señal de medir intensamente al ornitoide.

    —Entonces sería mejor que negociáramos un trato, ehminheer —dijo al fin—. Pasaste bastante tiempo en la Flota de la Autoridad para saber que los humanos también hicieron su evolución a partir de una cultura territorial. Y la vida en condiciones primitivas podría desencadenar una regresión en tu especie y la mía. Sugiero que en vez de empecinarte en reclamar todo el complejo elijas una sola área y designes como espacio público el resto, abierto a Sadler, a mí, a los humanoides y a cualquier criatura o cosa que traigamos aquí —estudió el lento resurgir de la cresta del ehminheer—. ¿Por qué no designamos la torre y el patio tu territorio? Sadler y yo estamos dispuestos a no reclamar nada, de modo que el resto del complejo puede ser considerado público.

    Las superficies relucientes de los ojos del ehminheer temblequearon.

    —Si accedo... —dijo tentativamente.
    —Si accedes, la torre y el patio serán inviolables —prometió Verrons.

    La cresta endurecida y el oscurecimiento de los párpados estaban indicando a las claras que el ehminheer no quería comprometerse, pero Verrons se negó a ceder. Por último, con un graznido apenas inteligible de asentimiento, el ehminheer se alejó. Las garras rechinaron en la piedra bruñida mientras se retiraba al templo principal. Momentos después su grito hendió el aire desde el muro del patio.

    — ¿Podremos confiar en él? —preguntó Sadler, y una arruga tensa le dividió las cejas blancas.

    Verrons se encogió de hombros.

    —Podemos confiar en que será imprevisible, y aun abiertamente hostil si lo presionamos demasiado —suspiró—. Entretanto, nuestros sujetos humanoides han huido del escenario. Así que no sabemos si treparon aquí con la esperanza de encontrarnos a nosotros y las flautas robadas, o porque tienen algún modo de ganar acceso a un depósito de flautas desde aquí. Tendremos que resignarnos a esperar... Y desear que vuelvan.


    Cruzaron el complejo y se ocultaron nuevamente en la base del peristilo. La caja con las flautas estaba donde Verrons la había dejado. La ocultó donde nadie pudiera verla.

    Una hora después los gruñidos los alteraron. Los humanoides surgieron de la hondonada, tan torpes y desordenados como antes. La tosca carne gris de la espalda del jefe estaba desgarrada y tumefacta. Se agachó con rigidez en el borde del complejo; agitaba el velo labial mientras escrutaba la piedra desnuda.

    Esta vez ningún ehminheer aullante entorpeció el andar desmañado de la banda. Trotaban a lo largo del perímetro sur del complejo por el tortuoso camino del patio que daba a la montaña. Verrons y Sadler los siguieron sin entrometerse. Cuando los humanoides hubieron desaparecido, ya dentro del patio, los humanos pasaron por la puerta laminada de piedra y se aplastaron contra la pared interna.

    Los humanoides notaron su presencia pero los ignoraron.

    Buscaron afanosamente las flautas faltantes en el patio, pues aún les quedaba la esperanza de hallarlas allí, pero tardaron un tiempo excesivo en reconocer su decepción. Arrastraron los pies por el patio de manera estólida hasta que el jefe se retiró, la desesperación evidente en el cuerpo flaco.

    Verrons había comprendido que el segundo destino de los humanoides era el templo principal, y se les adelantó. Pero cuando pasaba bajo el ancho pórtico que conducía al interior del templo, el ehminheer chilló desde el muro. Verrons cruzó precipitadamente el suelo del templo. K'Obrohms brincó del muro, el plumaje tenso. Pero se detuvo frente a la entrada que iba del patio al templo. Las miradas humana y ehminheer se cruzaron sobre la piedra reluciente. Verrons no cedió. Con un grito de insatisfacción, el ehminheer se retiró a la base de la torre cortando el aire con el pico.

    Mientras regresaba hacia el pórtico, Verrons alzó los ojos. La bóveda de la cúpula era imponente, y la cara interior estaba brillantemente decorada con diseños geométricos entrelazados. La superficie ornamentada estaba dividida en cuadrantes con forma de cuña por filas entrecruzadas de ruedas de luz. Verrons jadeó, inmediatamente interesado. Aunque físicamente inmóviles, parecía que las ruedas se desplazaran por la superficie de la cúpula: naranja, amarillo, oro; azul, índigo, violeta; plata, rojo, verde. Una rueda roja de algunos metros de diámetro dominaba el centro de la cúpula, y múltiples brazos brotaban del cuerpo central, estrías de resplandor fluctuante. Naranja, amarillo, oro; azul, índigo, violeta; plata, rojo, verde. Matices vívidos que se imprimían en las retinas de Verrons y pasaban con poder hipnótico... Pero los humanoides estaban entrando en el templo. De mala gana, se esforzó en sustraerse de la fascinación de los colores.

    Después de un titubeo inicial, los humanoides avanzaron sin rumbo fijo por el templo, sin prestar atención a Verrons ni a Sadler, pero mirándoles. Su búsqueda era tan azarosa como en el patio que daba a la montaña. Luego, el integrante más pequeño de la banda se desplomó como golpeado, la cabeza erguida. Paseó la mirada por el cielo raso ornamentado y el velo labial empezó a moverse. Gruñendo, avanzó a gatas por el suelo. Al llegar al centro de la cúpula se levantó lentamente y miró directamente hacia arriba, como si hiciera una petición.

    Verrons contenía el aliento. Pues cuando el humanoide miró hacia arriba, el centro de la rueda roja que dominaba el cielo raso empezó a descender con lentitud de la superficie de la cúpula. Se encendió con un bordoneo tenue mientras envolvía al humanoide paralizado en una columna de intensa luz roja. Se le inflamó la cara y le chisporrotearon los ojos, charcos de fuego. El agitado velo labial se aflojó.

    Una luz intensa lo bañó durante varios segundos. Luego la columna roja se opacó y retrajo llevándose la luz consigo. La cabeza del humanoide cayó hacia adelante, y él miró a su alrededor como aturdido. Un momento después sus piernas hicieron una flexión, y él cabeceó, gruñó con insistencia, casi airadamente.

    Los resultados incitaron al jefe de la banda a empujarlo a un lado y dirigir su propia petición al cielo raso de la cúpula. Verrons observaba con el aliento contenido mientras acariciaba la pistola, una seguridad sólida ante la posibilidad de que aquel diseño hipnotizante del cielo raso lo abrumara con su fascinación. De nuevo el centro de la rueda descendió. De nuevo un zumbido tenue anunció una columna de luz intensa. El segundo humanoide quedó tan paralizado dentro del haz como el primero.

    E igualmente defraudado después que la luz se hubo retirado. Miró alrededor y se puso a gruñir, pateó la piedra con los pies ganchudos, alzó los ojos casi con exigencia.

    Cada humanoide se expuso por turno al haz de luz. El líder lo hizo varias veces. En cada ocasión la reacción era idéntica: decepción, furia, protesta. La banda rondaba el templo con obvia frustración, miraba alternativamente al suelo lustroso y al techo distante, gruñía y farfullaba de modo ininteligible.

    — ¿Qué esperan?
    —No sé.

    Verrons se adelantó, y su avance provocó una agitación de velos labiales. Ignorante de los gruñidos hostiles de los humanoides, se dirigió al centro del templo. Con una mano apoyada en la culata de la pistola, echó la cabeza hacia atrás.

    Ruedas de luz surcaban el cielo raso, intensas, inquietas. Verrons endureció las mandíbulas con el deseo de que los brazos flamígeros se inmovilizaran. Pero para entonces el centro de la rueda roja se había extendido y una vibración zumbante le anuló la voluntad. Verrons trató de respirar, de imponer sus deseos a los músculos repentinamente lacios. Pero no podía hacer nada, y apenas percibía la luz que le bañaba la cara y se le reflejaba centelleante en la superficie de los ojos.

    Luego la luz desapareció. Las sensaciones volvieron. La cabeza de Verrons se inclinó hacia adelante.

    — ¿Está usted bien, comandante?
    —Sí, me parece. Yo...

    Su respuesta parecía llegar desde lejos. Medio aturdido, antes que pudiera analizar su condición, Verrons vio una barricada de piedra rosada que se elevaba alrededor de él, una columna hueca y granulosa que lo encerraba en su interior. Y mientras la piedra subía hasta cercarlo a la altura de la cintura, el pecho, él luchaba contra el pánico.

    Allí se detuvo. Verrons atisbó a Sadler, a los cinco humanoides, a través de esa barrera imprevista. Los ojos profundos de los humanoides temblaban de emoción. Contrariado, Verrons examinó su prisión. Estiró los brazos y pudo extenderlos un poco. Luego la sección de piedra curva se deslizó hacia un costado a la altura de la cintura, hasta revelar una cavidad rosada. Una lengua negra, una forma oblonga de plaston salió de la cavidad. Intrigado, Verrons aferró una segunda caja, una réplica más pequeña de la que habían ocultado en el peristilo. La miró fijamente, después vio que la columna de piedra se retiraba con lentitud. Después de abrir la caja con dedos trémulos volvió a mirar: las dos flautas de metal. Aun en el templo penumbroso las superficies plateadas irradiaban un brillo violento. Verrons extrajo torpemente uno de los instrumentos. El caño metálico transmitió un escozor eléctrico a sus dedos.

    Simultáneamente la flauta le produjo una intensa aprensión. Estaba de pie en el centro de un círculo de humanoides, y la barrera de piedra que lo protegía descendía en el suelo del templo. Diez ojos opacos se clavaron en la flauta que tenía en la mano. Los velos labiales flameaban con énfasis. Al ver la expresión de Verrons, Sadler empuñó la pistola.

    —No, llevémoslos de vuelta a sus propios instrumentos.

    Verrons se apresuró a guardar la flauta en la caja y él mismo avanzó hacia el círculo de humanoides. Y lo rompió cuando tumbó en el suelo los cuerpos grises. Un parloteo y un grito lo siguieron cuando echó a andar hacia la escalinata del templo. Sin mirar atrás, Verrons corrió hacia el peristilo donde había escondido las flautas. Pronto recuperó la caja y la dejó en el trayecto de sus perseguidores.

    La distracción dio resultado. Mientras los humanoides recobraban las flautas, Verrons se reunió con Sadler y ambos regresaron a los niveles más elevados del complejo. Abajo los humanoides se quedaron un rato agazapados ante el descubrimiento, luego regresaron juntos a la hondonada. Los dos humanos estaban nuevamente solos, con el airado ehminheer y dos flautas de metal.

    Bajo el pórtico del templo principal, Verrons reabrió la caja de plástico y extrajo una sola flauta. Era muy liviana, un poco más de veinticuatro centímetros de longitud. Volviendo el instrumento, Verrons encontró unas delicadas junturas laterales. Las tanteó con la uña del pulgar. Pero no quería abrir ahora el instrumento. Había que investigar otras paradojas más desconcertantes.

    —Echemos otro vistazo dentro.

    En el templo, recorrió pensativo el suelo rosado y lustroso, lo tanteó primero con la punta de la bota, luego con las yemas de los dedos.

    — ¿Puedes encontrar la grieta en la piedra?

    Al cabo de una breve exploración, el índice de Sadler describió un arco en el suelo de piedra. Arrodillado, Verrons siguió la ranura con el dedo.

    —Ahora quisiera saber por qué pude yo activar el mecanismo y los humanoides no pudieron —gruñó.
    —Tienen que haberlo activado antes, al menos una vez —comentó Sadler mientras estudiaba la estructura con los ojos descoloridos.
    —Claro, cuando les dio la caja de las flautas —convino Verrons—. ¿Y te parece significativo que nuestra caja contenga exactamente dos flautas? Una para cada humano del templo en el momento en que activé el mecanismo...

    Sadler entornó los ojos.

    — ¿Piensa que fue programado?
    —Pienso que es una posibilidad que deberíamos confirmar. ¿Quieres ser el cobayo esta vez?

    Sadler miró sin convicción la rueda de fuego roja.

    —Lo intentaré —dijo Sadler sin convicción después de mirar.

    Pero cuando se paró en el centro del templo y dirigió la vista hacia la rueda, arriba, el experimento quedó trunco de breve, un fogonazo de luz roja. No pasaron más que unos segundos y el centro de la rueda volvió a su lugar. Sadler miró en torno sin comprender. Ninguna columna hueca subía del suelo.

    Verrons caminó alrededor de él, pensativo.

    —Así que ahora nosotros también somos mal recibidos... —pensó en voz alta mientras escrutaba el cielo raso—. Presumiblemente se trata de un rayo examinador que se activa mediante la presión del peso o por medios más esotéricos. ¿Pero por qué no te bañan con el rayo entero?

    Sadler se encogió de hombros.

    — ¿Y por qué no lo intenta de nuevo usted?

    Verrons accedió, y se paró en el centro del templo. Miró hacia arriba. Esta vez no obtuvo mejores resultados que Sadler.

    —Claro que a mí ya me examinó una vez el día de hoy —musitó.
    —Al jefe de los humanoides lo examinó tres veces... en un cuarto de hora.
    —Tienes razón. Así que tiene que haber otro factor. ¿Pero cuál será?

    Sadler miró la caja que tenía en la mano.

    —Comandante, quizá sabe que ya tenemos las flautas.
    —Ajá —la posibilidad era tan rebuscada como para ser factible—. Cerciorémonos. Y sólo para obtener un cuadro mejor de la situación me gustaría que además de llevar la caja al pórtico te quedaras allá con ella.

    Sadler obedeció, y esta vez el haz rojo aturdió y apresó nuevamente a Verrons. Después que se fue, la piedra rosa subió del suelo y le entregaron una tercera caja.

    — ¿Comandante? —preguntó Sadler al regresar.

    Por toda respuesta Verrons le mostró la caja abierta. Contenía una sola flauta.

    —Cuando el rayo bajó, tú estabas fuera del radio de detección. Yo era allí el único individuo calificado —dijo.
    —Pero, ¿calificado... de qué manera? —insistió Sadler examinando la única flauta.

    Verrons meneó la cabeza. Estaba en el centro del suelo lustroso, y sus propias palabras ahora lo intrigaban. Estaba convencido de que la meseta no era un accidente natural, de que la habían erigido ahí, con el conjunto de templos en la cima como una joya incitante. ¿Pero quién lo había hecho? ¿Por qué? ¿Para regalar flautas en cantidades discretas, una por cada humano presente? ¿Por qué no, ese día, una a cada humanoide presente? Verrons se volvió para mirar a través del patio al ehminheer, el plumaje brillante en la base de la torre de piedra. Si el ornitoide se parara en el centro, ¿atraería el haz rojo y sería rodeado por la columna de piedra?

    Y quedaban por elucidar sus propias intenciones. Ahora tenía flautas. Lamentablemente aún no comprendía el fenómeno que las nautas activaban por la noche en el patio que daba a las montañas. Sólo sabía que la luz era compulsiva, el movimiento irresistible, y que no averiguaría mucho más si no regresaba a ese patio.

    — ¿Estás dispuesto a tocar la flauta conmigo? ¿Esta noche?
    —Yo... No. —los ojos de Sadler eludían su mirada. La voz del joven era susurrante—. Aún no.

    Verrons se encogió de hombros y se alejó para contemplar un panorama de jungla y nubes. Nada lo acuciaba, tampoco a él, para enfrentar la fuerza compulsiva de la luz. Nada, salvo su propia curiosidad. Nada, salvo su propia intolerancia con lo desconocido. Se encogió de hombros otra vez, deslizó en su bolsillo la caja con las dos flautas.

    —Esta noche usaré una de éstas.


    Capítulo 7


    ALEIDA estaba encorvada en el oscuro dosel de apareamiento. La hojarasca blanda le protegía las rodillas, una promesa íntima y dulce, pero ella estaba de mal humor. Se arregló el pelo con una mano furiosa. Lodoso y tirante, le crispó las facciones en una mueca airada. Tampoco esta vez había logrado atraerlo al dosel. Quienquiera que fuese, la había seguido con avidez mientras hurgaba en los nidos. Y más tarde, Aleida había oído el chasquido de los juncos mientras ella cazaba en la espesura. Pero cuando ya había conseguido guiarlo a las profundidades de la jungla incitándole con su andar cimbreante, él no se había atrevido a seguirla hasta el dosel. Eso debía agradecerlo a las habladurías de Pystarr.

    También debía agradecerlo a las habladurías de todos los demás. Desde que esa criatura había bajado del cielo, los ojos que se cruzaban con los suyos se desviaban rápida y temerosamente como lagartogrises ahuyentados del nido. Cada vez que alguien alzaba la frente y la encontraba cerca reculaba con un aullido estrangulado. El miedo le perfumaba los días, un efluvio casi tangible que brotaba cada vez que se acercaba a cualquier miembro de la banda. Ni siquiera su madre la tocaba ya. De noche, dondequiera que Aleida tendiera la estera surgía el aislamiento. Si en medio de la noche osaba recoger la estera y echarla cerca de los demás, de mañana despertaba sola; los otros se escabullían en la oscuridad, aun dejando abandonadas sus esteras.

    El rumbo del éxodo no era definido, pero el efecto sí. Aleida era una persona apartada de las demás. Lo había sabido desde su primer sueño de poder. Ahora los otros también lo sabían. Y ni siquiera podía buscar consuelo en los sueños, pues también los sueños habían cambiado. Antes de la aparición del ser alado, habían sido episodios exultantes de poder. Se remontaba a las nubes y se fundía con las fuerzas de lo alto. Había surcado los cielos, infinita, radiante, un ser más allá de todos los otros.

    No más. Si es que ahora había algún poder en sus sueños, ella ya no lo poseía. En cambio el poder la poseía a ella, salvajemente. La retorcía y torturaba, la devastaba y laceraba y arruinaba.

    Todas las noches. Porque todas las noches una forma negra surgía de los cielos del sueño, y los ojos verdes del diablo la abrasaban con un haz compulsivo que le ahogaba los gritos en la garganta, le arqueaba las piernas, le estiraba los pies impacientes, le alzaba las manos en la configuración serpeante que se le había hecho tan familiar.

    También se había hecho fútil. Antes de la aparición del diablo, ella había remontado el cielo de sus sueños casi por propia voluntad en triunfal elevación. Ahora, los pies se le adherían a la plaza de piedra, y él se negaba a reunirse con ella. Estaba atada por la gravedad, y él era libre. Mientras él sobrevolaba la ciudad desmoronada, los órganos de Aleida se henchían de un dolor electrizante. Corría por las plazas ruinosas con desesperación, se anudaba el pelo rebelde, se embadurnaba sus nuevas redondeces con un barro que las destacaba y endurecía. Lo perseguía, y en la persecución, tomó de unas manos invisibles una capa de juncos, se cubrió con ella y luego la arrojó, enfurecida. Braceó, pateó, chilló, gritó.

    Nada, nada podía atraerlo desde el aire. Y nada podía liberarla del tormento de su propia impotencia, salvo el despertar. Aun así, sólo el suplicio físico era lo que se disipaba. Su ánimo era el mismo, violento, en lo intenso, pronto pervertido en un éxtasis de venganza. Al despertar, Aleida se incorporaba en la estera solitaria y se agazapaba como una bestia predatoria que medía con los ojos a los miembros de la banda, dispuesta a matar. Ansiaba arrancarlos del sopor con la flama naranja de su poder. Ardía por hacerles chillar y patear en el suelo polvoriento, por retorcerlos en asfixiantes convulsiones.

    Anhelaba verlos morir bajo su dominio.

    Esa visión de muerte era tan vívida que olfateaba un dulce temor en el aire de la guarida, un alimento espiritual. En verdad los miembros de la banda seguían durmiendo, el pelo flojo esparcido en el polvo. Pero en la imaginación de Aleida morían, horriblemente sacrificados en la intensidad letal de su poder.

    El poder existía. ¿Pero por qué? ¿De dónde surgía? ¿Por qué era ella su centro de focalización? ¿Quién era el diablo volador? Aleida sabía que una hebra de oscuros misterios ligaba a los jóvenes adolescentes con la generación de sus padres; en susurros la madre los revelaba a la hija, el padre al hijo. Su compañero-de-edad Gherrmi ya se había vinculado con los padres mediante los secretos susurrados. Aleida no. Y era así como, en cambio, permanecía agazapada en el dosel de apareamiento rastreando el hilo de sus propios pensamientos oscuros. Siempre la llevaba de vuelta a los secretos. Ahora su madre se negaba a comunicárselos. Lo sabía. Lo veía en el miedo esquivo de los ojos de la mujer. Pero había otros miembros de la banda que sí los poseían: Gherrmi, Pystarr, todos los que eran mayores que ella.

    Todos los machos de la banda mayores que ella. Porque a los machos podía ofrecerles algo a cambio. Y si fallaba, cuando fallara el macho escogido estaría a solas con ella, aislado en esta cámara íntima y dulce. Sólo tenía que erguirse y arquear la espalda..., y bloquearle la salida con el cuerpo. Entonces sus brazos serpearían, sus dedos bailarían, y ella le arrojaría velos naranja de poder que lo rodearían como redes de caza. Y cuando ese cuerpo pequeño se encorvara convulso en dolorosos espasmos y le suplicara piedad...

    Sí, entonces revelaría los secretos. Aleida sabría.

    Sabría, siempre que alguna vez pudiera atraer un macho al dosel. Hasta entonces siempre había fracasado. Enfurecida, alzó la mano para desanudarse el pelo. Pero la cabeza se le apartó de los dedos coléricos. No. Y salió del dosel, arrastrándose.

    El sol del mediodía fluctuaba a través del follaje denso, rozando la vegetación con agujas de luz. Sabía que habría machos hurgando en los nidos, cazando en la selva, vadeando el arroyo. Pues acéchalos, pequeño lagarto, se exhortó. Cázalos. Que te sigan hasta la cámara entre sus babeos. Provócalos.

    Aleida corrió por la selva hasta que olió las orillas fangosas. Bajó hasta el arroyo, junto a un vado profundo, y se embadurnó las redondeces maduras con barro parduzco y lustroso y se enlodó el pelo anudado. Bailó para probar el barro. La cabellera se le había endurecido como un casco.

    Caminó. Y encontró un grupo de machos en el fangal donde crecían los frutos. Estaban acuclillados en círculo, bajo las ramas maduras. Jugaban al chuk-chuk: Pystarr, el viejo Namar, el mayor de la banda, sus hermanos Kislik y Lelar y tres más. Al amparo de la sombra, Aleida se quedó a observar mientras pasaban la extraña piedra-chuk de jugador en jugador. 'Chuk-chuk, chuk-chuk, chuk-chuk'. El estribillo era un susurro sedoso en el aire.

    Kislik le pasó la piedra a Namar, Namar a Dartak, Dartak a Pystarr. La vara de Pystarr resbaló contra la superficie irregular de la piedra. La golpeó frenéticamente y la hizo rodar, pero era demasiado tarde, el ritmo ya estaba roto. Se alejó del círculo con un chillido.

    Los otros lo persiguieron y Lelar lo derribó. El estribillo se volvió áspero —chuk-chuk, chuk-chuk, chuk-chuk— mientras le enredaban las varas en el pelo largo y tironeaban. Pystarr chilló, medio protestando y medio de placer.

    Aleida salió de su refugio. Irguió el cuerpo, contoneó las formas turgentes y enlodadas, y echó hacia atrás el pelo anudado.

    — ¿Conocéis otros juegos? ¿Alguno que pueda jugar una hembra que no tiene vara?

    La aparición súbita provocó una frenética confusión. Minutos después los siete machos se reunieron; apiñados bajo las ramas de los frutales, la miraban con ojos desorbitados. El miedo impregnaba el aire.

    —Ved cómo los lagartogrises huyen de mi sombra —se burló Aleida mientras se les acercaba; su sombra era tenue, fragmentada por el follaje, pero cuando la arrojó sobre el grupo de machos ellos temblaron de miedo. Sus hermanos Kislik y Lelar salieron del escondrijo y echaron a correr. Los dejó ir. Pues cuando meció las caderas y arqueó el cuerpo, los otros vinieron muy tranquilos, muy tranquilos... Y fue entonces cuando, apenas audible, el gemido desesperado del viejo Namar advirtió:
    —Ale'a, tu madre te busca.
    —Te está llamando —confirmó Dartak, agazapado detrás del macho más viejo—. ¿La oyes? —y elevó la voz—: ¡Ale'a! ¡Ale'a!
    — ¡Ja! —los rasgos tensos de Aleida se crisparon en una mueca feroz—: Escuchad atentamente porque oigo que alguien más está llamando. ¡Dartak! ¡Namar! ¡Pystarr! —maulló los nombre en un tono provocativo. Los dos mayores tiritaban sin poder apartar los ojos de los suyos. Pero Pystarr brincó y trató de escabullirse. Ella le cerró el paso abriendo las piernas—. Oigo a alguien, Pystarr —insistió—. Te llama desde el dosel. Necesita un macho fuerte que la complazca. ¿Oyes? ¿Oyes? —y canturreó su nombre gesticulando de manera hipnótica—. ¡Pystarr! ¿Dónde estás, Pystarr? ¿Irás, Pystarr?

    Los ojos de Pystarr se enturbiaron y la cara se le humedeció. Tenía la boca abierta de consternación.

    — ¿Ale'a...?

    Ella le impidió moverse. Se volvió hacia los otros, que la miraban desde sus caras húmedas, los ojos sombríos. Aleida tironeó el cabello dócil de Pystarr.

    —Chuk-chuk —se burló, y se alejó contoneándose.

    El la siguió mansamente, trotando, la cara empapada de temor.

    — ¿Ale'a? —suplicó.
    —Ven al dosel, Pystarr —susurró ella, y desapareció entre los árboles.

    Pero no se adelantó demasiado. A poca distancia, se encaramó a las ramas más bajas de un árbol para asegurarse de que él venía. Y él la buscaba en la espesura, pudo verle y oír que musitaba su nombre. Pronto saltó y corrió detrás, acortando camino entre los árboles para llegar antes que él a la cámara. Y el sonido de los otros que llamaban a Pystarr, el crepitar de sus pies en la selva, no la alarmaron. No podían detener a Pystarr. Ella casi podía oírse la propia voz que lo llamaba desde las honduras de la jungla.

    Pero cuando se agazapó nuevamente en el dosel a esperar, ningún cuerpecito aplastó los juncos del túnel. Ninguna cara apareció en la oscura boca del túnel. Aleida esperó, cada vez más furiosa. Pystarr no venía.

    Esta vez no le impidió a sus dedos coléricos desanudarle el pelo. Desgranó la capa de lodo en polvo con violentas sacudidas de su cabeza hasta transformar su cabellera en una aureola erizada. Se arrancó el fango del cuerpo con uñas vehementes. Los dedos le cosquilleaban de malignidad. Así que no podía aislar a ninguno de ellos; los otros siempre se interpondrían, cuando no el miedo.

    Pero con el poder surgiéndole a través de los dedos inflamados no era necesario aislar a uno para aprender los secretos. No tenía que jugar al lagarto ni a la hembra en celo. Su cuerpo se arqueó hacia atrás y sus brazos se alzaron. Velos de poder se materializaron alrededor de ella, vividos, vibrantes. Los arrojó en la pequeña cámara agitando la hojarasca que alfombraba el suelo, abrasando los juncos y ramas entrelazados que protegían la cámara. De las yemas de los dedos le brotaron llamas. Las desparramó con un gesto. Con otro movimiento, abrió el túnel de salida y lo atravesó.

    Detrás de ella el dosel ardía. Nubes asfixiantes ascendieron hasta que, minutos después, del dosel no quedó más que un despojo humeante.

    Aleida detectó un sonido a sus espaldas. Se volvió a escudriñar las sombras. Nueve de los machos estaban agachados en los tupidos matorrales: Pystarr, la cara hinchada; sus hermanos, Kislik y Lelar; su padre; Namar, y los otros que jugaban al chuk-chuk en el fangal. Lelar y Dartak aferraban a Pystarr.

    La furia de Aleida fue instantánea e intensa. Se tocó los pies e hizo caracolear los dedos en el aire.

    —Llamaba a Pystarr —dijo, la voz tan amenazante como los brazos; había llamado a Pystarr, pero sus hermanos la habían traicionado. Su propio padre la había seguido en la jungla e impedido a Pystarr entrar en la cámara para que ella pudiera arrancarle los secretos que ya le pertenecían por derecho.

    Pero no se lo impedirían. Agitó las manos en el aire y el poder aulló por encima de todos. Les cubrió los hombros, abrazó sus torsos, paralizó sus piernas. Nueve voces chillaron y nueve cuerpos fueron lanzados y tumbados por un huracán de poder naranja. Pero Aleida no los quemó y atormentó como hubiera podido hacerlo. De nada le servían nueve animales aullantes. Le bastaba con uno.

    De modo que después de la primera demostración, concentró todo el poder en los velos naranja que arrojó sobre Pystarr. El cuerpo se zafó de los brazos de Lelar y Dartak, y se arrastró por el suelo hacia ella como tirado, por cuerdas. Los ojos se le hincharon. El cabello dócil se le enmarañó en la turbulencia arremolinada del poder.

    Los otros fueron tan valientes como ella había imaginado. Con un grito y un chillido desaparecieron en la jungla, y dejaron a Pystarr librado a su suerte. Pero esa suerte no era tan cruel, ¿verdad? Pystarr muerto no le serviría de nada. Inmediatamente lo libró del poder y él se desplomó.

    —Tú sabes los secretos —ronroneó Aleida, curvada mientras le arrancaba el líquido del miedo de la quijada laxa—. Ahora podrás contarme los secretos que te susurró tu padre.

    Pystarr gimoteó. Los ojos parpadearon rápidamente, y le chorrearon la cara con nuevos hilillos de miedo.

    — ¿Ale'a? —lloriqueó.

    Era un animalejo despreciable. Ella le acarició el cabello.

    —Conoces los secretos. Ahora..., cuéntale a Ale'a.

    Casi enmudecido, se esforzó en aplacarla.

    —El sol —musitó.
    — ¿El sol? Lo veo todos los días. ¿Qué secreto es ése, colaespín? Dime...

    El pasmado Pystarr trató penosamente de suministrarle la información que le exigía.

    —El sol poniente —aclaró—. Nunca vayas al sol poniente. Allí... Allí hay algo contra el sol poniente. Algo que...

    Aleida agrandó los ojos.

    — ¿Qué hay contra el sol poniente? ¿Otra ciudad? ¿Otra, como la nuestra?
    —No, no, no —Pystarr hacía rodar la cabeza—. Hay algo más contra el sol poniente. Pero nadie sabe qué. Y nadie debe ir allá porque volvería la-luz-que-es-muerte —ensanchó los ojos, su respiración era entrecortada—. La luz...

    El cuerpo se le endureció entre jadeos. La miró y de pronto comprendió. Forcejeó con desesperación para escapar.

    Pero Aleida lo contuvo fácilmente con los brazos delgados.

    —Quiero oír todos los secretos, Pystarr. Los secretos me pertenecen también a mí —insistió, implacable.

    Ese argumento no le tranquilizó. Se resistió, gimiente. Se retorcía y pataleaba con desesperación.

    Un animalejo.

    —Yo también tengo luz, Pystarr —le recordó ella mientras se erguía—. Tú sabes lo que hace mi luz con los lagartos tontos. Quiero oír todos los secretos. Vamos...

    Los miembros de Pystarr se aflojaron. Inhaló en un espasmo.

    —Hay luz —farfulló—. Luz que es muerte. Hay el sol poniente. Hay algo que está contra él. Hay alguien que puede surcar el cielo —las palabras le salían a borbotones.
    — ¿Esos son todos los secretos? ¿Eso es todo? —preguntó ella con incredulidad.
    —Hay la luz, hay el sol poniente, hay algo que...

    La cara enmarcada por su temible pelambre, Aleida retrocedió. Eran bien poco esos secretos. ¿Acaso no sabía ya que había luz? ¿No sabía que había alguien que podía surcar el cielo?

    Pero si es cierto que hay alguien, ¿por qué no podía ella surcar el mismo cielo? Lo remontaba en sueños, pero su cuerpo físico nunca había logrado abandonar el suelo cuando lo había deseado, y sabía que tampoco ahora podría abandonarlo. ¿Por qué no? ¿Por qué la gravedad la sujetaba pese a su sensación de poder, a su deseo de volar? ¿Encontraría la respuesta contra el sol poniente? ¿Debería reclamar allí el poder de la luz?

    Aunque los secretos eran pocos, quizá fueran suficientes. Se apartó, y observó cómo Pystarr se escabullía y escurría entre los arbustos. Aleida alzó los brazos, encorvó el cuerpo. Su postura, sus músculos elásticos eran una declaración. Exigía el poder. Ella pertenecía a una estirpe que estaba más allá de los de aquí. Más allá de Pystarr, de Kislik y Lelar, de su padre y su madre, del mismo viejo Namar.

    De modo que no se quedaría aquí. Se arrojaría en brazos del sol poniente, y allí reclamaría los poderes que ni siquiera vislumbraba aún, pero que ya echaba de menos.

    Reclamaría el cielo...

    Aleida se volvió y echó a correr por la densa jungla, en busca de la rauda libertad de sus sueños.


    Capítulo 8


    LAS ESTRELLAS tachonaban el caparazón de la noche y las lunas gemelas subían frías y blancas sobre el horizonte. Desde su escondite del peristilo, y pasando por alto el juego de las manchas de Mazaahr en su campo visual a cada pestañeo, Verrons observaba a los humanoides que cruzaban la plaza a los tumbos para dirigirse a los niveles superiores del complejo. El ehminheer no protestó; su canturreo había terminado en un graznido somnoliento hacía ya un cuarto de hora. Y al sonar de flautas en los niveles superiores, Verrons recogió sus cajas y avanzó con sigilo por la piedra bañada de plata. La cúpula del templo mayor fulgía incitante a la luz de las lunas. Pero esa noche Verrons había decidido que no se reuniría con los humanoides en el patio que daba a las montañas. Sentía el impulso de probar a solas el fenómeno de las flautas.

    Dentro del gran templo, el cielo relucía pálidamente, pero las partes superiores de la cúpula se perdían en las sombras. Los pasos de Verrons despertaban un eco ligero cuando avanzaban a lo largo del muro este. Se sentó, recostado contra la piedra fría, y abrió la caja doble. Tocó el primer instrumento. Era apenas un caño de metal con agujeros, con una boquilla en un extremo y una protuberancia acampanada en el otro. Pero cuando Verrons se llevó la flauta a los labios y sopló, el aire se pobló de nubes brillantes.

    Y quedó atrapado. Irguió la cabeza tímidamente. Las figuras de la superficie de la cúpula se inflamaron y empezaron a moverse, los colores y líneas se fundieron y ondularon con hipnótica sinuosidad, las ruedas de luz rotaron y sus brazos fluctuantes crearon una nube irisada en el aire. Verrons miraba hacia arriba, casi olvidado del instrumento que empuñaba y alimentaba con su aliento. Sólo percibía el cielo raso ondulante y la lenta progresión de brillo nuboso, criaturas de luz.

    Pero éste no era el ente azul y borroso de la noche anterior. Era una criatura áurea que se arrebujaba al materializarse en los restos de su nube natal con un ademán grácil de las manos filosas. Se desplazó por el templo posada sobre las puntas de los pies musculosos que surgían de las piernas ahusadas. El manto de luz no encubría nada, pero su cuerpo, una envoltura de carne de formas gráciles, tampoco sugería a la vez ninguna función profana. El rostro —ojos oblicuos, boca curva— era una imperiosa composición de luz dorada. Otra nube de luz le envolvía la parte superior de la cabeza, una iridiscencia tenue.

    Verrons siguió tocando, y los sonidos eran distantes, divorciados de la realidad del momento. Arriba la superficie interior de la cúpula se ensanchó y ahondó como el cielo, y de pronto oscureció como el cielo. Las ruedas de luz se separaron de la superficie de la cúpula e iniciaron una danza eterna, girando, enhebrando, fundiendo el aire. Las seguían figuras luminiscentes más pequeñas que se precipitaban en una confusión brillante. Y el caos engulló a Verrons.

    La flauta resplandecía con colores que nunca antes había visto, colores que no veía sino sentía en las yemas de los dedos inflamadas, en la cabeza repentinamente sensibilizada. De las honduras de la confusión, la criatura áurea se arqueó y brincó hacia arriba. Atravesó rauda una eternidad del espacio oscuro. Su cuerpo se dobló y aplastó contra la superficie negra y remota de la cúpula, los brazos y las piernas alargados. Quedó suspendida entre brumas, borrosa. Luego reabsorbió los miembros que se desvanecían y se contrajo hasta ser un deslumbrante sol amarillo en el cielo negro, ardiente. De pronto brazos y piernas estallaron otra vez. Ondeante, se lanzó hacia abajo, nadando en el aire hacia Verrons.

    Estaba abrumado por las figuras de luz que volaban y se retorcían alrededor y a través de él. Le resbalaban en las superficies de los ojos pasmados, lo deslumbraban. La criatura áurea saltó hacia él y le atravesó el pecho, luego desapareció tras el muro del templo a sus espaldas. Un momento después resurgió del muro a unos metros de distancia. Se remontó nuevamente y bailó en el caos de luz como si enhebrara las formas vivientes con los largos brazos y las ensartara con las piernas y las montara y las domara. Luego creó con ellas una pirámide en el aire, un círculo sobre un triángulo sobre un hexágono sobre un octógono. Y por último, con un airoso movimiento de piernas y brazos, las arrojó a lo alto en un torrente abigarrado. Se aplastaron de nuevo contra la superficie de la cúpula hasta inmovilizarse. Sólo las ruedas de luz continuaban su girar.

    La criatura áurea se acercó y aleteó, mantos flameantes de luz alrededor de él. Soy. La palabra se filtró en la mente de Verrons. Vivo de nuevo en el recinto de tu poder. Los pies musculosos se arquearon y curvaron. Los dedos de la mano rozaron el aire, sinuosos tentáculos de luz.

    Verrons trató de articular palabras, preguntas para penetrar esa barrera de insustancialidad. En cambio, el sonido de la flauta aumentó de volumen.

    Ella brilló más, las facciones se volvieron nítidas, la aureola se solidificó y condensó en una corona de joyas. Esperaba en la matriz de la luz. Quería vivir en tu poder. Ahora me impulsa. Se arqueó vigorosamente hacia atrás. Sus miembros se unieron y alargaron, y se transformó en una parábola dorada que giraba en el suelo del templo. Agitó la cabeza y se zafó de las joyas, que cayeron para perderse en la oscuridad eterna. Se lanzó otra vez hacia arriba, y los dedos se remontaron hacia la cúspide de la cúpula mientras los pies seguían adheridos al suelo. Se redujo lentamente, y se concentró en más y más brillo hasta recobrar la estatura original.

    Una segunda nube apareció en el aire oscuro del templo de manera imprevista, y el resplandor undoso se condensó en una segunda entidad, oscura, violeta, de cuerpo potente. Sus rasgos eran menos fluidos y más fuertes que los de la criatura áurea. Caminaba de puntillas sobre dedos largos y gruesos, y se desplazaba entre los restos de su nube, arrebujada solemnemente en ellos. Luego, haciendo una flexión, lanzó al aire su cuerpo de luz y se puso a girar rápidamente.

    Verrons hizo un esfuerzo para apartar la mirada del plano de rotación del ser violeta. Encontró a los cinco humanoides acuclillados en semicírculo a pocos metros de distancia. Uno de ellos se había adueñado de la caja de Verrons. El instrumento robado lucía en la mano del humanoide, le alumbraba la cara gris y arrojaba sombras sobre el velo labial. Verrons miraba fijamente al humanoide sin poder defender su propiedad, aturdido en la fascinación que lo sujetaba con tanta fuerza.

    Y mientras titubeaba en los intentos de movilizar el cuerpo paralizado, una débil recriminación le reverberó en la mente: Quería vivir de nuevo.

    Se estremeció. Distraído, había dejado caer la flauta de sus labios. La bailarina áurea se dispersó en la niebla. Verrons volvió a meterse el instrumento entre los dientes y sopló con más fuerza. La bailarina se encendió otra vez, y los ojos se inflamaron de pronto en un oro rojizo y brillante. Exultante, brincó de nuevo, se lanzó hacia arriba y entre los rayos de la rueda violeta que relampagueaba en la cúpula del templo. Enseguida curvó el cuerpo para formar una segunda rueda. Los dos giraron juntos en el aire, el rostro y los miembros desdibujados por la velocidad del movimiento.

    Paulatinamente, mientras ambos rotaban en lo alto de la cúpula, Verrons percibió una tercera entidad lumínica, el ser azul de la noche anterior. Irrumpió desde el aire, llameó y se fundió con los otros dos. Verrons atinó a desviar la mirada. El humanoide más alto soplaba su instrumento muy concentrado. Los otros tres acunaban los suyos, los fibrosos velos labiales flojos, las bocas dentadas abiertas. La luz —dorada, violeta, azul— se les reflejaba en los ojos.

    La atención de Verrons volvió hacia la triple tormenta de luz que hendía el interior del templo. Al rato las tres entidades se separaron. La criatura áurea reasumió su forma original y se acercó. Atravesó velozmente la piedra por encima de la cabeza de Verrons y reapareció momentos después en la pared de enfrente. Se detuvo delante de él, exultante. Su voz vibraba en la mente de Verrons. Cuando era de carne, corría por las piedras y los dedos de mis pies eran como resortes. Volaba con chispas en el cabello y entre los ojos llevaba una gema que apresaba la luz del sol y la transformaba en una espada filosa.

    Una luz intensa lanceó la mente de Verrons. Gimió. En la conciencia le relampagueó una visión que corría por el pavimento de piedra seguida por una ondulante melena de chispas.

    Se volvió bruscamente y le conoció la cara, le conoció la forma de la boca, los ojos. Pero ahora era de carne y no de luz, un cuerpo joven, maduro y pardo. Cuando se volvió otra vez tenía ojos oro rojizo como la gema centelleante que había entre ellos. Impulsivamente dirigió la mirada al sol. Cuando giró de nuevo, la gema hirió a Verrons con un tajo de luz. Verrons gruñó de dolor.

    La joven se elevó en el aire con un brinco. Sobrevolaban una ciudad de estructuras de piedra instaladas en amplias calles de piedra de otro color. En los bordes de la plaza se arrastraba la jungla densa y húmeda. Volaba. Pero mi poder era débil porque no había madurado. Caí, insatisfecha.

    Cayeron, en efecto, hasta que los pies musculosos tocaron la piedra. Ella aterrizó en carrera. Pero sabía que mi poder se fortalecería porque mi linaje es fuerte. Mi padre cruzó las junglas y las montañas muchas veces de noche, y regresaba con el fuego aún relampagueante en la gema. Mi madre surcó los estratos altos, una deidad de carne, hasta el día en que la sorprendió una tormenta y la destruyó. Sabía que llevaba el vuelo en la sangre.

    Volaba. Se elevó nuevamente. Esta vez el viaje fue más largo. Atravesaron corrientes invisibles, y los dedos sensitivos de la muchacha palpaban el aire y comunicaban sus características esenciales a ambas mentes. La melena le chisporroteaba flameante sobre los hombros. Sobrevolaron la ciudad montando olas y pozos. Llegaron al borde de la jungla, ascendieron. Abajo, los árboles se redujeron. Ramas y enredaderas se fundieron. De pronto, ella arqueó bruscamente la espalda y se zambulló.

    Aceleraron desenfrenadamente a la altura de los árboles. Verrons soltó un grito que arrancó a su flauta una nota discordante. Sólo un instante los separaba de la colisión cuando ella volvió a elevarse, avanzando velozmente hacia las nubes blancas y algodonosas. La humedad abofeteó la cara de Verrons. La saboreó con gratitud. Luego ella se zambulló otra vez para aterrizar en el linde de la ciudad.

    Volaba. Pero caminaba también. Mis pies me llevaban en mi búsqueda. Saboreaba, olía, miraba, tocaba. Mi mente aprendía y crecía, y mi cabello apresaba las corrientes del aire y te transformaba en fuego. En mis tiempos yo era una fuerza. Verrons fue arrastrado a un remolino de actividad mientras ella atravesaba la ciudad, ensayando y examinando, probando y descartando. En su avidez, parecía rebotar en su mundo, de una situación a otra. La escena por donde condujo a Verrons era un borrón fugaz. Vio colores, diseños, objetos y estructuras, vio a otras criaturas de esa especie y de otras especies. Pero ella se desplazaba con demasiada rapidez para alcanzar a distinguir detalles.

    Yo era, le susurró en la mente. Y ahora soy de nuevo. Tomo vida de tu poder. Brinco, vuelo.

    Brincó. Por un momento fugaz quedó suspendida en su cuerpo de carne contra un fondo de luz resplandeciente. Luego empezó a alejarse hasta llegar muy distante de Verrons, rodeada por una ancha franja de oscuridad. La melena ondulante, abrió los brazos para recibir un cristal gigante que astillaba la luz en sus superficies jaqueladas. Echó la cabeza hacia atrás y se desvaneció contra el cristal, disuelto en él hasta no ser más que un destello dorado en la profundidad de las facetas relampagueantes. Y revoloteó allí, inmaterial.

    Luego emergió de nuevo. Pero en alguna parte del cristal había abandonado la carne por la luz. El cabello era una nube radiante. ¡Soy!

    Era. Revoloteó por la cúpula y centelleó en la oscuridad como un sol maniático. Luego regresó a su lado. Cuando era de carne...

    Verrons la siguió nuevamente, atravesando el cristal hasta su cuerpo de carne. Vivió con ella sus años de madurez, su búsqueda ansiosa de un compañero, su selección frenética, su elección final. Luego dos cuerpos pardos surcaron los cielos, veloces como flechas, una gema dorada y un relampagueo rojo. Deidades del viento, unieron las cabelleras crepitantes y juntaron los cuerpos raudos. Cuando la unión se hubo consumado, reanudaron sus vidas separadas.

    Verrons vivió con ella los meses subsiguientes, mientras llevaba a término el período de engendramiento. Luego la acompañó por el cielo salpicado de nubes hasta la caverna donde ella arrancó cuatro vástagos del conducto cervical dilatado y sopló las primeras bocanadas de vida en las bocas abiertas. Más allá de la cámara de nacimientos tronaba el vapor, que hacía más espeso el aire azufroso. Verrons emergió con ella cuando los cuatro vástagos se iniciaron en la respiración y se menearon, dos en cada brazo, las manitas aferradas al cabello, y regresaron a la ciudad para encontrarles una nodriza que los amamantara y cuidara.

    Los vástagos crecieron. Les nació el cabello, pero sólo uno de los cuatro tenía una rígida melena de poder. Los otros tenían el pelo sedoso y flojo. Ella se enfureció. Atravesó las nubes para desahogar su ira en el aire, zambulléndose y bramando hasta quedarle sólo un regusto de agria amargura. Luego bajó a una plaza oscura donde abandonó a los tres que no tenían el don. Se alejó sin mirar atrás. Que alguna criatura vil se encargue de ellos. Que los críen para cavar y tejer, servir y trajinar. Con su cabello muerto y sus mentes sin poder no son de los míos. En cambio servirán a los míos.

    A su hija restante la llevó a las nubes. Con la niña en brazos surcó el cielo hasta que, abajo, el perfil de las montañas se ennegreció; hasta que, aun en lo alto, el olor del azufre se hizo espeso. Y ya de regreso en la ciudad, los ojos de la hija emitían un fulgor rojizo.

    Ese era el color de la gema que, en una ceremonia secreta, se incrustaba en la carne de los niños en el aniversario del nacimiento. Y crie a mi hija y le enseñé. Y el poder relampagueaba entre nosotras, un cordón umbilical perdurable.

    Verrons la siguió en sus años subsiguientes a través de sus búsquedas y de las victorias de su creciente poder. Con ella conquistó y dominó esa parte del mundo que ella reclamaba como propio. Su piel se oscureció al sol hasta brillar como el ébano. Los ojos, dos gemas doradas y feroces que centelleaban desde cavernas gemelas. La gente pequeña y escurridiza tejía y limpiaba y servía y trajinaba alrededor de su existencia, y cuando les descargaba llamaradas en los ojos débiles, cuando arrancaba al aire velos de luz y los extendía, la gente pequeña gemía y lloraba y suplicaba por servirla más.

    Cuando era de carne... Sus palabras ya no llegaban desde el viento a la mente de

    Verrons. Ahora eran nítidas y cortantes, perentorias. Pero paulatinamente, con el paso de los años, la fuerza de Verrons languideció. Sus reacciones mentales perdieron vigor y el sonido de la flauta se le fue cascando en los oídos.

    Estaba exhausto, agotado, pero no había manera de comunicar a la criatura esa fatiga absoluta. Tampoco podía permitirse cerrar los ojos, aflojar la cabeza, dejar de tocar la flauta. Pues en algún momento de la larga noche había cesado de existir como entidad con albedrío propio. Se había transformado en instrumento, como la flauta. La bailarina los mandaba a ambos, majestuosa, despiadadamente. Por último, cuando ya la cabeza se le había derrumbado sobre el pecho, ella llegó a vivir en una cámara penumbrosa de su mente. Y allí escenificó un espectáculo de sombras, volando, surgiendo, ordenando, reinando: un poder en su apogeo. Verrons continuó soplando la flauta, empecinado.

    Al fin, aun esa última cámara iluminada de su mente se oscureció. Los dedos se le aflojaron. Oyó el tintineo de la flauta en el suelo mientras se desplomaba inconsciente.

    El tiempo era un pozo profundo, negro, ineludible. Verrons luchó de modo irreflexivo en esa prisión oscura. Mucho después sus pies encontraron un sostén. Trepó por paredes perpendiculares y abrió los ojos desencajados. Yacía de costado en el frío suelo de piedra del templo, y los músculos no reaccionaban pese a sus esfuerzos por movilizarlos.

    —Comandante, ya es de día.
    — ¿Sadler? —preguntó, débilmente aturdido. Y se incorporó penosamente aceptando la ayuda de Sadler. La flauta yacía a un lado. Apresó de manera posesiva el caño de metal, el pasaporte a los prodigios—. ¿Los humanoides...? —preguntó con fatiga.
    —Acaban de bajar por la hondonada. Llevaban en andas al jefe, el alto. Y se llevaron la caja de usted y la otra flauta. No traté de detenerlos, pero tal vez pueda alcanzarlos si...

    Verrons meneó la cabeza penosamente. Que se quedaran con esa pequeña ofrenda, especialmente porque en vez de la flauta nueva los humanoides habían dejado uno de sus instrumentos mugrientos. Verrons lo recogió y se lo frotó contra el uniforme. Con pesadumbre, mientras estudiaba la flauta abandonada, evocó imágenes mentales de la noche en el patio que daba a la montaña, de la última noche aquí. Había cinco humanoides en la pequeña banda. Cada cual tocaba una flauta. Pero nunca se habían manifestado tantas entidades lumínicas, ni siquiera cuando él había convocado a la bailarina áurea y uno de los humanoides había lanzado la entidad violeta al aire de la noche. Sólo había habido tres bailarines: oro, violeta, azul. Pese a su congestión mental concluyó con coherencia:

    —Abandonaron esto porque está muerto.
    — ¿Muerto?
    —Está agotado, ha perdido su energía o lo que fuere —explicó trabajosamente Verrons.

    Los ojos de Sadler brillaban, comprensivos.

    —Lo dañaron, o vaciaron, quizá porque han abusado de su uso. Y por alguna razón no han logrado que el mecanismo del templo les diera instrumentos de reemplazo.

    Verrons asintió. Se levantó con rigidez, hundió en un bolsillo la flauta abandonada. Sentía las piernas extrañamente tiesas. Se encaminó hacia la plaza. Desde allí indagó pensativo la jungla brumosa. Tal vez en el viaje hacia aquí habían pasado a través de la misma ciudad desde cuyo pavimento ella se había remontado en el aire por primera vez. Tal vez esos árboles distantes eran descendientes de aquellos con los cuales casi habían chocado al bajar. Por cierto, este sol que despuntaba... Verrons cerró la mano sobre la flauta. Había visitado medio centenar de mundos durante su carrera en el Servicio, pero hasta entonces nunca había despertado para contemplar uno tan vivo como éste. Aun con sus primitivos habitantes muertos.

    ¿Muertos? ¿Cuándo los bailarines de luz todavía hechizan la noche? Pero ya no le quedaba capacidad para una evaluación crítica del fenómeno. Alguien le había abarrotado el cerebro de cápsulas plásticas. Cuando él se movía oscilaban vertiginosamente, emborronaban y desdibujaban la realidad de modo perturbador.

    —Mejor dormiré un poco —se restregó los ojos con torpeza, y brillantes manchas de Mazaahr le bailaron en el campo visual, alegres espectros de la enfermedad.
    —Dedicaré el día a explorar el pie occidental de la meseta —ofreció Sadler.
    —Hazlo.

    Verrons, aturdido, se tendió a dormir en un lugar que había elegido, cerca del peristilo donde el sol del amanecer lo calentaría. Oyó vagamente el primer grito matinal del ehminheer desde el nivel superior del complejo. Luego se hundió en un sueño sin sueños.

    Pocas horas más tarde lo despertó un estímulo acuciante. Se levantó temblando de hambre. El sol, alrededor de él, hendía la piedra. Alzó la vista al cielo. Era mediodía. No había comido desde la tarde anterior, pero aun así la fuerza del hambre parecía inusitada, devastadora.

    Unas piernas gomosas lo llevaron hasta la hondonada. Bajó torpemente, perdió el control del cuerpo y llegó a la boca inferior arrastrándose de espaldas. Yació unos momentos sobre el suelo húmedo, la ropa rasgada, las piernas entumecidas. Pero la fuerza del hambre era compulsiva, tenía una bestia famélica en el abdomen, y lo devoraría a menos que le brindara una ofrenda sustancial.

    Pese a sus temblequees, una hora más tarde había derribado, despellejado y cocinado una presa, y así había satisfecho esa imperiosa necesidad. Iba de regreso a la boca de la hondonada por un camino indirecto cuándo vio a unos metros un plumaje gárrulo.

    — ¡Ehminheer! —llamó, y el esfuerzo lo dejó mareado.

    El ornitoide se detuvo y sus brillantes ojos amarillos titilaron a través de las sombras húmedas. Pero antes que Verrons pudiera alcanzarlo, escapó con un graznido.

    Esa breve aparición lo incitó a especular. Si pudiera persuadir al ehminheer a que intentase poner en funcionamiento el mecanismo del templo... Se concentró en la reflexión. ¿Realizaba el haz rojo algún examen cerebral? ¿Un análisis metabólico? ¿O una sofisticada indagación anatómica? ¿Daría el mecanismo una flauta al ehminheer, aunque por su estructura bucal le fuera imposible usar el instrumento de manera adecuada?

    ¿Pero qué era lo adecuado? Por cierto. Verrons no había tocado con especial habilidad. ¿Bastaban acaso unos resoplidos sin orden ni concierto para despertar luz y movimiento en el aire? ¿O había ciertos criterios de composición, criterios de calor? ¿Los soplidos debían de tener cierta fuerza y coherencia para activar la flauta?

    Algo era claro. La noche anterior había experimentado muchas cosas mientras surcaba y recorría el mundo con su bailarina áurea, pero en lo concreto no había podido recoger ni un solo dato. El complejo de templos seguía siendo un misterio. ¿Había sido construido solamente como un lugar de juegos para los bailarines de luz? Y los bailarines, su bailarina áurea..., ¿por qué, poderosos como habían sido, estaban ahora extinguidos?

    ¿Lo estaban acaso? ¿Pero cómo podía ser de otro modo si las ciudades se desmoronaban y ningún cuerpo surcaba los cielos? Verrons regresó a la cima de la meseta y atisbó reflexivo más allá de la piedra sedosa y rosada, midiendo atentamente las fascinantes proporciones de plazas, peristilos, templos y patios. Sabía que esa noche volvería al templo, al mundo de su bailarina áurea. Y cuando lo hiciera, otra vez podría reinar con ella, compartir la fascinación y el poder de sus tiempos, o bien tomar medidas para obtener más datos sobre ese lugar y esos bailarines desaparecidos.

    ¿Pero qué medidas? Una respuesta obvia era exponerse a una variedad de bailarines, optar, elegir, seleccionar para obtener una variedad de puntos de vista y compararlos fríamente. ¿Pero podía controlarse tanto durante esa experiencia? ¿Podía cambiar deliberadamente de una flauta a otra, y concluir a voluntad una experiencia para iniciar otra?

    Era una pregunta que tendría que responder por sí mismo. Decidido, Verrons subió la escalinata del complejo y penetró en el sombreado templo principal para proveerse de flautas con el mecanismo.

    Media hora más tarde media docena de cajas yacían apiladas bajo el pórtico y un inescrutable ehminheer estaba posado cerca.

    —Has obtenido artefactos —declaró con voz tensa.

    Alzando los ojos, Verrons escudriñó agudamente el rostro del ave. Cada mañana el canto del alba del ehminheer era más fieramente exaltado, cada atardecer más ronca su protesta ante el ocaso. Hasta su lenguaje estaba involucionando, ásperamente entrelazado con gorjeos y chillidos. Verrons extrajo cautelosamente la flauta abandonada por los humanoides y se la alzó para que la examinara.

    —Aquí nos hemos topado con algo muy interesante —le confió; y evaluando cuidadosamente la reacción del ornitoide, detalló la experiencia que había sufrido, primero en el patio que daba a la montaña, luego en el templo.

    Ante la mención del primer vuelo de la bailarina áurea, los ojos amarillos del ehminheer centellearon. Cuando Verrons hubo concluido su relato, el ornitoide echó la cabeza hacia atrás. Escudriñó el cielo de la tarde y emitió sonidos guturales.

    — ¿Y esos bailarines volaban sin alas? —preguntó. Verrons frunció el ceño, empeñado en analizar la tenaz insistencia subyacente a la pregunta.
    —En efecto. El vuelo parecía derivar de un poder heredado para concentrar y aprovechar la energía solar, una aptitud innata que se manifestaba en su pleno vigor con la madurez del individuo. Cada bailarín llevaba una gema inserta en la frente. Al parecer...
    — ¿Eso es lo que esperabas encontrar abajo? —preguntó el ehminheer—. ¿Las gemas de energía?
    —Yo... No había pensado en eso —admitió Verrons—. Ante todo, pensaba en material arqueológico. —Por cierto, había encontrado bastante material en el curso de la experiencia de la noche, pero el flujo de las imágenes había sido demasiado acelerado y su atención se concentraba demasiado en la bailarina áurea para permitirle un examen de los objetos. Ahora no recordaba detalles—. Sin duda, la gema tenía una significación central en el encauzamiento del poder congénito. Y en consecuencia, en el desarrollo del vuelo. Por otra parte...
    — ¿Por otra parte? —parodió el ehminheer con acidez, la cresta erguida—. Es obvio que lo que te impulsa no es la necesidad de volar.
    —Pero volé, aunque haya sido de segunda mano —replicó Verrons, y arrugando el entrecejo estudió al ornitoide—. Ayer viste cómo opera el mecanismo del templo, ehminheer. ¿Por qué no te paras en el centro del suelo y ves si te entregan un instrumento?

    La mirada del ehminheer pasó del instrumento que aferraba entre las garras a los apilados por Verrons.

    — ¿Para qué? ¿No hay instrumentos suficientes para satisfacer a tus bailarines?
    —Desde luego, pero me gustaría tener una idea más precisa de los criterios del mecanismo para entregar flautas. Sadler y yo satisfacíamos los requerimientos. También los humanoides en un tiempo, pero ahora el haz se niega a admitirlos. Si tú probaras el haz, quizás obtendríamos un indicio de tu capacidad para activar un instrumento cuando llegue el momento.
    — ¿Y por qué no ahora? —de pronto el ehminheer se insertó la flauta abandonada por los humanoides en el pico. Exhaló ásperamente.

    Verrons se le acercó, aprensivo.

    —Estás tocando una flauta muerta, k'Obrohms. El fenómeno de día...

    Pero el ehminheer no tenía tiempo para discusiones. Los párpados se le oscurecieron, arrojó a un lado la flauta y tomó una de las cajas apiladas. Las garras verdes abrieron la caja con brutalidad, y un segundo instrumento plateado desapareció en su pico amarillo. El sonido que el ehminheer emitió esta vez no fue más que un susurro airado. Las pupilas le destellaron de irritación. De pronto arrojó la segunda flauta al pavimento cortando el aire con el pico. Sus garras rechinaron mientras atravesaba el templo a la carrera para meterse en la base de la aguja de piedra. Desde su refugio soltó un estridente graznido de advertencia.

    Verrons se encogió de hombros. Tal vez hubiera un modo de revertir la creciente alienación del ehminheer, pero por el momento tenía que pensar en la noche. Esa tarde tenía que dormir, si su propósito de controlarse mientras soplaba una flauta tras otra era fuerte. Recogió fatigado las flautas y llevó su provisión a un lugar seguro.


    Capítulo 9


    ¿CONTROLARSE? Verrons lo logró esa noche. Encorvado en los confines del templo más pequeño, la bailarina áurea enfundada en plástico y guardada en un bolsillo del pecho, sopló hasta internarse en un mundo perdido, con frío dominio de sí mismo. Al contacto de su aliento, la luz hendió la oscuridad. Hubo movimiento, un vórtice brillante, y un susurro despertó en su mente.

    Cuando era de carne...

    Cuando ella era de carne, cuando él era de carne... Cuando cuerpos ennegrecidos por el sol traspasaban nubes y ciudades de piedra ya derrumbadas, cuando melenas crepitantes serpeaban y centelleaban y la asustadiza gente pequeña caía aullando... Con el aliento de Verrons despertó otra época. Había ordenado las flautas de antemano, las había ubicado donde sus dedos hechizados pudieran aferrarlas. Con el transcurso de la noche, Verrons zafó primero su conciencia del hechizo de luz, luego fue tanteando con los dedos en busca de un nuevo metal, lo alzó, lo acarició con los labios. De vez en cuando el sonido de las flautas de los humanoides le llegaba desde el complejo. Esa noche estaban nuevamente en el patio que daba a la montaña. O el templo principal. O algún otro templo...

    ¿Importaba eso cuando lo estaban encegueciendo gemas relampagueantes, cuando el tiempo se deslizaba bajo los pies y esos pies tenían dedos largos, pardos...

    ...y corrían...

    ...y volaban...?

    Luego notó que su cuidadosa disposición de las flautas había sido alterada. Alzó los ojos y la mirada pálida y glacial de Sadler se cruzó con la suya por encima del caño reluciente de una segunda flauta. Con las exhalaciones del talberonés brotó una bruma verde y nació su segundo bailarín. El cabello claro del talberonés centelleaba, las cuencas de los ojos le desbordaban de luz, el hálito vital perdido en la flauta.

    La distracción fue breve. Casi inmediatamente la conciencia de Verrons regresó al mundo de los bailarines. Pero paulatina e involuntariamente la fuerza de su percepción se fue agotando. Con languideciente vitalidad, el cuerpo se le embotó y su aliento se redujo a un susurro seco. Vivo de nuevo..., aulló su bailarina colérica, y el grito azotó ferozmente a Verrons mientras la aureola violeta se disipaba. Verrons revivió obedientemente, pero el brote de energía fue tan fugaz como esforzado. De pronto la flauta languideciente se le cayó de los dedos. La luz se volvió oscuridad, el movimiento quietud, y el cuerpo de Verrons se desplomó.

    Cuando revivió estaba oscuro. Yacía de costado, ojeando distraído el fulgor de las lunas en la piedra. Trataba débilmente de organizar los fragmentos de memoria y anatomía. Los brazos y las piernas yacían lejos y no respondían a su voluntad. Pero de algún modo su cuerpo no estaba dentro del templete donde él lo había dejado sino fuera.

    Sadler le dio una explicación al mirarle fijamente con sus ojos descoloridos.

    —Lo arrastré aquí afuera después que usted perdió el conocimiento, comandante. ¿Se siente bien?

    Verrons estaba mareado, el cuerpo entumecido, la lengua hinchada. Apenas pudo sentarse.

    —Estoy... Pienso que sí —farfulló—. Estoy...

    Pero Sadler pronto dejó de preocuparse por su bienestar. El joven se arrodilló, los rasgos crispados.

    —Comandante, ¿cuántas flautas activó usted anoche?

    Los ojos de Verrons se volvieron, estrábicos, hacia el templete. Meneó la cabeza aturdido.

    —No sé. Tomé por lo menos una docena del templo. Pero... —se apretó las sienes como si tratara de infundir claridad a sus pensamientos. El gesto estimuló en cambio un chisporroteo de manchas de Mazaahr, una frenética ondulación de mariposas brillantes y sobrenaturales. Procuró aclararse la visión sacudiendo la cabeza.
    —Guardé las flautas en las cajas y las puse a buen recaudo —se apresuró a tranquilizarlo Sadler. Se agachó, los ojos inflamados de excitación—. Comandante, ¿ha seguido ya a un bailarín hasta su muerte? ¿O de un estado al otro a través de un pasaje de cristal?

    Verrons caviló con el ceño fruncido. Su bailarina áurea, con su cuerpo de carne, se había estirado contra un cristal tan alto como ella la noche anterior, y se había disuelto en él para emerger en forma alterada, el cabello una nube de energía. Y pudo advertir que, curiosamente, no había adjudicado ninguna significación particular a la transformación. Pero ahora que lo pensaba... En forma breve, ronroneando, Verrons describió su tránsito por el cristal y resumió, entrecortado, otros que había presenciado esa noche.

    Sadler asentía con avidez.

    —¿Pero no la siguió hasta su lecho de muerte? ¿O a cualquiera de los otros?
    —No... No, que yo sepa. —Pero a esa altura ya no podía estar totalmente seguro de nada, sus procesos mentales eran turbios, obnubilados por una bruma espesa.
    —Parece que tuve suerte con la flauta que elegí. Mi bailarín había nacido con un defecto congénito. Su período de vitalidad era mucho más corto que el normal. Al principio, en la parte inicial de su vida, pensé que los pasajes de cristal eran elementos puramente simbólicos para guiar la percepción de un estado de la existencia del bailarín a otro. Pero más tarde, después que usted cayera desmayado, mi bailarín fue a lo que él llamaba la casa de la muerte y tomó un pequeño cristal en la mano. Era incoloro, claro, con un tamaño que equivalía aproximadamente a la mitad del primer segmento de mi dedo meñique. Fue a una sala especial, sostuvo el cristal en la palma y... murió. Luego el asistente regresó y le abrió la mano... Y el cristal había cambiado. Había una mota verde en el centro. Y el cristal verde incrustado en la frente del bailarín estaba muerto. Él no explicó cabalmente qué estaba sucediendo, así que no tengo una idea precisa de la función del cristal más pequeño. Quizás es sólo un artefacto para registrar la muerte, o algún comunicador para llamar al asistente. Pero me inclino a pensar que al morir, algo, una expresión electrofísica de su personalidad, fue absorbida por el cristal. Un alma impresa, se podría decir... ¿Le parece...

    Verrons lo meditó. La sugerencia era insólita. Pero también lo era el poder que esgrimía su bailarina. También lo era el don del vuelo.

    —Yo preferiría no aventurar opiniones hasta que haya presenciado personalmente una escena de muerte —admitió. Dios sabe cuándo será, si es que...

    ¿Esa noche? ¿Le haría revivir su muerte esa noche? ¿De verdad quería entregar el ímpetu y poder de esa vitalidad a un cristal cuyo tamaño equivalía aproximadamente a la mitad del primer segmento de un dedo meñique? Pero esa muerte nunca sería definitiva, al menos mientras él tuviera la flauta de ella en la mano, el factor Lázaro. Se levantó con rigidez y tanteó en busca de los datos que su mente encandilada hubiera entresacado de la experiencia de esa noche.

    —Creo que puede haber algo significativo en el hecho de que anoche la meseta aún no existiera —aventuró distraídamente masajeándose las sienes—. Recuerdo haber pasado más de una vez por este sector de la selva. Volamos hacia el oeste desde una ciudad del otro lado de las montañas, y aterrizamos para beber en un manantial. El perfil de las montañas era inconfundible. La perspectiva...
    —Entonces eso parece respaldar la teoría de usted según la cual la meseta es una construcción artificial, levantada después de la vida de la bailarina con quien usted voló —urgió Sadler.
    —¿Pero cuándo? —preguntó Verrons—. Esta noche entré y salí de media docena de vidas, por lo menos. No oí ni vi absolutamente nada sobre el complejo de templos. Y los humanoides...
    —¿Se ha topado con ellos?
    —No, nunca. Ni se comentaba de su existencia.

    Sadler frunció el ceño.

    —Tal vez evitaban el contacto.
    —¿Pero cómo? La gente pequeña tenía pequeños establecimientos desperdigados por toda la jungla. No sé, pero pienso que una raza entera no hubiera podido pasarles completamente inadvertida. Y menos aún una raza no más inteligente que los humanoides.
    —Entonces quizás el subpueblo sí que sabía de los humanoides. No es forzoso que hubiesen tenido que comunicar el hecho a los bailarines —arguyó Sadler—. O tal vez los humanoides sean los vestigios mutantes de la raza de los bailarines. Si se exponían a excesos de radiación en las alturas...

    Verrons negó con un gesto enfático.

    —La forma antropomorfa es el único punto de semejanza entre los bailarines y los humanoides. Y eso no basta —se frotó la barba, pensativo; recapitulaba sus escasos conocimientos sobre los bailarines y su dominio de la energía—. La capacidad para ejercer el poder era congénita, el cristal se implantaba más tarde. Cómo se obtenía, cómo se implantaba, no lo sé con precisión. Pero sin duda era el medio para concentrar la energía solar y permitir el vuelo, para ejercer el control sobre el subpueblo e incluso sobre objetos inanimados en períodos ulteriores de sus vidas.

    Sadler se encogió de hombros. La luz de las lunas le destellaba en las superficies alabastrinas de la cara.

    —Lástima que nunca hayan desarrollado escrúpulos acordes con su poder. Por lo que he visto, ni siquiera consideraban al subpueblo verdaderamente... humano.
    —¿Gentes pequeñas que se asustaban y servían? —Verrons frunció el ceño; por cierto la bailarina áurea no sobresalía por su misericordia. Había demostrado poca compasión hacia quienes le eran inferiores, incluidos sus propios vástagos sin dotación del poder.

    Pero la noche anterior él había vivido bajo su dominio, tal como ella había vivido bajo el de Verrons; él había empuñado el mismo cetro y saboreado el poder con su propia lengua y con la de ella; y no le había repugnado, ¿verdad? No, porque cuando ella renacía del instrumento que él se llevaba a los labios la conciencia de la bailarina era la suya. Las normas e ideales de Verrons se fundían con los de ella. Y los de ella se basaban en el ejercicio del poder.

    Se palpó el bolsillo en donde ella aguardaba. Esa voluntad de vida le cosquilleaba en las yemas de los dedos, en los labios. ¿Cuánto hacía que esperaba ese hálito de resurrección en las entrañas del mecanismo del templo? ¿Siglos? Había esperado para bailar una noche: esa noche. Atisbó dentro del templo a oscuras.

    —¿Estás dispuesto a probar con otra flauta?

    El talberonés entornó los ojos y bajó la cabeza.

    —No. Esta noche no.

    Verrons cabeceó. También él era reacio a ponerse nuevamente a merced de un fenómeno que no comprendía. Pero la convocatoria hipnótica de la bailarina vencía toda prudencia.

    —Comprendo —dijo, y regresó al templo.

    La pequeña estructura mostraba dos lunas gemelas en la ventana con arcadas. Verrons se sentó en el suelo frío y se llevó la flauta a los labios. Lamió la boquilla, inhaló profundamente y sopló, dispuesto a volver a la época de la bailarina en alas de su aliento.

    Pero nada, nada salvo una bruma tenue que fluctuó dolorosamente en el aire del templo. Desconcertado, Verrons sopló de nuevo, emitió una melodía que nadie había oído antes. Y nadie la oía ahora, salvo Verrons, que estaba acuclillado a solas en el templo helado, los labios fríos de repente, con dos lunas gemelas que resbalaban gélidas en sus retinas vidriosas.

    ¿Acaso ella exigía la compañía de su especie? Verrons pensaba que no. Pero cuando su reloj interior acabó de medir un perezoso cuarto de hora y su aliento aún no creaba más que bruma, se puso de pie y echó a andar hacia el templo principal.

    Cualquier otra noche el hipnótico tumulto de luz le habría llamado la atención. Los humanoides estaban acuclillados alrededor de las paredes del templo, y un caos radiante se les reflejaba en los ojos vidriosos. Pero Verrons no estaba deslumbrado esa noche. Se sentó rígido. Los músculos tensos, se llevó la flauta a los labios y sopló.

    Tampoco esta vez ella se materializó. Sólo surgió el flojo lienzo de luz que había soplado en el templete, desolado y estéril.

    Más tarde apenas recordaría su regreso tambaleante al peristilo. Allí, bajo el resplandor lunar antes del alba, palpó con los dedos las junturas de la flauta de plata. Eran resistentes y daba trabajo separarlas. No obstante, pudo abrirlas con las uñas. Dentro del caño de metal había una profusión de elementos en miniatura: unidades de cerámica, alambres lustrosos y un cristal blanco de un tamaño equivalente a la mitad del primer segmento de un dedo meñique, con una mota dorada en su interior. Su bailarina. Pero el cristal estaba veteado de fracturas. Cuando lo apretó se hizo añicos.

    Astillado. Verrons sacudió los fragmentos brillantes en la palma, apesadumbrado por la pérdida. Un alma impresa en un cristal brillante; una expresión electrofísica de la personalidad capturada en el momento de la muerte y preservada con todos sus recuerdos, pero en un medio lamentablemente frágil. Y Verrons la había resucitado a la danza sólo una noche. Luego, agotado, había dejado caer la flauta al suelo de piedra, la matriz de cristal resquebrajada en la caída. El tintineo de la flauta en la piedra le reverberó en la mente, un sonido que nunca se le borraría de la memoria.

    Cerró el puño sobre los fragmentos filosos. Había destruido lo indestructible, matado a una inmortal. Se requería una ceremonia para realzar lo definitivo del momento. Verrons dejó abandonado el caño abierto de la flauta, atravesó la piedra titilante y bajó a la hondonada. Descendió con cautela, acunaba en la palma el cristal astillado de su bailarina. Luego se internó en la noche de la jungla. Desde la meseta el sonido de las flautas adornaba la noche. Minutos después llegó a la ribera del arroyo y el olor del lodo le impregnó las fosas nasales.

    Volaba con chispas en el cabello y entre los ojos usaba una gema que apresaba la luz del sol y la transformaba en una filosa espada. Ahora su bailarina áurea lloraba con ansias de iluminar la atmósfera superior de su mundo con un último brote cristalino. Era una gran injusticia hacerla reposar en cualquier parte: la jungla, la meseta, el templo.

    Entonces Verrons vio el reflejo de las lunas gemelas en la superficie del arroyo. El cuerpo se le crispó al reconocer una sepultura adecuada. Torció la muñeca y arrojó las astillas de cristal en el arroyo, entregó a la bailarina al reposo final. El cristal resquebrajó ligeramente las aguas plateadas. Los discos gemelos ondularon un instante y ella se fue de la noche y del mundo. Verrons se alejó del arroyo, caminaba sin rumbo por la jungla desierta, los ojos fijos en un juego de luz interior, los puños apretados para aferrar el vacío.

    Un susurro entre las hojas lo sobresaltó. Involuntariamente cerró la mano sobre la culata de la pistola.

    —¿Sadler?

    ¿Pero acaso el talberonés tenía ojos oblicuos con una luz naranja en las pupilas? Más aún, una luz naranja que se hizo más intensa cuando el cuerpo esbelto salió de la tupida maraña y alzó los brazos sinuosos.

    No los tenía. Pero pese a la borrosa penumbra que precedía al amanecer, Verrons reconoció a la que emergía de la arboleda. Boquiabierto, la reconoció no una sino dos veces. Primero era la joven hembra humanoide que habían encontrado días atrás en la ciudad en ruinas. Y segundo, el cabello crepitante, el fulgor cada vez más violento de los ojos le decían que era hermana de la bailarina que acababa de sepultar en el disco de una luna. Verrons miró fijo a la hermana de su bailarina áurea. Pero esta bailarina estaba aquí. Esta bailarina estaba ahora. Y Verrons no estaba preparado.


    Tampoco Aleida estaba preparada para el enfrentamiento. Había llegado al ocaso al borde del arroyo para encontrarse ante una elevación en el terreno, una prominencia de roca, tierra y vegetación como jamás había visto antes. Y cuando se encaramó a un árbol cercano, en la cima de la meseta avistó una imponente aguja de piedra rosada y fulgurante contra el sol empurpurado por las nubes. Instantáneamente recordó el aullido de advertencia de Pystarr. Nunca vayas hacia el sol poniente. Hay algo contra el sol poniente... Luz-que-es-muerte, alguien que surca el cielo... En su arrogancia, Aleida había presumido que la luz-que-es-muerte era análoga a sus propios velos de poder y que cualquier ser que surcara el cielo era análogo a ella misma. Pero ahora estaba ahí. Ahora estaba ese acusatorio dedo de piedra que apuntaba al cielo. ¿Levantado por alguien? Y ahora algo más que la frenética advertencia de Pystarr inquietaba a Aleida. El temor de él también la inquietaba, la paralizaba.

    ¿Quién era ella, a fin de cuentas, comparada con esa piedra maciza? Había vivido la vida entera en una guarida de piedra ruinosa en la selva, hija y hermana de animalejos gemebundos.

    Ni siquiera habían recibido los secretos en el momento adecuado, de una manera adecuada. ¿Y su propia luz? Era un arma esporádica. La había puesto a prueba en su peregrinar por la jungla, marchitando matorrales y árboles, atormentando y quemando a colaespines, lagartogrises, piedrapuercos y otras bestias pequeñas.

    Pero no todas sus presuntas víctimas habían sido consumidas por el poder. Con harta frecuencia, cuando se disponía a atacar, nada le brotaba de los dedos quemantes. Se ponía de puntillas, arqueaba el cuerpo, y el aire quedaba vacío. Pero en otras ocasiones, así lograba atraer tormentas.

    ¿Por qué? Creía entenderlo. El poder existía dentro y fuera de ella. Era un atributo de su propia naturaleza y de la naturaleza que existía alrededor de ella. Fluía por doquier, un torrente difuso sin destino ni organización. Pero mediante la espada cimbrante y los dedos sinuosos, mediante algún cambio que esa alteración de postura encendía en su propio sistema neurológico, ella había encontrado un medio para moldearla de tal modo que pudiera blandirla como un arma. Ese medio, sin embargo, no era absolutamente confiable. Era como ponerse a jugar al chuk-chuk no con una vara resistente sino con un manojo verde de hierbadura. A veces el manojo haría rodar la piedra-chuk, otras se curvaría en vano contra la piedra mientras ella lo asía.

    ¿Era por eso que no se podía despegar del suelo? Tal vez. Pero otra pregunta la atormentaba más. ¿Esa falta de dominio sería en verdad un defecto congénito? ¿Sería inherente de un ser inferior al diablo ennegrecido por el sol que había acudido a ella desde el cielo? ¿Estaría destinada a gozar sólo del gusto más grosero del poder, y nunca de sus refinamientos? ¿Sería para el diablo volador y para la Aleida de sus sueños lo que sus hermanos y padres, el resto de la banda, eran para ella? ¿Un animal? Cuando la oscuridad cayó sobre la jungla se acurrucó en la horcadura de un árbol, atormentada por las dudas.

    Las dudas se transformaron en miedo cuando una tenue esperanza le llegó desde la cima de la meseta. Se puso a escuchar con atención, con avidez. Los sonidos temblequeaban en el aire húmedo, débiles, azarosos, inexplicables. No eran la llamada de ningún animal. No eran sonidos naturales.

    La conclusión era ineludible: alguien habitaba la cima de la meseta. ¿Pero quién? ¿El ser volador? ¿Su gente? ¿O alguien o algo más, algo que nunca había imaginado? Lo imaginó detalladamente, grotesco y poderoso, un diablo peor de los que había descrito su madre. ¿Debía escapar? ¿Regresar aullando a la seguridad de la guarida de piedra? Nunca. Aleida bajó del árbol, sobreponiéndose al miedo.

    Las notas de la meseta eran persistentes, ora unificadas, ora separadas, ora más altas, más débiles. Desde su escondrijo Aleida les prestó atención mientras pudo. Luego su cuerpo exhausto se durmió.

    Más tarde sus sentidos despertaron de golpe. Se acuclilló de un brinco y desde su refugio atisbó una forma oscura que avanzaba en la noche. Instintivamente Aleida se puso de pie y alzó los brazos, una vibración en los dedos.

    Pero antes que la luz crepitara en el aire, reconoció al intruso: una de las criaturas que había pasado días antes por el territorio de la banda. Y recordó instantáneamente que él era inmune al poder. Más aún, ¿quién sabía cuáles eran aquí los poderes de él? Las miradas de ambos se cruzaron por un momento. Enseguida Aleida se internó en la vegetación y echó a correr.

    Él no demostró ningún dominio especial de la luz de muerte mientras la perseguía por la tenaz oscuridad de la selva. Aleida avanzó entre arbustos y lianas, pero él la siguió sin nada más mortal que gritos y pies trepidantes. Por último Aleida lo eludió encaramándose a las copas de los árboles. Allí asió las frágiles ramas superiores, el corazón palpitante, atenta a su propia respiración.

    Al parecer él no detectaba ese sonido. Pasó varias veces debajo del árbol, dio vueltas y vueltas y al fin regresó hacia donde ella se había escondido antes.

    ¿Era tan imponente esa criatura como para no atreverse a perseguirlo a su vez? Aleida aceptó el desafío; bajó de la enramada y acarició la tierra con los pies. Moviéndose con todo sigilo, lo siguió hasta el lugar donde se habían encontrado al principio. Él se detuvo, luego permaneció un rato sentado en una pequeña elevación del terreno mirando al vacío. Después, con las primeras luces que agrisaron la selva, se levantó y condujo a Aleida hasta la ladera de la meseta, donde desapareció en una hondonada erosionada.

    Aleida se adelantó, tentada de seguirle. Pero antes que pudiera subir la pared de la meseta, unas piedras flojas rodaron y cuando alzó los ojos vio que por la hondonada bajaban unos cuerpos grises. Alarmada, regresó a su refugio. Mientras estaba agazapada en la vegetación, cinco figuras grotescas emergieron de la hondonada, los ojos opacos, los cuerpos encorvados, las barbillas enmarcadas por cascadas de tejido blando. El más alto tenía rasguños negros en la espalda y los hombros. Los cinco se alejaron desmañadamente arroyo abajo como bestias endemoniadas.

    Aleida se sintió igualmente endemoniada. ¿Podía ser éste el mundo familiar donde había cazado y pescado toda su vida, el mundo del que conocía cada planta y cada animal? En tal caso, ¿cómo es que de pronto había tres variedades importantes de seres que nunca antes había visto ni oído mencionar: las grotescas criaturas grises, las criaturas de carnes pálidas y la criatura de plumaje brillante? Se estremeció. Quizá las dos primeras dominaran la magia. Cada extremidad de la criatura emplumada estaba armada con garras lacerantes. Asustada, Aleida se sumergió aún más en la vegetación.

    Sin embargo nadie más bajó por la hondonada. A media mañana, Aleida salió atenta y cautamente a enfrentar el mundo de nuevo. Se alejó a una distancia prudente de la meseta, se alimentó de huevos de lagartogrís, que aderezó con hierbamarga para quitarles esa desagradable viscosidad salada. Más tarde exploró la jungla arroyo abajo. Era de tarde y su confianza revivió al tropezar con los pieles grises, tendidos. Y se detuvo ante los cuerpos durmientes. Las yemas de los dedos le cosquillearon con la urgencia de destruirlos allí mismo, mientras dormían. Pero el poder no era confiable. Si no lograba extraer una luz de muerte del aire, si los monstruos despertaban y la encontraban arqueada frente a ellos... La prudencia le aconsejó seguir explorando.

    No descubrió nada. Su única esperanza de saber qué había en la cima de la meseta consistía en subir, admitió a regañadientes. De manera que al ocaso, al oír los pasos de los pieles grises en la espesura, los siguió. Se dejó guiar hasta la boca de la hondonada. Los seguía a bastante distancia y subió con cautela para que no la vieran, y suficientemente cerca como para sentirse protegida por la presencia de ellos. Si había un ataque, contaría con un margen de tiempo suficiente para escapar.

    Por fortuna esa eventualidad no se presentó. Cuando el último piel gris desapareció sobre el borde de la meseta, Aleida trepó detrás de él después de algunos titubeos. Irrumpió en otro mundo. Miró alrededor de sí, maravillada. La piedra bruñida relucía a sus pies, un pavimento tocado por la magia. Columnas, escaleras y estructuras fantásticas definían a este mundo nuevo que se extendía a sus pies.

    ¡Y le pertenecía todo! Allí, de pie en el perímetro de su hallazgo, supo eso inmediatamente. Los encorvados pieles grises eran intrusos ahí. También los manos pálidas. Nada de eso había sido levantado para aquellos ojos ni tendido para aquellos pies. Había sido levantado para recibirla a ella, hija de la selva. Transformada, Aleida recorrió la piedra bruñida, alta, poderosa, olvidada de su origen silvestre. Era una criatura de piernas largas y pies con dedos fuertes, una criatura cuyo pelo rígido no era desgreñado sino cargado de poder, cuyos dedos quemantes podían envolverla en cascadas de luz y hacer rodar a sus pies a seres inferiores. ¡El poder vivía! Y ella era su monarca.

    Mientras recorría la plaza cada vez más exaltada volvió a oír el sonido del que casi había huido la noche anterior. Y esa noche era un poco más fuerte e igualmente áspero. Pero un repentino chorro de luz en el aire y una tensa excitación eléctrica de los terminales de sus nervios la impulsaron de modo irresistible. Aleida corrió; no huía del sonido, iba hacia él.

    El sonido venía del interior de la estructura más grande. Brotaba de instrumentos relucientes apretados contra los labios de cinco pieles grises y dos manos pálidas. Y cuando ella se arrojó hacia el centro del templo, cuando echó la cabeza hacia atrás y sus ojos captaron la rápida ondulación y el flujo de cien formas lumínicas lineales, el sonido le resultó dulce.

    Instintivamente arqueó el cuerpo en el centro del suelo, giró ensartada por un eje de luz, y mientras se movía con creciente celeridad, los brazos extendidos se desdibujaban. Manos y dedos se borraron. El pelo se le erizó, lo oyó crepitar.

    Y vio las chispas que derramaba su cabellera en el aire arremolinado. ¿Por qué esas chispas tardaban tanto en caer? Pues de pronto Aleida era tan alta como el cielo raso del templo, tan alta como el mundo. Porque de golpe su cabeza surcaba los cielos y las chispas de su cabello formaban una lluvia de estrellas irradiada por un cuerpo madre: ella misma, el sol.

    Relucía y brillaba, desgajada del cuerpo que giraba a lo lejos. Pero en cualquier momento podía regresar para reclamarlo. Podía moverlo, arrojarlo, abrirlo para absorberlo todo con él; sol, lunas, estrellas, universo. Todo podía ser atrapado en la succión de sus dedos pulsátiles, y asimilado y conservado, un receptáculo poderoso, vasto como la eternidad.

    Y lo hizo.

    Pero cuando lo tuvo todo dentro de sí misma, sus poderosas bóvedas ansiaron algo más. La luz hendía el aire, una luz que aullaba un canto que ella tenía que oír, una luz que relampagueaba contra la negrura de la noche con un arcoíris sinuoso. Debía poseer esa luz. Debía asirla y oírla y sentirla y conocerla.

    Pero no podía contener esa luz y el universo simultáneamente. De modo que escupió el universo al suelo. Lanzó el sol, vomitó lunas, regurgitó las estrellas en un chisporroteo gárrulo. Luego sus bóvedas estuvieron nuevamente vacías. Estiró los brazos en una llamada, y la luz le penetró por las yemas de los dedos y le relampagueó entre chillidos en cada célula del cuerpo. La quemó, la congeló, la desgarró, la recreó. Y luego, completado el curso, cada partícula energética se esparció en el aire desde su melena.

    Para volver. Para quemarla otra vez, para congelarla, desgarrarla y recrearla de nuevo, y para desprenderse de ella una vez más.

    Pero esto era más que un éxtasis. Cada torrente de luz, al traspasarla, implantaba extraños y fulgurantes manojos de conocimiento en sus células cerebrales. Podía sentirlas crecer, vívidas capas de información, inasibles, incomprensibles, pero afincadas allí. Casi parecía que contenían el grito de voces de otros tiempos, la sombra de rostros, el juego de personalidades y de ánimos. Se zambulló impaciente tras ellos pero la eludían, fragmentos fugaces que podía sentir, pero aún no examinar.

    Luego, una eternidad más tarde, encontró su cuerpo girando en el suelo en un templo silencioso. Los pieles grises y los manos pálidas yacían inconscientes. Y su propio cuerpo apenas resistía. Las rodillas eran flexibles como manojos de hierbadura, listas para curvarse.

    Exhausta, se alejó del templo arrastrando los pies y se detuvo ante el pórtico de piedra a esperar el alba. Por fin amaneció, y el sol hizo que el cielo reflejara los rasgos victoriosos de Aleida, orgullosa. Y en su exhausta exaltación creyó que debería seguirlo allá. El universo le pertenecía. ¿Por qué no el cielo?

    ¿Por qué no? Esta tierra se extendía ante ella, sin alma ni sensaciones, pero ella se movía y saboreaba, pensaba y sentía por cuenta de todas esas partículas sin vida. Esa era su función en la unidad de su ser. Pues no sólo era de este mundo: era su pináculo, su expresión última. Era su culminación, y el mundo lo reconocía y recompensaba. ¿Por qué no el cielo, entonces? Aleida se irguió sobre los dedos de los pies, alzó los brazos y entrelazó las manos.

    Pero el cielo rehusó reconocerla. Ella solicitaba el poder, pero no pudo enfocarlo de manera adecuada para elevarse del pavimento lustroso.

    Y admitió a regañadientes que había buenas razones para que no pudiera volar. Si tan sólo pudiese examinar la información depositada esa noche en sus células cerebrales, sabría qué era lo que le faltaba y averiguaría cómo adquirir el don. Pero pese a sus esfuerzos, la información vital escapaba a su voluntad. De modo que sólo le quedó el conocimiento frustrante de que existía, y esa vacía estructura de piedra.

    Aunque no vacía... Porque de golpe un graznido ronco le detuvo el corazón.

    Instintivamente buscó refugio en un muro liso y rosado, y el miedo redujo repentinamente su sensación de trascendencia. Había olvidado al otro intruso, la criatura de plumaje azul armada de pico y garras lacerantes. Ahora estaba agazapada en la sombra, humillada por el miedo.

    Sin quererlo, Aleida escuchaba el canto que la criatura arrojaba al sol de la mañana. Y su reacción ante esa presencia, ante su propio miedo, fue un rencor agrio, una amarga resolución.

    Hoy huía del armamento superior de la criatura. Pero no estaría siempre a merced de ella ni de ninguna otra. Encontraría un medio de controlar y dirigir el poder.

    Entonces no sería presa de nada ni de nadie, ni siquiera del miedo momentáneo.


    Capítulo 10


    LOS DÍAS transcurrían limitados por amaneceres brillantes y ocasos abigarrados, entibiados por el sol del mediodía y enfriados por la oscuridad. Tiehl pasaba la noche durmiendo, prisionero de su metabolismo. Pero por momentos despertaba a la conciencia, posado en el muro de su patio, la reluciente aguja de piedra a sus espaldas. Cada vez que las flautas chillaban quejumbrosas, él las escuchaba turbado. Y cada vez se le erguía la cresta y se le agitaba el plumaje y lamentaba haber permitido a los humanoides de ojos opacos el acceso a la meseta.

    Ahora había amanecido de nuevo y después de saludar a la mañana Tiehl contempló su territorio invadido con creciente insatisfacción. Todos se habían reunido bajo la cúpula mayor en la noche, humanos, humanoides y la hembra de la jungla. Se dio el ánimo de bajar del muro y atravesó el patio para entrar en el templo. Los ojos amarillos le titilaban. Humanos y humanoides yacían despatarrados en el suelo del templo. Tiehl emitió un graznido despectivo. Así era, pues, como volaban los humanos, los cuerpos sin gracia abandonados en el suelo de piedra, las flautas de metal asidas en las manos lodosas. Agitando las plumas, Tiehl se paseó alrededor de ellos. Comparaba su plumaje lustroso y poblado con la cara barbada de Verrons. ¿Estos eran los humanos sagaces que lo habían persuadido a guiarlos hasta su percha? ¿Los que le habían negado el derecho a la meseta entera y le habían confinado a un mero patio amurallado?

    Tiehl levantó una garra con desdén y siguió el contorno desparejo de la barba de Verrons. Desde que las alas-navío de la Flota de la Autoridad habían llevado a Tiehl fuera de Ehminhee, los humanos habían esgrimido contra él sus mentalidades más evolucionadas como si fueran armas: golpes, azotes, desgarrones. A bordo se habían aprovechado deliberadamente de sus necesidades e instintos para utilizarlo como tripulante, una traición que se disfrazaba de altruismo. Y no había podido ser más listo que ellos. Ni siquiera había advertido que tenía motivos para estar insatisfecho hasta que se pudo entibiar el plumaje sobre su propio muro, y proteger el árbol de piedra que crecía en el suelo de la plaza. Durante años había consentido dócilmente que lo corrompieran.

    Pero basta ya. Aquí la crudeza del sol de mediodía, el aguijón fresco de la bruma selvática, el ilimitado esplendor de los árboles mohosos le habían quitado la venda de los ojos. Aquí comprendía que había permitido que lo usaran y engañaran. Esa comprensión no le inspiraba compasión por ningún integrante de la raza humana. ¿Y de que servía el arma-cerebro de los humanos cuando los humanos yacían inconscientes en el suelo de piedra, la boca maloliente abierta, mientras la filosa garra de un ehminheer les rozaba los labios tiernos?

    Algo lo contuvo, tal vez un último vestigio de debilidad que le había permitido vivir voluntariamente cautivo de la Flota de la Autoridad durante ocho años. Y antes que pudiera eliminar ese matiz de indecisión, detectó un movimiento más allá del templo. Irguió la cresta y enfocó la plaza con su visión; era nuevamente la hembra. Con un graznido, Tiehl echó a andar azotando el aire con el pico. Al salir del templo la vio huir hacia el nivel inferior del complejo.

    Graznando, patrulló el pórtico, irritado por esa aparición reiterada en las cercanías de su percha. El día de su llegada a la meseta la hembra se había comportado tímidamente, entonces sus graznidos la habían asustado. Pero el segundo día había sido más audaz, y el tercero había pasado de la audacia a la temeridad paseándose de puntillas alrededor del patio amurallado, el cabello una maraña y la mirada un desafío que un instinto turbado aconsejaba a Tiehl no enfrentar. Parecía indefensa, pero había cierta electricidad en sus ojos, cierta tensión en el cuerpo nudoso, cierto aire de contenida amenaza que la rodeaba no como un escudo sino más bien como un arma.

    Acicateada su furia defensiva, Tiehl regresó de prisa al patio y se encaramó al muro. Escudriñó el complejo con su visión. La hembra salía hacia la plaza abierta a enfrentarlo con sus ojos oblicuos y desafiantes. Luego se volvió y regresó hacia la hondonada. Pero Tiehl sabía que no había exorcizado a ese demonio, sólo se había marchado para comer algo.

    También él debía comer. Tiehl arañó de nuevo el muro de manera posesiva, y luego echó una ojeada hacia la hondonada donde ella había desaparecido cuesta abajo entre brincos cautelosos. Atravesó el templo donde humanos y humanoides estaban recobrando lentamente la conciencia, al parecer. Con una mirada posesiva a la aguja de piedra, Tiehl soltó un chillido furibundo. Luego corrió por el complejo hasta la hondonada.

    Cuando llegó al pie de la meseta el furor de la caza le siseó en la sangre. Lo impulsó a través del follaje húmedo y la vegetación lacerante hasta que su pico llegó a saborear la sangre y sus sentidos le anunciaron que la movediza presa de cola espinosa se había transformado en comida. Arrastró luego su víctima a la enramada y la desgarró, famélico; remontaba un río de sangre que lo devolvió a Ehminhee. Allí se posó con su presa, el plumaje tenso, la cresta fulgurante al sol. Los bebesoles pálidos crujían contra el cielo amarillo y duro, astillas de un pergamino viviente. La brisa era punzante. Y en el aire, volando...

    De pronto la presa se le petrificó en las garras. Mientras él permanecía ocioso gozando de un mundo de fantasías, ¿dónde estaba la hembra? Con un chillido, Tiehl bajó del árbol y se lanzó hacia la hondonada. Una vez arriba, lanzó un graznido indignado hacia la plaza, alterado por sus instintos.

    Y si la hembra aún seguía buscando comida en la plaza, ¿qué cuerpo pardo huía del gran templo ante su grito estridente y buscaba refugio en el nivel superior del complejo? Tiehl se paseó furioso alrededor de la base de su percha, corriendo a través del templo. Amplificaba las losas con la ultravisión. ¿Es una huella barrosa de un pie de dedos largos lo que hay en ésta? ¿En aquélla un solo pelo tosco? ¿Había un rastro húmedo, una mota de materia vegetal? ¿De su propio pie o del de ella? Se examinó airadamente cada garra. Estaban limpias. Entonces salió de prisa del patio.

    Los humanos todavía estaban tendidos en el templo, semiconscientes. Tiehl rozó el hombro de Verrons y la cabeza del hombre rodó flojamente. Verrons abrió un ojo con mucho trabajo y farfulló una pregunta inarticulada.

    La acusación de Tiehl era apenas inteligible entre sus trinos coléricos.

    —¡La hembra ha violado mi percha!

    La segunda pregunta de Verrons fue tan confusa como la primera. La lengua se le pegaba al paladar y las palabras le brotaban con aspereza de la garganta. Vengativo, Tiehl rasgó el brazo del uniforme del humano y regresó a su patio. Patrulló el muro. Dirigía chillidos roncos al peristilo que daba a la montaña, en donde estaba escondida la joven hembra. Era Verrons quien había insistido en que Tiehl permitiera la violación de la cima de la meseta, al estipular que a nadie se le consentiría transgredir el patio de Tiehl. Verrons cargaba con buena parte de la responsabilidad.

    El sol se había hinchado en el cielo cuando Verrons despertó y apareció en la entrada del patio. Su aspecto era poco imponente. Se recostó contra la arcada de piedra, los hombros flojos, los ojos bizcos.

    —Nosotros... ¿Tú me despertaste, ehminheer?
    —Ella... ¿Ella ha estado aquí?
    —Estuvo aquí hace menos de una hora.

    El humano echó una vaga ojeada al patio desierto.

    —Parece que la has ahuyentado.

    Tiehl se crispó.

    —No quiero tener que ahuyentarla, Verrons. Prometiste que si os permitía a ti y a los demás el acceso a la cima de la meseta nadie invadiría mi patio. Hace menos de una hora ella se introdujo aquí y tú no interviniste.
    —Estaba dormido, ehminheer —gruñó Verrons—. Yo...
    —¿Anulas tu promesa de que el patio sería mío?
    —No. No he dicho eso. Pero es que no controlo a la muchacha. Yo no la traje aquí, no puedo comunicarme con ella. Yo...
    —Tenéis pistolas de calor —barbotó Tiehl.

    Verrons ensanchó los ojos.

    —¿Quieres que ataque a la muchacha? —meneó la cabeza desconcertado—. Ella no puede dañar la torre, ehminheer. No ha alterado nada. Ella...

    La ofensa volvió verde oscuros los párpados de Tiehl, ensombrecidos.

    —Transgrede mi patio, Verrons; y si te niegas a entenderlo... —Pero aún no se sentía preparado para declarar su amenaza. Si Verrons no podía deshacerse de la hembra, si...

    Se alejó indignado del fatigado humano y dio por terminada la entrevista con un picotazo en el aire. Trepó a su muro y fulminó a Verrons con la mirada... Hasta que Verrons se retiró.

    Minutos después los dos humanos salieron del templo y vagabundearon por la plaza de piedra. La mirada penetrante de Tiehl los siguió. Indudablemente estaban más débiles. Algo les había ido neutralizando poco a poco las reacciones desde que llegaron a la cima de la meseta, hasta reducirlos a un par de autómatas tambaleantes. Observó cómo se tendían al sol y se dormían nuevamente. Luego Tiehl vio a la hembra en el perímetro de la plaza, la mirada oblicua fija en él.

    Trinó fieramente. Los humanos se debilitaban, la hembra se envalentonaba. Si Verrons no podía defender el patio de la intrusión, Tiehl lo haría por su cuenta. Y si Tiehl no podía sorprender a la hembra de la jungla y despacharla con las garras y el pico, tenía que encontrar otra arma con qué destruirla. Se agazapó al sol de la mañana y emitió algunos ominosos gorjeos.

    Poco después salió del templo y se acercó a los humanos. Bailó una vengativa danza de pájaro alrededor de los durmientes, demacrados y enlodados, barbados y aturdidos. La hebilla del cinturón del talberonés estaba a la vista. Tiehl se agachó, la zafó y lentamente quitó el cinturón de debajo del cuerpo inerte. Las dos hebillas del de Verrons, sin embargo, estaban debajo del cuerpo. Tiehl titubeó, luego se atrevió a poner al humano de espaldas y lo despojó de sus armas. Verrons abrió unos ojos líquidos e inmediatamente los cerró de nuevo.

    Tiehl arrojó uno de los cinturones robados por encima del borde de la meseta. Luego bajó por la hondonada con paso resuelto y desapareció en la boca rocosa, un cinturón colgado de cada brazo. Al llegar al fondo de la hondonada, se agachó en la orilla y picoteó ambos cinturones para abrirle nuevos agujeros. Luego se sujetó las armas al cuerpo fibroso, con lo cual su capacidad ofensiva superó en mucho al pico y las garras.

    Recorrió con determinación el pie de la meseta hasta llegar a la ladera sudoeste. Ahí la meseta era abrupta, poblada de una vegetación enmarañada que se desprendía al aferraría. Pero la hembra esperaría a que Tiehl reapareciera desde la boca de la hondonada. No vigilaría el perímetro sudoeste del borde de la meseta.

    Cuando por fin llegó al borde de la meseta, Tiehl buscó refugio en la base del peristilo y se asomó. No había indicios de actividad en las vecindades del templo principal. Pero estaba seguro de que cuando llegara al muro del patio y lo escalara encontraría a la hembra violando su percha. Y esta vez...

    No tuvo oportunidad de iniciar su plan. Su mirada atenta recorrió el cielo y un graznido involuntario se escapó de su garganta. Brincó fuera de su escondite, la cresta erguida. Una silueta oscura surcaba las nubes y recorría el cielo como una flecha arrojada con destreza. Tiehl desplegó airadamente la ultravisión y enfocó un cuerpo lustroso y negro; el cabello una mata chisporroteante, una gema verde y brillante en la frente, el cuerpo descendió hacia el complejo, los dedos entrelazados, y describió una ancha parábola alrededor de la cúspide de su percha.

    Tiehl tuvo un arrebato de furia. Se precipitó a lo largo de la plaza, una gárrula estría azul, y atravesó el templo. Entró en el patio entre chillidos.

    Esta vez la hembra no se había limitado a violar el patio. Había entrado en la base de la percha y allí estaba agachada. Tenía la cabeza echada hacia atrás. Inexplicablemente los ojos fulgurantes arrojaban unas vívidas luces naranja en el interior de la torre. La luz se reflejaba en las superficies de piedra bruñida y en la cara de la hembra, enmarcada por un fulgor. Ante el chillido de Tiehl ella se levantó con una mirada llameante. Las manos treparon en el aire con rapidez, de modo malévolo. Los músculos de los brazos se retorcieron.

    La brillante cortina de luz que irradiaban los dedos no afectó la furia desatada de Tiehl más que el aroma de un perfume o una frase melodiosa. Airado, sólo veía el vientre expuesto. Y se abalanzó sobre ella desgarrando el aire con el pico.

    Pero había otra intrusión, y lo distrajo mientras chillaba y trinaba alrededor de la base de la torre. Lanzó un graznido al macho que bajaba del cielo y se posaba suavemente en el borde superior de la torre, un cuerpo negro y reluciente. Como en respuesta al chillido de Tiehl, un haz de luz verde brotó de la gema de su frente.

    A Tiehl le siseó la sangre. Advirtió vagamente la llegada de los dos humanos al patio mientras desenfundaba una pistola de calor, desconectaba el seguro y apuntaba.

    Un denso haz de energía calórica brotó del cañón, pero cuando Tiehl gatillo el arma, los dos humanos se abalanzaron sobre él para desviar el disparo. Con un graznido de furia, Tiehl apuntó nuevamente hacia arriba.

    Un manotazo de Verrons aflojó el brazo de Tiehl y la pistola resonó en la piedra. Tiehl se volvió enfurecido hacia el humano, los párpados oscurecidos, el pico amenazante. Pero antes que la sustancia córnea mordiera la carne, el otro humano le asió el brazo emplumado y se lo retorció. Ligero, de huesos frágiles, Tiehl quedó inmediatamente en desventaja. Impotente, sujeto por ambos humanos, fulminó con la mirada la cima de la torre.

    El ansia de venganza le hinchaba el pecho fibroso. Había herido al invasor. La herida del costado era blanca y cenicienta contra el ébano de la piel. Al principio pareció que el macho se encorvaría lentamente y se despeñaría desde la torre. Pero pronto los músculos oscuros se pusieron en tensión y se irguió nuevamente, tambaleante, en la cima de la cúspide. Con obvio dolor, alzó las manos y entrelazó los dedos. La gema de la frente titiló pálida al elevarse en el aire.

    Esta vez bailoteaba como una flecha arrojada por un borracho. Perdió altura por encima del extremo occidental del complejo, y apenas pudo sobrevolar las columnas rosadas del peristilo que daba hacia las montañas. Los humanos soltaron a Tiehl y el ornitoide los siguió a la carrera a través del templo. Al salir, Verrons y Sadler se encaminaron al nivel más alto de la plaza. Tiehl proyectó la ultravisión hacia el macho que huía.

    Se elevó ligeramente sobre la selva. Luego pareció que sus músculos perdían fuerza. Con la ultravisión, Tiehl amplificó los dedos entrelazados y observó cómo se separaban y aflojaban. Luego la criatura voladora trazó un arco irregular hasta precipitarse en la jungla densa. Los ojos de Tiehl llamearon triunfales. Había derribado al enemigo.

    Pero otros enemigos merodeaban aún en la meseta, enemigos que habían mostrado quiénes eran mucho antes de que el ser volador apareciera. Tiehl los persiguió agitando el pico. Los labios cuarteados de Verrons se entreabrieron en un gesto de incredulidad. La hembra había reconocido la amenaza antes que los humanos. Ante el ataque de Tiehl, se puso de puntillas, agitó los brazos y la melena le crepitó amenazadora. Con un graznido, Tiehl se precipitó hacia ella.

    La hembra chilló y huyó en puntas de pie por la piedra lustrosa. Se lanzó hacia el perímetro de la plaza. Con un gorgoteo airado, Tiehl se arrojó tras ella y la furia de la persecución le canturreó en la sangre. Bordeó el perímetro del complejo en un azotar de garras por el aire sin alcanzar nunca a su presa. En su arrebato se olvidó totalmente de la pistola de calor que llevaba en la cintura.

    Sorteando un peristilo, ella trató de alcanzar la boca de la hondonada, pero Tiehl se apresuró y le cerró el paso. Con un alarido atemorizado ella dobló a un costado en un intento por eludirlo. Esta vez el pico le desgarró la carne de la pierna. La muchacha retrocedió entre gritos de dolor, y corrió nuevamente hacia los niveles superiores del complejo. Al llegar a las vecindades del patio que daba a las montañas aparecieron los dos humanos para defenderla como pudieran.

    Esa tentativa de intervención no tuvo más resultado que dejarlos acorralados en el borde de la meseta. Con feroces trinos y el llamear de sus ojos amarillos Tiehl los arreó hacia el borde de la meseta, cada vez más cerca, hasta no quedarles ya más escapatoria que la ladera abrupta. Perdido el equilibrio, la muchacha cayó con un aullido de temor. El pico lacerante de Tiehl obligó a Verrons y el talberonés a seguirla en su suerte. La sangre del ehminheer le cantaba en los oídos cuando los desbarrancó. Uno de los humanos gritó roncamente desde abajo. Luego hubo silencio.

    Tiehl recogió la pistola de calor caída y trepó por el muro del patio que daba a las montañas. Lo recorrió pavoneándose mientras su ultravisión escudriñaba las malezas y la vegetación exuberante de abajo: escarlata, negro, verde. Quietud. La victoria le infló el pecho y le erizó el plumaje, unido así con todos los ehminheer que alguna vez habían defendido sus perchas. Chilló, e hizo que sus graznidos reverberaran en el muro, la cresta erguida, el pico restallante.

    Siguió de guardia en su propio patio durante las horas soleadas de la tarde, y se detenía de vez en cuando para reafirmar con chillidos estridentes sus derechos territoriales. Más tarde, sin embargo, pese a su vigilancia, sobrevino una fuerza que angostó los límites de su propiedad. Con el ocaso, la oscuridad devoró las montañas, engulló la jungla, tragó las plazas de piedra y por último volvió sus dientes negros hacia el muro del patio. Tiehl chilló su desafío pero hasta su canto fue reduciéndose paulatinamente a silencio y él se rindió al sueño.

    Como antes, un fastidio recurrente lo molestó en la noche. Las flautas gemían quejumbrosas desde el templo principal. Despertó por un instante y avistó caras grises y opacas bañadas por una luz irreal. La parálisis nocturna lo sujetó al muro, pero una bullente sensación de ultraje lo despertó temprano a la mañana. El quejido de las flautas aún no había muerto, el sol apenas agrisaba el cielo del este cuando Tiehl se despabiló y saltó del muro.

    Las losas de piedra titilaban pálidamente. La proximidad del día enrarecía el aire.

    Tiehl cruzó el patio y entró en el templo principal, su furia posesiva deliberadamente concentrada en una franja escarlata y virulenta. Los ojos amarillos le titilaban. La furia le cantaba en la sangre, una agria melodía que lo impulsaba a través del templo penumbroso. Con un chillido se lanzó sobre los humanoides intrusos. Agitaba el pico, batía las garras.

    Cuatro de los intrusos despertaron y echaron a correr con torpeza en su intento por escapar. Mientras salían atolondradamente por la entrada del templo, Tiehl se abalanzó sobre el humanoide dormido. Una furia ciega lo impulsaba. Lo desgarró con el pico, desmenuzó salvajemente la piel gris lacerando los músculos pálidos y esparciendo una sangre espesa en el suelo. Sólo cuando su ansia de sangre se hubo aplacado Tiehl comprendió que la víctima no había presentado la menor resistencia, que ni siquiera había sangrado. La sangre que embadurnaba las garras de Tiehl ya estaba coagulada, era una gelatina negra. Tiehl retrocedió de un brinco y miró con fiereza. El enemigo estaba muerto; pero en cuanto Tiehl palpó las carnes desgarradas comprendió que había atacado a un cadáver que ya se estaba enfriando. Alguna otra causa —el agotamiento, el hambre— había matado horas antes al humanoide.

    Un nuevo arrebato de furor le irguió otra vez la cresta. Cloqueando ferozmente arrastró al humanoide muerto fuera del templo y desbarrancó el cadáver por el borde de la meseta. El ehminheer enterró el pico y las garras en el suelo para limpiarse mientras el cadáver se despeñaba cuesta abajo. El sol se elevaba cuando regresó al templo presa de emociones encontradas. Había echado a los intrusos, a todos ellos. Pero la suerte le había robado su única presa, y mientras el sol subía en el cielo de la mañana comprendió que estaba tan lejos como antes del momento en que sus garras se cerrarían sobre la realidad sólida de su percha. Absolutamente. Con una creciente sensación de melancolía, recogió las flautas que los humanoides habían abandonado al huir y las escondió en la base de la torre.


    Capítulo 11


    TRAS RECOBRAR EL EQUILIBRIO al pie de la meseta, Sadler avanzó trastabillante por la jungla psicótica de verdor espástico y lianas epilépticas. Buscaba a Verrons. No había llegado muy lejos cuando el aturdimiento y el hambre lo acuciaron, la frente perlada por un sudor frío. Tanteó con la mano extendida y se desplomó al pie de un árbol cubierto de musgo para descansar. Puso la muñeca herida bajo la axila y apoyó la cabeza floja en las rodillas.

    Inesperadamente apareció Verrons junto a él, los ojos rojizos en la cara enjuta y embarrada.

    —¿Estás herido?

    Sadler levantó la cabeza. Su mirada vacilante se aferraba con desesperación de la tranquilizadora solidez de Verrons.

    —Mi muñeca... ¿Está usted bien?
    —Unas cuantas magulladuras, nada serio —dijo Verrons, que se arrodillaba para examinar la muñeca herida de Sadler—. Parece un esguince. Tal vez convenga vendarlo por unos días. ¿Podrás caminar?
    —No sé. Yo... —Sadler se relamía los labios resecos mientras se levantaba con gran dificultad. El esfuerzo desencadenó nuevos espasmos de verdor. Trataba de fijar la visión tocándose las sienes. Pero el aturdimiento no provenía sólo del cansancio y el hambre—. La muchacha...

    Verrons entornó los ojos.

    —Está allá arriba, en la enramada. Haciendo la Autoridad sabrá qué.

    Pero Sadler sabía qué estaba haciendo. Los primeros fogonazos le habían rozado la mente el día anterior, cuando dormitaba contra el muro del patio que da a las montañas, y de pronto se encontró que estaba escrutando la distancia con una tenaz posesividad, cuando despertó con un sobresalto. La joven estaba en el borde de la plaza, el cuerpo arqueado en un ferviente gesto de propiedad sobre el paisaje selvático. Al levantarse, sorprendido, Sadler se encontró mirando el mismo paisaje pero desde una doble perspectiva, pues a la suya se le superponía astigmáticamente la de la joven, produciendo una confusión de trazos y colores que resquebrajaba todos los elementos. Y esa mañana había visto caer a la criatura voladora con dos pares de ojos, los propios y los de ella, y había experimentado no sólo su propia incredulidad sino también la de la joven, que pronto se transformó en furia y luego en agudo temor, cuando la mirada fulminante del ehminheerse volvió...

    ...hacia ella, no hacia él. De todos modos Sadler había movilizado los músculos en tanto su respiración se volvía entrecortada. Luego la joven huyó a través de la plaza, y esa breve comunicación se interrumpió. Ahora Sadler miraba de soslayo a Verrons. Si es que el comandante estaba siendo perturbado por esos mismos arrebatos fantasmagóricos de imágenes y emociones, aparentemente prefería no comentarlos.

    Verrons se irguió, la frente arrugada por otras preocupaciones.

    —Esta dieta que usted preparó, Sadler... ¿Verdad que no ha excluido algún elemento esencial? ¿O incluido algo que no podemos asimilar? ¿Algo que se va acumulando hasta que alcanza un nivel tóxico?

    Sadler fijó la mirada en el suelo, pensativo.

    —He elaborado esta dieta a partir de varios textos de nutrición humana, todos confiables, presumo.
    —Lo cual obliga a su vez a cuestionar la confiabilidad de los datos sobre análisis de tejidos de la flora y fauna local que has utilizado —sugirió Verrons. Por cierto que la condición de ambos no era nada tranquilizadora: languidez, temblores, mareos recurrentes y hambre voraz. Gradualmente Sadler y Verrons habían ido cobrando el aspecto de dos sobrevivientes de una peste, o a punto de sucumbir a ella. Verrons se encogió de hombros.
    —Bien, aquí estamos. No podemos regresar a la meseta, no queremos regresar a Hogar Selmarri... Y además de todas las anomalías que hemos catalogado, ahora tenemos un ser volador, un ejemplo cabal de esa raza poderosa..., surgido de ninguna parte.
    —Quizá ya no lo tenemos...
    —Cierto. Pero si estuviera vivo, trataría de encontrar nuevamente a la muchacha.
    —¿Y si está muerto? —preguntó Sadler, desalentado.
    —Todavía nos queda la muchacha.

    Sadler asintió de mala gana. Rodeado por un remolino de verdor selvático, siguió a Verrons hasta el árbol desde el cual la joven lanzaba su llamada a las nubes, empecinada en lograr que el ser caído volviera a elevarse en el aire. Sadler quedó abrumado por un torrente de emociones de segunda mano. Se agachó turbado bajo el árbol mientras Verrons buscaba hojas anchas y le vendaba la muñeca lastimada, atándola con lianas.

    —Espera aquí —dijo al fin Verrons, levantándose—. He visto rastros de nidos de lagarto en la orilla. Almorzaremos con huevos frescos y luego haremos una siesta —miró intrigado la copa del árbol. Los ojos de la muchacha observaban a través del follaje denso, brillantes e inescrutables.
    —Si se marcha lo sabremos —observó Sadler con amargura.

    Y lo supieron. Después de comer, la ansiedad de la muchacha se redujo a arrebatos erráticos de furia frustrada y los dos hombres se hundieron en un sueño inquieto. Al principio la conciencia adormilada de Sadler era tan penumbrosa como la jungla de la tarde. Luego la invadieron emociones ajenas: furor, nostalgia, miedo. Imágenes nítidas cobraron vida en la matriz del sueño: estructuras pétreas desmoronadas y plazas fracturadas, un sótano oscuro, los rincones poblados de piedra ruinosa, el suelo cubierto de polvo. Formas durmientes yacían acurrucadas cerca, pequeñas, tranquilizadoras, el cabello fino esparcido en el polvo. Luego la seguridad se derrumbó ante el brazo insistente de Verrons.

    —Sadler, ella se ha puesto en marcha. Regresa a la ciudad.

    Sadler se incorporó desganado y siguió a Verrons. Mientras rastreaban a la joven por la jungla, la visión de ella le fracturó la visión, lo cual le obligó a tambalearse de modo atolondrado cuando se le acercaban demasiado. A Sadler se le producía una impresión de déjà vu cuando la dejaban cobrar distancia. Al principio la muchacha avanzaba más rápidamente que ellos. Luego lo hizo al mismo paso, y entonces asaltaban a Sadler raptos de emoción: furia, arrogancia, devaneos de soberbia, actitudes con las cuales se había familiarizado por medio de las flautas.

    Hacia el ocaso la muchacha se detuvo en un claro a girar sobre los largos dedos de los pies, los ojos oblicuos llameantes y anaranjados. De pronto se arqueó de espalda y los dedos treparon en el aire. Un puerco de pelambre tosca salió de la arboleda con un berrido.

    Sadler se quedó paralizado mientras los dedos de la muchacha bailaban, arrancando del aire cortinas visibles de luz naranja. Ella rotaba mientras dirigía las colgaduras de energía contra el sorprendido animal. El puerco se desplomó de costado con un chillido y se le acercó bailando una polka frenética, los pies en el aire. Los ligamentos se le desgarraron entre convulsiones, y mientras ella continuaba irradiando la luz la bestia giró alrededor de ella en un círculo de muerte; soltaba alaridos agónicos, y al fin los músculos torturados se aflojaron en la muerte.

    —El poder —jadeó Sadler, que retrocedía contra su voluntad.

    Verrons estaba a su lado, y ambos trataron de pasar inadvertidos en las sombras del atardecer.

    —Ya adoptó esa postura otras veces —susurró Verrons—, pero nunca habíamos visto el resultado. Es evidente que ahora está desarrollando el poder. Y ella es capaz de dominarlo aun sin el cristal.

    Atontado, Sadler asintió. Observaba con temor a la joven arrodillada ante su presa.

    —¿Será eficaz contra nosotros? —preguntó—. Nuestros sistemas nerviosos...
    —Hace tres noches no nos afectaba —musitó Verrons—. Pero eso fue hace tres noches, entonces la manifestación lumínica no era visible... Al menos para nosotros.

    No tuvo que decir más. Sadler se abrazó el cuerpo para vencer su estremecimiento, abrumado por una sensación de destino cumplido de manera inexorable. Si se hubiera quedado en Talberón, ahora estaría atravesando la llanura de hielo del círculo septentrional con la misión de penetrar los fuegos fatuos, esa ilusoria tierra brumosa donde la poderosa lente de la atmósfera proyectaba colinas, valles y picos nevados para salvaguardar el polo norte. Y se habría quedado en el polo, refugiado en su tienda de piel, hasta el ocaso polar, para regresar a través de la aurora, cortinas de luz ondulante que transformaban el cielo de la noche polar en arcoíris. En cambio estaba agachado en la jungla de Selmarri, mientras la vida de la jungla cantaba alrededor de él la melodía silvestre, y enfrentaba una inexplicable cortina de luz que surgía de los dedos de una salvaje. Y despertaba en él un miedo salvaje.

    La muchacha devoró la presa sin ceremonias, lanzando miradas brillantes hacia los humanos medio ocultos. Luego dejó a un lado los huesos pelados, los ojos le relucían en la penumbra. Se levantó, y sin perder de vista a los hombres se encaramó a un árbol. Poco a poco el fulgor de sus ojos se desvaneció en el crepúsculo.

    Sadler y Verrons emergieron cautelosos de la arboleda y se refugiaron bajo un árbol cercano. La oscuridad creciente aisló a uno del otro.

    —¿Todavía quieres seguirla? —preguntó Verrons con voz ronca cuando las lunas gemelas despuntaron en el cielo y la luz de las estrellas tachonó la oscuridad del oeste.

    Sadler se acarició la muñeca lesionada. Pese al estremecimiento que aún lo poseía, tenía la cabeza mucho más despejada y los músculos le temblaban menos.

    —No podría volver ahora a Hogar Selmarri —dijo, consternado; hombres y mujeres habían vuelto de la noche polar meses después de lo previsto y se los había aceptado en la Academia, el campo de entrenamiento definitivo para los hombres y mujeres que a la larga domarían Talberón. Rega Masne había llegado de la llanura de hielo tres años después del inicio de su radio-seis y no sólo la habían enrolado en la Academia sino que la habían promovido más de lo que era normal para su edad. Pero regresar prematuramente, sin haber desafiado jamás los ilusorios fuegos fatuos...

    Verrons gruñó, sumido en sus propios pensamientos.

    —Me gustaría saber más sobre el cristal de poder —musitó.
    —La criatura voladora...
    —Exacto. Él obtuvo un cristal en alguna parte —los ojos de Verrons tenían una pálida luz. Subió al árbol haciendo chasquear el follaje.

    Sadler le siguió, intrigado. Verrons extrajo una flauta del bolsillo. Un rayo de luna dio vida al metal. Era un instrumento que Verrons había desarmado dos días antes. Y ahora volvía a abrirlo y atisbar sus componentes: alambres, unidades de cerámica, y el cristal, pequeño, traslúcido, con una mota violeta en el centro. Les reflejaba en los ojos el frío resplandor de las lunas.

    —Los diversos componentes internos son sin duda productos de la tecnología —musitó—. No creo que los humanos seamos incapaces de reproducirlos...
    —¿Pero el cristal? —Sadler tanteó las facetas con la uña. En alguna parte de sus profundidades estaba la inmortalidad. Una inmortalidad precaria, por cierto, dada la fragilidad del cristal, pero en esa mota violeta yacía el vestigio espiritual de un ser que había sobrevolado este mundo hacía siglos. Sadler se acuclilló—. Si pudiéramos conseguir que los especialistas de la Autoridad estudiaran los cristales, especialistas en cristales, especialistas en biología...

    Verrons sonrió, socarrón.

    —Claro. Cualquier especialista que contraiga la floración sanguínea nos será asignado inmediatamente, siempre que Jurgens no lo envíe a otra colonia de aislamiento. Si logra contagiar a todos sus colegas, quizá nos envíen todo el personal de un laboratorio desde el cielo. Pero sin el laboratorio.

    Sadler frunció el ceño. Trataba de distinguir los rasgos del otro hombre en la negrura de la noche.

    —La Autoridad envió equipo y provisiones para la investigación de la flora y fauna locales.
    —¿Pero qué clase de equipo? —sondeó Verrons.
    —Descartes —admitió Sadler a regañadientes—. Modelos de laboratorio obsoletos y provisiones y reactivos sobrantes y pasados en la fecha de vencimiento.

    Verrons cabeceó.

    —De modo que las cosas son así: un presunto personal de laboratorio equipado con descartes, con nueve años de experiencia, a lo sumo, y totalmente aislado en Selmarri, sin actualización científica, sin computadora, nada... salvo un puñado de cristales de los que no esperamos ningún beneficio real para la raza humana, salvo la satisfacción de nuestra curiosidad individual.

    Sadler suspiró. Se negaba a abandonar la búsqueda del frágil espejismo que yacía dentro del cristal de la flauta.

    —Si pudiéramos persuadir a la nave monitora a que se llevara los cristales de este mundo para un estudio preliminar...

    Verrons volvió a armar la flauta y la guardó en su bolsillo, meneando la cabeza.

    —Dublin puede llamar a la nave monitora en caso de emergencia general. De lo contrario las actividades de la nave quedan libradas al criterio del capitán, y dudo de que aquí tengamos lo suficiente como para incitarlo a abandonar su órbita. No, nos han despertado la curiosidad y tendremos que tratar de satisfacerla por nuestra cuenta..., si se puede.

    Sus miradas, espadas romas, convergieron en un punto sobre el suelo. Sadler se masajeó la muñeca hasta provocarse el dolor.

    —Claro que siempre existe la posibilidad de que el optimista comunicado sobre las investigaciones mencionado por Dublin contenga una pizca de verdad —observó por último Verrons—. Es probable que se descubra una cura en el futuro cercano y en tal caso tendríamos acceso a los laboratorios de investigación de la Autoridad.

    Sadler alzó la cabeza lentamente, preocupado por un interrogante nuevo y perturbador.

    —Comandante; si se descubriera una cura..., ¿qué sería de nosotros?
    —¿Si es que todavía estamos aquí, fuera de contacto con Hogar Selmarri? Nos darán por desaparecidos, presumiblemente muertos. Una mancha en el currículum de Dublin, un porcentaje de probabilidades de vida cada vez más reducido en nuestros expedientes —Verrons descendió del árbol con agilidad—. Y aun peor que esa posibilidad: regresar a Hogar Selmarri y esperar nueve años una cura que no llega nunca.

    Sadler escudriñó los rasgos del otro hombre. Pero el claro de luna le resbalaba en la cara sin alumbrarla.

    —Pero... ¿No tendríamos que considerar que hay muy pocas probabilidades de que nuestra gente pueda utilizar estos cristales? No podemos descartar del todo la posibilidad hasta que sepamos algo más acerca de los cristales y su proceso de impresión. Y si se descubriera una cura mientras estamos incomunicados con Hogar Selmarri quizás hayamos cerrado el acceso a la inmortalidad a la raza humana.

    Verrons se acercó al árbol. Consideraba esa posibilidad desde un punto de vista personal.

    —Sería lamentable... Para todos —admitió con indiferencia—. Pero más vale cordura personal en mano que inmortalidad de la raza volando —alzó los ojos hacia el árbol, los ojos oscuros entornados—. ¿Podrías tú llegar solo al Hogar, de ser necesario?
    —La colonia está hacia el este —respondió Sadler de mala gana.
    —Entonces la decisión es tuya, Sadler. Totalmente tuya. La mía es otra cuestión —Verrons se volvió, desapareció del marco de luz de las lunas. La hojarasca crujió.

    A solas, Sadler volvió la mirada hacia su interior. Se encontró frente a una alternativa sustancial: la posible inmortalidad para toda la raza humana. Y otra: nueve años de libertad selvática repartidos por la posibilidad de que alguna vez se descubriera una cura durante ese período, de que una vida normal los esperara más adelante. ¿Pero a dónde regresaría una vez curado si renunciaba a los únicos fuegos fatuos, los únicos extremos polares y aurorales que podía ofrecerle Selmarri?

    La respuesta era clara. Su meta final era la Academia. Pero para ingresar en ella debía satisfacer no sólo los estrictos requerimientos formales fijados por el Consejo de Talberón sino también los requerimientos que él mismo se había fijado. Y no los satisfaría si ahora regresaba a Hogar Selmarri. Descendió del árbol en silencio para buscar refugio donde pasar la noche. Mientras avanzaba a tientas por la jungla oscura manchas de Mazaahr le bailaban en los ojos, recordatorios burlones de lo terminante de su decisión.

    A la mañana siguiente la muchacha los precedió por la jungla con arrogante actitud propietaria. Este era su dominio, decía su actitud, y ella les permitía transgredirlo con la austera generosidad de un monarca. Pero de vez en cuando, a través de su propia obnubilación, Sadler detectaba fatiga también en la mente de ella, turbación cuando Verrons le enfrentaba sin inmutarse la mirada desafiante, embarazo cuando el comandante los abandonaba para bajar por un cauce abarrotado de sedimentos y luego reaparecía más adelante en la jungla, mirando con expresión alerta el matorral que los rodeaba.

    Esa incertidumbre ocasional era sin embargo un ingrediente menor en el ánimo de la joven ese día. Por encima había una biliosa avidez de venganza, una emoción que se hacía evidente al atraer algún animal pequeño del matorral a mediodía, y se reavivaba al caer la tarde, cuando se detuvo y extrajo llamas de unos cuantos desechos húmedos en la base de un árbol muerto, incendiando un nido de animalillos. Llameaba aún más en las ocasiones en que ella se erguía, arqueaba el cuerpo y de sus dedos sinuosos no surgía nada. Nada en absoluto.

    —De modo que no domina totalmente el poder —observó Verrons, pensativo, cuando se disponían a pasar otra noche—. Al parecer, atraviesa una etapa análoga a la adolescencia humana. Las capacidades se despliegan y desarrollan sin regularidad ni equilibrio, erráticamente... Pero pronto las dominará.
    —¿Aun sin el cristal?

    Verrons arqueó las cejas.

    —Pero... En alguna parte los cristales pueden conseguirse. Quizás ella no entiende aún su plena significación. Pero pronto la entenderá, a menos que yo me equivoque demasiado.

    Al promediar la mañana siguiente la jungla abrió sus fauces verdes para mostrar la ciudad que había engullido siglos atrás. Con una forzada expresión de triunfo, la muchacha brincó en el pavimento resquebrajado y su convocatoria fue de pronto un chillido estridente en el aire. Los dos hombres la siguieron por los distritos decrépitos de la ciudad de piedra. Ella llamó dos veces más. Caminaba en puntas de pie, imperiosamente.

    Luego de girar por una estructura semiderruida encontraron un grupo de pequeños humanoides atemorizados. Sadler reconoció instantáneamente los cuerpos menudos, los miembros rechonchos y los dedos de los pies poco desarrollados, el cabello fino y los ojos débiles.

    —Gente pequeña y escurridiza —confirmó Verrons.

    Y no habían cambiado tanto con el tiempo... El andar sinuoso de la muchacha hizo manar una transpiración oscura de poros repentinamente laxos, los cuerpos se encorvaron en un gesto defensivo, las caras se endurecieron de espanto. Ante una orden de la muchacha, el subpueblo se acercó a la rastra para rendirle un homenaje involuntario. Minutos después había veintenas de ellos, gimoteantes y maullantes. A una anciana se le permitió acercarse a la muchacha y lamerle el cabello rígido con la lengua. La postura sumisa de la muchacha era la de un monarca que tolera a sus súbditos.

    Pero no los toleró demasiado. Pronto se irguió de nuevo, el cabello erizado. Luego barbotó órdenes en una lengua gutural y las gentes pequeñas se apresuraron a servirla. Aparecieron esteras tejidas y fueron desparramadas en la plaza de piedra. La muchacha se sentó sobre la estera, que así quedó transformada en trono, e indicó a Sadler y Verrons que se arrodillaran a ambos lados, una guardia de honor. Sadler obedeció de mala gana.

    Luego el escurridizo subpueblo desapareció y regresó con ofrendas: carne fresca apilada en un tablón de madera, huevos de cáscara frágil y blanda; bulbos y frutos y manojos de hierba tierna peinados con esmero. Sadler eligió cuidadosamente, trataba de comunicar su gratitud a esos ojos que inmediatamente eran velados por chorros de fluido oscuro. La muchacha, sin embargo, tenía poco apetito para el banquete que había ordenado. Tras un almuerzo frugal se puso de pie, el cuerpo alto y tenso, las facciones inescrutables. Una aguda proyección de indecisión electrizó de ansiedad el sistema nervioso de Sadler. Una crispación maligna le apresó los músculos.

    La indecisión de la muchacha pronto quedó disipada. Se alejó de un brinco, e imágenes entrecortadas y de segunda mano recorrieron el campo visual de Sadler. Verrons ya estaba de pie, y la seguía.

    Un olor a moho y decadencia impregnaba las ruinas de la ciudad. Desechos vegetales putrefactos obstruían las avenidas más angostas y alfombraban las más anchas. La muchacha apuró el paso y se dirigió al corazón de la ciudad, infestado de lianas, con Sadler y Verrons a la zaga. Allí las estructuras de piedra ruinosa que todavía se mantenían en pie se inclinaban hacia el pavimento con una fatiga antigua. Pronto los escombros fueron casi intransitables, y los únicos habitantes visibles eran cuadrúpedos pequeños con la cola erizada de espinas que protestaban contra la intrusión con un grito colérico repetido de garganta en garganta.

    Luego Sadler y Verrons rodearon una esquina y enfrentaron una pared intacta. Las lianas la rozaban y una pátina de mugre secular le cubría la superficie, pero todavía se notaba un matiz rosado. Sadler jadeó sobresaltado.

    —¿Dónde hemos visto antes una piedra como ésta? —preguntó Verrons con tono retórico mientras raspaba la superficie sucia con la manga del uniforme. La recompensa que obtuvo fue un vívido destello de piedra rosada.

    La muchacha ya estaba franqueando la pared. Sadler y Verrons la siguieron y se encontraron en una plaza ancha. Abarrotada de desechos, sin brisas que la barrieran como barrían las plazas de la meseta, el olor a descomposición era penetrante. En el centro de la plaza una estructura maciza y cupular se deterioraba lentamente. Sadler hizo un rápido inventario de sus líneas y dimensiones. Comprendió que si hubiera encontrado este templo la primera vez que recorrieron la ciudad en ruinas, habría quedado pasmado. Pero después de la poesía arquitectónica del complejo de la meseta, esto no era más que una copia paródica con versos enclenques e ideas poco inspiradas. Sadler pateó y frotó la superficie mugrienta de la plaza con la bota. De nuevo surgió piedra rosada.

    Verrons llamó la atención de Sadler sobre una segunda estructura, semioculta detrás del templo.

    —Otra aguja de piedra. Echémosle una ojeada.

    Esta aguja se había partido por la mitad. Sus bloques macizos estaban desparramados por la plaza en fragmentos erosionados.

    —Mucho más baja que la torre de la meseta, aun antes de derrumbarse —observó Verrons al examinar la estructura trunca—. La base es más pequeña, el ángulo con respecto al suelo más agudo. En general es mucho menos impresionante, pero significativa.

    La conducta de la muchacha lo hacía evidente. Se dirigió rápidamente al interior de la torre y se agazapó. Echando la cabeza hacia atrás alzó la mirada al cielo. Los ojos se le iluminaron, y un resplandor naranja osciló con rapidez alrededor de ella. La lustrosa pared interior de la torre reflejó el fulgor de sus ojos. Pronto se perdió en su propia radiación, como si hubiera pasado a otra dimensión después de cruzar un puente de luz. Sadler jadeaba, la mente apresada en un chillido mental que no podía abarcar, una orden dirigida con enfática virulencia a fuerzas invisibles.

    A fuerzas indiferentes.

    Oyó que Verrons gruñía, sintió que le aferraba el brazo. No pudo reaccionar. Luego el chillido mental de la muchacha terminó y ella se alejó de la torre, se enfrentó a ellos en puntas de pie, el cabello crepitante. Un grito se cristalizó en la garganta de Sadler, una maciza estalactita de miedo irracional que no podía tragar ni escupir. Pero cuando brincaron velos de luz naranja del aire y lo bañaron mientras la muchacha los lanzaba hacia los humanos en un éxtasis de furia, su cuerpo no se desplomó en el pavimento. Sintió embotados ciertos filamentos nerviosos, un cosquilleo frío en otros. Le flameaban el cabello y las ropas como en una tormenta. Luego la luz naranja se elevó, impotente. La muchacha siguió de largo, el sabor de la furia todavía le agriaba la boca.

    Mientras ella corría, una imagen colmó la mente de Sadler, brillante y relampagueante; un cristal naranja. Ella irguió la cabeza y el cristal se recortó contra el cielo, las nubes se hinchaban en torno de él, el sol lo atravesaba. Sin voluntad, Sadler siguió a Verrons por el costado del antiguo templo. La muchacha se volvió y lanzó una mirada abrasadora por encima de ellos. Y retorciendo los dedos arrancó un fuego naranja de los desechos que cubrían la plaza. Arrojó el material al aire, un tornado de ruinas ardientes. Del extremo superior de la columna llameante brotaron chispas y el viento arremolinado las dispersó.

    A Sadler se le secó la boca. Y corrió con Verrons a refugiarse en el templo. Siguieron en tensión el avance de la tormenta de fuego de la plaza a la ciudad ruinosa, la muchacha en el centro. Sadler se lamió los labios cuarteados.

    —Ella... Ahora sabe del cristal.
    —Así es —convino Verrons—. Pareciera que el conocimiento simplemente se ha elevado de un nivel a otro de la conciencia, estimulado por la luz.

    Sadler siguió a Verrons desde el templo mohoso. Pasaron la pared. Cenizas y escombros quemados marcaban el paso de la muchacha por la ciudad. El rastro conducía de vuelta a la plaza en donde habían comido. Cuando se acercaron, unos aullidos los guiaron.

    En la plaza, la muchacha reinaba desde el centro de la turbulencia. Los velos de luz le bailaban en torno, derrumbaban a las gentes pequeñas en la piedra, les brotaba líquido oscuro de los poros y sangre pálida de las fosas nasales y los ojos. La muchacha estaba arqueada como una araña mortal en el centro de una red energética mientras sus presas se debatían impotentes en convulsiones alrededor de ella. Daban con los huesos en la piedra.

    Sadler y Verrons se acercaron mientras ella tenía concentrada su atención en dos machos de edad, lo que permitió que los demás escaparan. Las dos menudas criaturas fueron arrastradas hasta los pies de la muchacha. Les aulló una orden atisbándolos a través de velos de luz.

    Boqueaban con desesperación, pero las ráfagas que les azotaban los cuerpos menudos les impedía hablar. La muchacha aflojó los brazos para dejar morir la luz. Se agachó y aferró con los dedos las melenas de ambos, echándoles las cabezas hacia atrás.

    Tampoco esta vez obtuvo respuestas. De nuevo Sadler pudo saborear su cólera aun antes de verla brotar del aire y levantar en vilo a los dos viejos para arrojar sus cuerpos convulsos contra un montón de escombros. La muchacha los soltó y enfrentó a los dos humanos con un gruñido. Pero los ojos oblicuos no llamearon más. Se volvió abruptamente y se alejó.

    Verrons cruzó la plaza y se agachó sobre las criaturas inertes. Palpó sus carnes magulladas, luego se levantó, el entrecejo arrugado.

    —Muertos.
    —¿Ambos? —preguntó Sadler, incrédulo.
    —Ambos —Verrons frunció los labios con gesto huraño—. Al parecer quería información sobre el cristal... Y quizá no la tenían, o no supieron comunicarle lo que sabían —echó un vistazo alrededor; ojos húmedos los atisbaban temerosos desde las sombras. Con un ademán, Verrons siguió a Sadler fuera de la escena de muerte.

    Ocultos en una estructura ruinosa observaron cómo el subpueblo se congregaba alrededor de los muertos. Un grito gemebundo unía al grupo. Luego trajeron esteras tejidas y envolvieron y se llevaron a los muertos. Sólo quedaron las piedras, testigos mudos. Más tarde la gente regresó para acurrucarse contra el fondo sombrío de piedras caídas. De vez en cuando se iniciaba un quejido en algún punto del grupo y atravesaba las filas. Y a medida que el grupo se ampliaba se notaba un constante corretear de individuos que cuchicheaban furtivamente al tiempo que echaban miradas inquietas a la jungla donde había desaparecido la muchacha.

    Los cuchicheos y quejas cesaron abruptamente cuando la joven reapareció al atardecer, el cabello enlodado, una intrincada cuerda de lianas ceñida alrededor del cuerpo. No tenía ningún cristal en la frente ni en la mente. Sadler no captó ningún sobretono emocional al seguir su sinuoso avance hacia la banda.

    La muchacha se sentó en el centro de la plaza, dispuesta a tolerar de nuevo los homenajes. La gente pequeña se los brindó con obvia turbación, los ojos húmedos, impregnando el aire con los efluvios del miedo. Y cuando las alabanzas gemebundas hubieron satisfecho a la muchacha, ella se levantó y los guio hasta una guarida subterránea. Reclamó el centro del lugar e indicó a Sadler y Verrons que la flanquearan. A una orden las gentes pequeñas les prepararon esteras. Poco después Sadler yacía sobre los juncos tejidos y escudriñaba la oscuridad almizclada, saboreaba los olores mezclados del polvo, el moho y el miedo.

    —Mañana regresaremos a este templo —dijo Verrons con serenidad—. Podemos recorrerlo y buscar reliquias. Debajo de esos derribos podemos encontrar cualquier cosa...

    Sadler tardó en conciliar el sueño. Luego, en medio de la noche, una salpicadura líquida en la cara lo despertó. Y casi al mismo tiempo, un rapto de furia le quemó la superficie de la mente. Alzó la mirada y pudo distinguir una cara pequeña y húmeda suspendida sobre él. Pese a la oscuridad alcanzó a distinguir el destello de un hueso afilado en la mano rechoncha. Cerca, alguien gritó de rabia y dolor. Y supo que no era él mismo, pues la voz no era humana. ¿O sí?


    Capítulo 12


    ECHADA DE LA GUARIDA de piedra, Aleida se lanzó a las fauces de la noche mortificada por la furia y la frustración. Atacada durante el sueño... Pero eso le parecía un homenaje al poder. Los otros reconocían su ascendiente y le temían. Con razón. Pues no estaba dispuesta a demostrar ninguna piedad por los animales tan sólo por haberse criado entre ellos. Lo que la enfurecía era su impotencia para esgrimir en la noche el poder con que los había azotado durante el día. Se había levantado ante la mordedura del hueso afilado, se había arqueado y retorcido, pero la guarida había permanecido a oscuras. Había escapado con vida combatiendo a sus atacantes como un animal que pelea con otro animal: con uñas y dientes. El olor de la sangre todavía le impregnaba la boca.

    Apesadumbrada, se encaramó a un árbol amortajado por las sombras. Era una noche tan opresiva como el ánimo de Aleida, tan oscura como los poderes que le habían fallado. Nubes densas colgaban bajas. Sólo hacia las montañas se insinuaba la luz de las estrellas. Y voces estridentes le seguían el rastro. Aleida bajó presurosamente y echó a correr.

    Subió a otro árbol cuando estuvo segura de haber burlado a sus perseguidores, y miró al cielo huraño. Y aun vencida por el sueño conservaba cierta percepción residual, los dientes apretados, los músculos tensos, dispuestos para la lucha.

    En consecuencia, al amanecer despertó con dolores en cada articulación, y una jaqueca se le extendía por la mandíbula y la parte inferior del cráneo. Pero supo con feroz exaltación que el poder le cosquilleaba nuevamente en los dedos. Lo sentía allí, hormigueante, dispuesto. Y había llegado la hora de una decisión. Dos veces, guiada por el instinto, había buscado y empleado la lustrosa superficie interior de una torre de piedra para bañarse con la luz de sus propios ojos. La primera vez había sentido girar el caudal de información en la superficie de su mente, estimulada por la luz. Y entonces Plumas Brillantes la interrumpió.

    ¿Pero ayer? Las imágenes del cristal que le había presentado el inconsciente le iluminaron de nuevo la mente, le insertaron astillas multicolores en el blando tejido cerebral. La luz del cristal era naranja, tan naranja como los velos de poder con que ella se festoneaba, tan naranja como la luz que le había llameado en los ojos. Había visto un cristal semejante, pero verde, en la frente del macho. ¿Era por eso que él volaba y ella no? ¿Era el cristal la herramienta que necesitaba para moldear el poder e infundirle vigor y coherencia? Y en tal caso, ¿cómo apropiarse de él?

    Saltó del árbol. Por cierto que no en la torre partida de la plaza cubierta de escombros, ya que más adelante había nueve templos rosados y cada piedra lustrosa estaba puesta para recibirla a ella, y además, en la cima, una torre que tocaba las nubes... Pero mientras evocaba la torre recordó el plumaje azul y se enfureció. Plumas Brillantes no sólo era inmune al poder sino que controlaba un poder propio, amenazador por sus alcances y capacidad. Aleida apretó los dientes, vengativa. Sin duda el poder de Plumas Brillantes provenía de los instrumentos que él había robado a los demás intrusos. Si ella pudiera robarlos, activarlos con su propia mano...

    El gusto que sentía en la boca se endulzó. Aleida hizo brotar su propio poder del aire y lo usó para abrirse un camino a través de los matorrales y las lianas. Corría y atraía con los dedos viento y fuego, dejaba una estela de devastación. Pero para el insensible gigante de roca, suelo y árboles que le daban vida, el daño no era mayor que la marca de una uña en su propio costado. Era hija de este suelo. ¿Le permitiría el acceso al poder si prohibía el libre acceso a ese mismo poder? Nunca. Tuvo la respuesta en la oscilación de los velos naranja, en la tormenta aullante de viento y fuego.

    A la tarde siguiente, al llegar al pie de la meseta, ya tenía más respuestas. Se encaramó a la enramada y desde la meseta la torre rosada fracturó la luz del sol y le arrojó espadas irisadas, una bienvenida penetrante.

    La noche parecía el momento más auspicioso para regresar al área del templo. Aleida rodeó por lo tanto la meseta y al atardecer trepó la pared oeste. Pronto estuvo cerca del borde superior de la meseta, mientras el sol empurpuraba el cielo a sus espaldas y la médula se le helaba al sonido de la canción nocturna de Plumas Brillantes, vibrante en el aire penumbroso. Pero esa noche las notas eran menos una celebración que una discordancia tosca arrojada contra la oscuridad. Plumas Brillantes estaba posado en el muro del patio cuando Aleida atisbó por encima del borde de la meseta, y su evidente falta de vigor disminuía la amenaza de su arma-pico. Lo estudió con cautela, trataba de deducir la razón del cambio.

    Pronto se puso el sol. La cabeza de Plumas Brillantes permaneció brevemente erguida, recortada contra un fondo de oscuridad creciente, sacudiéndose de vez en cuando entre ásperos cloqueos guturales. Aleida se aplastó contra el suelo y los dedos de los pies le cosquillearon de impaciencia. La torre de piedra la llamaba, destacada en la noche, imperiosa, obsesiva. Pero cuando la primera luna despuntó en el horizonte y Plumas Brillantes al fin bajó el pico para descansar, cuando ya nada se movió y nadie, menos Aleida, observaba, una extraña metamorfosis alteró el momento. Aleida se arrastró por el borde de la meseta y arrojó una mirada llameante de un templo a otro.

    Una tenue aureola de color enturbiaba cada estructura; el templo principal, rojo; sus hermanos más cercanos, violeta y verde; los otros dos, oro... Y naranja, el color de sus propios ojos fulgurantes. El cuerpo nudoso de Aleida se crispó. Al observar, una creciente nube de luz pareció condensarse en el aire mismo. Aleida reaccionó levantándose de un salto y echando a correr hacia el templo amortajado de luz naranja.

    Había entrado antes en este templo, a la luz del día. Había entrado allí cuando los intrusos recorrían la plaza cercana. Ahora entraba sola, en silencio, a oscuras, corriendo. Pero no había oscuridad dentro del templo. Cuando Aleida cruzó el portal, la aureola tenue se transformó en un fulgor perentorio.

    Y el cielo raso, impreciso hasta entonces, cobró vida de golpe. Formas radiantes surcaron la superficie chata, fluyentes, flexibles, una vertiginosa evolución de colores y líneas. Y en el centro del cielo raso, una sola figura brillante que colgaba: una rueda de luz naranja cuyos brazos llameaban al girar.

    Aleida corrió hacia el centro del templo, el rostro vuelto hacia la brillante rueda de luz. Inmediatamente el naranja de sus ojos encontró una respuesta de luz. Enseguida una columna resplandeciente se desprendió del cielo raso fulgurante. La envolvió. Tenía las manos a los costados, la cabeza hacia atrás. Luego, sin voluntad propia, se encontró girando, ensartada en el eje del mundo. Ella era el mundo, un cuerpo oscuro, un cuerpo inerte, y cada partícula exánime le dolía con la posibilidad de vida. Su propio cuerpo contenía la consumación. Lentamente alzó los brazos. Una voz asexuada le susurró en la mente. Vives, hermana. La resurrección ha venido de la destrucción, y ahora en ti, vivo en las células de tu cuerpo, está el todo. Eres cada una de las cosas. No tenemos nada para darte, salvo tu pasado... Y el futuro. Reclámalos, hermana.

    La luz murió. Aleida se tambaleó aturdida en el centro del templo. A sus pies se deslizó una lámina de piedra, que reveló una abertura rectangular en el suelo. Una ancha escalera de piedra la llevó abajo, flanqueada por barandas color naranja. Aleida ensanchó los ojos. Cayó de rodillas. Abajo la luz fulguraba de vida. Las paredes de los corredores eran de metal bruñido, el suelo de piedra, vítreo.

    No tenemos nada para darte salvo tu pasado... Y el futuro. Se levantó, el cabello crepitante. Apoyó la mano en la baranda y los pies en la escalera. Aleida descendió a su destino.


    Cuando repentinamente el pequeño templo volvió a oscurecerse, Sadler se asomó en el linde de la plaza y observó la estructura inexplicablemente vacía.

    —Se ha ido. Bajó por el suelo.

    Frunciendo el ceño, Verrons se encaramó al borde de la meseta y se arrodilló. Empuñaba la lanza de metal fundido que había desenterrado mientras huían a través de los callejones de la ciudad de piedra. El claro de luna le ennegrecía el tajo de la mandíbula, testimonio de que apenas habían logrado escapar al ataque nocturno de la gente pequeña. Atisbó el templo repentinamente vacío, luego miró a través de la plaza el muro en el que estaba posado el ehminheer.

    —Veamos si también nosotros podemos hacerlo...

    Sadler titubeó sólo un momento. Atravesaron la plaza en silencio. En el horizonte, las lunas gemelas alumbraban el rostro de la noche. Los dos humanos no fueron recibidos con luz al entrar en el pequeño templo, pero en cambio encontraron una amplia abertura rectangular en el centro del suelo y, debajo, escaleras con barandas de metal labrado. Sadler se arrodilló, asombrado. Abajo veía un corredor iluminado, paredes de metal brillante, un suelo de piedra lustrosa.

    —¿Qué te parece? —exclamó Verrons—. Todos los edificios a oscuras. Luego nuestra heroína entra en éste, se ilumina como una estrella en nova, desaparece... Y de pronto tenemos libre acceso a las regiones infernales —escudriñó el cielo raso con ojos oscuros—. Aquí debe de haber un rayo examinador semejante al que nos diera las flautas en el templo principal. Pero la luz era tan difusa en toda la estructura...

    Intrigado, Sadler siguió la mirada de Verrons. El cielo raso del templo era chato y liso, y no tenía ornamentos ni aparatos.

    —Tal vez se ha valido de su propio poder para iluminar la estructura.
    —Tal vez. ¿Y para abrir la puerta?

    Sadler miró escaleras abajo, y una sombra de preocupación le oscureció la cara.

    —No sé. Yo... Todo lo que percibí de ella fue una breve imagen de luz. Nosotros...
    —Nosotros quizá no seamos bien recibidos bajo la superficie —concluyó Verrons, pensativo.

    Sadler se restregó las palmas húmedas en el uniforme.

    —Hay un modo de averiguarlo —sin más vacilaciones empezó a bajar las escaleras.

    Al pie de la escalera, el suelo de piedra vítrea se extendía diez metros hasta una pared desnuda. Antes de que Sadler hubiera dado cinco pasos, las paredes de metal se deslizaron a un costado. Se encontró en una cámara de las mismas proporciones que el templo de la superficie. El techo era bajo, y lo iluminaban paneles fulgurantes. Sadler volvió la cabeza. Recorrió sesenta grados con la mirada y una figura pétrea de tamaño natural le llamó la atención: era alta y bronceada, la cabeza erguida, los ojos naranja hacia arriba. Los brazos largos estaban echados hacia atrás rodeando un cristal blanco y oblongo tan alto como ella. Posaba los pies musculosos en el suelo de piedra bruñida, lista para brincar.

    Pasmado, Sadler observó la cara de piedra. El espíritu inquieto perpetuado en la estatua le era familiar. Sólo que algunas disparidades sutiles la diferenciaban de la joven cuyo rastro devastador habían seguido a través de la jungla.

    —Sadler... Aquí —llamó la voz de Verrons con urgencia.

    La bailarina reapareció en la cara opuesta del cristal, esta vez vívidamente naranja, el cuerpo sutilmente contorneado para sugerir el caudal de energía. Los brazos estaban tendidos hacia arriba. Alrededor de la cabeza flotaba un resplandor tenue.

    —El pasaje de cristal —jadeó Verrons. Motas radiantes de llamas anaranjadas le relucían en las pupilas.

    Sadler miró la cara fulgurante. Se volvió despacio y ojeó la cámara. Sintió un estremecimiento de temor.

    —Comandante, la muchacha...

    Había bajado las escaleras antes que ellos, pero no estaba a la vista.

    Verrons frunció el ceño. Caminó a largos trancos junto a la pared de metal más cercana golpeteando suavemente la superficie. Al llegar a la mitad, los paneles se deslizaron y revelaron un segundo corredor desnudo. Verrons murmuró satisfecho:

    —Veamos si podemos encontrar otras salidas —recorrió la cámara golpeteando, abrió otros dos corredores—. Norte, este y oeste... Voto por el del oeste.

    Entraron con cautela en el corredor correspondiente. Sadler se volvió cuando los paneles metálicos se cerraban, pero Verrons ignoró el sonido y siguió avanzando. Después de haber atravesado casi todo el corredor, la pared de delante se movió, Sadler corrió detrás de Verrons y entraron en una segunda cámara subterránea apenas más amplia que la primera. Esta vez la bailarina residente contemplaba el cielo raso iluminado con radiantes ojos violetas. En la pared sur, una escalera de piedra idéntica a la anterior conducía directamente al cielo raso.

    —Supongo que estaremos debajo del templo que está al oeste de aquel por el que hemos entrado al subsuelo —conjeturó Verrons—. Y además —señaló a la bailarina de piedra—, encontraremos una cámara bajo cada templo, cada cual con la representación de un bailarín de una orden correspondiente.
    —¿Orden? —preguntó Sadler mientras examinaba los rasgos imperiosos del bailarín violeta.
    —De luz. Determinada por el color del cristal —Verrons subió la escalera y tanteó el cielo raso de piedra. Presionó en vano con las palmas, y bajó con aire preocupado—. Pero creo que tenemos preocupaciones más inmediatas que descubrir cuál es el corredor que pertenece a un bailarín azul y cuál a uno verde. Los paneles de las paredes se abren ante nosotros pero este panel de salida no. Como tampoco se nos abrían cuando explorábamos el complejo de la superficie.

    Sadler recorrió con los ojos la zona del cielo raso que se le señalaba. Por la mente le cruzaron funestas posibilidades.

    —Pero si los paneles de entrada sólo obedecen a la muchacha...
    —Bien podríamos encontrarnos atrapados aquí, a menos que no la perdiéramos de vista —Verrons terminó la deducción.

    Sadler escrutó las paredes metálicas. Pronto localizó las tres paredes que no daban a ninguna escalera. Cada una de ellas se abría a un corredor.

    —Pero no tenemos idea de cuál de los tres primeros corredores ha escogido —comprendió consternado.
    —Tal vez nunca haya entrado en esta cámara —convino Verrons—. Lo cual nos obliga a elegir. Podríamos seguir explorando al azar con la esperanza de encontrarla. También podemos volver a la primera cámara y regresar inmediatamente a la superficie antes que nos dejen encerrados. O podemos regresar allá y tratar de descubrir qué camino ha tomado la muchacha. Descalza, tendría que dejar alguna huella en este suelo.

    Preocupado, Sadler entendió que todas las posibilidades razonables llevaban de vuelta a la primera cámara. Pero cuando desanduvieron el corredor encontraron cerrado el panel del cielo raso de la primera cámara. Verrons subió las escaleras y golpeó el panel con fuerza, sin ningún resultado.

    —Quién podrá saberlo —concluyó, y bajó las escaleras frotándose la mandíbula herida—. Tal vez haya un mecanismo de tiempo que cierra la tranca poco después de abierta... En tal caso puede ser que la muchacha aún esté aquí abajo. O quizá nos enfrentamos a un mecanismo tan sofisticado que cierra esta entrada cuando ella sale por otra. Y en ese caso estamos atrapados —se paseó mirando el cielo raso—. Por lo demás, está la remota posibilidad de que esta entrada se abra sólo a los miembros de la orden naranja, y que cada puerta de aquí abajo esté codificada para una sola orden. De modo que si ella estuviera todavía aquí y el mecanismo fuese de tiempo, sólo podría abandonar la subestructura por esta escalera.

    Sadler lo miró fijamente, trataba de elaborar un curso de acción eficaz a partir de un torbellino de posibilidades.

    Verrons se paseaba inquieto por la pequeña cámara.

    —Hace unos días me sentía una piltrafa. Me habría contentado con acurrucarme en un rincón para dormir unas horas. Pero esta noche me siento activo. Desde luego puedes quedarte a vigilar la escalera mientras recorro los pasadizos y me hago una idea más cabal de la extensión y disposición de la subestructura.

    Sadler echó una ojeada pensativa a la escalera y meneó la cabeza. Cualquiera que hubiera sido la causa de esa languidez —enfermedad, desnutrición, simple fatiga— había pasado poco después que el ehminheer los echara de la meseta.

    —Iré con usted.
    —Bueno. Veamos si podemos encontrar algún rastro de la muchacha —Verrons examinó atentamente las paredes y abrió corredores.

    Escrutaron suelos bruñidos y no encontraron huellas. Pero en el corredor que daba al norte la pared lucía a pocos metros la marca inequívoca de una mano. Verrons extendió la lanza y tanteó la pared desnuda que tenía delante.

    En respuesta se deslizó, y atisbaron un largo corredor. Las paredes lustrosas y el cielo brillantemente iluminado eran imponentes. En el suelo vítreo había una serie de exhibidores de diversas formas. Las pupilas oscuras de Verrons se dilataron.

    Pero no tuvieron tiempo de explorar el lugar. En el lado opuesto de la cámara la pared se abrió y apareció la muchacha, el cabello erizado, los ojos oblicuos y refulgentes. Al verles se puso rápidamente en puntas de pie, y Sadler pudo entonces captar una desconcertante imagen internalizada de sí mismo, los ojos congelados, con la cara de Verrons superpuesta en la suya.

    Los rasgos de Verrons se crisparon.

    —Mejor que no la perdamos de vista otra vez.

    Ella presintió el desafío y recorrió la sala abriendo paredes lustrosas hacia corredores, por último se metió en uno. Mientras corría por el pasaje, volvió la cabeza en un arco exagerado y le arrancó luz naranja a un panel tras otro, que se proyectó en los ojos de los humanos. Sadler oyó una risa burlona que brotaba no de la garganta sino de la mente de la muchacha.

    Corrieron tras ella, entraron y salieron de la gran sala de exposición. Sadler echaba fugaces ojeadas a una colección de objetos de arte cuidadosamente arreglada, cuencos y vasijas frágiles, recipientes con intrincados labrados, delicados enseres, estatuillas imponentes, objetos tejidos con alambres brillantes. La colección, extensa y exquisita, pasaba rápidamente junto a ellos. También los habitantes de piedra de las cámaras subterráneas de los templos.

    Luego se abrió un panel en el extremo oeste de la sala de exposiciones y la muchacha se detuvo. Se arqueó hasta los dedos de los pies. De pronto, mientras miraba más allá de ella, una niebla roja enturbió la visión de Sadler, con una flauta en el centro. Retrocedió de prisa, trató de retirarse. Pero la atracción del instrumento de plata era compulsiva.

    Poseído, Sadler siguió a la muchacha hasta la última cámara subterránea. La flauta expuesta allí era más grande que las del templo principal. El caño, ancho y delicadamente tallado, se ahusaba en una boquilla delgada. Reposaba en un atril de metal brillante y enfrentaba una cámara tan larga y ancha como el templo principal. Entonces Sadler comprendió que estaba debajo de él. Ojeó la cámara. Venas de fuego hacían palpitar las paredes con el brillo estriado del ópalo.

    Verrons lo siguió, mirando la flauta de reojo.

    —Está bien sujeta. Obviamente no querían que ésta se le cayera a nadie.

    Sadler emitió un gruñido, apenas había oído el comentario de Verrons. Las paredes opalescentes irradiaban energía y lo quemaban. Se pasaba la lengua por los labios repentinamente cuarteados. La lengua se le había secado como cuero. Por contraste, la boquilla de la flauta adquirió un brillo líquido y fluctuante.

    Sadler avanzó un paso hacia el instrumento, y simultáneamente sintió que superaba las limitaciones físicas de su cuerpo. De golpe existió en un plano superior —la muchacha estaba inclinada contra la pared opuesta, el cuerpo largo y arqueado, los ojos fulgurantes fijos en él—. Y supo, sus músculos lo supieron, que sólo tenía que obligar a sus manos a bailar adecuadamente en el aire y entonces sus pies se separarían levemente del suelo. Sus dedos entrelazados henderían el techo —la muchacha ahora se agitaba en contorsiones, y la energía brincaba de las paredes para introducirse en los dedos que ondeaban lentamente—, y se extendería a lo alto, una flecha disparada al cielo. Y mientras se lanzaba contra el vientre de las nubes la garganta se le abriría en un grito espeso. La humedad le abofetearía la cara, el sol le curtiría el cuerpo desnudo...

    Mareado, Sadler trató de conciliar la dualidad. Con un cuerpo hendía las nubes, con el otro avanzaba débilmente a trompicones, exánime hacia la flauta brillante. La boquilla metálica era el agua y el vino, fresca, dulce, embriagadora. Abrasado, la tomó y se la llevó a los labios, pero en vez de libar su vivificante licor sintió que el caño ancho le sorbía el aliento. Como una prolongación física de sí mismo, la bocanada de aire pasó por la boquilla y serpeó en el interior invisible del instrumento.

    Emergió como una nube roja que desdibujó a la muchacha y a los pasmados humanos, emborronando y ahogando la percepción. Pronto la nube engendró una sola presencia roja que recorrió de puntillas la sala y agitó el aire cargado. Mientras avanzaba, convocaba réplicas menores de sí mismo en las paredes estriadas de fuego, pequeños y feroces fantasmas que danzaban obedientes... Su corte demoníaca.

    Ahora soy de nuevo, en toda mi plenitud y poder. Era la voz de la tormenta de fuego, explosiva y profunda. Con un ademán solemne arrojó su corte espectral a los aires. Cuando cayó, la recogió en el pecho llameante, y la absorbió hasta hincharse poderosamente. Una corona de fuego le estalló en la cabeza. Ahora soy, y ahora veis lo que una vez fui.

    Con un brinco, giró en el aire y se convirtió en el sol, y la corona en una serie de violentas erupciones solares. Mucho más abajo, a un gesto suyo, otros bailarines de luz despertaron en la faz de una esfera yerma: Selmarri. En el baile propagaron sus colores, que se extendieron, infundidos de imponentes formas imaginativas y fantásticas que pronto, con el avance de los bailarines, se transformaron en realidad de un mundo selvático barrido por vientos, alimentado por arroyos y alumbrado por un ser rojo que era un sol y entidades de plata que eran lunas. Todos estaban a la vez unidos y separados: bailarines, roca, tierra y cielo. Coexistían unidos, lo animado y lo inanimado, lo sensible y lo insensible, lo que tenía albedrío y lo que no lo tenía. Pero cada cual conservaba su identidad.

    Sadler alimentaba la flauta y la vida proliferaba en la faz del mundo en la senda turbulenta de los bailarines irisados. Gente pequeña apareció desde los árboles, el pelo flojo derramado en los hombros frágiles, los ojos lánguidos y húmedos. Del poder vino la vida. De la vida surgieron los poderes. Pues pronto nacieron bebés de melenas chispeantes en cada banda de subgente. En sus puños de querubín asían rayos de luz, y cuando la inocencia infantil los abandonaba, esos rayos se volvían espadas. Sus cuerpos crecían, altos y pardos, las piernas vigorosas, los dedos de los pies y de las manos largos, los ojos oblicuos y fulgurantes. En cada banda el cabello tosco se tenía en más que el cabello fino, y cuando uno crepitaba el otro ardía.

    La vida estaba dedicada al poder, el poder a la vida. Los niños dotados eran llevados a los estanques de vapor. En la caverna profunda donde se reunían las fuerzas del mundo, donde el agua, el aire y el mineral eran fundidos por el tiempo, allí los llevaban. Allí, con la luz de sus ojos, arrancaban nuevos brotes de mineral. En la profundidad de esas masas brumosas estaban las gemas brillantes que permitirían concentrar el poder. Pues fue voluntad de este mundo que blandieran espadas de luz, que golpearan e hirieran, crearan y dominaran.

    Pero la muerte nunca fue derrotada, el regreso de la materia al ciclo eterno. Sólo podían salvarse los diseños eléctricos del espíritu, grabados en cristal y preservados para inspirar e informar. Y así sucedió que otros nacieron para blandir la espada de luz cuando el cristal sin vida caía de los dedos yertos. Nacieron de padres poderosos y nacieron de padres débiles, pero todos dominaban los poderes de este mundo.

    Sadler observó el crecimiento de la civilización en la faz selvática del mundo. Pronto se irguieron ciudades junto a los árboles. Estructuras de piedra se internaron en la tierra y descollaron en el cielo. Las bandas dispersas de subgente se transformaron en masas urbanas. La raza de los amos los transformó sin piedad en una fuerza de trabajo. Los cuerpos menudos correteaban y servían, y sus caruchas se humedecían de ansiedad por agradar, por detener la espada paralizante y la convulsiva cortina de luz. Y encima de la escena volaban cuerpos pardos que hendían las nubes con dedos filosos, la cabellera dura y crepitante.

    Más sucedió que después de muchas generaciones, las profundas cavernas se volvieron estériles. Se había extraído demasiado material para refinarlo y focalizar el poder. Ahora se llevaba a los niños y la luz de sus ojos no encontraba un destello de respuesta en las paredes de las cavernas. No obstante, a insistencia de los ancianos, se hizo arrancar masas de mineral para trabajarlas. Resultó inútil. En el proceso de refinamiento se deshacía en polvo.

    Con ellas se deshizo el futuro. Sin gemas de focalización, el poder era una espada que se doblaba, un cuerpo arqueado que caía de las nubes en mitad del vuelo, una voluntad que sólo se podía imponer esporádicamente, imprevisiblemente. Sin gemas de focalización, el poder no era nada.

    Era peor. Cuando los niños cuyo poder no podía focalizarse quedaban a cargo del subpueblo, eran maltratados en secreto y morían por causas misteriosas. No podían protegerse de la nueva temeridad que cundía entre las gentes inferiores. Era, según se llegó a comprobar, una temeridad asesina, una temeridad cuya supervivencia no podría permitirse.

    Pero sobre todo se exploraron todos los medios posibles de conseguir focos. Los exploradores se internaron en las profundidades de las montañas. Registraron cada ínfima caverna y cada ínfimo peñasco en busca de focos. Se descubrieron unos pocos, muy pocos. En nuestra impaciencia por sembrar las nubes con nuestra presencia, habíamos abusado de las reservas de las cavernas. Las habíamos explotado hasta agotarlas. Ahora había que darles tiempo para resurgir. El agua y el mineral necesitan siglos en el corazón de las montañas para combinarse en estructuras apropiadas. Sólo entonces se podría conseguir focos para criar niños y dar poder a los adultos.

    Estábamos dispuestos, por nuestra parte, a esperar que el tiempo obrara. El peligro estaba en el subpueblo. Débiles, impotentes, ahora huían ante nuestras espadas de poder. Comparecían como se les ordenaba, para dar luz a nuestros antepasados con su aliento. Espíritus fulgurantes bailaban en la noche oscura de cien templos, recreando cada época desde el comienzo. Pero cuando nuestro poder desapareciera, la subgente no sólo dejaría de adoramos sino que destruiría insidiosa las flautas que son nuestra inmortalidad. Cada uno de los antecesores perecería en sus cápsulas cristalinas. Se destruiría el pasado, así como el futuro. Esto no podía ser permitido.

    Sadler percibía oscuramente a la muchacha, un torbellino naranja debatiéndose en contorsiones a través de nubes rojas. Las yemas de sus dedos subían y bajaban mientras estrías de fuego la atravesaban desde las paredes opalescentes. El cuerpo, de carne cuando se movía más lento, se volvía luz cuando rotaba con rapidez.

    Primero se buscó un refugio seguro para los antecesores. Habíamos levantado ciudades y habíamos levantado templos y torres de consagración. Ahora teníamos que levantar la estructura última. Sadler soplaba incansable mientras presenciaba los debates que celebraban las filas de los poderosos. Luego vivió los primeros pasos de la construcción del templo. Se escogió un sitio alejado de cualquier centro de población y se erigió la meseta. Una bóveda de almacenamiento se creó para albergar la colección de flautas, receptáculos de los reverenciados antepasados.

    Y había más, mucho más. La narración no había terminado. Pero a medida que los templos se elevaban en la meseta, la saga fue volviéndose distante, y sólo los ecos comunicaron la historia a Sadler. Un aturdimiento mudo lo venció gradualmente. Los brazos se le aflojaron a los costados, las piernas se le transformaron en columnas de tejido muerto, desprovistas de sensación. Aunque se afanaba en respirar para alimentar toda la historia panorámica de la raza de los bailarines, las costillas se le convertían en una faja de huesos que le impedía ensanchar el tórax. Hizo un esfuerzo mecánico por conservar la lucidez. Luego, lentamente, completamente exhausto, sintió que caía sobre el suelo bruñido.

    En la cámara subterránea el drama continuó sin él. Una vez, en un fugaz despertar, encontró luz en el aire, la muchacha en movimiento y Verrons tocando la flauta, el rostro perdido en el resplandor. El rugido llameante de la voz de la criatura roja todavía atronaba la cámara, pero la fugacidad de su percepción le impidió comprender. Aunque Sadler se esforzó en levantar la cabeza y farfullar de modo incoherente su deseo de seguir tocando la flauta, el cuero cabelludo le cosquilleaba insidioso y los sentidos se le disipaban.

    Más tarde recobró de nuevo el conocimiento. Verrons estaba frente a él. Se tambaleaba, hablaba como un borracho.

    —Sadler, ella... La muchacha vuelve a la superficie. No tenemos que perderla de vista.

    Verrons precedió a trompicones la marcha hasta el salón de exposiciones. Sadler se frotó la frente, los ojos despojados de vitalidad.

    —Apenas recibo lo suficiente para saber que ha entrado en la cámara pequeña más cercana. Y para saber que la trampa por donde quiere salir se niega a abrirse ante ella.

    Como confirmándolo, la muchacha apareció desde un corredor a la izquierda. Se puso en puntas de pie, los ojos llameantes, luego echó a andar por el salón largo hasta desaparecer en el siguiente corredor que se abrió. Verrons titubeó y se contoneó.

    —Ella... Otro callejón sin salida —susurró en tono ronco—. Sin duda el mecanismo está codificado según las órdenes de la luz. No podrá salir por ninguna puerta salvo por la que había entrado.

    El aturdido Sadler elaboró una conclusión coherente.

    —Entonces, si pudiéramos llegar a la cámara naranja antes que ella...
    —Tenemos que conseguirlo —gruñó Verrons.

    Y se lanzaron torpemente hacia el salón de exhibiciones. Pese a lo accidentado del andar de ambos, cuando la muchacha al fin apareció en la cámara de luz naranja Verrons y Sadler ya estaban esperándola al pie de la escalera. Al verles se le encendieron los ojos. Con un gruñido siguió de largo y subió las escaleras. Esta vez la piedra se deslizó y la muchacha trepó al templo encaramándose a la abertura. Imágenes compulsivas se precipitaban desde su mente: estruendosos chorros de vapor, tortuosos pasajes subterráneos y, destellante en una turbia matriz mineral, el cristal objeto de sus obsesiones.

    Sadler y Verrons se lanzaron escaleras arriba antes de que la puerta corrediza se cerrara. Al salir oyeron un ruido de piedras que rodaban mientras la muchacha desaparecía detrás del borde de la meseta. Atontado, Sadler siguió a Verrons hasta la plaza y atisbó la bruma que precedía el alba.

    —Ella... Ella lo sabe ahora.

    Verrons escudriñó el oeste del planeta, desplomado en la piedra helada.

    —Sabe dónde conseguir el poder —dijo, la voz chata de agotamiento—. Hay, o había, una meseta volcánica al oeste de las montañas, una zona de perturbaciones geofísicas. Las cavernas estaban allí... en una época. Si es que todavía siguieran allí...

    Sadler cabeceó, y las imágenes convocadas por la flauta le fluctuaron en la mente: estanques minerales titilantes, conductos de vapor amarillentos, extensiones de arena de lava. Se tocó los labios. Estaban resecos, como si el calor y la sed que había experimentado hubieran sido reales y no ilusorios.

    —Perdí... Perdí el conocimiento en las últimas etapas —dijo a regañadientes.

    Verrons se volvió hacia él, los ojos opacos.

    —Puedes adivinarlo, ¿verdad?

    Casi sin ánimo, intentando evitar la mirada del otro, Sadler dijo:

    —La raza de los amos construyó cámaras seguras para las flautas... Y exterminó a la subgente.
    —No completamente, desde luego —la voz de Verrons era distante, inmersa en otro tiempo y otro ámbito—. Dejaron que un porcentaje mínimo escapara al rayo mortal. Pero dispersaron a los sobrevivientes en las junglas, aislados y desorganizados, y así los mantuvieron hasta la muerte de los bailarines restantes. No tenía sentido alentar la regeneración del subpueblo ni de los poderosos antes de tiempo, antes de que la necesaria actividad geológica hubiera renovado la provisión de cristales.

    La mañana llegó lentamente entre sombras grises. Sadler escrutó la distancia luchando contra la fatiga.

    —Los cristales... ¿Ya se habrán generado nuevamente?
    —Quién sabe. Es difícil formarse una idea de cuánto tiempo habrá transcurrido desde que se montara la flauta roja. Si ella tiene información precisa, y tal vez haya recogido de esta experiencia datos que nosotros no hemos percibido, quizá llegue a la región y la encuentre estéril. O quizá descubra que las cavernas han sido bloqueadas por sismos, o que erupciones volcánicas recientes han obstruido la entrada.
    —Pero el ser volador...
    —Tal vez haya nacido en el otro extremo del continente. Había otras zonas de cavernas asociadas a otras estribaciones montañosas. Y si es que pudo abrirse paso hasta alguna de esas cavernas y atisbar un solo filón de cristales, supongo que el instinto le habrá aconsejado explotarla y utilizarla. Pero éste es el único complejo importante de templos, diseñado no sólo para proteger las flautas sino para dejarlas en custodia de los nuevos poderosos. Después de la regeneración los poderosos deberían arrear grupos de subgente al complejo. El mecanismo entregaría un número apropiado de flautas. Bajo la supervisión de capataces dotados, la gente pequeña adoraría, tocaría las flautas. Luego, a medida que revivieran las ciudades y los templos locales fuesen reconstruidos, los antepasados serían distribuidos nuevamente por el continente —respiró de manera entrecortada, agotado por el esfuerzo de hablar.
    —Y fueran cuales fuesen los criterios para recibir las flautas, los cumplíamos —murmuró Sadler.
    —Y adoramos —admitió Verrons—. ¿Y ahora?

    Sadler lo miró de reojo.

    —¿No estamos siguiendo a la muchacha... hasta las cavernas?

    Verrons gruñó, entrecerró los ojos. Los abrió con esfuerzo y se volvió para estudiar al ehminheer posado en el muro de su patio.

    —No sé si podré bajar por la hondonada. Pero si el ehminheer nos encontrara aquí...

    Sadler ojeó al ornitoide recortado contra un cielo teñido por las primeras estrías escarlatas del alba. No era posible dormir allí. Pero el frío les había entumecido las piernas y los había despojado de las pocas energías que les quedaban. Se levantó con esfuerzo, pero no le sorprendió advertir que Verrons en cambio se había tendido en la piedra fría, los ojos cerrados, la mandíbula floja. Sadler se tumbó en la plaza junto a él, desesperanzado. Y hasta las manchas de Mazaahr que lo saludaron con su típico bailoteo eran pálidas, cuando los ojos se le cerraron. Algo más que tenues puntos de luz.

    Más tarde recobró por un momento la conciencia cuando la canción del ehminheer estalló en el extremo occidental del complejo, una ronca mezcolanza de trinos y chillidos. Y cuando la canción murió, Sadler cerró los ojos nuevamente y se rindió a la inminente tibieza del día.


    Capítulo 13


    EL ALBA arrastró la oscuridad hacia la solidez de las montañas, una victoria pálida, y las piedras rosadas del complejo centellearon al despertar a la vida. El canto matinal de Tiehl se elevó hasta un clímax estridente y murió de golpe. Pues cuando giró para echar una ojeada a la plaza vio dos conocidas formas humanas despatarradas sobre la piedra reluciente, deformaciones gemelas. Por un momento Tiehl hinchó el cuerpo y la furia fue un gemido creciente en su sangre. Pero una punzada de ansiedad lo aplacó y se encorvó cautamente en el muro, la mirada fija. Esa semana el calendario metabólico de Tiehl lo había devuelto a la temporada de fragilidad, el período en que las capas córneas del pico y las garras de un ehminheer se separan y resquebrajan a la menor presión y lo dejan indefenso.

    Tiehl se mascó una garra delantera con morbidez, haciendo chasquear la rígida corteza superficial. Había escondido las pistolas allí cerca. Pero hasta que la temporada de la fragilidad hubiese pasado y sus tejidos córneos empezaran a renovarse sufriría un período de impotencia anímica, un involuntario agostamiento de su audacia de cazador. Obligado a alimentarse de vegetales durante unos ocho o diez días, sólo podría escenificar una vacua pantomima de ferocidad que había incubado a la sombra de la percha.

    Tiehl se paseó inquieto por el muro, amenazado por la presencia de los humanos pero incapaz de atacarlos. Pronto el sol escapó a las ataduras de la jungla y trepó en el cielo, un ovoide rosáceo que subía entre estratos. El ornitoide continuó custodiando el muro.

    Ocasionalmente Tiehl soltaba algún trino que en nada contribuía a aliviarle la tensión.

    A media mañana calló cuando los humanos despertaron y se levantaron. El aspecto que tenían era lamentable. La quijada pálida del salvaje de las nieves estaba escarchada de barba y los ojos habían enrojecido como si hubieran mirado intensamente un sol furibundo. Verrons estaba demacrado, los tendones luchaban contra las carnes correosas. Tiehl hinchó el plumaje y se agazapó para vigilar.

    Una vez despejados, los dos humanos conferenciaron brevemente con la mirada dirigida hacia el muro de Tiehl. Luego el más joven se levantó y caminó con rigidez hacia la hondonada, empuñaba una lanza de metal corroído. Verrons también se puso de pie cuando el otro hubo desaparecido. Esperó, al parecer para recobrar fuerzas, y luego se acercó a Tiehl con firmeza y deliberación.

    El plumaje de Tiehl ondeó, un fuego azul. Inquieto, echó a caminar por el muro.

    —Invades mi territorio —advirtió con aspereza, entre trinos roncos y sanguinarios.

    Pero Verrons no se detuvo. Tiehl ocultó las garras inútiles, defensivo.

    —No te he dado permiso para regresar aquí —declaró, pero hasta él reconocía el tono vacilante de la amenaza.
    —Tal vez —admitió Verrons, que se detuvo a corta distancia del muro—. Pero es que en estos últimos días hemos recogido algunos datos interesantes. Y pensé que tal vez quisieras ayudarnos a seguir lo que investigamos —desvió ligeramente los ojos para escudriñar el panorama grisáceo de la jungla—. Pero no creo que puedas distinguir detalles en un sitio tan lejano como las montañas..., ni siquiera con tu ultravisión.

    Tiehl irguió la cresta ante el desafío. Contuvo la reacción instintiva con un gorjeo inquieto, el pico restallante. Intuía algún propósito oculto en las palabras del humano. Y si Verrons llegara a descubrir que ese día el pico de Tiehl no era más que una dureza inútil, que sus garras se estaban descascarando, si Verrons se propusiera intentar que Tiehl se desplazara de su percha...

    Verrons caminó a lo largo del muro encogido de hombros, escrutando la distancia. Las montañas eran una serie de vértebras fracturadas esa mañana, anestesiadas por la bruma... Y su recuperación parecía una perspectiva remota.

    —Parece que hemos descubierto una raza singular aquí —dijo lentamente, enfatizando cada palabra—. Casi todos los indígenas superiores que hemos encontrado son primitivos, poco refinados, relativamente... Están más o menos en la edad de piedra. Pero unos pocos miembros de la raza desarrollan sistemas nerviosos muy especializados con los cuales pueden concentrar y emplear la energía solar. Y para hacerlo deben obtener un objeto de cristal. Según todos los indicios la joven pertenece a este último grupo. Es posible que cuando obtenga un cristal...

    La mente de Tiehl dio un brinco intuitivo.

    —Volará —graznó, y las pupilas le llamearon involuntariamente.
    —Cuando aprenda a usar el cristal, sí, suponemos que volará —dijo Verrons, despacio, estudiando atentamente a Tiehl—. El objeto no es más que una curiosidad para cualquier especie salvo la de la muchacha, pero Sadler y yo nos proponemos investigar de todos modos. Parece que los cristales están ubicados en cavernas montañosas cerca de una zona de géiseres. Pero si tu ultravisión no detecta detalles como ése a tanta distancia...

    La ultravisión de Tiehl se dirigió espontáneamente hacia la estribación distante. Con un débil chasquido del pico, la retiró. Y preguntó con suspicacia:

    —¿Y si los detectara?

    Verrons le clavó los ojos oscuros.

    —¿Los detecta, ehminheer?

    El plumaje de Tiehl ondeó nuevamente, una agitada ola de desconfianza. Trotó a lo largo del muro y se encorvó de manera defensiva, el pico metido en el pecho. Si el humano creía que podía engatusarlo acicateándolo con información, para emplearlo como telescopio...

    —Invades mi territorio —le recordó con voz ronca.

    Verrons arqueó las cejas oscuras, pensativo.

    —Ehminheer, creí que tal vez pudiera interesarte ayudarnos a aprender algo más sobre el cristal. Es probable que el ser volador esté muerto, pero si la muchacha logra encontrar el cristal...

    La mención del macho volador trajo un gusto bilioso a la lengua de Tiehl. Un arrullo amargo le subió del pecho. Fulminó al humano con la mirada, con un gorgoteo gutural amenazante.

    Verrons se alejó del muro con cautela.

    —Si prefieres hablar más tarde...

    Tiehl chilló una negación inarticulada, y el humano se retiró con un gesto de indiferencia. Cuando hubo bajado dos niveles, Tiehl lo acosó con un cacareo furibundo. Luego saltó del muro y recogió las pistolas de calor que había escondido en la base de su percha. Cuidadosamente se ajustó los cinturones, tratando de no sacrificar las garras frágiles antes de tiempo. La propuesta de Verrons ocultaba alguna estratagema, tal vez una traición. Que Tiehl no pudiera apreciar sus dimensiones exactas no significaba que la sugerencia del humano hubiera sido inocente. Se paseó alrededor de la base de la torre de piedra, inquieto. Trataba de reunir vitalidad para alguna necesaria demostración de fuerza.

    Al regresar al muro vio que Verrons yacía tendido al sol en el punto más bajo de la plaza. Tiehl le dirigió un chillido colérico con la intención de incitarlo a que tratara otra vez de persuadirlo. Pero el humano no respondió. Por el contrario, poco a poco, mientras el sol evaporaba las nieblas del amanecerlas palabras de Verrons fueron seduciendo a Tiehl: un cristal que concentraba la energía del sol, que permitía dominar los aires. Encorvado en el muro, Tiehl evocaba imágenes vívidas del macho volador. Una gema brillante relampagueaba desde una cavidad de carne y tenía el aire de promesas.

    Y el cristal provenía de la región de los géiseres... Tiehl dirigió con ansias la ultravisión hacia las montañas. Ahora eran moles negras en el horizonte, y en sus concavidades la niebla se espesaba. Los rostros nubosos de la mañana apenas empezaban a aglomerarse encima. Pero en alguna parte, entre los pliegues de esos negros brazos rocosos...

    Con un graznido de júbilo, Tiehl ubicó las aureolas de vapor que había visto el día que tomó su percha. Centelleaban como encaje blanco contra el negro distante de la montaña. La visión penetrante de Tiehl trataba de distinguir detalles, pero no pudo enfocar el área con nitidez. Estaba demasiado lejos, el aire era demasiado brumoso. Pero había descubierto la clave para volar y ahora su mirada titilante levantaba duras paredes ehminheer en el cielo de Selmarri. Pese a lo que dijera Verrons, había alas de cristal en las montañas, alas frías, duras y brillantes, piñones resistentes sobre los que podría cerrar las palmas, alas que lo remontarían al cielo como una flecha arrojada con destreza, grácil y rauda, un borrón azul que descendería para reclamar adecuadamente su percha. A Tiehl se le estrujó el corazón.

    Pero no estaba solo en la cima de la meseta. En un arrebato de suspicacia, Tiehl acható la cresta erguida, retrajo la ultravisión y luego la enfocó hacia el humano. Verrons estaba sentado observando a Tiehl desde más allá de la plaza. La mirada humana y la ehminheer se midieron, y el amarillo y el negro se fundieron en mitad del complejo.

    Con un trino colérico, Tiehl brincó para refugiarse detrás del muro del patio. Si lo que Verrons se proponía era engatusarlo para que le revelara las coordenadas de la zona de los géiseres, si lo que querían los humanos era apropiarse de las alas de cristal y reclamar el cielo para ellos... Tiehl volvió de un salto al muro y lo recorrió mientras estudiaba atentamente a Verrons. Cuando el humano al fin volvió a tenderse en la piedra, Tiehl se encorvó sobre el muro e hizo un balance de la ganancia de Verrons contra la suya. Él había denunciado las coordenadas generales de la zona de los géiseres, pero Verrons había denunciado la significación de los cristales. Y si es que Verrons suponía que su argumento de que sólo la muchacha podría volar gracias a las gemas desalentaría a Tiehl se equivocaba. Tiehl agitó el plumaje, y sus pupilas recorrieron especulativas la piedra soleada, mientras sopesaba el abandono momentáneo de su percha contra la promesa de coloridas alas de cristal que lo elevarían al cielo de Selmarri con un plumaje de fuego.

    Y a medida que el sol se aproximaba al centro del cielo, descubría que la elección no era difícil, en absoluto.


    Verrons sintió que de nuevo perdía la vitalidad después que el sol pasó el cénit, y se despatarró en la plaza. El sueño, ondeante, penetraba las piedras calientes, un sistema de mareas que erosionaba la realidad. Por un momento Selmarri fue una sólida esfera de material gobernada por las leyes del universo físico. Luego el ehminheer se paseó a lo largo de su muro y se transformó en una figura fantasmagórica cuya cresta brillante ardía contra un cielo rojo y convulso, y miraba con los ojos diabólicos de un demonio mutante. El calor del sol se hizo intenso y maléfico en la espalda de Verrons.

    Hizo un esfuerzo por ponerse boca arriba. Por unos momentos el cambio volvió claro el cielo y fresco el aire. Luego la visión se le enturbió, y el hombre-leopardo de Rumar merodeó por una llanura celeste y ventosa que marchaba con piernas de nube. Una sola forma brumosa acechaba a la bestia, y su rostro nuboso era vago pero su identidad se aclaró de inmediato. Verrons ensanchó sus pupilas. Movió los labios desesperadamente, trataba de lanzar una advertencia, pero mientras él yacía pegado a la piedra, la forma acechante del minero se desmigajó lentamente en una serie de nubecillas algodonosas y cada cual se hinchó inmediatamente en una forma humana y predatoria, resuelta a ahuyentar al hombre-leopardo de su planicie. Paralizado, Verrons no pudo articular una sola sílaba de advertencia. Sólo podía yacer impotente mientras la escena alcanzaba su lógico desenlace y el hombre y el leopardo se fundían silenciosamente en un nubarrón burbujeante que se alejaba lentamente hasta despojar por completo de vida la planicie celeste.

    Verrons se libró con desesperación de las tenazas del sueño y despertó. Las botas de Sadler resonaron en la plaza. Verrons se sentó con rigidez y notó que el talberonés traía las manos vacías salvo por la lanza.

    —¿No cazaste nada?

    Sadler tenía la cara tensa.

    —Había llenado dos morrales pero tuve que arrojarlos a los humanoides. Creo... Creo que es mejor que venga a echar un vistazo, comandante.
    —¿A los humanoides? —Verrons se reponía de su espontáneo asombro, ¿desde cuándo se movilizaban durante el día?
    —Sí. Ellos... En el momento no lo pensé, pero anoche no los oí aquí arriba tocar la flauta. A juzgar por los tajos y quemaduras que tienen en la piel y por la ausencia de uno de ellos pienso que el ehminheer los habrá ahuyentado de la meseta, probablemente poco después de echarnos a nosotros —Sadler miró de soslayo el nivel superior del complejo—. ¿Pudo usted averiguar algo del...?

    Verrons meneó la cabeza en señal de negación mientras se ponía de pie.

    —Lo interrogué pero no quiere colaborar —observó al ehminheer, tenso y alerta en el muro—. Podemos esperarlo un par de días..., antes de marchar hacia las montañas —se encogió de hombros y dejó que el pensamiento se completara solo—. Vamos a ver qué ocurre con los humanoides.

    Cerca de la boca inferior de la hondonada, Sadler se detuvo para escrutar el follaje que ocultaba parcialmente la vista del arroyo.

    —Estaba cazando aguas abajo cuando me crucé con ellos. Me vieron ensartar un puerco y se enfurecieron. Me persiguieron hasta la orilla. Les arrojé la presa pero lo que querían era la lanza. No me sorprendería...

    De pronto, entornando los ojos claros, le entregó la lanza a Verrons. Con un gesto rápido, señaló la orilla fangosa aguas arriba.

    Verrons encontró la mirada del humanoide más alto al mismo tiempo que el otro lo veía desde la vegetación del costado de la meseta. Verrons soltó un jadeo sobresaltado. Los ojos profundos del humanoide destellaban con una vitalidad inesperada y el rugoso velo labial se agitaba con énfasis, un tejido vivo. Con una ágil flexión de las piernas el humanoide avanzó para obstruir la boca de la hondonada. Sus tres compañeros lo flanquearon entre excitados gruñidos. Los cuerpos de piel tosca eran lastimosamente flacos, pero fue obvio para Verrons que los humanoides ya no vacilaban al borde de la extinción súbita.

    En cuanto a la causa...

    El humanoide más alto retrajo los labios delgados para exponer una doble fila de superficies córneas, filosas y amarillas, al tiempo que sostenía la mirada de Verrons. La mueca, acompañada de una serie de gruñidos roncos, era claramente amenazadora. La piel gris y tosca estaba entrecruzada de tajos que creaban una cobertura epidérmica demencia!

    —Las heridas no son muy recientes. Cicatrizan, se están cerrando —señaló Verrons.

    Sadler asintió.

    —El ehminheer debió de ahuyentarlos de la cima de la meseta casi inmediatamente después de echarnos a nosotros. Y al parecer, mientras permanezcamos en la hondonada, no nos atacarán.

    Verrons frunció el ceño.

    —Comprobémoslo —pasó junto a Sadler y avanzó cuesta abajo.

    La agitación de los humanoides fue notoria. Retrajeron los velos labiales, los miembros grises en flexión, los dientes córneos ostentosos. Verrons se detuvo a un par de metros de la boca de la hondonada en deliberada incitación. Ninguno de los cuatro, pese a la obvia excitación, se acercó a la hondonada.

    O ninguno se acercó a la lanza que él empuñaba, para ser más precisos. Porque ésa era la causa de la agitación, comprendió Verrons. Acompañado de gruñidos de indignación, Verrons retrocedió.

    —De modo que estaremos bien mientras no crucemos la boca de la hondonada —dijo, pensativo—. Tendremos que aplacar el hambre digiriendo nuestras propias botas.

    Sadler frunció el ceño.

    —Podemos regresar a la cima de la meseta y descender por la pared opuesta.
    —De acuerdo. O podemos quedarnos y tratar de utilizar el interés de ellos en la lanza como base para establecer comunicación. Lamentablemente la lanza es el único chisme que podemos ofrecerles, y en cuanto la entreguemos será demasiado tarde para cualquier comunicación.

    Las cejas blancas de Sadler se juntaron en el puente de la nariz.

    —¿Nunca antes ha establecido usted comunicación con integrantes de una especie alienígena?
    —¿Comunicación inicial? No. A los grupos de estudio rara vez se les permite inmiscuirse en los asuntos de razas inteligentes o semiinteligentes. Hace varios años observé el trabajo de un par de especialistas en contacto, pero lamentablemente el procedimiento no iba más allá de gruñidos y exclamaciones y dibujos en el polvo.
    —¿No era eficaz?
    —No demasiado, al menos en los casos que yo presencié. Para que la comunicación sirva de algo, las dos especies deben compartir una inteligencia similar en el tipo, cuando no en el nivel.

    Sadler hizo una evaluación crítica del grupo de humanoides.

    —¿Y usted no clasificaría a esta especie como inteligente..., o semiinteligente?

    Verrons estudió al líder de los humanoides, percibiendo a su pesar la ambivalencia.

    —Hace unos días te habría asegurado que no, pero hoy... Hasta un perro hambriento trataría de quitarte una presa de las manos. ¿Pero ir en busca de la lanza que la derribó...? —meneó la cabeza; los humanoides simplemente no encajaban en el cuadro de Selmarri. ¿Eran los resabios de una especie semiinteligente que se desbarrancaba hacia la extinción? Y en tal caso, ¿sus antecesores habrían vivido ocultos en alguna espesura de la jungla, aislados, invulnerables a la conquista y la explotación, cuando los bailarines de la luz dominaban Selmarri? Difícil de creer, dado el poder de los bailarines. Pero sin duda estos cuatro no eran la simiente de alguna raza en desarrollo.

    ¿...aunque fuera tan obvio, el día de hoy? Pero si ésta era una raza destinada a sobrevivir aun en escala muy modesta, ¿dónde estaban los hijos? ¿Tan sagazmente ocultos como los antepasados? ¿Y quién podía adjudicar siquiera una inteligencia mínima a esta especie? Sea cual fuere el rumbo que tomara, Verrons se enredaba en su propia maraña teórica.

    —Me gustaría saber una cosa: ¿cómo se han vuelto tan activos? ¿Qué ha sido lo que los preparó para reaccionar a la vista de nuestra lanza con algo más que ronquidos? El único estímulo que ha obtenido un resultado similar fue mi robo de las flautas.
    —Tal vez —aventuró Sadler— el ehminheer tenga ahora las flautas de ellos.

    Verrons gruñó.

    —¿Piensas que las confiscó después de haber echado a los humanoides de la meseta? Entonces supongo que aunque se atrevieran a hacer alguna incursión en el templo el mecanismo se negaría a entregarles nuevos instrumentos, por razones todavía incomprensibles para nosotros. Todo lo cual quizá tenga alguna relación con lo que los ha arrancado de su sopor —Verrons echó una mirada insatisfecha a la hondonada; flautas o no, indígenas inteligentes o imbéciles, asuntos más inmediatos requerían su atención; reparó objetivamente en la recurrencia de síntomas que no había sufrido durante días: temblor, debilidad, de vez en cuando una perturbadora desorientación, y un hambre atroz. Extendió una mano. Le temblaba. Golpeó el mango de la lanza contra el suelo rocoso—. Emprendamos la retirada.

    Los humanoides protestaron apasionadamente contra el alejamiento de los humanos. Y al llegar a la cima de la meseta las expectativas de Verrons quedaron frustradas al descubrir que el ehminheer no estaba posado en el muro ni en ninguna parte del complejo. Después de examinar todas las estructuras, Verrons se paró en el linde occidental de la plaza. Escrutaba las montañas intensamente.

    —¿Acaso habrá podido localizar el área de los géiseres desde esta distancia?
    —Tal vez ha salido a cazar —sugirió Sadler, desanimado.
    —Tal vez —pero Verrons recordó el grito jubiloso del ehminheer poco antes del mediodía. Recordó también cómo el ornitoide había ahogado el graznido al darse cuenta de que Verrons lo vigilaba—. Si nos lanzáramos ahora en su persecución...
    —Nunca lo alcanzaremos, si es que ya partió rumbo a las montañas.

    Verrons asintió, estremecido por un nuevo espasmo de hambre.

    —Busquemos algo que comer. Tendremos que estar fuertes para mañana. Sólo entonces podremos viajar —precedió cauto el descenso por la peligrosa pared de la meseta.

    Tres días de práctica con la lanza habían dado buenos resultados. Pese a su debilidad, pronto estuvieron en condiciones de alimentarse de frutos, bulbos y un tierno puerco selvático.

    —Un menú que apreciaría mejor si tuviéramos fuego para cocinar —observó Verrons cuando al fin se le calmó el involuntario temblor de las manos. Ojeó el denso sotobosque—. Supongo que si queremos organizar un seminario de comunicación antes de abandonar el área tendríamos que acumular provisiones.

    Avanzaban con cautela, atentos a cualquier rastro de los humanoides. Perseguían animales pequeños que liaban en bultos con lianas. No obstante, los humanoides no volvieron a aparecer al pie de la meseta después que regresaron a la cima y volvieron a aventurarse cuesta abajo por la hondonada. Verrons estudió atentamente la orilla fangosa y desierta. Una confusión de huellas tachonaba la superficie lustrosa.

    —¿Te sientes con ánimos de iniciar una incursión por su territorio?

    Sadler asintió sin mayor convicción. Sin embargo no encontraron a los humanoides en el fangal ni cerca del lugar donde comían. Mientras caminaban entre las ramas casi peladas de los árboles frutales del fangal, el crepúsculo fue el único compañero bajo la enramada. El perfume terroso del cieno y la vegetación impregnaba pesadamente el silencio del poniente en la jungla.

    La mirada de Sadler era sombría, enigmática.

    —Tal vez el ehminheer ya regresó a la meseta.

    Verrons asintió de manera distraída. Hubiera regresado o no, estarían más seguros en la cima de la meseta que en la jungla durante la noche. Y pese a cualquier fenómeno que se manifestara en los templos, Verrons no estaba dispuesto a otra cosa que no fuera dormir. Que soplaran flautas, se abrieran escaleras y que los bailarines de luz poblaran la noche con la voz tonante de su antigua arrogancia. Verrons tenía los músculos flojos de fatiga.

    Le resultó inesperadamente fácil cumplir con sus propósitos. Los dos hombres se acostaron en el templo de la orden naranja. Pronto la oscuridad opacó la piedra rosada y ningún ehminheer acudió para rasgar el silencio con su canto nocturno y ningún humanoide vino a tocar flautas en la noche. Cuando Verrons cerró los ojos, la oscuridad fue total, ni siquiera perturbada por el relampagueo de las manchas de Mazaahr. Tampoco lo atormentó su cielo privado, abundante en imágenes oníricas del hombre-leopardo y su implacable perseguidor.

    A primera hora de la mañana Verrons precedía la marcha por la hondonada, la parte que le correspondía de las presas del día anterior echada al hombro. La niebla se espesaba en las cavidades pedregosas y se hinchaba detrás de matorrales de vegetación escarlata y negra.

    —Si no encontramos a los humanoides en ninguno de los lugares que frecuentan, nos encaminaremos directamente a las montañas —dijo Verrons, pero cuando estuvieron cerca de la boca inferior de la hondonada, unos cuerpos grises emergieron del follaje perlado de rocío.

    Verrons detuvo a Sadler con el brazo.

    Un objeto de metal relucía en el puño del humanoide más alto. Humano y humanoide se midieron en tensión con los ojos. Las fosas nasales partidas del humanoide se agitaron. Con un gruñido enfático, el humanoide depositó el objeto metálico en un pedrejón musgoso al pie de la hondonada y retrocedió.

    Verrons bebía con los ojos el brillo del metal bruñido. Se relamió los labios repentinamente secos, y sin decir palabra le pasó la lanza a Sadler. Descendió cautamente y empuñó el objeto. Era un cilindro pequeño de metal duro, con ambos extremos abiertos, y la superficie interior revestida con paletas de metal ligeras. Suspendido en el centro había un panel de instrumentos redondo tachonado de esferas con agujas. El metal del cilindro estaba ligeramente abollado, la superficie clara del instrumental absolutamente intacta.

    El humanoide señaló el objeto con los dedos abiertos y gruñó.

    —¿Querrán canjearlo? —se preguntó Verrons con incredulidad—. ¿Por carne? —articuló las palabras de manera exagerada, y se señaló la boca abierta.

    Inesperadamente el humanoide respondió con un gesto similar de agitar con énfasis el velo labial.

    Verrons articuló con las mandíbulas. Se apresuró a descolgar del hombro su ración de alimentos.

    —Carne —pronunció, al tiempo que dejaba el bulto en una roca musgosa y retrocedía.

    Los cuatro humanoides manotearon el botín con gruñidos de avidez y desaparecieron en la espesura mientras Verrons y Sadler examinaban su propio trofeo.

    Verrons lo levantó. Las manecillas de las esferas giraban mientras las delgadas paletas de metal recibían la brisa ligera y rotaban dentro del cilindro.

    —A simple vista parece un instrumento meteorológico, un anemómetro. Vaya artículo sofisticado para esta pandilla —más asombro aún, el instrumento estaba en excelentes condiciones—. ¿Habías visto algo semejante en la travesía desde Hogar Selmarri hasta la aldea de la jungla?
    —No. Ni tampoco nada semejante en nuestra recorrida por la ciudad de piedra.

    Verrons asintió. Un anemómetro cilíndrico: varios pasos gigantescos en la escala evolutiva desde una lanza de metal fundido.

    —Aquí tiene que haber varios depósitos de artefactos con los cuales aún no hemos tropezado. Probablemente un depósito de enseres no tan valiosos o singulares como para que estén en el salón de exhibiciones del complejo, pero suficientemente significativos como para no abandonarlos —entornó los ojos—. Puede ser que el lugar albergue incluso flautas tecnológicas maestras comparables a la flauta roja instalada bajo el templo principal —Verrons sopló con fuerza el interior del anemómetro y las paletas giraron. Y se volvió hacia la espesura al pie de la meseta, las mandíbulas apretadas—. Nuestros amigotes de piel gris no se contentarán mucho tiempo con lo que han conseguido... Si pudiéramos persuadirlos a que nos conduzcan adondequiera que hubiesen encontrado el anemómetro...

    Sadler y Verrons se agazaparon en la hondonada para esperar. Pronto crujieron las ramas. El segundo avance del humanoide fue menos agresivo que el del día anterior, pero mientras bloqueaban la entrada de la hondonada, sus ojos profundos convergieron nuevamente en la lanza que empuñaba Verrons. Verrons seleccionó otro bulto de su provisión y lo levantó, después de depositar el anemómetro en una roca cercana.

    —¡Carne! —pronunció con énfasis.

    Por toda respuesta recibió una serie de gruñidos de rechazo. El humanoide más alto se enfadó ante el ofrecimiento. Luego volvió los ojos hacia la lanza de Verrons. Los dedos abiertos señalaron primero el anemómetro, luego la lanza. Verrons se puso tenso, negativo a creer que hubieran progresado tan pronto de la comunicación básica al regateo básico. Meneó la cabeza y hundió el mango de la lanza en el suelo.

    —Carne —señaló de manera enfática el instrumento que yacía junto a él en la roca—. Trueco... Por carne.

    Los humanoides se acuclillaron y observaron la carne, el instrumento meteorológico y la lanza, los velos labiales ondeantes. Sonidos guturales puntuaban sus consideraciones sobre las ofertas de Verrons.

    —¿Tienen lenguaje? —preguntó Sadler con un hilo de luz.
    —No sé qué pensar —admitió Verrons, atento al próximo movimiento de los humanoides. Empezaba a sentirse como un profesor que va a dar clases a un grupo de novatos y se ve embrollado en una discusión sobre física nuclear sin preparación alguna.

    Finalmente el humanoide más alto se puso de pie. Al parecer algo decía desnudando los dientes córneos. Verrons cerró el puño sobre el mango de la lanza. Pero el humanoide giró sobre los talones en vez de atacar a los humanos. Sus tres compañeros lo siguieron a la espesura. Hacían crujir los tallos con los pies descalzos.

    Verrons bajó con cautela por la hondonada para observarlos desaparecer en la jungla.

    —Parece que han comprendido que tendrán que traer algo más importante para canjearlo por la lanza. Démosles cinco minutos de ventaja.

    Siguieron con cuidado las huellas de los humanoides, y cuando su andar más veloz los acercaba demasiado esperaban.

    —Caminan como tortugas —comentó Verrons; y afortunadamente también como elefantes, pues la vegetación aplastada marcaba claramente el sendero que habían tomado. No obstante avanzaba con la lanza lista, escrutaba los tallos encorvados y las sombras oscilantes por si los emboscaban. El suelo era húmedo y negro, maloliente.

    A media mañana la marcha por la jungla se interrumpió. Delante ya no se oían los pasos torpes de los humanoides. Sadler y Verrons esperaron, luego avanzaron con cautela. Una cúpula pequeña se erguía en el suelo de la jungla, medio cubierta de lianas. Tenía la puerta abierta. Verrons oyó dentro el gruñido inequívoco de sus guías humanoides. Y más allá de la primera cúpula había otras de tamaño y configuración similar, una doble fila de pálidas perlas selváticas.

    Verrons intercambió una mirada de sorpresa con Sadler. Sigilosamente pasaron de largo junto a la primera cúpula y rodearon la primera de la segunda fila. Verrons palmoteo los paneles traslúcidos. Era un material plástico, prácticamente no afectado por la intemperie. Apretó la frente contra los paneles. Dentro de la cúpula había unas formas sombrías apiñadas en callada inmovilidad.

    Sadler estaba tan poco preparado como Verrons. Apretó la frente contra el panel plástico. Luego, mirando hacia el otro lado, tocó el brazo de Verrons.

    —Por allá.

    A través de la densa vegetación, Verrons avistó un segundo grupo de cúpulas. Miró de soslayo la estructura donde habían entrado los humanoides.

    —Vigílalos. Si van hacia allá, avísame —se alejó rápidamente.

    El segundo grupo era más extenso que el primero, y más variado. Incluía un cobertizo, varias cúpulas pequeñas y media docena de cúpulas más grandes. Tampoco aquí los paneles plásticos, pese a la presión de las lianas, daban indicios de deterioro. Verrons entró cauteloso en el cobertizo. Empujó una puerta con goznes.

    El interior penumbroso albergaba una quietud desierta, y caos. Había recipientes y desechos desparramados en el suelo y en cada superficie horizontal de la estructura. Manchas y borrones caprichosos otorgaban a las paredes una dudosa individualidad. Verrons recorrió la estructura: mesas, sillas, unidades de cocina, depósitos de agua, todos de diseño y manufactura extrañas, pero reconocibles en sus funciones de acuerdo con un contexto humanoide. Había tropezado con un comedor comunitario devastado. Y al tirar de la puerta de una cabina encontró bandejas de plástico apiladas, y ese orden meticuloso parecía un contrapunto irónico del caos sin remedio que lo rodeaba.

    Perturbado, salió por el extremo opuesto de la estructura y entró en una de las cúpulas circulares más grandes. También estaba en penumbras pero el contenido era reconocible: catres, mesas, sillas, baúles, miscelánea. Allí todo estaba bastante ordenado. Rebuscaba entre los objetos cuando apareció Sadler:

    —Han vuelto hacia la meseta, comandante.

    Verrons irguió la cabeza.

    —¿Y qué llevaban?
    —Otro instrumento meteorológico, me parece. Antes de venir aquí eché una ojeada en esa primera cúpula. Es evidente que se trata de un laboratorio para almacenar instrumentos, registros de meteorología y provisiones... No son precisamente iguales a los que he visto hasta ahora, pero se parecen bastante. Y también hay diarios. No muy extensos. Muchísimas páginas en blanco. No pude descifrar la escritura, desde luego. Ni el sistema numérico...
    —Yo tampoco puedo leer esto —interrumpió Verrons. El artículo que le arrojó a Sadler consistía en unas páginas largas de plástico unidas con un adhesivo. Estaban plagadas de incomprensibles entrelazamientos de líneas y curvas—. Tan ininteligible como mi propia letra.

    Los ojos grises de Sadler examinaron la página.

    —¿Sugiere que se trata de alguien con manos?

    Verrons señaló el mobiliario de la cúpula.

    —Y con brazos y piernas y torso y cabeza... Como nuestros humanoides. O alguna raza humanoide.
    —Sólo hay dos razas humanoides en Selmarri —dijo Sadler lentamente—. A menos que usted quiera clasificar a los bailarines o al subpueblo como una tercera raza aparte.
    —Pero el subpueblo ha vivido durante siglos en un estadio anterior a la edad de piedra. Y este grupo de cúpulas no tiene más que unos años de existencia —revolvió el contenido de un armario; un paño de género brillante se le desplegó en las manos—. No las ha afectado el rocío, ni la podredumbre, ni se ve deterioro de ningún tipo... Todavía. ¿Los humanoides? Pero si hubieran ascendido tanto en la escala evolutiva como para acercarse a la creación de elementos tan sofisticados, los bailarines de luz lo habrían sabido. Las flautas nos lo habrían comunicado. Pero ni siquiera la flauta maestra ha dado indicios de la existencia de alguna otra raza inteligente en este mundo.

    Sadler asintió pensativo.

    —Entonces hay otra posibilidad.
    —Correcto. La raza creadora de este puesto de avanzada venía de otro planeta, igual que nosotros.
    —Y esto tiene que ser precisamente así: es un puesto de avanzada.
    —De acuerdo. Pero indaguemos un poco más antes de seguir nuestra especulación —Verrons se tomó el tiempo necesario para asimilar la constelación abruptamente alterante de hechos y presunciones.

    Rebuscaron juntos en la miscelánea de objetos. Y casi demasiado pronto descubrieron la clave. Verrons la depositó en una mesa y se inclinaron juntos para verla. Se hizo un silencio entre ellos que los aisló del mundo selvático más allá de la cúpula.

    —Un álbum fotográfico —dijo Sadler finalmente, en un susurro.
    —De los seres queridos. O de ellos mismos antes de abandonar los hogares —las caras que los miraban desde las páginas impresas tenían una conformación familiar: orificios nasales bifurcados, orificios bucales redondos, velos carnosos y violáceos que colgaban de los labios inferiores. Las manos ganchudas también eran familiares. Los cuerpos también podían ser familiares si se los despojaba de grasa y músculos, de batas, capas, pantalones y correajes brillosos, y en cambio se les enlodaban las carnes grises y toscas. Verrons hojeó rápidamente el volumen. Los humanoides aparecían ambientados en algún otro mundo difícil de identificar, amos de la ciencia y la tecnología. Los hechos que Sadler y Verrons pudieron deducir a partir del álbum fotográfico eran sustanciosos, pese a que no lograron descifrar el texto que adornaba el dorso de las páginas. Verrons cerró el álbum después de ver la última página.
    —O exploraban Selmarri o lo colonizaban —dijo al fin—. Una buena ojeada nos permitirá averiguarlo. Y ya podremos saber cuántos eran al llegar, si contamos las camas...

    Sadler asintió, sombrío.

    El grupo original, según determinaron pronto tras investigar las cúpulas perladas, había consistido en una cincuentena de miembros. Y habían venido preparados para cultivar la tierra, según lo atestiguaban el equipo y los implementos de un segundo cobertizo a cierta distancia entre los árboles, donde hallaron hojas metálicas bien aceitadas y relucientes.

    —Descargaron todo pero parece que nunca lo usaron —en una cúpula cercana más pequeña había bolsas y cilindros abiertos y desparramados. Verrons recogió una semilla chata y verde de una grieta del suelo—. Da la impresión de que hubiesen consumido la reserva de semillas en vez de sembrarlas.
    —Pero... ¿Por qué? —preguntó Sadler, perplejo.

    Verrons gesticulaba intrigado.

    —Tal vez por la misma razón que tuvieron para romper el comedor... ¿Se estarían muriendo de hambre?
    —Pero presuntamente han traído provisiones para que les duraran al menos hasta la primera cosecha. Aun para dos o tres años, ante la probabilidad de algunos fracasos. Ellos no vinieron aquí desde un ambiente de pobreza...

    Pero la pobreza reinaba ahora en el ambiente: dormitorios abandonados, efectos personales olvidados, la mayoría de los exploradores muertos o desaparecidos. La cincuentena de colonos se había reducido a cuatro, desnudos, demacrados, atontados.

    Atontados..., ¡a veces! Tal como él y Sadler estaban atontados a veces, débiles a veces. Verrons evocó la mañana en que había observado a los humanoides comer en el fangal, atosigarse hasta que los vientres grises estuvieron hinchados como tumores.

    —Sadler, examinemos de nuevo ese comedor.

    Lo examinaron. Tenía el aspecto de un edificio devastado por una hambruna localizada. Y rebuscando entre los desechos y desperdicios amontonados Verrons descubrió un destello metálico. Recogió de mala gana una flauta, y el cilindro metálico le enfrió las yemas de los dedos.

    La flauta no era hoy un instrumento de fascinación.

    —Sadler, el fenómeno lumínico... —Verrons, enfurruñado, abrió con la uña el cilindro de metal y extrajo un cristal blanco con una mota verde en el centro. Aun en la luz penumbrosa de la cúpula el cristal resplandeció. Verrons fijó la mirada en la gema relampagueante, alarmado por ese brillo poco natural y por la intuición que acababa de asaltarle—. Estos cristales no contienen ninguna provisión de energía, Sadler. Y aquí tampoco hay ninguna fuente —impulsado por una desagradable comprensión, tanteó los componentes miniaturizados de la parte superior del cilindro—. La energía que alimenta a los bailarines de luz..., tiene que provenir directamente de nosotros. De nuestros propios sistemas nerviosos —cuando se llevaba la flauta a los labios, era su propia energía la que iluminaba el aire, la que permitía a los bailarines muertos hablar y moverse de nuevo; su bailarina áurea había tomado la vida directamente de él. Y la fatiga aplastante, el hambre voraz, el aturdimiento y la debilidad no eran el simple resultado de la falta de sueño y la nutrición mal balanceada. Eran síntomas de agotamiento de energía humana, y sus repetidos desmayos tendrían que haberle puesto sobre aviso. Y sin duda que lo habrían hecho tras unas noches más en el templo, comprendió con sarcasmo con la flauta en los labios. Pero para entonces habría estado demasiado débil, demasiado confuso para tomar alguna determinación, para sustraerse de la compulsiva telaraña de luz y movimiento, para dejar que los bailarines aullantes murieran en la noche.

    Sadler lo miraba fijo, los labios tensos, el descubrimiento de Verrons reflejado en los ojos pálidos.

    —Entonces los humanoides...
    —Vinieron a instalarse, a fundar una colonia. Pero la curiosidad los llevó a la meseta y pusieron en marcha el mecanismo. Cumplieron con los requisitos por mera casualidad, tal como nosotros. Y luego la experiencia los fascinó y debilitó tanto que agotaron sus provisiones de alimentos y nunca sembraron las semillas que trajeron. Cuando agotaron las fuentes de nutrición no les quedó más remedio que vivir de los recursos naturales. Y tal vez la dieta no era adecuada para la especie. Mientras tanto las flautas los consumían, los dejaban demasiado débiles y confusos para hacer algo más que atiborrarse de frutos. El resultado fue la inanición.

    »Sadler, los bailarines no temían que el subpueblo se rebelara contra el culto de las flautas simplemente porque fuese una forma de sujeción, sino porque era una forma de muerte lenta. Los bailarines de luz usaban al subpueblo como baterías energéticas desechables para mantener vivos a sus antepasados. Y fue así, de este modo, como usaron también a los humanoides.

    —Y a nosotros —concluyó Sadler con tono áspero.
    —Así es —(pero aun si lo hubiera sabido, ¿habría podido negar a su bailarina áurea una segunda vida?)—, y en cuanto los humanoides descubran que el ehminheer se ha ido, apuesto a que subirán nuevamente por la hondonada y tratarán de conseguir flautas nuevas por el mecanismo del templo. En cuanto a si se las dará... Supongo que la exposición prolongada al hechizo de las flautas les ha dañado tanto el sistema nervioso que cuando nosotros llegamos ya no tenían capacidad para poner en funcionamiento el mecanismo —dedujo mientras se frotaba la barba y fruncía el ceño—. Tal como cuando un equipo de prueba rechaza una batería gastada aunque le quede energía suficiente para funcionar un breve período más.
    —¿Pero ahora? ¿Ahora que han tenido tiempo de recobrarse?

    Verrons se encogió de hombros.

    —¿Hasta qué punto se han recobrado? ¿En qué medida el daño es irreversible? —él y Sadler se habían repuesto tras un breve período de descanso y alimentación adecuada. Pero su exposición a las flautas no había sido excesiva—. Parte del equipo que vemos aquí...
    —Hay más cúpulas de almacenamiento cerca del laboratorio meteorológico —le recordó Sadler.
    —Y sugiero que las exploremos ahora, pues apostaría a que allí encontraremos un equipo mucho más eficaz para sobrevivir en la jungla que esta lanza... Un equipo que los cerebros lesionados de los humanoides ya no reconocen como herramientas de supervivencia. Tuvieron que verte derribar un puerco con la lanza para reconocer sus posibilidades ¿y el anemómetro que les habían traído para canjearlo por la lanza? Tal vez para sus cerebros lesionados no representaba más que un fragmento de metal brillante.

    Avanzaron entre los matorrales y lianas que luchaban por engullir la colonia abandonada.

    —Si encontramos algo que podamos utilizar, les dejaremos la lanza... a cambio —prometió.


    Capítulo 14


    LOS DÍAS pasaban bajo los pies de Aleida, días atravesados por visiones de un cristal naranja y relampagueante, hasta que al fin la estribación montañosa se elevó abruptamente frente a ella y peñascos y cimas descollaron de manera concertada contra el cielo de la mañana. Hacía dos días que Aleida recorría la hilera de colinas al pie de las montañas y exploraba con impaciencia sus excentricidades topográficas, alerta a una pista que ni siquiera sabía describir, algún indicio sutil de que las cavernas estuvieran cerca. Por último, el alba de ese día se había levantado de la saliente rocosa donde había dormido y había percibido un aroma casi imperceptible que le hizo chisporrotear el cabello. Los ojos se le habían inflamado y arrojaban una aureola de luz en torno. Instintivamente había corrido hacia el sur a lo largo de la hilera de colinas, y pronto había sido recompensada por un hedor penetrante en el aire fresco. Y otra vez volvía a detenerse, ahora para comparar ese efluvio punzante con un recuerdo elusivo evocado por las flautas.

    ¡Era el olor sulfuroso de las cavernas! El cabello chispeante, Aleida trepó por la cuesta y llegó a la cresta de una extraña colina cupular. Más allá, un altiplano ancho se elevaba gradualmente hasta la base de las montañas. Encima y al noroeste, donde el altiplano se juntaba con la montaña, se elevaba un dedo de vapor blancuzco que se arqueaba grácilmente y luego bajaba despacio hacia tierra.

    Delante, Aleida avistó un geiser menor que jugueteaba en un estanque amarillento. Se detuvo y escrutó el área. Había poca vegetación y cubrían el suelo extrañas excrecencias minerales y veteado de franjas curvas de arena negra. Un arroyo ancho le abría un tajo cristalino en el medio. ¿Y más allá? Entornando los ojos, Aleida trató de percibir detalles en las sombras densas al pie de las montañas. En cambio encontró una estría azul y movediza. El cuerpo se le endureció. El cabello chisporroteó. Se puso de puntillas.

    Plumas Brillantes ya la había avistado. Soltó un chillido de advertencia y el grito reverberó agrio en el aire. Un lancetazo de miedo traspasó a Aleida, primitivo e irracional. Las manos se le aflojaron. Intimidada, huyó colina abajo y se ocultó tras un peñasco.

    La entrada a las cavernas... La frustración le arrancaba chispas naranja de las yemas de los dedos: tenía que encontrar la entrada a las cavernas. Había llegado demasiado lejos para retroceder, por muy primal que fuera el miedo que le despertaba Plumas Brillantes. Y este dominio donde las montañas se unían con el cielo no le pertenecía: las montañas no se habían levantado de la tierra para recibirlo a él. En las profundidades del vientre rocoso ningún cristal germinaba para Plumas Brillantes. Era un intruso.

    Un tardío arrebato de furor la puso en marcha. Aleida salió rápidamente de su escondite y trepó otra vez a la cresta de la colina. Ignorando el chillido airado de Plumas Brillantes, echó a correr por la cuesta escabrosa y se dirigió al oeste cruzando el altiplano tachonado de minerales. A medida que se acercaba a las montañas el olor del azufre se volvía asfixiante. Parecía colgar en un velo polvoriento y amarillo sobre un paisaje arrancado directamente de un sueño. Atravesó cuencas sombreadas por matorrales donde burbujeaba un cieno lustroso y pardo, pasó junto a grietas que amarilleaban por el vapor, junto a estanques titilantes de aguas de brillo sobrenatural. Mientras ella corría, Plumas Brillantes se lanzó precipitadamente por el cauce del arroyo.

    Aleida le lanzó una mirada con sus ojos llameantes de fuego naranja. Pero cuando él se acercó, advirtió asombrada que esta vez los ojos amarillos relampagueaban titilantes encima de nada: donde había estado el pico había una cuña rosada y carnosa. Sus extremidades estaban igualmente desnudas. Sus únicas armas eran las herramientas de fuego que blandía de modo amenazante. Pero pese a su falta de armas naturales, lo impulsaba una posesiva ferocidad. Y minutos después se enfrentaron desde las orillas opuestas del arroyo. Aleida se puso instintivamente en puntas de pie. Arrancaba al aire cortinas de luz y las arrojaba por encima del agua.

    Se elevó el vapor, pero Plumas Brillantes no retrocedió ni cayó. En cambio levantó la mano y la herramienta de fuego escupió por encima del cauce del arroyo. El haz escaldó el muslo de Aleida. Con un chillido de dolor, corrió cuesta arriba y se dirigió hacia las sombras de la montaña como si buscara refugio.

    El arma de Plumas Brillantes escupió de nuevo y el haz quemó el hombro de Aleida y le rozó el cabello. Ante el segundo impacto, Aleida se volvió con un aullido airado. Otra vez se irguió de manera instintiva, pero ahora el instinto le aconsejó dirigir la fuerza huracanada de su poder contra la superficie del arroyo. Hizo girar el agua helada en un tempestuoso remolino y se lo arrojó a Plumas Brillantes cuando él gatillaba nuevamente la herramienta de fuego. El agua y el calor chocaron y a lo largo del haz de fuego estalló el vapor. Con un chillido frenético, Plumas Brillantes arrojó el arma a un lado.

    Los ojos de Aleida refulgieron. Pero no había desarmado totalmente a Plumas Brillantes. Tenía una segunda arma en la mano. La cresta azul erguida, apuntó.

    Antes de que pudiera disparar, Aleida lo atacó con un segundo torbellino que giró en el aire fresco y azotó el plumaje crispado. El vórtice le arrebató el arma de la mano, se la llevó girando y la soltó en un estanque de poca profundidad. Plumas Brillantes se quedó atónito. Luego sacudió el plumaje y se lanzó en busca de sus armas.

    Aleida no esperó una segunda confrontación. Echó a correr cuesta arriba. Cuando se volvió para mirar, Plumas Brillantes había recuperado las dos armas. Aleida le arrojó una oleada de advertencia desde la superficie del arroyo. Con un graznido trunco, Plumas Brillantes enfundó las armas y corrió tras ella.

    Subía a la misma velocidad que ella, y las rápidas aguas pronto los condujeron a la zona donde los géiseres jugueteaban contra las faldas oscuras de las montañas. Los chorros ondeantes subían de manera intermitente en el aire helado, brincaban del suelo, colgaban en el aire azotado por la brisa y nuevamente se desplomaban en tierra. Pese a los repetidos chillidos de advertencia de Plumas Brillantes, la mirada de Aleida indagó las sombras en busca de una posible entrada a las cavernas.

    Al llegar al pie de las montañas el arroyo se angostó y se partió en media docena de riachos centelleantes. Aleida se detuvo y echó una cauta ojeada a Plumas Brillantes a través de esa barricada de agua de pronto inútil. Los ojos amarillos titilaban salvajemente. Pero antes de que el enfrentamiento adquiriera mayor medida, Plumas Brillantes volvió los ojos relucientes. Con un giro de su cabeza escudriñó el cielo por encima de las colinas. Aleida siguió la dirección de su mirada. No vio nada, pero a juzgar por la repentina agitación de Plumas Brillantes alguien o algo surcaba el cielo. ¿El ser volador? La invadió la esperanza, pero no sintió ninguna oleada de excitación, los órganos no se le hincharon. No sintió nada.

    Nada en absoluto, ni siquiera cuando Plumas Brillantes desistió de luchar y echó a correr cuesta abajo con un chillido desgarrador. Aleida escrutó infructuosamente el cielo. Era evidente que lo que había visto Plumas Brillantes representaba para él una amenaza mayor que ella misma. Si pudiera encontrar la entrada a las cavernas ahora que él estaba distraído... Se volvió con ligereza y correteó entre los riachos angostos. Rocas y arena tosca se le deslizaban bajo los pies mientras avanzaba por el terreno accidentado al pie de las montañas y sondeaba todas las sombras con los ojos. La roca de las montañas era negra y rugosa y se elevaba abruptamente al cielo. En lo alto los picos estaban coronados de nieve. Una vez, mientras corría, un chorro de vapor surgió de una grieta y la bañó de bruma. Al volverse, Aleida vio a Plumas Brillantes que huía desbocado por el altiplano, los ojos fijos en el cielo.

    Corrió hasta que una grieta en la ladera, medio oculta por piedras caídas, le llamó la atención. Se detuvo, la midió con el cuerpo. La grieta le llegaba a la frente y tenía una base ancha que luego se ahusaba hasta una mera fisura. Se apresuró a apartar los escombros rocosos y se introdujo en la grieta, arrastrándose a tientas en busca del corazón de la montaña. Le brillaban los ojos, pero su luz se perdía prontamente en las rugosas fauces de la roca. Se internaba arrastrándose en la grieta angosta, las carnes rasguñadas por la piedra. Tanteó delante con las yemas de los dedos. Pero aunque el olor a azufre se intensificaba, la grieta se estrechó rápidamente hasta volverse infranqueable. Aleida retrocedió impaciente y echó una ojeada por encima del altiplano.

    Dos cuerpos surcaban a baja altura el cielo de la tarde, revoloteaban sobre la cresta de la extraña colina capiliforme que ella había atravesado poco antes. Los manos pálidas..., ¿por el aire? Incrédula, Aleida observaba cómo descendían flotando hacia el airado Plumas Brillantes. La indignación de Aleida casi igualó a la de su rival. Este mundo le pertenecía: jungla, montañas y cielo, aunque todavía no pudiera reclamar cabalmente su derecho a los estratos superiores. Ahora los manos pálidas violaban su espacio aéreo así como su firmamento. Instintivamente arqueó la espalda.

    Bajó los brazos serpeantes. Sin el cristal, el poder no la levantaba del suelo. Y el cristal... Se volvió como atraída por él. Tenazmente, Aleida echó a andar de nuevo hacia el norte.

    No había corrido mucho cuando los manos pálidas flotantes se elevaron por encima de la cuesta y se le acercaron con unos bultos negros sujetos a las espaldas. Los bultos emitían un zumbido ventoso. Pronto el más alto le cerró el paso mientras el más pequeño se mecía detrás de él. Aleida se detuvo, los fulminó con la mirada. Luego hablaron entre ellos en su lengua sin matices; el más alto asintió, y ambos se elevaron en el aire y se dirigieron al norte.

    Aleida soltó un juramento entre dientes y Plumas Brillantes chilló una respuesta desde abajo mientras corría nuevamente cuesta arriba. Encolerizada, Aleida cambió el curso hacia el sur y se lanzó a lo largo de la escarpada base de la montaña. Aquí, en alguna parte, tenía que haber una entrada: no para los manos pálidas, no para Plumas Brillantes, sino para ella. Que los otros buscaran al norte. Ella corrió al sur, que era donde debía estar la entrada a las montañas.

    Estaba allí, una segunda grieta en la ladera apenas más promisoria que la anterior. Nuevamente Aleida tuvo que apartar los escombros rocosos, nuevamente tuvo que internarse en una pequeña abertura. Pero esta vez, aunque la roca filosa le hacía sangrar los costados, aunque a veces tuvo que reptar por la tortuosa fisura de costado, la grieta no se cerraba del todo. Avanzó a costa de esfuerzos y dolores, siempre a tientas con los dedos. ¿Y los manos pálidas? El más menudo tal vez podría meterse aquí, pero el más corpulento... Aun así se puso a escuchar por si la seguían. No oyó nada.

    Siguió avanzando. Pronto perdió todo sentido del tiempo. Se arrastró sin fatiga a través de la montaña, y la dulzura sofocante de la transpiración se confundía con la picazón áspera del azufre. Luego, repentinamente, el pasaje se acható y ensanchó. Aleida siguió adelante de bruces. Pronto no pudo siquiera levantar la cabeza, pese a que sus tanteos no encontraban resistencia alguna en ninguno de ambos costados. La invadió el pánico. Con desesperación apretó los músculos de las caderas y los hombros contra el techo vigoroso de la montaña. Y comprobó a tientas que aunque no era posible levantarse, ni siquiera arrodillarse, sí podía arrastrarse en cualquier dirección. Pero..., ¿cuál sería la correcta?

    Procuró serenarse; relajó los músculos fatigados y cerró los ojos con fuerza. Trataba de evocar las imágenes de la noche bajo el templo. ¿Sería ésta la montaña en la que debía entrar? ¿O se había dejado arrastrar a los dominios del mismísimo demonio? ¿El mismo no estaría acaso en este preciso instante arrancando la montaña de sus cimientos para lanzársela y aplastarla? Sobresaltada por lo vivido de su propia fantasía, soltó un aullido de terror.

    Pero se obligó a continuar sus penosos forcejeos. Pronto había perdido totalmente la orientación. No sabía si estaba avanzando hacia el corazón de la montaña o si retrocedía hacia la zona de los géiseres. Sólo sabía que se había despellejado contra las piedras, que tenía el cuerpo empapado de transpiración y su olor le repugnaba.

    Sus afanes terminaron de golpe. Por un momento avanzaba a tientas bajo el peso aplastante de la montaña, y al siguiente sus manos percibían una corriente fría. Estiró el cuerpo y para su asombro descubrió que podía erguir la cabeza. Otra contorsión de los músculos y su cuerpo entero pudo emerger del túnel de piedra.

    Su alegría duró poco. Se apoyó sobre las nalgas y exploró el suelo de delante con los largos dedos de los pies. Media pierna, la pierna entera: no había nada... Aleida retrajo el pie y se arrodilló para tantear con los dedos. Obtuvo el mismo resultado: enfrentaba directamente un barranco. Estremecida, Aleida exploró con el brazo a izquierda y derecha. Según todos los indicios estaba arrodillada en una angosta saliente de roca que colgaba sobre... ¿qué? ¿Un precipicio interior? Con mucha cautela se puso de pie y arqueó la espalda. Casi a desgana levantó los brazos y dejó que sus dedos bailaran.

    El gesto hizo que le brotaran tenues velos naranja de las yemas de los dedos. Los arrojó al aire para medir su posición mediante la luz lánguida. Descubrió que se encontraba en una alta vereda de roca que colgaba sobre una profunda depresión interna. A varios brazos de distancia se elevaba la otra pared de la depresión, abrupta y lisa. Aleida arrojó velos de luz y miró a ambos costados. Al parecer, la vereda y la depresión se extendían sin fin.

    Aflojó los brazos. ¿Y ahora? ¿Desandar el camino? ¿O avanzar cuidadosamente por la vereda? No tenía instinto ni información que le guiaran. Se estremeció, una partícula aislada y repentinamente muy vulnerable extraviada en la montaña. Lentamente giró hacia la derecha, el aliento contenido.

    En un tramo encontró la pared a sus espaldas alisada por el agua y la vereda resbaladiza, luego ambos se volvieron ásperos y secos nuevamente. A medida que Aleida seguía su cautelosa marcha de costado, el olor punzante del azufre se hacía más y más intenso. Le lagrimeaban los ojos, la piel se le estiró y endureció con la transpiración seca.

    Mucho más tarde se acuclilló para descansar. Se lamió distraídamente la respiración seca del dorso de la mano; los músculos de las pantorrillas le tiritaban de fatiga. Y ya lista para continuar, apenas pudo extraer del aire velos de luz débil.

    Afortunadamente la vereda se ensanchaba de nuevo más adelante. Pero en su punto más ancho estaba bloqueada por una barricada de rocas que se habían desprendido de la pared de la depresión y se amontonaban en la vereda. Aleida avanzó consternada, y la luz se le apagó. Trabajó en la oscuridad para despejar el pasaje; arrojó rocas y pedrejones a la depresión. El rugido distante de los impactos era una voz profunda que bramaba desde el centro de la montaña. Desde ese punto la vereda se hacía gradualmente más angosta, hasta que por último los dedos de los pies de Aleida llegaron a sobresalir del borde. Se detuvo y, arqueada, extrajo una luz débil del aire. Poco más adelante vio que la vereda desaparecía por completo. Pero también la depresión, como pudo comprobar para su alivio. Se introdujo en una hendedura angosta y abarrotada de escombros, y se encontró en un pasaje tortuoso en el cual podía estar de pie.

    Descendía de modo abrupto, y pronto Aleida perdió el sentido de la orientación. A veces el pasaje parecía bajar directamente al vientre de la montaña. Otras, parecía una espiral que iba hacia afuera y hacia arriba. Una eternidad después, tanteó con la mano lo que parecía ser el fin del camino. Después de iluminar el aire descubrió que directo frente a ella el pasaje se estrechaba de golpe en un boquete, mientras que a la derecha giraba otra vez hacia arriba. Tomó rápidamente por el segundo pasaje.

    Regresó con la misma rapidez. Pues desde arriba venía un sonido de voces, voces inconfundibles. Los manos pálidas habían descubierto la manera de entrar en la montaña, y Plumas Brillantes los acompañaba. ¿Cómo pudieron...? ¿Una segunda entrada, de amplitud suficiente como para recibir incluso al mano pálida más alto? Aleida se apresuró a meterse en el boquete y el corazón le palpitó de manera salvaje. La roca le mordía los flancos. ¿Podrían bajar aquí los manos pálidas? Prefería pensar que no, pero una ojeada rápida le indicó que la angostura del pasaje no alcanzaba a hacerlo imposible.

    No volvió a oír voces mientras avanzaba arrastrándose, las rodillas y las palmas ensangrentadas. Tampoco las oyó cuando el boquete se expandió poco a poco y pudo correr medio agazapada. Se internó rápidamente en la montaña hasta enfrentar una serie de pasajes ramificados. Giró hacia lo que creía el centro de la montaña, el cuerpo erguido. Arrojaba adelante tenues velos de luz. Y nuevamente creyó oír voces, una vez, al detenerse. Escuchó con atención, las piernas trémulas de fatiga. El sonido no se repitió.

    Pronto, mientras se internaba en la montaña empezó a encontrar pasajes medio obstruidos por rocas desprendidas de las paredes. El olor a azufre era más fuerte ahí, el corazón palpitante y la sangre desbocada le anunciaron que se acercaba al sitio donde los poderes de este mundo estaban unidos en forma de cristal brillante.

    Cuando sintió lisa la superficie bajo los pies, arqueó la espalda y esta vez los velos de luz que lanzó al aire fueron brillantes y expansivos. Bailaban alrededor de ella, alumbraban paredes y suelos de piedra vítrea y artificial. Hasta el techo abovedado centelleaba. Aleida echó a correr con un grito exultante. El pasaje se ensanchó y ella bajó bañada de luz por una avenida ancha y lustrosa. Delante, el rumor de un torrente era tenue y evocativo. ¿Cuántos años habían pasado desde que los suyos habían corrido por este pavimento? ¿Cuánto tiempo desde que cabellos rígidos se habían erizado crepitantes, desde que ojos fulgurantes habían lanzado su resplandor de una pared a otra? ¿Cuántos de sus poderosos antecesores habían atravesado este camino en el pasado para recibir el poder en manos aún infantiles, para volver definitiva e irrevocablemente suyas las fuerzas de la tierra y el cielo? Aleida tenía la impresión de no estar sola en ese corredor, de que otros corrían con ella, cientos, miles, y todos eran ella misma.

    Luego el pasaje terminaba en una pared vítrea que contenía una sola y estrecha arcada. Una cascada de agua tapaba la entrada. Aleida se detuvo, y el pulso le golpeteó tumultuoso. Instintivamente arqueó la espalda y avanzó a través de la cortina líquida de puntillas, las manos levantadas, los dedos entrelazados.

    Los velos de luz que estallaban en la yema de sus dedos eran superfluos en la profunda caverna, pues aquí donde el río subterráneo corría estruendoso por un cauce de roca negra, aquí donde las paredes de la caverna subían abruptamente al corazón de la montaña, las rocas mismas parecían cubiertas con luces de todo orden. Fulguraban desde las paredes, apenas neutralizadas por las gruesas protuberancias minerales que se superponían a sus múltiples fuentes cristalinas. Brillaban con una promesa vibrante que casi parecía hablarle en voz alta.

    Has venido, hija nuestra. Estás aquí para reclamar lo que las fuerzas de nuestro mundo han forjado para ti. Estás aquí para arrancar luz a la pared con la fuerza de tu mirada, aquí para crecer en poder, dominio y presencia. Reclama lo que quieras, hija nuestra.

    Aleida avanzó, el cuerpo arqueado, los dedos en sinuoso movimiento. De todas partes brotaba fuego: azul, plata, índigo y dorado... ¡Naranja! Su ojos llamearon en respuesta, y una energía pura trazó un arco crepitante desde los ojos hasta la pared.

    ¿O era que la energía fluía de la pared a los ojos? ¿Cómo podía saberlo ella cuando esas fuerzas eléctricas le quemaban las vértebras, la estremecían, y sus brazos de pronto fluctuaban contra el aire helado? ¿Cómo podía saberlo cuando sus pies la arrastraban hacia adelante con una voluntad propia? Como una marioneta, Aleida bajó al río. Las rodillas sangrantes, las palmas despellejadas, los flancos y la espalda lacerados, vadeó los rápidos helados. La roca negra le arañó las plantas de los pies, que sangraron.

    Aunque el río subterráneo era ancho y rápido, Aleida no perdió el equilibrio. El arco de energía la llevó sin titubeos hasta la orilla opuesta. Allí, desde lo alto de una pared incrustada de minerales, un cristal refulgía más brillante que los demás. Los brazos de Aleida volvieron a elevarse, tersos. Instintivamente sus dedos entretejieron la trama que produciría la deseada alteración en el flujo energético de su sistema nervioso. Echó la cabeza hacia atrás y el ritmo alterado de sus ondas cerebrales intensificó la luz que fluía entre ojos y roca. Lentamente la roca se desprendió alrededor del cristal. Aleida extendió las manos y en ella cayó un trozo de materia del tamaño de un puño: cristal, matriz e incrustación mineral.

    Aleida volvió hacia el río. Acunaba en la palma el ardiente peso del mundo. Apenas notaba que se le movían las piernas, pero minutos después había vadeado el río subterráneo y atravesado la arcada tapada por la cortina de agua. Apenas oía el chasquido de sus pies, y las paredes y el suelo vítreo le pasaban al lado. Corría, totalmente absorta en la masa cristalina que llevaba en las manos.

    Despertó de su concentración cuando se acercó al final del pasaje vítreo. Oyó voces, cercanas y nítidas. Aleida irguió la cabeza. Un gruñido le burbujeó en la garganta. Se detuvo un instante, luego corrió hacia las voces.

    Enfrentó a los tres intrusos en un pasaje angosto con el suelo cubierto de piedras desmoronadas. Al verla quedaron paralizados. Inmediatamente Aleida se arqueó y levantó los pies. Y el cristal se inflamó. Ya no necesitaba levantar las manos, hacer bailar los dedos. El cristal enfocaba el poder que aun aquí en la montaña fluía dentro y fuera de ella moldeado en un haz concentrado y brillante, una espada de luz. Aleida no necesitaba más que echar la cabeza hacia atrás y dejar que la espada le brotara de los ojos.

    Pero pese al cristal el poder no infligió ningún daño a los intrusos. Plumas Brillantes chilló de furor y el mano pálida más alto se lanzó hacia ella. Aleida irguió rápidamente la cabeza y los eludió de un brinco para huir por el pasaje de paredes ásperas. Poco después se volvió, y de nuevo arqueó la cabeza y el cristal fulguró.

    Esta vez no dirigió la espada de poder contra los intrusos sino contra la pared del pasaje. Bajo la presión del poder, la roca se desgajó y rodó por la pared en un alud crujiente. Se levantó una nube de polvo sofocante. Cuando la nube se hubo despejado, el pasaje estaba sólidamente bloqueado.

    Aleida bajó la cabeza. Escuchó atentamente mientras el cristal se le enfriaba en la mano. Sus oídos no le daban ningún indicio de que los intrusos hubieran logrado sobrevivir al alud. Los labios le temblaron en una sonrisa feroz y desdeñosa. Y luego echó a correr otra vez, el cristal en la mano. Atravesó tortuosos pasajes rumbo al cielo que ahora le pertenecía... Hacia el universo de sol y de nubes que había esperado largos años muertos a que ella apareciera.


    Capítulo 15


    CUANDO LA MUCHACHA dirigió su mirada de espada contra la pared del pasaje Verrons quedó por un momento paralizado. Pero luego, ante el impacto de las piedras desmoronadas, recobró el control de los músculos atontados y retrocedió por el pasaje para refugiarse bajo una filosa saliente de roca. El estruendo ensordecedor del derrumbe pareció eterno antes de terminar en un repiqueteo de piedras sueltas que murió en silencio. Rígidamente erguido atisbó la oscuridad total. Se pasó la mano por los ojos y se distrajo brevemente al comprobar que las brillantes mariposas de Mazaahr no le bailoteaban en el campo visual. Qué lástima no haber registrado con precisión el momento en que había notado la ausencia por primera vez... ¿O fue...?

    Buscó a tientas la unidad lumínica que había traído de la colonia humanoide. El haz fulguró al tocarla, activado por la presión de sus dedos en la dura perilla. Con aprensión enfocó el haz hacia el pasaje obstruido. Para su alivio localizó a Sadler y el ehminheer tendidos a poca distancia. Encandilados por la luz se pusieron de pie. La voz de Verrons reverberó en las paredes.

    —¿Estáis bien?

    El ehminheer se irguió con un graznido, aparentemente ileso. Sadler recogió su unidad lumínica con reflejos lentos. El haz no se encendió. Se volvió a enfrentar directamente la luz de Verrons y el resplandor chato casi le borró los rasgos pálidos.

    —Debo... Tal vez la he soltado. No puedo hacerla funcionar.

    Verrons se apresuró a alumbrar la unidad lumínica que Sadler había seleccionado en el equipo desperdigado en la colonia abandonada de los humanoides.

    —Parece que el elemento se rajó —con el ceño fruncido observó la pila de rocas que les cerraba el paso. Su voz parecía sofocada—. Y por lo que veo, estamos ante una elección: o cavamos para seguir adelante, o continuamos por este pasaje con la esperanza de localizar alguna ramificación que nos permita sortear la obstrucción —dado el número de ramificaciones que habían encontrado en su larga travesía a través de la montaña, la última posibilidad parecía promisoria.
    —¿Qué extensión abarcará el desmoronamiento? —preguntó Sadler, el cabello pálido moteado de polvo.
    —No hay manera de saberlo. Tal vez la muchacha ha bloqueado decenas de metros. El alud debe de haber debilitado las paredes del pasaje, de tal modo que la sección es un riesgo permanente. Aunque cavemos...

    Sadler cabeceó.

    —Entonces nuestra única esperanza quizá sea descubrir otro pasaje.

    Verrons volvió el haz hacia el ehminheer.

    —¿Ehminheer?

    La cresta azul de k’Obrohms estaba totalmente erguida, los ojos lucían aturdidos encima de la cuña carnosa donde había estado el pico. Verrons cerró el puño sobre la unidad lumínica. En la temporada de la fragilidad el ehminheer tenía que estar vulnerable, indeciso. Pero eran visiones de alas de cristal lo que impulsaba a k'Obrohms, que cerraba las manos sobre las pistolas de calor que había robado a Sadler y Verrons. Antes, la visión de los dos humanos en el aire, llevados por propulsores que habían tomado de la colonia humanoide, lo había arrastrado a un éxtasis de furia. Cuando dejaron los propulsores, esa aplastante obsesión por el cristal de vuelo lo había incitado a una alianza inestable. Y sin embargo su conducta había sido cada vez más errática mientras se internaban por el túnel de la montaña. Ahora su mirada bailaba con fiereza en el haz de luz de Verrons.

    —Quiero el cristal —fue su perentoria declaración.

    Verrons se volvió turbado a examinar el pasaje por donde había venido la muchacha. Y al cerrar los ojos un instante volvió a notar la ausencia de las inquietas motas de luz.

    —Echemos un vistazo. Sadler...

    Pero el ehminheer ya seguía de largo hacia el interior por el oscuro corredor. Verrons lo siguió de mala gana. Buscaba pasajes laterales con el haz.

    No encontraron ningún pasaje lateral interconectado. En cambio el corredor llevaba casi inmediatamente a un pasaje subterráneo cada vez más ancho, con suelo, paredes y techo vítreos y brillantes. Verrons contrajo los labios cuando su luz jugueteó en las superficies lustrosas. Calladamente se adelantó al ehminheer y precedió la marcha por una avenida subterránea que se ensanchaba. Mientras avanzaban, progresivamente el rumor de un torrente iba ahogando el taconeo de las botas.

    Minutos más tarde enfrentaban una pared alta y vítrea con una sola arcada estrecha. Desde más allá se oía claramente el sonido del agua. Verrons cambió una mirada con Sadler, cuyo rostro se recortaba pálido contra la lustrosa pared del corredor. Luego Verrons atravesó la cascada de agua que tapaba la entrada como un cortinado, la unidad lumínica protegida bajo su brazo. Emergió en una caverna alta y abovedada donde las paredes fulguraban con luz propia, opaca y multicolor. Aguas cristalinas fluían rápidamente por un ancho cauce de roca. En la orilla opuesta del río subterráneo había una cavidad tosca en la pared.

    —Allí —dijo Sadler en voz baja—. Tomó el cristal de allí.

    Verrons asintió. Obviamente la provisión de cristal se había renovado. De hecho, si hubiese alguna manera de determinar el período necesario para la formación del cristal, tal vez podrían estimar cuánto tiempo había estado muerta la sociedad de las flautas. Verrons examinó las paredes tachonadas de luces. Todas las órdenes de luz estaban representadas, y las lechosas protuberancias minerales que los cubrían opacaban el brillo incitante de los cristales. Verrons se volvió hacia el agitado ehminheer.

    —¿Qué pasará si disparas con tus pistolas calóricas sobre esta roca?

    La mirada titilante se clavó en Verrons. La configuración facial de k'Obrohms sin el prominente pico amarillo era reptiloide. Desenfundó las pistolas con las manos sin garras. El ehminheer dirigió dos rayos gemelos a la pared húmeda. El único resultado perceptible fue una seseante conversión de la humedad en vapor. Como la piedra no cedía, el ornitoide acribilló ferozmente la pared trazando un arco con las pistolas.

    Aun así la piedra no cedió ante los rayos calóricos. Poco después parecía al borde de una cólera irracional, la cresta erguida y un cloqueo furibundo sofocado en la garganta. Pero contuvo la furia con un trino feroz y se volvió hacia Verrons, el cuerpo fibroso en tensión.

    —De modo que ahora hay una sola manera de salir de aquí, Verrons —graznó, por donde habían venido.
    —Podemos regresar más tarde con herramientas de la colonia humanoide —sugirió Verrons mientras estudiaba las paredes incrustadas de cristal. Pero el brillo fanático de la mirada de Tiehl le dio a entender que el ehminheer estaba pensando en la masa cristalina que la muchacha había arrancado de la pared. Verrons dirigió el haz de luz hacia la arcada con la cortina de agua.

    Minutos después enfrentaban de nuevo el pasaje bloqueado. Verrons estudió la situación.

    —Ehminheer, mejor retrocede y alúmbranos. Si nuestro trabajo causara el menor alud aléjate de inmediato, pues tus huesos son mucho más frágiles que los nuestros. Pero sigue iluminando hacia nosotros.

    Los dos humanos cavaron con cautela en el pasaje bloqueado, a la luz vacilante del artefacto humanoide. Al principio el ehminheer siguió las instrucciones de Verrons, pero a medida que continuaron el trabajo y comprendieron que remover escombros no era simplemente un preludio para un segundo desprendimiento de rocas, el ehminheer fue acercándose a la zona.

    Verrons lo vigilaba con inquietud. Una vez franqueada la barricada de piedras, al ehminheer no le servirían de mucho. En cambio, los propulsores abandonados cerca de la boca del túnel le serían muy útiles para perseguir a la muchacha. Y el ehminheer no sólo tenía armas sino la única unidad lumínica que funcionaba. Verrons manoteó una roca grande y la sopesó, pensativo. Arrojada con destreza podía incapacitar al ehminheer el tiempo suficiente para que los humanos lo desarmaran.

    Arrojada con destreza también podía partir el cráneo frágil del ornitoide. Pero en ausencia de una amenaza directa contra sus propias vidas, Verrons no podía considerar necesario llegar a ese extremo. Hizo una pausa para enjugarse la transpiración de la cara.

    —Ehminheer, cuando salgamos de aquí...
    —Iré por el cristal —declaró k'Obrohms sin rodeos mientras se alejaba, la unidad lumínica en una mano, la pistola en la otra.

    Verrons frunció los labios.

    —Si es que piensas en los propulsores, hay un par de cosas que deberías tener en cuenta —cuando la mirada inquieta de Tiehl confirmó su sospecha, Verrons continuó—: No tenemos idea de sus limitaciones efectivas. Sadler y yo preferimos correr el riesgo y no probarlas. Se alimentan de baterías que están por lo menos parcialmente descargadas. No les quedan más que unas pocas horas de vuelo.
    —Será suficiente —aseguró Tiehl.

    Verrons se encogió de hombros.

    —Si te mantienes cerca del suelo lo suficiente para caer bien en caso de una falla energética, quizá no corras peligros. Pero francamente no estoy seguro de que puedas imponerte esa restricción. ¿Qué opinas?

    El ornitoide no respondió, aunque la cuña carnosa y rosada de la boca se entreabrió ligeramente ante el desafío.

    —Y si cobras altura antes de familiarizarte bien con los controles quizá sobrepases tu nivel de oxígeno sin advertirlo. Y la anoxia es tan fatal como una caída.
    —Me las arreglaré —afirmó k'Obrohms.
    —Te las arreglarías mejor si te quedaras con nosotros una vez que hayamos despejado el pasaje —replicó Verrons.

    La respuesta del ehminheer fue un gorjeo airado y un gesto de impaciencia con la pistola calórica.

    Verrons suspiró al comprender que era inútil tratar de convencerlo. A partir de entonces el trabajo en la barricada se transformó en una faena supervisada por un capataz de cresta azul. Cuando el haz lumínico del ehminheer tanteó por fin la pila de escombros que revelaba la continuación del pasaje, Sadler se volvió hacia Verrons en espera de una señal. Verrons meneó la cabeza desganado. Las pistolas de calor a poca distancia eran un argumento más que convincente contra un enfrentamiento directo.

    —Ehminheer...

    K'Obrohms no le escuchó. Con un chillido de advertencia, se encaramó a la pila de escombros y pasó a través de la estrecha abertura que Verrons y Sadler habían practicado. Cuando los pies sin garras desaparecieron, Verrons arrastró a Sadler lejos del área.

    —Si llegara a provocar otro deslizamiento...

    Sus oídos sólo detectaron un pequeño repiqueteo de rocas del otro lado de la barricada. Luego el ehminheer chilló desde el pasaje y los dos humanos quedaron solos en la oscuridad.

    —De modo que ahora no hay más remedio que terminar de cavar y encontrar el camino a la superficie —dijo Verrons, consternado.
    —Y esperar que nos deje un propulsor —añadió Sadler.
    —De acuerdo. De lo contrario nos espera un largo paseo —(pero..., ¿hasta la colonia humanoide? ¿Hasta el complejo de templos? ¿O hasta Hogar Selmarri?) Verrons volvió a pasarse la mano por los ojos. Tampoco esta vez las luces extrañas bailotearon para formar diseños acuciantes—. Sadler...

    Las rocas se movieron cuando Sadler tanteó la abertura estrecha en la barricada.

    —Creo que ahora casi podría pasar. Si tuviéramos la luz...
    —Sadler —insistió Verrons—, ¿todavía ves las manchas de Mazaahr?

    El otro calló, sobresaltado.

    —Yo... —buscó una respuesta—. Yo sí, ¿usted no?
    —¿Han perdido intensidad o frecuencia? —urgió Verrons.

    De nuevo Sadler guardó un silencio perplejo.

    —Bueno..., sí —dijo al fin—. Hace varios días que se disiparon. Y no parece que recobraran intensidad ni... Es casi como si...

    No lo digas, suplicó Verrons en silencio. No hagas más que admitir la mera posibilidad. Y aférrala sin convicción, listo para soltarla en cualquier momento.

    —Noté el cambio poco después que soplamos la flauta maestra —dijo Verrons, negativo a revelarle que para él las manchas habían desaparecido por completo—. Sé que la Autoridad ha realizado investigaciones exhaustivas en terapia por radiación. Sin ningún éxito especial hasta la fecha. El organismo resiste todos los tratamientos. Pero lo que hemos encontrado en el salón del bailarín rojo tal vez sea único, algo que nuestros científicos ni siquiera han vislumbrado en condiciones de laboratorio...

    Sadler se le acercó, la voz más baja.

    —Eso, la flauta maestra... Fue entonces que noté el cambio. Comandante, si pudiéramos regresar al salón rojo y ver si con una segunda radiación las manchas desaparecen totalmente...
    —Exacto —dijo Verrons, vivaz. Con la exposición original él había pasado un tiempo más prolongado sujeto al poder del bailarín rojo que Sadler. Sería significativo que una segunda exposición borrara las manchas de Mazaahr del campo visual de Sadler—. Quizá podamos suministrar a Dublin fundamentos suficientes para invocar la cláusula de remisión.
    —¿Cláusula de remisión? —preguntó Sadler con voz aguda.
    —Salvo una emergencia general, una presunta remisión es la única condición en la cual el jefe de los residentes está autorizado para obligar a la nave monitora a descender de la órbita de patrullaje. Desde luego, dada la naturaleza subjetiva de las manchas, Dublin quizá no acepte nuestra palabra. Pero si pudiéramos persuadirlo a que nos tomara muestras de sangre y las despachara a la nave... Pero primero lo primero —dijo, mientras se adelantaba con decisión hacia las piedras, y se puso a patearlas a un lado.

    Trabajaron en silencio sobre las rocas, cada cual absorto en sus pensamientos. Mientras trabajaban, el frío de la montaña se transformó en una fuerza insidiosa que petrificaba primero los huesos y después los músculos. Cuando consideraron que el pasaje estaba despejado, descansaron un rato.

    —Si tuviéramos herramientas podríamos arrancar un par de cristales para alumbrarnos el camino —reflexionó Verrons. Pero herramientas..., claro; era exactamente lo que no tenían.

    Lo que tenían eran pies y botas, ojos ciegos y manos para tantear. Avanzaron con cautela a través del pasaje despejado hasta el corredor negro como la pez. La voz de Verrons se perdió en las paredes de piedra:

    —¿Alguna estimación de cuánto nos habrá llevado llegar aquí desde la superficie?
    —¿Un par de horas? —especuló Sadler—. Mi reloj dejó de funcionar hace días.

    También el de Verrons. Avanzaron a tientas por pasajes que serpeaban y se ramificaban. Se guiaban tan sólo por instinto e intuición. Dos veces breves descansos degeneraron en sueños repentinos. Y cada vez despertaron alarmados y siguieron adelante, en la comprensión de que sin alimentos ni agua, sin ninguna protección contra el frío, el tiempo conspiraba contra ellos.

    Un enemigo silencioso, el tiempo, les frenaba los pies, les embotaba los sentidos y les paralizaba la mente. Se tambalearon de manera interminable a través de tortuosos corredores de montaña, hasta que al fin, inesperadamente, la tonalidad de la negrura se alteró delante. Desorientado con la sorpresiva profundización de su campo visual, Verrons trastabilló.

    La noche penetraba en la montaña, un rostro impasible y constelado de estrellas. Verrons avanzaba incrédulo, arrastró los pies insensibles hasta que pudo contemplar las estrellas desde fuera. Su alivio fue un bálsamo físico. Pasaron minutos antes de que se decidiera a buscar los propulsores que habían abandonado en la entrada de la cueva. Ambos propulsores habían desaparecido, pero al menos el ehminheer había dejado la unidad lumínica. Verrons la levantó y hendió la oscuridad con el haz. Apenas pudo reconocer la cara de Sadler cuando la iluminó; el blanco de los ojos relucía bajo la saliente ennegrecida de las cejas.

    —Parece que tendremos que caminar —dijo descorazonado el talberonés.

    Sin embargo esa noche caminaron sólo hasta encontrar refugio en un matorral. Allí durmieron, los cuerpos laxos, las mentes afanadas en escudriñar los corredores montañosos de una pesadilla en pos de una escapatoria a la oscuridad y la enfermedad.

    Y con la mañana enfrentaron la decisión.

    —Si queremos regresar al templo y probar la flauta maestra, lo más lógico es que volvamos a la colonia humanoide para equiparnos nuevamente con propulsores. Pero esta vez quizá deberíamos recoger algunas herramientas e implementos. Y tal vez esas gafas —Verrons pensó mientras parpadeaba al sol de la mañana: las gafas estaban diseñadas para ojos muy diferentes de los suyos; aunque permitían ver a distancia, también producían vértigo y náusea.

    Sadler siguió la mirada de Verrons.

    —Convendría que no nos topáramos con el ehminheer en el aire —dijo lentamente.

    Verrons asintió. El día anterior habían sorteado la furia inicial del ehminheer gracias a los propulsores. Pero ahora el ehminheer también tenía un medio de vuelo, y debía presumir que con la libertad de los cielos se había librado de las últimas restricciones de la civilización.

    —Una vez que tengamos los propulsores volaremos bajo —Verrons se palmoteó el uniforme mientras echaba una ojeada al valle de maravillas que iban a abandonar sin siquiera una exploración superficial—. Desde luego es posible que ya haya chocado contra la realidad en su forma más sólida, pero no podemos dar por sentado que las baterías le fallaran tan pronto.

    Tampoco podían dar por sentado, comprendió una hora más tarde al ver una silueta distante recortada contra el cielo, que era el ehminheer. Verrons entornó los ojos, intentaba definir la figura con más nitidez. ¿K'Obrohms? ¿El ser volador? ¿O la muchacha, surcando el cielo con alas de cristal?

    Pronto la forma se perdió en las nubes. Verrons se detuvo y paseó la mirada por la hilera de colinas. Descubrió que apenas había logrado emparentarse con este mundo. Sentía sus brisas en la cara, bebía sus aguas, se alimentaba de sus selvas; pero en algún nivel, Selmarri rehusaba incorporar la presencia de él en su esquema de existencia. Lo excluía de su equilibrio atemporal.

    —Estimaciones —dijo Verrons—: ¿cuánto nos llevará volver a la colonia humanoide?

    Sadler hizo un esfuerzo para apartar su propia mirada de las nubes.

    —Unos cuatro días —fue su cálculo.

    Pero ninguno de los dos quedó defraudado cuando al promediar la tarde del tercer día unas cúpulas gris perla asomaron en la densa vegetación selvática. Se acercaron cautelosos al campamento abandonado, pero no encontraron humanoides ni otros guardianes. Las cúpulas se erguían pálidas y silenciosas bajo lianas asfixiantes. Deslizándose entre las sombras, demacrados y exhaustos, Sadler y Verrons se encaminaron a la hilera de cúpulas de almacenamiento donde antes habían descubierto una cueva de tesoros tecnológicos.

    Verrons descansó un instante dentro de la cúpula desierta, y se enjugó la transpiración de la frente. La travesía de tres días por la jungla no había estimulado el retorno de las manchas de Mazaahr, pero esa marcha forzada los había llevado al borde del agotamiento.

    —Sin duda necesitaremos los anteojos —dijo al fin mientras rebuscaba en el primer armario repleto de cosas—. Sólo que tomaremos la firme determinación de usarlos cuando estemos en tierra firme —retrocedió y miró la hilera de armarios—. Me sentiría mejor si también pudiéramos recoger unas pocas armas de mano. Cualquier cosa que podamos manejar sin riesgos y nos ponga a la par del ehminheer y la muchacha —(y si es que tenían que enfrentar alguna resistencia para penetrar en la cámara del bailarín rojo...)

    Al caer la tarde Verrons contempló el botín con un asomo de desaliento. Habían separado varios artefactos misteriosos, un cilindro metálico largo con un mecanismo de activación en la mitad, un modelo más corto y delgado del mismo artefacto y un objeto con forma de losange con gatillos y una serie de caños sobresalientes. Había además varios juegos de dardos de plástico con punta de metal.

    —Totalmente inútiles contra un haz calórico —concluyó Verrons; arrojados a mano no servirían más que para que el ehminheer practicara tiro al blanco. Y una vez que hubiera derretido los mangos de plástico las puntas caerían al suelo, inútiles.
    —Está ese conjunto de hachas en el galpón de herramientas —sugirió Sadler sin entusiasmo.
    —Podrían ser útiles para un combate cuerpo a cuerpo —admitió Verrons—. Pero con el grado de movilidad que ahora tiene el ehminheer, dudo de que lleguemos a encontrarnos en esa situación —levantó el cilindro metálico más largo—. Probemos esto.

    Los cilindros, según pudieron determinar enseguida tras abrir un claro en la jungla, eran lanzallamas. Sin embargo su efectividad sería muy insuficiente contra el ehminheer o la muchacha.

    —Lo cual nos deja esta única posibilidad —murmuró Verrons, que estudiaba el losange de cinco caños en su mano. La caja era de plástico, los caños de metal. Abrió la tapa para estudiar un pequeño tablero de lo que parecía una botonera de activación.

    Verrons estiró el brazo y apuntó todos los caños hacia la jungla, luego apretó un primer botón, un segundo, y finalmente un tercero. El artefacto no funcionó.

    —Sea cual fuere su función, el ehminheer podría estropearlo con sólo derretirle la caja —observó Sadler.
    —...y dejarnos un fragmento de plástico caliente en la mano, con quemaduras de tercer grado.

    Insatisfecho, Verrons atisbó el pequeño claro. Las sombras ya se ahondaban bajo los árboles.

    —Si mañana por la mañana quisieras quedarte mientras yo exploro el área de los templos...
    —¿Solo? —exclamó Sadler.

    Verrons arrojó a un costado el losange y emprendieron el regreso hacia las cúpulas.

    —Era sólo una idea —escrutó el cielo crepuscular; la forma que había visto contra las nubes tres días atrás reapareció un instante en su imaginación y su sensación de extrañeza ante Selmarri se reafirmó; a poca distancia de allí vive el subpueblo: seres pequeños y vulnerables. Aunque el ser volador hubiera sobrevivido al rayo calórico del ehminheer, la forma de vida de esa gente pronto sería radicalmente alterada, tal vez ya lo estaba siendo. Pues ahora la muchacha tenía el cristal focalizador y en su alma no había compasión: sólo había fuego. Selmarri: un mundo donde los inocentes eran esclavizados y los salvajes consagrados, donde los vivos morían y los muertos vivían. Selmarri: el mundo en el que habían encontrado de manera inesperada una salvación del microorganismo que había atacado a su raza desde las estrellas.

    Al día siguiente se lanzaron hacia el cielo húmedo de rocío, sin alejarse de las copas de los árboles. No habían viajado mucho cuando las primeras estrías de fuego pusieron alerta a Verrons. Miró de reojo a Sadler y recibió un enfático gesto de asentimiento. Más adelante la muchacha estaba irradiando su poder destructor con feroz claridad. No habían viajado mucho más cuando recibieron imágenes mentales brillantes, astillas de color inconexas: piedra rosada y reluciente, velos naranja, un brillante plumaje azul.

    —Al menos no tendremos que preocuparnos por el ehminheer mientras veamos pantallazos de él a través de los ojos de ella —observó Verrons.

    Pero los pantallazos no les aclaraban demasiado, salvo que la muchacha y el ornitoide ocupaban el complejo de templos, y la muchacha estaba furiosa. Envalentonados, Verrons y Sadler se elevaron por encima de las copas de los árboles y volaron rápidamente hacia la meseta guiados por una hebra de fuego. Cuando avistaron los destellos del sol en la aguja de piedra descendieron a un árbol. Verrons dejó que la fuerza ascendente del propulsor le sostuviera casi todo el peso del cuerpo.

    —¿Qué se ve con las gafas?

    Sadler se llevó a los ojos los binoculares que habían tomado de la colonia humanoide. Sus labios palidecieron.

    —El... El ehminheer está en su percha —dijo al fin, y extendió una mano para no perder el equilibrio.
    —¿En la cúspide de la aguja de piedra?
    —Sí... Y...

    Con un hilo de voz Sadler le alcanzó los anteojos a Verrons, que cometió la imprudencia de llevárselos directamente a los ojos. La visión se le dividió al instante en dos componentes que tomaban direcciones opuestas, y la náusea le vació la boca del estómago. Inhaló profundamente y se apartó las gafas de la cara. Luego, con cautela, volvió a mirar a través de los gemelos. Con la respiración agitada, distinguió al ehminheer en la cima de la aguja de piedra. Entrevió vagamente que el pico nuevo del ornitoide empezaba a nacer. En la espalda k'Obrohms llevaba los dos propulsores que había tomado de la boca de la caverna. Pero el ehminheer no se paseaba por su percha. En cambio estaba encorvado en el borde superior de la torre de piedra como un pájaro castigado por la tormenta, el delgado cuerpo arqueado, la cabeza a un costado, el plumaje tenso y ondulante. Verrons bajó los anteojos.

    —Creo saber cuál es el origen de esta tormenta en particular.

    Los dos echaron a volar de nuevo inmediatamente, sin apartarse de la arboleda. Pero al llegar al área de la meseta las imágenes visuales que transmitía la muchacha les indicaron que la situación en la cima de la meseta se había apaciguado, al menos provisoriamente. Ella se había retirado al interior de un templete y por los binoculares vieron al ehminheer erguido en su percha, los ojos inflamados de indignación.

    Sadler y Verrons se dirigieron cautelosamente al costado de la meseta. Redujeron al mínimo la altura del vuelo.

    —Aterrizaremos cerca del templete que está más hacia el sudoeste, un nivel más abajo del templo principal. Mejor nos refugiamos allí hasta ver qué acontece.
    —La muchacha...
    —Probablemente ha descendido al templo de su propia orden, directamente al este del templo donde bajaremos.

    La conjetura de Verrons resultó acertada. Sin embargo, al acercarse al borde superior de la meseta, el ehminheer los avistó y chilló desde su percha. Pronto abandonó la torre de piedra y bajó en picado.

    —¡Al suelo! —la advertencia de Verrons fue innecesaria. Sadler ya había desactivado el propulsor y caía en el suelo rocoso del costado de la meseta. El ehminheer graznaba cuando le pasó por encima, las garras y el pico habían empezado a regenerarse y sobresalían filosos de la carne recubierta de plumas azules. Y todo rastro del técnico k'Obrohms había desaparecido. Era un señor del bosque el que surcaba el cielo, el plumaje reluciente al sol, la mirada salvaje y penetrante.

    Tres zambullidas aullantes y el ehminheer emprendió un abrupto regreso a su percha. Verrons y Sadler treparon los últimos metros de la cuesta y corrieron por la piedra rosa para refugiarse en el templo que habían elegido. Desde la arcada se asomaron para ver cómo la muchacha salía del templo que estaba un nivel más abajo y rodeaba el costado del templo principal.

    El ehminheer se posó en la percha con un chillido y desenfundó las pistolas calóricas. Antes que pudiera encañonar a la muchacha, ella se cubrió en el muro del patio. Se agazapó allí, aún llevaba en las palmas extendidas el cristal incrustado en su matriz. Pronto, mientras la pistola calcinaba el pavimento alrededor de ella, el cristal refulgió, y la fuerza proyectada de su furia aguijoneó los ojos de Verrons, que se protegió con el antebrazo, jadeante.

    Furia. Ella tenía el cristal, lo llevaba en la mano... Pero no estaba satisfecha. En absoluto. Y el ehminheer ahora tenía su percha, pero la muchacha se le oponía. Verrons se esforzó en comprender la racionalidad subyacente en esa tenaz confrontación: el ehminheer que incendiaba el pavimento con ambas pistolas, la muchacha que buscaba refugio en el muro del patio, el cabello chispeante, el andar cauteloso de un depredador. Pero veía la escena a través de demasiados ojos; los propios, los de ella, y los detalles se astillaban y desperdigaban de manera incomprensible..., y con ellos su comprensión.

    Luego advirtió que el tono de los graznidos del ehminheer había cambiado. Las pistolas de calor dejaron de disparar. A través de los ojos de la muchacha, a través de los propios, Verrons miró al ornitoide. Se había erguido. Escrutaba el cielo del este y su grito se había reducido a un cloqueo.

    —Comandante... —dijo Sadler con voz estrangulada.

    Y Verrons también lo vio, un destello metálico en el cielo distante.

    —¡Los anteojos! —gritó. Pero le colgaban del cuello. Una vez que se sobrepuso a la confusión de la visión fragmentada, salió del refugio y se llevó las gafas a la cara. Vértigos, náusea. Y luego una imagen metálica y brillante, el emblema de la Autoridad un centelleo azul en el flanco plateado, le cruzó el campo visual. Era una nave de la Autoridad, no una nave de transporte o un módulo auxiliar, sino la nave monitora misma, que descendía a través del cielo hacia la cima de la meseta. Soltó las gafas, se secó la boca—. La radiación... —jadeó; el poder creciente de la muchacha, desarrollado por el cristal, se había extendido hasta ser detectado por las pantallas de radar de la nave. Ahora la nave se aproximaba y el comandante se proponía evaluar el fenómeno imprevisto. Y si es que Sadler y Verrons podían alcanzar la flauta maestra, si el bailarín rojo podía extinguir las manchas de Mazaahr del campo visual de Sadler, como lo había hecho con el de Verrons, si luego podían indicar a la nave monitora que los recogiera para un análisis definitivo... Se volvió hacia la plaza con ansias. Y comprobó que el ehminheer no había tenido oportunidad de analizar la significación de la aparición de la nave, pues en cuanto se distrajo la muchacha abandonó su refugio en el muro. Ahora extendía la masa cristalina en la palma y alzaba la otra mano en el aire meciendo los dedos. Y alrededor de ella se arremolinaba una tormenta. Los vientos que generaba y arrojaba hacia la torre de piedra aullaban, casi visibles en su intensidad huracanada.

    Esta vez la tormenta sorprendió al ehminheer, que desprevenido, y antes de que pudiera aferrarse al borde superior de la torre, cayó embestido por el ventarrón, el cuerpo colorido arrojado al suelo. Con un chillido sobresaltado encendió los propulsores. Pero la turbulencia de los vientos que la muchacha arrojaba le impedía afirmarse en el aire. En cambio era empujado lentamente por encima del muro norte del patio en un rodar por el aire.

    De inmediato la muchacha rodeó nuevamente el muro del patio y entró en el templo principal. Verrons le hizo una seña a Sadler y corrió tras ella.

    Se detuvieron ante la entrada del patio, pues más allá del muro la forma fibrosa del ornitoide reaparecía surcando vengativamente el aire rumbo a la cúspide de la torre.

    La muchacha volvió a producir vientos que lo obligaron a retroceder, un vórtice furioso que aullaba alrededor de él y le arrancaba las plumas y luego sorbía con su centro. El ehminheer graznó indignado mientras los vientos lo lanzaban nuevamente hacia el pavimento. Inmediatamente la muchacha pasó de largo junto a Sadler y Verrons y se alejó del templo. Ellos la siguieron para ver cómo arrancaba del aire nuevas turbulencias que hacían bailotear al ehminheer con frenesí y lo empujaban hacia el borde de la meseta. El ornitoide reactivó los propulsores, pero su fuerza sólo parecía sumarse al tumulto energético que lo arrastraba. El delgado cuerpo se arqueó violentamente en el aire y desapareció tras el borde de la meseta.

    No se oyó el impacto. No obstante la muchacha se volvió inmediatamente hacia Sadler y Verrons. Se irguió en puntas de pie y echó la cabeza hacia atrás para apuntarles directamente el fuego de sus ojos. Su visión de Verrons —un paria barbado que ardía en el fuego— se impuso con nitidez en la mente del humano. Al mismo tiempo, Verrons sintió que el calor le quemaba las carnes. Los labios se le cuartearon de golpe, los ojos le ardieron.

    —Sadler...
    —Ella... ¿Podrá incinerarnos?
    —No sé —dijo penosamente Verrons—. Pero no podemos dejarle ver que nos está afectando, porque una vez que note que su poder magnificado por el cristal ha encontrado vulnerabilidad, una vez que note que puede infligir dolor, acompañado de lesiones físicas visibles o sin ellas...

    ¿Acaso podía importarle que el dolor surgiera de una lesión en los tejidos? Una vez que supiera que tenía un arma contra ellos, la esgrimiría sin piedad. ¿Sería ésta la madre fundadora de la nueva raza de bailarines de luz? Mientras ella se arqueaba en el pavimento irguiendo la cabeza, Verrons sintió un profundo pesimismo acerca del futuro de Selmarri, acerca del destino que en ese mismo momento atravesaba la piedra rosada rumbo al templo principal. Se acarició la cara y la encontró reblandecida. Los rasgos de Sadler estaban enrojecidos, como si le hubieran quemado las carnes.

    —El cristal...
    —No podemos desistir ahora —dijo Verrons. Porque cuando alzó los ojos, la nave monitora se había acercado perceptiblemente, como un sigiloso cocodrilo metálico que se deslizara raudo en el cielo para satisfacer su curiosidad—. Si pudiéramos llegar a la flauta maestra... —(e indicar a la nave que nos llevara a bordo para un análisis posterior...)

    De pronto el ehminheer apareció sobre la pared de la meseta, una vengativa estría azul empuñando sendas pistolas calóricas. No había cordura en los ojos amarillos, sólo la pasión feroz de los instintos inflamados, el furor del amo desplazado de la percha de piedra.

    —Ehminheer...

    Por toda respuesta disparó. El rayo cayó entre los dos humanos. Casi sin pensarlo, Verrons echó a correr y se lanzó hacia el templo principal. Apenas pudo darse cuenta de que Sadler lo seguía.

    El ehminheer los persiguió, sus garras renovadas rechinaban en la piedra bruñida. Se detuvo, atisbaba el patio a través de la arcada ancha. La muchacha estaba agazapada allí, dentro de la torre de piedra. El resplandor hervía alrededor de ella en una nube naranja. Chillando, el ehminheer lanzó un haz calórico contra la nube de poder.

    Ambas fuerzas, calor y luz, se encontraron con un relámpago de luz violeta y un estruendo desgarrador. El estallido se repitió dos veces en rápida sucesión antes que una fuerza invisible arrebatara las dos pistolas de calor al ornitoide. Las armas chocaron contra la piedra. Triunfante, la muchacha se irguió y lanzó una mirada fulminante desde el corazón de la nube bullente.

    El ehminheer soltó un cloqueo de furor frustrado. Mientras la muchacha avanzaba desde la base de la torre de piedra, Tiehl recogió las dos pistolas y retrocedió. Ella lo persiguió y se detuvo en la ancha entrada. Su postura, espalda arqueada, la cabeza hacia atrás, proclamaba el peso de su amenaza. Mantuvo esa postura durante varios minutos, luego se volvió y regresó al patio pasando por el templo.

    Verrons avanzó cauteloso contra la pared hasta la entrada y se asomó para mirar afuera. En la plaza el ehminheer chillaba de furia. Al ver a Verrons, el ornitoide le disparó un rayo.

    Verrons retrocedió.

    —No podríamos irnos ahora aunque quisiéramos —comprendió.
    —Tendremos que esperar el anochecer...

    Verrons negó con la cabeza.

    —Nuestra mejor oportunidad para llegar a la flauta maestra es después de oscurecer. Sólo espero que la muchacha coopere con nosotros —solamente en presencia de ella el suelo del templo de los bailarines naranja se deslizaría para permitirles el acceso al subterráneo.

    Inquieto, miró hacia el patio. La muchacha estaba nuevamente agazapada en la torre de piedra, la cabeza echada hacia atrás. Reflejada en la lustrosa superficie interior de la torre, la luz de los ojos se le hinchó en una nube de poder que bailaba alrededor de ella y la desdibujaba. Lentamente alzó la masa cristalina en las palmas extendidas hasta ponerla al nivel de sus ojos fulgurantes. Con un chisporroteo violento, las incrustaciones minerales y la matriz rocosa se redujeron a un polvo seco que se dispersó. La breve llamarada de luz fue enceguecedora.

    Cuando Verrons miró de nuevo, la muchacha estaba en medio de una nube que se dispersaba. Tenía el cristal en la palma de la mano, un objeto increíblemente bello. Doblemente fascinado, Verrons atisbó las profundidades naranja con los ojos de ella y con los suyos. Brilló fugazmente en el centro mismo de su ser y de él extrajo la promesa compulsiva de lo que ahora podía ser, de lo que ahora sería...

    ¿Sería? Pero el cristal no estaba incrustado en la carne de la frente de la muchacha. En cambio reposaba duro y frío en la palma de su mano. ¿Por qué? ¿Y de quién era esa exigencia feroz? ¿De él o de ella? ¿De quién era el furor que se elevaba rápidamente como una marea de lava que surgía de una grieta, invisible? En el centro de ese torrente infernal el cristal titilaba y brillaba. Pero cuando la muchacha se arqueó de nuevo, cuando envió velos de poder hacia lo alto de la torre y se apretó el cristal fulgurante contra la frente, ninguna cavidad protectora se le abrió en el hueso del cráneo. El cristal se empeñó en permanecer aparte.

    Y eso importaba. Importaba muchísimo. El cristal refinado no debía llevarse torpemente en la mano. Tenía que llevarse en estrecha proximidad con las áreas cerebrales críticas donde ondas cerebrales rápidamente cambiantes dirigían y canalizaban el flujo del poder.

    Aturdido, Verrons se mantuvo donde estaba cuando la muchacha salió de la base de la torre de piedra para encararlos a Sadler y a él. Apretó los dientes con la intención de arrojar de su mente las pasiones de la joven, de reclamar la inviolabilidad de sus propias percepciones. Fue inútil. La frustración y la furia de ella lo atravesaron como un torrente. Y pronto fue evidente que ahora tenía intenciones que lo incluían a él mismo y a Sadler. La muchacha caminó alrededor de ambos en un ancho círculo, los ojos anaranjados y brillantes, el cabello chispeante y rígido. Y tomó con la mano, al menos figuradamente. un par de herramientas: Sadler y Verrons.

    —Comandante...

    Verrons se apretó las sienes mientras las imágenes se formaban y clarificaban: una estría de rojo brumoso, el relampagueo de una pared opalescente, una flauta plateada y centelleante montada con solidez. Al enfrentar los ojos brillantes de la muchacha, Verrons apenas pudo disimular su exaltación.

    —La cámara subterránea —jadeó—. Se propone llevarnos allí consigo —y estudiando las facciones repentinamente tensas de Sadler, Verrons supo que el talberonés leía el mismo propósito en la mente de ella.


    Capítulo 16


    DESDE SU PUNTO DE OBSERVACIÓN cerca del templo de los bailarines naranja, Aleida observó cómo la noche caía en el complejo de templos. Pronto Plumas Brillantes soltó una última advertencia soñolienta desde la cúspide de la aguja de piedra, adonde ella le había permitido regresar esa tarde después de llevarse a los dos manos pálidas al templo más pequeño. Esa tarde Plumas Brillantes había sobrevolado periódicamente la meseta lanzando chillidos amenazantes en el aire vacío. Y en los momentos de mayor agitación, Aleida había advertido punzadas de excitación familiares.

    ¿El ser volador? ¿Se acercaba oculto por las nubes? Pero al mirar hacia arriba Aleida no lo había avistado. Sólo estaba ese extraño disco metálico en la distancia, flotando en lo alto del cielo. En un momento en que se había acercado demasiado, ella pudo estudiar el símbolo pintado debajo. Luego se alejó para flotar contra las nubes; anómalo, pero no peligroso, al parecer.

    Aleida cruzó la plaza de regreso. Esa tarde, al entrar en el templo de los bailarines naranja, había conducido a los manos pálidas a un rincón y se había arqueado en el centro del templo con la cabeza hacia atrás y los ojos fulgurantes. Pero el techo no había respondido con luz a sus exigencias, ni el suelo le había abierto el paso.

    No había aceptado de buen grado esa negativa. Había brincado en el centro del suelo, el cabello erizado de indignación. Estaban tan cerca, con el cristal refinado en la mano, el secreto de su implantación ya registrado en los tejidos del cerebro...

    Pero no podía recoger esa información sin estímulos apropiados, y el estímulo estaba abajo, en la sala de la flauta maestra, debajo del sólido suelo de piedra.

    Sin embargo el suelo rehusaba abrirse durante el día, por lo que no le quedó más remedio que esperar la noche. Y esperó durante las largas horas soleadas de la tarde, sin dejar de vigilar a los manos pálidas. Le perturbaba vagamente que no se resistieran al cautiverio. En realidad parecía que la vigilaban a ella mientras aguardaban sentados contra la pared de piedra, ojos claros y oscuros clavados en ella, impacientes.

    Ahora, al regresar al templo, intuyó una crispación nueva y, atenta en los manos pálidas. Más aún, intuyó un cambio en la atmósfera del templo mismo. Se irguió lentamente en puntas de pie, detenida. En respuesta, un fulgor naranja bañó el aire oscuro. De inmediato Aleida avanzó hacia el centro del templo y el techo revivió en lo alto. Las figuras de luz danzaron, una evolución fulgente y fluyente de líneas curvas. Luego la rueda de luz naranja sobresalió centelleante y empezó a rotar en el centro del techo, y sus múltiples brazos lavaron el aire con una lluvia de resplandores. El cabello de Aleida chisporroteó y el éxtasis se apropió de su cuerpo arqueado. Permaneció cautiva de la fascinación de la luz hasta que la voz del templo habló. Entra, hermana, y aprende lo que fue. Pues lo que fue ha de ser de nuevo.

    A sus pies el suelo se abrió y Aleida se encontró ante las escaleras, los ojos inundados de luz. Encandilada, se volvió hacia los manos pálidas. Estaban apoyados contra la pared opuesta, las caras tensas, los músculos alerta en una crispación animal. Por un momento Aleida se disgustó. Le correspondía a ella iniciar el peregrinaje hacia la fuente del conocimiento, ellos no tenían más que acceder dócilmente a sus deseos. Irguió los pies, arrancó vientos del aire fulgurante y se los arrojó. Los vientos, que arrastraban estelas desflecadas de luz, envolvieron a los manos pálidas en un brillo restallante.

    Los vientos aullaron con la furia de un ciclón y los manos pálidas se dejaron remolcar por el suelo hasta las escaleras. Al llegar al pie se volvieron hacia Aleida. Ella les indicó con la barbilla la dirección que debían tomar.

    Las paredes se deslizaban mientras avanzaban hacia el salón principal a través de corredores subterráneos. Allí la energía estriaba las paredes opalescentes con una fluidez compulsiva y la flauta maestra llamaba, un instrumento de líquida fascinación. Aleida avanzó hacia el salón, llevaba a empujones a los manos pálidas. En el centro del salón se irguió sobre los pies, extrajo del aire una energía que le recorrió los senderos del sistema nervioso y le centelleó en el cabello y las yemas de los dedos. Los ojos llameantes, el mano pálida más blanco se dirigió hacia la flauta. De nuevo Aleida se disgustó, pues parecía moverse más por voluntad propia que por obediencia a ella. Pero se llevó la flauta a la boca y con su aliento la voz del ciclón de fuego bramó: Ahora soy de nuevo, en mi plenitud y en mi poder.

    Ahora el bailarín rojo era, y ahora bailaba. Contó la historia de este mundo y los bailarines de luz que lo gobernaban. Contó de su primera aparición y su ascendencia y, en una voz chisporroteante y profunda, del destino que por último los había borrado de la tierra y el cielo. Pero cuando las cavernas fulguraran nuevamente con focos cristalinos, cuando los salvadores nacieran nuevamente entre las gentes del subpueblo...

    ¡El cristal!, chilló Aleida impaciente, mientras la gema lustrosa le brillaba en la mano. Dime cómo insertarme este cristal en la frente. Dime cómo transformarme en lo que debo para vivir como quiero.

    La voz del ciclón de fuego murió abruptamente pese a los esfuerzos del mano pálida. Cuando el bailarín rojo volvió a hablar, tenía la voz alterada. En sílabas secas y crujientes, le contó lo que necesitaba saber. Le explicó lo que debía hacer para focalizar los poderes de tal modo que el hueso de la frente se entreabriera para recibir la gema que sostenía en la mano. Le explicó cómo encauzar la energía que le fluía por dentro para infundir una coherencia óptima a la energía exterior y cumplir con su voluntad. Le explicó cómo lograr que el mundo sirviera al poder para que ella pudiera servir al poder del mundo. Y le explicó cómo, muchos años en el futuro, tendría que regresar a la caverna y arrancar un segundo cristal naranja del cual refinaría una médula de resplandor para que contuviera su voluntad viviente al morir el cuerpo. Por último, la voz murió.

    Lentamente, el cuerpo de Aleida cesó en su girar y las paredes opalescentes dejaron de brillar.

    Sabía cómo insertarse el cristal, pero entendió que ese conocimiento era inútil esa noche. Inútil durante muchas horas. Al volverse, notó que los manos pálidas la observaban, cautos. Aleida arqueó el cuerpo con un movimiento procaz y sostuvo en lo alto el cristal fulgente. Un resplandor brotó en el aire y se mezcló con la luz del cristal. Oiré nuevamente la historia de la creación, ordenó Aleida.

    De nuevo, antes de que el joven mano pálida diera voz al ciclón ígneo, la inquietó la impresión de que en cierto sentido estaba sirviendo al propósito de los manos pálidas. Pero el rugido tormentoso, la danza de luz, eran también su propio deseo. Y así pasó la noche en un éxtasis que finalmente la agotó. Aleida se desplomó en el suelo y su cuerpo bebió el frío de la tierra. El mano pálida más blanco yacía cerca, hundido en el sopor. Por un momento Aleida tuvo la sensación de que el otro mano pálida abandonaba la cámara, luego lo oyó moverse en el salón de exhibiciones. Pero el agotamiento le impidió investigar.

    Mucho más tarde cierto instinto la incitó a levantarse para regresar a la superficie. Los manos pálidas la siguieron, el más blanco tambaleante por la fatiga. Pero mientras corría por los corredores relucientes, notó que los manos pálidas se habían rezagado, que incluso la rehuían. Giró sobre los talones, y la furia ya le cosquilleaba en las yemas de los dedos. Ellos eran su instrumento, y no a la inversa. Regresó de prisa y los encontró en el salón de exhibiciones. Ambos corrieron hacia ella, el más moreno con una estatuilla de metal bajo el brazo y una estatuilla más voluminosa en la mano, el más blanco tambaleándose mientras llevaba una pesada vasija de piedra.

    Desconcertada, se irguió un momento sobre los pies. Pero los manos pálidas no esgrimían los objetos como armas. Simplemente se detuvieron a esperar que ella los guiara de nuevo.

    Le impulsaba la ansiedad, la ansiedad por saborear otra vez la luz del día, por empezar a extraer del sol el poder que anhelaba, el poder codiciado. Con un gruñido de advertencia, se volvió y echó a correr por corredores ramificados hasta llegar a la cámara de los bailarines naranja.

    Emergió presurosa del subterráneo, y apenas notó que los manos pálidas se demoraban en el templete. Estaban atascando la abertura con las estatuillas para impedir que la trampa de piedra se cerrara del todo. Aleida salió impetuosamente del templete y corrió bajo el cielo de la mañana. Pronto, muy pronto, el sol llegaría al cénit y la unión del cristal a su carne sería total, plena. Exultante, recorrió los perímetros del complejo. Mezclado con el chillido de advertencia de Plumas Brillantes oyó el grito de los estratos superiores, remoto e invitante. Mientras corría, los órganos turgentes la aguijoneaban con dulces dolores. Aleida buscaba a lo largo y a lo ancho con la impresión de que la fuente del tormento estaba cerca, tan cerca como el cielo. Y pronto la tendría en sus manos.

    La tendría, siempre que antes pudiera reclamar la aguja de piedra a Plumas Brillantes. Se detuvo bruscamente y giró. Plumas Brillantes la observaba desde el borde superior de la aguja. Con un alarido, Aleida recogía vientos a la carrera por los cinco niveles de la plaza. Atravesó el templo principal en el centro de la tormenta y emergió en el patio amurallado. Con un cabeceo, envió turbulencias rugientes hacia lo alto de la aguja de piedra. Estelas brillantes de luz naranja surcaron el viento.

    Plumas Brillantes se aferró al borde superior de la torre. Los vientos le tironearon del plumaje, le arrancaron plumas azules. De pronto, con un graznido feroz, se remontó en el aire. Aleida se lanzó rápidamente hacia la base de la torre. Se arrodilló dentro, la mirada hacia arriba, alerta a cualquier intento de reclamar la percha. Dos veces Plumas Brillantes sobrevoló la aguja, y Aleida lo ahuyentó a embestidas de aullidos de viento.

    Luego quedó sola, arrodillada en el fondo de un profundo pozo de piedra, atenta a la lenta trayectoria del sol hacia el cénit, al creciente calor del cristal que acunaba en las palmas. Plumas Brillantes chilló desde la periferia del complejo y los manos pálidas salieron de las sombras del templo principal. Pero se mantuvieron a distancia, la observaban con ojos inescrutables. Más perturbadoras eran las oleadas quemantes de excitación que de vez en cuando obligaban a Aleida a levantarse con un gruñido gutural.

    Luego el borde del sol despuntó en el borde de la torre.

    Aleida echó la cabeza hacia atrás y alzó el cristal que sostenía con los dedos extendidos. Lo elevó hasta centrarlo en el eje vertical de la aguja de piedra, directamente sobre su frente.

    Poco a poco, aureolado de fuego, el sol se centró en el orificio de la torre. Una sola lanza de luz bajaba por la torre y penetraba a través del cristal para derretir la frente de Aleida. El cabello se le extendió, y mientras la luz le tallaba la frente, Aleida tuvo la sensación de estar sola en el centro de un universo que rotaba despacio, que la atravesaba con su eje y la inmovilizaba. Durante un período interminable, el universo giró alrededor de ella, grandioso y lento. Luego, cuando el sol cruzó el cénit, la aguja de luz que la traspasaba se disolvió. Aleida bajó las manos hasta que el cristal cayó en la cavidad recién abierta en su frente.

    El proceso final de fusión le electrizó las vértebras con una serie de convulsiones. Por un momento la cegó una visión interior de fuego en cuyo centro estaba su propio rostro. Luego dejó caer las manos a los costados y se puso de pie.

    Lentamente salió de la torre al patio soleado. Pues con el cristal asentado en el hueso de la frente su percepción del tiempo y la distancia estaba radicalmente alterada. El pavimento parecía más lejano y lustroso, y su cuerpo parecía moverse con una gracia singular y flotante. Por cierto las nubes distantes eran más blancas, la bóveda del cielo más profunda y azul. Y ya no era en su imaginación ni en sus sueños que el cielo la llamaba. Mientras cruzaba el pavimento, el cielo lanzó no el grito burlón de las pesadillas sino una llamada perentoria y profunda que le tironeó los músculos de las pantorrillas y la arrastró suspendida de cadenas enormes y aéreas a través del templo principal hasta la plaza.

    Vuela, hermana, gritaron las nubes, y los músculos de Aleida ejecutaron movimientos sinuosos, serpientes subcutáneas que se retorcían en busca del sol. Brincó sobre la extensión titilante de la plaza y la piedra rosa se le alejó de los pies.

    Pero mientras la gravedad cedía, oyó como distante el grito furibundo de Plumas Brillantes, que se le acercaba blandiendo las herramientas de fuego. Aleida se encolerizó y actuó. Descendió al pavimento y lo enfrentó, soltó un solo grito de advertencia. Y como no fue escuchado, una espada de luz brotó con un resplandor implacable del cristal de su frente, y el olor a carne quemada impregnó el aire. Las herramientas de fuego de Plumas Brillantes cayeron al pavimento. Y él se alejó entre graznidos de dolor, las manos negras.

    Negras... Tan negras como la forma que de pronto surgió en el cielo del sur. Surcaba el aire en arcos largos y elegantes. Aleida se volvió, el cuerpo tieso y expectante, los brazos tendidos. Un bramido le surgió de la garganta, una pregunta pronunciada en una lengua que nunca había hablado.

    Él se le acercó cortando el aire. La cicatriz del costado era cenicienta y gris contra la carne negra, una medalla honrosa. Los ojos eran verdes, brillantes como el cristal de la frente. Aleida lanzó una mirada fulgurante y desdeñosa a Plumas Brillantes, luego echó a correr y se elevó nuevamente desde el pavimento de piedra. Automáticamente los brazos se le alzaron, los dedos se le entrelazaron, y el aire se abrió ante ella.

    Ejecutó su vuelo inicial con vueltas exultantes; circunvoló primero la aguja de piedra, luego se remontó a las nubes lejanas. El aire le abofeteaba la cara, la jalaba del cabello, y la criatura negra la seguía en su vuelo dando volteretas a su alrededor. Con fiera alegría, Aleida lanzó el cuerpo raudo hacia las algodonosas nubes del mediodía. Minutos después sentía la humedad en toda la superficie de la piel. Irguió la cabeza y traspasó las nubes densas.

    Cuando emergió en la llanura nubosa más baja, echó la cabeza hacia atrás y su grito triunfal se fundió con el grito de las nubes. Ya no se sentía separada. Estaba unida al sol y al viento, una fuerza entre fuerzas. La luz de sus ojos era un resplandor solar, y cuando inhalaba los pulmones se le llenaban con el hálito ventoso del cielo. Un ser infinito y alto que arrojaba una aureola de luz naranja cuando atravesaba el campo de nubes.

    Pero ésta era sólo la más baja de las llanuras nubosas que colgaban como islas de blancura en la bóveda del cielo. Más allá de las montañas había otras, anchas y altas. Y encima de ella volaba la criatura, aguijoneando el aire con una espada de luz verde, llamándola, no sólo a las regiones remotas del cielo sino al destino que aguardaba a ambos en las alturas bañadas de energía. Pues dentro de sí llevaban la semilla de las generaciones destinadas a reclamar el reino entero del cielo y la tierra. Dentro de sí llevaban el futuro de su especie.

    El aire ondeaba feroz mientras Aleida lo perseguía raudamente. A lo lejos oyó el chillido de Plumas Brillantes. Miró hacia abajo y lo vio trepar desmañadamente al cielo en giros y bamboleos fuera de control. Agitando las piernas, luchaba con los controles de su aparato volador con las manos quemadas e inútiles. Sus esfuerzos eran obviamente dolorosos, y obviamente fútiles.

    Y era obviamente inofensivo ahora mientras volaba en dirección al navío metálico que había reaparecido a lo lejos. Sin embargo Aleida hizo una pausa breve en su raudo vuelo por el reino de su pertenencia. Pues mientras el navío centelleante se deslizaba cerca del área de la meseta, oyó el grito del bailarín rojo. La voz le llegaba casi de modo subliminal, hendía las capas sofocantes de suelo y piedra. Parecía hablarle en pulsaciones regulares de energía, como si alguien le infundiera vida en estallidos breves sin permitirle más que gritos repetidos y estrangulados. Los gritos seguían un patrón determinado, como si la voz fuera forzada a llevar algún mensaje impuesto por la voluntad de otro.

    Pero a Aleida no le interesaba ahora el enigma de esos gritos truncos. Voló velozmente hacia la criatura mientras reía de manera tan burlona como las nubes. Treparon juntos por las corrientes de aire hacia las montañas. Giraban y se zambullían, las melenas crepitantes. Las yemas de los dedos de Aleida cosquilleaban, la inundaban de datos que nunca antes había percibido. Pues el aire tenía sabor, el aire tenía peso: era un sistema constantemente móvil de corrientes y pozos, remolinos y estanques. Y cada una de sus características transitorias era significativa para un ser que se fundía con el cielo.

    Mientras se elevaban, el mundo de abajo se transformó gradualmente en un paisaje que brillaba con la luz de cien bailarines de pies con dedos largos. Rojo, violeta, verde; naranja, oro, azul; índigo, plata y amarillo: desplegaban sus colores fluctuantes y en ellos sumergían la roca, la tierra y el agua. Y el panorama selvático se transformaba así en un diseño cromático y ondulante. Aleida tuvo la sensación de que cada bailarín era a la vez su antepasado y ella misma.

    Y mientras volaba, el cielo le hablaba dulcemente al oído: Lo que fue, es, hermana...

    Y entonces, prestos en la respuesta exultante, los labios de Aleida articularon: ¡Y será!


    Mucho más abajo su exultación encontró eco en la de Verrons, que salía del templo subterráneo y se apresuraba a escrutar el cielo de la tarde. Sadler abrió la trampa de piedra y corrió tras él. Cuando el talberonés alzó la cabeza, el perfil centelleante de la nave monitora se le reflejó con nitidez en la superficie de los ojos. En el vientre de la nave se abrió una pequeña escotilla y un dardo metálico con aletas descendió y voló hacia ellos.

    Verrons reconoció inmediatamente su función por las marcas del caño cilíndrico.

    —Recibieron nuestra señal —dijo casi con reverencia en tanto que el módulo de comunicaciones se les acercaba velozmente—. Recibieron nuestra señal. Nos darán la oportunidad de demostrar que hemos descubierto una cura.



    Epílogo


    A MEDIA MAÑANA Verrons aterrizó en la piedra bruñida por última vez, cuando el flotador se posó suavemente cerca del peristilo que bordeaba el perímetro norte de la plaza. Más allá del templo principal las montañas eran gigantes vestidos de bruma, guardianes oscuros de los extraños poderes que animaban a Selmarri. En las últimas dos semanas todos los residentes de Hogar Selmarri habían pasado por la cámara del bailarín rojo y los análisis posteriores habían demostrado que estaban libres del microorganismo de la floración sanguínea. Pero ahora Verrons digitaba los controles de comunicación con aire preocupado.

    —Nave de higienización a coordinador de la misión. Todavía no hay señales de los humanoides en la vecindad del templo ni rastros del ehminheer. ¿La búsqueda final arrojó algún resultado?

    La voz fría le respondió inmediatamente:

    —Negativo. Sin embargo, cuando lleguen los contingentes de los otros mundos de aislamiento se les ordenará indagar el área minuciosamente. ¿Empezó usted a esterilizar los templos, comandante?

    Verrons suspiró.

    —Lo haremos de inmediato.
    —Bien. La demolición de Hogar Selmarri se efectuará según lo previsto. Lo mismo vale para la evacuación definitiva. Regresen a la nave monitora de acuerdo con los planes.
    —De acuerdo —respondió Verrons. Descendió pesadamente de la pequeña nave. El brillo de la piedra rosada le evocó una serie de imágenes vívidas: la muchacha que se arqueaba en la torre de piedra, traspasada por un eje de luz; la criatura voladora recortada contra el cielo; el ehminheer que subía con torpeza y tanteando los controles del propulsor con las manos quemadas... Era casi imposible que k'Obrohms hubiera logrado ajustar los controles antes de llegar a la atmósfera superior y perder el conocimiento. Pero si es que el ehminheer había sobrevivido recurriría a toda su astucia para que no lo avistaran.

    Verrons se volvió al notar que Sadler ya había abierto la escotilla de carga y estaba ordenando estanques de espuma desinfectante en la plaza. Verrons verificó la presión de los estanques, callado y nostálgico. La telaraña radiactiva del bailarín rojo les había permitido volver a una vida normal. Ahora los esperaban Rumar y los hombres-leopardo. Pero aquí en la cima de la meseta, mientras tocaba la flauta, había vislumbrado un atisbo incitante de la eternidad. Y había captado un atisbo aún más incitante de una existencia que no conocía ataduras, una existencia que tenía la tierra en una mano y los cielos en otra. A pesar de saber que nunca llevaría un cristal centelleante en la cavidad de su propia frente, y que su propia mortalidad nunca sería confiada a un cristal brillante para alcanzar una inmortalidad virtual, todavía se sentía atraído por los bailarines de luz que esperaban en el mecanismo del templo para revivir.

    En ese momento una nube de humo oscuro floreció hacia el este. Verrons tomó los binoculares de la nave y los enfocó. El estruendo de varias explosiones vibró débilmente en el aire de la mañana. Hogar Selmarri volaba en escombros que la fuerza expansiva arrojaba a las fauces hambrientas de la jungla. Volvió los ojos entornados hacia el complejo. La piedra rosa titilaba al sol de la mañana.

    —Mejor que nos demos prisa.

    Recorrieron en silencio el complejo, por última vez. Esterilizaron todas las superficies accesibles. De regreso al flotador, subieron a bordo los estanques vacíos. Casi de mala gana Verrons hizo ascender el flotador. Mientras subían, la espuma desinfectante ya se había evaporado en los niveles superiores del complejo y el templo principal recobraba su poesía labrada en piedra rosa y bruñida. Al sur, nubes algodonadas y blancas crecían sobre el horizonte y una brumosa bailarina de luz parecía surcar el cielo, altiva en su traje de nubes. Pero dejaba una estela de oscuridad, la oscuridad de una generación entera de bailarines de luz que esperaban nacer para gobernar.

    Apretando las mandíbulas, Verrons fijó el rumbo hacia la amenazadora formación de nubes. Mientras volaba, obligó a los vientos de su imaginación a transmutar a la distante bailarina, a multiplicarle las dos piernas en cuatro, a reemplazarle la cara altiva por un hocico moteado. Sólo cuando las nubes distantes al fin le brindaron la promesa de cielos dorados, llanuras ondeantes y hombres-leopardo, bestias de pelambre lustrosa y oscuramente prometedoras, alteró el curso hacia la nave monitora. Entonces los dos hombres volaron hacia el sol, uno destinado a desafiar espejismos, el otro a sondear las tenues sombras de inteligencia que hubieran podido caer en algún mundo remoto.


    FIN

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