TE ODIO POR SER DE OTRO (Corín Tellado)
Publicado en
mayo 19, 2013
Te odio por ser de otro (1973)
Editorial: Edimundo
Sello / Colección: Nueva Corín Tellado 11
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Rock Waltan y Karan Nilsson
Argumento
Karan Nilsson tiene 21 años, es enfermera titulada y carece de parientes. Durante mucho tiempo ha convivido con su amiga Doris, pero ésta se dispone a contraer matrimonio y Karan decide dejar la ciudad y aceptar un empleo en Springfield. No puede confesarle a Doris que el hombre con que va a casarse ha estado acosándola en secreto…
En Springfield, Karan debe cuidar a Glenn Newley, un viejo granjero que posee la mayor hacienda de todo el estado de Illinois. Newley no tiene hijos, pero sí un sobrino que heredará toda su fortuna. Su nombre es Rock Waltan; sus modales, como Karan comprueba enseguida, son los de un perfecto grosero.
Capítulo 1
Karan, Karan… ¿Dónde estás?
Silencio.
—Karan… ¿estás ahí?
—Pasa, Doris —sonó suave la voz armoniosa—. Estoy en mi cuarto.
Se oyeron pasos a través del pasillo y en seguida la gentil figura femenina, recostándose en el umbral de la puerta.
—Karan —le exclamó alarmada—. ¿Qué haces? Pero… —ya estaba junto al lecho, al pie del cual la llamada Karan disponía la maleta—. ¿Adónde vas?
—A Springfield.
—¿Cómo?
—Sí, me voy.
—¡Oh, oh…! No comprendo. No, no acabo de comprender. ¿Por qué, Karan? Ayer tarde, cuando salimos de la oficina, no sabías nada. No me dijiste nada. ¿O es qué te lo has callado para no herirme?
Karan no cesaba de ir de un lado a otro. Al fondo de la alcoba había un armario y de éste y sus cajones, iba Karan extrayendo ropa y objetos. Apenas si quedaba ya algo de su propiedad en el tocador y la mesita de noche.
—Karan… ¿no vas a decirme por qué?
—No tengo inconveniente —apuntó Karan, doblando un camisón azul marino y metiéndolo sobre la demás ropa—. Me voy a Springfield y no sé cuándo volveré a Belleville. Tal vez nunca, o tal vez pasado mañana. Tomaré el tren de esta noche y espero tomar posesión de mi nuevo empleo mañana mismo.
—Oh… pero entonces… ¿te vas de veras? ¿Y qué haré yo aquí, Karan?
Ésta cerró la maleta y consultó el reloj. Después, sin decir nada, se dejó caer en el borde de la cama, mientras Doris, con la boca abierta, lo hacía en una butaca frente a ella.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Karan al rato—. Los he terminado y no pienso bajar hasta la hora de irme a la estación.
Doris, mudamente, como un ser atónito que no comprende nada, extrajo la pitillera del bolso de piel y le dio un cigarrillo a su amiga. Esta fumó aprisa, muy aprisa.
Era una joven de estatura más bien corriente. Frágil de aspecto, pero con una distinción nada común. Tenía el cabello negro, casi azuloso, a fuerza de negrura. Lo trenzaba en lo alto de la cabeza y lo dejaba caer en una sola trenza muy gruesa, sobre la nuca. Había en la hondura de sus negrísimos ojos una sombra de melancolía, y en el cuadro de su boca, de suaves labios húmedos, la mueca de una tibia sonrisa que se esbozaba tan sólo.
Los ojos de Doris fueron, desde el maletín a la maleta, y el bolso y el cuerpo de su amiga vestida para el viaje.
—No lo comprendo —dijo—. No soy capaz. Aquí tenías una buena colocación. En esta fonda nos salía la vida económica. Tenemos aquí nuestros amigos y nos divertíamos alguna vez, y no estamos solas, porque nos acompañamos la una a la otra. ¿Por qué, Karan?
Ésta hizo una pregunta que a Doris le resultó desconcertante.
—¿Cuándo te casas, Doris?
—¿Cómo?
—Eso… ¿Cuándo te casas?
—Aproximadamente cuando llegue Santa Claus.
—Sí, lo sé. Y yo me quedaré sola aquí, en el cuarto de esta fonda. Nunca tuve un hogar, Doris, tú bien lo sabes. Soy enfermera titulada y jamás pude conseguir un empleo a mi gusto. Tengo veintiún años y carezco de parientes. Sólo te tengo a ti, y tú te casas.
—Karan… no te comprendo aún.
—El reverendo Wolff me buscó un empleo en Springfield. En una casa particular. ¿Has oído alguna vez hablar de míster Glenn Newley?
—¿El criador de caballos? —se maravilló Doris—. ¿Ese señor tan rico qué posee una hacienda inmensa en Springfield? ¡Oh, Karan! Nadie, en todo el estado de Illinois, e incluso en todo el condado de Sargamor, ignora quién es míster Newley.
—Pues a cuidar a ese señor voy yo.
Doris dio un salto, se puso en pie y volvió a desplomarse en la silla.
—Estás loca… ¿Sujetarse así a un deber de esa índole? Tendrás mucha vocación, pero… ¿no es eso qué vas a hacer una barbaridad? —se puso en pie y esta vez se inclinó mucho hacia su amiga—. ¿Por qué, Karan? Cierto que yo me caso, pero no me voy de Belleville. Me quedo a vivir aquí y sabes muy bien que Tom te aprecia…
La apreciaba demasiado. Por eso se iba. Por eso fue a visitar una semana antes al reverendo Wolff. Por eso le pidió por Dios, que le buscara un empleo lejos de su amiga. ¿Hacerle daño a Doris? Nunca, jamás. Y soportar las necedades de Tom, menos aún. Las necedades ofensivas por detrás de Doris. ¿Qué clase de hombre era Tom? Un sinvergüenza, pero Doris le amaba e iba a casarse con él.
—Necesito ver caras nuevas —dijo evasiva—. Necesito cambiar de ambiente. Y me gusta el seno de un hogar. Míster Newley es un hombre viejo. Tiene sesenta y cinco años, y además padece una enfermedad incurable. Tiene una terrible lesión en el corazón, y un día cualquiera… se morirá el pobrecito.
—Y tú te quedarás de nuevo sin empleo.
—Quizá me ayude ese mismo señor a encontrar en Springfield una colocación más a mi gusto.
—¿No hay forma de disuadirte, Karan?
—No.
Y poniéndose en pie, consultó el reloj y procedió a juntar todo su no muy abundante equipaje.
El reverendo Wolff estaba allí, junto al andén.
Karan caminaba presurosa, y a su lado un maletero cargaba con todo su equipaje, compuesto éste por una maleta grande, un maletín, un bolso de mano y la gabardina y el bolso.
El reverendo, un señor vestido de negro, ya entrado en años, se reunió a ella cuando la joven llegaba al vagón.
—Es ahí —dijo Karan sin ver al reverendo, dirigiéndose al maletero—. Coloque mi equipaje en la redecilla. Eso es. Así. Gracias.
Puso una pequeña propina en la mano del maletero y subió al vagón de segunda clase. No había nadie en aquel compartimiento. ¡Mejor!
Necesitaba meditar mucho y no sentir en torno a sí la algarabía o las lamentables historias de los demás. Aislarse en un mundo propio, como si no existiera más que ella.
—Buenas noches, Karan.
La joven se volvió en redondo.
—¡Reverendo! No lo esperaba.
El padre sonrió beatíficamente, extrayendo algo del bolsillo.
—Con los apuros, esta mañana no te di una carta de presentación. Aquí la tienes, Karan. Como aún faltan diez minutos para que el tren salga de la estación, me gustaría hablarte de las personas con quienes vas a convivir. Voy a sentarme un rato, ¿sabes? He caminado mucho esta tarde, y la verdad es que estoy rendido.
—No debió molestarse, padre Wolff.
—¿Por qué no, hijita? Es mi deber, y además un deber que cumplo con gusto —se sentó y por señas le pidió que lo hiciera ella a su vez, Karan obedeció—. Pensé que vendría Doris contigo.
—Aproveché que fue a casa de su parienta, para salir yo de la fonda. Le dejé una nota despidiéndome. Solamente eso, puesto que la vi no hace muchas horas.
—Te conozco desde que eras muy chiquita, Karan. Desde que fui a visitar a tu madre moribunda, hace ya muchos años. Después te vi crecer en casa de tu tía, hasta que ésta falleció, y te vi más tarde trabajar y afanarte por ser algo. También te vi sufrir y soportar estoicamente los sufrimientos. Pero lo que nunca pensé es que el novio de tu amiga te importunara.
—Doris nunca debe saber…
—No sabrá. Pero… ¿Te das cuenta, hija? Puede que quede en mi conciencia como un gusanillo. ¿Qué marido hará Tom para Doris? No es hombre honrado, y yo lo tenía por todo lo contrario.
—No se olvide de que él está enamorado de Doris…
—Pero te desea a ti.
—¡Padre!
—Bueno —sonrió éste tibiamente—. Dejemos eso. Huyes, haces bien. Tal vez y lo espero así, halles la felicidad lejos de este lugar. Te hablaré de la persona a quien vas a servir en adelante. Míster Newley es un buen hombre, muy rico y lleno de bondad. Hizo su dinero a base de mucho esfuerzo. Hace cuarenta años, según tengo entendido, no poseía más que un trozo de terreno en Springfield. Allí empezó criando caballos. Primero de casta corriente, después ambicionó más y hoy, los mejores caballos del mundo salen de sus posesiones. Éstas son inmensas. También te diré que, a fuerza de trabajar, se olvidó de casarse. Es soltero y sólo tiene un sobrino a quien crió desde que el muchacho quedó huérfano a los tres años. Este muchacho se llama… deja que recuerde. Pues no sé —rió aturdido—. No lo recuerdo. Rock Waltan —exclamó seguidamente, casi feliz—. Eso es, Rock Waltan. Es hijo de una hermana de míster Newley. El padre falleció en la hacienda de míster Newley reventado por un caballo, cuando Rock no había nacido aún. Míster Newley se consideró responsable de aquella muerte, y jamás abandonó a su hermana. Esta falleció también. El muchacho estudió en Nueva York, y es heredero universal de su tío. De él precisamente tuve carta hace algún tiempo, rogándome que buscara una enfermera para su protector. El chico viaja mucho… es… ¿cómo te diré?, un tanto despreocupado. Terminó la carrera de ingeniero agrónomo hace ya algún tiempo, pero continúa viajando, y sólo de tarde en tarde pasa por la hacienda de su tío. Yo considero que lo tiene un poco abandonado, pero míster Newley, a quien visito frecuentemente, cuando tengo tiempo de llegarme hasta Springfield, no parece quejoso por ello. Cuando habla de su sobrino, lo hace con entusiasmo, y siempre dice: «Él es un universitario. ¡Qué sabe de fatigas y ansiedades! Ha crecido como si fuera un príncipe, y no hay que extrañarse de que siga viviendo igual. Cuando yo muera, tendrá que dejar de viajar y se hará cargo de la hacienda.»
Un hombre alto y fuerte, con aspecto de panadero, cruzó el pasillo, miró hacia el compartimiento, y al ver a la joven con el reverendo, siguió pasillo abajo.
El reverendo consultó el reloj.
—Tengo que irme. Los cultos empiezan a las siete y son las seis y media. Otra cosa, hijita —añadió, poniéndose en pie—. Me falta por hablarte de Janet.
—¿Quién es… Janet?
—Una especie de mandamás en la hacienda de míster Newley. Debe tener por lo menos cincuenta años, pese a que los disimula bien. Crió a Rock y amortajó a su madre… Esta fue mujer delicada, y desde la muerte de su marido, apenas si hizo ni dijo nada, sólo seguirle a la tumba. Janet llevó siempre las riendas de la casa. Nadie le rechistó jamás, y es como el que dice, una especie de semidiós de la hacienda. Rock la adora, y ella a Rock. Quiere bien a su amo, pero tiene una marcada debilidad por el muchacho.
—¿Qué edad tiene el muchacho, padre?
—Ah, pues no sé. Pasa de los veintisiete, por mis cálculos. Pero, no temas, no te dará la lata. Apenas si pasa por la hacienda una o dos veces al año.
—Gracias por todo, padre. Muchas gracias.
—Bien te mereces que uno se preocupe por ti, hija mía. Si no supiera quién eres, jamás me atrevería a enviarte a casa de mis mejores amigos. Adiós, hija, y suerte.
En aquel instante el tren empezaba a moverse.
El reverendo saltó y Karan quedó con la frente apoyada en el cristal de la ventanilla.
Capítulo 2
Vestía calzón de montar, aunque no montaba. Altas polainas y camisa blanca, bajo una zamarra de ante. Era alto y delgado y tenía los cabellos completamente blancos.
En aquel instante, paseaba por la gran terraza, con gran disgusto de Janet, quien, desde la ventana de la planta baja, seguía preocupada todas sus evoluciones.
—Señor… ¿no hace un poco de frío?
Míster Newley se detuvo en seco. Se quedó plantado delante de la terraza, con una suave sonrisa en los labios.
—Hace una mañana espléndida, Janet. Si hace frío, no lo noto. Me gusta este rayo de sol que ilumina parte de la terraza. ¿Qué hora es? —consultó su propio reloj de bolsillo—. Diantre, las once ya. ¿No ha venido la recomendada del reverendo?
—Debió llegar ayer noche, señor, pero aquí aún no ha venido. ¿Por qué no entra a tomar su medicina?
—¿Es la hora?
—Sí, señor.
Glenn Newley aún contempló los grandes patios donde se movían los hombres, el parque paralelo a los patios y la avenida de tilos que daba entrada a su palacio desde la ancha verja de hierro forjado, pintada de negro.
—No sé de qué me servirá la enfermera —dijo riendo—, pero puesto que Rock lo quiere y el reverendo Rock le secunda… admitámosla —como a su lado pasaba una doncella, inclinándose respetuosamente hacia él, míster Newley le dijo—: Rita, cuando venga una señorita forastera, pásela usted al living. Estaré allí.
—Sí, señor.
—Ah, y rieguen ustedes esos maceteros. Se creen que el agua de lluvia lo supone todo; pues yo les digo que no. La escarcha cae a la noche y troncha los pétalos de las flores. Esta parte de la terraza no está protegida por el alero. Tengan eso presente, muchachas.
—Sí, señor.
—Dígale al jardinero, si va usted hacia allá, que le veré por la tarde. Es hora de podar los árboles y parece que este año se olvida.
—Es que tiene enfermo al hijo más pequeño, señor.
—¿Por qué preocupas al señor con males ajenos? —reconvino Janet desde la ventana.
—Cállate, Janet —y sin mirar hacia la ventana, preguntó casi afanoso—: ¿Qué tiene Rob?
—Fiebre, señor.
—Dígale a Matías que iré luego a verle. Sé algo de medicina. ¿No ha venido el médico?
—Sí, sí, señor.
—Pues no me explico —se volvió hacia Janet—. Llama al médico de casa, Janet. Seguro que el doctor Walter le curará.
Rita se alejaba ya.
Míster Newley se perdía en el lujoso vestíbulo y Janet le salía al encuentro.
—Se preocupa demasiado de todo el mundo —le gruñó el ama de llaves—. ¿Qué cree usted que puede tener un niño? Habrá pillado frío y la fiebre en un infante, sube hasta cuarenta grados por el menor descuido. Usted siempre tiene que andar pensando en todo el mundo.
—No soy una bestia, Janet —gruñó a su vez, entrando en el living seguido de la sirvienta—. Todos esos hombres dependen de mí. Cuando yo empecé a trabajar, lo hice a las órdenes de un amo, y nunca podré olvidar que me dejaba dormir a la intemperie. Aquello me sirvió de lección para el futuro.
—La mayoría de las personas —opinó Janet, preparando las gotas— apenas si se preocupan de los demás. Así viven ellos felices. Usted siempre está pendiente de todos más que de usted mismo.
—Es mi deber.
—Tómese las gotas. Son seis. Y olvídese un poco de sus deberes. Ya tiene usted al capataz que se encarga de todo lo de fuera, y a mí, que me encargo de todo lo de dentro.
El caballero bebió las gotas, torció la nariz y gruñó furioso:
—Saben a demonios.
—Nunca probé demonios, señor.
Míster Newley la miró con afecto. Su furia se había aplacado como por encanto.
—Eres como yo, Janet —dijo—. Llevamos demasiado tiempo conviviendo bajo el mismo techo, para desconocernos uno a otro. Ahora me explico por qué a media noche había luz en tu cuarto y por qué la había también en la casita del jardinero. ¿A qué hora saliste de casa de Matías, Janet?
La mujer, como pillada en falta, enrojeció.
—Pues le aseguro…
—Ta, ta. Nos conocemos, Janet. Pero me gusta —añadió, repantigándose en la silla—. Me gusta que seas así, que sientas las amarguras de mi gente y las compartas. Tengo demasiado dinero —prosiguió— para que yo viva al margen de todos los problemas que me rodean, y nunca podré olvidar que fueron ellos, todos, desde el más humilde peón al capataz mayor, entrando tú y las muchachas de servicio y el jardinero con todos sus hijos, los que me ayudaron, no sólo a hacer mi fortuna, sino a sentirme una persona decente y humana. No quiero que en estas fechas, cuando Santa Claus está al llegar, sufra nadie que viva en mis posesiones. Y tú compartes mi deseo, Janet. Lo que pasa es que te gusta hacer el papel de dura.
—Señor, yo…
—Apuesto a que estás haciendo en la cocina el caldo para Rob.
—Claro que no, señor —se enojó.
Pero en su bondadoso rostro, míster Newley leyó lo contrario.
Se echó a reír, exclamando:
—Me va muy bien con esas gotas. Pero Walter dice que haría más efecto si me inyectaran. Cuando llegue la señorita… ¿Cómo dijo el reverendo que se llamaba, Janet?
—Karan Nilsson, señor.
—Eso es, la señorita Nilsson, me inyectará ella. ¿Sabes qué no es mala idea, Janet? Hace tiempo que debí hacerlo. Una enfermera cuida de uno mejor que uno mismo. Sí, señor. No me pesa haber accedido —y sin transición—: No te olvides de llamar al doctor Walter para el hijo de Matías. Y cuando le lleves el caldo a Rob, dile que espero que se ponga bien, para que me ayude a hacer el recorrido por los patios y las caballerizas.
—Usted no está para esos trotes, señor. Usted no puede dar esos paseos tan largos. Luego se fatiga y pasa la noche en blanco.
—No me cuides tanto, Janet. Por mucho que tú hagas, ha de ser lo que Dios quiera.
En aquel instante entró una doncella con la bandeja del correo.
Janet se precipitó sobre ella y revolvió en las cartas, contemplada por la mirada burlona de su amo.
—Janet… esa mala costumbre…
La fámula se aturdió, disculpándose.
—Buscaba carta del niño Rock, señor…
—¿No… la hay?
—Pues… sí, señor —enrojeció—. ¿Me… me… la dejará luego… leer, señor?
La doncella había desaparecido ya.
Míster Newley sonrió beatíficamente.
—¿Cuándo no ocurre así, Janet? La lees y después la metes entre los demás papeles, y cuando yo quiero leerla de nuevo, me veo y me deseo para encontrarla. Si yo no te la doy antes, por supuesto.
—Señor… el niño Rock…
—Ya, ya, Janet. Sé bien lo que sientes por el niño.
* * *
Miraba a un lado y a otro con admiración. Aquello era como un mundo aparte. El palacio se alzaba al fondo. Un palacio impresionante, de moderna arquitectura. No parecía haber sido construido mucho tiempo antes. Ella diría que diez o doce años, no más. Lo rodeaba una alta tapia y un parque inmenso, separado por macizos muy altos. La avenida hacia el palacio, la circundaban tilos altísimos, de una esbeltez casi provocadora. Y al otro extremo, separado tan sólo por altos macizos, lo que era la casa de campo, achatada, muy ancha y larga, tomando toda la parte lateral. Cuadras inmensas pintadas de blanco y muchos hombres trabajando junto a ellas.
Caballos por todas partes, y aquel paraíso que suponía el palacio, como aislado entre una bravura de la naturaleza casi virgen.
Era lo que más asombraba a Karan. Que la vivienda elegante se alzara paralela, sólo separada por tilos y macizos, haciendo una ajena a otra, de las cuadras y la ancha casa apaisada, que debía por su aspecto, pertenecer a los hombres que trabajaban para míster Newley.
Llegó al final de la avenida, y despacio, mirando en torno con admiración, subió los seis peldaños. Al llegar a la terraza vio el bosque frondosísimo y los largos y extensos pastos perderse pradera abajo, al otro extremo de la valla, abierta ésta por una ancha cancela por un lado lateral del palacio, y casi enfrente de las largas cuadras blancas.
—Buenos días —dijo una voz tras ella.
Giró casi bruscamente, como pillada en falta.
—Buenos… días…
—Me llamo Janet —dijo aquella mujer vestida de negro, con un cuello de encaje blanco rodeando su garganta—. Soy el ama de llaves. Supongo que usted será la enfermera que esperamos.
—Así es… Me llamo Karan Nilsson y traigo una carta de presentación del reverendo Wolff.
—Pase, pase por aquí, señorita Nilsson. Ya la esperábamos ayer noche.
—Me quedé en una fonda.
—Me lo suponía.
Cruzaban ya el lujoso vestíbulo, una junto a otra.
—Sepa que estamos muy contentos de tenerla aquí —bajó la voz—. El señor la necesita mucho. Tendrá que tener usted una voluntad férrea para contenerlo. Se siente joven y a veces hace locuras. No acaba de resignarse y admitir su enfermedad.
—Tal vez no sea tan grave.
Janet se detuvo y se tomó la libertad de asirla del brazo.
—Señorita Nilsson —susurró apuradísima—. Tiene usted que hacerle creer que está mucho peor de lo que él supone. Sólo así… sólo así… —se aturdió bajo la mirada impasible de Karan. Aquella mirada negra, de sombras melancólicas, que resultaba bellísima. Soltó el brazo joven y juntó las manos—. Le adoramos todos, sabe usted. Se lo merece. Es un amo bondadoso, señorita Karan Nilsson, y lleno de generosidad…
—Lo creo, señora, pero no es prudente hacerle creer a un enfermo, que está más grave de lo que está realmente.
—Yo creí…
—Pues no —cortó Karan con una suave sonrisa—. No es aconsejable.
—Es que él sale por ahí de paseo. A veces monta a caballo…
—Es un enfermo del corazón, ¿no es así?
—Sí, sí. Por eso mismo, señorita Nilsson.
—Vamos, no se agite ni se disguste, señora Janet…
—Llámeme Janet a secas. Todo el mundo lo hace.
—De acuerdo, Janet —sonrió con dulzura—. Ya verá cómo entre las dos… y sin que el señor se entere, conseguimos dominar los ímpetus del enfermo.
—Gracias, gracias. Me ha comprendido usted —y presurosa, añadió, señalando la puerta del fondo—: Por aquí, por favor. El señor la espera ya. Estuvo hasta muy tarde en la terraza ayer noche, esperando por usted. Está ilusionado, ¿sabe? Primero se negó en redondo, pero luego, entre el reverendo, las cartas del niño Rock y yo, hemos logrado convencerle. Y ahora está contento —sonrió nerviosa—. Muy contento. La anunciaré.
Abrió la puerta, tras de tocar en ella con los nudillos y oír el consabido «adelante», y anunció, como si presentara una comedia melodramática, pensó Karan.
—La señorita Nilsson acaba de llegar, señor.
—Pase, pase —y después, al tiempo de ponerse en pie—: Cierra la puerta, Janet, y ve a casa de Mat a ver cómo sigue el niño.
—Sí, sí, señor —miró a Karan—. Pase, señorita Nilsson. Pase usted.
Karan pasó, pero antes dejó la gabardina en poder de Janet, quien se apresuró a tomarla en sus brazos y alejarse con ella.
El caballero alto, arrogante, de distinguida planta, avanzó hacia ella con la mano extendida.
—Ya ve —dijo riendo, y Karan pensó que tenía una risa cautivadora— el enfermo. ¿Cómo está usted, señorita Nilsson? El reverendo me habló mucho de usted. La conoce desde que era chiquita. Eso es muy interesante. ¿Cómo está usted?
Karan perdió su pequeña mano en la nervuda y fuerte de su nuevo amo.
—Bien, señor, gracias. ¿Y usted?
—No tan bien como usted —dijo riendo nuevamente—. ¿Quiere sentarse? Aquí, frente a mí —la miró un segundo, reflexivo—. Es usted muy joven —dijo al rato, sin que Karan abriera los labios—. Extremadamente joven —se echó a reír jovialmente—. ¿Sabe una cosa? Ignoraba su juventud. No se me ocurrió preguntarle al reverendo su edad.
—Tengo veintiún años, señor. Acabo de cumplirlos.
—Y es usted muy hermosa —ponderó con acento paternal—. Muy hermosa, señorita Nilsson. Apuesto a que me la llevarán pronto.
Karan no supo qué responder.
Pero no fue preciso, porque míster Newley, simpáticamente, siguió diciendo:
—Ojalá se la lleven de aquí para casarse. No me gusta cambiar con frecuencia de personal. Mis empleados son casi tan viejos como mi hacienda. Nunca se despidió a ninguno, si cometieron una falta, les llamé al orden, les di unos cuantos consejos, y se quedaron aquí. Por eso espero que usted se quede con nosotros hasta que yo me muera… o hasta que se case usted. Ojalá pueda yo asistir a su boda.
—Gracias, señor, pero yo espero que si un día me caso, asista usted.
—Eso es algo que no podemos predecir —y sin transición—: Le hablaré un poco de las gentes que viven en mi casa. Janet, ya la ha conocido usted, es algo así como una parte de los cimientos, no del palacio nuevo, señorita Nilsson, sino de mi vieja casa que luego habilité para los peones y mozos de la finca. Es como una piedra sobre la que se sostiene la mitad de mi hacienda. Matías, el jardinero, es como una piedra más pequeña, pero también forma parte de los cimientos de mi humano. Su padre fue el capataz de esta finca durante años. Lo hemos enterrado hace apenas seis meses. El actual capataz es hijo del que fue mi viejo y querido administrador, y uno de los hijos de ese capataz, lleva ahora la administración de todo. Verá usted su oficina a la salida de la hacienda, un pequeño chalecito en el cual vive con su familia. Una esposa joven, que es hija, a su vez, de uno de mis hombres, y tienen dos niños de corta edad.
Hizo una pausa.
Al rato, riendo añadió:
—Le parecerá extraño que le hable de cosas que a usted no le conciernen.
—Me van a concernir en el futuro, señor.
—Eso es, señorita Nilsson. Eso es precisamente lo que yo deseaba oír de usted. Le van a concernir. Es grato comprobar que me entiende usted perfectamente. No me he casado, y he puesto en esta hacienda y en los hombres que trabajan en ella, todo mi cariño de hombre solitario. Amo la tierra y cuantos por ella corren y bregan. Nunca me he visto obligado a despedir a ninguno y siempre los consideré, más que subordinados, amigos míos entrañables. Esto es como un pequeño mundo en el cual viven padres, hijos y nietos. Y yo, a la cabeza de todos, no me considero un reyezuelo, sino única y exclusivamente amigo de todos y cada uno de ellos.
—Eso es grandioso, señor.
—Es humano.
—Debo decirle que admiro su humanidad.
—Espero que forme usted parte de este mundo que es de todos y cada uno de nosotros, y no admire usted mi humanidad. Quizá para mí, todo el mundo que me rodea, es como una compensación a mi soledad —y como si no esperara respuesta, sin transición, añadió—: También pienso hablarle de mi sobrino Rock. Ya le habrá dicho el reverendo que es mi heredero universal.
—Me habló de él, señor.
—Yo espero que Rock sepa continuarme un día. Continuarme tal y como soy yo, sin apartarse un milímetro. Lo crié para eso y para eso lo eduqué. Ahora viaja. Después tendrá que enterrarse aquí, y sus viajes sólo serán imaginarios. Por eso le doy libertad ahora, y espero que sepa aprovecharla.
—Seguro que la aprovechará, señor.
—Si no es así, me sentiré terriblemente decepcionado —y como si no deseara una respuesta a sus palabras, se apresuró a añadir, con una suave sonrisa en los labios—: Ahora puede ir a descansar. Hace frío en esta comarca. Si no tiene ropa apropiada, dígaselo a Janet, y ella la acompañará al centro, con el fin de equiparse.
—Belleville está a pocas millas, señor, y allí también hace frío. El clima es casi el mismo.
—Distinto —cortó amable—. Muy distinto. Aquí estamos en plena campiña, y las ciudades con grandes manzanas de casas, se resguardan mejor… Tiene usted permiso para vestir como guste. Pantalones, faldas, ropas de montar…
—¡Señor!
—Mi lema es que, aquel que se encuentre en mis posesiones se considere en su propia casa. Además, sé que no tiene usted familia. Considere la nuestra la suya propia. Y en cuanto a mí, no le daré mucho la lata. Soy un enfermo pacífico. Y no estoy tan mal como dice el doctor Walter y cree Janet.
—Yo estoy de acuerdo con usted, señor.
—¿Lo dice para halagarme? —preguntó con dejo irónico, al tiempo de inclinarse un poco hacia delante y buscar los bonitos ojos negros—. No se ruborice, señorita Nilsson. Ya sé que no intenta usted halagarme. Intenta, únicamente, consolar mi íntima desolación, Pero… ¿sabe? No es tanto como Janet se figura, ni tanto asimismo, como usted cree. He vivido lo mío. No mucho, pero lo suficiente para sentirme satisfecho. Y sobre todo, y esto para mí es lo más importante, he hecho felices a muchas personas. Eso produce una gran satisfacción íntima, personalísima, que no se apaga. Es como una lucecita encendida que ilumina un callejón oscuro. Una pequeña lucecita que no se apaga jamás.
—Es usted muy generoso, señor —murmuró profundamente emocionada.
—No lo crea. Me gusta usted —añadió sin transición, espontáneamente—. Me alegro de tenerla en mi casa.
—Gracias, gracias, señor.
—Váyase a descansar un rato. Póngase cómoda y salga con Janet a dar una vuelta por los campos.
La joven se puso en pie, e inclinando un poco la cabeza, dijo suavemente:
—Gracias por su buena acogida, señor.
—Me ocurrió algo raro con usted, señorita Nilsson. Nada más verla, me pareció haberla conocido de siempre. Esto me resulta francamente halagador y grato para mí. Me gusta rodearme de personas a quien puedo y debo apreciar. Por favor, considérese como si estuviera en su casa.
Capítulo 3
Contemplaba el panorama a través de la ventana abierta. Hacía frío, pero un sol consolador daba de lleno en su ventana, y se escurría por el suelo, cubierto este de moqueta color granate, dando un brillo inusitado al suelo amoquetado, por el cual sus pies parecían tul errarse.
Quedóse absorta.
Miraba hacia el exterior, pero su mente se hallaba dentro, en el living, junto a míster Newley. Un hombre extraordinario, condenado a morir con la sonrisa en los labios y el corazón entregado a sus amigos, aquellos subordinados que vivían de él, y que para el hombre bueno suponían como partículas de su misma humanidad.
Los caballos de lomos relucientes, los mozos en lomo a la empalizada. Las doncellas por las ventanas, canturreando a la par que llevaban a cabo sus faenas mañaneras. El jardinero podando los macizos, ayudado por un chiquillo de cabellos hirsutos, y un hombre vestido de gris, alto y delgado, de mediana edad, entrando en la casita de Matías…
Todo esto que veían sus ojos, pasaba por su mente como un soplo. Pensaba en míster Newley, un hombre formidable, a quien ella iba a atender, y a quien, sin duda alguna, iba a profesar gran afecto.
Unos golpes dados en la puerta de su bonito cuarto, la despertaron de sus pensamientos.
Giró y se acercó a la puerta, aún sin quitarse la ropa de viaje.
—Pase —dijo antes de llegar.
Se abrió la puerta y apareció una doncella vestida de negro, con un cuello de encaje blanco y con cofia a la cabeza.
—¿La señorita Nilsson?
—Sí, sí, pase.
—Vengo a ponerme a sus órdenes —sonrió la doncellita, que no tendría más allá de quince años—. La señora Janet me envía.
Karan sonrió.
¿Necesitaba algo ella? ¿De qué? ¿Para qué?
Ella nunca tuvo muchachas, ni servidumbre de ninguna índole. Desgraciadamente, supo demasiado pronto lo que era la soledad. Primero su padre enferma, luego su tía déspota y exigente…
Sonrió apenas.
¿Es qué Dios le reservaba un bienestar positivo?
¿Tenía derecho a él?
¿Por qué no, después de sufrir tanto en su soledad?
—No necesito nada —susurró con extraña dulzura—. Gracias de todos modos…
—Me llamo June, señorita Karan. La señora Janet me dijo que no le permitiera a usted hacer nada.
¿Sería posible aquel paraíso, después de sufrir en un infierno?
—Gracias, June —repitió pasando una mano por el cabello de la jovencita. Y con sencillez, añadió—: No estoy habituada a que hagan nada por mí, June. Sé haberlo todo, desde lavar mis ropas a preparar mi baño.
—Le colgaré la ropa en el armario —exclamó June feliz, mirándola con admiración—. ¿Me lo permite, señorita Karan?
—¿Te complace?
—Sí, sí, mucho. Voy a quererla, ¿sabe? —exclamó espontánea, maravillando a Karan—. La voy a querer mucho. Creo que la vamos a querer todos —bajó la voz—. La señora Janet me dijo muy bajito: «Ten cuidado. Es una señorita muy fina y tiene ojos de buena» —sonrío divertida y añadió—: ¿No sabe la noticia? Uno de estos días llega el señorito Rock.
«Cierto», pensó ella. Nadie le habló concretamente de Rock.
¿Cómo era aquel joven a quien Janet llamaba niño Rock, y su tío mencionaba como si fuera un semidiós?
No podía preguntarle a la doncella.
Estaba segura de que pronto empezarían a hablarle de él. Janet, míster Newley, el mismo jardinero, que parecía parlanchín…
«Me parece que encontré un hogar, pensó con súbita emoción. Ese hogar que perdí al fallecer mamá. Y que nunca pude hallar de nuevo, pese a luchar tanto por el…»
—¿Me deja colgar su ropa, señorita Karan?
—Sí, hazlo. Yo me voy a cambiar en un segundo y saldré a dar mi paseo. No estás obligada a nada conmigo, June. Pero me gustaría verte por mi alcoba de vez en cuando.
—Seré yo la encargada de arreglársela, señorita Karan. Y estoy muy contenta por ello.
Tuvo deseos de abrazarla, de apretarla contra sí, de sentir su calor verdadero, y en su sangre, como si algo ardiera, empezaba a bullir aquel goce espiritual que no sabía definir.
—Me pasa igual a mí, June —dijo bajo, acariciándole el pelo.
Y como si tuviera miedo de echarse a llorar delante de aquella chiquilla, que no iba a comprender el significado de sus lágrimas, se cerró en el baño, saliendo de él minutos después, enfundada en una falda gris claro, estrecha, y un conjunto de lana compuesto por jersey y chaqueta de color malva.
Sobre los zapatos bajos, resultaba infantil, frágil, casi una niña. Poco más de veinte años con muchos sinsabores, pero, al fin y al cabo, muy pocos años.
—Está usted… —se maravilló June— guapísima. Con ese pelo tan negro —ponderó aturdida bajo la mirada suave de Karan— y esa coleta tan gorda…
Salió de la alcoba.
No podía remediarlo, pero aquella niña casi infantil, la emocionaba hasta lo más recóndito de su ser.
Cruzó el ancho pasillo y descendió por la alfombrada escalinata al vestíbulo inferior.
Como si Janet la estuviera esperando, salió por una puerta y exclamó alegremente:
—¿Se siente con fuerzas para recorrer la casa?
—Por supuesto.
—¿Permite qué la acompañe?
—Me encantará, Janet. Allí, en mi alcoba, se quedó June. No debió usted enviármela. Yo no soy una inútil, y además, desgraciada o afortunadamente, siempre tuve que hacérmelo todo.
—June está aquí para eso. Sepa usted que no teníamos nada que mandarle, y fue el señor quien aprovechó para ponerla a su disposición, y al mismo tiempo ofrecerle un trabajo digno de ella.
—Aquí —dijo titubeante— todos se dedican a hacer el bien.
—Tuvimos todos un buen maestro. ¿Sabe, señorita Karan? Le ha sido usted muy simpática. Estuvimos hablando los dos…
—¿De… mí?
—Por aquí —dijo Janet sin responder—. Vamos a recorrer la primera planta, y luego subiremos a la segunda y después le enseñaré el desván. Es como una especie de estudio, ¿sabe? Pertenece al niño Rock…
Otra vez el «niño».
Deseaba saber cosas de él. Ya sabía mucho de todos. Faltaban las del desconocido heredero. ¿Sería un obstáculo para ella? ¿Qué clase de hombre sería?
Esperaba. Estaba segura de que Janet, a la par que le mostraba la casa, no dejaría de hablar del que sin duda era su ídolo, junto con su amo enfermo.
—Estos son los comedores —iba diciendo Janet—. Éste el salón particular. La biblioteca. Aquí no entramos, porque es el living y estará el señor dentro. Además ya conoce usted esa pieza —y sin transición, de repente—: Sí, hablamos de usted. A los dos, tanto al señor como a mí, nos parece usted magnífica. Claro que ya la conocíamos un poco por el reverendo Wolff —otra pausa y seguidamente—: ¿Qué le parece la casa?
—Estupenda. Fabulosa.
—Todo lo decoró el niño Rock.
Otra vez.
No dijo nada. Esperaba.
—El niño Rock tiene un gusto exquisito.
¿Sería tan amable como su tío?
Janet, como si adivinara sus pensamientos, pero sin adivinarlos en realidad, exclamó:
—El niño Rock no se parece a su tío. Son opuestos. Pero, claro, hay que esperarlo o suponerlo. ¿No le parece? El señor bregó siempre con todo esto. Luchó como un loco, así se acabó él.
—No está acabado, Janet.
La mujer la miró agradecida.
—Bueno, como si lo estuviera. Sepa usted que no hace muchos años recorría las praderas de parte a parte, dos y tres veces al día —elevó los ojos al cielo—. ¡Quién lo ha visto y quién lo ve, señorita Karan! En todo el condado de Sangamor le admiraban. Era incansable. A veces, él mismo iba a los montes, y con ayuda de los peones acorralaba los caballos bravos. Y los domaba, ¿sabe usted? Nunca lo tiró un caballo, que yo recuerde. El niño Rock no sabe domar caballos. ¡Es tan fino! Claro, lo dice siempre el señor: «Al fin y al cabo es un universitario. Para él nunca existió el hambre ni el frío, ni tantas necesidades como sentí yo.» Lo dice el señor, ¿sabe usted? El niño Rock es encantador, pero se pasa los días de fiesta en fiesta. Para poco en la hacienda. Claro que no lo necesita, eso es la verdad. Tiene bastante quien lo haga.
No se parecía a su tío, no había ni un punto de semejanza con él. Ya lo presumía. No era preciso que Janet diera más explicaciones.
Pero Janet siguió hablando, y sin darse cuenta fue retratando al «niño Rock» de pies a cabeza, con lo cual obligó a Karan a pensar que tendría que enfrentarse con un joven moderno, quizá déspota y hasta desconsiderado. ¿Se daría cuenta su tío de qué era así realmente, o lo tendría tan engañado como a Janet?
Recorrió toda la casa en compañía de ésta, y a las dos bajó al comedor.
Comió con míster Newley.
Empezaron a transcurrir los días. A medida que éstos pasaban, se daba cuenta más y más de la clase de hombre que era el enfermo. Fabuloso, lleno de generosidad. Señorial, aunque a primera vista pareciera vulgar/
Al cabo de quince días, míster Newley ya la tuteaba y la llamaba «hija», y Janet le decía cariñosamente «señorita Karan».
Y una tarde vio entrar a Janet en el living sin llamar, cosa que nunca hacía.
—Señor, señor… Acaba de llamar el niño Rock… Está en la ciudad. Vendrá en seguida…
Capítulo 4
Vestía pantalones negros, de fina pana. Hacía demasiado frío en aquella parte de la comarca, para andar con faldas. Sobre todo por las tardes, cuando empezaba a caer el rocío y moría el día para dar paso a la noche.
Por otra parte, tanto Janet, a quien, dicho de paso, ella respetaba mucho, como míster Newley, la instaban a que anduviera cómoda. Y así andaba ligera por los campos, por la casa y por el parque.
Un suéter amarillo de fina lana, de cuello redondo, y un pañuelo de seda natural en torno a la garganta, una zamarra igualmente negra, cerrada de arriba a abalo con una cremallera y muy abierta por los lados, y larga, tapando la cadera.
El negro y abundante cabello, azuloso por los reflejos tan negros, trenzado en una sola coleta y cayendo hacia un lado del hombro.
Calzaba mocasines cerrados, rojos. Y así, vestida como iba, paseaba por la avenida de los tilos.
Oía las voces de los peones tras la empalizada y a un comprador de ganado discutir con el capataz, y veía, en la puerta de la casita de Matías, a la hija de éste, Eleonor, de diez años, sentada bajo el pequeño porche, mondando patatas.
Y fue entonces, cuando giraba hacia la casita del jardinero, pues le encantaba departir con él o su mujer en los apacibles atardeceres, cuando vio un auto rojo vivo, de línea deportiva, detenerse ante la alta verja. Y vio asimismo cómo inmediatamente, Matías soltaba las tijeras con las cuales podaba un macizo y corría haciendo aspavientos hacia el recién llegado.
Y vio también al hombre que conducía…
«El niño Rock», pensó estremeciéndose. Estoy segura de que es el niño Rock.
No sabía ella por qué presentía que aquel niño Rock era opuesto totalmente a su tío. Sin duda, claro está, por las cosas que oía contar de él, y que todos, sin percatarse, retrataban moralmente, sin darse cuenta de que al hacerlo, censuraban su modo de ser.
Debía ser muy alto, a juzgar por su estatura sentado. Por el busto poderoso y la cabeza, de una arrogancia extremada.
Tenía el cabello de un rubio cenizo, y quiso ver, desde el lugar donde se hallaba, que a aquel rostro atezado, de piel casi morena, lo iluminaban unos ojos verdosos o grises.
—Niño Rock, niño Rock —gritaba el jardinero corriendo hacia la verja.
El conductor del auto rojo la miraba a ella. También miraba a Matías acercarse, pero, inesperadamente, descendió del auto cuando Matías ya tenía la verja abierta de par en par.
—Niño Rock —oyó Karan gritar nuevamente a Matías.
—Hola, viejo. ¿Cómo estás?
Un abrazo sin mucho entusiasmo, y los ojos desconcertantes fijos en ella, que, apoyada en el tronco de un tilo, parecía inmovilizada de repente.
—¿Cómo está el niño Rock? —preguntaba Matías, casi sin aliento, los ojos llenos de lágrimas y una voz ronca, impregnada de emoción.
—Perfectamente, Mat. ¿Quieres meter tú el auto en el garaje? Sé que te gusta hacerlo. De vez en cuando lo prefieres a un tractor.
Y dicho lo cual, alto y firme, muy delgado, con una distinción casi impresionante, echó a andar avenida de los tilos abajo.
Karan no se movió.
No podía hacerlo en aquel instante. Ocurriera lo que ocurriera, iba a enfrentarse al fin con el tan cacareado « niño Rock».
Por lo visto, nadie, excepto Matías, se había percatado de la llegada del «niño».
El palacio aparecía silencioso. Las ventanas cerradas, los mozos junto a la empalizada seguían eligiendo los caballos, y el hombre con aspecto de ganadero, seguía discutiendo con el capataz.
Rock avanzaba.
Vestido de gris, con las dos manos en los bolsillos del pantalón, arremangada un poco la americana abierta por los lados.
Se detuvo ante ella, que no parpadeó.
—No me digas quién eres —dijo tuteándola—. Lo adivino.
Karan no respondió.
Bajo el marco de aquel paraíso, vestida con aquellas ropas, daba la sensación de haber escapado de Magazine.
Aquellos ojos suyos tan negros, inmóviles, sin parpadeos, resultaban de una serenidad casi ofensiva.
Rock se echó a reír.
Poseía una risa poderosa, y al abrir los labios casi ocultaba los ojos. Resultaba extremadamente viril, y Karan pensó que hasta peligroso.
—Karan Nilsson. ¿Acierto? —la miró de arriba abajo, con indefinible expresión—. Eres la enfermera de tío Glenn, ¿A qué sí?
—Sí —brevemente.
Rock volvió a mirarla desde la punta de los pies a la gran coleta muy gruesa que le caía por el hombro.
—Fabulosa —ponderó—. Debo reconocer que… ¡fabulosa!
—¿Debo agradecérselo, señor?
—¡Oh, no! —rió Rock tranquilamente, como regocijado—. De eso nada. Aquí nadie agradece nada a nadie. Aquí todos somos celestiales, llenos de generosidad.
¿Lo decía con ironía?
¿No pensaba como su tío?
Y si no pensaba así, ¿por qué hacía un papelón? ¿Sólo por el dinero qué iba a recibir un día?
Como si le importara un bledo lo que ella pudiera pensar, Rock quedose plantado ante ella, mirándola aún con negligencia, levantando la ceja, gesto que debía ser en él característico cuando se hacía una interrogante a sí mismo.
—No me parece esa ropa muy apropiada para una enfermera.
—Tengo permiso de míster Newley para vestir como guste —apuntó ella secamente.
Rock se balanceó sobre las largas piernas una fracción de segundo. Ladeaba un poco la cabeza para mirarla mejor, y sus ojos, que no eran grises ni verdes, sino castaños, de un castaño claro con chispitas doradas, la miraban como si la sopesaran o la analizaran simplemente.
—Mi tío es así… —apuntó con velado desdén, y Karan hubiera jurado que por su acento podía adivinarse que no estaba de acuerdo con su pariente y protector—. Vive en un mundo aparte. No se da cuenta de que detrás de esa alta tapia y esa verja pintada de negro —y la señalaba con el dedo enhiesto— hay otro mundo opuesto totalmente al que él vive —se alzó de hombros—. Espero que en lo sucesivo no te vistas así. Eres una enfermera, no una invitada —y al girar en redondo, dejándola como paralizada, volvió un poco la cabeza, ya con el paso iniciado hacia el palacio, y añadió burlonamente ponderativo—: Debo reconocer que estás formidable con esas ropas… ¿A quién piensas conquistar? Con un mozo, apuesto que no te conformas. El abogado de la casa está casado. El administrador también, y con dos hijos ya. ¿Acaso piensas conquistar al viejo achacoso cargado de millones?
—Es usted un ente grosero —no pudo por menos de exclamar.
Rock volvió a alzarse de hombros, pero esta vez ya no se volvió. Caminaba despacio, sin prisas, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, la cabeza un poco ladeada, en dirección al palacio.
Karan agarróse al tronco de tilos con tal fiereza, que ella misma descubrió algo que ignoró hasta entonces.
«Debo tener demasiado temperamento, pensó ella aturdida, mirando absorta los nudillos blancos de su manto. Frénate, Karan… Estás a gusto en esta casa… Has hallado un hogar, gentes buenas que te aprecian. No cometas un disparate por un tipo así.»
Y comprendió entonces por qué, desde que oyó hablar del niño Rock, sintió como un secreto temor y una inquietud indefinible.
Ya estaba definida y presentía la guerra sorda declarada.
Pero… ¿por qué? ¿Por qué?
En aquel momento vio cómo Janet, armando un gran alboroto, salía por la terraza corriendo al encuentro del recién llegado. Y vio también cómo Rock la tomaba en brazos y la levantaba en vilo.
«Farsante, pensó. Maldito farsante.»
Y subió a su cuarto, dispuesta a cambiarse de ropa. Tenía que evitar guerras, tenía que evitarlo a toda costa.
—Vamos, vamos, muchacho, siéntate junto a mí. Cuéntame cosas. ¿Sabes? Al fin accedí a tus ruegos y a los de Janet y el reverendo Wolff. Tengo una enfermera. Es una gran chica. Luego te la presentaré.
—Ya la conozco, tío Glenn —dijo Rock con un acento de voz muy distinto al que conocía Karan—. La he visto al venir. Presentí que era ella.
—¿Qué te ha parecido, muchacho?
—Muy hermosa, ¿no?
El caballero alzó la mano riendo.
—En eso no me he fijado mucho —apuntó sincero—. Pero debe serlo, cuando tú lo dices. No me refiero a su belleza física. Me refiero a la otra. Es estupenda para atenderme. Sabe leer con gracia. Toca el piano que es una maravilla. No me duelen los pinchazos que me da y es buena conversadora.
—¿Un mirlo blanco? —preguntó entre dientes.
—¿Qué dices?
—Que me alegro, tío, de que al fin hallaras lo que te convenía.
—Lo sé, muchacho, lo sé. Sé cuánto te preocupas por mí. Dime, ¿por mucho tiempo? —y apuntándolo con el dedo enhiesto, entre bromas y veras—: Ya va siendo hora de que dejes a un lado tus viajes, ¿no crees? Tienes veintinueve años, muchacho, y yo no puedo atender la hacienda. Este año la cría de ganado caballar resultó espléndida.
—No debieras vivir tan dentro del negocio, tío —dijo Rock cariñoso.
—No voy yo al negocio —adujo el caballero graciosamente irónico— viene el negocio a mí aunque yo no quiera. Douglas, el capataz, me da cuenta de todo cada día. Es inevitable. Si el amo no se preocupa un poco de sus negocios, ¿quién puede hacerlo? Por eso he pensado que quizá… quizá…
—No te preocupes —atajó Rock con una de sus mejores y más amables sonrisas—. Esta vez estaré todo el mes de diciembre, y después iré a París, pero regresaré pronto.
—Lo cual quiere decir que aún no te detienes ahora…
—Eso quisiera, bien lo sabes. Pero dejé un compromiso en París. Una cita para mediados de enero. Tú sabes que me gusta la pintura y he contactando con una galería de arte para hacer unos retratos. Espero que a finales de marzo me encuentre ya definitivamente entre vosotros.
Míster Newley pensó que no era todo como él deseaba y presentía, pero no quiso contrariar al joven.
—¿Me prometes que para marzo…?
—Prometido, tío Glenn.
—Magnífico, muchacho, magnífico. No obstante, espero que durante el tiempo que estés aquí, te ocuparás un poco de la hacienda.
A Rock le importaba un bledo la hacienda y todo cuanto había en ella que no significara dinero. Por supuesto, a él no le agradaba aquel imperio de generosidad que imponía su tío.
Pero se guardó bien de decirlo.
Había tiempo de hacer lo que a uno le diera la santísima gana.
El amaba a su tío, pero su criterio distaba mucho de parecerse al del «patriarca», como él le llamaba.
La tierra era rica en pastos, y en vez de usarla para los propios, su tío la daba a sus colonos. O sea, que pudiendo ganar el doble, se conformaba con la mitad y lo demás se lo llevaban sus «discípulos».
No estaba de acuerdo. No lo estaba en absoluto, pero de eso no era preciso hablar. Es más, no era conveniente en modo alguno manifestar cuanto pensaba al respecto.
Por eso exclamó con firmeza que no era sincera ni mucho menos:
—Te doy mi palabra de que me ocuparé de todo y tú podrás descansar tranquilamente.
—Vendrás cansado, ¿verdad? Vete a dormir un rato. Date un buen baño y ya te llamarán para comer. Aún tienes tres horas antes de las diez.
—¿Comerás conmigo?
—Eso es lo lamentable —sonrió pesaroso—. Yo como a las siete y media en punto. Aquí solo, contemplado por la enfermera. Ella me elige el menú, conforme a los consejos de Walter. Después reposo un poco y luego me acuesto. A las nueve ya estoy en la cama.
—Comeré contigo —dijo Rock.
Janet, que entraba en aquel momento con el servicio de la cena de su señor, exclamó firmemente:
—Eso no puede ser, niño Rock. Tú comes buena carne y buen pescado condimentado con especias. Eso mataría a tu tío, y como él tiene buen apetito, no es posible que comáis juntos, porque el olor de tu comida abriría más el apetito del señor y se nos moriría en dos días.
Karan, entraba tras ella, vestida correctamente de gris, un modelo caro y de firma, modelando su figura, con cuello camisero y solapitas pequeñas y un cinturón oprimiendo su cintura. En torno al cuello un pañuelo de seda natural verde y la coleta aún trenzada, cayendo por el hombro.
Linda en verdad. Pero aún más que eso, seductora. Era provocativa sin desearlo e ignorándolo ella misma. Rock la miró por el rabillo del ojo y deseó decir que la encontraba fabulosa.
Pero no dijo nada.
Karan entró, lanzando sobre él una mirada serena. Miró después al enfermo. Le sonrió.
—Será mejor que haga lo que dice Janet —murmuró con voz armoniosa—. No le conviene comer con el señor Waltan. Sus comidas le perjudicarían, señor.
El caballero miró de soslayo a su sobrino.
—¿Lo ves, muchacho? Me tienen preso. Pero si es por mi salud, ¡hay que resignarse!
Rock se puso en pie.
—Te veré luego. Voy a descansar un rato.
Se inclinó hacia él y lo besó en la frente. Al erguirse se encontró con los ojos de Karan fijos, inmóviles, en los suyos.
Hubo como un desafío en ambos. Como una callada, pero firme animosidad.
«¿Por qué?», se preguntó ella.
«Porque es muy guapa, pensó él. Porque tiene no sé qué. Porque… enciende a uno sólo con mirarla.»
—¿Qué te parece mi enfermera? —preguntó el tío, ajeno a los pensamientos de ambos.
Rock sonrió.
Karan pensó que sonreía de forma muy distinta a como le sonrió a ella a solas. ¿De qué capa de hipocresía se recubría aquel hombre? Janet era ciega, y el tío Glenn, con respecto a su sobrino, no tenía de éste ni la menor idea.
¿No se equivocaría Karan Nilsson?
—Estupenda, tío Glenn —dijo Rock, girando en redondo con suavidad—. La necesitabas mucho…
Y salió en seguimiento de Janet.
Karan dispuso la bandeja sobre la mesita de ruedas. Colocó ésta ante su amo y dijo después:
—Coma con mucha calma, y que la emoción de ver a su sobrino no le afecte demasiado, señor.
—Es todo cuanto tengo, Karan —dijo él de modo raro—. Todo cuanto tengo…
Ella, no supo por qué, quedó impresionada por el acento de aquella voz casi temblona.
Capítulo 5
Janet le dijo:
—La mesa está servida, señorita Karan. El niño Rock está ya en el comedor.
¿Comer ante él?
¿Junto a él? ¿Frente a él?
No dijo nada.
Silenciosamente se dirigió al comedor. Vestía como antes. Sobre los altos tacones, aún parecía más frágil y esbelta.
Entró serenamente.
No se conoció hasta aquel día. Se sabía segura de sí misma, pero no tan firme como supo que era. Y con un criterio de las cosas, que no iba a ser posible desvanecer, sólo porque Rock Waltan tratara de dominarla con su mirada.
Era un farsante. Tenía careta. Una careta de grueso espesor.
¿Dos personalidades? Quizá.
Pero estaba segura, y no sabría decir nunca por qué, de que Rock ignoraba aquellas dos personalidades. Fluían solas, crecían paralelas y él lo ignoraba.
—Buenas noches —saludó serenamente, pero bien sabe Dios que se sentía inquieta y turbada.
—Buenas —saludó él.
Janet estaba allí. Tras ellos, mirándolos complacida.
—Pueden servirnos, Janet —dijo Rock muy tranquilo.
Janet giró en redondo, y desapareció por la puerta giratoria que daba acceso al pasillo, por el cual se llegaba a la cocina.
Al quedarse solos, Rock, que se hallaba sentado frente a ella, a la larga mesa, la miró fijamente.
—Vives como una reina —dijo entre dientes.
—Creo que me buscó usted cerca del reverendo Wolff.
—Sí, pero ignoraba… cómo era la candidata al puesto de enfermera. El reverendo no supo elegir bien.
—El señor está contento conmigo.
—Puede. El señor está un poco ciego.
—Con respecto a usted…
Lo dijo ahogadamente, sin poderse contener.
Rock fijó en ella la espada de sus ojos.
—¿Enemigos?
—Por mí… ¡no! —rotunda.
—No me gusta usted —cortó él fríamente—. No me gusta nada, y lo lamentable es que resulta usted bellísima. Demasiado bella para ser una humilde enfermera.
—Viviendo en esta casa, una tiene que ser humilde sin proponérselo, aunque no lo sea, pero me parece que el único que no lo es…
—No lo diga. De nada va a servir.
Ya no la tuteaba.
Parecía que su rostro, de repente, se tallaba en piedra. Miró hacia la puerta y al ver que estaba cerrada, exclamó sordamente, tuteándola de nuevo:
—Calas hondo. Basta mirarte a los ojos para saber que calas… Ándate con cuidado. Yo no soy un patriarca, ni resulto tan generoso como mi tío.
—Él cree lo contrario.
Rock se impacientó.
—¿Te olvidas de qué eres una subordinada?
—No. Pero usted sí parece olvidar que aquí se vive humanamente, sin soberbias ni altiveces.
Él miró en torno.
Sus castaños ojos tenían un brillo inusitado.
—No te olvidarás —dijo entre dientes, como si mascara cada palabra— que este imperio es mío. Muy mío.
—Lo cual yo lamento profundamente —replicó ella con sequedad, aunque su voz, en el fondo, resultaba, corno siempre, armoniosa.
—No te va a servir de nada lamentarlo —rió él entre dientes otra vez—. Y repito que te andes con cuidado. Si no me eres simpática, he de arreglármelas para que salgas de aquí.
—Es usted cruel y ruin.
—La vida me enseñó que los blandos, nunca llegan a parte alguna.
—Todos confían en usted.
—Pues que no confíen. ¡Ah, y cuidado con la lengua!
Una doncella entraba en aquel instante, y ambos callaron.
Comieron en silencio. Cuando terminaron, fue ella la primera en ponerse en pie.
—Buenas noches, señor, y que aproveche.
Rock, que bebía el café a pequeños sorbos, levantó los ojos. No la cabeza. Los ojos tan sólo, y las dos arrugas paralelas de su frente parecieron marcarse de modo profundo.
—No se olvide —volvió a tratarla de usted— que soy yo ¡yo! quien ha de levantarse primero. Si mi tío es tan… amable con usted, yo soy de otra casta.
Como si su cuerpo fuera un mazo, Karan se dejó caer de nuevo en la silla.
—Tengo que ponerle una inyección al señor —dijo ahogadamente—. He de prepararla en cinco minutos.
—Pues váyase.
Y siguió tomando el café.
Siguieron días penosos. Muy penosos para ella, que vivía dentro de todo y daba la sensación de vivir muy al margen.
Procuraba no encontrárselo.
Lo veía evolucionar en torno a todos y nadie le trataba como a míster Newley. Se diría que le tenían demasiado respeto, casi rayando éste en el temor. Y lo más lamentable, a juicio de Karan, era que míster Newley y la misma Janet vivían ajenos a aquella tiranía que silenciosamente, Rock Waltan ejercía sobre todos los empleados de la hacienda.
¿Sabían todos y cada uno de ellos, cómo era realmente Rock Waltan? Karan hubiera jurado que sí. Todos menos míster Newley y la señora Janet, que vivían absorbidos por sus encantos personales y por la redomada falsedad de aquel farsante.
Quince días después, una noche, hallándose ella en la terraza, después de dar la inyección al enfermo y dejarlo acostado en la cama con la ventana entreabierta, vio la punta del cigarrillo que avanzaba.
Supo que era él.
Se hallaba apoyada contra la columna de cemento, y no se movió.
No estaba dispuesta a dejarse amilanar por Rock Waltan.
Vestía falda gris, estrecha, medias sport de lana roja, calzaba zapatos bajos y la chaqueta negra, larga, abierta por los lados y cerrada hasta la garganta por una cremallera, dándole aspecto de niña ye-yé, pero todos sabían en la hacienda que Karan no lo era.
Y si lo era físicamente, por su aspecto moderno y desenvuelto, nadie ignoraba que bajo todo ello existía una sensatez madura y razonadora.
Quizá también lo sabía Rock y por eso la odiaba tanto y la deseaba más. Sí… la deseaba.
Le ocurrió desde el primer momento.
Habituado a tenerlo todo, aquél era un capricho hasta ahora delegable, pero que, conociéndose, sabía ya que no podría doblegarse mucho tiempo.
Llegó a su lado y se detuvo en la columna de enfrente.
Una luz mortecina, rojiza, pendiendo de un farol, apenas si iluminaba sus dos figuras silenciosas, igualmente apoyadas en columnas paralelas y buscándose a través de la boca.
—Hace mucho que no te veo a solas —dijo Rock secamente.
Karan no respondió.
—¿Huyes?
—Prefiero vivir al margen de sus… digamos… andanzas.
—No salgo de la hacienda —rió él guasón—. Ya ves, ni siquiera he ido al centro desde que llegué. Y lo paso mal, no creas. Lo paso mal, porque me gustan las chicas, y aquí sólo estás tú y las doncellas.
—Tengo sueño, señor…
—Aguarda. No he venido hasta aquí para quedarme solo. ¿Sabes qué me atraes?
—Usted a mí, no, señor.
—Bueno, eso es lo que dicen todas las mujeres cuando quieren pescar a un hombre. No te vendría mal, ¿eh? Al fin y al cabo soy un espléndido heredero forzoso. Mi tío carece de parientes cercanos o lejanos. Yo soy el único, y por tanto heredero de este imperio. No harías mala cosa cazándome.
—Es usted un absurdo vanidoso.
Rock empezó a reír.
Ni uno ni otro se fijaron en la ventana que se abría más. Bastante más; ni en el rostro pálido, casi cadavérico, que asomaba por ella.
—No existe humano sin vanidad.
—Su tío.
—Dejémosle a un lado. Yo le quiero mucho —y su voz resultaba algo ronca, sincera, pensó Karan. Y el hombre que escuchaba allí arriba, se estremeció de pies a cabeza—, pero no comparto su criterio de las cosas. No soy un patriarca, Karan. Soy simplemente un hombre. Si tengo vasallos a mis órdenes, no tengo por qué considerarles amigos. Son únicamente mis vasallos.
—¿Por qué no le dice eso a su tío?
—Sentiría enormemente defraudarle. Le admiro mucho. Pero yo no soy capaz de ser como él.
—Porque está usted lleno de soberbia. Porque nunca supo lo que era frío o hambre. Porque…
—Vaya, además eres apasionada —y bajando la voz—: ¿Quieres dar un paseo por el parque? A esta hora de la noche está espléndido.
—Me sentiría humillada ante mí misma si diera un paseo con usted. Me pregunto qué diría su tío si le conociera como le conozco yo.
—Mi tío no tiene por qué conocerme. Repito que sería defraudarle mucho, pero las personas no podemos nacer y crecer para imitar a otras. Cada una tiene su personalidad y su concepto particular de las cosas.
—Y el suyo le enorgullece.
—Pues sí. Yo respeto mi modo de ser, y estoy contento como soy. Pero no he dejado la biblioteca para hablar de mi tío y mi modo de ser. He pensado que podríamos hablar los dos de ambos. De ti y de mí. Somos jóvenes los dos y nos aburrimos soberanamente en este lugar. Hay que reconocer que es bello, pero… terriblemente soso y monótono.
—Buenas noches, señor.
—Aguarda. Te dije el otro día que no debes levantarte de la mesa sin mi permiso, e igualmente te digo ahora que no puedes irte sin que yo te lo permita. Podemos hacer un pacto… ¿Quién se va a enterar?
—Es usted… —la voz femenina temblaba— es usted… un canalla.
Y pasó ante él.
La mano de Rock cayó como un mazo sobre su hombro.
—¡Quieta! —dijo sordamente—. Quieta… —y como si mascara cada palabra, cerca su boca del rostro femenino—: Me inquietas. ¿Te enteras? Es la primera vez que me ocurre, y no estoy dispuesto a soportar esta inquietud.
—Suelte… Suelte.
Parecía, más que una orden, un gemido.
Él no supo por qué razón la soltó como si quemara.
Karan se perdió en las sombras de la terraza, y luego se deslizó, casi corriendo, por el vestíbulo.
La ventana del primer piso se entornó silenciosamente, y la figura alta, de blancos cabellos, se hundió en el lecho con una amarga sonrisa.
Capítulo 6
Amaneció un día espléndido. Frío, pero claro, y con un sol que lucía en lo alto como oro puro.
La helada caída la noche anterior, endurecía la tierra, pero el sol, poco a poco, iba derritiéndola.
Rock se hallaba apoyado en la terraza a las once de la mañana.
Vestía calzón de montar, altas polainas y una zamarra de ante marrón, cerrada de arriba a abajo.
Fumaba en aquel instante y los dientes casi mascaban el tabaco. Lo hacía con rabia, más bien con furia, como si Karan Nilsson fuera el mismo cigarrillo que mordía con saña.
—Buenos días, muchacho —saludó la voz siempre suave de míster Newley.
Rock se incorporó y giró en redondo.
—Tío Glenn —exclamó con acento que parecía feliz—. Mucho has madrugado hoy.
El caballero ya estaba junto al joven.
Le pasó un brazo por los hombros. Eran igualmente altos los dos. Se parecían físicamente, tan sólo se diferenciaban por el color del cabello y los ojos. Los de míster Newley eran azules o grises, y los de Rock castaño claro. Los cabellos del tío eran blancos como la nieve, y, pese a aquella blancura, no había muchas arrugas en su rostro. En cambio, el de Rock era rubio cenizo y tenía alguna arruga, terriblemente pronunciada, en la frente y en la comisura de la boca.
—A veces me despierta el sol —sonrió el caballero apaciblemente— y entonces no tengo más remedio que tirarme de la cama, con gran disgusto de la joven enfermera, cuando a esta hora se encuentra ya de pie —miró en torno—. ¿No ha bajado aún?
—Si te refieres a la señorita Nilsson, acabo de oír en la cocina que fue al templo muy de mañana, y no ha vuelto aún.
Míster Newley consultó su reloj de pulsera.
—No tiene prisa. Son las once y diez y hasta las dos no me toca la inyección —y sin transición—: ¿Quieres qué demos un paseo por el parque?
—¿Puedes?
—Bueno, no es que me convenga caminar demasiado, pero apoyado en el bastón, doy todas las mañanas un paseíto por la avenida de los tilos. Bajo y subo, y eso me consuela mucho. ¿Vamos, muchacho?
—Sí.
Descendieron una a una las escalinatas, y ambos iniciaron el paseo bajo los tilos.
Por las altas ramas de éstos entraba el sol. Ofrecía una sombra a veces fría, y otras zonas iluminadas por un sol que calentaba demasiado.
—Me parece que al final del día de hoy, estallará tormenta —comentó el caballero—. Siempre ocurre igual. Prefiero un sol suave a éste tan brillante y tan redondo, como si ardiera —y rápidamente, sin transición—: Aún no me has contado nada de tu vida.
—¿De mi vida?
—De tus… ¿cómo diré?… aventuras, de tu vida sentimental o pasional, o pasiva… Los hombres jóvenes siempre tienen algo que contar a los viejos. ¿No te has enamorado nunca?
—Oh, no —rió Rock sarcástico—. Eso queda para los inocentes, tío Glenn…
—Y tú no lo eres…
¿No había un dejo amargo en aquella voz?
Rock era demasiado soberbio y estaba demasiado poseído de sí mismo, para fijarse en nada que no fuera él. No obstante, se sintió algo desconcertado ante las frases cortas y breves de su tío.
—Bueno… no es que yo sea un sádico, tío Glenn, pero y tampoco soy un inocente. Si quieres saber si me he enamorado alguna vez, te diré sinceramente que no. El amor para mí, es algo…
—¿No es maravilloso?
—Diantre, tío, se diría que tú amaste mucho.
—Amé. Mucho, sí. Pero no pude casarme. Entonces tenía demasiadas cosas en mi cabeza. Excesivo trabajo. Tú… que eres como algo tan íntimo… para mí, me hizo responsabilizarme casi sin darme cuenta.
—No dirás que no te casaste por mí.
—No, no, claro —y bajo, pensativamente, como preguntándose a sí mismo—: ¿Hice bien o mal, quedándome soltero? Pues no lo sé.
—¡Tío Glenn!
—Bueno, bueno —rió éste, un sí es no es sarcástico—. Olvida lo que te dije. Y no olvides, te digo ahora, que cuando un hombre llega a mi edad, mira hacia atrás y se arrepiente de muchas cosas. No quisiera que a ti te ocurriera igual.
—No sé por qué lo dices, ni de qué cosas puedo yo arrepentirme.
El caballero no contestó en seguida.
Daba con el bastón en las piedrecitas y de vez en cuando éstas iban muy lejos.
—Rock… ¿no has pensado en casarte?
Rock se detuvo en seco.
—¿Casarme? ¿Casarme dices? Algún día lo haré, pero no pronto… No hay vida mejor que la del soltero.
—Sólo hasta cierto punto, ¿no?
—Hasta todos los puntos.
—Yo había pensado…
Rock lo miró fijamente.
Fue tan estúpido que no vio el brillo inusitado de los ojos de su tío. Ni por lo más remoto imaginó que su tío acababa de buscar aquella oportunidad para hablarle precisamente de aquello. Y que su paseo era un pretexto, y que la conversación no surgió sola, espontánea, sino que la buscó el anciano para llegar al punto que le interesaba.
No. Rock era demasiado personal y tenía un concepto especial de su tío, para imaginarlo haciendo un papel de «Patriarca» falso.
Pero hay circunstancias en que el hombre más noble y patriarcal tiene que ser falso. Y Glenn Newley lo estaba siendo en aquel instante.
—¿Qué habías pensado?
Una gentil figura femenina, enfundada en una gabardina blanca y cubierta la cabeza con un gorro negro, calzada con zapatos semibajos de piel negra, apareció en la alta verja.
—Ya regresa la señorita Nilsson —dijo pacíficamente míster Newley.
Y por el rabillo del ojo lanzó una breve mirada sobre el rostro cuadrado de Rock.
Vio en sus ojos una luz de irreprimible admiración y otra luz de maligno deseo. Pero nadie diría que observó algo en los ojos de su sobrino.
Karan avanzaba. Al llegar frente a ellos se detuvo.
—No le conviene pasear con esta mañana tan fría y a la par tan cálida bajo el sol, señor.
—Un paseíto, señorita Karan…
A ella le extrañó que la llamara señorita, cuando jamás a solas lo hacía.
Pero no demostró su extrañeza.
—Ni un paseíto, créame —no miraba a Rock, cuya figura erguida estaba allí, a dos pasos de ella, emparejada con el anciano—. Lo mejor será que entre en la casa.
—Enseguida.
—Señor…
—Un poco nada más, se lo ruego.
La bonita cara de la joven se atirantó.
—Le concedo media hora justa —dijo resuelta—. Ni un minuto más. Le vendré a buscar yo misma, señor. Está usted magníficamente esta temporada, y no es conveniente que retroceda. Si sigue así, podrá montar a caballo para la próxima primavera.
La voz de Rock sonó apacible y casi amable.
—¿Es usted médico, señorita Nilsson?
—Soy enfermera titulada, señor Waltan —dijo con firmeza, mirándolo de frente— y sé lo que me digo —inclinó un poco la cabeza—. Señores…
Y se alejó presurosa.
Hubo un silencio.
Míster Newley susurró como al descuido:
—Bonita chica, ¿eh? Y llena de una auténtica dulzura.
—Bonita, sí.
—¿Sabes qué pensaba? No estaría mal que te casaras con ella.
Rock dio tal salto, que se quedó frente a su tío.
Pero éste, lejos de denotar enojo, sonreía beatíficamente.
—¿No… te gusta?
—Tío Glenn… ¿has perdido el juicio?
—No… claro que no —se alzó de hombros y dio a su voz una entonación puramente humana y apacible—. Hay que tener en cuenta que las mujeres de hoy suelen engañar mucho. Los hombres tienen que tener mucho cuidado al elegir esposa. Ya sabes, ves un rostro ideal y te asombra después, cuando conoces lo que hay dentro, comprobar su vaciedad. Esta chica es excelente. Ha sufrido.
—¿Te lo dijo… ella?
El caballero sonrió como un santo varón.
—¡Oh, no! Ella nunca habla de sí misma. Hasta ese punto es discreta. Sé muchas cosas por el reverendo Wolff. ¿No te las refirió en su frecuente correspondencia contigo?
—No —secamente—. Me dijo que era una chica recomendable y nada más. Para mí, que conozco al reverendo, era más que suficiente.
—Yo tuve ocasión de hablar mucho con él esta temporada. Desde que dejó esta ciudad, ha venido a verme alguna vez… Me dijo que la madre de la señorita Nilsson murió joven, dejando a su única hija en poder de una cuñada. Esta señora fue… ¿cómo te diré?, exigente y ruin con la jovencita. Ella estudió ganando a la par para sus estudios. Es bella y la tentaron muchas veces, pero siempre salió indemne de tantas proposiciones como le hicieron. Yo pienso… Bueno, no me mires así. ¿Tendría algo de particular que la conocieras más y… la hicieras tu mujer?
—Claro que tendría, y mucho. No estoy enamorado de ella, tío Glenn.
—Es claro. El amor no es como una taza de té, que la tomas y la degustas y en paz. El amor entra despacio, muy despacio, ¿no crees?
—Me parece que te estás burlando de mí.
—¡Oh, no, no! Simplemente he pensado que quizá… te interesara, y deseaba que supieses que no me molesta que te cases con una chica sin capital.
—Pero, tío Glenn…
—No he dicho nada, ¿eh? Nada en absoluto. Los viejos, ya sabes, a veces tenemos ideas estúpidas. En realidad, al llegar a mi edad, los hombres resultamos un poco estúpidos… o absurdos —de súbito, como quien no dice nada—: ¿Esperas casarte con una mujer rica?
—Haces cada pregunta, tío Glenn.
—No me contestes. En realidad soy un necio hablándote de mis ideas anticuadas.
—Ya ha transcurrido la media hora, porque veo a la señorita Nilsson salir del palacio y venir hacia aquí.
—Sí —admitió el caballero pacíficamente—. Ya te dejo. Regreso a casa, a sentarme al calor de la chimenea. ¿Te quedas tú?
—Voy a dar un paseo a caballo.
—Ve, muchacho, ve. Ah, y olvida lo que te he dicho, ¿eh? Hablé como un chiquillo… caprichoso. Me gustaría… Sí, me gustaría que esa joven se quedara en esta casa… Pero soy tonto, ¿verdad, Rock?
—Hasta luego, tío Glenn —dijo Rock por toda respuesta.
Al girar, las facciones de Glenn Newley parecían tirantes, y sus ojos brillaban de modo raro…
—Me siento nostálgico esta mañana, Karan —otra vez la llamaba por su nombre—. No te marches, hazme un rato de compañía.
Karan, que iba a salir del saloncito caldeado, fue a sentarse a su lado, frente a la chimenea encendida.
—Soy como un niño caprichoso, ¿verdad?
—No, señor. A mí me parece usted admirable.
—Ajajá. Gracias, hija. Me siento orgulloso de parecerte admirable a ti. Oye… ¿Y… qué te parece mi sobrino?
Karan se puso en guardia.
—¿Parecerme?
—Sí, sí, eso he dicho. Soy tonto al suponer que habrás formado un concepto de él. ¿O no? ¿Me equivoco? Eres jovencita… sentimental… —Karan pensó que no tenía por qué decir que lo era, pero se calló—. Y Rock también es joven y sentimental, seguramente.
¿Qué esperaba Glenn Newley? ¿Qué Karan le dijera cuanto pensaba de Rock?
Pues sí. Nada más y nada menos que eso. Probar a la joven, como anteriormente había probado a su sobrino.
—No tuve tiempo para saber si el señor Waltan es sentimental o no, señor.
—¿No has formado un concepto de él?
—No, señor.
—Se puede decir que sois los únicos seres jóvenes de esta hacienda. Los demás forman parte de ella, pero son sólo naipes. Vosotros sois la reina y el caballo.
—Aun así, señor.
—Bueno —hizo una pausa. Su rostro beatífico tenía una sonrisa demasiado apacible para ser sincera, pero Karan no se fijó en tal detalle—. Yo debo ser un sentimental empedernido. Y lo lamentable es que lo descubro cuando estoy en las postrimerías de mi vida. ¿No es decepcionante? Te digo esto porque con este sentimentalismo descubierto tardíamente, he pensado…
Karan se menguó en el diván.
—He pensado, ¿sabes, Karan? He pensado… Nosotros, los que estamos en el ocaso de la vida, hacemos novelas con el pensamiento. Imaginamos cosas inimaginables… Es absurdo, ¿verdad?
—No… no, señor.
—Sí, sí que lo es. Pero no hay forma de aplacar esta imaginación anciana que se agudiza con los años —miró al frente. Sus claros ojos, al ser reflejados por los leños candentes de la chimenea, tenían como una vivacidad juvenil—. Y entonces ocurre que pensamos para los demás, cosas que hubiéramos deseado hacer nosotros de jóvenes, pero que entonces se nos escaparon, y nos duele que se les escapen a los que nos siguen. ¿Me entiendes?
—Pues…
—No… sé que no. Pero ya te lo aclararé. ¿No te gustaría enamorarte de mi sobrino?
Karan casi dio un salto en el diván donde se hallaba sentada. Sentía la mirada fija, quieta, casi desconcertante del caballero, en sus ojos, y no fue capaz o no quiso huir de aquella mirada.
—¿Le amarías, Karan?
—Señor.
—Di, ¿le amarías?
Ella sintió algo extraño rodar por sus venas, agitarse en sus pulsos y sus sienes.
¿Qué decía aquel hombre? ¿Qué decía? ¿Estaba loco? ¿Y qué sentía ella? ¿Por qué palpitaba así por dentro, estando tan firme y tan quieta en el diván?
—Karan… no me contestes. No es preciso. Tengo un corazón viejo y un cerebro casi agotado, pero hay cosas… hay cosas que uno ve…
—¡Señor!
—Te sería fácil amarlo, Karan.
—No, no. Está usted loco, señor.
—Bueno —rió él apaciguador, como si nada dijera hasta entonces—. No hablemos más de ello… Ni una palabra más. Pero quiero que sepas que el hecho de que tú no poseas ni un centavo, no evitará ese matrimonio, si es que ambos descubrís que os amáis.
—Señor, ¿qué dice usted? Yo no pensé… ni el señor Rock pensó…
—Lo sé, lo sé, pero como sois jóvenes los dos y estáis como formados el uno para el otro… Yo soy viejo y pensé que antes de morirse me gustaría ver a Rock casado y a ti junto a él, asida de su mano, llevándolo por ese camino de la humanidad que sembré yo… ¿Es una necedad? Hemos de tener en cuenta —añadió como al descuido, con gran asombro de la joven— que Rock es pobre como el jardinero, como cualquiera de mis empleados.
—Es su heredero, señor —dijo ella balbuciente.
—Sí, sí… si lo merece —y sin transición, como si no dijera nada—: ¿Quieres traerme recado para escribir? Se me olvidaba que tenía pendiente una carta…
Karan se puso en pie y salió de la estancia temblando.
«Sí, sí… si lo merece.»
¿Por qué? ¿Por qué decía aquello? ¿Por qué?
Ella, jamás, nunca podría decirle a míster Newley que su sobrino no merecía nada, nada más que su desprecio. Jamás, jamás se lo diría, aunque la amenazaran con privarla de la vida.
Capítulo 7
Fue Janet la encargada de llevar aquella carta al correo. Y fue asimismo la que, tres días después, dijo delante de Karan:
—El señor tiene que ir hoy a la consulta del doctor Walter.
—¿No puede venir el doctor aquí? —se asombró la joven.
—Una vez cada dos meses, el señor va a la clínica de su médico. Yo le acompaño siempre. ¿Le importaría a usted, señorita Karan, que lo hiciera hoy también?
—No, no, por supuesto. Pero tenga cuidado. Al señor no le conviene tomar frío, y hoy lo hace.
—Nos llevará Mat en el auto del señor. Gracias, señorita Karan.
Dos horas después, Janet se despedía de su señor ante un hermoso edificio de doce plantas.
—¿Dónde me espera el reverendo, Janet? —preguntó míster Newley.
—En casa de su hermana, señor. Aquí mismo, en la planta baja. Debió llegar de Belleville ayer noche.
—Gracias. No os mováis de aquí, Janet.
—No, señor.
Entretanto, allá en la finca, Rock entraba en el salón biblioteca donde Karan, sentada en un rincón de la pieza, leía un libro.
No lo sintió llegar.
Situóse tras ella, e inclinando un poco su alta talla, leyó en alta voz:
—Pirandello. El difunto Matías Pascal —se echó a reír—. Apuesto a que ni siquiera sabes cuándo hicieron a este hombre, que, según dicen tenía cierta semejanza con el diablo, premio Nobel de literatura.
Karan cerró el libro y bruscamente se puso en pie.
Quedóse frente a él, erguida y palpitante.
Linda en verdad. Pero aún más que eso, le pareció a Rock Waltan atractiva y desafiante, provocadora, quizá sin proponérselo.
La miró fijamente, de arriba abajo.
Vestía unos pantalones a cuadros pequeñísimos, blancos y negros, y un suéter amarillo de cuello en pico, por el que asomaba un pañuelo de suaves colores. Aquel pelo abundante, de un brillo azuloso y aquel cuadro vivo de sus labios, y aquel palpitar de sus senos, dejó a Rock por un segundo, paralizado.
Paralizado, porque aquella muchacha iba entrando con una fuerza brutal en su ser. Era para él lo inexplicable, y por eso, por desearla tanto, la odiaba más.
No supo por qué razón, inclinóse más hacia delante, hasta mirarla cerquísima.
—Me pregunto por qué estás aquí, en mi casa. Por qué he de sentir yo esta inquietud y por qué he de pensar en ti noche y día.
—Olvídese de mí —dijo ella agitada—. Se lo ruego. Olvídese de que existo y vivirá usted más tranquilo.
—Lo cual significa que tú mismo consideras lo mucho que me intranquilizas.
—Lo dice usted.
—Karan… yo no soy un tipo generoso como mi tío. Ni pienso casarme contigo y elevarte hasta mí. Yo no soy de los hombres que se casan. Algún día lo haré, y quizás entonces busque una mujer como tú, pero no tú misma.
De súbito se enderezó.
Una risa fuerte, casi brutal, relajó sus labios.
—Me parece —añadió al rato, mirándola como si la sopesara— que sabías, ya antes de llegar a Springfield, que en esta hacienda había un hombre joven a quien podías cazar. ¿Has venido a eso? Porque no me digas que una mujer como tú puede ser feliz junto a un viejo fastidioso y un puñado de gentes insulsas.
—Es así como usted ama esto, lo que su tío piensa dejarle el día que se muera. Él tiene grandes esperanzas en usted.
—Tantas —rió Rock burlonamente— que hace dos días, me propuso que me casara contigo…
Los dedos de Karan se aferraron nerviosamente al libro.
Hubo en sus ojos como un súbito y precipitado parpadeo.
Él, riendo, añadió:
—Es absurdo que un hombre inteligente como él, se haya dejado embaucar por una chiquilla, lista sin duda, pero sólo una chiquilla, que ha venido a esta casa con un propósito.
—No es usted bueno.
—No lo pretendo, muchacha. Nunca pretendí ser bueno. Me limito tan sólo a vivir. Y he logrado, hasta ahora, vivir bien.
Y como ella le mirara con desdén, por un segundo las facciones masculinas se alteraron. Hubo en su boca un súbito relajamiento y los dedos, al separarse del cuerpo, cayeron como una maza sobre el hombro femenino.
Ella se mantuvo inmóvil, firme, casi rígida, pero con una valentía que suponía un auténtico desafío.
Él así lo consideró, porque de pronto, rápidamente, sin que ella pudiera reaccionar, sus dedos resbalaron por el hombro y se prendieron en la espalda y después bajaron hasta la cintura.
Un sofoco. Una rabia incontenible de ser para él un juguete. Una inquietud aún mayor que su rabia y un estremecimiento bien perceptible, que la recorrió de pies a cabeza.
—Suelte —pidió en un gemido—. Suelte.
No lo hizo.
La dobló en su cuerpo. La estrujó en sus brazos, y su boca, con más ansia que despecho, aunque él creyera lo contrario, buscó los labios femeninos.
Fue para Karan, que jamás se dejó besar por hombre alguno, como una quemazón infernal aquellos labios hurgando en los suyos, y aquellas manos como pecados horribles, perdidas en su cuerpo.
Quiso huir. Se debatió. Luchó con desesperación para poder moverse en aquel breve círculo que la aprisionaba.
Hubo en su pecho un loco palpitar, y en sus ojos algo se cuajó.
Mucho tiempo.
Como si se gozara en su desesperación. No había pasión en aquellos besos, ni ternura.
Rabia. Eso sí. Una rabia indoblegable de sentir aquella ansiedad, no queriéndola sentir.
Al fin, ella pudo escurrirse de sus brazos. Por espacio de un segundo, quedó jadeante ante él, temblando de pies a cabeza como una chiquilla indefensa. Pero después, sin palabras, con un brillo inusitado en la mirada, giró sobre sí misma y echó a correr como si la persiguiera el mismísimo diablo.
Rock quedó allí, casi doblado, apoyado contra el brazo de un sillón.
Sus labios se movieron, y algo, como un sonido inarticulado, salió de ellos. Pero apretó el puño y por tres veces, inquietísimo, o sólo desesperado, golpeó el brazo del sillón como si fuera su propia cabeza y quisiera destruirla.
—Ya sabe todo lo que pienso. Lo qué estoy dispuesto a hacer. Cuánto me duele todo esto… ¿Qué me dice, reverendo Wolff?
Hubo un silencio.
Largo, pareció interminable.
El reverendo tenía una pipa entre los dientes y fumaba afanosamente, como si nada mejor pudiera hacer.
Había oído a su amigo Glenn Newley durante más de una hora, sin interrumpirle. Una hora, durante la cual Glenn vertió por la boca toda su amargura.
Él le comprendía, pero no le parecía bien la solución buscada por su amigo.
—No me contesta, reverendo.
—Sí, sí… Déjame reflexionar. Has hablado tanto…
—Le he expuesto un plan.
—Temerario.
—Necesario para aplacar una brutal soberbia. Usted ya sabe lo que yo hice de mi mundo humano. De aquellas gentes que me aman como si yo fuera su padre o su familiar. No puedo tolerar que un día todo el promontorio que yo levanté durante una vida entera, a mi muerte, en un segundo, sea derrumbado como si lo devastara un terremoto. No estoy dispuesto a consentirlo.
—Habla claro. No busques subterfugios falsos. Sé sincero y trata de buscar la parte vulnerable de tu sobrino.
—¿Dónde está esa parte? ¿Acaso existe?
No parecía el hombre apacible que conocía Karan. Ni el manso y bondadoso que conocía Rock.
Era un hombre herido y receloso, y lo que es peor, resentido y dolido al mismo tiempo.
—Reverendo… usted sabe que he puesto todo mi cariño y toda mi ilusión en ese muchacho.
—Lo sé.
—Sabe cuántas esperanzas tenía cifradas en él. Lo consideraba mi continuador. Ahora me doy cuenta de que le di demasiado, que puse en sus manos un imperio para que él, con un solo dedo, lo derrumbe como si fuera una maqueta. No voy a tolerarlo, padre. No voy a consentirlo en modo alguno. Y quizá no me queden muchos meses de vida. Tal vez sólo sean días. Yo no me hago ilusiones. Yo sé la enfermedad que padezco, y sé que tanto Karan como Janet, como el mismo Rock, están equivocados con respecto a ella. Walter no me engaña nunca. Es mi amigo y me ha dicho la verdad. Pronosticó un año de vida, hace apenas seis meses. Si él acierta, me quedan otros seis y durante ellos, antes de que finalicen…
—¿No hay otra forma?
—No la hay.
—Búscala. Piensa… pensemos los dos…
—He reflexionado mucho durante aquella noche, reverendo —dijo Glenn Newley con ahogado y sordo acento—. He llorado en mi lecho y sentido frío, después de sentir tanto sofoco pensando en él. El calor sofocante de toda mi vida. Recopilada ésta, me doy cuenta de que sólo viví para él.
—Y él… no aprendió tu lección.
—Tendrá que aprenderla —dijo resueltamente, como concluyendo algo que tenía bien meditado—. Tendrá que aprenderla mal que le pese, y si no la aprende… entonces es que no merece mi aprecio ni mi ternura, ni siquiera uno solo de mis pensamientos.
—Reflexionemos juntos, Glenn. Para llevar a cabo lo que te propones… tienes que contar con una persona… ¿Has pensado lo que ella dirá, hará y pensará, respecto a lo que vas a proponerle? ¿Vas a hablarle claro? ¿Vas a decirle…?
—No.
—Entonces…
—Es dulce y buena y me aprecia. Sabré llegar a ella sin que sospeche mi trama. Y después, cuando yo haya muerto…
—Que puede ser para una explicación postrera, demasiado tarde.
—Entonces ella se dará cuenta de muchas cosas y tratará de ayudarme. Sabe ya para qué vivo y por qué vivo, y cuanto supone para mí aquel mundo que hice con mis manos y mi corazón. Y entonces estoy seguro de que los dos, si de veras se aman, sabrán continuar mi labor.
—Eso es muy problemático.
—Eso es lo que yo espero de ellos. Y si no reaccionan como yo espero, entonces es que ninguno de los dos merecía mi aprecio y mi cariño.
—Me das miedo, Glenn…
—Le he citado aquí para hablarle de ello. Tenía que decírselo a alguien. Janet no podría comprenderme. Ama demasiado a Rock y lo considera, como yo lo consideraba, un semidiós. Y no es más que un miserable hombre roído por los malditos deseos carnales, roído por la ambición, por la rabia, por la ansiedad de ser.
—Es humano.
—También yo lo soy, y amo al prójimo.
—Está bien, Glenn. No voy a ser capaz de disuadirte. Hazlo si puedes. Si algún día me necesitas… llámame.
Capítulo 8
Entró en el living.
La vio allí, acurrucada en la esquina del diván, con el libro de Pirandello aún en las manos, apretado entre éstas, casi estrujado.
Avanzó.
No era capaz de estarse quieto. No sabía si sentía admiración por aquella muchacha, o sólo rabia. Una rabia incontenible, que era, en definitiva, lo que él deseaba sentir.
Giró en torno a ella, y sin palabras se sentó en frente.
Un silencio.
Ella lo miraba como si no lo viera. Una palidez mortal cubría su bello semblante. Tenía un temblor convulso en los labios y los senos le oscilaban como si allí se recopilara toda una emoción inconfesable o toda una amargura incontenible.
—No soy un sádico —dijo él de repente.
Karan no contestó.
—Ni un malvado. Soy sólo un hombre, y me molesta que una mujer joven esté aquí… Eso me molesta.
—No se preocupe. Me iré pronto…
—Y dejarás tu recuerdo como una estela infernal.
¿Qué es lo qué tienes tú, para que yo me inquiete así? Yo, que jamás me inquieté ante mujer alguna. Además, me hiere esa sombra melancólica de tus ojos, y ese rictus amargo de tu boca. Te voy a hacer una proposición, y quizá, si la aceptas, desaparezca de tu boca esa amargura y de tus ojos esa melancolía.
—Si es para ofenderme —susurró ella en un gemido— absténgase de decirme nada. No tiene derecho a maltratarme así. Yo nada le hice.
—Eres diferente.
—No me lo propongo.
—Pero lo eres —gritó él exasperado— y eso me hiere a mí.
—Dijo que se iba —murmuró ella cohibida—. Dijo que se iba después de las Navidades. Están llegando. Falta sólo una semana. Ignóreme entretanto. Yo no tengo adonde ir, y usted… tiene un mundo entero que recorrer.
—No soy piadoso como mi tío, Karan —dijo furioso—. Ni considerado para el prójimo. A mí me interesa este imperio. Cuando él fallezca y todo pase a mis manos, lo venderé y me iré de aquí y no daré un golpe en toda mi vida. No es que yo sea un holgazán —rió flemático y despiadado— es que tendré demasiado dinero, y sería de necios vegetar trabajando. Yo no amo esto ni me interesan las vidas de las personas que viven en este imperio. Yo tengo mi vida propia y lo demás… no me interesa en absoluto.
—No se lo ha dicho nunca a su tío.
—¿Por qué voy a disgustarlo? Además —rió— aunque se lo explicara, él no lo comprendería. Yo voy a hacerte una proposición. Sencilla, sin subterfugios, sin dobleces. Como todo lo que yo hago. Me gustas mucho —añadió rotundo—. Esa es la verdad. Me gustas tanto, que estoy a punto de perder la cabeza. Me gustaste ya cuando te vi por primera vez apoyada contra el tronco de aquel tilo. Vestías de hombre, y en contraste, tu femineidad era mucho mayor.
—¡Cállese!
—¿Por qué? Los hombres tenemos derecho a hablar.
—Pero no hay nadie obligado a escucharles —gritó Karan, a punto de estallar en sollozos.
—Eres apasionada —ponderó él de modo raro—, muy apasionada. Me gustas por eso. Por la frialdad con que te recubres y por la pasión que hay bajo ese recubrimiento. No soy partidario del matrimonio, por dos razones. Una, porque me gusta mantener viva la ilusión, y otra porque, hombre casado, hombre perdido. No sé quien fue el que dijo algo parecido a esto. «Es fácil reconocer a dos esposos: Por su cortedad cuando se encuentran, o por la satisfacción que sienten cuando se pierden de vista» No. No estoy dispuesto a soportar la misma mujer toda la vida. Yo te propongo, sencilla y llanamente, esto: Vente conmigo. Te haré feliz. Y cuando uno se canse del otro, que terminará ocurriendo, nos damos la mano y nos despedimos amistosamente.
Ni siquiera se ofendió.
Ya no era ofensa ni dolor lo que sentía. Era más bien asco, mezclado con una terrible y honda desilusión.
—Oyéndole hablar, me recuerda usted algo que leí alguna vez… Hace ya mucho tiempo. Era de Heine y no recuerdo en qué libro lo leí. ¿Permite qué se lo repita? —no esperó ni siquiera un ademán de aquiescencia—. «Decidme, ¿qué es el hombre? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Quién habita allá arriba sobre las estrellas de oro? Las ondas murmuran su sempiterno arrullo, sopla el viento, vuelan las nubes, los astros centellan fríos e indiferentes. Y, entretanto, un pobre necio espera una respuesta.» Ese pobre necio me parece usted, Rock Waltan. ¿Se da cuenta? Habría un sólo hombre en el mundo y sería usted, y yo no lo seguiría a parte alguna.
Y como él la mirara fijamente, sin decir palabra, ella se puso en pie, dejó el libro de Pirandello sobre el asiento, y señalándolo murmuró con marcado desdén:
—Fue premio Nobel en el año treinta y cuatro, y si desea más detalles, le diré que era siciliano.
Giró en redondo.
Rock se levantó como un rayo y dio la vuelta ante ella.
—No te marches. Aguarda. No hemos terminado aún.
Se miraron muy de cerca. Estaban tan juntos, que un simple movimiento los hubiera precipitado uno sobre otro. Ella apoyada en el respaldo del sillón. El frente a ella. Su cuerpo se deslizaba silenciosamente hasta estrujarse en el de Karan.
Ella quiso retroceder, pero no fue posible.
Quedó allí, como clavada en el sitio, firmes los pies, vacilante la cabeza.
—Aparte —pidió bajo—. Aparte.
—¿De qué serviría? Nos sentimos atraídos los dos y no somos seres ultraterrenos. Somos seres humanos y me parece que tú, pese a tus veinte años, poco más o menos, sabes tanto de la vida y de los hombres, como yo.
—De los hombres como usted, sé algo. Por desgracia, demasiado. Pero sepa una cosa. Habría un solo hombre en el mundo llamado Rock Waltan, y yo no sería suya. ¿Sabe por qué?
—Lo sé. Porque de todos modos vas a serlo.
Sus dedos se agarrotaron en el brazo femenino. Resbalaron silenciosamente, produciendo en ella aquella terrible inquietud.
Pero él no se dio cuenta. Él sólo la deseaba en aquel instante, y la odiaba al mismo tiempo por desearla tanto.
Era la primera vez que le ocurría. Y no estaba dispuesto a doblegar aquella inquietud, sino a saciarla como era su costumbre.
—Que Dios le perdone —gritó ella furiosa, a punto de estallar en sollozos—. Por el daño que me hace a mí, por el que despiadadamente piensa hacer a su tío. Ese hombre que todo lo dio por usted y que tantas esperanzas cifró en su futuro. No, Rock Waltan. No sé mucho de hombres. No sé nada. Sólo de los malvados como usted, y me da pena pensar… pensar. Iba a abrazarla. Iba a cerrarla en su cuerpo, pero, súbitamente, algo sonó fuera, y Rock huyó de ella como si mil demonios lo empujaran.
—Es míster Newley que regresa —susurró ella bajísimo, con rara entonación—. Me gustaría saber lo que piensa de usted… Ojalá lo viera tan ruin y bajo como yo, y le diera el escarmiento que se merece.
—Cállate.
—Ojalá.
Y salió casi corriendo, deslizándose por el vestíbulo hacia la escalera, antes de que míster Newley apareciera en la terraza y asomara por la puerta principal.
Capítulo 9
Avanzaba por el largo pasillo, en dirección al vestíbulo superior, cuando una figura surgió en la sombra.
Acababa de ponerle la última inyección del día a míster Newley. Lo dejó acostado en el lecho, y con un «buenas noches, señor», salió y cerró la puerta.
Fue entonces, al deslizarse por la penumbra del largo pasillo, cuando la alta y delgada figura apareció ante ella.
Se quedaron los dos mudos en la sombra. Uno frente a otro.
Ella supo que la guerra estaba declarada, y supo asimismo, que si él no se iba pronto, sería ella quien comenzara de nuevo su cruz de un lado a otro sin encontrar sosiego y un hombre honrado que la asiera de la mano y la llevara por el camino de la vida, sin bajezas ni mezquindades.
Vio sus dientes relucir en la oscuridad y algo que parecía ser una sonrisa. Y sus ojos castaños claros, que tenían como lucecitas negras y tormentosas.
Fue a seguir su camino, pero él, sin pronunciar palabra, la agarró por un brazo y la llevó a aquella penumbra, hacia el fin del pasillo.
—Le digo que no —gimió ella en un susurro—. No grito porque me da pena pensar que su tío, que tan buen concepto tiene de usted… le odie como le estoy odiando yo.
—Nada hay en el mundo tan dulce como el amor. Después del amor, lo más dulce es el odio.
—No me interesa lo que diga Longfello —replicó ella en el mismo tono ahogado.
Él rió.
Fue una risa baja y ronca a la vez, en el silencio del largo pasillo oscuro.
—Ya veo que estás al tanto de muchas cosas. Pero no importa ahora —cuchicheó, empujándola a su pesar hacia el interior de un mudo y solitario salón lleno de tapices, cuadros y muebles caros—. Ni tu cultura, ni mi falta de tacto para adjudicarme pensamientos que nunca tuve y que copié de otros. Yo no soy un tipo presuntuoso, aunque a primera vista lo parezca. ¿Sabes cómo soy? ¿Quieres qué te lo diga? Humano y real.
Cerró la puerta y apretó un botón. Una luz azulosa, partiendo de una esquina del salón, iluminó éste a medias.
—Me gusta que me odies, Karan. Debo ser distinto a los demás. Yo nunca viví agitado por nada. Tuve cuanto quise y alcancé cuanto deseé. No soy un Casanova, pero soy un hombre a quien no le agrada someter a tirantez sus pasiones. Le gusta desahogarlas. Tengo una pensión espléndida y no creo que mi tío, una vez te escapes conmigo, lo tome trágicamente. Él fue hombre y no creo…
—Me da pena oírle.
—¿Por qué no me tuteas? —y riendo, al tiempo de mirarla fijamente hasta hacerla ruborizar—: Nunca has tenido nada. A mi lado tendrás cuanto desees. Y una vez nos cansemos uno del otro…
—Es usted odioso, Rock Waltan.
—Bueno… todos los hombres solemos serlo cuando decimos verdades y nos ceñimos a la realidad de un deseo. Te prometo que si me enamoro de ti… te haré mi mujer.
—Usted está enamorado de mí —dijo ella inesperadamente, pegándose contra la puerta—. Ningún hombre pierde la dignidad, si no es por amor. Y usted es de los seres indignos que no saben amar, que lo hacen de modo mezquino, y es tan necio que no quiere reconocer que los sentimientos que le inspiro están muy por encima de la mezquindad que me propone.
—Palabras —rió él provocador—. No, Karan. Dejemos las palabras a un lado. Los dos somos seres reales, pisamos tierra firme y no nos engañamos con tantos espejismos. Yo pienso irme mañana mismo.
Ella se estremeció de pies a cabeza.
—¿Mañana? ¿Sin pasar las Navidades junto a su tío?
—¿Te asombra tanto? Así es. Mi tío no me necesita para nada, ni a ti tampoco. Todos le adoran. Todos le veneran. El día de Navidad no le dejarán estar solo. Vendrán los hijos de los colonos a cantarle villancicos. Y el jardinero pondrá un árbol monumental en el salón de la planta baja. Y mi tío, que es un sentimental, sentirá que los ojos se le llenan de lágrimas. No, Karan, guapísima, yo no soy un sentimental. Yo soy un hombre como soy, como tú me ves. Aquí no hay engaño ni falsedad. Soy ruin o te lo parezco a ti. Pues tal como soy me muestro ante tus ojos —bajó la voz, inclinóse hacia ella que lo miraba espantada—. Pero… ¿sabes? Las mujeres son felices a mi lado. Ninguna tuve queja jamás.
—Antes de seguirle, preferiría morir, míster Waltan.
Él apretó los labios.
Dio un paso al frente. Quedó casi doblado junto a ella. Era mucho más alto, y al tratar de buscar los negros ojos, su cuerpo casi se encorvaba.
—Karan… Karan… no sé por qué siento esto. No sé, maldita sea, yo no quiero sentirlo —su voz se alteró como si algo invisible le agitara—. No quiero, ¿me oyes?
La joven levantó los ojos. Al hacerlo quedaron como presos en la mirada masculina. Hubo un temblor en los labios sensitivos, y después algo, como una gota gorda, se deslizó de sus ojos y cayó en sus manos dobladas sobre el pecho.
Rock Waltan dio un paso atrás.
—Estás llorando —dijo sordamente—. Llorando… ante mí.
Karan giró la cabeza. Quedó como medio encogida contra la puerta, de espaldas a él.
Rock apretó el puño.
Él no sabía lo que sentía en aquel instante. No sabía por qué se gozaba en dañarla. Quizá porque, como él decía, era contrario al matrimonio, y, subconscientemente, sabía ya que de otro modo jamás podría conseguirla.
Y como si luchara contra esta evidencia, la agarró con las dos manos por los brazos, y así como estaba, de frente a la espalda de ella, la cerró contra sí.
—Déjeme… —gimió Karan en un sollozo—. Déjeme… ¡Déjeme!
Pero él no podía dejarla. En aquel instante no era capaz de dejarla. No sabía si la deseaba o la amaba. Sabía únicamente que algo ardía en su pecho, y que sus labios iban hacia los de ella con ansiedad.
La hizo girar en su propio cuerpo, y como un hambriento buscó sus labios. La besó con desesperación. Ella se debatió primero, pero luego quedó inmóvil, y su agónica inmovilidad produjo en él una extraña reacción.
Dejó de besarla. Buscó sus ojos, y al encontrarlos cerrados la apretó en su pecho con cálida ternura, como si de súbito enloqueciera.
La besaba en el pelo y en la garganta y mantenía oprimido aquel cuerpo que parecía muerto, que a momentos temblaba en sus brazos.
Después, súbitamente, la soltó y quedó de espaldas a ella.
—¡Dios santo! —gritó—. Dios santo…
Y como si tuviera miedo de arrodillarse a su lado y pedirle por Dios que lo quisiera, huyó hacia la puerta, salió al pasillo a grandes zancadas.
Karan, tambaleante, como si de pronto su cuerpo fuera un cadáver movido por un resorte, abrió la puerta y se deslizó en la oscuridad hacia su cuarto.
Al día siguiente lo supo.
Se lo dijo el mismo míster Newley…
—Rock se ha ido a París esta madrugada.
Parpadeó tan sólo.
—Vino a verme ayer noche y me dijo si no tenía inconveniente en darle mi consentimiento —¿había amargura en su voz?—. ¡Estos chicos! —se alzó de hombros, como si le quitara toda importancia—. Es posible que no regrese en mucho tiempo. Tiene aficiones pictóricas…
Ella no era capaz de pronunciar palabra.
Tal era su desconcierto y su… ¿dolor? Sí, dolor. Dolor de saber que aquel hombre sufría por su sobrino. Dolor de que el sobrino fuera como era. Dolor de haber sido besada brutalmente y de haber sido humillada sin piedad.
Y dolor de aquella inquietud incontenible que sentía, que él dejó en su boca y en sus ojos y en todo su ser.
Dolor de no ser lo bastante fuerte para destruir de un manotazo aquella angustia íntima que roía incesantemente.
—Siento que un día… Rock no sepa amoldarse a esto. Es lo que más lamento.
—Sabrá, señor…
—¿Sí? ¿Lo crees? Ojalá aciertes —y como si aquel asunto careciera de toda importancia y considerara totalmente natural la marcha de su sobrino en vísperas de Navidad, habló de la finca, de los colonos, de su tema siempre latente.
Empezaron a transcurrir los días.
Llegaron las Navidades, y tal como Rock predijera, los hijos de los colonos cantaron los villancicos, y el jardinero levantó el árbol de Navidad y Santa Claus dejó un montón de juguetes para todos los muchachos de la hacienda.
Y ella vio, más cerca de aquel hombre que nunca, lágrimas en sus ojos. Y supo, lo intuyó, cómo echaba de menos a su sobrino, el hombre que un día, según él anhelaba, sería un continuador.
Se recibió una carta suya el día de Navidad.
Todo estaba cubierto de nieve. Hacía mucho frío.
Hundido en el sillón, junto a la chimenea encendida, ella vio cómo míster Newley leía la carta. La doblaba y no mencionaba para nada su contenido.
Los días siguieron transcurriendo.
Un mes, dos, tres…
Empezaba la primavera.
Ella se sentía cada día más ligada a él. Sentía un afecto profundo por aquel hombre enfermo, más agotado cada día, que, hundido en el sillón junto al fuego, miraba al frente y hablaba de sí mismo, de sus fatigas pasadas, de sus esperanzas, de sus ilusiones, muchas de ellas frustradas.
Y un día lo dijo.
Ella lo esperaba.
No sabía por qué, sabía que un día aquel hombre terminaría diciéndolo y ella no iba a tener valor para negarse.
No sentía amor. Ni él lo confesó. Sentía soledad, y quería saber que antes de morir, alguien estaba a su lado y sentía su pena y su dolor y su alegría. Y un día, cuando él muriese… llevaría flores a su tumba y lloraría un poco por él.
—La única persona que es capaz de sentir piedad y afecto por mí, eres tú.
—Oh, señor…
—No me mires así. No te espantes ni te asustes. Tengo demasiado dinero y no sé qué hacer con él. Todo este imperio es mío. Todo esto por lo cual di la vida, desaparecerá un día, cuando yo muera, y esos hombres que bregaron en mi tierra y comieron mi pan, y me ayudaron a levantar este hogar, se quedarán en la calle, viejos, solos, muertos de hambre…
—Señor, yo…
Él la miró. Con ansiedad.
Terriblemente conmovido y terriblemente anheloso.
—No te pido amor, Karan. ¿Me comprendes? Llegué demasiado tarde a las puertas de la vida sentimental. Cuando quise darme cuenta… sentía cansancio en el cuerpo y fatigas en mi corazón, y vi canas en mi pelo… He criado un ídolo. ¿Entiendes? Lo he criado de oro macizo, y un día, no sé cuándo, ahora, descubrí que estaba vacío, que no tenía dentro ni siquiera un quilate de oro. Y por fuera era de un vil metal de mala calidad.
—Señor…
—Sé que tú me continuarás. Piénsalo. Sé que sabrás ser una magnífica castellana de este imperio.
—Yo no tengo derecho a robar lo que le pertenece a su sobrino.
—Él quiere… la vida alegre, lejos de esta comarca. Él vive y goza y no sufre… A él le basta el dinero. Tú, en cambio, sabrás seguir mi labor y amparar a esos hombres y a esas mujeres y a esos niños que luchan conmigo. Me queda poco de vida, Karan. Ayúdame tú. Dios te puso a mi lado… para esto. Para que yo muriera tranquilo sabiendo que aquí… todo continuaría igual.
—Deme poderes, señor, y continuaré. Pero no me pida…
Silencio.
Él la miraba.
Ella, en un gemido, susurró:
—No me pida que me case con usted. Que un día Rock Waltan me eche en cara mi indelicadeza.
—Estás enamorada de él.
—¡Señor!
—Aun así, Karan, aunque estés enamorada de él, yo insisto. Quizás es la gran lección que él se merece. No podría darte poderes tan amplios, si no te casas conmigo.
—Pero, señor. Yo… yo…
—Sé lo que sientes. Sé cuánto sientes y cuánto sufres y cuánto lloras por las noches…
—Señor…
—Piensa que eres mi hija, pero… tendrás que ser a la par mi esposa para continuar una labor que yo empecé… y que nadie como tú sabrá continuar.
Míster Newley siguió hablando mucho tiempo. Parecía ya agotada su voz, cuando ella, inesperadamente, susurró:
—Él va a odiarme por quitarle lo que es suyo.
—Él tendrá dinero… El dinero que necesite para sus goces…
—Usted le ama, señor.
—Mucho. Por eso te pido que seas mi mujer.
—Y su odio…
—Habrá odio, pero tú eres entera. Eres firme y sabes cómo mantenerte en tu lugar. No me serviría otra mujer. Tú… sí.
—Señor…
—Por favor… no te preguntes por qué ni cuándo. Di que sí únicamente. Al casarme contigo trato de defender tu felicidad, y a la par… defiendo la de ese muchacho que quiero tanto y que tan inconsciente se porta.
—No le comprendo.
—No es preciso que me comprendas. Accede solamente. Y después, cuando yo muera… hallarás las respuestas a tus porqués.|
—Oh, lo que usted me pide…
—Nada te pido de tu persona —sonrió con amargura—. Soy demasiado viejo para hacerle el amor a una muchacha de poco más de veinte años. Te pido ayuda y sé que me aprecias y sé que sabes cuánto amo todo esto y no ignoras que mi muerte sería infinitamente amarga, si me llega sin la seguridad de que alguien continuará mi labor.
—Llámelo, pídale a él… Pídaselo, por favor.
—No seas tan considerada para quien tan poco lo ha sido para ti. Además… ¿adónde dirigir mi carta? Hace tres meses que se fue, y desde las Navidades no he vuelto a saber de él. Cuando regrese, si regresa antes de mi muerte, que no lo creo…
—¡Oh, yo… yo!
Y como enloquecida, como aturdida, indescriptiblemente impresionada, ocultó el rostro entre las manos y prorrumpió en sollozos.
Glenn Newley le puso una mano en el pelo.
—Has sufrido. Sé que gustas a los chicos. Sé que has luchado para mantener incólume tu dignidad de mujer. Sé que te maltrataron siendo niña y sé que te has quedado muy sola… Yo te doy la oportunidad de tener amor aquí, entre mi gente. Te quieren. Yo sé que te quieren y te admiran y te respetan. Porque tú te hiciste querer y respetar y porque yo hice también que te amaran y te respetaran.
—Señor… no hable más. No quiero oírle. Dese cuenta de mi situación. No ambiciono nada. Nada quiero para mí. Sólo trabajo y tranquilidad… Pero dinero y poder, no. ¿Para qué?
—Para ayudar a un anciano enfermo que necesita ayuda.
—Así… así… también le ayudaré. Le prometo que…
Huyó de allí.
Lo dejó solo.
Pero él siguió insistiendo, día tras día, dando razones que eran terriblemente humanas.
También el reverendo acudió al palacio. Le ayudó. De una manera velada, pero firme…
Un día, ella dijo:
—Sea… sea, y que todos comprendan el porqué.
Se casó en la finca, seis días después.
Y todo continuó igual. Pero eso sólo lo sabían ella y míster Newley.
Dos meses después, una noche… cuando entró en la alcoba para aplicarle la inyección, lo encontró muerto. Así, como un pajarito. Sin una queja, sin un suspiro, sin una protesta…
Capítulo 10
Tres días después de haber sido enterrado en el panteón familiar míster Newley, un auto deportivo se detuvo ante la alta verja del palacio.
Matías, que se hallaba podando unos macizos allí cerca, soltó las grandes tijeras y salió corriendo hacia el recién llegado.
—Niño Rock, niño Rock… —exclamaba, al tiempo de abrirle la verja.
Rock, que aún se hallaba sentado ante el volante, sólo emitió una débil sonrisa, como una mueca uniforme.
La verja quedó abierta de par en par, y el auto deportivo entró por ella.
—Niño Rock… —susurró Matías, apoyándose en la portezuela del auto, que frenaba—. Niño Rock… Cuánto… cuánto lo hemos buscado.
Y al hablar, de un manotazo limpiaba la lágrima que pugnaba por afluir a sus ojos.
—Fue… todo tan rápido, niño Rock…
El «niño Rock», que en aquel instante no parecía un niño, sino un hombre pálido, hundido, con los ojos velados por una nube de indescriptible tristeza, abrió los labios, pero de ellos no se filtró ningún sonido. Los cerró de nuevo, apretándolos fieramente.
Él amaba a su tío. Lo amaba de veras, y quien lo dudase, y lo dudarían todos en la finca, cometía un pecado mortal.
Mil razones tenía él para vivir alejado. Evitarle un dolor a una mujer que apreciaba su tío y evitarle ese mismo dolor a su propio tío.
Mil razones, sí, pero nunca falta de afecto o interés.
Ni quiso ver llorar a Matías, ni pudo soportar su propia inmovilidad, que a Matías, tan pegado a su señor, podría parecerle absurda.
Soltó de nuevo los frenos sin decir palabra, y el auto rodó por la avenida de los tilos hacia el fondo, para detenerse ante el palacio.
Saltó al suelo.
Vestía de negro. Parecía más alto y más flaco, y en su rostro se apreciaban las huellas de más de una noche de insomnio.
Avanzó como un sonámbulo. Miró a un lado y a otro con desesperación. Ni siquiera en aquel instante ni en ninguno después de recibir en Nueva York el telegrama del doctor Walter, a su regreso de su viaje por la India, pensó en aquel imperio como cosa propia.
¿Qué importaba todo aquello?
Él amaba a su tío, y después de saberlo muerto, jamás se perdonaría haberlo dejado solo. Nunca podría olvidar su angustioso dolor al leer aquel telegrama, al ver su vida retrospectiva como si pasara por una cinta cinematográfica. Los sacrificios de su tío para criarlo. El amor que le dio. La ansiedad adolescente que apagó siempre los caprichos que jamás le negó…
Apretó los labios, recordando aún, y avanzó a paso largo, como si alguien o algo la empujara.
Una figura vestida de negro, alta y flaca, apareció en la puerta de la terraza, y al verlo lanzó un grito agónico.
—Niño Rock… Niño Rock…
—Janet —susurró él bajo—. Janet…
—¡Oh, oh…! Niño Rock… Niño Rock…
Y abrazóse a él como si de repente resucitara míster Newley y se arrodillara a sus pies dando gracias a Dios.
—Cálmate, Janet —pedía Rock, sosteniéndola en su pecho y acariciando los blancos cabellos—. Cálmate… Por favor, no hagas más doloroso mi arribo a la casa. Cálmate, te lo ruego.
No era posible.
Janet no supo calmarse nunca, porque nunca se consolaría de la pérdida de su amo.
Tras ella, sollozante en sus brazos, vio a dos doncellas. A la lavandera, tan vieja como el tío muerto. Al capataz, con su mano ruda limpiando los ojos…
Todos lloraban, y él, que jamás sintió humedad en los ojos, experimentó en aquel instante como una sacudida, y la sensación de que algo se deslizaba de sus pupilas.
No quiso que le vieran llorar.
No pudo soportar el llanto de aquellos seres que adoraron y veneraron a su tío. No quiso asimismo, que nadie viera el suyo, y como si de repente enloqueciera, soltó a Janet, cruzó la terraza y pasó delante de todos, encogido como un niño castigado o maltratado.
Y al cruzar el vestíbulo, la vio.
Estaba allí, en la puerta del living.
Vestía de negro, firme, majestuosa, pero con aquella expresión humana en sus enormes ojazos negros.
Él, que iba casi corriendo, de súbito se detuvo como si le clavaran en el sitio. Ni siquiera en aquel instante pudo evitar el odio que sentía por admirarla tanto.
No fue capaz de contener su ira ni dominar su lengua.
—Vaya —exclamó entre amargo e hiriente—. Te has puesto de luto… ¿Por qué? ¿A qué fin? No me digas que en un año escaso le has tomado cariño, tanto como para vestirte de negro.
Ella no contestó.
Le miraba.
No parecía la misma. Había como una firmeza desconocida en sus ojos, y una fuerza íntima transmitida al cuadro enérgico de sus labios.
Él quiso herirla.
No sabía por qué, o sí lo sabía. Sabía que no pudo olvidarla y que su recuerdo lo siguió noche y día, y sabía asimismo que huyó de allí por evitarle un dolor a su tío, porque él no era partidario del matrimonio y amaba a aquella mujer… sí, la amaba, pero jamás se casaría con ella.
—Supongo que ya nada te retendrá aquí —gritó rabioso por aquella majestuosidad femenina que penetraba en su ser—. Ha muerto él… Aquí no queda ya ningún enfermo.
—Quiero hablarte —dijo ella por toda respuesta.
Y Rock Waltan quedó como paralizado ante aquel tuteo espontáneo, en nada forzado.
—Si quieres escucharme ahora…
—¡No! Voy a descansar.
—Te ruego que me escuches. Mañana se dará lectura al testamento, y antes deseo que sepas algo.
—Vaya —y para herirla, se olvidó incluso del dolor desgarrador que producía en su ser la muerte de su tío—. Por lo visto te has familiarizado con algo que te causó horror hace pocos meses. ¿Pretendes cazarme ahora? ¿Ahora qué estoy solo? ¿Ahora, qué soy el dueño de todo este imperio?
No respondió.
Giró sobre sí misma, entró en el living y dejó la puerta abierta.
Él avanzó hacia aquella puerta, como si algo o alguien más poderoso que su voluntad le empujara.
La vio allí, erguida, hermosa como nunca. Distinguida, dentro de sus sencillas ropas negras. En sus negros ojos seguía imperando la melancolía, y en su boca aquella suavidad de beso, pero algo… algo distinto había en ella. No sabía qué, mas estaba seguro de que existía ese algo.
Giró sobre sí y quedó frente a él.
—Cierra la puerta, por favor.
No quiso.
Dio un salto y alcanzó aquella puerta y huyó por el vestíbulo, sin volver la cabeza.
Cuando entró en su cuarto, vio a Janet, mojado el rostro por el llanto, disponiendo su alcoba.
—No, no… —gritó al ver a Janet—. No, por Dios —y apretó las sienes con ambas manos, como un frío con desesperado y desgarrador dolor de cabeza—. Déjame solo. Olvídate por un instante de que he llegado, Janet. Déjame tumbarme en la cama y cerrar los ojos y pensar… pensar… que voy a oír la voz de tío Glenn de un momento a otro…
—Cálmate, niño Rock. Cálmate…
—No me llames niño Rock —gritó de nuevo como un histérico—. No me obligues a sentirme más mezquino de lo que soy. No despiertes en mí, con tu voz, recuerdos de mi infancia. No me obligues a evocar aquellos días, cuando tío Glenn aún confiaba en mí. Por favor —como un fardo se tiró sobre el lecho—. Por favor…
—Oh, niño Rock… yo sabía que iba a dolerte, pero como te habías ido… no pensé que… que… fuera tanto.
—¿Qué dices? ¿Pero, qué dices? —gritó como un agónico insignificante—. ¿Cómo no voy a sentir dolor? ¿No ves qué estoy desgarrado? ¿No me conoces tú? ¿No sabes qué le quería? ¡Le quería! ¡Como si fuera mi padre y mi madre y mi amigo y mi todo…! Me fui… sí, sí, me fui. Y me iría otra vez, si él estuviera vivo. Y no escribiría. Y gozaría en la vida como un maldito, pero le seguiría queriendo como un hijo, como un hermano, como un amigo.
Y ocultando el rostro entre las manos, no fue capaz de contener el ronco sollozo, desgarrador, como si algo se rompiera dentro, que parecía arrancar cuchilladas a su garganta.
Janet cayó a sus pies y su mano temblona se hundió en el cabello alborotado de Rock.
Como cuando era niño y tío Glenn le castigaba por una travesura. Cuando a los quince años, casi al final de su bachillerato, se echó novia. La hija de un colono, a quien míster Newley apreciaba mucho. Como cuando a los diecisiete años hubo de dejar Springfield para irse a Nueva York. Así lloraba ahora, como entonces que era un chiquillo, pero no con llanto de hombre.
—Niño Rock… niño Rock… Cálmate, hijito. Piensa que ahora tienes mucho que hacer. Has de ayudarla a ella… Ella es buena. La queremos todos. Hizo mucho por tu tío y todos la respetamos y la queremos. Has de ayudarla tú, niño Rock.
Éste dejó de llorar.
Le dio rabia que Janet le viera como si fuera un niño realmente.
Se sentó en el lecho con las largas piernas colgando. Miró a Janet como si ésta fuera un fantasma.
—Ayuda… ¿a quién, Janet?
La mujer pareció asombrarse.
No se le ocurrió pensar que él ignoraba lo ocurrido.
Por eso, bajo, reverenciosa, susurró:
—A mistress Newley.
Fue como si a Rock le entrara dinamita en las piernas, y saliera fuego por sus ojos.
—¿A mistress Newley? ¿Qué dices? ¿Qué locura estás diciendo? ¿Es qué te has vuelto loca de repente?
Y sus pies se agitaban de un lado a otro y sus manos asían a Janet por los hombros y la sacudían como si fuera una pluma.
—Niño Rock… niño Rock… que me matas.
—¿Qué dices? ¿Qué dices? —gritó como si perdiera el juicio.
—Digo que ella te necesita.
—¿Ella? ¿Quién?
Y como si no quisiera oír la respuesta, apretó las sienes con ambas manos y como un muñeco de marioneta, golpeó su propia cabeza contra el respaldo de un sillón.
Janet estaba tan asustada, creyendo que se volvía loco, que no supo hacer mejor cosa que echar a correr gritando:
—Mistress Newley. Mistress Newley…
La delgada figura enlutada, serena, bonita, mayestática, apareció ante ella, como si estuviera allí mismo.
—¿Qué ocurre, Janet? ¿Por qué grita usted así?
Janet señaló la puerta de la alcoba de Rock.
—Está… está… como loco.
No se agitó Karan Nilsson. Ni palideció, ni sonrió. Suave, como ella era, avanzó hacia aquella puerta abierta, al tiempo de decir quedamente:
—Vaya abajo, Janet. Ocúpese de que todo esté dispuesto para la comida. A las cuatro vendrá el notario. Me dieron aviso esta mañana…
—Sí… sí, señora.
Karan se dirigió a la puerta de aquella alcoba.
De momento no entró. Quedóse apoyada en el marco, mirando al hombre que seguía golpeando su cabeza en el respaldo del sillón, como si se hubiera vuelto loco.
Capítulo 11
Al sentir los pasos, elevó la cabeza.
Pálido, los ojos desorbitados, los cabellos revueltos, la miró fija, tan fijamente, que por un segundo, ella no fue capaz de soportar aquella mirada.
—Quiero ver a mistress Newley —dijo él, como si de su boca saliera fuego vivo.
Y aún no se le ocurrió pensar que la esposa de su tío fuera aquella muchacha.
—Mistress Newley soy yo, Rock. Me he casado con tu tío hace aproximadamente dos meses.
Rock recibió el impacto como si miles de demonios le entraran por el cuerpo.
Dio un paso al frente, con la mirada extraviada, pero luego se detuvo. Quedóse firme, como clavado en el suelo, y sus ojos la miraban como si fueran a destruirla.
—Tú… tú…
—Yo —admitió ella serenamente—. Yo, sí…
Podría suponerse que el hombre iba a estallar, pero no fue así. Pasó los dedos por los cabellos, los alisó de modo maquinal, y, pesadamente, como si fuera un fardo, cayó en el sillón, menguado y como sin fuerzas.
—Hube de hacerlo…
Él rió.
Una risa sibilante, hiriente, dañina.
—Claro, claro… —la miró desde el lugar donde estaba. La veía alta, erguida ante él, sin altivez, con serena suavidad de mujer mil veces femenina—. Claro… fue fácil. El hombre solo, sentimental… romántico… —y después, con los dientes apretados—: Lo has matado pronto… —la miró de arriba abajo, como si la desnudara a dentelladas—. Era de esperar… Joven, bonita, seductora… Como para volver loco a un viejo enfermo.
¿Qué decía? ¿Estaba loco él?
Pero, no supo por qué, no lo desmintió.
Quedóse allí como estaba. Sólo hizo un movimiento y cerró la puerta. Quedóse de espaldas a ésta, apoyada contra la madera.
De súbito, Rock se puso en pie. Parecía infinitamente más alto y duro, severo como un juez.
—No te lo voy a perdonar nunca. ¡Nunca! ¿Me oyes? Y no porque te hayas casado con él y te hayas apoderado de su fortuna. ¡Dinero! Bello es, pero en este caso es pecado y basura. Maldito pecado el tuyo, que no voy a disculpar jamás, aunque pasen miles y miles de años. Pero no es eso. El dinero y el poder de este imperio no me duele. Es que tú… tú, que has sido besada por mí, que me querías, que si sigo insistiendo te vas conmigo a París, y que no insistí porque vi lágrimas en tus ojos… Necio de mí que me enternecí entonces y huí como un ladrón arrepentido. Tú, que estuviste temblando en mis brazos y conoces el calor de mis besos… te has entregado a otro… a otro…
—Era tu tío —dijo ella apacible, sin desmentir aquella barbaridad que nunca entro en su cabeza ni en la de su casi fugaz esposo.
—Era un hombre. ¿Y, sabes? ¿Sabes? —parecía presa de súbita locura—. ¿Sabes, te digo? Ni a mi padre le perdono una cosa así. Ni a mi hermano, ni siquiera a la sombra de mí mismo.
—Rock… a tu tío y a mí… no nos interesa que nos perdones. Tal vez te hayas equivocado o tal vez no. No me hice jamás una pregunta así. No soy capaz de analizar mis sentimientos, cuando reconozco que la persona en quien los deposité, no los merece. Tú le abandonaste cuando más te necesitaba. Él dio todo cuanto era, por ti. Tenía toda su confianza puesta en tu persona. Eras su continuador. Y te fuiste. En fechas memorables, cuando todas las familias se reúnen, tú te fuiste. Despiadado, desleal, olvidando lo que el hombre significó en tu infancia y en tu adolescencia, y luego, cuando fuiste una persona adulta, por tu abandono le obligaste a agotarse antes.
—Mientes. Le agotaste tú… Tú, que no eres mujer decente.
—Me ofendes mucho, pero no voy a discutir lo que tú ignoras y lo que yo no pienso decirte. Puedes creer lo que quieras. Ahora él está muerto, y de momento, mientras no sea leído el testamento, yo seré aquí la continuación de míster Newley.
—Quédate con tu imperio y con tu fuerza. Debo ser tan sentimental como él, porque lo único que me duele… es que hayas sido suya.
¿Por qué no se lo dijo?
¿Por qué?
Porque pensó en su esposo. Porque sabía lo que éste esperaba de Rock Waltan, y no podía defraudar a un hombre que confiaba en ella, ni aún muerto éste.
Giró sobre sí.
Quedóse de espaldas a él, dando un paso hacia la puerta.
Rock, como si mil demonios lo impulsaran, dio un salto y fue a plantarse delante de ella.
No era capaz de mirarla con desprecio, pero en su ser lo sentía. Lo sentía como una herida abierta que no puede curarse nunca.
—Eres una maldita mujerzuela —gritó con ronco acento, como si fuera a desgarrar la garganta—. Has venido aquí con esa intención. La maduraste bien. ¡Ahí es nada, el pobre sentimental enfermo, condenado a morir cargado de millones! Es lo que no voy a perdonarte jamás. ¡Jamás! ¿Me oyes bien? Me da pena pensar que un hombre a quien consideré inteligente, se haya prendado de ti. Haya entregado su vida así, cuando era ya un despojo.
—No te considero tanto, Rock Waltan, para considerar en ningún sentido tu desprecio. Puedes pensar lo que quieras. La realidad es que soy la viuda de tu tío, y me voy a quedar aquí. Y si quieres compartir mi imperio, el que tu tío me puso en las manos, tendrás que bajar un poco esos humos.
—Te vas a quedar con todo, amiga mía. Te vas a quedar con todo y que Dios te maldiga —extendió el dedo enhiesto, señalándola. En sus ojos parecía arder un fuego abrasador—. Pero no pienses… nunca lo pienses, que maldigo tu poderío, el que te dejó mi tío al morir. Me has dañado. No por el dinero que me arrebatas, y el poder que me robas. Porque debo ser tan necio, tan absurdo, tan infantil, que creí en la pureza de tu boca aquella vez, y pensé, estúpido e iluso, que eras una mujer honesta.
—Lo soy, Rock Waltan, aunque tú creas lo contrario, pero no voy a perder el tiempo discutiéndolo.
Se dirigió a la puerta.
Otra vez él se le puso delante.
—Yo te quería. Debía quererte —gimió como un niño dolido—. Debí quererte, sí, porque no hice más que pensar en ti. Ahora mi nostalgia por ahí, en brazos de cualquier mujer, y cuanto más pretendía olvidarte, más te adoraba, más hurgaba tu recuerdo en todo mi ser, como una necesidad física y moral que me aniquilaba, porque, voluntariamente, renunciaba a ella.
Karan fue a abrir los labios.
Iba a decirle… a decirle aquello. «Yo fui como una hija para tu tío. Jamás, jamás medió entre ambos ni una palabra amorosa. Era demasiado noble aquel hombre, y si se casó conmigo, si me obligó a ello… fue por hacerte un bien. Tenía ese deber, y no iba a defraudar a la persona que me ofreció un hogar y un afecto que nunca tuve.»
Pero no lo dijo.
Se dio cuenta al abrir los labios, que, de decirlo, Rock se convertiría de nuevo en el hombre déspota, despiadado, rencoroso y ansioso de venderlo todo y huir para no volver más, llevándola con él o dejándola allí, tendida en el arroyo.
Y eso no. Ella no contaba en aquel instante. Contaba el hombre muerto que le pidió, tantas y tantas veces, que jamás abandonara la hacienda, ni permitiera que Rock la vendiera.
Que Rock la juzgara como quisiera. Ella tenía el deber impuesto de renunciar al amor y la felicidad, entretanto Rock Waltan no se convirtiera en una segunda parte de su tío Glenn.
Por eso dio otro paso y por eso él la agarró por el brazo, la acercó a sí y la miró fieramente a los ojos, como si éstos fueran espadas y cortaran con doble filo.
—Lo enloqueciste, ¿verdad? Eso fue. El viejo tonto sentimental, en las postrimerías de su vida acabada, cegado por el deslumbramiento femenino que irradia de ti. ¿No es eso? Te aprovechaste de eso. Atrévete a negarlo. Di, atrévete.
Y con fuerza, como si ella fuera algo despreciable e inútil, la empujó de tal modo, que el cuerpo frágil, vestido de negro, cayó medio ladeado contra la puerta.
Desde allí lo miró.
Sin odio, sin rabia. Sabía lo que sentía o creía saberlo, y no era capaz de evitar aquella brutal desesperación. No, porque iba a cumplir un deber por encima de sus sentimientos, por encima de su amor y por encima incluso del desprecio que él demostraba sentir hacia ella.
Por eso se levantó.
Abrió la puerta.
Rock gritó fuera de sí, como si le golpearan la nuca y lanzara un alarido agónico:
—Te voy a maldecir. Te voy a maldecir mil veces por haber sido suya.
Ella salió.
No era capaz de responder en aquel instante, sin exponerse a estallar en sollozos. Corrió hacia su alcoba, se cerró dentro y quedó jadeante, apoyada en la madera, mirando al frente con hipnotismo.
«Me has dejado una ardua tarea que cumplir, Glenn Newley. Pero voy a cumplirla cueste lo que cueste, y aunque tenga que renunciar para siempre a mi propia dicha.»
Y en sus ojos aparecía aquella indescriptible resolución por la cual, ella quizá no lo sabría nunca, míster Newley la hizo su esposa en favor de su propio sobrino.
No volvió a verlo en toda la mañana, y a las cuatro en punto, la misma Janet fue a llamarla a su cuarto.
—Ha llegado el notario, mistress Newley.
—Voy, Janet.
La mujer parecía dudar. Sin lugar a dudas, deseaba decir algo y no se atrevía. Karan llegó a conocerla tan bien, la sabía tan allegada a ella en su afecto, que, poniéndole la mano en el hombro, susurró bajo:
—Dilo, Janet querida. Dilo —dijo tuteándola.
—Él… está desesperado. ¿Qué dirá el testamento, señora?
—No lo sé, pero… diga lo que diga, los dos tendremos que quedarnos aquí, creo yo. Pues de otro modo, mi matrimonio con el amo no tendría objeto de ser. Y tu amo, Janet querida, nunca hizo nada por nada.
—Eso… eso espero.
Capítulo 12
Estaba allí el reverendo Wolff y un señor de cabellos blancos, bajito y regordete, de grave semblante.
En una esquina, como ignorado de todos, se hallaba el heredero de míster Newley. Y en aquel instante, la viuda del difunto entró en el salón, seguida mudamente de una Janet enlutada y triste.
—Creo que estamos todos —apuntó el reverendo amablemente—. ¿Quieres acercarte, Rock?
—Supongo que no será necesaria mi presencia aquí —dijo éste secamente—. Mi tío dejó una viuda… Yo soy aquí, un intruso.
—No es tal —adujo el notario con gravedad—. Su presencia es tan necesaria como la de mistress Newley. ¿Quieren sentarse, por favor? Usted también, Janet. Tengo aquí, en el comienzo del testamento, anotados los nombres que deben estar presentes para la lectura del mismo. Son ustedes tres y el reverendo Wolff. Yo voy a dar lectura a lo más esencial. No me introduciré en detalles técnicos. Ustedes saben que todos los testamentos terminan igual y empiezan del mismo modo.
Nadie contestó.
Todos fueron sentándose silenciosamente.
Después de pronunciar las frases que son clásicas en este documento, dice lo siguiente. Caló los lentes, mirólos a todos, uno por uno, y fijó los ojos en el documento.
—«Lego a mi amiga Janet, a quien siempre he apreciado mucho y de cuyo profundo afecto tengo plena seguridad, cien mil dólares. Bien se los merece. Me ha dado esperanzas para el futuro. Me ha cuidado a Rock y lo hizo un hombre, y llevó las riendas de mi hogar, como si fuera mi propia mano quien lo guiara y lo ordenara, y sobre todo comprendió lo que yo pretendía cerca de mis amigos, y me secundó. Espero, no obstante, que se quede aquí, en mi imperio. Que siga amando a mis amigos, todos esos que bregaron por mí por mis tierras y cuidaron mis caballos y procuraron que mis cuadras fueran las mejores de todo el estado de Illinois y aún más allá de sus fronteras. Pero no por estos hechos, sino porque supo, repito, lo que yo quería y lo que para mí significaban esos hombres.»
Janet lloraba.
—No lo merezco… ¡Oh, no! ¿Para qué lo quiero? IA quién voy a dejarlo?
—Por favor, señora, silencio. Voy a proseguir.
—«Al reverendo Wolff no le dejo nada. Ni un pequeño legado. Sé que no lo desea ni lo necesita, porque él vive consagrado a Dios, y ante esto, nada de esta pequeña vida material se necesita. Sólo le he citado aquí para que haga de testigo de todo cuanto voy a decir a continuación.»
Karan miró al reverendo y le sonrió con ternura. Él, beatíficamente, cruzó las manos en el pecho y sonrió a su vez, como dándole ánimos.
El notario, hombre profesional, poco dado a sentimentalismos, continuó con voz grave:
—«Mi fortuna, mi hacienda, todo cuanto poseo, aparte de los cien mil dólares que lego a Janet, lo dejo a mi sobrino y a mi viuda, por igual. Mitad por mitad, y jamás, bajo ningún concepto, podrán deshacerse del patrimonio. No pido tampoco que renuncien a la parte que les corresponde. Les ruego, por favor, y en mi memoria, que eso no ocurra bajo ningún concepto. Exijo a la vez, y sé que me escucharán los dos, que se casen tan pronto les sea posible.»
La figura de Rock, alta y fiera, se alzó como una catapulta.
—¿Estaba loco mi tío?
—Por favor —pidió el notario, mirándolo por encima de los lentes—. Tendrá usted que oírme hasta el final, míster Waltan.
Rock se sentó como si le empujara la misma mano de su tío muerto.
No miró a Karan. Ésta, quieta en su asiento, con las manos cruzadas en el regazo, parecía presa de súbita sorpresa, pero no pronunció ni una sola palabra.
Quien parecía muy sereno era el reverendo Wolff.
Se diría que conocía el contenido de todo aquel documento.
Y así era en realidad.
—«Si Rock me defraudó muchas veces —siguió monótona la voz del notario— espero que en lo sucesivo no lo haga. Si se niega a casarse con mi viuda, Karan Nilsson, perderá todos los derechos a la hacienda y su parte irá a parar a todos y cada uno de mis empleados.»
—Eso es inhumano —gritó Rock sin poderse contener, y sabiendo que aparte de la herencia de su tío, no poseía un centavo—. No puedo creer que mi tío…
—Podrá usted impugnar el testamento —dijo el notario fríamente—, pero no le servirá de nada. Está redactado dos meses antes de la muerte de mi cliente y le aseguro que puedo justificar cuanto quiera y como quiera, que se hallaba en todas sus plenas facultades mentales. La prueba la tiene usted, en que uno de los testigos es el propio doctor Walter —y como si no dijera nada, añadió—: Prosigo: «A mi esposa, Karan Nilsson, nada le recomiendo. Nada le digo ni nada le enseño ni nada le pido. Ya sabe lo que deseo, y, como Janet, me ha comprendido desde el primer momento y sabe cuánto amo a mis hombres y a mis tierras y cuanto en ellas existe. A Rock sí; a Rock le hago un ruego. Que reflexione mucho, que recuerde a su madre, muerta cuando él era un crío y recuerde asimismo las veces que velé su sueño y las veces que curé sus heridas, cuando, desobediente, montaba los ponis casi recién nacidos. Que recuerde asimismo, que jamás le quité ningún capricho, y cuando me dejó tan solo en una fecha tan memorable, comprendí que ni amaba mis tierras, ni apreciaba a mis hombres, y a mí le ligaba tan sólo… (¡cuánto me duele reconocerlo!) un afecto egoísta. Rock, escúchame, muchacho. Piensa que estoy ahí, detrás de ti. Me estarás maldiciendo, pero no lo hagas mientras no me escuches. Aquella noche te oí. Mi ventana estaba abierta. Supe que no me amabas y que pretendías de la señorita Karan Nilsson algo humillante para ella y para mí, que siempre puse el honor por encima de todos mis físicos deseos. Te escuché aquella noche y me retiré a mi cama a llorar. Aquél era el muñeco de trapo que yo había construido, cuando yo, necio de mí, le consideraba de oro macizo. ¿Tuve yo la culpa, Rock, o la tuviste tú? Cualquiera de los dos que la haya tenido, el resultado es el mismo. Desde niño, cuando sólo sentía deseos de correr y cortejar a las chicas, bregaba ahí, en esa tierra. De un puñado de acres hice un mundo, una vida para todos, algo verdadero que me robó los mejores años de mi vida. Y tenía la ilusión de que tú me continuaras, y al saber aquella noche que eso no ocurriría… decidí casarme. Ahí dejo a mi esposa, que sabrá seguir mi labor y dar de comer a esos hombres y educación a esos niños, y pan a los mendigos de la comarca que llegan a mi puerta. Y tú, Rock querido, hijo mío… ¿qué vas a hacer entretanto? Yo te pido, para desagravio de todas cuantas decepciones me diste, que ocupes el lugar que yo dejé y seas el castellano de esa hacienda que tanto amé yo. Te pido, te exijo y te ruego… que os caséis. Cuanto antes. En cuanto podáis… Y sed felices. Si no te casas con Karan Nilsson, tendrás que dejar la hacienda hoy mismo, y yo… perdona, Rock, yo… voy a llorar de dolor en mi tumba. Y aún sin querer, voy a maldecirte. Adiós, Rock, hijo… haz lo que te pido… Piensa en la hacienda, en tu hogar, en la mujer que te dejo.»
Hubo un silencio.
Largo, penoso, casi extraño.
Rock se hallaba de pie, con las manos apoyadas contra el respaldo de un sillón y los nudillos blancos de oprimir los dedos.
Karan, palidísima, se mantenía inmóvil.
Ella no sabía, ¡oh, no!, que el fin de todo aquello… estaba allí, en aquel papel que el notario doblaba con mucho cuidado.
No fue capaz de buscar la mirada de Rock. No podría aunque quisiera. ¿Qué pensaría? ¿Qué indujo ella a míster Newley a redactar el testamento en aquellos términos?
Aspiró hondo. Sintió que algo se deslizaba hacia su mano y miró. Era el reverendo que, con un apretón, le pedía fuerza y valor.
Sonrió tan sólo. Una sonrisa pálida y débil, como la de una niña pequeña que no sabe sonreír aún.
—Eso es todo, señores —dijo el notario, poniéndose en pie. Miró a Rock fijamente—. Tendrá usted que… que… darme una respuesta antes de mañana.
—¿No sirve ahora?
—Sirve.
—Haré lo que él dice.
Y sin más explicaciones, giró sobre sí mismo y salió de la estancia.
El reverendo Wolff se despidió.
—Si algún día me necesitas para algo… ya sabes dónde estoy, Karan. Debes tener paciencia.
—Él debió pensar en mis sentimientos —dijo ahogándose.
—Pensó —sonrió el reverendo beatíficamente—. Pensó, Karan. Precisamente porque pensó, hizo lo que hizo.
—Yo…
—Tú le amas. No va a ser fácil la felicidad, pero los dos, sea como sea, tenéis que llegar a ella.
—Él cree…
—Me imagino lo que cree.
—Si yo le dijera…
El reverendo cortó en seco.
—No. Sería demasiado fácil para Rock Waltan, y necesita sufrir y luchar. Yo sé, desde el primer momento lo supe, lo que Glenn esperaba. Y sé por qué lo esperaba. Y supe asimismo que Rock necesitaría una gran lección, de amor, de dignidad, de honor, para hacerse cargo del porqué vivió su tío y para qué vivió. Tendrá que aprenderlo si no lo sabe, Karan.
—Pero me odia.
—Estaba también previsto eso.
—Y usted lo consiente.
—Sí, porque el odio le enseñará a amar a los demás. A darse cuenta de que no estamos en el mundo sólo para la satisfacción de nuestros placeres. Tenemos una labor más elevada que cumplir, y Rock tendrá que ir aprendiendo qué clase de labor le está encomendada.
—Padre, pero yo…
—Ya te lo dijo Glenn. Eres un naipe que llevará la peor parte, pero nunca la felicidad llegó a uno por sus pasos. Hay que buscarla y luchar por ella, como Glenn luchó desde niño por su imperio terreno. Tienes un deber que cumplir, que es mantenerlo firme, enhiesto, con todos sus banderines triunfantes al aire. Es una ardua labor, Karan…, pero la vida siempre encomienda una labor especial a quien puede y sabe desarrollarla. Adiós, hija. No puedo detenerme más. Si te es posible, no me llames para tu boda.
Lo vio alejarse.
Quedóse como sola, temblando, sin saber qué hacer. Sabiendo únicamente que algo tenía que hacer, pero ignorando por dónde y cómo empezar.
Al girar en dirección al interior del vestíbulo, se topó con Janet que la contemplaba anhelante.
—Señorita…
—Calma, Janet.
—Él está… herido. Desesperado. Lo vi subir por esas escaleras, tambaleante. Tenemos que ayudarle. Se van a casar ustedes… Yo… nunca me moveré de su lado, pero quisiera que el niño Rock fuera… feliz…
—Y no me consideras a mí capaz de conseguirlo.
Janet dijo algo que despertó aún más ternura en Karan.
—De usted estoy segura. De él… no. Le quiero mucho, pero siempre… reconocí sus defectos y tengo miedo. Es… cruel cuando algo le hiere. Odia con la misma fuerza que ama… Y a usted la amó…
—Calla, calla, Janet.
—Yo lo vi. Aquel amanecer, cuando se fue… miraba y miraba su ventana… Se diría que pretendía llevar su imagen fija en su ser… Nunca le vi mirar así.
No quería oírla.
Le puso una mano en el hombro, y con acento ahogado sólo pidió antes de alejarse de ella:
—Calla, calla.
Capítulo 13
Al iniciar el paso por el largo pasillo superior, lo vio inmóvil, como esperándola, al final de aquél.
Ella dudó un segundo, pero luego caminó despacio.
Él también.
Se quedaron los dos frente a frente en mitad del pasillo, a la altura del salón, donde una noche la acorraló para besarla.
—Me voy —dijo brevemente, con acento impersonal—. Me voy durante un tiempo. No sería capaz de casarme ahora contigo.
—No podrías aunque quisieras. Vete, es mejor.
—Un día volveré y cumpliré el deseo de mi tío, pero quiero que sepas…
—No —cortó ella bajísimo, huyendo de su odiosa mirada—. No lo digas… Lo sé.
—Nunca podré volver a amarte. Ni muerto, y considerando que le debo tanto y que él me lo recordó hoy, sería capaz de hacerte feliz con mi amor, porque jamás podré olvidar que fuiste de otro. Y te dije en una ocasión, que ni a mi padre le perdonaba una cosa así.
—No creo que sea preciso hablar más. Los dos tenemos un deber que cumplir —dijo ella con firmeza, ahogando su amargura—. Y creo que hemos de cumplirlo bien. Un deber moral y material que nos fue encomendado… por una persona a quien, de distinto modo, hemos querido los dos.
—¿Y serás capaz, tú, casi una niña, sexual y apasionada de vivir sin amor?
—No sabes cómo soy para juzgarme.
—Tienes ojos y boca y voz… Todo en ti denuncia a la mujer que eres. Pero ten por seguro que un día te pesará haberte casado conmigo. Y que yo a la vez, si un día te deseo… te tomaré como quiera y como sea… y después me gozaré en que me odies o te complazcas en el recuerdo.
—Eres… ruin.
—Ese va a ser tu marido. ¿De acuerdo? —giró sobre sí—. Tengo el equipaje hecho. Me voy ahora mismo. Pero aún voy a pasar por el cementerio y le diré a mi tío que nada me complace más que hacerte mi esposa, para despreciarte más.
No esperó respuesta, ni ella se la dio.
Momentos después, desde su ventana lo vio salir, subir al auto, y sin despedirse de nadie, poner éste en marcha y traspasar la verja pintada de negro.
Los días empezaron a transcurrir. Un mes, dos, tres… un año.
Ni una noticia ni una llamada.
No la esperaba, pero temía que el notario la advirtiera un día que lo dejaba sin la parte que le correspondía.
Durante todo aquel tiempo, bregó con la finca y sus hombres. Si hasta entonces había sido apreciada, a partir de aquel momento en que se hizo cargo de todo, fue idolatrada. Siempre tenía una sonrisa amable para todos, un consejo a flor de labio, una ayuda material en su mano.
El reverendo la visitaba frecuentemente.
Siempre preguntaba por Rock.
—No sé nada.
—Pronto regresará. Se le acabará el dinero. No disponía de mucho. Incluso tendría que trabajar para vivir.
Como si aquello fuera una llamada, días después, por la noche, regresó Rock. Lo vieron llegar ella y Janet.
Las dos estaban en la terraza. Corría la primavera. Hacía una noche apacible y clara.
Lo vieron avanzar con la maleta en la mano, a pie, sin el auto deportivo que siempre fue su pasión.
—Ahí llega —dijo Janet en un susurro—. Sin auto. Lo habrá vendido para vivir…
—Déjame sola.
—Sí, sí… No sea muy dura con él.
Ojalá pudiera.
Pero no iba a poder.
Janet se retiró y ella se mantuvo inmóvil, firme, casi rígida, aún vestida de negro. Él llegó a su lado y depositó la maleta en el suelo.
—Vengo a casarme contigo —dijo con vago acento—. Cuando quieras… Ya… estoy aquí. Para siempre… Veremos quién de los dos puede más.
—Bienvenido seas —dijo ella quedamente.
Rock pasó a su lado con la maleta en la mano, atravesó el vestíbulo como si le pesaran los pies, e inició el paso hacia las escaleras.
Ella no lo retuvo.
No hubiera podido aunque quisiera.
Fue dos días después, a las nueve de la mañana. Allí mismo, en la pequeña capillita del palacio.
Rodeados de todos los colonos, de todos los peones. Un mundo volcado allí. Un mundo suyo, aislado de otros mundos.
Él dijo sí con firmeza. Y ella dijo débilmente aquel sí.
Sintió el anillo deslizarse en su dedo y sintió como un frío indescriptible recorrerla toda.
Y después, cuando ambos salieron, caminaron como dos sonámbulos hacia la casa. No hubo frases ni parabienes. Nadie se atrevió a darlos. Tal como entraron en el pequeño recinto, así salieron todos los colonos, dentro del más extraño silencio.
Ellos dos entraron en la casa. Janet, allí, tras ellos, los miraba con ansiedad, pero aquel día, ni Karan le hizo caso, ni Rock la miró.
Se quedaron solos en el living. Frente a frente. Los dos vestidos de negro. Rígidos, graves, lejanos, y, se diría, indiferentes.
Él se sirvió una copa y la bebió de un trago.
—Tengo mucho que hacer —dijo luego—. Empezaré a ocuparme de todo.
—Como hacía tu tío.
—No me lo recuerdes —gritó excitado—. Siempre pensé que éste sería el día más hermoso de mi vida, y es el más cruel de toda mi existencia.
No contestó.
Hundióse en un sillón y se quedó muda, mirando al frente.
Lo vio salir y oyó sus pasos fuertes. Y después, casi en seguida, volvió a oír los pasos atravesando el vestíbulo.
Se puso en pie como impelida por un resorte y se acercó a la ventana. Lo vio cruzar la terraza enfundado en ropas de montar, saltar al caballo que lo esperaba, e irse a galope a través del parque, llamando a sus hombres.
Lo vio en medio de todos, como un reyezuelo. Y oyó su voz ronca dar órdenes, sin piedad, como un jefe supremo a sus humildes vasallos.
«No es así, pensó ella con desaliento. Así no lo hacía tu tío.»
Pero la figura arrogante que se alejaba en medio de un grupo de hombres a caballo, no sospechaba su pensamiento.
Lo vio llegar al anochecer. Firme en la silla, sudoroso, lleno de barro.
Y lo vio casi enseguida frente a ella, con las manos vueltas hacia los ojos femeninos.
—Mis primeros callos —gritó—. ¿Lo ves? He trabajado. Por Dios que voy a arrancar de esta tierra, tira a tira, toda la fortuna que él me legó. Y que nadie intente decirme que lo hago diferente a él.
—Rock… escucha.
Se revolvió como si miles de demonios lo pincharan.
—No me hables con ese tono suave de mujer anhelosa, Karan Nilsson, porque si lo vuelves a hacer, voy a pensar que soy un hombre y perderé toda la consideración que como ser humano aún me queda. Ni me mires así, ni muevas tus labios. Eres mujer y eres bella. Y tienes… eso. Eso que entró en mí como algo distinto. Pero va a ser igual.
Se acercó a ella, la besó con brutal desesperación. La soltó casi inmediatamente y la lanzó hacia un sofá.
—Maldita sea —gritó—. Maldita sea.
Y como si huyera de aquella atracción que ella seguía ejerciendo sobre él, echó a andar, atravesó el salón y salió, cerrando con un golpe seco.
Ella quedó allí, menguada, apretados los dedos contra la boca dolorida, y la mirada extraviada, fija en aquella puerta cerrada.
Allá arriba, en su cuarto de soltero, anhelante, mudo y fiero, Rock Waltan se tiró en el lecho y apretó las sienes con las manos.
—Te odio tanto como te quiero —gimió desesperadamente—. Tanto, sí, tanto como te quiero…
Se había casado aquel día… Y sabía que su vida iba a ser un infierno.
Capítulo 14
Se lo dijo Janet.
—El administrador está quejoso, señora.
—¿Quejoso? ¿De qué?
—Pues… no sé si debo decírselo. Ellos ignoran lo que pasó aquí dentro y ha venido a verla a usted para… pedir clemencia, pero yo lo detuve… No quise que él se diera cuenta de… de… eso que ocurre.
¿Cuánto hacía qué se casó?
Tres meses.
Casi no lo veía.
No lo intentaba. Se daba cuenta de que estaba como envenenado. Trabajaba como un peón más, como si comiera del pan que trabajaba. Como si fuera un reyezuelo orgulloso, maldiciendo siempre y en silencio a quien le apresó allí contra su voluntad.
Sacudió la cabeza.
No podía pensar sin agotarse. Y su lucha silenciosa era ya demasiada para su edad.
—Dime, dime, Janet…
—Es que no sé si debo… Siempre amé al niño Rock.
—Ya sabes que te tiene prohibido llamarle así.
—Sí, sí —casi gimió Janet—. Lo sé. Pero… me gusta llamarlo así. No puedo olvidar cuando lo mecía en mis brazos y le daba besos, y cuando luego, ya un adolescente se iba por la campiña con las chicas y se ocultaba en los maizales… yo… tantas veces le tengo disculpado ante su tío… Pero le llamaré señor… como si yo fuera una extraña y él un desconocido.
—Discúlpalo, Janet. Él tiene que aprender… Es soberbio y orgulloso, y para gobernar esta hacienda hay que ser humilde y sano como Glenn Newley lo era. Pero eso aún debe aprenderlo. Es pronto, pero lo aprenderá.
—Usted, que es la más herida, le disculpa siempre.
—Has venido aquí a decirme algo.
—El administrador recibió a uno de los colonos que tiene dos hijos estudiando en el centro, señora. El difunto señor siempre otorgaba préstamos… en casos así. Tom lo pidió, como hace todos los años. Un adelanto, ya sabe usted… Después, cuando se recoge la cosecha, lo devuelve… A veces lo devuelve en un año, cada seis meses…
—Sí, lo sé. Firmé muchas veces esos documentos.
—Pues… pues… el señor, el niño Rock —y miró en todas direcciones como si temiera ser oída— se niega a conceder préstamos.
—¡Eso no!
—Eso sí. El administrador está desconcertado. ¿Sabe usted qué dijo el ni… el señor?
—No, Janet.
—Dijo que si no podían estudiar con lo que su padre ganaba buenamente, que se pusiesen a trabajar en la hacienda, que hacían mucha falta brazos jóvenes.
—¡Ah!
—Además…
Ella se agitó.
—¿Aún hay más?
—Pues… Albert, el viejo guarda, tiene muchos años. Le tocó ya la hora de retirarse. Recuerdo que el señor, que en paz descanse, le dijo muchas veces que lo hiciera en su casita, allá abajo en el valle, donde están todos los obreros retirados. Es como un asilo particular, ya sabe usted.
—Sé, Janet.
—El viejo Albert no quería. Pero ahora se ha puesto enfermo y está allí solo, en mitad del bosque. El administrador considera que debiera retirarse, y Albert no se negó.
Guardó silencio.
—Continúa, Janet —le pidió ella con acento ahogado.
—El ni… El señor —susurró Janet, agitando una mano sobre otra— se negó en redondo. Dijo que no estaba dispuesto a pagar la manutención de parásitos. Que si se retiraba, le pasaría una pequeña pensión y tendría que pagar su propio sustento.
—¿Has comentado eso con alguien más, Janet?
—No, no, señora. Me habló el administrador y he venido hacia aquí a hablar con usted. Pero no se haga ilusiones creyendo que los demás ignoran lo que ocurre. Corren muchos rumores por la hacienda y por todo el valle. La gente está descontenta. El ni… el señor parece no saciar nunca su ansia de desquite. Anda como loco por todo el valle. Aporrea a los hombres, les fatiga, los obliga a hacer cosas que jamás hicieron en vida del difunto señor. Y lo peor de todo, señora, es que nadie le ama.
—Está bien, Janet. Hablaré con él tan pronto regrese.
—Yo no quisiera que usted sufriera por lo que le he dicho, señora, pero…
Karan agitó una mano en el aire.
Se hallaba de pie junto al ventanal, con los inmensos ojos negros fijos en la pradera y en el patio. Vestía pantalones negros y una blusa escocesa de cuello camisero, abierta casi hasta el principio del seno y por fuera del pantalón. Calzaba mocasines negros. Llevaba el cabello trenzado en una sola coleta que partía de lo alto de la cabeza, y, como siempre, le caía por el hombro, casi hasta el seno.
Linda en verdad, pero sobre todo interesante, atractiva, con un atractivo suave y exquisito.
—Ve a tus faenas, Janet. He de pensar cómo y cuándo abordaré a Rock. No va a ser fácil. Parece envenenado y dispuesto a no ceder. Pero su tío no quería las cosas así, y yo tengo el deber de hacérselo saber.
Casi nunca comía en casa.
Al regresar de la labor mañanera, se desviaba hacia la ciudad, y vestido como estaba, con ropas de montar, se iba al centro, comía en cualquier cafetería y regresaba a los campos, antes aún que sus hombres.
No había descanso ni paz para él. Se diría que pretendía extraer de la tierra y de la cría de caballos en un año, lo que su tío había extraído en veinte.
No le importaba lo que pensaran los criados de su actitud. Y mucho menos lo que pensara ella.
Durante tres meses, justos los que llevaban casado, ella se abstuvo de inmiscuirse en los asuntos laborales de la hacienda. Pero no estaba dispuesta a continuar así, puesto que tenía en su mente fijas, como clavadas, las últimas palabras oídas a míster Newley.
«No permitas jamás, bajo ningún concepto, que Rock maltrate y humille a mis hombres. Inmiscúyete en todo y prohíbele que tiranice a quienes tanto respeté yo.»
Por eso aquella noche, cuando supo que él estaba en su cuarto, subió despacio las pocas escalinatas y así, vestida como estaba, firme en apariencia, pero temblando íntimamente, decidió abordar el asunto y abordarlo a él.
Cruzó el pasillo con paso firme. Se diría que nada la agitaba ni nada la inquietaba, pero no era así.
Cuando llamó a la puerta, sus dedos temblaban perceptiblemente.
—Adelante —dijo la voz firme y ronca.
Empujó la puerta y se deslizó dentro.
No miró en seguida. Cuando lo hizo, lo vio tendido en un diván, al pie del ventanal, con una pipa retorcida entre los dientes, vistiendo aún las altas polainas y el calzón de pana marrón, camisa a cuadros, y sobre la silla, junto a la cama, tirada de cualquier modo, la zamarra.
—Vaya —exclamó al verla, pero sin moverse—. ¿Vienes a ofrecerte?
Era ofensivo y no titubeaba para ofender.
Pero Karan Nilsson era mujer y fuerte, y estaba preparada para aquello.
—Vengo a hablar contigo. Eso es a lo que vengo.
Seguía de pie, junto a la puerta cerrada. Él, recostada la cabeza contra el respaldo del diván, con un brazo bajo la nuca y la mano libre sujetando la pipa, la miraba de arriba a abajo como si la desnudara de pies a cabeza.
Karan soportó aquella mirada.
—Hace muchos años —dijo ella con firmeza— que existe un poblado al fondo del valle, donde viven apaciblemente los viejos hombres del campo que bregaron por la prosperidad de esta hacienda. La manutención de este poblado en nómina desde que tú tenías diez años. ¿Ignorabas esto?
Rock se tiró del diván.
Al incorporarse resultaba demasiado alto y poderoso para su fragilidad. Ella se dio cuenta, pero firme en su papel de defensora de seres que habían querido entrañablemente al hombre a quien se lo debían todo, mantúvose erguida ante él, como si su talla y su mirada no le intimidaran.
—De modo que en defensa de los pobres desvalidos. No me digas —rió sarcástico, con dureza— que te conmueve lo que pueda ocurrirles a esos ancianos. Ya ves, a veces los hombres somos ilusos. ¿Sabes lo qué pensé al verte en mi cuarto? Es la primera vez que entras aquí desde que nos casó… tu marido —como ella pareciera dispuesta a refutar sus palabras, Rock las ahogó gritando—: Creí que venías a pasar un rato divertido conmigo.
—Eres un ente grosero, Rock.
—¿No te hubiese gustado?
—Un ente —susurró ella ahogándose.
Rock dio un paso al frente. Tenía un andar reposado y unos modales casi negligentes.
Al llegar junto a ella, sin grandes miramientos, la agarró por un brazo, le hizo dar una vuelta sobre sí misma sin cuidado y la empujó hacia el diván, clavándola en él.
—Te prohíbo… Te prohíbo… —gimió ella—. Te prohíbo que… me…
No fue capaz de continuar.
Rock estaba allí, junto a ella, sentado a su lado, inclinado hacia su rostro como un sádico maldito.
—Eres mi mujer —dijo él, como si mascara cada frase—. Y eres muy hermosa. Nunca conocí otra mujer como tú, y mira que yo recorrí mundo. Tienes no sé qué. Gustas… Sí, gustas mucho…
Su voz, primero ronca, se hacía cálida y extraña para la muchacha temblorosa que lo escuchaba.
Capítulo 15
Karan Nilsson se puso en pie muy despacio.
Temblaba. No era capaz de remediarlo. Aquellos besos cálidos y después aquellos otros ofensivos, producían en su ser como un desgarramiento.
Quedó apoyada contra el respaldo del diván y su rostro palidísimo y sus labios crispados, aún aumentaban su auténtica belleza de mujer exquisita.
No hubo rabia en su voz, ni siquiera reproche. Hubo dolor. El dolor de sentirse tan humillada y maltratada sin razón.
—Tengo plenos poderes —dijo bajísimo— para imponer lo que me parezca humano y razonable, y no estoy dispuesta a tolerar que cambies las costumbres que impuso tu tío hace muchos años.
Rock emitió una risita sarcástica.
—Él está muerto, bien muerto, y yo me alegro de que lo esté. No me casé contigo por darle gusto. No soy hombre que recoja las migajas que otro dejó, aunque éste otro sea mi tío. Me casé contigo porque quiero darte una lección. Aquí, quien manda, quien gobierna, quien ordena, soy yo, y si no quieres admitirlo así… tendrás que irte.
—Eso es lo que tú deseas, ¿verdad?
¿Lo deseaba?
Debiera desearlo, pero, no sabía por qué, no lo deseaba. No y mil veces no. ¿Es qué estaba loco?
¿Es qué la quería aún, pese a haber sido de su tío? ¿Qué clase de hombre era él? ¿Es qué no tenía ni un poco de dignidad?
—Vete cuando quieras —gritó exasperado, diciendo todo lo contrario de lo que sentía—. Vete, sí. Eso es lo mejor para los dos.
—No me iré, Rock. Me humillarás y me maltratarás y no me iré, porque he prometido quedarme aquí, y no habrá fuerza humana que me mueva. Y te pido, sin soberbia y sin orgullo, humillada si quieres a tus pies, pues yo no cuento en este caso, ni cuenta mi orgullo ni mi dignidad, que ordenes el préstamo para Tom y permitas que Albert se retire como tantos otros se retiraron en esta hacienda.
—La exquisita generosa —se mofó él, maldiciéndose por ser así, pues no hubiera querido serlo—. La mujer bondadosa que todos admiran y adoran. Yo no soy tan bueno, Karan Nilsson —gritó, exasperado—. Yo soy un amo rígido y no tengo por qué soportar las debilidades de los demás. Si Tom no puede hacer estudiar a sus hijos con lo que gana, que los ponga a trabajar.
—Me pregunto qué ocurriría contigo, si míster Newley pensara igual con respecto a ti. No serías un ingeniero poderoso, dueño de este imperio. Serías… un peón, y otros, como tú ahora, te apalearían y humillarían.
Él levantó el puño y lo agitó en el aire, pero, cosa extraña, no supo pronunciar palabra en contra de las frases femeninas.
Karan, creyendo haber ganado algún terreno, se apresuró a añadir:
—Podemos razonar los dos, Rock. ¡Es tan fácil hacer concesiones cuando no cuestan sacrificio alguno! No pienses en mí. No cebes en ellos tu amargura, si es que la sientes. Oféndeme si quieres y, maltrátame, pero no te olvides de los que dependen de ti.
—¿Quieres qué te admire?
—No —dijo ella suavemente—. Quisiera que me amaras, pero eso ya sé que no es posible.
—¡Cállate!
—Yo te quiero, Rock. Así, así te lo digo. ¿Para qué tratar de engañarte?
—Me quieres y te casaste con mi tío.
Pudo decírselo en aquel instante. «Me casé más por ti que por mí. Tu tío fue como un patriarca que quiso ampararme y darte a ti una mujer que te enseñara a vivir humanamente.»
Pero no.
El gritó exasperado, ajeno totalmente a sus pensamientos:
—¿Qué clase de hombre crees que soy? ¿Concibes a un tipo como yo, tan exclusivista, capaz de admitirte en su vida íntima? ¿Cómo esposa? ¿Cómo mujer? Te diré lo que un día tú me dijiste a mí. Habría una sola mujer en el mundo y ésa serías tú, y yo, deliberadamente, renunciaría a ti. Eso haría. Ya ves, pues, de la forma que te odio.
—No es que me odies, Rock —dijo ella con ternura—. Es que no me perdonas que no te haya sido fiel. Eso es lo que tú me reprochas.
Rock no quería oírla.
No podía soportar pacíficamente o sarcásticamente, aquella ternura de ella. La deseaba como un loco y la amaba como un desenfrenado, y era hombre y ella mujer. Y estaban casados.
Por eso, como un meteoro, abrió la puerta y la apuntó con el dedo enhiesto.
—Sal, sal inmediatamente. Ya sé qué tipo de mujer eres. ¿Qué escrúpulo es el tuyo que vienes a ofrecerte a mí?
Ella avanzó despacio.
Linda y bonita, exquisita dentro de su humanidad, susurró sin detenerse.
—No vengo a ofrecerme a tu tiranía, Rock. Entiéndelo. Vengo a ofrecerme a tu amor.
—¡Cállate!
—Pero olvídalo —murmuró ella bajísimo, envolviéndolo en una larga mirada que estremeció a Rock de pies a cabeza—. Olvídalo, si tanto te hiere mi cariño. Puedes hacer conmigo lo que gustes, pero, por favor… no seas tirano con quien ninguna culpa tiene de lo que nos ocurre a ti y a mí.
Pudo añadir:
«Yo puedo imponerme y prohibirte tu actitud y condenarla como dueña de la mitad de este imperio. Pero espero que tú me escuches, Rock. No eres malo. Estás herido y tu herida aún no se curó… Está sangrando como el primer día. Por eso no me impongo. Por nada del mundo quisiera imponerme, pero si insistes en no retirar a Albert o en no dar el dinero a Tom… tendré que inmiscuirme, y es lo que no quisiera. De verdad que quisiera, Rock…»
Y en voz alta, sin soltar el pomo, aún añadió:
—Es tan fácil vivir feliz, Rock.
Él saltó como un energúmeno.
—¿Le decías eso a míster Newley? —y de súbito, con ronco acento, como si la fuerza de sus sentimientos pudiera más que su rabia—: Yo le quería. Le quería bien. Pese a irme por el mundo, yo le apreciaba como jamás aprecié a ser alguno de este mundo. Le admiraba, y para mí, su palabra, era un mandato. Me fui porque te vi llorar aquella noche. Supe que no era capaz de respetarte, y supe que tú me querías. Y por eso huí. Temeroso de hacerte daño, de humillarte en mi propio hogar, a ti, a quien tanto apreciaba mi tío. No me sentía con fuerzas para casarme. Entonces no. No estaba aún predispuesto al matrimonio —miraba al frente, y Karan se dio cuenta de que en aquel instante ignoraba su presencia—. Pero a él le quería. Sabía siempre de él por un amigo. Después el amigo marchó de Springfield y fue cuando regresé a Nueva York y me encontré con el telegrama donde me daban noticias de su muerte. Creí que me desgarraban… Yo, yo… que parecía tan fuerte, aquella noche en el auto, mis dedos se agarrotaban en el volante y allí caían mis lágrimas —la miró de súbito, como si no la viera hasta aquel instante—. ¿Qué haces ahí? ¿Por qué no te has ido aún? —y como ella diera un paso hacia el umbral, Rock gritó como un histérico—: Pero lo que nunca pensé… ¡Oh, no! Eras como una espina clavada a fuego en mi ser. ¿Te das cuenta? Te ha tomado a ti… a ti, y eso no voy a perdonárselo.
Estuvo a punto de decírselo, pero recordó al reverendo Wolff.
«Tú no. Yo tengo una carta para él, y sólo se la daré cuando la merezca.»
Apretó los labios. Salió de allí y cruzó el pasillo casi corriendo.
No volvió a verle aquella noche, y a la mañana siguiente, supo, ya muy avanzada ésta, por Janet, que llegó al living donde ella estaba, toda sofocada.
—Señora, señora…
Se puso en guardia.
¿Otra tiranía de Rock?
Se estremeció de pies a cabeza.
—Dime, Janet.
—Albert está en el poblado. El ni… El señor ha firmado los papeles que confirman su jubilación. También los documentos del préstamo, señora… ¡Oh, Dios mío! Nunca pensé que el ni… el señor terminara cediendo.
—Olvídalo, Janet.
—¿Olvidarlo? ¿Puedo?
—Vas a poder. Al señor —dijo bajísimo— no le gustará oír que empieza a ser débil.
—Señora.
—Por favor, hazme caso.
Y Janet, no supo por qué, se lo hizo.
Capítulo 16
La llegada del verano invitaba a dar paseos por el campo al anochecer.
A Karan le costó mucho aprender a montar a caballo, pero al fin pudo mantenerse firme en la silla, y si bien no era una experta, pasaba por una regular caballista.
Aquella tarde, cuando ya el sol se metía envuelto en nubes un tanto oscuras, pidió que le ensillasen un caballo.
No vio a Rock en todo el día y prefería no hallarlo en casa a su regreso. Además, anhelaba tomar el aire de la campiña y sentir la brisa del atardecer en el rostro.
Vestía calzón de canutillo color avellana, altas polainas de piel más oscuras y una camisa blanca bajo un suéter beige muy claro, de cuello en pico, por el cual asomaba la camisa camisera. Con las mangas arremangadas y con la cabeza al descubierto, se lanzó al patio.
Un peón le ensillaba el pura sangre.
—No se aleje mucho, señora —le recomendó aquél—. Me parece que esta noche, no tardará en estallar la tormenta.
—No me dan miedo las tormentas —dijo ella, riendo amablemente—. Hay muchos refugios en el monte.
—Aun así. Yo en su lugar… daría un corto paseo y regresaría a casa.
No hizo caso.
Anhelaba sentirse sola frente a la naturaleza. Sola con sus pensamientos y sus inquietudes, que eran muchas.
Montó en el potro y lo espoleó.
Se internó en el bosque y uno de los peones se acercó al que ensilló el caballo.
—Va a llover y habrá tormenta. ¿Por qué no lo has dicho al ama?
—Se lo he dicho, pero… no me hizo caso.
Veinte minutos después empezaron a caer las primeras gotas. Eran gordas y el cielo se teñía de oscuro cada vez más.
Por el principio del patio avanzaban varios caballistas.
—El amo llega —dijo preocupado uno de los peones—. Se lo voy a decir.
—Ve —aprobó el otro.
El peón se acercó presuroso al amo y éste lo miró un tanto contrariado.
—No detengas mi caballo, Jim. ¿No ves qué llueve?
—Señor, es que la señora se ha ido a caballo por el bosque —miró hacia el firmamento—. Temo que la pille la tormenta.
Rock se agitó en la silla.
—¿Por dónde ha ido? ¿No le advertiste?
—Sí, señor, pero ella… insistió. Parecía ilusionada con el paseo.
Rock no esperó razones. Volvió grupas y se lanzó hacia el bosque a galope.
Douglas, el capataz, aún gritó:
—¿Quiere qué le acompañe?
No quería.
Iría solo.
Quizá Karan no anduviera muy lejos de allí. Prefería que los demás ignoraran la tirantez que existía entre ellos.
La lluvia se intensificaba más por momentos.
Karan, asustada, detuvo su montura junto al refugio. Ató el caballo a la argolla y se coló dentro.
Era un recinto pequeño, amontonada la paja en una esquina. Con un solo hueco, sin puerta y sin ninguna ventana. Era el refugio que usaban los guardias cuando la tormenta los cogía en el bosque.
No hacía frío, pero ella cruzó los brazos en el pecho, casi tiritando. Más de miedo que de frío.
Se apoyó contra una esquina de la pared, como si se protegiera. Casi inmediatamente estalló el primer relámpago, como si partiera el firmamento de parte a parte, y seguido de aquél un trueno estremecedor.
—Dios mío —susurró—. Dios mío…
Enseguida oyó el trote de un caballo y los cascos chapoteando en el agua que caía como un torrente. Después los cascos deteniéndose, un golpe seco y enseguida la alta figura en el hueco que hacía de puerta.
—Rock —susurró anhelosa—. Rock… has venido.
Había como un suspiro de alivio en aquella voz.
Rock no fue capaz de sentir rencor en aquel momento. Ni de recordar a su tío, ni de que ella, antes de ser su esposa, fue la mujer de su protector.
Avanzó despacio y se metió dentro. Tuvo que encogerse para entrar.
—Diantre —exclamó—. Qué tormenta más fenomenal. Siempre ocurre en este tiempo. Hace un día espléndido, y a la noche, hala, a oír truenos y ver relámpagos —la miró un segundo—. Será mejor que te sientes en la paja. Yo lo haré. No soy capaz de mantenerme de pie encorvado.
Se sentó.
Ella, tímidamente, lo hizo a su lado.
Rock lanzó sobre ella una mirada analítica.
—Con esa ropa… mojada, estarás tiritando.
Y su mano, deslizándose sobre la paja como al descuido, caía sin querer, como si una fuerza superior la empujara, sobre los dedos temblorosos.
Así un rato.
Con aquellos dedos frágiles, débiles, perdidos en los suyos, hundidas ambas manos en la paja.
De súbito, así, silenciosamente, sus dedos soltaron la mano y subieron brazo arriba.
Nada dijo ella.
Nada dijo él.
Se diría que aquello tenía tan sólo una razón de ser íntima, nacida de lo más hondo de los sentimientos de ambos. Uno para dar, y otro para recibir silenciosamente los dos.
Aquellos dedos masculinos, como si no supieran lo que hacían, o lo supieran demasiado y no pudieran contener una ansiedad nacida de lo más hondo del ser, acariciaron el brazo húmedo, desnudo, una y otra vez.
—Estás… estás… mojada.
¿No era más humana la voz de Rock? ¿No era distinta? ¿No tenía como un matiz ahogado, indoblegablemente anheloso?
—Sí —admitió ella quedamente—. Sí…
El agua seguía cayendo y chocaba contra los muros del pequeño refugio.
Ella, bajísimo, como si la voz le saliera de un lugar íntimo insospechado, dijo:
—Te quiero, Rock. No sé cuándo, cómo ni en qué instante empezó esto. Pero… pero…
—Cállate —pidió él como en un gemido—. Cállate, Karan. No quiero oír tu voz, porque me da miedo. Miedo a que se desvanezca en un segundo o a que se haga más aguda y me torture.
La lluvia seguía cayendo y los truenos parecían alejarse más y más…
Capítulo 17
Amanecía.
Estaba allí, junto a ella.
El agua seguía golpeando las desnudas paredes del refugio, y casi rozaba sus pies y empapaba la paja.
Había como un halo íntimo, extraño, entre ellos. Un silencio casi sepulcral. Él, tendido, con los ojos cerrados, las manos caídas a lo largo del cuerpo. Ella, suave, íntima, distinta, inclinada hacia él, con los dedos temblorosos perdidos en su pelo.
Ni una frase.
Ni una sola palabra que justificase aquella ternura. Pero existía. Los dos lo sabían. Él, porque conocía a las mujeres; ella, porque él sabía ya lo que tenía que saber.
Y así, silenciosamente, ella le acariciaba el rostro, y sus dedos se hundían en los cabellos de un rubio cenizo y se deslizaban luego hasta la garganta.
—Debiste… debiste decírmelo desde el primer instante.
No era un reproche. Era como un alivio, como un desahogo.
Ella se inclinó, y sus labios abiertos le taparon la boca.
—No podía —susurró ella dentro de sus labios—. No podía. No me hubieras creído entonces.
—Necesitaba hacerlo. Como un hambriento, como un loco desesperado… como un pobre muchacho adolescente, enamorado por primera vez.
—Sé… que no has despedido a Albert. Sé que has concedido a Tom el préstamo que solicitaba.
Él rió.
Una risa distinta, íntima, suave como sus besos.
—¿Podía? —susurró, deslizándola junto a sí—. Di, ¿podía después de pedírmelo tú?
—Pero… me odiabas.
—Eso hubiese querido, Karan. Te aseguro que lo pedí con todas mis fuerzas, pero no me fue posible. Te veía y sentía… sentía…
—Sé lo que sentías —dijo ella, dejando resbalar sus labios por el rostro rasurado—. Lo sé.
—¿Lo… sabes?
—Tenía que saberlo. Me… me pasaba a mí.
—Dios santo. ¿Sabes? Me parece mentira.
—Y es cierto.
Lo era.
Seguía lloviendo y ellos continuaban allí. Empezaba a aclarar el día. Se oyó trote de caballos en la pradera. Él soltó el cuerpo que pendía en el suyo. Quedó medio incorporado.
—Nos… buscan —y riendo, riendo como un loco feliz—: Si ellos supieran… ¡Si lo supieran!
Karan Nilsson se acurrucó en su cuerpo.
—Pero eso… sólo lo sabemos tú y yo…
Y su rostro, un poco pálido, se coloreó un tanto.
Él rió sobre sus labios, y así, sujetándola por el mentón, su voz sonó ininteligible. No parecía posible oír lo que dijo… Pero ella sí lo oyó, y, picaresca, le pellizcó la nariz.
Él volvió a reír.
Era una risa distinta. La risa de aquel niño Rock de algunos años antes, que conocía Janet y míster Newley, y todos los hombres que pertenecían a la hacienda…
Y que ella empezaba a conocer en aquel instante…
Sin soltarla, apareció en el hueco que hacía de puerta. Los caballistas, una docena en total, invadían todo el contorno. Al verlos en la puerta, se miraron unos a otros.
—Estamos vivos —le gritó Rock—. Regresamos ahora a la hacienda.
El capataz, tímidamente, murmuró:
—Creímos que se habían perdido en el bosque, señor. Una noche entera…
Rock apretó a Karan contra su costado, y sin que nadie le oyese, dijo cerca de su rostro:
—Nuestra noche de bodas, Karan bonita. Entre truenos y lluvia… No la olvidaré en toda mi vida —y en alta voz, para que todos le oyesen, con un acento de voz mucho más humano, causando en todos un cierto asombro agradable—: En marcha, muchachos. Llevaos el caballo de mi mujer, que a ella la llevo yo conmigo a la grupa.
—El reverendo Wolff está en el palacio, señor —le dijo Douglas—. Ha llegado ayer noche, y como llovía tanto, se quedó en casa a dormir. Parece ser que desea verle a usted.
—Bien. En marcha todos —y asiendo a Karan en vilo, la llevó hacia su caballo—. Podré abrazarte aún más —dijo riendo, cuando estuvo erguido en la silla, manteniendo el cuerpo de su mujer apretado contra sí—. Te sentiré palpitar y pensaré que sigo oyendo tu voz… —bajó la cabeza hasta fundirla con la de ella—. «Te quiero, Rock…» ¿No decías así?
—Te quiero, Rock. Te amo más que a mi vida. Te lo diré todos los días y a todas horas. Nunca he querido a hombre alguno más que a ti.
Rock espoleó el caballo y apretó aquel frágil cuerpo que era suyo, contra sí. Fuerte, fuerte, como si tuviera miedo de que alguien o algo se lo llevara.
Llovía menos, pero todos los caballistas en tropel, desafiaban la inclemencia del tiempo, y sin saber concretamente por qué, intuían que acaba de resucitar míster Newley, su noble amo.
—Muchachos —bufó el reverendo—. Qué susto me disteis. Si venís empapados.
Janet estaba allí, junto al reverendo, pero no se atrevía a pronunciar palabra.
Veía la arrogante figura de Rock frente a ella y la frágil figura de Karan prendida con ambas manos al brazo de Rock.
¿Qué pasaba allí?
¿Qué nuevo horizonte se abría para aquellos dos, para todos?
—Señor —susurró— está usted mojado.
Rock lanzó una risotada al estilo de míster Newley.
—No me trates de usted —dijo sin dejar de reír—. Y llámame niño Rock.
Janet lanzó un suspiro.
Empezó a moverse nerviosamente. Hablaba como si le dieran cuerda.
—Diré a June que prepare la ropa de la señora. Y tú, niño Rock, hazme el favor de cambiarte. Mira que pasar la noche fuera de casa. ¡Y qué noche! El reverendo y yo casi la pasamos rezando hasta el amanecer. ¿Un café caliente, señora? ¿Y tú, Rock… un whisky?
El reverendo la miraba complacido. Karan con emoción, y Rock, de súbito se puso muy serio, fue hacia ella, la besó en la frente y dijo bajísimo:
—Llora, Janet, llora. Vete a llorar. Yo sé que tienes ganas…
—Niño Rock.
—Anda, Janet, ve a llorar y luego vuelve, cuando hayas llorado.
Janet lloró, pero antes salió huyendo.
¡Cómo la conocía! Ella sabía cuánto y cómo la conocía su niño Rock.
Al quedarse solos los tres, hubo un silencio. Emocional, embarazoso.
Lo rompió el reverendo para decir:
—Te traigo una carta, Rock. La escribió tu tío pocos días antes de morir. ¿Quieres leerla?
—No —dijo Rock bajo—. Ya no…
Y Karan se ruborizó, como si el reverendo estuviera con ellos en el refugio.
—Toma —dijo el reverendo como si no entendiera—. Quizás un día desees leerla. Es muy corta. Unas pocas líneas. Tu tío te conocía. Cuando me lo entregó, me dijo muy bajo: «Désela, pero quizá cuando llegue el momento, él ya no la necesite. Al menos… eso espero yo.»
—Tenía razón —cortó Rock con ronco acento.
Y apretando contra sí el cuerpo húmedo de Karan, añadió bajísimo, al tiempo de mirarla fugazmente:
—Está mojada… Voy a ir con ella…
—Sí, sí, muchachos. Yo ya me voy. Tengo el auto esperándome —los abrazó a la vez—. Un día u otro tenías que darte cuenta, Rock… Estáis como formados el uno para el otro. Me agrada saber… que ya tenemos dos castellanos para este imperio, donde tu tío trabajó y bregó hasta dejar la vida.
Lo acompañaron silenciosamente hasta el auto.
Y después, cuando aquel emprendió la marcha por la avenida de los tilos, hacia la verja que Matías mantenía abierta, ellos dos, juntos sin soltarse, giraron sobre sí y entraron en la casa.
Allí estaba Janet.
Tan alta, tan enlutada, tan tierna, con aquella mirada brillante, fija en ellos.
—Vamos a descansar, Janet —dijo Rock quedamente—. Que nadie nos moleste. Mañana al amanecer nos iremos de viaje. Dile a Douglas y a su hijo que se ocupen de todo. Volveremos… dentro de un mes… de dos… No lo sé. Y después… ya no nos moveremos de aquí.
—Sí, sí, niño Rock.
—Gracias, Janet —susurró Karan, besándola inesperadamente.
—Oh —sollozó ésta—. Oh, señorita Karan…
—Tú… tú… —casi lloraba— llámame Karan. Sólo así. Como a él. O niña Karan.
—Dios mío —susurró Janet como si rezara—. Dios mío… tanto como yo le pedí a Dios…
Ellos ya no la oían.
Paso a paso, los dos, sin soltarse, subían las escalinatas alfombradas, y sus pies mojados iban dejando una huella húmeda…
—Puedo yo… Te estoy mojando, Rock. Te aseguro que… que… puedo yo…
Rock sonreía. Una sonrisa diáfana, llena de una ternura tan íntima, que resultaba contagiosa para ella.
—¿No lo estoy yo?
—Pero…
—No seas tonta…
—No… no has leído la carta.
—No me interesa leerla. Sé más de ti, que cuanto pueda decirme mi difunto tío.
—Rock.
—¿Sí?
—Yo lo haré.
No se lo permitía.
La empujaba hacia atrás y le quitaba las botas y le desabrochaba el vestido. Y lo dejaba todo tirado en el suelo.
—Estás… estás… —¿qué le pasaba a Karan que casi no se oía su voz?— estás mojando la alfombra.
Él no miró la alfombra. La miraba a ella. Se tendía a su lado y decía quedamente:
—Me parece imposible y es cierto. ¡Cierto, Karan amadísima!
Karan no podía más.
Cerraba los ojos y se enredaba en sus brazos y le pasaba los suyos por el cuello y le besaba interminablemente.
Era maravilloso estar allí, y sentir que el agua volvía a caer golpeando los cristales, y que todas las persianas estaban caídas, y que parecía de noche, y que Rock estaba junto a ella, volviéndola loca.
No se veía nada.
Sólo sentía a Rock y sus besos que eran como promesas. Y la carta sobre el tocador, y la muda estancia donde sólo se oía la tenue voz de Rock y el suspiro suave de ella.
Nunca abrió aquella carta. Nunca le interesó lo que decía… Sabía que Karan Nilsson, su mujer, estaba seguro, que jamás supo míster Newley…
Fin