PARÍS FUE, REALMENTE, UNA FIESTA
Publicado en
abril 07, 2013
...durante todo el mes de mayo de 1968.
Correspondiente a la edición de Octubre de 1993
Por Jorge Enrique Adoum.
Aquella de que habla Hemingway prefiguraba la de la belle époque, que debe haber sido bella sólo para quienes frecuentaban restaurantes, salones y espectáculos de cancán. La de mayo fue la fiesta de la multitud en la calle.
Desde 1967 los estudiantes franceses y de otros países habían impugnado la universidad venerable, autoritaria y conservadora. El malestar, agravado en Francia por la crisis económica, social, política y cultural de la V República, se precisó a comienzos del 68, con la creación del Movimiento del 22 de Marzo, por Daniel Cohn–Bendit. (Cuando éste encabezó las acciones estudiantiles de mayo, el gobierno, echando mano de un viejo y tonto chauvinismo que creyó útil, trató de desprestigiarlo acusándolo de ser alemán. El resultado fue una manifestación de miles de universitarios y colegiales que gritaban: "Todos somos alemanes"). La agitación condujo rápidamente al cierre de la Universidad de Nanterre, el 2 de mayo, y al día siguiente al de la Sorbona, cuyo rector, idiota, llamó a las fuerzas del orden, que debieron retirarse en seguida. Una semana después se produjeron los encuentros entre los estudiantes y la policía, con las célebres barricadas de la noche del 10 al 11 de mayo en el Barrio Latino. Los enfrentamientos se repitieron hasta fines de ese mes: hubo un solo muerto, por arma blanca, lo que descartaba la responsabilidad de la policía (¿cuántos hubo en Tlatelolco en un solo día?). Pero ésta, irritada por la orden de no disparar y por las provocaciones de los jóvenes, arrojaban granadas lacrimógenas, indiscriminadamente, al interior de los cafés que seguían abiertos por la noche en Montparnasse (una estalló en la habitación que yo ocupaba cerca de allí, donde a veces se refugiaban los muchachos perseguidos).
El movimiento ganó a los obreros y el 13 de mayo, convocada por las centrales sindicales, desfiló de la plaza de la Republique a la de Denfert–Rocherau la más grande manifestación que París había visto desde el fin de la guerra. La huelga general que paralizaba al país fue, realmente, general: incluía hasta a los sepultureros, que debieron ser reemplazados por soldados. Y creó ese ambiente de fiesta que cambió, aunque sólo haya sido por treinta días, la vida: en esa primavera de flores y muchachas, los desconocidos se hablaban en las plazas y en los cafés y se abrazaban al conocer las últimas noticias, lo que hasta abril habría parecido una invención de Cortázar. El amor salió a las calles ("Yo gozo sobre el adoquín") y a los parques: en lugar de esos ancianos, que pagaban por un asiento desde donde daban de comer a las palomas y que ahora temían salir de sus casas, había en el césped, que hasta entonces fue prohibido pisar, parejas de jóvenes que miraban las estrellas. En lugar de la prisa, como si siempre fuera lunes ("Corre, huevón, que tu patrón te espera"), cerrados los almacenes, las fábricas, las agencias de viaje, el correo y sin medios de transporte, millones de personas renacidas, vistiendo camisetas con el retrato de Ho Chi.Mihn o de Che Guevara, superponían a esa "morgue de lujo" el plano humano de la ciudad, descubriendo "Bajo el adoquín la playa" y bebiendo el sol de mayo en las terrazas entre los árboles.
El presidente Charles de Gaulle –que el 18 regresó, apresuradamente, de un viaje oficial a Rumania– propuso la celebración de un referéndum sobre la "participación" para resolver la crisis. Para entonces ya habían aparecido divergencias entre los movimientos "de izquierda" (trotskistas, maoistas, anarquistas) y la CGT y el PCF que condenaron el "aventurerismo" y se esforzaban por llevar el conflicto hacia el plano de las reivindicaciones sociales. (Yo he visto a los dirigentes sindicales cuidar, como maridos celosos a su mujer en la ventana, que los trabajadores que ocupaban las fábricas no se acercaran a la reja de las puertas a hablar con los estudiantes que escribieron en las paredes: "Obrero, tú tienes veinte años pero el sindicato es del otro siglo"). Los acuerdos de Grenelle del 27 de mayo, entre el gobierno y los representantes sindicales acerca de reclamaciones salariales, fueron mal acogidos por elementos de la "base" que organizaron el mismo día una manifestación de repudio en el estadio Charléty.
La opinión pública –en este caso, los banqueros, comerciantes, industriales y empresarios– mostraba una inquietud impaciente. Y el general de Gaulle, tras asegurarse el apoyo del ejército, fue a entrevistarse con el general Massu, destacado en Alemania, "para que sitiara París con sus tanques", según el rumor popular. (Las señoras con sombrero se atrincheraban alimentariamente: compraban cantidades de pan y de aceite como para resistir un sitio de un año y los propietarios de residencias secundarias llenaban estúpidamente de gasolina la bañera para asegurar la normalidad de sus week–ends): El país estuvo prácticamente sin gobierno durante 24 horas, pero no corrió peligro alguno: ni la CGT ni el PCF se habían propuesto tomar el poder. La juventud tampoco: coherente con su consigna "Seamos realistas, exijamos lo imposible" reclamaban "La imaginación al poder". Su movimiento era contra el orden ("Corre, compañero, que lo viejo te persigue"), falto de imaginación y a veces hasta idiota, y no contra el gobierno sino en la medida en que éste encarnaba el orden. Hijos de burgueses –tan víctimas de ese determinismo social por el cual el hijo de proletario es proletario– y hasta de colaboradores del gobierno, asaltaron "Fauchon", el insultante almacén donde sus madres solían abastecerse, a precios obscenos, de todos los productos exóticos del mundo en cualquier estación del año, y llevaron caviar de Irán, vinos de Creta y frutas del Brasil a los obreros en huelga. De Gaulle disolvió la Asamblea y reorganizó el gobierno. El 30 de mayo sus partidarios, encabezados por los ministros (era dolorosa la presencia de André Malraux, que había exaltado la revolución y la fraternidad viril en La condición humana, denunciado el falangismo español en La esperanza y el nazismo en El tiempo del desprecio, y combatido contra ellos como aviador voluntario), organizaron una manifestación de apoyo al jefe del Estado y los establecimientos públicos ocupados por los estudiantes –el teatro del Odeón, la Sorbona, la Escuela de Bellas Artes– fueron invadidos por la policía desde comienzos de junio. La fiesta de la juventud terminó cuando aparecieron en las calles los carteles electorales con las mismas caras tristes de los mismos candidatos de los mismos partidos para las elecciones legislativas (23-30 de junio).
Mayo de 1968 ("¿siglo XXI?") fue, ante todo, la esperanza. En pocos días la juventud del mundo tuvo la certeza de que había que cambiar la vida, como lo soñó otro mocoso rebelde e insolente, ése que hace cien años firmó con el nombre de Arthur Rimbaud poemas no enteramente desentrañados todavía. Porque fue, sí, un movimiento revolucionario que comenzaba en la universidad –donde se impidió hablar a Aragón por sus posiciones dogmáticas y se pidió cuentas a Sartre por haber dicho que "El infierno son los demás"– y que se orientaba con consignas poéticas: "Prohibido prohibir", "Hace falta el rojo para salir de lo negro", "Las armas de la crítica pasan por la crítica de las armas"; o de un humor decepcionado: "Soy marxista de tendencia Groucho", o colérico: "Meta un policía en su motor".
¿Qué quedó de todo ello? Frente a la sensación de fracaso –alentada por la prensa de la derecha que, pese a todo, no ha dejado de recordar el quinto, décimo o vigésimo quinto aniversarios de esa fresca utopía– queda la comprobación de que muchas cosas ya no pudieron volver a ser como antes al haber reafirmado el derecho de los postergados de siempre –alumnos, hijos, esposas, ciudadanos...– y puesto en entredicho el poder arbitrario de profesores, padres, maridos y otras autoridades. Y no es pretensión errónea afirmar que en el espíritu de mayo se inspiraron probablemente la legalización de la unión libre y del aborto y las reformas de la educación y se afirmó, hasta cierto punto, la abolición de la pena de muerte. Y nos dejó, saldo y resumen, lo que entonces pareció una concepción idealista y que ahora –porque nos abofetean, nos despedazan, nos venden– comprendemos que resultó ser verdad: la convicción de que "El Estado es cada uno de nosotros".