Publicado en
abril 07, 2013
Correspondiente a la edición de Octubre de 1993
Por Ernesto Albán Gómez.
Al filo de la medianoche, entre el 31 de agosto y el 1 de septiembre de 1968 (tal como se estilaba en aquellos tiempos, y con toda la solemnidad protocolaria del caso), el doctor José María Velasco Ibarra tomaba posesión, por quinta vez, de la Presidencia de la República; y prometía, ante el Congreso Nacional reunido en pleno, respetar la Constitución del Estado.
El doctor Velasco había triunfado muy estrechamente, en las elecciones populares del mes de junio de ese mismo año, sobre dos candidatos que eran también dos pesos pesados de la política ecuatoriana: los doctores Camilo Ponce Enríquez y Andrés F. Córdova. Le entregaba el poder el doctor Otto Arosemena Gómez, elegido dos años antes por la Asamblea Constituyente, en una histórica votación en la que logró desplazar, con inigualada habilidad y a última hora, a candidatos tan importantes como el propio doctor Ponce y el doctor Raúl Clemente Huerta.
También se posesionó como Vicepresidente de la República, el doctor Jorge Zabala Baquerizo, candidato que acompañaba al doctor Córdova en la fórmula correspondiente, pero que resultó elegido gracias a la votación cruzada, que permitía la ley en aquel entonces. Presidente de la Cámara de Diputados. era precisamente el doctor Huerta, designado en virtud del acuerdo que se llamó entonces, quien sabe por qué razón, "Pacto Mordoré", entre velasquistas y liberales. En la nómina de ministros, legisladores y dirigentes políticos de aquel año aparecen muchos otros nombres conocidos (Blasco Peñaherrera, León Febres Cordero, Rodrigo Borja, Francisco Huerta, Osvaldo Hurtado, entre otros) que continuarán en vigencia muchos años después.
La presidencia constitucional de Velasco Ibarrra terminó abruptamente, antes de cumplir dos años, el 22 de junio de 1970, mediante un curioso mecanismo que el propio caudillo había utilizado en ocasiones anteriores, y que en épocas más recientes ha reaparecido en la política latinoamericana: el autogolpe de estado. El motivo aparente: las cortapisas que la Constitución de 1967 imponían a un gobernante temperamental acostumbrado a ejercer el poder sin límite alguno. En el fondo se podían detectar factores adicionales, políticos, económicos y sociales, que crearon el clima adecuado para la ruptura constitucional y el tránsito a una dictadura. Mejor dicho a tres dictaduras, que se prolongaron a lo largo de nueve años, el más extenso período dictatorial de la historia ecuatoriana.
Pero estos datos, y muchos más que podrían teñir este relato con matices todavía más pintorescos, pertenecen a lo anecdótico de ese año 68 y de los años inmediatos. Pero sin duda hay mucho más que este asunto: 1968 fue, ciertamente, como en tantos otros aspectos en el Ecuador y en el mundo, una especie de gozne sobre el cual se dio un viraje de ciento ochenta grados, de tal modo que las cosas ya no fueron las mismas a partir de entonces. Y eso ocurrió también en el ámbito de la política ecuatoriana, pues tras el paréntesis de las dictaduras, cuando en 1979 se reinicia a plenitud el "juego" de la democracia, aunque los personajes sean en muchos casos los mismos de antes, las reglas habían cambiado decisivamente.
Y no me refiero solamente a las reglas formales de ese juego, que sí cambiaron también. Así, por ejemplo, la consagración constitucional del régimen de partidos y la exclusión de los independientes de los procesos electorales, la eliminación absoluta de la reelección presidencial y limitada para otros funcionarios, el unicameralismo y otras instituciones y principios condicionan desde 1979 el funcionamiento del sistema político de nuestro país. Mucho se ha discutido desde entonces sobre la conveniencia o inconveniencia de tales mecanismos para la buena salud de la democracia ecuatoriana; pero en todo caso con esas reglas el sistema ha perdurado, hasta ahora, por catorce años, a través de cuatro elecciones presidenciales y cinco gobiernos, encabezados por cinco partidos distintos.
Pero, insisto, los cambios producidos en el escenario político del país a partir de 1968 son más de fondo. Las reñidas elecciones de ese año enfrentaron, por última vez, a los viejos protagonistas de la política ecuatoriana: cónservadores (aunque el candidato provenía de filas social cristianas) y liberales, con cien años de historia tras de sí, y junto a ellos y finalmente vencedor, el caudillismo velasquista, con una raigambre popular que estaba próxima a cumplir los cuarenta años. Candidatos, partidos, campañas, estilos, mensajes, promesas, todo el entorno de la elección pertenecía a una concepción y a una práctica de la vida política que estaba concluyendo. Las mismas diferencias ideológicas entre los candidatos en pugna, que para entonces parecían insalvables, han ido diluyéndose con el paso de los años hasta desaparecer.
Claro que en esos momentos, en medio del fragor de la campaña electoral y en los episodios iniciales del quinto velasquismo, tal evolución no era perceptible. Los años de dictadura tampoco permitieron percibir las transformaciones que se estaban generando. Solo en la campaña electoral de 1978-1979, el cambio se revela por primera vez en toda su magnitud y asombra a los entendidos, que no atinan a explicarse con claridad lo que estaba sucediendo. El triunfo del binomio Roldós–Hurtado fue el campanazo con el cual se abrió la nueva etapa de la política ecuatoriana. No solo porque se imponían posiciones políticas inéditas, sino también porque los triunfadores traían otras concepciones y hablaban un nuevo lenguaje, dejaban traslucir nuevas preocupaciones, aportaban nuevos temas al debate y practicaban un estilo político distinto.
Desde entonces los acontecimientos han ocurrido casi vertiginosamente, pero no siempre el proceso ha marchado en línea recta. Al contrario, las leyes del péndulo y del zigzag han predominado en estos años, por lo cual los pronósticos resultan cada vez más arriesgados. En todo caso se han registrado situaciones que en 1968 habrían parecido, en buena parte, producto de la ficción.
Los partidos clásicos han sido superados ampliamente por partidos de reciente aparición pero de corte moderno, al punto que liberales y conservadores han debido juntar en más de un caso sus fuerzas ya muy debilitadas. La Izquierda Democrática y la Democracia Popular ocupan espacios importantes en el mapa político; y el partido Social Cristiano se muestra, en realidad, como un partido muy diferente al de las décadas anteriores: baste anotar que su fuerza es principalmente costeña en contraposición con el carácter básicamente serrano que tuvo el movimiento fundado por Camilo Ponce. El populismo permanece virtualmente intacto, más aún, se extiende a regiones en las cuales era prácticamente desconocido, pero acentúa su dispersión y se vuelve cada vez más voluble e impredecible. La izquierda sufrió, el momento menos pensado, el cataclismo que provocó la caída del muro de Berlín y no atina todavía en la búsqueda de un nuevo camino.
Pero hay otros cambios adicionales. La televisión, el medio emergente de difusión y propaganda, condena al olvido el exitoso mecanismo velasquista de reclamar un balcón en cada pueblo. Y el centro del debate se traslada a la economía, desde el ámbito estrictamente político, el fundamental sino el único en el pasado. Intervención estatal o neoliberalismo, proteccionismo o apertura comercial, inflación, reserva monetaria, tipos de cambio, oferta y demanda, mercado, éstos son los asuntos sobre los cuales dirigentes y candidatos deben pronunciarse en estos días.
Todo esto me lleva a afirmar paladinamente que en 1968 se clausuró una época, concluyó la vieja política. Y comenzó, por lo tanto, una nueva etapa. Me atrevería a decir que ni mejor ni peor que la anterior. Simplemente, distinta.