Publicado en
abril 07, 2013
Qué hacer y qué no hacer para... Consolar al que sufre
Por Lois Duncan
HACE DOS AÑOS, mi hija Kaitlyn fue víctima de lo que se llama "una bala perdida". A Don, mi esposo, y a mí, nos mandaron llamar a medianoche a la sala de urgencias del hospital. Kait había entrado en estado de coma. Ya no recobró el conocimiento, y falleció la tarde del día siguiente. Tenía 18 años.
Me quedan pocos recuerdos precisos de aquellas 24 horas en que Kait se aferró a la vida; pero de lo que sí me acuerdo muy bien es de que no estuvimos solos. Un amigo nuestro nos llevó una bolsa de monedas para que pudiéramos hacer llamadas desde el teléfono público. Otros fueron al aeropuerto a recibir a nuestros demás hijos —que no vivían en la ciudad— y los llevaron al hospital. Un vecino se hizo cargo del perro.
Hasta que perdí a mi hija, no sabía yo cómo comportarme cuando me llegaba a enterar de un trance trágico. Por temor a llevar más dolor que consuelo, solía apartarme física y emocionalmente de mis amigos dolientes. Les enviaba tarjetas de condolencia y flores, y me decía a mí misma que ellos sabían que podían contar conmigo si me necesitaban.
Nunca me llamó nadie para decirme que me necesitaba.
Ahora caigo en la cuenta de que las personas que afrontan una crisis necesitan de la presencia de los demás. Es preferible hacer algo torpe a no hacer nada; además, las palabras más amables son a menudo las más sencillas.
He aquí algunos consejos que hubiera deseado que me dieran cuando el dolor aún no hacía acto de presencia en mi vida:
No tema entrometerse. Este era mi peor recelo. Por miedo a ser inoportuna y a que me rechazaran, guardaba mi distancia en la errónea creencia de que quienes sufren una gran pena necesitan que se respete su soledad.
Recuerdo la forma en que me aparté de una profesora, colega mía. Cuando la internaron en el hospital por padecer de cáncer, le hice una visita de cumplido. Me comporté con afectación y torpeza. ¿Qué clase de conversación puede entablarse con alguien que está tan enfermo? Me parecía poco delicado conversar de temas triviales. Dejé pasar una semana antes de volver a visitarla. Lo único que conseguí con ello fue ahorrarme una visita, pues en esta ocasión encontré su cuarto vacío: mi amiga ya había fallecido.
Otra víctima del cáncer me confió: "Durante la peor etapa de mi enfermedad, la gente que me visitaba con frecuencia fue mi tabla de salvación. No era necesario que me acompañaran mucho tiempo ni que sostuvieran grandes conversaciones conmigo. Me bastaba saber que les importaba yo lo suficiente para pasar un rato a mi lado, para no sentirme sola y olvidada".
Tome la iniciativa. Es muy probable que su amistad esté sufriendo tanto, que no sepa qué necesita realmente. La primera persona en visitamos después de la muerte de Kait fue una mujer que acababa de enviudar y aún no se reponía del golpe. Ella nos miró a los ojos, nos hizo subir a su auto y nos llevó a hacer los trámites del entierro. Otros amigos atendieron el teléfono y la puerta. Un vecino segó el césped de nuestro jardín y otro recibía a los parientes que acudían a darnos el pésame.
Nadie esperó a que le pidiéramos ayuda. Vieron qué era necesario hacer, y lo hicieron.
No diga: "Sé cómo te sientes". Este comentario lo escuchamos una y mil veces, y no nos hizo ningún bien. Me daban ganas de gritar: "¡Cómo puedes saber lo que siento! ¡Tú no eres la madre de Kait!" Incluso las personas que habían pasado por tragedias similares no habían perdido a aquella hija, en aquellas circunstancias.
Así y todo, me ayudó sobremanera que la madre de una chica que se había suicidado me hablara de su lento y penoso retorno a la normalidad. "En ocasiones creía haber perdido el juicio", me confió. "Oía los pasos de mi hija en el vestíbulo, o la oía cantar en el cuarto de baño. Un día, llegué incluso a prepararle comida. Me senté a la mesa de la cocina y, mientras comía un emparedado, fingía que ella estaba sentada frente a mí comiéndose el suyo. Yo necesitaba hacer eso a fin de conservar la cordura".
Me reconfortó recordar esta experiencia cuando pasé por mi propio "episodio de locura", en el que despertaba sobresaltada, noche tras noche, creyendo oír la fatídica llamada telefónica que nos convocaba al hospital. La madre de la chica muerta se abstuvo de prolongar su relato con el consabido: "Sé cómo te sientes..." Se concretó a narrarme su experiencia para que yo pudiera compararla con la mía.
No busque paliativos. Aparte de ser ineficaces, los esfuerzos por minimizar una tragedia suelen infundir sentimientos de culpa en los dolientes.
"Tienen ustedes otros hijos maravillosos", nos recordó una mujer. "¡Imagínense que Kait hubiera sido su única hija!" Otro de nuestros conocidos —aunque usted no lo crea, ¡un psicólogo!— nos dijo: "Por lo menos saben que ya terminaron las tribulaciones dé su hija..."
Naturalmente que estaba yo agradecida por la familia que aún me quedaba; pero eso en nada cambiaba el hecho de que hubiéramos perdido a Kait. ¿Debía yo regocijarme de que hubieran terminado las "tribulaciones" de mi hija, cuando su vida apenas empezaba?
Tampoco fue agradable que nos dijeran que había sido "la voluntad de Dios". Si bien es natural querer compartir las propias convicciones religiosas, hay que obrar con mucho tacto..., y sólo cuando la otra persona saque el tema a colación.
Escriba una carta de pésame. Una tarjeta comercial nunca es lo mismo que una carta personal, por muy breve que sea o por torpemente escrita que esté. Todos los miembros de mi familia sentimos gran consuelo con las cartas de condolencia que nos llegaron.
Las más expresivas estaban llenas de gratos recuerdos. Una condiscípula de Kait rememoró los valientes esfuerzos de mi hija por practicar el esquí acuático. "Caía y se levantaba; caía y se levantaba", decía la chica. "Estaba cansada y aterida, pero por nada del mundo quería claudicar". Otra nota provino de un soldado con quien Kait había tenido correspondencia. Escribió: "Su hija era inteligente y simpática; tenía puntos de vista muy originales. Siento que la luz se ha ido de mi vida".
Aquellas cartas nos hicieron ver no sólo que a la gente le importaba nuestro dolor, sino que la existencia de mi hija —pese a haber sido tan breve— había dejado una huella en la vida de otras personas.
Reconozca que la recuperación es un proceso lento. Meses después de la muerte de Kait, me quedaba en cama horas enteras, incapaz de concentrarme en nada. Las compras y los quehaceres domésticos absorbían mis escasas energías.
Mis amigos me preguntaban con la mejor de las intenciones: "¿Cuándo regresarás al trabajo?" ¡Qué difícil convencerlos de que me sentía demasiado exhausta para ser productiva y de que, cuando llegara el momento, yo lo sabría!
Esté dispuesto a. escuchar. Su presencia y su voluntad de escuchar son los dos regalós más valiosos que se pueden ofrecer. Las personas en las que hallamos más consuelo no intentaron distraernos de nuestra pena. En vez de ello, nos alentaron a Don y a mí a describir, una y otra vez, hasta el último detalle de nuestra atroz pesadilla. Esta repetición mitigó la intensidad del dolor y nos permitió empezar a superarlo.
SOBREPONERSE a la pesadumbre es un proceso largo y lento. A veces tarda años. Lo que ayuda son las pequeñas cosas de cada día: surtir la despensa, acudir al banco a cobrar cheques, devolver libros prestados. Y, más que todo eso, interesarse en los demás para ayudarles a soportar lo insoportable.
He vuelto a mi trabajo, y Don y yo estamos reconstruyendo ya nuestras vidas. Hemos empezado incluso a trazar planes para el futuro. Nos propusimos "avanzar dos pasos por cada paso que retrocedamos".
A decir verdad, hemos avanzado mucho... gracias a la ayuda de nuestros amigos.
© 1990 POR LOIS DUNCAN. CONDENSADO DE "WOMAN'S DAY" (2-X-1990), DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.