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abril 07, 2013
Dañado por la ceniza volcánica, el gigantesco jet planeaba, impotente, hacía las heladas crestas de las montañas que se alzaban abajo.
Por Arnold Burlage.
WALTER VUURBOOM, de 26 años, primer oficial de la KLM, va sentado tranquilamente en el asiento derecho del nuevo Boeing 747-400, Ciudad de Calgary. El vuelo KL 867 de Amsterdam a Tokio, que dura ocho horas y media y partió de Schiphol, va sin contratiempos. Acaban de dar las 11:30 de la mañana del 15 de diciembre de 1989 y dentro de unos minutos Vuurboom iniciará el descenso para aterrizar en Anchorage, Alaska, donde él y otros 13 miembros de la tripulación serán relevados.
El capitán Karel van der Elst, piloto de la KLM a cargo de este vuelo, va en el asiento del observador, detrás de Vuurboom, disfrutando del blanco panorama que se extiende 12,000 metros más abajo. Las cumbres nevadas brillan bajo la luz del sol. ";Qué día tan esplendoroso!", dice Van der List, de 51 años, a Vuurboom y a la piloto lmme Visscher, que a sus 27 años es la primera mujer en el mundo que tripula este último modelo del 747. Hoy, en el asiento de la izquierda, Visscher tiene entre sus tareas la de mantener el contacto por radio con Anchorage. "Hay buen tiempo", les informa la torre de control. "Las condiciones son normales para su descenso".
Mientras tanto, la tripulación de cabina está ayudando a los 231 pasajeros a disponerse para el aterrizaje. Las 10 azafatas han recogido las bandejas del desayuno y guardado los carritos. El sobrecargo Jacques Notebaard recorre las hileras de asientos, charlando con los pasajeros y cerciorándose de que no queden objetos sueltos que puedan salir disparados durante el aterrizaje. "Nos acercamos a Anchorage", anuncia Notebaard por el aparato de intercomunicación. "Señoras y señores, por favor vuelvan a ocupar sus asientos". Notebaar está fatigado y espera con ansia ese día de descanso que tendrá en Anchorage. Quizá pueda ir a esquiar, piensa.
En la cabina de mando se respira un aire tranquilo cuando la torre de control autoriza al vuelo KL 867 a descender a 7600 metros. El cielo sigue despejado y la tripulación ve pasar por debajo el aeropuerto cercano a Fairbanks, que sería su alternativa en caso de urgencia. Imme Visscher vuelve a pedir noticias sobre el estado del tiempo, y de Anchorage se le informa que la visibilidad sigue siendo ilimitada.
Faltan unos segundos para las 11:45. Frente a la nave de dos pisos aparece una tenue bruma gris: al parecer, se trata de una formación de nubes altoestratos. La tripulación de la cabina de mando conviene en que no se trata de nada insólito. A los 8000 metros, el Ciudad de Calgary entra en la capa de nubes. De buenas a primeras se hace la noche en torno del avión. Una lluvia de chispas rebota contra el parabrisas. Esto no es el hielo ni el agua que se encuentran normalmente en los altoestratos, piensa Van der Elst. ¡Es ceniza!
Durante las instrucciones de vuelo previas al despegue, en Schiphol, se había informado a la tripulación que una erupción volcánica del monte Redoubt, 175 kilómetros al sudoeste del aeropuerto de Anchorage, había lanzado al aire nubes de ceniza. La Administración Federal de Aviación había cerrado a la navegación aérea un área de 25 kilómetros de radio y 18,000 metros de altura en torno del monte Redoubt. El administrador de la oficina de la KLM en Anchorage, Brian Hann, había informado por télex que al oeste de Anchorage había caído un poco de ceniza volcánica, lejos de la ruta de vuelo del avión de la KLM. "El aeropuerto no va a cerrarse", les dijo. "Tendrán un vuelo normal".
Al instante, el primer oficial Vuurboom aplica la máxima fuerza propulsora a los cuatro motores para salir lo antes posible de la horrible negrura. Buscando frenéticamente la luz del día, hace que la aeronave empiece a subir en un ángulo de ocho grados.
En la cabina de pasajeros, Frans Dessing, gerente de ruta del Departamento de Mantenimiento de la KLM en Europa, África y Asia, en camino hacia Sydney, Australia, advierte la súbita aceleración y el inesperado ascenso de la nave. Por la ventanilla sólo ve oscuridad. A su alrededor, el airé empieza a hacerse denso; su cabello está polvoso. Sin duda, algo no anda bien.
Apenas han trascurrido dos minutos desde que el jet entró en la nube de ceniza. Van der Elst toma el micrófono de intercomunicación y se dirige con calma a los pasajeros. "Señoras y señores", les dice, "hemos entrado en una nube de ceniza volcánica. Estamos haciendo lo posible para salir de ella cuanto antes".
De repente, a las 11:47, se apagan los cuatro motores. La ceniza ha sofocado la tremenda potencia de las enormes turbinas. Millones de partículas de sílice han recubierto el interior de los motores con un polvo cristalino, lo cual envía al equipo de monitoreo de seguridad el falso mensaje de que los motores están sobrecalentados, y hace que estos se apaguen automáticamente.
"¡Nos quedamos sin motores!", grita Vuurboom. En ese momento se interrumpe también la energía eléctrica. Activado por el sistema de suministro de energía para casos de urgencia, el tablero de instrumentos de la izquierda permanece encendido. Imme Visscher reacciona en el acto. "Lo tengo bajo control", dice al tiempo que se hace cargo. Pero, por la misma ceniza, el modernísimo piloto automático que corrige la función de los motores ya no trabaja bien. Hasta el velocímetro parece estar fallando, pues muestra una cifra ridículamente baja: 60 nudos (apenas más de 100 kilómetros por hora). Suena la alarma de pérdida de sustentación, lo cual indica que la velocidad del jet ha descendido a 113 nudos, por debajo de los cuales no podrá seguir avanzando y se irá en picado. Los comandos comienzan a vibrar muy intensamente. La aeronave apenas si se sostiene en el aire; está a punto de desplomarse como una piedra. Imme Visscher hace descender la nariz del aparato en un ángulo de diez grados para recuperar la velocidad del aire y la capacidad de planeo.
Dessing, sentado en las primeras filas del piso inferior, siente en el estómago el súbito cambio. Pero este afecta más violentamente a los pasajeros que van en la parte posterior del avión de 70 metros de largo. Varios de ellos, sorprendidos mientras están de pie, a duras penas pueden mantener el equilibrio. En uno de los lavabos de la cola del aparato, una mujer japonesa se encuentra cambiando los pañales a su hijo de ocho meses cuando el aparato se inclina. El niño sale disparado por los aires, gritando, y es lanzado contra las paredes y el techo. La mujer logra atraparlo antes de que este caiga al suelo, y luego vuelve a su asiento en medio de una oscuridad total.
La cabina de pasajeros está llenándose de vapores de olor irritante que salen de los orificios de ventilación. El sobrecargo Notebaard avanza a tientas en la penumbra para tranquilizar a los pasajeros y cerciorarse de que llevan puestos sus cinturones de seguridad. ¡Por suerte no huele a quemado!, piensa. Como no se oye el ruido de los motores ni del aire acondicionado, se ha formado en la cabina una atmósfera sobrecogedora y ominosa. La mayoría de los pasajeros guardan absoluto silencio. Muchos están derechos y tiesos, como en estado de choque. Un muchacho de 20 años que estudia en una universidad en Londres y ahora vuelve a Anchorage a pasar las vacaciones con sus padres, oye a otras personas suspirar, quejarse y vomitar. No vamos a salir vivos, piensa. Ya me llegó la hora. Y, uniendo las manos, eleva una oración.
En la cabina de pilotaje suena otra alarma penetrante —la principal— y en la pantalla central aparecen las palabras: "Fuego en el compartimiento de carga delantero". Imme Visscher enciende el sistema de extinguidores; pero Van der Elst, que lleva 20 años volando, le comenta: "Hay diez probabilidades contra una de que sólo se trate de una reacción del sensor de humo provocada por los vapores volcánicos. Pónganse las máscaras de oxígeno e intentemos encender los motores".
Para alivio de los pasajeros, se han encendido las luces de emergencia. Karl Schnuerl, de 66 años, se preocupa al ver que su esposa, María, parece hallarse en estado de choque. Blanca como la cera, murmura una y otra vez entre dientes: "Es terrible, terrible". La pareja va desde Viena a visitar a su hija, que vive en Anchorage. Nunca volveremos a verla, piensa Karl. Estamos cara a cara con la muerte.
En la cabina de mando, todas las miradas están fijas en el tablero de instrumentos. Los tres giróscopos, controlados por rayo láser, indican la velocidad de descenso: 460 metros por minuto. Sin la potencia de los motores, el jet planea hacia el suelo a 190 nudos por hora. "Mantengan esa velocidad de descenso", dice el capitán Van der Elst a sus dos compañeros. "Necesitamos permanecer en el aire el mayor tiempo posible".
El primer oficial Vuurboom envía por radio la señal de S.O.S.: "Tenemos una emergencia".
Inútilmente se esfuerza el capitán por volver a encender los motores. Una y otra vez repite todo el procedimiento: abrir el estrangulador, cerrar las toberas del combustible, encender la ignición y luego abrir las líneas de alimentación de combustible. Al cuarto intento, el tablero registra una débil ignición. ¡A lo mejor podemos salvarnos!, piensa Van der Elst.
Pero esta chispa de esperanza se apaga pronto. En los dos intentos siguientes, la temperatura de las turbinas aumenta a más de 650° C. sin que nada denote que los motores estén funcionando. La preocupación de los pilotos aumenta al pensar que las turbinas mismas fallarán si sube más la temperatura.
El avión ha descendido a 5000 metros. Allá abajo se extiende una cordillera con picos de más de 3000 metros de altura. De pronto se le ocurre a Vuurboom una idea esperanzadora. "Si te desplazas a la derecha, tendremos aire limpio y veremos qué está pasando", dice a Imme Visscher. Ella obedece al punto, y segundos después ya pueden quitarse las máscaras de oxígeno.
Son las 11:53. Ahora, al octavo intento, el capitán Van der Elst consigue encender los dos motores del ala izquierda. El aire puro que corre por los motores ha "desempolvado" las turbinas. El KL 867 va volando a 4000 metros, de nuevo en posición horizontal. ¡Gracias a Dios!, dice el capitán para sus adentros. Si el Ciudad de Calgary hubiera tenido que planear dos minutos más, no habría librado las montañas.
A las 11:58, el capitán logra encender los dos motores del ala derecha. En seguida, el sobrecargo Notebaard aparece en la cabina de mando e informa:
—Todos los pasajeros están bien.
—Diles que efectuaremos un aterrizaje normal aproximadamente dentro de 20 minutos —responde Van der Elst—. Todo está en orden.
Como el reglamento de la KLM exige que el capitán en persona efectúe el aterrizaje, cambia de asiento con Imme Visscher. Sólo algunos de los instrumentos vitales están funcionando. La velocidad de la aeronave con respecto al suelo aparece ahora en la parte superior de una de las pantallas. Basándose en esta información y en la velocidad del viento dada por la torre de control, deducen la velocidad del Boeing.
El Ciudad de Calgary, que la ceniza volcánica dejó lleno de marcas, se coloca en posición de aterrizaje a 15 kilómetros de la pista 06 D. Pero el parabrisas está tan picado, que los pilotos no pueden ver bien. Tienen que mirar por los bordes, y aun así no logran más que vislumbrar el suelo.
A las 12:24, el vuelo KL 867 aterriza perfectamente. No necesitan intervenir los camiones de bomberos y otros vehículos de emergencia, alineados en las orillas de la pista. Mientras el jet se acerca a la terminal, Karl Schnuerl, aún tembloroso, dice a su esposa María: "Es un milagro. Un verdadero milagro". Todos los pasajeros parecen pensar lo mismo: Gracias a Dios nos salvamos.
Aquella noche, mientras reposa en el hotel, la exhausta tripulación recibe la única buena noticia que faltaba: el bebé japonés que salió disparado en el lavabo fue examinado en el hospital de Anchorage... ¡y se encuentra en excelente estado!
LA MINISTRA holandesa de transportes, Hanja May-Weggen, felicitó a la tripulación por la destreza con que salieron del apuro. Además, Benno Baksteen, presidente de la Federación de Pilotos de Aerolíneas Holandesas, expresó su satisfacción por las altas normas de seguridad y selección y adiestramiento de personal de la aerolínea. "La tripulación se condujo maravillosamente como equipo", añadió. Lo que nunca olvidará el capitán Karel van der Elst es un dibujo que le entregó un pasajero, y que muestra a un hombre quitándose el sombrero.
Ilustración: Bill Maughan