Publicado en
marzo 31, 2013
John Kluge recibe un regalo de Craig Shergold
Cuando la muerte del niño parecía inevitable, millones de desconocidos respondieron. ¿Podría uno de ellos cambiar las cosas?
Por John Pekkanen.
ERA SU SENTIDO del humor lo que distinguía a Craig Shergold de los demás niños. Comediante por naturaleza y con una personalidad efervescente, a Craig le encantaba hacer reír a la gente. Su mayor alegría era ponerse pelucas y sombreros chuscos, y representar escenas cómicas ante su familia y amigos en su casa, en el suburbio londinense de Carshalton.
También en el futbol demostraba Craig ese entusiasmo desbordante. Pero en el otoño de 1988, su entrenador notó un cambio en el juego habitualmente enérgico del niño de nueve años. "Parece que se ha vuelto lento", le informó el entrenador a Ernie, el padre de Craig.
El pequeño se quejaba de dolores de oído, y Marion, su madre, observó que parpadeaba mucho al ver la televisión. Parecía desganado, pero el médico de la familia atribuyó esto a la tristeza de Craig por el reciente fallecimiento de una abuela muy querida. Al paso de las semanas, empero, el chico se mostró cada vez más apático.
En la Navidad, Craig ni siquiera quiso salir a pasear en su bicicleta nueva. Esta vez, el médico atribuyó los trastornos del chico a una infección de oídos, pero de nada sirvieron los antibióticos.
Dos semanas después, Craig sufrió un violento ataque de vómito. Marion solicitó una cita urgente en el hospital, y un especialista sometió al niño a una serie de estudios. Luego pidió que se le practicara una tomografía del cerebro.
Terminados los estudios, se hizo pasar a Marion y a Ernie al consultorio del médico, quien los recibió con estas palabras: "Lamento ser portador de malas noticias. Craig tiene un tumor cerebral".
El médico explicó que el tumor estaba alojado en un sitio muy peligroso, cerca de la región superior del tallo cerebral, que controla la respiración, el ritmo cardiaco y la presión arterial.
Una ambulancia trasladó a Craig al Hospital Great Ormond Street, en el centro de Londres, y poco tiempo después se programó la extirpación quirúrgica del tumor. Marion no quería decírselo a su hijo; temía apabullar a aquel espíritu indomable. Por otra parte, siempre había sido veraz con él y no deseaba traicionar esa confianza. Se sentó junto a la cama del niño y le tomó la mano.
—¿Sabes qué tienes, Craíg?
—Creo que sí, mamá —respondió, y mencionó a un personaje femenino de su programa preferido de televisión, que tenía un tumor cerebral—. Creo que tengo lo mismo que ella.
Marion asintió, y murmuró:
—Quiero que seas valiente.
—Lo seré.
El 17 de enero, abrazando a su elefante de felpa para que le diera buena suerte, Craig fue llevado al quirófano. Marion y Ernie estaban a su lado. La madre empezó a canturrear en voz baja: 1 Just Called To Say 1 Love You ("Sólo llamé para decirte que te amo"), una de las canciones predilectas de Craig.
Arrodillada en la capilla del hospital, Marion recordó el día en que ella y Ernie se enteraron de que estaba embarazada, después de diez años de intentos frustrados. Organizaron una gran celebración en el restaurante donde Marion trabajaba de camarera, y ella dirigió a todo el mundo en los cantos, los bailes y las risas. Cuando nació Craig, el 24 de junio de 1979, parecía que su dicha jamás se acabaría...
Ahora estaba rogando por la vida de su hijo: Señor, Craig no está listo para ir a Ti. No permitiré que te lo lleves; su hora no ha llegado aún.
Al parecer, sus plegarias no fueron escuchadas. Después de horas enteras de cirugía, el médico informó que no había podido extirpar todo el tumor por su peligrosa ubicación. A las dos semanas llegó la temida noticia: el informe de patología indicaba la presencia de un teratoma maligno, agresivo cáncer del cerebro. Luego de recuperarse de la operación, Craig recibiría otro tratamiento, pero su muerte parecía poco menos que inevitable.
Marion renunció a su empleo para poder estar con su hijo en el hospital. Ernie, chofer de camión, acudía por las noches, después del trabajo. Uno o el otro acompañaba siempre al niño, las 24 horas del día.
Craig recibió de su familia, sus amigos y sus compañeros del equipo de futbol tantas tarjetas con deseos de una pronta recuperación, que su médico sugirió, en broma: "Deberías pedir que se te incluyera en el Libro Guinness de marcas mundiales".
Poco antes de que lo trasladaran al Hospital Royal Marsden, donde se le sometería a quimioterapia y radioterapia, Craig recibió una cinta grabada de su personaje favorito de la televisión, que le deseaba pronto alivio. Al enterarse de esto, un periódico nacional publicó un artículo sobre este valeroso niño que luchaba por su vida. Al poco tiempo, otros diarios, junto con la radio y la televisión, tomaron el hilo de este caso. Para la prensa británica, Craig se convirtió en "Nuestro Muchacho Valiente".
El hecho de que tanta gente se preocupara por él dio esperanza a Craig. Una noche, en el hospital, cuando la quimioterapia lo había dejado sin fuerzas, el chico trató de sobreponerse a la tristeza que sentía. "Mamá", dijo, "voy a pensar en las tarjetas. Cada vez que pienso en ellas, me siento mejor". En septiembre, en un intento de levantarle el ánimo a Craig, los Shergold declararon a la prensa que su hijo trataría de establecer una nueva marca mundial Guinness por tarjetas recibidas.
Días después, una camioneta se detuvo frente a la casa de los Shergold, y de ella se sacaron varios sacos grandes, llenos de tarjetas. Ese diluvio postal trajo más publicidad, lo que a su vez generó miles de tarjetas más. Craig recibió los buenos deseos de Margaret Thatcher, el príncipe Carlos, George Bush, Ronald Reagan, Mikhail Gorbachov y dos de sus ídolos: Michael Jackson y Sylvester Stallone.
El enfermito empezó a concebir la esperanza de romper efectivamente la marca del mayor número de tarjetas recibidas —1,000,265—, que correspondía a otro niño inglés. Esto le dio una meta que alcanzar, e hizo que su enfermedad fuera algo más que una cruel burla del destino. De hecho, llegaban tantos mensajes con deseos de un pronto alivio, que le asignaron a Craig un "apartado de selección" en la oficina central de correos de Londres, lo que hizo de él la primera persona de la historia de Inglaterra en recibir tratamiento de ciudad para el procesamiento de la correspondencia.
El 17 de noviembre de 1989 llegó la gran noche. Aunque estaba débil, se le permitió al chico acudir al club local de futbol para la ceremonia. Ante la presencia de 300 personas, el administrador de la oficina local de correos le entregó a Craig la tarjeta número 1,000,266..., con la cual rompió la marca mundial. Mientras Craig daba las gracias, todos comenzaron a aclamarlo con una canción.
A UNOS 6000 kilómetros de allí, en Charlottesville, Virginia, Estados Unidos, John Kluge comenzó a recibir cartas de sus amistades. Hombre de voz suave, Kluge, de 77 años, es un multimillonario que hizo fortuna en el negocio de las comunicaciones. Unos amigos suyos le hablaron de Craig y de todas las tarjetas que había recibido, y le pidieron que él también le enviara una.
Mientras Kluge consideraba la petición de sus amigos, un sentimiento inexplicable lo invadió. Pese a que toda la atención estaba concentrada en la campaña de las tarjetas, él no pudo menos que preguntarse: ¿Se habían estudiado todas las posibilidades médicas? ¿Habría algún tratamiento que él pudiera poner al alcance del niño?
Kluge telefoneó a un amigo íntimo suyo, el doctor Neal Kassell, profesor de neurocirugía en el Centro de Ciencias de la Salud, de la Universidad de Virginia. "¿Podrías ponerte en contacto con la familia Shergold, Neal?", preguntó. "Tengo la sensación de que tal vez se haya pasado por alto algo. importante. Yo cubriré todos los gastos".
Al no poder comunicarse por teléfono con los Shergold, Kassell envió una carta para entrega inme diata, el 7 de agosto. Pasaron los días, y los Shergold no contestaron. Su carta, por supuesto, se había traspapelado entre los millones de tarjetas que se le enviaban a Craig.
DESDE QUE se rompiera la marca mundial, el número de misivas había crecido a más de 26 millones. Craig entraba y salía del hospital con regularidad. El 20 de septiembre, la doctora Diana Tait, que tenía a su cargo el caso de Craig, pidió a Marion y a Ernie que fueran a su consultorio. Las noticias que tenía que darles no eran buenas. "Las últimas tomografías indican que el tumor de Craig está creciendo otra vez'', les informó.
A la mañana siguiente, para apartar su mente de la triste situación, Marion resolvió abrir algunas cartas de Craig. De los montones de sobres, tomó el paquetito para entrega inmediata que contenía la carta de Kassell. Al leerla, empezaron a temblarle las manos. "¡No puedo creerlo!", gritó.
Marion telefoneó inmediatamente a Kassell y le comunicó el desalentador pronóstico. El médico le advirtió que no podía prometerle nada, pero agregó que su centro médico había adquirido un "bisturí de rayos gamma", nuevo instrumento capaz de emitir una radiación de alta energía directamente al interior de los tumores cerebrales. "Tal vez esto represente un tratamiento efectivo para Craig", comentó.
Cuando Ernie regresó del trabajo, Marion le entregó la carta. "Quizá Dios nos está haciendo un milagro", le dijo.
NEAL KASSELL se acercó al negatoscopio para examinar más de cerca las tomografías. En el centro del cerebro de Craig vio un tumor gris del tamaño de un huevo, que comprimía toda esa región y aplastaba el tallo cerebral. La esperanza de Kassell se esfumó. El tumor era demasiado grande para que se le pudiera eliminar con el bisturí de rayos gamma.
Además, la masa parecía ramificarse e invadir el tejido circundante. Esto parecía confirmar el hallazgo del laboratorio de que el tumor era maligno. Kassell comprendió que, de ser esto cierto, Craig jamás se curaría.
Además, pensó, si lo operaba, Craig tendría una probabilidad entre cinco de morir a consecuencia de la intervención. E incluso si la operación tenía éxito, ¿qué ganaría realmente Craig? ¿Unos meses de vida?
Kassell llamó a Kluge para darle la mala noticia.
—Algunas cosas están fuera del alcance de la medicina —declaró.
—¿Estás absolutamente seguro de que no hay remedio? —insistió Kluge—. Piénsalo un poco más, por favor.
Kassell comenzó a hacer una introspección. Era padre de tres niñas, y se preguntó qué desearía para ellas en circunstancias semejantes. Comprendió que les daría la oportunidad de luchar por su vida... a pesar de los riesgos.
A fines de noviembre, Kassell habló con los Shergold. "Tal vez pueda ayudar a su hijo", les anunció. Los riesgos quirúrgicos eran enormes, y los beneficios, inciertos. Les hizo notar que lo único que podía hacer era extirpar quirúrgicamente la mayor parte posible del tumor, y atacar los residuos con el bisturí de rayos gamma. Eso le daría un poco más de tiempo a Craig. Kassell sugirió al matrimonio que evaluara los pros y los contras de la situación durante la Navidad, y le comunicara su decisión después del día primero del año.
Para Marion, era una decisión angustiante. No deseaba causarle más dolor a Craig. Finalmente, ella y Ernie decidieron que Craig debía tener la última palabra.
"No hay peor lucha que la que no se hace, mamá", fue la respuesta del chico.
LA OPERACIÓN se programó para el primero de marzo en el Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Virginia. Esa mañana, Marion y Ernie permanecieron junto a la cama de su hijo, mientras Craig los tranquilizaba: "Me voy a aliviar. ¡Ya lo verán!"
Momentos después, mientras lo llevaban al quirófano, Craig gritó, estrechando a su elefante de felpa: "¡Los quiero mucho, mamá y papá!" Luego, empezó a cantar: "Sólo llamé para decirte que te amo".
Kassell retiró una sección ovalada de hueso, de unos cinco centímetros, de la parte superior del cráneo de Craig. Separando cuidadosamente los hemisferios cerebrales, el médico cortó la banda de fibras que une a las dos mitades y encontró el tumor blanco grisáceo casi en el centro exacto del cerebro. Estaba encapsulado por una membrana que no había aparecido con claridad en las tomografías. ¡Magnífico! pensó Kassell. El tumor está mucho más delimitado de lo que me hubiera atrevido a esperar.
El cirujano abrió la membrana y comenzó a cortar y a sacar el tumor con un aspirador. Momento a momento, aumentaba su emoción. El tumor no parecía maligno. ¿Sería posible que hubiera cambiado de naturaleza desde aquel análisis en el laboratorio inglés, dos años antes? Cuanto más cortaba, tanto más convencido estaba de que Craig podría salvarse.
A las tres horas de iniciada la operación, uno de los médicos residentes que asistía a Kassell empezó a preocuparse de que este estuviera penetrando demasiado en el cerebro: "No entre ahí", le aconsejó.
Kassell hizo una pausa momentánea. La operación había sido un albur desde el principio. En esos momentos, al mirar por el microscopio y ver los últimos restos de la masa anidada en el cerebro del niño, supo que debía arriesgarse de nuevo, y penetró aún más.
Kassell dejó sólo una pequeña sección, en su mayor parte de tejido cicatrizal, en una región muy peligrosa. El tejido parecía muerto, incapaz de volver a crecer.
La intervención había durado más de cinco horas. Kassell no tuvo que recurrir al bisturí de rayos gamma. Extenuado, pero feliz, salió del quirófano y fue a dar la buena noticia a los padres de Craig. Marion se puso en pie de un salto y lo besó.
LA RECUPERACIÓN de Craig fue notable. Casi de inmediato, su habla se volvió más rápida y clara. Logró pronunciar palabras que le habían resultado imposibles de decir antes de la operación. Dos días después, al entrar Kassell en la habitación, Craig le dijo: "¡Es usted supercalifragilisticoespialidoso, doctor!"... y rompió a reír.
En los análisis de laboratorio no se encontraron rastros de células malignas en el tejido tumoral. Nadie sabría jamás a ciencia cierta qué las había eliminado. Lo importante fue que el tumor de Craig había resultado benigno.
Pocas semanas después, John Kluge fue al hospital para conocer a los Shergold. Cuando el hombre de negocios entró en la habitación, Marion lo tomó de la mano y le dio las gracias. "¡Es usted nuestro ángel de la guarda!", exclamó.
Kluge le entregó a Craig una moneda con dos caras. "Así no perderás jamás", le aseguró, sonriendo.
Entonces, Craig le dio un regalo a Kluge: su fotografía enmarcada, en la típica pose de un boxeador triunfante, que le habían tomado varios meses antes. En ella, Craig llevaba puestos calzoncillos y guantes de pugilista; una bandera norteamericana hacía las veces de telón de fondo. La inscripción decía: "Gracias por ayudarme a ganar la pelea más importante de todas".