Publicado en
marzo 31, 2013
Por Suzanne Chazin.
"LLEGÓ CARTA de tu padre", me dijo mi amiga Tomoko mientras hacía crujir en sus manos el delgado sobre como si fuera papel de arroz. Le agradecí la noticia con una inclinación de cabeza, pero no me moví de mi lugar. "Quizá prefieras leerla más tarde", añadió.
Yo había llegado a Japón después de terminar mis estudios universitarios. Mi padre, que me había regalado el viaje con motivo de la graduación, me había hablado con mucha emoción acerca del regreso a casa. Pero dos meses después le escribí diciéndole que posiblemente me quedara en Japón a enseñar inglés. Como sabía que mi carta lo iba a mortificar, temía leer su respuesta.
Sentada en aquella habitación de escaso mobiliario, me puse a recordar algunas anécdotas de cuando mi padre, durante la Gran Depresión de los años treintas, viajaba de polizón en ferrocarril. En aquella época de su juventud, él fue una especie de nómada, tan ávido de ver mundo como yo ahora. Si corría por mis venas sangre de vagabundo, de él la había heredado.
Pensé también en cierto regalo que alguien le hizo a mi padre para que renunciara a sus andanzas. Era mi relato favorito sobre esa época de su vida, y casi podía repetirlo de memoria con sus mismas palabras. Más aún: me parecía volver a oír su voz:
TENÍA ÉL 20 años y andaba en un tren de carga que corría por las estribaciones occidentales de las montañas Rocosas. Los demás ocupantes del vagón se habían acomodado a lo largo de las paredes. Sus rostros polvorientos tenían una expresión tan vacía como sus bolsillos. Llevaban ropa de trabajo muy desgastada; sus manos estaban encallecidas de tanto trabajar. Todos miraban fijamente hacia afuera de las puertas corridas, como pensando en algún destino particular. El tren se dirigía al este; pero ellos no iban a ninguna parte.
Hacía ya año y medio que mi padre había salido de Nueva York. Le había resultado fácil abandonar las escalinatas de la entrada de las casas, y las tiendas de las esquinas de su vecindario. Los jóvenes trabajaban en las fábricas haciendo lo que se ofreciera, si es que se ofrecía algo. Los viejos —la mayoría de los cuales eran inmigrantes rusos, como mi abuelo— mataban el tiempo hablando de la madre patria.
En Rusia, mi abuelo había sido ingeniero y hablaba cuatro idiomas; en Estados Unidos era pintor de brocha gorda. Tenía amigos condes que trabajaban de camareros; otros, ex altos oficiales del ejército, habían acabado de porteros de hotel. Por la noche hablaban de los ejércitos que habían mandado y de los banquetes a los que, decenios antes, los invitaban. Era gente que deambulaba entre sus propias sombras.
Esos relatos mil veces contados sacaban de quicio a mi padre y lo avergonzaban. ¿Cómo podían seguir alimentando sueños vanos? Papá acariciaba ambiciones más altas. Quería construir puentes, criar ganado, cruzar el Pacífico. California era una especie de imán para la imaginación de ese joven neoyorquino. Sin duda, allá lo considerarían algo más que el hijo de un rudo pintor de brocha gorda. O regreso triunfador, o no regreso, se prometió.
Al ponerse el sol, el tren comenzó a subir por las montañas Rocosas y un aire helado se filtró en el vagón. Mi padre se envolvió en su raído abrigo y miró atentamente sus botas.
Eran de cuero tosco color café y le llegaban arriba de los tobillos. Las había usado cuando herró ganado, cuando cortó árboles y cuando pescó atunes. Con ellas puestas saltó numerosas veces de furgón en furgón, desde Nueva York hasta California, y recorrió la cubierta de un carguero que cruzó el Canal de Panamá. Ahora las suelas, delgadísimas de tanto uso, bostezaban, y las demás partes estaban tan deterioradas como sus sueños.
En eso se acercó a él uno de aquellos vagabundos y le dijo: "En un pueblo, no muy lejos de aquí, hay un hombre que deja abierto el sótano de su casa para que entre a guarecerse la gente como nosotros". Papá asintió con un movimiento de cabeza y siguió a los demás cuando saltaron del tren. Al caer en la nieve, sintió el crujir del hielo bajo los dedos de los pies. En un santiamén se le empaparon los calcetines de lana y se le entumecieron los dedos.
La luna llena alumbraba, como si fuera lino blanco, el terreno por donde avanzaban esos hombres en dirección de una casita de madera. En el sótano, mi papá halló un rincón para acurrucarse, pero tenía los pies tan fríos que no lograba conciliar el sueño. Por más que se los masajeaba, no sentía alivio alguno.
—¿Qué te pasa? —le preguntó en voz baja y cansina alguien que estaba junto a él. Mi padre se volvió y vio a un hombre que andaría por los 30 años.
—Se me congelaron los dedos de los pies —respondió mi padre bruscamente. Luego, señalando sus botas, añadió—: Tienen goteras.
No estaba de humor para hablar con desconocidos. Los muchos meses que llevaba vagabundeando habían quebrantado su fe en el ser humano: patrones que jamás pagaban el salario prometido; tipos que reñían por monedas de ínfimo valor o por una camisa caliente, y que a veces se la robaban.
—Me llamo Earl —dijo el desconocido—. Soy de Wichita, Kansas —y al decir esto le tendió una mano larga y huesuda.
—Yo me llamo Sol. Neoyorquino —musitó mi padre, tocando con cautela la mano que se le tendía.
Earl empezó a hablarle a mi padre de su propia vida. De generación en generación, su familia se había dedicado al cultivo del trigo; pero a él le hastiaba la vida de la aldea. Seguramente, pensó, la vida ofrecía algo más que trabajar de sol a sol, casarse con la chica a quien se conoce desde la escuela primaria e ir los fines de semana a las fiestecitas organizadas en la iglesia. Poco a poco, mientras hablaba Earl, mi padre se fue quedando dormido.
Por la mañana treparon en el siguiente tren, que iba a Kansas. Comenzaba a atardecer cuando dejaron atrás las montañas y entraron a la región de las praderas. La temperatura descendió todavía más, y poco después mi padre empezó a golpear el suelo con los pies para restablecerse la circulación.
—Te duelen mucho los pies, ¿verdad? —le preguntó Earl en tono amable.
—Estoy bien —repuso Sol sin entrar en detalles. La experiencia le había enseñado que, si se daban señales de temor o preocupación, no faltaría quien se aprovechara de uno.
—¿Tienes familia?
Papá asintió con la cabeza, sorprendido por la pregunta.
—Sí: una hermana, mi padre y uno que otro tío. No gran cosa.
—¡Qué más da! La familia siempre es familia —puntualizó Earl mirando con atención a mi papá—. Yo di por hecho que al abandonar la granja también me desharía del joven campesino, pero el muchacho sigue viviendo aquí —y se llevó la mano al corazón—. Ya me harté de vagar. En Wichita por lo menos tengo raíces.
—Yo no salí de ninguna granja —dijo mi padre, y se encogió de hombros.
—¿Por qué no vienes conmigo a mi casa, Sol? Mi hermana es una excelente cocinera.
Hacía mucho que nadie lo llamaba por su nombre de pila.
—Gracias —contestó—; pero, si no puedo ir a mi casa, mucho menos a la tuya.
—¿Y eso por qué?
Mi padre se quedó mirando pensativamente su abrigo deshilachado y sus botas desgastadas. ¿Cómo podía volver a casa derrotado el muchacho que había jurado ante su padre que iba a triunfar?
—Salí de Nueva York porque quería llegar a ser alguien, y no puedo regresar sin haberlo conseguido —contestó.
Miró fuera del furgón. Ya era de noche y las estrellas brillaban como en una bóveda de brocado. Nunca había visto tal oscuridad, pues estaba acostumbrado al alumbrado público de las calles neoyorquinas. Se sintió terriblemente solo.
—Uno de estos días voy a volver —musitó—. En cuanto reúna algún dinero y me haga de unos zapatos presentables.
Momentos después sintió que un objeto pesado le golpeaba uno de los tacones. Al volver la cabeza vio en el suelo, junto a él, uno de los zapatos de Earl, de suela gruesa y color café.
—Pruébatelo —dijo Earl.
—¿Para qué?
—Acabas de decir que volverías a casa si tuvieras unos zapatos presentables. Los míos no son nuevos, pero por lo menos no están agujereados.
Papá protestó, pero Earl no le hizo caso:
—Siquiera pruébatelos. Te calentarán los pies.
Mi padre se probó uno. Era exactamente de su medida.
—No puedo aceptarlos —dijo.
—Úsalos un rato. Te los pediré en cuanto los necesite.
Se quitó el otro zapato y se puso los de mi padre. Este se puso los de Earl; apretó un poco las agujetas y sintió que los dedos de los pies le hormigueaban y se le calentaban a medida que se restablecía su circulación. Ya había olvidado cuán reconfortante era tener los pies calientes. Poco a poco lo durmió el rítmico golpeteo de las ruedas del tren.
Despertó al amanecer. Quedaban otros dos vagabundos en el furgón, pero ni sombra de Earl. Aterrado, preguntó por él a aquellos hombres.
—¿Te refieres al tipo alto? —preguntó uno de ellos—. Saltó del tren en Wichita.
—¡Y sus zapatos! —exclamó mi padre—. Yo los traigo puestos.
—Nos encargó que te dijéramos que, aunque él nunca ha estado en Nueva York, espera que sus zapatos sí lleguen allá.
Papá movió la cabeza sin poder dar crédito a lo que acababa de oír. Entre los pobres, no hay mayor sacrificio que deshacerse de los zapatos propios para que otro los utilice. Nunca había visto algo así.
Quizá estuviese equivocado. Mi padre se acordó entonces de algunos de sus antiguos vecinos. La señora Stoll, la casera, cuidaba enfermos; y la señora Roy les regalaba alimentos a las familias cuyo sostén perdía el empleo.
Claro que ellos habían pasado privaciones y habían tenido que prescindir de muchas cosas. Pero también sabían ser generosos, pues daban no tanto lo que tenían, sino lo que otros necesitaban. Era una idea que papá había olvidado por completo.
Mientras contemplaba los trigales de Kansas, comprendió que Earl, además de regalarle un par de zapatos, le había devuelto la fe en el prójimo.
Esa tarde, mi papá se coló en un vagón de carga que iba a Nueva York. Al llegar a casa, mi abuelo, aunque poco demostrativo, lo abrazó con gran cariño. Por la noche, mientras refería sus aventuras de vagabundo, percibió en el rostro de su padre cierta expresión de alivio. Se dio cuenta de que se había pasado todo ese tiempo esperando, temeroso de que ya jamás regresara a casa su muchacho.
ABRÍ EL SOBRE, del cual saqué una carta breve. Mi padre hablaba de sucesos; no de sentimientos: del sistema de riego por aspersión que estaba instalando, de las cortinas nuevas de mi madre, de que habían llevado el perro al veterinario.
Casi al final decía: "Hijita querida, quédate en Japón el tiempo que gustes. Yo quiero tu felicidad, y si esta la encuentras allá lo sabré comprender. Pero recuerda que, por muy lejos que te vayas, por escabroso que sea tu camino, siempre podrás volver a casa".
Las palabras de mi padre fueron para mí un regalo tan valioso como habían sido para él los zapatos de Earl. Hablaban en la misma lengua: la del sacrificio y la generosidad.
Las cosas no resultaron como yo había planeado. No conseguí el puesto que esperaba, y se apagó mi entusiasmo por Japón.
Por tanto, regresé a casa. No como una chiquilla que obedecía ciegamente el deseo de sus padres, sino como una mujer que sigue los dictados de su corazón y se beneficia del legado de un vagabundo a quien jamás conocerá.
ILUSTRACIÓN: RON DEFELICE