Publicado en
marzo 03, 2013
Los adultos lo consideraban desconcertante y excéntrico; pero a mí me fascinaba porque podía hacer de cualquier pequeñez un prodigio.
Por Pat Jordan.
MI TIO BEN DIAMOND era dibujante, y este oficio le venía como anillo al dedo. Tenía una mente clara y lógica, un sentido estético muy certero y un verdadero amor por los detalles. Se vestía como estudiante preuniversitario —chaqueta marinera, pantalones anchos de franela gris— y sus gestos y ademanes eran fascinantes. Hombre refinado, parecía ir por la vida a un paso un poco más lento que los demás.
De niño, yo iba todas las mañanas a desayunar a su casa. Salía temprano, antes de que mis padres iniciaran su discusión diaria. Mi padre era jugador, y la vida en casa bailaba al son de sus sombríos estados de ánimo. Por eso me escapaba al apartamento de mi tío, en el que, por no haber niños, reinaba siempre un silencio monacal.
Me sentaba a la mesa del comedor, rodeado por las chucherías y los pequeños tiestos de violetas de Tía Ada, mientras Tío Ben preparaba el desayuno. (Tía Ada casi siempre dormía hasta tarde.) Era aquel un ritual complejo e inalterable: jugo de naranja, dos rebanadas de pan tostado untadas con mantequilla, un huevo tibio y una taza de café (la mía contenía casi sólo leche). Sin duda, no era el desayuno normal para un niño, pero Tío Ben hacía que pareciera el banquete de un rey.
Me explicaba cómo exprimía las naranjas a mano en un exprimidor de cristal cortado, sin aplastarlas demasiado para que no quedara mucha pulpa en el jugo. El pan tostado debía ser de un perfecto color dorado, me decía mientras desde la puerta me mostraba una rebanada para que yo lo comprobara. Luego le ponía un trozo de mantequilla tibia, dejaba que se derritiera y la acababa de untar. Cocía el huevo durante tres minutos exactos y me lo servía en una huevera. Me enseñaba cómo había que golpear alrededor del cascarón con el borde de la cuchara para sacarle la mitad superior.
Tío Ben tenía tal manera de alabar la cosa más trivial, que la convertía en una maravilla a los ojos de un niño.
Mientras comíamos, tomaba el periódico y se ponía a leer en voz alta los resultados de las Ligas Mayores de beisbol. Los dos éramos fanáticos de los Yanquis de Nueva York porque en este equipo había muchos jugadores italo-americanos, como nosotros. El número uno era Joe DiMaggio. Yo aplaudía tímidamente cuando Tío Ben mencionaba los triunfos de nuestro equipo, y soñaba con formar parte de él.
Después del desayuno, lo ayudaba a lavar y secar la vajilla. Al terminar, él sacaba el pequeño Buda de porcelana de la vitrina de Tía Ada y me dejaba acariciar la barriga de la figurilla para que me diera buena suerte. Luego salíamos a jugar al beisbol en su estrecho garaje.
Se acuclillaba rígidamente en posición de catcher, se alzaba las perneras de los pantalones y colocaba en el suelo un trapo doblado para que sirviera de base. Yo lanzaba la pelota. Imaginábamos que me estaba enfrentando a los poderosos Yanquis. Después de cada lanzamiento, él se levantaba de un salto, me devolvía la pelota y exclamaba: "¡Bien hecho, Paddy! ¡Lo ponchaste!"
Siempre era duro conmigo, hasta que iba yo perdiendo en la cuenta con Joe DiMaggio y veía que me ruborizaba de miedo. Entonces me daba por bueno un lanzamiento, aunque bien sabía yo que la pelota distaba mucho de haber entrado en la zona de strike. "¡Tercer strike!", gritaba, y me devolvía la pelota con tal fuerza que me escocía la mano. Siempre que jugaba con Tío Ben, mis lanzamientos eran perfectos.
LUCIMIENTO
Como muchos otros adultos sin hijos, él no tenía que fingir que se divertía jugando con un niño. ¡Lo disfrutaba de veras! Los adultos lo ponían nervioso con sus neurosis y dobleces. Los niños lo calmábamos con nuestra inocencia, y esta fue la razón de que cogiera al vuelo la propuesta que le hicieron de ser el entrenador de nuestro equipo municipal de beisbol de las Ligas Pequeñas.
Tío Ben me exigía más que al resto de los jugadores. Ambos sabíamos que se trataba de una artimaña para ocultar el cariño especial que me profesaba. En el campo de juego me llamaba "Jordan" en lugar de "Paddy", y me hacía cargar desde su coche la pesada bolsa de los bates. Durante la práctica de bateo, gruñía un poco más fuerte cuando me lanzaba su bola rápida y nunca me advertía que iba a lanzar su curva, como se lo advertía a los demás.
Yo era el lanzador estrella del equipo y, por más que lo intentara, mi tío nunca pudo disimular del todo su placer cuando yo me hallaba en el montículo. En la última entrada de los juegos que íbamos ganando por una sola carrera, cuando había corredor en tercera base y dos outs, Tío Ben caminaba de un lado a otro, alentándome a gritos: "¡Vamos, Paddy! ¡Tú puedes!" (No era Jordan en ese momento.) Yo le hacía dos strikes al bateador y, antes de volver a lanzar, guiñaba un ojo a mi tío y lograba el tercero. Él se metía corriendo al diamante a darme un apretón de manos.
Tío Ben nos vigilaba muy de cerca para que nos comportáramos como hombres. Recuerdo la única vez que me habló con dureza. Fue antes de un partido en el que yo no iba a lanzar. Para matar el tiempo, estaba luciéndome a la vista de unas niñas de 12 años que habían ido allí a flirtear. Me puse la gorra al revés y me dejé los zapatos desatados de modo deliberadamente desmañado, para provocar sus risas. Mi tío me riñó: "¡Acomódate la gorra y los zapatos, Jordan! ¡Compórtate como un pelotero!"
Permanecí enfurruñado todo el partido. Me sentía humillado. Más tarde, en el camino de regreso a casa, guardé un hosco silencio. Él trató de explicarme por qué se había enfadado conmigo por algo tan insignificante.
"Tu apariencia es importante, Paddy", dijo. "Los detalles cuentan, como llevar tu uniforme correctamente puesto. Eso cuenta. Si haces bien todas las cosas pequeñas, cuando lleguen las grandes te resultará más fácil enfrentarte a ellas. Y, en ocasiones, las pequeñeces son lo único que se tiene en la vida. Uno puede obtener gran satisfacción cuidando esos detalles".
OVACION Y LAGRIMAS
A mis 12 años apenas comprendía yo lo que mi tío quería decir. Claro que ahora sí lo entiendo: se refería al orgullo que uno debe sentir por sí mismo. En realidad, se refería a su propia vida.
Ese año acudió gente de todo el estado a verme lanzar. De los seis partidos en los que participé, en cuatro no permití ningún hit, y en dos no permití más que uno. Y nuestro equipo ganó también cuando yo no estaba en el montículo.
Éramos el equipo favorito para ganar el campeonato estatal y poder por ende participar en la Serie Mundial de las Ligas Pequeñas, que se iba a efectuar en Williamsport, Pensilvania. Pero perdimos el partido final y quedamos eliminados. Aquel día, ante 3000 aficionados, solamente permití un hit. Pero también tiré mal al intentar sacar a un bateador que había tocado la pelota, lo cual permitió al equipo anotar una carrera: la única del partido. Al final nos entregaron varios trofeos. Cuando anunciaron mi nombre, el público se puso de pie y me tributó un prolongado aplauso. Mi tío se adelantó hasta el home con el brazo en mi hombro para recibir la placa. Me eché a llorar. Él también lloraba.
Nos fuimos alejando a medida que yo entraba en la adolescencia. Tío Ben seguía tratándome como a un niño. Yo empecé a considerarlo una persona digna de cariño pero excéntrica. Me parecía desconcertante, inmerso en esa miríada de detalles que él consideraba tan importantes. A mí, sus intereses se me antojaban triviales.
"¿RECUERDAS ESTO, PADDY?"
Cuando cumplí 18 años, firmé contrato con los Bravos de Milwaukee por una bonificación de 35,000 dólares y me fui a las ligas menores. Después de tres años de éxitos decrecientes, me despidieron. Regresé a casa, deprimido y confuso por aquel primer fracaso de mi vida.
Mi esposa y yo vivíamos temporalmente en el hogar de mis padres, cerca del diamante de beisbol donde yo había conseguido tantas victorias juveniles. Mis progenitores nos habían ofrecido su casa hasta que, en palabras de mi madre, "vuelvas a ponerte en pie".
Pero yo no podía con la depresión. Me pasaba la mayor parte del día echado en la cama de mi antiguo cuarto, mirando al vacío. El sol asomaba a mi ventana para iluminar con resplandor polvoriento los recuerdos de mi carrera, acomodados sobre la mesita de noche. Trofeos de bronce de las Ligas Pequeñas, ajadas pelotas de beisbol de los éxitos sobresalientes que coseché durante la escuela secundaria. ¿Qué había salido mal?
Contemplaba esos recuerdos largas horas, sin verlos realmente, sino más bien perdido en una especie de laxitud que hacía que incluso las cosas más sencillas, como vestirme, leer el periódico, bajar a cenar o hablar con mi esposa, me parecieran superfluas.
Un día, mi tío me telefoneó.
—Paddy, soy tu tío Ben —dijo, como si yo pudiera haber olvidado su voz—. ¿Por qué no vienes mañana a desayunar conmigo?
—Lo pensaré —contesté.
No tenía intención de ir, pero mi madre insistió:
—Se resentirá si no vas.
Fue igual que cuando era niño. El jugo de naranja, el pan tostado perfecto. Tío Ben me enseñó la rebanada desde la puerta antes de untarle mantequilla. "¿Ves?", apuntó. "Dorada". No era su propósito divertirme; sólo me estaba llevando a aquella época más sencilla de mi infancia.
Cuando acabamos de lavar los platos, sonrió y me dijo: "Tengo algo para ti". Fue al comedor y abrió la vitrina de Tía Ada. Regresó con el Buda y me preguntó:
—¿Recuerdas esto, Paddy?
Sonreí. Me lo entregó. Acaricié la barriga para tener buena suerte.
Quizá haya sido el Buda. Quizá el mero hecho de ver que mi tío todavía disfrutaba mucho de las pequeñeces de su existencia; lo cierto es que me sentí bien después de revivir esas escenas del pasado. Tomé conciencia de que mi vida, lejos de haber terminado, apenas empezaba. Tenía 22 años, esposa, y muchas cosas por delante. Regresé a la universidad. Nacieron mis hijos. Me dediqué a la enseñanza y me convertí en escritor. Llené mi vida de una multitud de actividades que me devolvieron el placer de vivir.
Luego, inesperadamente, mi tío falleció. Me sentí aturdido. Creía que siempre lo tendría a mi lado. Y, en cierto modo, así es.
Pienso mucho en él estos días, especialmente cuando me da por sentir lástima de mí mismo. Él jamás se dejó llevar por la autocompasión; ni siquiera porque había tenido que experimentar una gran frustración: la de no procrear hijos.
Para Tío Ben, la felicidad no fue nunca un don gratuito. Siempre había que ganársela a pulso; crearla. Era un maestro en el arte de descubrir la alegría en los detalles de la vida. Me enseñó a disfrutar de los pequeños placeres de cada día. Por ejemplo: el perfecto pan tostado con mantequilla.
© 1988 POR PAT JORDAN. ADAPTADO DE "FLORIDA MAGAZINE" (I-V-1988), SUPLEMENTO DOMINICAL "THE ORLANDO SENTINEL", DE ORLANDO, FLORIDA, CON ADICIONES DEL AUTOR.