EL CAUTIVANTE MUNDO DEL CISNE
Publicado en
marzo 03, 2013
Pocas criaturas hay más bellas que el cisne; pocas, más amorosas con su familia.
Por A.B.C. Whipple.
SIN PIZCA de vergüenza, nos pusimos a espiar con los prismáticos a una pareja de cisnes que realizaban labores caseras en el islote de un estanque cercano. El macho sacaba hierbas del agua y las llevaba a la hembra, la cual las colocaba con gran delicadeza en el nido ovalado de metro y medio de longitud que estaban construyendo.
"Todos los años vienen juntos a su hogar", dijo un admirador de los cisnes que se hallaba sentado junto a mí. Como dice la novelista Nora Ephron: "Si quiere usted un marido monógamo, cásese con un cisne".
Los que estábamos observando eran de buen tamaño: casi 1.5 metros de altura con el cuello extendido. ¿Qué edad tendrán?, me pregunté. Es muy difícil saberlo. Estos animales empiezan a aparearse a los tres años de edad y llegan a vivir unos 40. Sin embargo, cuando tienen 30 se ven tan blancos y tan lozanos como cuando apenas tienen cinco.
Nuestra pareja prosiguió metódicamente su tarea hasta que la hembra sacudió el plumaje y se echó en el nido. "Ahora va a poner", predijo el experto. En ese momento, el macho dejó de acarrear hierbas y, montando guardia contra los intrusos, se pavoneó en torno de la hembra. A través de los años he observado a muchísimos cisnes desfilar por el estanque ubicado en las inmediaciones de mi casa, como una gran flota blanca de barcos de cuello esbelto y cabeza erguida. Los ornitólogos dirían que la zona donde vivo es una "pequeña muestra de hábitat de cisnes". Para estudiarlos mejor traje a casa un rimero de libros que me prestaron en la biblioteca.
El cisne mudo es una de las aproximadamente ocho especies que habitan en todos los continentes, excepto África y la Antártida. Es domesticable a más no poder. La pareja que estábamos espiando nadaba a menudo a la orilla para que la gente les regalara comida. Los libros aconsejaban que se les diera plantas acuáticas en vez de pan, pero nuestros cisnes preferían las migajas de mis vecinos a mi hierba. "Es la comida chatarra de los cisnes", apunta el ornitólogo Frederick Sibley.
Los cisnes no serán buenos dietistas, pero sí son unos amantes hechos y derechos. Después de un complicado y vistoso cortejo durante el cual el macho persigue a la hembra cerca del estanque, esta se hunde en el agua conservando fuera de ella el cuello bien erguido. Durante el apareamiento, la hembra lanza un prolongado graznido como si suspirara. A continuación salen del agua, se colocan frente a frente, se dan suaves golpecitos en la pechuga y la cabeza, y por último emiten un graznido. Extrañamente, el paso del tiempo no merma su ardor amoroso, pues las parejas de 25 años de edad que han tenido cosa de 100 crías siguen demostrando los mismos ímpetus de apareamiento.
Luego viene la construcción del nido. Cuando llegué, nuestros cisnes andaban en esas. Con el tiempo, el nido alcanzó más de medio metro de altura. A primera vista se trataba de un simple montón de varas, hierbas y plantas acuáticas; pero en realidad era una maravillosa obra de ingeniería: suave, esponjosa, flexible y, a la vez, capaz de flotar.
Pude observar que la hembra había puesto media docena de huevos en su flamante nido y que ambos se habían preparado para las cinco semanas de incubación que tenían por delante.
El macho protector debe enfrentarse a muchos depredadores, como los mapaches, las zorras, las gaviotas grandes y, por supuesto, los humanos. Los cisnes suelen ser mansos; pero, cuando el macho hace guardia frente al nido, se convierte en un enemigo terrible, capaz de matar a aletazos a un animal pequeño.
Si el macho se halla en el nido cuando los polluelos empiezan a romper el cascarón, se retira para que la hembra, en cumplimiento de sus deberes maternales, empuje suavemente a los polluelos con el pico y le arranque pedacitos al cascarón para facilitarles la salida. Luego arroja fuera del nido esos fragmentos.
Los cuatro recién nacidos —unas bolitas de plumón color café con leche— muy pronto pudieron hacer pinitos en el nido. A los pocos días caminaron hasta el borde del agua y, sin más, se echaron a nadar... La hembra permaneció en el nido hasta que el último polluelo se metió en el agua.
La familia en pleno se puso a recorrer el estanque en fila india. A la cabeza iba el padre en actitud alerta por si aparecían depredadores. Si un polluelo se apartaba de la fila, inmediatamente lo reprendía a graznidos para obligarlo a regresar. Si se fatigaban, los cisnecitos se subían al lomo de cualquiera de sus padres; mas, si se caían, se llevaban un buen regaño. Era tan mansa la familia, que los dos adultos no vacilaban en conducir a sus cuatro pequeños a la orilla para que aprovecharan la comida que yo les ofrecía. Como los padres les disputaban hasta la mínima brizna de alimento, los polluelos comenzaron a aprender a valerse por sí mismos.
Mientras comían, me dije que el cisne mudo dista mucho de merecer este calificativo, pues rezongaban, graznaban y resoplaban. Además, estas aves emiten sonidos sibilantes y agudos gritos de alarma.
La etapa más espectacular del entrenamiento de las crías la constituyen las lecciones de vuelo. En el caso de nuestros cisnes, las clases se iniciaron varios meses después de nacer, cuando ya se les habían desarrollado las alas. Las cuatro avecillas observaban los ruidosos despegues de sus padres y luego intentaban imitarlos. Al principio, después de volar algo así como 15 metros se clavaban de pico en el agua o se caían dando volteretas; pero poco a poco fueron llegando más alto y más lejos.
Los cisnecitos, de color tostado ya pero aún cubiertos de pelusa, empezaron a adoptar actitudes majestuosas: encorvando el cuello y metiendo el pico bajo un ala, se deslizaban elegantemente por el lago. No sin razón en la antigüedad se identificó a estas aves con Afrodita, diosa del amor, y con Apolo, dios de la poesía. Narra la mitología griega que, cuando Zeus se propuso conquistar a Leda, tomó la forma de un cisne, la cual era muy a propósito para ganar sus favores.
Quizá el mito más arraigado, en lo relativo a estas aves, sea el del "canto del cisne", el grito melodioso y obsesionante que lanzan en su agonía. Cuando Sócrates se preparaba a beber la cicuta, dijo a sus acongojados discípulos: "No creo que los cisnes canten de dolor, sino que, como son profetas, conocen las cosas buenas que hay en el otro mundo. Yo no me despido de la vida más triste que ellos". Pero, si bien es cierto que de la larga tráquea del cisne puede salir en esos momentos un último estertor, como dice Frederick Sibley, "la idea romántica del canto del cisne no pasa de ser una leyenda".
Nuestro cisne macho le dio la razón a Sibley. Un día lo atropelló un auto cuando caminaba por la carretera, y el ave murió pronto y en silencio. Su compañera no se apartó de su lado hasta que se llevaron el cadáver, y siguió en el nido y en el lago para seguir adiestrando a sus polluelos hasta el otoño, cuando ya pudieron valerse por sí mismos. Luego partieron todos.
La primavera siguiente esperé en vano el regreso de la viuda. ¿Qué se habría hecho? Como ya habían crecido y se habían ido los cisnes de la nidada del año anterior, quizá habría formado otro hogar con un nuevo compañero. Me gustaría estar allí para verlos.