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marzo 17, 2013
Navegando en el Pierre Ier durante la competición de la Ruta del Ron.
FOTO: Christian Fevrier/Sea and See; Inserto: Presse Sports.
La heroína francesa Florence Arthaud escribió un nuevo capítulo en los anales de la navegación de vela.
Por Priscila Buckley.
CON UNA SOLA PERSONA al timón, el gigantesco trimarán dorado emergió de la niebla del océano el 3 de agosto de 1990, fondeó en las playas de Lizard Point y entró en la historia. Desde el puerto de Nueva York hasta la punta más meridional de Inglaterra, había atravesado el Atlántico en nueve días, 21 horas y 42 minutos, con lo cual hizo trizas —con una ventaja de 38 horas— el récord anterior de travesía de velero en solitario.
Quien iba al timón debió pasarse nueve días gateando sobre las redes entre los tres cascos del trimarán, mientras el barco cabeceaba violentamente en aguas encrespadas; nueve días forcejeando con los malacates y las velas entre furiosas tormentas y vientos de 40 nudos; nueve días durmiendo a intervalos de media hora; una eternidad de vigilancia sin tregua y desquiciante soledad. Pocos hombres son capaces de soportar tan ardua prueba; de ahí que la hazaña sea más asombrosa, porque quien la protagonizó no fue un hombre, sino una mujer menuda de pelo castaño que rebosa de energía y se llama Florence Arthaud.
Esta dama de 34 años es considerada una de las mejores navegantes del mundo. "Fue la primera mujer que se atrevió a competir con hombres", declara su colega Bruno Peyron, cuya marca de travesía transatlántica rompió Florence. "Y ella es la única capaz de competir en el nivel en que lo hace ahora".
En su Francia natal, Florence, de irresistible sonrisa, se ha convertido en una heroína nacional que ha engalanado muchas portadas de revistas y ha roto marcas del número de telespectadores. Pero su éxito les ha sentado mal a ciertas personas. El que una mujer acaparara las primeras planas de la prensa deportiva durante la travesía y luego rompiera la marca, era más de lo que muchos podían soportar. Para colmo, Florence ni siquiera se había propuesto establecer una nueva marca. "Yo simplemente quería probar mi bote con vistas a la competición de la Ruta del Ron, que se celebra en noviembre", explica. "Esta es la clase de experiencia que se necesita para ganar. Pero, más que nada, hay que amar el océano".
El amor al océano ha sido una tradición en la familia Arthaud. El padre de Florence era director de Editions Arthaud, compañía editorial especializada en libros sobre aventuras en montañas, desiertos y océanos. Varios navegantes legendarios —entre ellos Eric Tabarly, quien en 1964 había ganado la carrera transatlántica de un solo tripulante desde Plymouth, Inglaterra, hasta Newport, Estados Unidos—acudían a la casa de la familia Arthaud, en París, a cenar con su editor. "Escuchábamos a los autores hablar acerca de sus aventuras", recuerda Florence. "Ellos me llenaron de sueños la cabeza".
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Florence Arthaud. FOTO: Christian Fevrier/Sea and See; Inserto: Presse Sports. |
En la familia se estimulaba la práctica de los deportes. Florence y sus dos hermanos se pasaban los inviernos esquiando, y los veranos nádando y practicando el esquí acuático y la navegación. Fue, recuerda ella, "una infancia perfecta". En su adolescencia se apasionó por las regatas y las carreras de autos. Pero a los 17 años sufrió un grave accidente automovilístico que la dejó en estado de coma. Estuvo hospitalizada mes y medio en recuperación de dos fracturas de cráneo y de parálisis parcial de la cara; con todo, le quedaron en la columna vertebral unas lesiones que la atormentarían el resto de su vida. Pero ni así se frenaron sus ímpetus.
Florence voló en 1976 a Newport para presenciar el segundo triunfo de Tabarly en la carrera de Plymouth a Newport. En el viaje de regreso acompañó a Jean-Claude Parisis en su barco: fue su primera travesía transatlántica en velero. Aquello marcó un hito en su vida. "Desde entonces", relata, "no pensé más que en volver a cruzar el Atlántico".
Cuando tenía 18 años y estudiaba medicina, Florence pasaba más tiempo en el mar que en las aulas. Sus padres protestaron. Ella persistió. Más adelante le prohibieron navegar, y entonces Florence se marchó de casa para no volver. "Sólo el océano podía darme la libertad, la aventura y la soledad que necesitaba".
El 5 de noviembre de 1978, a sus 21 años, Florence participó en la Ruta del Ron, su primera carrera transatlántica sin acompañante. En esta competencia se recorre la pavorosa distancia de 6652 kilómetros, saliendo del puerto de Saint-Malo, en la costa septentrional de Francia, y llegando a la isla de Guadalupe. "Yo había elegido mi bote por seguro, más que por rápido. Sabía que no podría ganar la carrera, pero me conformaba con no hacer el ridículo", explica Florence, quien llegó al puerto de Pointe-á-Pitre en un honroso decimoprimer lugar entre 40 concursantes.
En el transcurso del siguiente decenio, Florence participó en diez carreras transatlánticas. En cada ocasión, este prodigioso dinamo de 1.63 metros de estatura y 55 kilogramos de peso aprendió a conocerse mejor. "Al principio consideraba que la comida y el sueño eran una pérdida de tiempo", recuerda. "Y todos mis errores fueron consecuencia de mi agotamiento físico. Tuve que aprender a conocer mis ritmos biológicos, a saber cuánto podía reducir mis horas de sueño sin menguar mis facultades mentales".
La navegante pronto se granjeó el respeto de la comunidad velera. "Florence es una timonel excepcional", declara el navegante Alain Gabbay. "Es sumamente veloz y no le teme a nada". Varios de sus rivales se convirtieron en admiradores y luego en amigos; entre ellos, su ídolo, Eric Tabarly.
Pero junto con la satisfacción de navegar surgieron algunos apuros económicos. Ella era la mejor entre las mujeres, ciertamente; pero rara vez llegaba a superar el décimo lugar. No siempre encontraba patrocinadores y, a falta de un apoyo financiero constante, se veía obligada a alquilar o comprar barcos viejos o mal adaptados. Ahora bien, Florence tenía la inquietante sospecha de que su peor enemiga era ella misma. Exigía demasiado, tanto de sus embarcaciones como de su persona.
Estuvo a punto de claudicar. "Estaba harta de ir de oficina en oficina en busca de patrocinador. Quería recursos para triunfar". En 1988 ocurrió el milagro. Christian Garrel, presidente de Pierre Ier, compañía de bienes raíces con sede en París, citó a Florence a su oficina. Quince minutos más tarde la mujer salió con un contrato de 50 millones de francos para cinco años, cantidad suficiente para diseñar y construir un barco moderno y contratar a un equipo de apoyo de siete hombres.
En septiembre de 1988, el Pierre ler empezó a tomar forma. En un astillero de Brest se construyeron los travesaños curvos del barco, así como un impresionante mástil de fibra de carbón de gran resistencia, de 27.5 metros de altura; la fibra de carbón es el material originalmente empleado en la industria aeronáutica. Al mismo tiempo se construían en Nantes el casco central, de 18.28 metros de eslora, y sus flotadores laterales, con fibra de carbón y espuma de carbón.
Luego se enviaron las partes a un taller situado en las afueras de París. Allí, la cabina compacta fue equipada con los adelantos tecnológicos esenciales: tres pilotos automáticos, un radar y el sistema de localización global que mediante una conexión por satélite determina la posición real del barco. También se le instaló el equipo de derrotero: una computadora Macintosh provista de un programa que proporciona, entre otras cosas, mapas náuticos y la posición del barco en ellos, cálculos de la ruta y de la velocidad del viento, y el télex, con el que Florence se comunica con su "oficial de derrota", el meteorólogo Louis Bodin, en París.
Durante una carrera, Bodin ayuda a Florence a encontrar la ruta más rápida. Luego de recoger y evaluar los pronósticos meteorológicos, alimenta con estos y otros datos a una computadora, la cual se encarga de determinar los derroteros teóricamente óptimos. Cada vez que cambia la temperatura o se dispone de nuevos pronósticos meteorológicos, Bodin debe reevaluar todo y conferenciar por radio o por télex con Florence, quien toma la decisión final.
La noche del 28 de marzo de 1990, el Pierre ler, con su mástil y sus cascos dorados, fue bautizado en el río Sena, en París. Los siguientes meses se dedicarían a perfeccionar el trimarán de manera que estuviera preparado para la Ruta del Ron. Para el viaje transatlántico inaugural, Florence y Patrick Maurel lo inscribieron en la carrera June Two-star , cuyos participantes deben ir de Plymouth a Newport. Llegaron en tercer lugar. Fue en el viaje de regreso cuando Florence, sola al timón, rompió la marca mundial.
En septiembre, las viejas lesiones de la columna vertebral la obligaron a usar un collar ortopédico y a suspender por completo su entrenamiento. Los médicos le recomendaron que se olvidara por lo pronto de la Ruta del Ron, pero Florence se negó a obedecer. Llevaba mucho tiempo soñando con ganar aquella carrera.
Cuatro de noviembre de 1990. Día de la partida desde Saint-Malo. Todos los grandes de la navegación —Philippe Poupon, Lionel Péan, Mike Birch— estaban allí, en inmejorable condición física y en estupendas embarcaciones. Millares de espectadores los vieron zarpar. Florence logró un buen comienzo y empezó a recuperar su vigor. A los dos días de iniciada la prueba arrojó su collar ortopédico al Atlántico.
Los vientos de 55 nudos obligaron a cuatro navegantes a abandonar la carrera en las primeras 48 horas. Florence conservó la calma y navegó con suma cautela. Cuando no estaba moviendo malacates y bajando velas, corroboraba su avance en las pantallas luminosas de la cabina, comía sopas deshidratadas y pastas, y dormitaba esporádicamente en medio del constante golpeteo de las olas. El 7 de noviembre ya había recorrido 1000 millas náuticas, y supo que llevaba la delantera.
Desde el principio se le presentaron serios contratiempos. El descifrador de mapas meteorológicos dejó de funcionar al tercer día. Luego se descompuso el tablero de instrumentos, con lo cual quedaron inservibles varios aparatos importantísimos, entre ellos, dos pilotos automáticos, la radio y el télex, con los que se mantenía en contacto con Louis Bodin. Florence perdió toda comunicación con el mundo exterior y solamente dependía de su experiencia e intuición. Durante dos días arrostró condiciones atmosféricas muy traicioneras. Luego detectó una fuga de combustible, por lo que ya no pudo recurrir sino en forma muy esporádica al único piloto automático que todavía funcionaba. En lo sucesivo debía permanecer al timón 20 horas al día. He corrido con una suerte pésima, escribió desesperada en su diario; pero debo seguir adelante: me quedan 1800 millas.
A todos estos contratiempos vino a sumarse otro, mucho peor que los anteriores. Florence comenzó a sufrir, en forma intermitente, de una hemorragia profusa que le duró tres días. Demasiado débil para caminar, estuvo a punto de soltar su boya de urgencias, con lo cual hubiera perdido automáticamente la carrera. Sin embargo, calculó que, cuando por fin la auxiliaran, ya sería demasiado tarde. Por otra parte, nunca en mi vida he abandonado una carrera, se dijo, y no será ahora cuando lo haga.
Al décimo día, temblando de debilidad, enfiló la proa en dirección del viento y, no obstante las presiones de la competencia, durmió profundamente durante tres horas. Aquella noche, no teniendo con qué alumbrar su brújula, se orientó por la posición de las estrellas. De pronto sintió una revelación. El firmamento, el mar y las estrellas existían para ella sola. Nunca le pareció tan noble su embarcación ni tan sosegado el movimiento de las olas. "Me encontraba a solas con Dios", recuerda. "Cada vez que veía una estrella fugaz hacía un voto: Dios mío, ¡haz que no amaine el viento! Dios mío. ayúdame a triunfar!"
En perfecta simbiosis, ella y su barco siguieron adelante. Mientras otros competidores permanecían inmovilizados en la calma chicha de un anticiclón, Florence rodeó a este en dirección del sur y, con el viento detrás de ella, enfiló directamente hacia la Guadalupe. Al amanecer del decimoquinto día, es decir, el 18 de noviembre, una avioneta pasó volando a baja altitud para darle una buena noticia: llevaba una ventaja de 60 millas náuticas sobre Mike Birch; quien venía en segundo lugar.
Esa misma mañana, Florence casi se desmayó de emoción al avistar la Guadalupe. Pronto llegaron los primeros barcos a darle la bienvenida. Con los labios resecos y los ojos hundidos, Florence dio la obligada vuelta alrededor de la isla. Al llegar al puerto de Pointe-á-Pitre, la escoltaban cientos de embarcaciones con banderines, y numerosas sirenas de niebla.
Decenas de miles de espectadores atiborraban los muelles. En cuanto cruzó la línea de meta, estallaron fuegos artificiales y la asediaron en medio del júbilo sus parientes, sus amigos y los miembros de su equipo. No sólo era ella la primera mujer en ganar una carrera transatlántica, sino que su tiempo de 14 días, diez horas y ocho minutos había establecido una nueva marca para la Ruta del Ron. Y eso que habían surgido mil contratiempos. O tal vez precisamente por ello. En efecto, los contratiempos la habían obligado a reducir su velocidad y a controlarse, o como ella misma lo expresa, "a ser razonable por primera vez en la vida".
La esperaba un telegrama de Eric Tabarly: "Ha sido el triunfo de una navegante". No de una mujer ni de una niña mimada de los medios de comunicación. Louis le Pensec, ministro francés de los Departamentos y Territorios de Ultramar, le entregó una copa y un mensaje del presidente FranÇois Mitterrand: "Ha triunfado usted sobre los elementos, los problemas técnicos y físicos, así como sobre el escepticismo de algunos individuos". En la confusión de la fatiga y de la emoción, lo último en que pensaba Florence era en ponerse a reivindicar. Ella sólo se decía: Estoy orgullosa de mí misma, y la vida es bella.