Publicado en
marzo 17, 2013
Por Bernard Fourgéres.
No se puede hablar del tema sin apelar a Lamarck y Darwin. Según ellos, el transformismo conduce a una modificación que justifica el estado actual de las especies. En ese caso, mi perplejidad se vuelve peliaguda: la liberación femenina favorece el nacimiento de prendas tan ambiguas como el jean, cuando la bragueta fue siempre símbolo de una virilidad tridimensional. No caeré en la trampa del machismo y me declaro partidario de un liberalismo braguetístico absoluto. Sólo intento comprender cómo pudo evolucionar de modo tan poco funcional lo que ahora se conoce como bragueta.
Mi edad me permite recordar un pasado no tan reciente, en el que los hombres podían, con parsimonia, soberbia, elegancia o timidez, desgranar como choclitos unos botones dispuestos con estrategia. Recuerdo a Barbey d'Aurevilly desabrochándose frente a un muro cubierto de rosas; a Lanza del Vasto: "Orinarás doquiera con el impudor de los verdaderos puros"; a Verlaine cuyos excesos desafían toda traducción:
Mon gland chéri, tout lourd de fiévre, qui défoule en un royal floto.
Pero el ceremonial que consistía en extraer tres botones de sus respectivos ojales fue salvajemente castrado por un invento llamado zipper, cierre relámpago y hasta cremallera. Con la aparición de aquel artefacto, el ritual de la micción se tuvo que iniciar y clausurar con un gesto seco y vertical. No quedó tiempo para vacilaciones. Se acabó la era de las miradas torpes, las que analizaban los detalles de una pared, el diseño de una baldosa. El abrir y cerrar de la compuerta se volvió maquinal, fríamente ejecutivo. El pensador de Rodin se quedó sin inodoro, insaboro: lo venció la perplejidad. Los vaqueros de Marlboro siguen arreando al ganado sin ninguna clase de incentivo.
La ropa interior misma, llámese Calvin Klein o Jockey Club, obliga al usuario, mediante capas textiles laberínticas, a buscar desvíos desazonadores. Lo que antes era una expresión espontánea de alegría, se ha vuelto rito hierático y se realiza sin placer. ¿Dónde está la época en la que Rafael Alberti podía cantar con inefable lirismo:
Las verás lentas o precipitadas,
tristes o alegres, dulces, blandas, duras,
meadas de las noches más oscuras
o las más luminosas madrugadas.
La bragueta oscila, históricamente hablando, entre el disimulo y la presunción. El disimulo no es más que un factor subliminal de valorización. Bragueta viene de bracae, palabra que se refiere a los pantalones que llevaban los pueblos del norte y del oriente. Los nobles romanos llevaban la toga praetexta, la que no tenía, en aquel entonces, nada que ver con los pretextos. Carlomagno se cubre el cuerpo con una camisa y lleva calzones de lino. Su nieto, Carlos el Calvo, repudia las bragas y viste túnica a la usanza bizantina.
En 1130 se produce una feminización del vestuario. Los hombres adoptan medias, que van prendidas de unos pantalones cortos. En 1350, dichos pantalones, en realidad, eran algo que evocaría las "panties" femeninas del siglo XX. Con la era gótica nacen las piezas acolchadas. Cuando se desviste el macho, queda reducido a su escala natural. Habrá que esperar a Rabelais para que nazca, deslumbrante y coqueta, la famosa palabra. Designará esa pieza de ropa aberenjenada que tendrá como función la de albergar y poner en evidencia a los órganos genitales: "Era la bragueta de Gargantúa larga y amplia; por dentro bien avituallada. En nada se parecía a otras hipócritas de un montón de afeminados que no están sino llenas de viento."
Los norteamericanos definen a la bragueta con palabras aeronáuticas: "flap, fly of breeches". Los alemanes usan el término "hosenshlitz" que a mí me suena a salchicha con chucrut. Los italianos le dan un toque musical: "brachetta", pues se anidará junto a ella la viola da gamba. Fina política y sutil estratega, la bragueta servirá de abertura sin distinción de credo. Los hombres, iguales en derechos desde el nacimiento, ostentarán sin embargo diferencias ideológicas al nivel del escroto, las que motivarán de parte del sastre preguntas de tipo técnico. Podemos decir que el retrato de Napoleón en su gabinete, realizado por Luis David, no deja dudas acerca de las inclinaciones imperiales.
Desconfío de las utopías desde que descubrí las intimidades de los grandes hombres: Gandhi no mudaba nunca de ropa interior. Su vestidura oriental volvía obsoleta la presencia de una bragueta. El apóstol de la no-violencia le dijo no al zipper. Cuando un papa moralista encargara a Daniele da Volterra la misión de poner calzoncillos a los desnudos de la Sixtina, los italianos bautizarán al pintor con un apodo demoledor: Il Braguettone.
Los hombres no cambiarán. En la intimidad de los retretes públicos revelarán con un simple gesto zonas turbias de su libido. Unos se bajarán el cierre con dramatismo, como quien se hace el harakiri. Otros se quedarán durante horas auscultando los mecanismos secretos de su genitalidad. Mientras estén convertidos en fuentes vivas, tendrán en el rostro la misma expresión de estúpida beatitud. Seguirán, como la vaca lírica de Leconte de Lisle el sueño interior que jamás termina. Los más extravertidos (y no extro, como dicen quienes no saben de micciones), harán chistes a voz en cuello. Los más infantiles aumentarán o reducirán el débito, aplicando a su pluma fuente teorías de física elemental. Dibujarán en el espacio sueños fabulosos. Una violencia reprimida se abrirá paso mediante los ademanes de la fase final, luego habrá un cierre general de braguetas y volverán a una civilización de tabúes donde llevarán, en vez de boca, un cierre relámpago de oreja a oreja. Vespasiano se reirá desde el más allá y Alberto Dahik soñará con nuevos impuestos.
Yo me quedaré con la, sabiduría de Sigmund Freud: "Cualquier parte del cuerpo puede ser promovida al estado de zona erógena y, consecuentemente, de sustituto a los órganos sexuales. Lo que piense la gente dependerá de sus personales frustraciones."