EL VENENO QUE CAYÓ DEL CIELO
Publicado en
marzo 03, 2013
"Hubo una vez un poblado donde la vida trascurría en armonía con el ambiente. Pero cierto día, una plaga extraña azotó la región. Unas dolencias misteriosas se abatieron sobre los gallineros; las vacas y las ovejas enfermaban y morían. La sombra de la muerte se cernía por todas partes. Los campesinos hablablan de la mucha enfermedad que había entre sus familiares. Los médicos se sentían cada vez más desconcertados por la aparición de aquellas extrañas afecciones.
En las canales, bajo los aleros y entre las tejas de los techos, se veían manchas de un polvo blanco; pocas semanas antes había caído como nieve sobre los techos, los prados, los campos y los arroyos.
En realidad, este poblado no existe. No tengo noticia de ninguna comunidad que haya experimentado todas las desgracias que aquí describo."
Cuando la autora naturalista Rachel Carson escribió tan escalofriantes palabras en 1962, en Primavera silenciosa, no sospechaba siquiera que algunos aspectos de su entonces imaginaria tragedia se reproducirían unos cuantos años después con toda su espeluznante realidad.
Por John Fuller.
LA AUTOPISTA que va de Milán a Como corre casi en línea recta al norte, hacia los Alpes y los lagos italianos, tan celebrados desde el principio de la historia. A medio camino, en el valle del Po, un letrero indica la desviación a Seveso, poblado de 17.000 almas. Varias fábricas modernas (parte de los largos tentáculos industriales milaneses) se apiñan junto a la carretera; pero aún existen allí campos de trigo y maíz, huertos y filas de moreras, y quintas pequeñas construidas con esmero por los propios habitantes.
En una de ellas vivía Gino Zorzi. La había edificado en 20 años trabajando durante los fines de semana y los días festivos. En nada parecía la obra de un aficionado: tenía piso de parqué, nichos para la iluminación, tejado rojo y gruesos muros de mampostería que protegían del calor estival y de los vientos alpinos invernales. Alrededor, a lo largo de la Vía Carlo Porta, se alzaban otras construcciones, la mayoría con productivas huertas.
El sábado 10 de julio de 1976 era un día especial para los Zorzi. Esa noche, Giuliana celebraría sus 18 años con una fiesta en la terraza. Su madre, Milena, que daba los últimos toques al arreglo de las mesas, decidió descansar a las 12:30 y almorzar con su esposo en la cocina. Poco después escucharon un estridor terrible y amenazante. Jamás habían oído algo igual.
A UN paso de allí, en la misma calle, la esposa de Licio Cassio comía con Elda, su hija de 12 años, Paola, de 10, y Carlo, de 20; este acababa de regresar de la biblioteca con algunos libros de arquitectura para el curso que seguía en la Universidad de Milán. Junto a él estaban sus dos gatas siamesas: Lilli y Fanny. Había practicado ya muchos de sus conocimientos al ayudar a su padre a proyectar la vivienda, tarea que también les llevó largos años.
Cuando la señora Cassio se levantaba de la mesa, la sobresaltó un silbido horrible. El reloj de pared marcaba las 12:37.
AQUEL sábado de julio, poco antes de las 12:30, Viro Romani, técnico de la fábrica Icmesa, al norte de Seveso, terminaba su almuerzo. No había producción ese día. El último turno había terminado a las 6 de la mañana, y sólo unos 10 de los 160 empleados se encontraban allí para efectuar labores de mantenimiento y limpieza. Además de aceites esenciales para perfumes y cosméticos, la empresa manufacturaba triclorfenol (TCP), producto químico usado en la elaboración de un herbicida llamado 2,4,5-T, y del hexaclorofeno, un bactericida.
Enviaba el TCP a la empresa matriz suiza, Givaudan, a su vez filial de Hoffmann-La Roche, uno de los laboratorios farmacéuticos más grandes del mundo. Givaudan lo empleaba sólo para preparar el hexaclorofeno, el ingrediente activo de muchos jabones quirúrgicos.
Habían cerrado en la mañana el reactor químico para la fabricación del TCP. En todo caso, a Romani no le correspondía aquella sección. Después de almorzar se dirigió al café de la fábrica con otros empleados. Antes de que probara su espresso, lo sorprendió un golpe seco, extraordinariamente fuerte. Todos los obreros saltaron. En seguida se oyó un silbido ensordecedor.
Romani y sus compañeros salieron corriendo. La válvula de seguridad del reactor arrojaba a una presión tremenda una enorme nube grisácea. En breve, los obreros se vieron envueltos por una lluvia de partículas, como de arena o polvo, y con olor a medicina y a cloro.
Al entrar de nuevo en la fábrica, Viro vio al capataz de producción lanzarse al interior de la sala del reactor con una máscara antigás en la cara. Hizo girar la rueda de una válvula para dejar entrar una corriente de agua al sistema de enfriamiento y bajar así la altísima temperatura que la máquina había alcanzado. Pero ya habían transcurrido más de cinco minutos. La nube rodaba lenta e inexorablemente hacia el sur, en dirección a Milán. En poco tiempo avanzó más de cinco kilómetros; las partículas blancas llovían en silencio sobre los tejados y los campos de Seveso. Nadie sabía entonces que aquellas contenían uno de los venenos más mortíferos que conoce el hombre.
LA VIDA SIGUE IGUAL
CUANDO Gino y Milena Zorzi oyeron el ruido, salieron apresuradamente a la terraza. A menos de1500 metros de distancia, una nube llenaba el firmamento y venía hacía ellos cual gigantesca bola de nieve. Era espesa y, conforme giraba sobre sí misma, cambiaba de color. Al poco tiempo la tenían encima siguiendo su curso lento hacia el sur.
De la nube empezó a caer una llovizna acre sobre los árboles, la hierba, el maíz y, para pesar de Milena, sobre el decorado de las mesas. Se cubrió la cara con un pañuelo y retiró los platos.
"¡Qué desastre! ¡Justo en el cumpleaños de Giuliana!" se quejaba. Tosiendo y restregándose los ojos, que de pronto habían comenzado a arderle, Gino corrió a cerrar las ventanas y a bajar las persianas.
Los Cassio también salieron a la calle a ver la bruma; pero cuando les cayeron los cristales húmedos, la señora hizo que sus hijos se metieran en seguida, y cerró de inmediato las persianas.
Alarmado, Carlo se dirigió a la casa de un amigo, donde una anciana, delicada del corazón, se había desmayado. Cuando los muchachos consiguieron reanimarla, llamaron a la policía.
Al enterarse Carlo de que la nube la había causado un accidente ocurrido en la Icmesa, resolvió ir a la fábrica con su compañero. Allí les dijeron que no se preocuparan; todo volvería a la normalidad en cuanto se despejara el aire. De regreso se encontraron con que a algunos vecinos les dolía la cabeza y les ardían la piel y los ojos. Con todo, aquello no les extrañó, pues siempre se habían sentido los efectos contaminantes de las muchas industrias cercanas, si bien en forma menos severa.
Mientras, Milena Zorzi se dedicó a arreglar la terraza del jardín y a limpiar las mesas del polvo blanco que se había acumulado; luego recolectó en el huerto algunos albaricoques, duraznos y ciruelas, que colocó en los fruteros en el centro de cada mesa. No obstante el olor acre del ambiente, la fiesta de Giuliana resultó animada y se prolongó hasta muy noche.
Por la mañana, después de asear la terraza, los Zorzi viajaron en autobús a la región de los lagos, donde su hijo Fabio, de ocho años, se hallaba en un campamento. Italia Bruno, hermana de Milena, notó que los finos cristales blancos del día anterior se habían transformado en una sustancia aceitosa y brillante. Al parecer, había invadido todo.
La señora Cassio se despertó con un fuerte dolor de cabeza y los ojos hinchados. Si los síntomas persistían, pensaba, iría al día siguiente a consultar con un médico.
AQUEL domingo, en su casa de Seveso, el alcalde Francesco Rocca leía un libro cuando dos técnicos de la Icmesa le notificaron que un producto químico (sospechaban que se trataba del TCP, en extremo irritante, aunque no considerado pernicioso) había escapado de la fábrica, y le aseguraron que el lunes le darían un informe más completo. Enviarían a Suiza muestras del producto. Hasta que tuvieran un análisis exacto, recomendaban advertir a los residentes de la región que se abstuvieran de comer frutas y legumbres de sus huertos. Rocca siguió el consejo, y avisó a las autoridades sanitarias del lugar, quienes iniciaron una investigación.
Para los niños de la Vía Carlo Porta y de las calles aledañas, aquel domingo no se distinguió de los demás. Era un día caluroso, y la piscina del centro recreativo invitaba a nadar en ella, pese a su olor a medicamento. Algunos muchachos jugaban al béisbol, otros gritaban y retozaban sobre la hierba. Los duraznos, los albaricoques y las ciruelas resultaban tentadoras, y en muchos huertos la gente escogía, como siempre, las legumbres para la comida dominical.
El lunes por la mañana, todo parecía normal en la fábrica; sólo habían aislado la zona contigua al reactor. Los trabajadores comentaban lo que habría podido ocurrir: sabían que, por lo general, la temperatura del reactor oscilaba entre los 140 y los 170° C.; la válvula de seguridad no hubiera saltado a menos que el calor sobrepasara los 240, lo cual indicaba un brusco e inesperado calentamiento. Por suerte, el aire había dispersado la nube, desplazándola hacia el sur.
En vista de que los obreros no parecían afectados, funcionarios locales de salubridad rindieron al alcalde un informe hasta cierto punto tranquilizador.
Por su parte, los técnicos de la Icmesa recogieron más muestras de hojas, hierbas y tierra para enviar a Suiza. Trabajaban discretamente y pasaban casi inadvertidos.
INQUIETUD CRECIENTE
LA SEÑORA Cassio fue a ver al médico el lunes por la mañana. Además de los ojos, tenía hinchado el abdomen; le dolía la espalda y persistía su jaqueca. El facultativo habló de cierta reacción alérgica aguda. No podría afirmar si se trataba o no de la nube.
Inevitablemente, la vaga ansiedad de la mujer aumentaba. Su instinto le decía que las partículas tendrían que afectar a su familia. Al día siguiente vio confirmados sus temores: su hija menor amaneció con la cara cubierta por una erupción espesa y repugnante.
Y no era ella la única. El 14 de julio, a los cuatro días del incidente, las víctimas de afecciones similares asediaban a los médicos, y estos comenzaron a comparar los datos. No cabía duda: la nube había causado las enfermedades. Pero no podían remediar nada, sin antes conocer con exactitud la naturaleza de la contaminación y el antídoto específico; y todavía no llegaban noticias de Suiza. Aunque los síntomas eran leves, se extendieron tanto que empezó a crecer la inquietud entre los que vivían cerca de la fábrica. Empeoraron las erupciones que cubrían las piernas, caras y brazos de los niños. Y no tardó en presentarse algo más.
El miércoles, antes de la cena, Licio Cassio miraba por el balcón, desde la sala de su casa, preocupado por sus hijos y su mujer. Esta llevaba dos días en cama, pero ni ella ni los chiquillos mejoraban. La tierra y la casa tenían el mismo aspecto de siempre, si bien algunas hojas se habían tornado amarillas. El firmamento estaba azul y el sol resplandecía contra los árboles, pintándolos de rosa.
Un petirrojo solitario revoloteaba por allí, y Licio notó algo extraño en su comportamiento: venía, incierto, hacia el balcón. En cuestión de segundos, el ave se desplomó sobre la baranda como la hoja de un árbol, y se estrelló en el piso de la sala. Allí se quedó inmóvil, respirando apenas.
Cassio lo levantó y trató de reanimarlo con el calor de las manos. Cuando pareció reaccionar, lo alzó sobre la baranda invitándolo a emprender el vuelo, pero el pajarito dio nuevamente en tierra.
Más tarde, mientras Carlo estudiaba en su habitación, con las dos gatas a su lado, observó que Lilli se caía al desperezarse y que Fanny zigzagueaba al andar, como si estuviera borracha. Ambas gatas maullaban en un tono grave y ronco, ajeno a ellas.
Durante su habitual caminata vespertina, Gino Zorzi se sorprendió al ver que el perro vivaracho de un amigo se le acercaba tambaleándose y haciendo eses. Vio también que varios pájaros volaban en forma muy rara. Dos parecieron vacilar, y luego se desplomaron.
Aquel miércoles, el alcalde aún carecía de informes precisos. Crecía la ansiedad de médicos y familias, al igual que el resentimiento de los obreros de la Icmesa, quienes presentían que sus superiores les ocultaban la verdad.
El jueves al mediodía, la señora Zorzi salió a su solar por dos gallinas para la cena. Las matas de tomate estaban como quemadas, con las hojas secas y quebradizas; a los conejos les manaba sangre de la nariz y los ojos. Se apresuró a llegar al gallinero. Todas las aves habían muerto. Un pensamiento terrible la paralizó: ella y los suyos habían venido comiendo sus animales y legumbres desde lo de la nube, cinco días antes.
Con todo, debido a que la situación no había interesado ni a la prensa ni a la radio, la noticia se propagaba muy despacio. Los incidentes de los animales eran esporádicos, y las enfermedades lo bastante leves para considerarlas malestares estomacales o casos severos de salpullido, que sólo requerían paciencia. Más que atemorizarlos, la falta de información molestaba a los médicos. Pese al disgusto que reinaba en la fábrica, los obreros mostraban cierta apatía. La gente descartaba como meros rumores los relatos que corrían de boca en boca, y consideraba que las advertencias del alcalde afectaban tan sólo a la zona de la fábrica.
La tarde del viernes hospitalizaron de urgencia a un pequeño de dos años con grandes llagas supurantes por todo el cuerpo. Sin embargo, en la reunión celebrada ese día con el alcalde de Seveso y el de la vecina Meda, los directores de la Icmesa sólo pudieron informar que estaban apremiando a los laboratorios de Suiza para que les explicara la naturaleza del veneno; pero, agregaron, sin lugar a dudas hacía falta tomar nuevas medidas preventivas y reforzar con carteles las advertencias al respecto.
CLIMA DE HORROR
A LA mañana siguiente el alcalde Rocca se hallaba abrumado de súplicas y quejas. Mientras esperaba la información de Hoffmann-La Roche y Givaudan, llegaron nuevas noticias sombrías. Habían llevado al hospital a otros 18 niños más con llagas, y a varios adultos con acné, náuseas y vómitos. Entre estos iba la señora Cassio, cuyo estado había empeorado notablemente.
Ya los pájaros caían muertos por bandadas en todos los campos; los perros y los gatos se tambaleaban por las calles, y algunos incluso se desplomaban sin vida; las gallinas y los conejos sufrían hemorragias. Lilli y Fanny seguían con tremendos dolores y sus chillidos se hacían insoportables. Carlo decidió llevarlas al veterinario.
El consultorio no daba abasto; los medicamentos de nada servían, pues el mal era un misterio. El especialista examinó a las gatas y dictaminó que se estaban muriendo. Carlo convino con él en que sería mejor poner fin a su tormento.
Por entonces la atención se fijaba sólo en Seveso. Los residentes de los pueblos vecinos se consideraban afortunados de estar alejados de la fábrica. De hecho, la mayoría de los habitantes de Cesano Maderno, tres kilómetros al sur de la Icmesa, pensaba que lo del veneno carecía de fundamento.
Pero a los 10 días del accidente, el 20 de julio, el veterinario de Seveso se enteró de que las gallina patos y conejos de Cesano Maderno también se estaban muriendo. La contaminación había traspasado en silencio los límites del pueblo.
Tardíamente, los periodistas de Milán comprendieron que lo de la nube venenosa podría ser una noticia de gran trascendencia. Entre ellos figuraba Bruno Ambrosi, reportero de la televisión con ciertos conocimientos de química. Tras echar un vistazo a un breve informe del suceso, sospechó que aquello quizá no fuese un accidente industrial ordinario.
Al entrevistar a Rocca descubrió que todos parecían confusos acerca de la composición de la nube, y le sorprendió que nadie hubiera consultado con el Instituto Mario Negri de Milán, famoso centro de investigaciones biomédicas.
Tomó el teléfono del alcalde y pidió hablar con el Dr. Luciano Manara, director del laboratorio de metabolismo de drogas en el Instituto. Este recurrió a su biblioteca y se enteró de que cuando el TCP se calienta a más de 200° C. se forma cierta sustancia llamada dioxina. Como en el accidente se había saltado la válvula de seguridad, poca duda cabía de que se había excedido tal temperatura.
Al investigar someramente lo relativo a la dioxina, se le heló la sangre. La diferencia entre los efectos tóxicos de esta y los del TCP era enorme. Medio gramo del segundo mataría la mitad de los conejillos que lo comieran; y la dioxina es dos millones de veces más fuerte. Leyó esto en un informe científico: "Es la toxina más potente entre las compuestas de moléculas pequeñas"; como veneno, supera con creces a la estricnina y al arsénico.
Sus efectos en los seres humanos no preocupan menos. Puede afectar de gravedad al hígado y a los riñones. De unas semanas a cuatro meses después de exponerse a tal toxina, una persona puede sufrir de cloracne, infección que desfigura la piel. Las pruebas practicadas en animales revelaron que una ligera exposición podría originar defectos congénitos y alteraciones en los cromosomas que tal vez facilitaran el desarrollo del cáncer.
Aquellos fueron "los 10 minutos más horribles de mi vida", contó a un amigo el Dr. Manara. "Ni yo ni los de Seveso teníamos idea del terrible peligro de la dioxina. No deseaba alarmar a la gente, pero tenía que decir la verdad". Cuando Ambrosi llamó de nuevo, Manara le comunicó la terrible noticia. Ese mismo día, los peritos suizos llamaron al alcalde y confirmaron la presencia de dioxina en las muestras de limo, plantas y animales que habían analizado.
Afuera, comenzaba a llover y el cielo tronaba con fuerza. Las luces parpadearon. El alcalde Rocca temía ser víctima de una pesadilla. Le costaba trabajo creer lo que acababa de escuchar. El cerebro le martillaba, mientras que los truenos y las luces vacilantes intensificaban el horror de la situación.
¿QUÉ HACE?
DURANTE los 10 días que siguieron al escape del veneno, los científicos suizos no se habían cruzado de brazos. Sabían de varios accidentes industriales en Inglaterra, Alemania, Holanda y los Estados Unidos, en los que se había formado dioxina. Aunque en estos casos la contaminación se limitó a las fábricas, resultaron algunas muertes lentas de obreros, la sospecha de cáncer, graves daños al hígado y a los riñones, envenenamiento general, y cloracne. Todo se produjo poco a poco, en el curso de semanas, meses y hasta años.
A esto se sumaba la persistencia increíble del tóxico, insoluble en agua. Una vez que penetraba en un material, podía permanecer allí años. En Holanda tuvieron que desmantelar la fábrica ladrillo por ladrillo, encerrar estos en hormigón y arrojarlos en alta mar. En Inglaterra lavaron y estregaron una fábrica contaminada con especial esmero; ocho meses más tarde encontraron todavía dioxina en cantidades peligrosas.
Equipo de descontaminación de la Icmesa, en acción.
Por tanto, la tarea primordial de los científicos consistía en determinar si la nube contenía dioxina y, de ser así, en qué dosis. Por desgracia la detección de esta sustancia resulta complicada y lenta.
Las primeras muestras de tierra y polvo de la Icmesa denunciaron grandes concentraciones en la sala del reactor. Se ordenó recoger muestras cada vez a mayor distancia de la fábrica, para definir con precisión hasta dónde se había extendido el veneno. En caso de haber llegado en cantidades peligrosas a un centro residencial, agrícola o comercial, sólo existía una medida posible: la evacuación total y el aislamiento completo de la zona.
Conforme llegaban las muestras durante la primera semana, la presencia de la dioxina no disminuía. A los diez días, después de que otras pruebas confirmaron su naturaleza, se llegó a la decisión inmediata de notificar a las autoridades italianas, aunque no se había determinado todavía el alcance de la contaminación.
El gobierno, sin pérdida de tiempo, ordenó que se instalara en la nueva escuela elemental de Seveso un centro de urgencias, y pidió a los funcionarios de salubridad locales y regionales que lo dirigieran. A los otros pueblos cercanos (Cesano Maderno, Meda y Desio) les advirtió que parte de su comunidad podría estar afectada. Declaró un estado de emergencia. Se veía venir uno de los laberintos médico-sociales más complejos y avasalladores jamás encarados hasta entonces por hombres de ciencia, médicos, funcionarios públicos y una comunidad entera.
¿Cómo montar un programa extenso para examinar a toda la población de Seveso, y a la de otras zonas ? ¿Hasta qué lugar llegaba el desastre? ¿Dónde era mayor la concentración de dioxina y dónde empezaba a disminuir? ¿Dónde desaparecía por completo? ¿Qué casas, oficinas y talleres habría que desalojar? ¿Dónde albergar a la gente? ¿Cómo lograr la descontaminación? ¿Qué hacer para evitar que los autos y camiones levantaran el polvo envenenado y lo llevaran consigo a otros lugares? ¿Cuánta dioxina habían ingerido los adultos con los vegetales y animales ? ¿Qué decir de los niños, que no sólo habían comido alimentos contaminados, sino que habían jugado en la hierba?
Miles de personas tal vez sufrían ya las consecuencias, y no sólo se hallaban desconcertadas, sino bajo una tensión casi inaguantable. Los funcionarios, deseosos de evitar el pánico antes de planear la evacuación, se resistían a hablar del asunto. Unos aguaceros despertaron la falsa esperanza de que hubiese quedado eliminado el veneno, pero no: sus efectos nocivos persistirían demasiado tiempo.
LA ZONA A
SE PUSIERON en vigor varias operaciones simultáneas. Primero había que recoger los animales muertos y anotar el lugar donde fueran encontrados. Luego, el Dr. Carlo Binaghi, director del instituto regional de medicina veterinaria de Milán, practicaría algunas autopsias para determinar la causa de la muerte y la gravedad de las lesiones internas.
Al abrir el primer conejo, el médico se quedó atónito: inflamación anormal de los tejidos subcutáneos, hemorragia masiva en la tráquea, y multitud de lesiones en el hígado y los riñones. "En mi vida había visto tal devastación de los órganos internos", le comentó a un colega.
Por otro lado, en el Instituto de Farmacología de la Universidad de Milán, los doctores Giovanni Galli y Flaminio Cattabeni comenzaron a analizar muestras de plantas y suelos. El laboratorio entero de farmacología emprendió un programa intensivo con miras a afrontar la crisis. Se estableció un plan de 24 horas diarias, repartido entre más de 100 técnicos, para efectuar 400 pruebas por semana. Tan potente es la dioxina que una solución de uno al mil millones se considera sumamente tóxica. Las primeras muestras (y las más contaminadas) tenían una concentración de 300 a 400 veces mayor.
Entre tanto, Vittorio Rivolta, asesor de sanidad de Lombardía, se dedicaba a correlacionar los datos de las plantas y los suelos con los de los animales, y a registrar los resultados en un gran mapa. Al poco tiempo, las zonas de Seveso, Meda y Cesano Maderno se llenaron de papelitos rojos, que indicaban dónde se había hallado un animal muerto. La contaminación, por lo visto, había caído a ambos lados de la autopista de Como a Milán, abarcando por lo menos 1500 metros al sur de la fábrica. Ya habían colocado allí algunos avisos destinados a los automovilistas: ZONA CONTAMINADA. CIERRE SUS VENTANILLAS. NO SE DETENGA. VAYA DESPACIO.
También se agrupaban los papelitos rojos en torno a las casas de la Vía Carlo Porta y de las calles aledañas, sobre el campo de béisbol, el centro de recreo, la piscina de natación, el cementerio y el Corso Isonzo, arteria principal de Seveso. La mortalidad animal era de casi 90 por ciento en esta área. Varios papelitos verdes, que indicaban animales enfermos y moribundos, se apiñaban en dos sectores al oriente y occidente de la zona central, a kilómetro y medio más o menos de la Icmesa, en la parte sur de Seveso. Colindaban con Cesano Maderno, donde el veterinario llevaba igual registro de los animales afectados o moribundos. Casi todos presentaban las mismas lesiones que habían alarmado al Dr. Binaghi. Por último los papelitos amarillos señalaban los sectores donde los animales no mostraban enfermedad.
Afortunadamente, la nube no había tocado la parte más populosa de Seveso, si bien la superficie de contaminación intensiva, de dos kilómetros de longitud y 500 metros de anchura, era ya bastante grave.
La designaron como Zona A; los papelitos verdes marcaban la Zona B, y donde se mezclaban los verdes, amarillos y algunos rojos se le llamó Zona de Respeto, la R. Tras consultar con las autoridades nacionales, regionales y locales, Rivolta ordenó, muy a su pesar, la evacuación total del área A para el sábado 24 de julio. Habría que hacer salir a más de 200 personas, entre ellas a los Zorzi, a los Cassio, y a todas las familias que vivían a lo largo de la Vía Carlo Porta.
Pocos estaban preparados para acatar aquella orden tan repentina. Los agentes de la policía local y los carabineros (policía militar nacional) se acercaron con una expresión de tristeza. Con cortesía y suavidad extrema guiaron a las familias hacia los automóviles y autobuses. No podían sacar muebles ni utensilios; sólo la ropa que llevaban encima y una valija.
"DE SER PRECISO, PARA SIEMPRE"
Poco DESPUÉS, un batallón del Ejército cercó la demarcación con alambrado de púas (casi 10 kilómetros), y algunos centinelas se apostaron allí para impedir la entrada, a menos que la persona vistiera ropa y máscara especiales. Entre los pocos que podían cruzar aquella frontera se contaban los veterinarios y los voluntarios que venían a exterminar a los animales. Se levantaron vallas para delimitar la Zona B, y se ordenó matar también los animales que estuvieran dentro de esta y de la R.
La tarea resultaba poco agradable. Los hombres entraron en un pueblo fantasma, custodiado por centinelas armados, para matar las gallinas y los conejos, meterlos en sacos de plástico y enviarlos a los laboratorios de Milán, a fin de ser examinados. Así acabaron con unos 50.000 animales para evitar que se propagara la contaminación y para tener una idea de cuáles serían las zonas de evacuación. Tuvieron que localizar los patos, ovejas, cabras y otros animales domésticos y eliminarlos; retiraron incluso los huevos, el queso y la leche. Se advirtió a los cazadores que no comieran sus presas, sino que las enviaran a las autoridades de salubridad. Acabaron con las colmenas y la miel hasta cinco kilómetros más allá de las zonas afectadas.
Al pasar a la Zona B, todavía habitada, los renuentes verdugos no encontraron resistencia; sólo tristeza y desesperación. Muchos de los vecinos ayudaban en silencio a la exterminación, cavilando sobre si acaso ellos serían los próximos en abandonar su hogar.
Y la pregunta era lógica. En la Zona B, se registraban cada día más muertes de animales y concentraciones peligrosas de dioxina en las plantas y tierras. Al asesor le repugnaba la idea de desalojar a más gente, pero el 29 de julio comprendió que debía ampliar los límites de la Zona A. En esta ocasión, casi 600 personas se vieron obligadas a dejar sus casas.
Los soldados tendieron nuevos alambrados de púas y el pueblo fantasma se extendió. Fuera de alguno que otro cadáver de gato o de pájaro, casi no había señales de daño: las casas estaban intactas, una enorme grúa aguardaba junto al esqueleto de un gran edificio en vías de construcción, la hierba aún se conservaba verde y los árboles frutales se veían cargados. Varios periodistas veteranos que poco antes presenciaran la devastación causada por un terremoto en el nordeste del país, sintieron escalofrío ante este desastre misterioso y aterrador que había provocado el hombre y que sobreviniera casi en silencio.
No era el menos urgente de los deberes de Rivolta el averiguar la manera de desinfectar la tierra y las casas. Tales intentos en ocasiones pasadas habían fracasado o poco menos. Unos trabajadores holandeses que quisieron limpiar una zona envenenada provistos de máscaras y guantes, habían contraído el cloracne. La esposa de uno contaba : "Era espantoso. Jamás había visto algo igual. Se les llenó la cara de manchas negras".
Ninguno de los especialistas consultados por Rivolta ofreció grandes esperanzas. Ciertos peritos italianos propusieron emplear un cuerpo militar de guerra química para quemar la hierba y el follaje con lanzallamas. Eso hubiera provocado problemas, pues la dioxina, lejos de ser destruida, se hubiera extendido por la campiña con el humo y las llamas. Tal sustancia sólo se descompone a temperaturas de más de 1000° C., para las cuales se requiere un incinerador especial.
La doctora Anne Walker, la dermatóloga que trató a los accidentados en el caso de Inglaterra, convino con otros científicos en que los efectos a largo plazo de la dioxina quizá no se manifestaran hasta transcurridos 10 o 15 años. En una declaración brutalmente franca dijo: "Yo desalojaría los sectores contaminados de Seveso y no permitiría que sacaran nada... ni siquiera la ropa. Cerraría luego la zona, y la dejaría desierta, de ser preciso, para siempre. Sólo así podríamos asegurarnos de que no se extendería más el contagio".
Cierto especialista de la Secretaría de Agricultura de los Estados Unidos recomendó, entre otras medidas, destruir los edificios y defoliar los árboles de la Zona A, además de cavar una fosa donde enterrar los objetos contaminados, y proceder a la incineración, a 1200° C., de todas y cada una de las hojas, ramas y tallos.
De igual importancia resultaban las recomendaciones acerca de lo que debía evitarse. De nada servía quemar a baja temperatura o rastrillar la tierra, pues no había donde depositarla.
Casi todos los peritos aprobaban la sugerencia de rociar las áreas con un compuesto de aceite de oliva, el cual, expuesto al sol, podría descomponer la dioxina. La compañía Givaudan estaba preparando especialistas y equipo para llevar a cabo la tarea, pero las autoridades italianas consideraron que el suelo y la superficie de los edificios (las grietas y hendiduras) no recibirían la cantidad de luz solar requerida.
Rivolta, sobre cuyo escritorio se apilaban las peticiones que reclamaban atención inmediata, resumió con tristeza el problema: "Nadie tiene una idea clara de cómo purificar la región ni de cuánto tiempo llevaría hacerlo".
DESESPERACION
EL HECHO de no existir ningún antídoto para el envenenamiento con dioxina, planteó un problema especial. Era relativamente sencillo aliviar los síntomas iniciales del TCP, pero aún se desconocían los efectos a largo plazo de la dioxina. Por consiguiente, se propagaron el temor y la inseguridad.
Cerca de 500 pacientes sufrían de dolorosas lesiones cutáneas y trastornos en el hígado y los riñones. Vigilar a estos enfermos y a los que pudieran haber quedado expuestos, constituía un problema médico colosal, pues se requerían más de 20 pruebas minuciosas por individuo y complicadísimas técnicas de diagnóstico. Millares de personas acudieron al centro de urgencias improvisado para someterse a análisis sanguíneos.
Sobre las mesas de la escuela se amontonaron un sinnúmero de probetas llenas de sangre. Hacia el 28 de julio se habían practicado cerca de 30.000 pruebas a 1577 pacientes. El objetivo principal del programa consistía en dedicarse de lleno a las 8000 personas que representaban un mayor riesgo por haber recibido una exposición más intensa. A las 200.000 personas dispersas en la zona más amplia les aplicarían controles menos rigurosos.
El proyecto incluía algunas medidas preventivas. A los residentesde la Zona B, amenazados de evacuación si pruebas futuras exigían tal medida, les recordaban constantemente que no tocaran el suelo ni el follaje, que se abstuvieran de comer lo cultivado o criado por ellos mismos, y que mandaran a los niños a jugar en los sitios especialmente designados.
Una de las mayores amenazas se cernía sobre las embarazadas, pues tal vez sus hijos nacieran deformes. El riesgo se complicaba por el hecho de que en Italia el aborto por cualquier motivo es un delito punible. Poco después de la explosión en la fábrica Icmesa, el ministro de Salud del nuevo gobierno demócrata-cristiano tomó medidas para facilitar el aborto en la región contaminada. Sin embargo, la Iglesia católica, persistió en su oposición inveterada, si bien cierto funcionario declaró que la Curia no condenaría a las mujeres que resolvieran terminar su embarazo.
Más de 100 futuras madres buscaron consejo en los centros de salud. Los médicos les expusieron los lechos: estaba comprobado que en los animales de laboratorio, una concentración de sólo ,05 partes de dioxina por millón causaba deformaciones del embrión: en el caso del feto humano, el efecto era una incógnita. La decisión correspondía a la embarazada que se encontraba en un conflicto entre su conciencia, las normas de la Iglesia y las leyes, ambiguas por cierto, del país. No resultaba nada sencillo tomar una resolución.
¿PARA QUÉ EL TCP?
AL MANIFESTARSE más la extensión del desastre, el Consejo de Ministros de Italia asignó 40.400 millones de liras (unos 48 millones de dólares) para costear el tratamiento médico de urgencia y la re-instalación de las víctimas, mientras que en Basilea (Suiza), Adolf Jann, presidente de la directiva de la Hoffmann-La Roche, aseguró que la empresa pagaría los perjuicios materiales que resultaran del accidente y que colaboraría con el gobierno italiano para tratar de neutralizar los efectos del veneno.*
No obstante, se acusó a la empresa de haber demorado las advertencias acerca de la verdadera naturaleza del percance. A esto, Guy Waldvogel, principal administrador de Givaudan, respondió: "No mencionamos antes la dioxina porque hasta el 23 de julio no dispusimos de suficientes datos para elaborar el mapa que entregamos después a las autoridades del país".
Pero, ¿hasta qué punto fue prudente diseñar una válvula de seguridad con salida directa a la atmósfera, sin un tanque de desperdicios u otro dispositivo de contención? Waldvogel tenía poco que replicar: "Realmente, no podemos hacer ningún comentario. Lo único que sabemos a ciencia cierta, es que no contamos aún con ninguna explicación real de lo sucedido, pero hay razón para creer que todo se originó en una combinación de errores técnicos y humanos".
*Por el otoño de 1976, el consorcio Hoffmann-La Roche-Givaudan estableció un fondo de 10.000 millones de liras (once millones y medio de dólares) para compensar los daños ocasionados a las personas y las empresas del sector contaminado, así como a las autoridades regionales. En Milán se montó el despacho que se encargaría de hacer los pagos respectivos.
Entre tanto, las familias desplazadas vivían en hoteles con relativa comodidad física, aunque aturdidas y confusas por el súbito trastorno de su vida. Echaban de menos sus objetos personales y no dejaban de pensar en qué sería de su salud y de sus hijos.
Otro gran interrogante les inquietaba: ¿Cómo podría una empresa, por grande que fuera, pagarles todas sus pérdidas? La sola destrucción material era formidable; pero el dolor, el sufrimiento, los daños sicológicos, el cambio de ambiente, la pérdida del trabajo y los perjuicios económicos, directos o indirectos, eran casi incalculables.
Y quedaban otros aspectos por considerar. La prestigiosa revista científica inglesa The New Scientist puso en tela de juicio el balance entre las ventajas y los riesgos de tales empresas químicas. "Todo el fin de la fábrica de Seveso (y de otras semejantes) ha sido arrojado al crisol al reexaminarse los riesgos que implican sus productos", decía en un artículo; y sugería sustituir el hexaclorofeno y el 2,4,5-T, con sustancias menos peligrosas.
Era un argumento razonable. El derivado del TCP, el hexaclorofeno, había costado la vida a 37 niños de brazos en Francia, cuando por accidente usaron en un talco un seis por ciento de aquel producto en lugar del acostumbrado 0,1 a 0,2. Muchos jabones desodorantes, que contenían una solución al uno por ciento, tendían a formar residuos en la corriente sanguínea.
Para los afectados, la angustiosa espera continuaba. En septiembre, dos meses después de la desgracia, notaron más dolores internos, sangre en la orina y llagas de gravedad en la piel. Sin embargo, aún no aparecía el cloracne, el síntoma más claro de envenenamiento por dioxina, pues su período de incubación dura hasta cuatro meses.
Se debatía incluso la cuestión de quiénes sufrían más: ¿los de la Zona A, por vivir en hoteles, o los de la B, que estaban como cautivos en su propia casa? Estos debían limpiarse los zapatos al cruzar la puerta de su morada, pero, ¿qué seguridad tenían de haberlos descontaminado suficientemente, y cómo desechar sin riesgo los trapos y toallas de papel? Llevaban sus animales muertos al gimnasio de la escuela en bolsas de papel, los depositaban sobre una mesa con aire torvo y se retiraban sin decir una palabra. Los veterinarios, tras rotular y registrar cuidadosamente los cadáveres, los arrojaban sin más a los congeladores para enviarlos al laboratorio de Milán. Se respiraba en aquel local un aire de tranquila y resignada desesperación.
El sector B se había ensanchado de unas 50 hectáreas a casi 270; pero no decretaron más evacuaciones. Rivolta consideró que las tensiones sicológicas de un nuevo desalojamiento traerían consecuencias más grandes que el riesgo de permanecer allí.
FUTURO DESCONOCIDO
YA CASI principiaba el otoño. En el Hotel Leonardo da Vinci, cerca de Seveso, los niños corrían y retozaban entre los sofás y las poltronas, haciendo caso omiso de las picaduras negras y rojas de sus caras y de los muchos periodistas que interrogaban a los mayores.
A los Cassio y los Zorzi, en cuya mente privaba todavía el recuerdo de días más felices en la Vía Carlo Porta, les desesperaba aquella odiosa inactividad en el hotel.
—Tratamos de no hablar de lo ocurrido —dijo la señora Cassio—. Los médicos nos han informado que el veneno se nos ha acumulado en el organismo y que la situación es peligrosa. Queremos regresar a nuestro hogar. Cumplíamos con nuestro trabajo y no le hacíamos daño a nadie. Si ahora decidiéramos vender la casa, nadie la compraría. La Zona A es un desierto abandonado a las ratas.
—Más conviene reírnos de nosotros mismos —terció Gino Zorzi—. Traten ustedes de reír con nosotros. No deseamos dramatizar las cosas. Sólo aspiramos a seguir haciendo nuestra vida.
El anhelo de ver otra vez su hogar se convirtió en obsesión; por ello, las autoridades concedieron a varias familias permiso especial de recoger algunos objetos que habían quedado guardados en roperos y armarios, en donde se suponía que no había penetrado la dioxina.
Los Cassio, entre otros, llegaron al alambrado, y allí se pusieron un traje blanco, como de astronauta, con máscara, guantes y botas. Bajo escolta militar se dirigieron a su domicilio. Al pisar la sala principal, la señora Cassio rompió a llorar. Pidió a su marido que se dieran prisa; no podía resistir aquel dolor. Él se acercó a un armario y sacó unos sacos con la ropa de invierno; los soldados asintieron con la cabeza. Ella buscó los libros de texto de Carlo. Habían estado encerrados en una alacena, así que los guardias también los aprobaron. Luego el matrimonio echó un vistazo alrededor: a los pulcros pisos de parqué, los muebles de la sala, la inmaculada cocina, el baño de losetas. Nada había cambiado. De nuevo, a la señora se le llenaron los ojos de lágrimas. Salieron inmediatamente. En una carpa especial les quitaron los trajes para quemarlos, les limpiaron sus pertenencias y les lavaron el automóvil.
A pesar de aquel, acto de buena voluntad por parte del gobierno, no menguó en los hoteles el descontento. En las cafeterías, las familias de la Zona A se reunían y conversaban en voz baja, siempre sobre el mismo tema: el proceso de descontaminación parecía haber topado con obstáculos insuperables. Temían que la dioxina hubiera penetrado en las rendijas, las superficies porosas, las grietas, las hojas, la corteza, los granos, el heno, la hierba y hasta en la misma tierra. Quizá nunca se desintegraría aquella sustancia. El único objeto ahora era evitar que se diseminara el veneno.
Sin embargo, nadie sabía a ciencia cierta hasta dónde se había extendido la dioxina. Las aves de rapiña, hartas de carroña, habían volado lejos sin respetar demarcaciones; los vehículos militares y los camiones habían levantado polvo, y los vientos alpinos arrastrado tierra y partículas tal vez a miles de kilómetros de distancia; los pájaros, los animales silvestres y las ratas habían abandonado también las zonas envenenadas y nadie sabía a dónde habían ido.
El incinerador especial costaría muchos millones de dólares, y no estaría listo antes de dos años. Detrás del cementerio la gente amontonaba en bolsas de plástico los animales muertos, sin saber aún cómo deshacerse de ellos. Rociaban la hojarasca con un pegamento químico para evitar que se desparramara, pues no la podían quemar. Poco después descubrieron dioxina en el subsuelo (introducida por los chubascos) y en sedimentos fluviales.
En octubre aparecieron los primeros síntomas de cloracne: quistes de color de paja, pústulas, abscesos y concentraciones de espinillas, o comedones. Los casos sumaron más de 40, y entre ellos se contaban la señora Zorzi y los Cassio.
Les aplicaron aceites, ungüentos, y crema de cortisona, y les cubrieron la cabeza con una máscara, dejando libres sólo la nariz, los ojos y la boca. También se practicaron algunos injertos cutáneos.
Un niño atacado por el cloracne.
Hacia el 10 de ese mes se exacerbó tanto el disgusto, que las familias desplazadas hicieron a un lado la razón. Tomaron por la fuerza dos autobuses, los llenaron de manifestantes y ordenaron a los choferes dirigirse a Seveso. Los seguía una caravana de coches particulares. Iban unas 500 personas.
A las 8:30 de la mañana llegaron a la desviación a Seveso. Dos centinelas armados impedían el paso. El primer vehículo se detuvo, y varios niños se apearon; guiados por algunos mayores, avanzaron hacia los soldados, que retrocedieron. Rápidamente, los manifestantes colocaron barricadas a través de la autopista y paralizaron el tránsito a lo largo de muchos kilómetros.
Cruzaron el área prohibida y se dirigieron hacia el Ayuntamiento. Salió a recibirlos el alcalde, quien ordenó a la policía que se retirara. "No quiero que se emplee la fuerza contra mis conciudadanos", explicó. "Ya han sufrido demasiado".
Poco después llegaron de Milán las autoridades regionales. Rivolta, el ministro de Salud, suplicó a los amotinados que volvieran a los hoteles, y otra persona les habló del grave riesgo de entrar en aquella zona. Hubo disputas, exigencias y, por parte de los funcionarios, promesas casi imposibles de cumplir.
Lentamente, algunos manifestantes se fueron dispersando. De nuevo cruzaron por el sector vedado. Pararon de repente los autos y echaron a correr hacia las casas. Nadie llevaba traje protector. No era aquello parte de un plan preconcebido, sino la expresión de una frustración y un dolor profundos.
Algunos se atrincheraron dentro de sus hogares. Una pareja se quedó contemplando en silencio su vivienda; luego, se encaminaron al garaje, por un sendero de losas. Allí vieron un destornillador, la segadora, un saco de papas con retoños. Todo permanecía como lo habían dejado.
Varias personas llevaban consigo provisiones, así que se pusieron a almorzar con alborozo casi histérico en su propio comedor. Como en el pasado, los vecinos volvieron a visitarse y los amigos a saludarse, como si nada hubiera ocurrido en los últimos 93 días. Poco a poco se fue apagando la alegría, y todos emprendieron el camino de regreso, formando un grupo temeroso, desesperado, con un porvenir incierto.
PRIMAVERA SILENCIOSA
EN ENERO de 1977 nacieron seis niños, y, un día, uno de ellos fue internado y operado de urgencia en un hospital de Pavía. Su sistema intestinal estaba muy deforme. ¿Guardaba ello alguna relación con el tóxico ? Imposible afirmarlo categóricamente. Se habían requerido cuatro años y miles de análisis para demostrar que la talidomida provoca defectos congénitos. En ese momento las estadísticas de nada servirían.
Genoveffa Senno, de 56 años, murió de cáncer del páncreas en febrero. Había vivido en la zona A, cerca de los Zorzi y los Cassio. Sus nietos eran de los más afectados por el cloracne, y quedaron tan llenos de pústulas y comedones que les cubrieron la cara y la cabeza con una especie de casco y una máscara especial de plástico.
La Zona A, "pueblo desierto" tras el alambrado de púas.
El cloracne se agravó (130 casos confirmados) entre los niños, no sólo dentro de las zonas contaminadas, sino fuera de ellas.
Se mandaron cerrar las escuelas de Seveso para hacer una limpieza a fondo, y en dos, encontraron depósitos de dioxina, tal vez porque los alumnos que vivían cerca de las partes infectadas habían llevado el veneno en la suela de los zapatos.
A principios de marzo salió a la luz otra mala noticia. La autopsia practicada a Genoveffa Senno reveló la presencia del veneno en su hígado, si bien no había sido esa la causa de su muerte.
Esta vez, la primavera y la floración de las moreras y las higueras no llevaron a Seveso la alegría de siempre. La mayoría de los evacuados habían conseguido unos apartamentos en Cesano Maderno y en otros sitios cercanos, y para muchos apenas existían esperanzas de volver algún día a la casa que habían edificado con sus propias manos.* En la Zona A, tras las barricadas de alambrado, los técnicos iban y venían vestidos de blanco y armados de aspiradoras, recogiendo la capa superior de tierra de los patios y jardines. Enviaban las muestras al laboratorio para que las analizaran. La falta de noticias seguía causando gran desasosiego en la gente. Atrapados entre el deseo de ser francos y la necesidad de evitar el pánico, las autoridades no se sentían menos descorazonadas.
Muy de repente, a mediados de abril, hallaron dioxina en 15 fábricas de Cesano Maderno, y de inmediato las cerraron por 10 días para purificarlas; luego, en mayo, también se encontró el veneno en Meda, al norte de Seveso. ¿Acaso habían fracasado los intentos de ponerle límites?
Las autoridades están terminando de descontaminar un tercio de la Zona A, y los evacuados van regresando poco a poco a sus hogares. ¿Por cuánto tiempo habrá de prolongarse aún la primavera silenciosa de Seveso? Nadie, por lo visto, puede decirlo con certeza.
*En 1979 se terminarán de construir algunas viviendas para estas personas.
CONDENSADO DEL LIBRO PRÓXIMO A PUBLICARSE "THE POISON THAT FELL FROM THE SKY", © 1977 POR JOHN G. FULLER.