EL MISTERIOSO LADRÓN DE LIBROS
Publicado en
marzo 24, 2013
Foto: Ernest Coppolino.
Por Edward Ziegler
EL CUERPO POLICÍACO adscrito a la Universidad Estatal de Washington (UEW), en Pullman, recibió la llamada una tarde de febrero de 1988. Los bibliotecarios habían notado la desaparición de unas piezas muy valiosas de la importante colección de la universidad, en la que figuraban varios documentos mexicanos. Alguna mano misteriosa había hurgado en las cajas de archivos y extraído muchos de los mejores y más preciados originales, algunos de los cuales databan del siglo XV.
John Guido, director de la sección de manuscritos, archivos y colecciones especiales de la Biblioteca Holland, tomó un libro y se lo mostró al detective Steve Huntsberry. Guido le informó que era un incunable (palabra procedente del latín incunabula, que significa "pañales"), y le explicó que el término se aplica a cualquier libro publicado antes de 1500, es decir, durante la infancia de la imprenta. Ese era el tipo de tesoros que se estaban robando.
Huntsberry acarició la cubierta de cuero y le dio vuelta a las páginas, y un ligero olor a cosa antigua se desprendió de las hojas, gastadas por el tiempo. El detective, que había estudiado historia en la universidad, se estremeció al pensar en todas las manos que habían tocado ese ejemplar. El propio Colón pudo haberlo leído, pensó. En ese momento resolvió poner un alto al ladrón.
En los siguientes días, los colaboradores de Guido hicieron un recuento del material faltante, y la lista creció. Aquello era impresionante: 39 de los 60 incunables de la universidad, centenares de documentos del México colonial, además de otros 100 volúmenes, muchos de ellos relativos a la historia del noroeste norteamericano.
Huntsberry le envió la lista al agente Mark Thundercloud, de la agencia local de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI). A la vuelta de unos días, Thundercloud telefoneó para dar la noticia de que en diciembre de 1987 se había perpetrado un robo del mismo tipo en la Universidad de Oregon, en Eugene. Faltaban varios documentos únicos de la historia del noroeste; entre ellos, algunos diarios personales de los pioneros.
ECHANDO LA RED
En las semanas que siguieron, Huntsberry dedicó de 12 a 14 horas diarias a la investigación. Entre otras cosas, estudió la distribución de ambas bibliotecas y sus sistemas de seguridad. ¿Cómo pudo alguien llevar a cabo un robo de tales dimensiones? Tan sólo los libros y los documentos sustraídos de la UEW habrían llenado el portaequipaje de un auto.
Por las noches seguía estudiando el asunto en casa. Mientras Venisa, su esposa, preparaba la cena, Huntsberry se sentaba en la cocina a describirle los robos. Al parecer, había un ser fantasmal que atravesaba cerrojos y sustraía libros de valor incalculable; y no de uno en uno, sino a montones.
Entretanto, seguía creciendo la lista de ejemplares robados a la UEW. Naturalmente, los bibliotecarios se resistían a divulgar sus pérdidas; pero Huntsberry tuvo que correr la voz. Esperaba tener noticias de algún caso similar; descubrir alguna pauta que apuntara a un sospechoso. Desde su despacho redactó varios boletines que se difundieron a todo el Oeste del país a través de la red de computadoras que enlaza a las universidades, museos y bibliotecas. También alertó a las tiendas de libros raros para dificultarle al ladrón la venta del botín.
Días después, Huntsberry recibió una llamada del detective Bill Martin, de la policía de Los Ángeles. También en las bibliotecas de los colegios superiores Claremont habían desaparecido algunos incunables y varios libros sobre la historia de California y del Oeste del país. Al investigar este robo y seguirle la pista al boletín de Huntsberry, Martin se había enterado de que en la Biblioteca Clark de la Universidad de California en Los Ángeles, un intruso había conseguido entrar en una sección de libros raros —no abierta al público—, dando el nombre de "Matt McCue" y una dirección del estado de Minnesota.
Huntsberry sintió que su corazón se aceleraba. Por fin tenía una pista sobre la identidad del fantasma. Telefoneó a la Biblioteca Clark para que le describieran al intruso. Se trataba de un hombre de corta estatura, delgado, que vestía un abrigo de cuadros raído y excesivamente grande, y unos pantalones que tampoco eran de su medida. Huntsberry emitió un nuevo boletín en el que incluyó esa descripción.
Había un Matthew McGue en la mencionada dirección, pero resultó ser un profesor de psicología de la Universidad de Minnesota, sin antecedentes penales ni relación con el caso. El fantasma se había apropiado del nombre del catedrático, y había escrito mal el apellido.
IDENTIFICACION CONCLUYENTE
El 19 de abril, Huntsberry recibió un recado telefónico. La policía que vigilaba la Universidad de California en Riverside, alertada por los boletines, había arrestado a un individuo que se hacía llamar Matthew Harold McGue. Lo habían sorprendido con varios manuscritos de los siglos XV y XVI en una sección cerrada de la biblioteca universitaria. En su portafolios la policía encontró ganzúas, varitas de metal y los horarios de servicio de la biblioteca de la UEW; se le acusó de allanamiento y posesión de herramientas de robo, y quedó detenido en la cárcel municipal de Riverside.
Huntsberry telefoneó de inmediato a California, pero el sospechoso ya había salido libre bajo fianza. Luego de unos días llegó de Riverside un juego de huellas dactilares. Huntsberry supo por la Oficina de Detenciones de Minnesota que esas huellas pertenecían en realidad a un tal Steven Carrie Blumberg. Y Blumberg tenía antecedentes de arrestos por robo.
El detective profundizó su investigación en torno a las actividades delictivas de Steven Blumberg, y envió boletines a todos lados. Llovieron las respuestas. En Iowa había cumplido una condena por hurto. El 20 de mayo de 1985 se había registrado un "McGue" en la Biblioteca Clements, de la Universidad de Michigan. Y en 1974 lo habían arrestado en Colorado por posesión de libros robados (posteriormente se retiraron los cargos).
En mayo se empezó a vigilar de cerca la biblioteca de Riverside; pero, como era de esperarse, Blumberg se cuidó mucho de caer en la trampa. En todo el país había gente al acecho. Gracias a Huntsberry, en casi todas las bibliotecas públicas del Oeste se colocaron carteles con la descripción del sospechoso.
Como no hubo noticias de más robos a bibliotecas, Huntsberry dedujo que su presa había decidido ocultarse mientras las cosas se enfriaban. Aun así, a juzgar por los indicios, el caso ya estaba resuelto. Sólo debía esperar a que Blumberg volviera a las andadas.
UN BOTIN DE 19 TONELADAS
El agente Thundercloud había mantenido a la FBI al tanto de los progresos de Huntsberry. De hecho, la agencia investigadora ya sabía que Blumberg y un socio suyo, Kenny Rhodes, traficaban con antigüedades robadas. Sin embargo, pese a que la información proporcionada por Huntsberry dejaba claro que había la relación entre Blumberg y los robos de libros, la FBI no consideraba que el caso tuviera suficiente peso para distraer sus recursos de investigaciones más urgentes.
Posteriormente, a fines de 1989, Rhodes comenzó a recelar que Blumberg se llevara los libros al extranjero, donde quizá ya nunca pudieran recuperarse. Así pues, envió un mensaje a la FBI comunicándole que tenía informes sobre una casa repleta de libros antiguos. Esta se hallaba en Ottumwa, Iowa, 120 kilómetros al sudeste de Des Moines. Rhodes agregó que estaba dispuesto a hablar.
El agente especial John Ouellet comenzó a negociar con Rhodes. Este dijo que su socio era un habilísimo cerrajero, un hombre capaz de escalar un muro sin emplear más que los dedos de las manos y los pies en los más pequeños puntos de apoyo. Blumberg, añadió, podía transformarse en cuestión de minutos de un hombre como tantos que pasan por la calle en un catedrático universitario. Y tenía la suficiente labia para salir airoso de situaciones muy comprometedoras.
Rhodes proporcionó una serie de fotos del interior de la misteriosa casa. Las ventanas de la planta baja que daban a la calle se hallaban clausuradas con tablones de madera, y el piso superior estaba repleto de libros raros. Provistos de órdenes de allanamiento apoyadas en estas pruebas, un grupo de agentes se instaló el 20 de marzo de 1990 en el interior de la casa, y se dispuso a esperar.
Poco después de la medianoche, un Cadillac modelo 1960 se detuvo en la parte trasera de la casa. Del atestado interior del auto salió un hombre delgado que llevaba pantalones vaqueros y zapatos de lona. El tipo entró por la puerta de la cocina y se topó con tres hombres que lo estaban esperando.
"Sabemos quién es usted, Steven", le dijo Ouellet. "Somos de la FBI". El rostro de Blumberg se ensombreció cuando se le comunicaron sus derechos tal como lo exige la ley en Estados Unidos. Se le había echado el guante al fantasma, y este fue llevado de inmediato a una cárcel de Des Moines.
A continuación se registró la casa. Estaba repleta de antigüedades y de joyas bibliográficas: había lo mismo primeras ediciones de obras estadunidenses y británicas, que libros de historia de Estados Unidos, Biblias antiguas, libros para niños, atlas, y casi 200 volúmenes de incunables. Para transportar este botín de 19 toneladas hasta un lugar seguro (en Omaha, Nebraska) se necesitaron dos camiones de remolque de 12 metros de longitud, en los que se acomodaron 856 cajas. Había más de 20,000 títulos, valuados en más de 5 millones de dólares.
Steve Huntsberry con una colección de incunables
Foto: © Barry Kough/Lewiston Tribune
Al cabo de unos días se le informó a Huntsberry que los libros de la UEW se encontraban entre el botín de Ottumwa. También se hallaron en la casa de Blumberg tres llaves que tenían grabadas las palabras "Washington State", y una de ellas daba acceso a la sala de recepción de la Biblioteca Holland.
La noticia corrió como un reguero de pólvora. De inmediato, centenares de bibliotecas a las que Blumberg había perjudicado reclamaron lo que por derecho les pertenecía. Los empleados voluntarios del Centro Bibliotecario Computarizado, con sede en Dublin, Ohio, catalogaron los libros. Determinaron quién era el propietario del 30 por ciento de los volúmenes, a pesar de que Blumberg eliminaba sistemáticamente todas las marcas que pudieran identificar a los dueños.
El juicio de Blumberg se inició en Des Moines el 23 de enero de 1991. Interrogado por la fiscal federal Linda Reade, Rhodes declaró que él y Blumberg se habían asociado en los años setentas y habían viajado por todo el país en el Cadillac de Blumberg, atestándolo de libros robados a bibliotecas universitarias.
Los abogados de Blumberg alegaron que su cliente padecía de enajenación mental, por lo que se le debía declarar inocente. El padre del acusado, un médico ya jubilado, declaró a la prensa: "No he conocido persona más excéntrica que mi hijo". Un psiquiatra, a solicitud de la defensa, atestiguó que Blumberg había sido internado de joven en varios hospitales psiquiátricos.
Ahora bien, Rhodes explicó al jurado que desde hacía tiempo Blumberg tenía pensado alegar locura si alguna vez lo atrapaban. Y agregó: "Quiso mantenerse siempre en contacto con su psiquiatra para poder defenderse en caso de verse en dificultades". Según él, Blumberg decía que "esa medida tal vez lo salvara de ir a prisión".
Una semana después de iniciado el juicio, los miembros del jurado comenzaron sus deliberaciones. De hecho, no necesitaron más que cuatro horas para declarar a Blumberg culpable de posesión y transporte de objetos robados.
HACE YA tiempo que Huntsberry reanudó sus labores en la UEW, pero todavía le siguen llegando felicitaciones por su tenacidad.
A raíz de este insólito caso se han tomado mejores medidas de seguridad: detectores de movimiento, alarmas activadas por rayos infrarrojos, barreras electrónicas y una más rigurosa revisión de documentos de identidad y firmas en los puntos de control de las bibliotecas. Comenta Huntsberry: "Este caso ha propiciado la colaboración entre los bibliotecarios y la policía. Debemos seguir trabajando juntos para salvaguardar nuestro legado histórico".