TAN SIMPLE COMO UN VIAJE EN TAXI
Publicado en
marzo 24, 2013
Un encuentro fortuito puede cambiar nuestra vida
Por Irving Stern
DURANTE 28 AÑOS, tres meses y 12 días conduje un taxi en la Ciudad de Nueva York. Si alguien me preguntara qué desayuné ayer, probablemente no lo recordaría. Pero lo que nunca olvidaré mientras viva es a cierto pasajero al que llevé a su destino.
Era una soleada mañana de lunes, en la primavera de 1966. Circulaba yo por la avenida York en busca de clientela, pero hacía un tiempo tan espléndido que poca gente quería encerrarse en un taxi. Acababa de detenerme en el semáforo de la calle 68, frente al Hospital Nueva York, cuando alcancé a ver a un hombre bien vestido que bajaba a toda prisa por la escalinata del hospital y me hacía señas de que lo esperara.
En ese momento cambió la luz. El conductor que iba detrás de mí tocó impacientemente la bocina y oí el silbatazo de un agente de tránsito; pero yo no estaba dispuesto a perder el viaje. Por fin llegó el hombre y se subió. "Al Aeropuerto La Guardia, por favor", dijo. "Gracias por haber, me esperado".
¡Qué bien!, pensé. A esa hora había mucho movimiento en La Guardia y, con un poquitín de suerte, podría regresar con un pasajero.
Como siempre, tenía curiosidad por saber cómo era mi cliente. ¿Le gustaría conversar, o sería de los que no abren la boca o esconden la cara tras un periódico? A los pocos minutos, el señor inició la conversación de una manera muy poco original:
—¿Le gusta ser taxista?
Como se trataba de una pregunta estereotipada, le di una respuesta estereotipada:
—No me quejo. Es un trabajo que me da para vivir y me permite conocer a veces gente interesante. Pero, claro, si me ofrecieran un empleo donde ganara 100 dólares más a la semana, lo tomaría. Apuesto a que usted haría lo mismo, ¿o no?
Su contestación me intrigó:
—Yo no cambiaría de empleo aunque ganara 100 dólares menos por semana.
Jamás había oído cosa semejante. Así que pregunté:
—¿A qué se dedica usted?
—Trabajo en el departamento de neurología del Hospital Nueva York.
Siempre me ha interesado la gente y he procurado aprender algo de ella. Más de una vez, durante un recorrido largo, se creó entre mi pasajero y yo una corriente de simpatía, y muy a menudo recibí excelentes consejos de un contador, un abogado o un fontanero. Quizá se haya debido a que este cliente en particular amaba su trabajo; o quizá fue por la agradable atmósfera que se respira en una mañana de primavera; pero el caso es que decidí pedirle ayuda. Ya estábamos cerca del aeropuerto y no había tiempo que perder.
—¿Podría pedirle un gran favor? —como no obtuve respuesta, proseguí—. Tengo un hijo de 15 años; es un buen chico y va muy bien en la escuela. Quiere trabajar en el verano, pero nadie contrata a un muchacho tan joven a menos que su padre conozca a alguien que sea dueño de un negocio, y yo no conozco a nadie que me pueda dar una mano —hice una pausa—. ¿Hay alguna posibilidad de que usted le consiga un empleo para las vacaciones, aunque no se le pague?
Mi pasajero seguía callado, y yo empecé a sentirme incómodo por haber abordado ese tema. Con todo, cuando llegamos a la rampa que conduce a las terminales, dijo:
—Mire usted, los estudiantes de medicina van a llevar a cabo un trabajo de investigación en el verano. Quizá su chico pueda ayudar en algo. Dígale que me envíe una copia de su expediente académico.
Buscó en sus bolsillos una tarjeta de presentación, pero no la encontró.
—¿Tiene usted un pedazo de papel? —me preguntó.
Arranqué una tira de la bolsa donde llevaba mi almuerzo, y él garrapateó algo en ella y me pagó. Nunca lo volví a ver.
Esa noche, reunido con mi familia en torno de la mesa del comedor, saqué del bolsillo de mi camisa aquella tira de papel.
—Robbie —anuncié muy orgulloso—, con esto tal vez puedas conseguir un empleo para el verano.
Robbie leyó en voz alta: "Fred Plum. Hospital Nueva York".
Al día siguiente, mi hijo envió sus notas escolares. Dos semanas después, al regresar del trabajo, vi que traía cara de felicidad. Me entregó una carta dirigida a él y escrita en fino papel grabado en relieve. El membrete decía: "Dr. Fred Plum, Jefe de Neurología, Hospital Nueva York". Robbie debía comunicarse con la secretaria del doctor Plum para concertar una entrevista.
Le dieron el empleo. Trabajó dos semanas como voluntario y luego le pagaron 40 dólares semanales durante el resto del verano. La bata blanca de laboratorista que usaba cuando acompañaba al doctor Plum en sus rondas por el hospital para cumplirle algunos pequeños encargos, lo hacía sentirse mucho más importante de lo que en rigor era.
Al siguiente verano trabajó de nuevo en el hospital, pero esta vez se le asignaron más responsabilidades. Al acercarse la fecha en que mi hijo iba a graduarse de la escuela de enseñanza media superior, el doctor Plum tuvo la gentileza de darle cartas de recomendación para la universidad. Nos alegramos sobre manera al saber que Robbie había sido aceptado en la Universidad Brown, de Providence, Rhode Island.
Por tercera vez trabajó durante el verano en el hospital, y poco a poco le fue tomando cariño a la profesión médica. Después de conseguir su licenciatura, Robbie presentó solicitudes de ingreso en varias escuelas de medicina. Nuevamente, el doctor Plum le dio cartas de recomendación en las que hablaba favorablemente de la capacidad de mi hijo y de su personalidad.
Robbie fue aceptado en la Escuela de Medicina de Nueva York y, una vez que obtuvo su título, hizo una residencia de cuatro años para especializarse en ginecología y obstetricia.
El doctor Robert Stern, el hijo del taxista, llegó a ser jefe de residentes de su especialidad en el Centro Médico Presbiteriano Columbia, de la Ciudad de Nueva York. En la actualidad ejerce la medicina de manera privada.
Algunos dirán que fue cosa del destino, y quizá tengan razón. Sea como fuere, lo relatado aquí demuestra que de un encuentro fortuito pueden surgir grandes oportunidades; incluso de algo tan simple como un viaje en taxi.
©1991 POR THE JEWISH ASSOCIATION FOR SERVICES FOR THE AGED. CONDENSADO DE "NEW YORK NEWSDAY" (8-VIII-1991), DE LONG ISLAND, NUEVA YORK. ILUSTRACIÓN: RICK MCCOLLUM