CRUZAR SUDAMÉRICA EN TREN
Publicado en
enero 27, 2013
Deleites y aventuras de una travesía de océano a océano.
Por Emily y Per Ola D'Aulaire.
PARA ALGUNOS, es el viaje en tren por Sudamérica más emocionante; otros afirman que más vale no hacerlo. Y muchos ni siquiera saben que existe esta ruta ferroviaria de costa a costa, interrumpida sólo en un corto trecho. Eso sí: para quienes la recorren, resulta todo menos aburrida.
La odisea empieza en Santos, el puerto más activo de Brasil, donde los cafés al aire libre bordean una playa enorme en forma de luna creciente. En el brumoso horizonte están anclados varios cargueros, procedentes del mundo entero. Por todas partes se apilan sacos de café, azúcar y frijol de soya; en los muelles, las grúas alzan maquinaria pesada y barriles de petróleo. Una última mirada al Atlántico, y subimos al primero de los seis trenes que nos llevarán hasta la ciudad chilena de Arica, en el Pacífico.
Nuestro convoy de pasajeros, compuesto de tres vagones de aluminio, cruza una estrecha franja de sabana tropical. Ante nosotros surge la imponente Serra do Mar, escabroso acantilado de varios cientos de metros de altura, que se extiende cientos de kilómetros a lo largo de la costa. Durante siglos, esta cadena de despeñaderos húmedos y selváticos impidió el desarrollo del interior. En efecto, Sáo Paulo, fundada en 1554, fue una población soñolienta y apartada hasta fines del siglo XIX, cuando los ingleses, ansiosos de adquirir café brasileño, financiaron el primer ferrocarril que franquearía el acantilado. En la actualidad es una de las ciudades de más rápido crecimiento en todo el mundo; tiene cerca de nueve millones de habitantes y 34.000 fábricas, que producen casi todos los automóviles y la mayoría de los fármacos, maquinaria y herramienta de Brasil.
La vía férrea asciende hacia Sáo Paulo por cuestas empinadas y a través de paisajes tropicales hermosísimos; algunos pasajeros van sentados en plataformas, entre los vagones, con las piernas colgando peligrosamente al aire. Las enredaderas de los árboles estallan en una profusión de flores purpúreas, blancas y amarillas; mientras las locomotoras de diesel avanzan con dificultad, desfilan ante las ventanillas cascadas y riscos envueltos en niebla. Pronto llegamos a la cima; la tierra se vuelve plana y aparecen entonces los rascacielos de Sáo Paulo. Como este tramo termina allí, pasamos la noche en un hotel.
Mujer boliviana.
Nos habían informado que nadie en Brasil tomaba ese tren. Sin embargo, a la mañana siguiente, al llegar a la estación para emprender la segunda etapa del viaje, tenemos que sumarnos a una fila que abarca media manzana. Una vez a bordo, por fortuna encontramos dos asientos vacíos; los que llegan tarde viajan de pie. Aunque atestado, el tren es cómodo y avanza suavemente. Los vendedores pasan por el estrecho pasillo pregonando con voz ronca: dulce de coco, emparedados de carne de vaca, cerveza y guaraná, la bebida de fruta tropical que se toma en todo el país. Afuera los suburbios de casas de estuco con tejados rojos se quedan atrás y en su lugar aparecen colinas verdes y ondulantes, granjas, viñedos bien cuidados, y luego la fértil tierra roja que ha hecho de Brasil el primer productor mundial de café.
Llegamos a Bauru casi sin retraso. El ferrocarril nocturno que nos transportará hasta Corumbá, en la frontera con Bolivia, va menos lleno. El campo se vuelve plano y los cafetales ceden su lugar a los vaqueiros, que, tocados con sombrero negro, pastorean a caballo manadas de cebúes.
A la hora del crepúsculo nos dirigimos dando traspiés al carro comedor, donde nos sirven una típica cena brasileña: pollo, arroz y frijoles negros. Regresamos a nuestros asientos apenas a tiempo para ocuparlos, pues el tren va entrando en una estación donde espera una multitud de pasajeros.
Poco antes de medianoche cruzamos el río Paraná, que forma la línea divisoria entre el Estado de Sáo Paulo y el de Mato Grosso, el "indómito oeste" de Brasil; se dice que allí los grandes ganaderos poseen ranchos tan inmensos que apenas tienen una idea de su extensión y de cuántos animales semisalvajes vagan por ellos. Al empezar a clarearse el cielo, vemos que las reses pastan entre los hormigueros.
En espera de subir al tren.
Seguimos lentamente hacia el noroeste, a través del Pantanal, inmensa ciénega que se extiende 500 kilómetros hasta la densa selva amazónica. El ganado hunde los cuartos traseros en el agua y pasta en altos herbazales, mientras los garrapateros se posan en sus lomos. Las garzas y las garzotas blancas vadean entre los juncos. Al ponerse el Sol, el parloteo de las aves, que se disponen a dormir, se escucha a pesar del ruido del tren.
Frente a nosotros, una mole de montañas desnudas cierra el horizonte. Allí se encuentran las mayores reservas de manganeso en el mundo. Más allá está Corumbá, el último poblado brasileño. Cuando por fin llegamos a la estación, hemos pasado 34 horas sentados. Nos refugiamos en un hotelito y dormimos a pierna suelta.
A la mañana siguiente, muy temprano, nos enteramos de que no hay lugar en el expreso bisemanal a Santa Cruz. Los billetes para el ordinario deben comprarse al otro lado de la frontera. Nos unimos a un turista alemán barbado, llamado Walter, para hacer en taxi el recorrido de 25 kilómetros hasta Puerto Suárez, en Bolivia.
Tampoco encontramos sitio en el tren lento, pero Walter, insistente, se dirige a la ventanilla y entabla una animada charla. Vuelve agitando los brazos triunfalmente: "Tengo los billetes. ¡Apresúrense!" Titubeamos al advertir que nos conduce a un furgón de acero, estacionado junto a un apartadero. Sin embargo, nos trepamos.
En el árido Altiplano, barrido por el viento, las casas de, adobe de los pastores parecen brotar hechas ya ruinas arqueológicas.
De los 75 pasajeros apiñados en el carro, muchos son comerciantes que llevan artículos a vender en el interior de Bolivia. Aprovechamos como asientos los bultos de azúcar, de tiradores de cristal y de sandalias de caucho.
La ruta atraviesa las planicies tropicales bolivianas, y el sol pronto convierte el vagón en un sudadero. En una de las primeras paradas, Walter nos propone que subamos al techo. Nos encaramamos entre dos furgones y nos aferramos a unas varillas de acero mientras el carro se bambolea. Ya hay allí docenas de hombres; no se permite subir a las mujeres. Arriba, el viaje resulta más fresco y placentero, aunque no sin riesgos, pues muchas personas se han caído. Algunos pasajeros pasan por alto el peligro, y se persiguen juguetonamente a lo largo del ferrocarril, saltando de carro en carro. Un cobrador deambula por los techos revisando los billetes, y luego, columpiándose de la cubierta se mete en los furgones para seguir cumpliendo su tarea. Llegamos a Santa Cruz la tarde siguiente, y nos sorprende encontrarnos con una ciudad de intensa actividad. El petróleo, el gas natural y los grandes yacimientos de hierro y manganeso, además de una floreciente industria del algodón, han duplicado su población (actualmente de 130.000 habitantes) en el último decenio.
Al oeste de Santa Cruz, 290 kilómetros al otro lado de la cordillera oriental de los Andes, hasta Aiquile, la ruta aún no ha sido unida por ferrocarril, así que trasbordamos a un autobús directo a Cochabamba. El camino se hace más empinado, y eI vehículo se inclina en cada curva, al parecer a punto de precipitarse en los valles.
A 3500 metros de altura pasamos por una región cubierta siempre por nubes; en el aire frío y húmedo se alzan, como espectros, algunos árboles nudosos y enmohecidos.
La Paz, la ciudad más grande de Bolivia, se extiende bajo el nevado Illimani, de 6882 m de altitud, uno de los picos más altos de los Andes bolivianos.
En Cochabamba, ciudad del siglo XVI asentada en una cuenca a 2500 metros sobre el nivel del mar, tenemos suerte y logramos comprar dos billetes para el ferrobús, de dos carros, hasta La Paz. En nuestros asientos, anchos y cómodos, un camarero de chaqueta blanca nos sirve emparedados y bebidas. Este tramo del ferrocarril, construido en 1917, sube en declive a los áridos Andes por laderas donde los deslaves, los derrumbes y los temblores pueden enterrar la vía en minutos. Dejando atrás los valles, el convoy avanza resoplando por el Altiplano, la alta meseta despejada de los Andes. Durante horas seguimos en línea recta en medio de una oscuridad absoluta. Poco antes de medianoche nos despierta de nuestro sopor una vista maravillosa: extendida 450 metros abajo, con sus luces refulgentes como miles de joyas, se encuentra La Paz, la capital administrativa de Bolivia.
Los españoles eligieron este hondo cañón como emplazamiento en 1548, para protegerse de los vientos fríos que soplan en el Altiplano. Situada a 3600 metros de altitud, La Paz es la capital más encumbrada del mundo. Sus ciudadanos tienen pulmones de mayor volumen y una cantidad extraordinaria de glóbulos rojos para arreglárselas con el aire enrarecido. Los visitantes no tardan en saber por qué muchos hoteles guardan un depósito de oxígeno detrás del mostrador de recepción; el menor esfuerzo los hace jadear, y una caminata rápida por las calles empinadas y adoquinadas les produce jaquecas.
Por encima de la ciudad, en el Altiplano, manadas de llamas, alpacas y ovejas pastan en la gacha brava (hierba), casi lo único con suficiente resistencia para prosperar en el aire seco y enrarecido. Las mujeres indígenas dan un toque de colorido al paisaje gris con sus enaguas multicolores y sus largas trenzas, coronadas por negros bombines. Se encuclillan frente a telares portátiles y cuidan del ganado mientras tejen. Las vemos al salir de La Paz para recorrer el último tramo de nuestro viaje.
En la frontera con Chile empezamos a bajar rápidamente hacia el nivel del mar; pasamos por una desolada mina de azufre, por terrenos de lava y laderas cubiertas de guijarros, por una tierra donde nunca llueve. Parece como si hubieran escopleado los rieles en un gigantesco montón de roca. Luego, con velocidad espectacular, aparece abajo, a lo lejos, el valle del río Lluta, lecho fluvial que conduce, como un fiordo de esmeralda, a Arica y al océano, 40 kilómetros más allá.
Entramos a Arica cansados y desaliñados, pero con recuerdos de una travesía inolvidable que ha durado 12 días y nos ha llevado unos 3900 kilómetros a través del continente. Un compañero de excursión de La Paz, al despedirse de nosotros, nos dice sonriendo: "En su próximo viaje, tomen el avión; es mucho más fácil".