UN PUEBLO EN BUSCA DE LA LIBERTAD
Publicado en
diciembre 23, 2012
La lucha que libra Lituania por su independencia ha encendido el extraordinario valor de su pueblo.
Por David Satter
DURANTE UNAS CUANTAS horas se respiró una atmósfera festiva en Vilna, la capital de Lituania, en tanto que, desafiante, la multitud se reunía en torno de la torre de televisión. Loreta Asanaviciute, trabajadora fabril de 24 años, veía a algunas parejas bailar a la sombra de la elevada estructura. Casi todos se habían apresurado a ir allí al llegarles el rumor de que las tropas soviéticas estaban tomando edificios en toda la ciudad con la esperanza de restablecer el férreo dominio de Moscú sobre la república.
Aquel 12 de enero de 1991, parecía inminente el avance de las tropas sobre la torre de televisión. Sucedió lo inevitable una hora después de la medianoche: Una columna de tanques soviéticos entró con gran estrépito por la calle Cosmonautas y se detuvo en un bosque cercano; sus luces se podían ver por entre los árboles.
De pronto, unas balas trazadoras iluminaron el cielo y empezaron a estallar granadas, que hicieron añicos las ventanas circulares de la torre. En vez de correr, la muchedumbre cerró filas. Loreta, mujer delgada de cabello negro, tomó de la mano a los que se hallaban cerca de ella para formar una cadena humana. Un tanque disparó cartuchos de salva para intimidarlos, pero nadie se movió.
Luego, un tanque empezó a avanzar; la muchacha pudo ver la torreta. La tierra se estremeció, y Loreta perdió el equilibrió. Un instante después sintió sobre las piernas la garra de acero del tanque.
Sus compañeros vieron horrorizados cómo le pasaba por encima el vehículo blindado. Pese a que este le destrozó la mitad inferior del cuerpo, la joven no perdió el sentido. Sus amigos la llevaron a una ambulancia, y allí se le aplicó una inyección para el dolor.
"¿Podré casarme algún día?", preguntó. Sus amigos trataron de consolarla y permanecieron a su lado hasta que, cinco horas después, murió.
Mientras tanto, la muchedumbre fue disgregada con una lluvia de balas. Cuando todo acabó, otros 12 lituanós yacían muertos y más de 500 estaban heridos.
Fueron ellos algunas de las primeras víctimas del nuevo esfuerzo de Lituania por independizarse. A raíz de la oposición de este pequeño país al dominio comunista, los ciudadanos comunes y corrientes se están convirtiendo en héroes.
PARA JONAS BORUTA, la palabra libertad evoca una vívida imagen. Es el 23 de octubre de 1988 y falta poco para el alba. Una nutrida muchedumbre, con velas y banderas en las manos, canta frente a la catedral de Vilna. El gobierno ha anunciado recientemente que, después de 38 años, el edificio volverá a ser propiedad de la Iglesia Católica Romana. Para celebrar el acontecimiento, se oficiará una misa al aire libre. Al comenzar la misa, los primeros rayos de luz se filtran en la plaza.
El padre Boruta participó en los oficios de ese día histórico. Era un hito muy apropiado en un trayecto que lo había llevado de la carrera en ciencias a la clandestinidad política, y de allí a la defensa pública de la fe lituana.
"Yo hubiera querido ingresar en el sacerdocio después de la escuela de enseñanza media superior", me relató el padre Boruta. Pero, como se graduó en 1962, en la época más estricta de la campaña antirreligiosa que emprendió el líder soviético Nikita Khruschev, Jonas optó por inscribirse en la universidad y estudiar física.
Luego, en 1975, un cura rural se ofreció a prepararlo. Boruta inició su instrucción y tiempo después recibió en secreto las órdenes sagradas, con lo cual pasó a ser un sacerdote de la clandestinidad.
El padre Boruta tuvo que salvar una serie de obstáculos que hubieran desalentado a cualquiera. La religión había languidecido en Lituania. Había jóvenes que nunca en su vida habían oído hablar de los Diez Mandamientos. Y quienes asistían a los oficios corrían el riesgo de ser castigados.
Pero en 1987, dos años después de que Mikhail Gorbachov accedió al liderazgo soviético, las autoridades empezaron a poner en libertad a los prisioneros políticos, y los sacerdotes hablaron en defensa de la libertad religiosa. Muchos de ellos recibieron telefonemas anónimos en que los amenazaban con detenerlos. Y sabían que la KGB estaba al tanto de sus sermones.
Boruta, sin embargo, no se dejó intimidar. El 16 de febrero de 1988, aniversario de la independencia lituana, el padre Boruta se hallaba celebrando misa en una pequeña iglesia atestada de feligreses, en la ciudad de Alytus. El oficio se transmitía por altavoces. Algunos líderes comunistas del lugar habían rodeado la iglesia con la intención de asustar a Boruta y obligarlo a guardar silencio en torno a la liberación de Lituania. Impertérrito, el sacerdote oró por la independencia.
En 1990, el padre Boruta fue designado párroco de la iglesia de San Casimiro, el santo patrono de Lituania. Domingo tras domingo, el sacerdote veía cómo se llenaban de fieles los templos: una prueba más del resurgimiento de la religión.
El partido comunista se sintió tan abrumado por aquel renacimiento espiritual, que terminó por dar a sus miembros libertad para asistir a los oficios. Hasta los periodistas oficiales y los profesores, que durante años habían difundido el ateísmo, empezaron a acudir al templo a orar y a confesarse.
La nueva era se inició realmente el día en que uno de los cabecillas del partido en Alytus se acercó al padre Bonita y pidió ser bautizado. A sus 50 años, explicó, se había dado cuenta de que, sin fe, el hombre está perdido. "Estamos viendo a dónde nos ha llevado la destrucción de la religión", comentó.
Una noche fría y clara, mientras charlábamos a unas cuantas calles del Parlamento, que estaba rodeado de barricadas, el padre Boruta me explicó qué significa la religión para sus compatriotas: "Somos un pueblo pequeño que se enfrenta a un ejército moderno. Nosotros no contamos con más fuerza que la espiritual".
ROLANDAS MEILIUNAS, muchacho corpulento de 21 años y cabello color arena, debió haber estado montando guardia en algún lugar remoto de la Unión Soviética. En vez de ello está con sus compatriotas frente al Parlamento de Vilna, consciente de que el edificio puede ser atacado en cualquier momento.
Habían pasado apenas unos días desde el ataque a la torre de televisión, y la ciudad semejaba una zona de guerra. Las ventanas de los apartamentos estaban reforzadas con cinta adhesiva; en la biblioteca central se había improvisado un hospital; los muros estaban pintarrajeados con letreros que decían: "Libertad para las repúblicas bálticas" y "¡Fuera los ocupantes!"
En la calle Gediminas, unas barreras de concreto bloqueaban el paso a la Plaza de la Independencia. Con el propósito de repeler un ataque, habían llevado allí varios camiones y máquinas excavadoras.
Pero la línea de defensa más impresionante era la enorme multitud que protegía el edificio del Parlamento. Adentro se veían a algunos voluntarios jóvenes que llevaban al hombro rifles de cacería; otros blandían varillas de metal: eran las mejores armas que habían encontrado. En 1940, la primera vez que los soviéticos invadieron el país, se opuso poca resistencia en las calles. En esta ocasión los lituanos iban a defender a todo trance la libertad.
"Yo soy de Panevesis, una ciudad de 130,000 habitantes", me dijo Meiliunas. "En nuestras escuelas se nos enseñó que los lituanos teníamos poca identidad fuera de la familia de naciones soviéticas. Ni siquiera se nos permitía aprender las canciones lituanas tradicionales".
Gorbachov trajo más libertad. El 23 de agosto de 1987, la naciente Liga por la Libertad Lituana celebró una manifestación de protesta. Para sorpresa del mundo, la protesta se toleró, e incluso se transmitieron partes de ella por televisión. Los comentaristas calificaron a los manifestantes de extremistas; pero en la mente de Meiliunas, que entonces contaba 17 años, las semillas de la duda estaban sembradas.
En su escuela, algunas de las clases se impartían en ruso. Sin embargo, un día de febrero de 1988 su maestra comunista se llevó un gran chasco. Cuando pasó lista a los alumnos, estos respondieron en lituano.
"En los rostros de los muchachos se dibujó una sonrisa", refirió Meiliunas. Desafiando a la maestra, descubrieron un vínculo común.
En junio de 1988 se anunció la creación de un movimiento político nacional denominado Sajudis. Y poco después, la Liga por la Libertad Lituana celebró una reunión en la Plaza de la Catedral, en Vilna. Meiliunas se hallaba entre la multitud de aproximadamente 20,000 personas, cuando las tropas soviéticas empezaron a repartir golpes con sus macanas, sin detenerse siquiera ante las mujeres embarazadas.
Poco después, Meiliunas fue convocado por la junta local de reclutamiento militar. En vez de presentarse, se unió al movimiento clandestino; se cortó el cabello y empezó a mudar constantemente de residencia. Con su negativa a incorporarse al ejército, Meiliunas había roto para siempre con el sistema soviético.
Al principio formó parte de un puñado de hombres que se resistían al reclutamiento forzoso. Pero después, con los llamamientos al servicio activo que se hicieron en la primavera y el otoño de 1989, el número de evasores creció hasta alcanzar millares. En el otoño de 1990, de los 12,000 lituanos que debían haber ingresado en el ejército, solamente 1300 lo habían hecho. En Panevesis, los jóvenes estaban echando en una urna, en la plaza central, sus tarjetas de reclutamiento.
El 11 de marzo de 1990, Lituania declaró su independencia, y los soldados lituanos comenzaron a desertar en grandes números. Enviaron a sus unidades mensajes que decían: "Me considero ciudadano de la República de Lituania y me niego a servir en un ejército que está ocupando Lituania".
No ignoraban los soldados que los soviéticos iban a tratar de seguirles la pista. Cuando esto ocurrió, un grupo antirreclutamiento al que Meiliunas se había sumado los protegía. En una ocasión, él y dos colegas llegaron apenas a tiempo para coger del brazo a un muchacho al que su comandante tiraba del otro brazo para llevárselo. Al final, el oficial se marchó encolerizado y con las manos vacías.
En enero de 1991, el ejército soviético envió unidades especiales para cazar a los evasores del reclutamiento. En Panevesis, unos soldados irrumpieron en una fábrica de pan y capturaron a un trabajador. En medio de una golpiza le ordenaron que se presentara a cumplir el servicio militar. El siguiente podría ser yo, pensó Meiliunas.
De regreso en Vilna, descubrió indicios cada vez mayores de desafío y provocación. Una barricada de tres metros y medio de altura protegía por tres costados el edificio del Parlamento. Del alambrado de púas frente a la barricada, los niños habían colgado dibujos de monstruos soviéticos que destruían a los indefensos lituanos. Algunos adultos habían clavado tarjetas de reclutamiento soviéticas en el alambrado.
El día que charlamos en la plaza, le pregunté a Meiliunas:
—¿Qué harás ahora?
—Voy a desaparecer—respondió—. Es lo único que puedo hacer.
JAMÁS OLVIDARÁ esa llamada a su puerta, ni las angustiosas voces: "¡Vengan rápido! ¡Han descubierto unos cadáveres!"
Era el 27 de junio de 1941. Hacía tres meses, la policía secreta soviética había encarcelado al padre de Liudvikas Simutis. Ahora, después de que los alemanes habían sacado a los soviéticos del oeste de Lituania, llegaban las primeras noticias de la suerte de los prisioneros políticos.
La madre de Simutis llevó a su hijo de cinco años a un bosque situado a unos 20 kilómetros de su casa. Allí, entre un montón de cadáveres, se hallaba el de su esposo. Tenía la cara hinchada y ensangrentada. Le habían sacado los ojos y destrozado los órganos genitales.
A partir de ese momento, Simutis supo lo que debía hacer en la vida. "Había quienes abrigaban ilusiones acerca del comunismo", dijo. "Mi posición quedó definida de una vez y para siempre".
A los nueve años, Simutis inició su larga lucha contra el régimen comunista. Cuando el Ejército Rojo volvió a ocupar el país en 1944, miles de jóvenes, e incluso niños como él, se fueron al bosque y allí formaron un ejército guerrillero conocido como "Hermanos del Bosque".
La primera misión de Simutis consistió en llevar y traer mensajes, pero no tardó en empezar a hacer reconocimientos de unidades policiacas soviéticas. A los 17 años se le entregó una pistola y se le ordenó hacerse de pertrechos. El muchacho se introducía en las oficinas por la noche y robaba máquinas para reproducir documentos y formas en blanco para falsificarlos.
El 20 de junio de 1955, Simutis se hallaba en un hospital de Klaipeda recuperándose de tuberculosis, cuando los agentes de la KGB lo arrestaron. Con una sentencia de 25 años de trabajos forzados, el joven desapareció en el gulag.
Extrañamente, Simutis recobró la salud cuando estuvo preso. De los 2000 prisioneros de su campo, unos 200 eran lituanos, los cuales dieron pruebas de una lealtad mutua que sólo se ve entre parientes. Reunieron subrepticiamente las piezas para un radio de onda corta que Simutis construyó para escuchar la Voz de América y la BBC.
En 1977, 22 años después de ser hecho prisionero, Simutis recuperó su libertad y volvió a Lituania. Luego se unió al movimiento disidente y escribió algunas protestas públicas que lograron llegar a Occidente. Cuando se le interrogaba sobre la vida en el gulag, respondía: "¿Crees que hay que temerles a las prisiones soviéticas? Yo llegué en muletas y salí por mi propio pie".
Una tarde de otoño de 1989, dos hombres del movimiento político Sajudis se presentaron en su apartamento. "Es indispensable", le dijeron, "que el nuevo Parlamento cuente por lo menos con una persona que haya luchado con los Hermanos del Bosque". Luego le suplicaron que aceptara la candidatura.
El ex prisionero se llevó fácilmente el 65 por ciento de los votos, pese a los esfuerzos comunistas por intimidar al electorado. Incluso obtuvo una mayoría en una manzana de apartamentos para oficiales soviéticos.
El 11 de marzo de 1990, en el recinto de altos techos del Parlamento, Simutis participó en la histórica votación para restaurarle a Lituania su independencia. "En Occidente", me dijo, "la gente no entiende lo que es el comunismo ni lo que los comunistas son capaces de hacer". Empero, este hombre no tiene la menor duda de que triunfará la causa de la independencia.
TRES DÍAS después de la masacre cerca de la torre de televisión, cientos de miles de personas se alinearon en las calles de Vilna para homenajear a los muertos, que fueron transportados en carrozas fúnebres abiertas, entre un océano de flores. Cada ataúd iba envuelto en la bandera amarilla, verde y roja de Lituania. A la cabeza del cortejo iba un hombre con un lirio blanco... y un retrato de Loreta Asanaviciute. A su paso, los hombres se quitaban el sombrero y miles de personas sostenían en las manos velas encendidas en señal de duelo. Poco antes de llegar al cementerio Antakalnis, el cortejo pasó frente a una escuela del ejército soviético. Muchos lanzaron miradas feroces a la estrella roja que se destacaba en la reja. Su mensaje era claro: exigimos nuestra libertad.