KAPAWI: EN EL BAJO PASTAZA
Publicado en
diciembre 23, 2012
Texto y fotos: Pablo Cuvi
Para los seis viajeros de Portland, la diversión empieza a dos pasos de mi casa, en la bajada a Cumbayá y al valle de Los Chillos. Desde las ventanas de la furgoneta provista por Canodros, doce ojos muy despiertos contemplan el espectáculo de los nevados que van marcando la ruta hacia el sur: el Antizana, los Illinizas, el Cotopaxi, el Tungurahua, erguido sobre la población de Baños. Inclusive para un criollo malanochado como yo la Avenida de los Volcanes mantiene limpio su encanto.
Nuestro destino se halla en el fondo de la selva amazónica, cerca de la frontera con Perú. De modo que tenemos viaje para rato, por tierra, aire y agua. Menos mal que el grupo de Oregon es fresco: una pareja con dos hijos y dos amigos expertos en capitalizaciones. Vienen además Nelson (el guía), Amanda y un servidor admirado del tumultuoso torrente rugiendo a los años en la cascada de Agoyán. Son las lluvias de El Niño, claro, que alimentan el soberbio descenso del Pastaza hacia el Oriente.
La segunda novedad es que, tras dos o más años de trabajos, por fin está abierto el camino a Puyo. La ladera del encañonado muestra el brutal mordisco de la dinamita y los dientes de acero de las palas mecánicas. Bueno, "abierto" es un decir pues luego de avanzar unos kilómetros dos tractores en acción interrumpen el paso durante una hora. Hasta los jóvenes gringos que bajan en bicicleta a Puyo se han detenido a tomar agua. Y fotos.
Intempestiva y abrupta, exhalando una inmensa estela de polvo, arranca la caravana hacia Río Negro. Aquí empieza el pavimento que nos conduce, miel sobre hojuelas, hasta el aeropuerto de Shell Mera, donde debemos embarcarnos en un Caravan turbohélice, lujo de avión en estos cielos amazónicos.
Ramiro, guía oriundo de Capahui, donde conviven quichuas y achuars.
Es una tarde soleada y tranquila, de suerte que el vuelo constituye un auténtico placer: observar desde lo alto la ilimitada selva, cortada por la arenosa anchura del Pastaza, el hondo Bobonaza y otros afluentes sinuosos, cargados de limo. En ciertos tramos la verde alfombra se arruga con pequeñas elevaciones y al variar el ángulo de la nave respecto de la luz, las aguas semejan cintas de aluminio. Más allá asoman claros en la vegetación, potreros, desmontes o pistas de aterrizaje cercadas de pocas casas.
Cincuenta minutos después aterrizamos en Sharamentza (del achuar: mentza = río; sharam = limpio, claro). Un calor húmedo nos envuelve al saltar a tierra. Y nos envuelven los mosquitos, de modo que hay que echar mano al repelente. Entre los pasajeros que aguardan está Daniel Koupermann, ocupado en sacar de vuelta (y por avión) la basura no degradable, porque ésa es una de las claves del proyecto de ecoturismo Kapawi: causar el menor impacto posible a la naturaleza y a la gente. La otra cara conocida pertenece a Andy Drumm, un galés de origen obrero, dedicado a defender la causa de las etnias orientales amenazadas por la explotación petrolera. A Andy le acompaña un chico cofán que conoce demasiado bien el influjo letal de las compañías en su hábitat del norte. "Ahora son los tagaeri, cuya reserva territorial ha sido asignada a la Elf-Aquitaine", me explican.
La familia de Portland y Nelson reman por el Capahuari.
Poco después navegamos aguas abajo en una gran canoa con motor. Esta es tal vez la parte más sabrosa de la travesía: sentir el viento oriental en la cara, palpar el agua crecida del río y contemplar tan cerca los muros vegetales de las orillas. Un águila pescadora remonta vuelo con un pescado cintilarte entre sus garras. Pasa, luego, una pareja de coloridos guacamayos (los guacamayos son más fieles que los cristianos: escogen pareja y se atienen a las consecuencias).
Hora y pico después avistamos el puesto militar de Chiriboga. Que un conscripto desapareció, cuentan en voz baja los achuar, se lo tragó la boa, dicen, vaya uno a saber. Lo cierto es que los achuar guardan un respeto temeroso a la anaconda y a los delfines, seres del mundo de abajo. Y guardan muchas tradiciones y costumbres en este territorio ancestral que se mantuvo casi aislado hasta fines de los 60.
Los dientes de la temible piraña.
Eludiendo los bancos de arena ingresamos a las aguas del Capahuari. En esta cofluencia suelen pescar los militares para matar el tedio... en días de paz. Cansados pero felices vamos llegando a las instalaciones de Kapawi, una serie de cabañas levantadas al borde de una laguna con pura arquitectura achuar.
EL LIBRO DE LA SELVA
Todo se hunde en la sombra y en los ruidos multitudinarios de la selva. Mientras sorbo un whisky en la cabaña-salón, rememoro lo que decía Ino Moxo, un shamán de Iquitos: "Bailes y pífanos y promesas y mentiras y miedos y confesiones y alaridos de guerra y gemidos de amor. Voces de agonizantes que uno ha sido o que ha escuchado solamente. Historias ciertas, historias de mañana. Porque todo lo que uno va a escuchar, todo eso suena, anticipado, en medio de la noche de la selva, en la selva que suena en medio de la noche".
Como para ratificarlo, dos horas después se descuelga una tempestad con relampagos y ramalazos de agua que baten los techos de paja de las cabañas. Luego, ya tranquilos los ánimos, supongo que en todas las viviendas de los achuar estarán bebiendo guayusa, como todos los amaneceres, en grandes cantidades hasta provocar el vómito que limpia el organismo. Al mismo tiempo, entre sorbo y sorbo, descifrarán los sueños.
Salimos de excursión a las 8 y media de la mañana. Nos guía Ramiro, joven quichua-achuar, oriundo de la vecina comunidad de Capahui, fundada por su abuelo, un viejo tambero de las riberas que comerciaba con los militares. Aquí conviven sin problemas los achuar con los quichuas y cada dos años eligen el jefe de la comunidad.
Más allá de los troncos blancos de los guarumos, un árbol gigantesco y centenario, un morales, se ha venido abajo, dejando al aire la escasa profundidad de sus raíces en la roja tierra roja oriental, mala para el cultivo. Porque la clave de la fertilidad selvática no radica en el suelo, sino en el ciclo ecológico, en la veloz descomposición de los organismos animales y vegetales, reabsorbidos de inmediato.
Saltamos a tierra y nos adentramos en la espesura. Ramiro cuenta al andar que la baba de la flor del palo de balsa que se yergue allí la dan a beber a las parturientas para ayudarlas en sus labores. De pronto se detiene. ¿Qué pasa? Shhh, silencio. Ha visto a unos monos comiendo frutos. Es increible, se diría que más bien los presiente pues los monos están más adelante, pero un tipo de la ciudad no lós descubriría jamás en medio de tanto y tan espeso follaje. (Ni se atrevería tampoco a comer uno de los platos especiales de la Amazonía: mono ahumado).
La selva está llena de sorpresas.
Damos a continuación con una pequeña ramada, donde los achuar beben ceremonialmente la datura o guanto, ese fortísismo alucinógeno que les permite acceder a la verdadera realidad. Es entonces cuando el guerrero debe ser fuerte de ánimo, resistir las temibles visiones del tigre y la anaconda que amenazan devorarlo y obtener del Espíritu de la Selva, del Arutam que suele tener la figura de un hombre, el poder necesario para arrostrar las enemistades de la vida.
En el tronco de una chonta semipodrida, Ramiro nos muestra las larvas comestibles y habla de aquellas hormigas voladoras que hacen llover en febrero y agosto. Ocasión en la que los indígenas queman las alas de la reinas y las comen pues son deliciosas. Ahora, entre los múltiples sonidos se destaca el graznido de la cara-cara, cuya función es advertir la presencia de intrusos. Con una hoja, Ramiro copia un sonido insólito y entabla un extraño diálogo con el pájaro.
De asombro en asombro damos con el espectáculo de las hormigas cortadoras de hierbas: miles de miles de pequeñas hormigas cargando retazos de hojas cinco veces más grandes que ellas, en perfecta formación, subiendo y bajando de un inmenso ficus.
Ha empezado a llover; mejor dicho, se oye la lluvia durante minutos pero nadie se moja aún pues el agua se queda arriba, en la canopia, es decir, en el techo vegetal del nivel más alto que hace de paraguas y de parasol. Solo cuando cae uno de los grandes árboles, se abre la canopia, entra la luza raudales y el proceso de fotosíntesis genera una eclosión vegetal: crecen las balsas, zumban los sapos, reptan las culebras, es la fiesta de la vida salvaje.
Bañados de sudor por la larga caminata arribamos a la orilla donde los muchachos de Canodros han instalado mesitas portátiles y un lunch igualmente portátil que tiene sabor a gloria.
Navegamos luego por el Ishpingo, mirando los nidos de una colonia de caciques, con sus umbrales en círculo perfecto, parecido el nido al que tejen con barro las oropéndolas. Aletean también los hoatizines que constan en el logo de Kapawi gracias a su abundante presencia en esta zona. Luego, en la desembocadura del Ishpingo, harán su show tres delfines rosados, de aletas más pequeñas que las de sus primos marinos. En realidad, nosotros les importamos un rábano pues están dedicados a alimentarse de peces.
Motivado por los delfines, al día siguiente me echaré a nadar en el río cercano a la hostería. Claro que hay pirañas, pero bien comidas también, de modo que no entrañan peligro. Temible en cambio es la corriente, de manera que uno nada y nada en su propio terreno. ¿O nada que nada como el pez tras la pescada? Nada que hacer.
VENGANZA DE GUERREROS
"Este proyecto de ecoturismo partió con una inversión de dos millones de dólares de Canodros, una compañía que trabaja en las Galápagos. Los achuar ponen la tierra, los materiales de construcción y trabajan aquí. Después de quince años todo revierte donde ellos, que deberán llevar adelante el proyecto", cuenta Arnaldo, autor de un par de folletos sobre el tema.
Por la mañana, los monos aulladores sonaban como una tempestad lejana. Salimos ahora bajo la lluvia, con los ponchos de agua y las botas de caucho. Un pescador ha traído a vender algunos bagres recién pescados, que pasarán a engrosar nuestra sustanciosa dieta, supongo. Es que la selva no cesa de brindar sorpresas. Nelson nos va contando historias de las libélulas y del potú y de unas rosáceas alucinógenas, parientes del cafeto. Los huesos pelados de un tapir delatan la presencia del king vulture o gallinazo rey que nos mira desde arriba con ojos que llevan a preguntarse cuándo nos tocará el turno, Dios no permita.
—¿Cuándo sopla el viento?
—En febrero para hacer caer los frutos de la chonta. Y en agosto para volar la lana de ceibo —responde Ramiro desde su visión de una armonía total de la Naturaleza.
Luego bajamos en pequeñas canoas, remando por el río Capahuari. Un martín pescador ejercita sus artes con el pico. Hablamos de la sopa de charapa, o sea de tortuga, y del maitu. Se puede envolver muchas cosas pero la delicia es trozos de palmito con chontacuros (es decir larvas del gusano de la chonta) puestos al rescoldo del fogón. Sería ideal que incorporaran estas recetas al menú de la hostería, ¿no?
El grupo avanza cuidadosamente por el pantano.
En la tarde del último día emprendemos río arriba el viaje de visita a una familia achuar que habita en lo alto de un barranco. Luego de ascender por el trayecto lodoso llegamos a la casa principal, de forma oval con altos techos de paja. El jefe de familia nos espera en el interior, sentado en un banco con forma de tortuga, limpiando ostensiblemente una de sus tres escopetas. Pueblo de antiguos guerreros, la exhibición de las armas ha sido siempre parte del protocolo de la visita. También lo es el respeto del ekent o parte más femenina de la casa, situada en las dos terceras partes del fondo. El hermano menor, más locuaz, teje una hamaca con la fibra de la chambira.
Mientras la conversación pasa del achuar al castellano, las mujeres y los niños realizan sus actividades alrededor del fogón que exhala el humo hacia el techo. Una de ellas nos brinda chicha de yuca masticada: con innegable recelo bebemos un poco por cortesía y mantemos la mocawa quieta entre las manos, mientras nos devora una nube de bichitos llamados arenilla.
Entre el jefe y nosotros está la tumba del padre, enterrado como es usual dentro de la casa. Hubo aquí un drama de sangre y venganzas. Por la infidelidad de una mujer en el pueblo, el ofendido pidió al shamán que hiciera el daño. Como resultado (mágico o supuesto) murió el padre. Y los hijos bebieron datura para que la visión les confirmara la actitud del shamán. Entonces lo mataron. Para aplacar los ánimos, debieron intervenir los miembros de la Federación.
Por fortuna, esto no es (aún) un show para turistas. Todo es real aquí, los mosquitos, las gallinas, los perros, el muerto y el humo en el interior, las otras casas sin paredes, abiertas a la inmensidad de la selva, donde reposa una mujer encinta, mientras en el huerto crece la yuca, base de la alimentación. Bien.
Volvemos a navegar. Mañana tomaremos una minúscula avioneta con destino a Macas. Pero hoy persistimos en el fondo de la selva. Y si no fuera porque debo escribir este reportaje, no tendría ninguna prisa para volver a respirar el insoportable smog de la capital. Ojalá se dañe el motor y el agua nos lleve hasta el Amazonas y chao, pescado.