Publicado en
diciembre 16, 2012
Vista de algunas aldeas con construcciones de piedra, entre ellas Pueblo Bonito, en el Parque Histórico Nacional de la Cultura Chaco.
Eduardo Fuss
Bienvenidos a una región mágica de cielos intensamente azules, antiquísimas tribus indígenas y espectaculares maravillas naturales.
Por Susan Hazen-Hammond
"¡OJALÁ ENCONTREMOS ORO, mamá!", exclamó entusiasmado mi hijo, William, de 16 años. Nos hallábamos en la confluencia del río Bravo y el río Rojo, en la región septentrional de Nuevo México. Hace más de un siglo, los gambusinos extrajeron miles de gramos de resplandeciente mineral de las arenas de los ríos y los arroyos de Nuevo México. Mí hijo esperaba encontrar ahora alguna que otra partícula de oro en el fondo de su batea.
William trabajó sin cesar horas enteras. Una y otra vez llenó la batea de arena y fango y la hizo girar lentamente, examinándola con grancuidado. No tuvo suerte y, al fin, riendo, dijo: "Es tan divertido estar en estos solitarios parajes, que no me importa no encontrar oro". En efecto, para él, para mí y para miles de personas más, el verdadero oro es el Suroeste mismo de Estados Unidos.
La región tiene una extensión de aproximadamente 1.2 millones de kilómetros cuadrados y abarca, en su totalidad, los estados de Arizona y Nuevo México, buena parte del oeste de Texas, del este de California y del sur de Colorado, Utah y Nevada. Quizá en ningún otro lugar de la Tierra haya creado la naturaleza una poesía visual tan extraordinaria, desde las ondulantes dunas de los cuatro desiertos —el de Mojave, el de Sonora, el de Chihuahua y el de la Gran Cuenca— hasta los cañones de más de un kilómetro de profundidad y las floridas praderas de las montañas. En este mundo de enormes distancias y de cielos intensamente azules, las iguanas cornudas, que semejan dinosaurios en miniatura, se tuestan al sol; los correcaminos acechan y luego engullen víboras de cascabel; y los saguaros —cactos de varios metros de altura— parecen florecer dos veces, la primera con flores blancas, la segunda con frutos rojos. A lo largo de los siglos, el Suroeste ha sido hogar de varias tribus indígenas (como los indios pueblos), de colonizadores españoles, de vaqueros y pistoleros. Tan sólo en los últimos diez años de la era moderna, más de 1 millón de personas se han establecido en estas tierras, atraídas por la bondad del clima, la impresionante belleza de los paisajes y un ritmo de vida menos agitado.
Me enamoré perdidamente del Suroeste a fines de los años cuarentas, cuando mi padre, que trabajaba en la industria de la construcción, aceptó un empleo en el desierto de Mojave. Un día —tendría yo unos cuatro años de edad—mi familia y yo salimos a acampar en la orilla norte del Gran Cañón. A la luz del atardecer, me asomé por un costado de esta espléndida formación natural y descubrí el desfiladero más profundo que se pueda imaginar, esculpido en forma de una gigantesca cinta para el pelo que parecía ondear al viento. Me quedé mirando los tonos morados, rojos y amarillos del arco iris de sus paredes, y comprendí que habíamos llegado a un lugar mágico.
Esa misma noche escuché por primera vez la música ritual de los coyotes, los "perros cantores" del Suroeste. Uno de ellos comenzó a canturrear, seguido de otro, y de otro más, hasta que el coro se elevó como una sinfonía en el cielo tachonado de estrellas. Luego, una por una, se fueron apagando las voces y de nuevo reinó el silencio en nuestro entorno.
Durante años, viviendo yo en otras partes, llevé en el corazón el canto del coyote, y jamás dejé de prometerme que algún día regresaría para siempre al Suroeste. Pasaron las décadas, y mi sueño se desvaneció. Luego, en 1980, decidí hacer un paréntesis de un año en mi trabajo docente, amontoné todas mis pertenencias en mi automóvil y, recordando la promesa que me había hecho de niña, conduje sin parar hasta Santa Fe, Nuevo México. Una vez allí, resolví quedarme, y jamás me he arrepentido.
Enclavada en medio de una serie de cerros, en el punto donde convergen una vasta meseta y las montañas de Sangre de Cristo, esta comunidad, situada a 2100 metros sobre el nivel del mar y constituida por edificios chatos de adobe, es famosa por la luminosidad de su atmósfera y por la compleja urdimbre de sus culturas. Goza también de reputación internacional como avanzada artística. La escritora francesa Simone de Beauvoir, quien en 1947 visitó la ciudad y sus alrededores, la calificó de mundo mágico y comentó que le recordaba, por una parte, a África, y por la otra, a la campiña francesa. Otros viajeros han comparado a Santa Fe con lugares tan diversos como Afganistán, Argentina, China y España.
En mi opinión, lo que mejor ilustra los muchos estados de ánimo de la ciudad es la Fiesta de Santa Fe, que se celebra cada año a principios de septiembre. Uno de los aspectos más relevantes de ella se lleva a cabo en el ocaso del primer día, en el parque Fort Marcy. Se trata de la espectacular quema de Zozobra, una efigie de 14 metros de altura confeccionada con muselina blanca, papel, madera y tela de alambre, y que, según la tradición, representa todas las preocupaciones y penas del año. "¡Quémenla! ¡ Quémenla!", comienza a gritar la multitud mientras decenas de ensabanados conocidos como glooms (personajes que encarnan el abatimiento y la tristeza) se deslizan por los escalones frente al parque. Al terminar el último canto, Zozobra agita cada vez más rápido sus descomunales brazos y llena el aire nocturno con sus espantosos y ensordecedores lamentos. A continuación, el Danzante del Fuego mueve frente al gigantón una antorcha encendida, de la cual se desprende una chispa que lo hace arder. Los ojos negros de Zozobra se enrojecen y empiezan a escupir cohetes. Sus labios escarlata se abren para dar paso a las llamas. La nariz bulbosa, en la cual se oculta una imagen del Villano del Año, se vuelve negra y se desintegra.
Los dos siguientes días, los habitantes de Santa Fe celebran la fiesta con procesiones solemnes y alegres desfiles, servicios religiosos y representaciones teatrales folclóricas. En el acto ritual de clausura, el arzobispo Roberto Sánchez exhorta a todos a "celebrar la fiesta todos los días en su corazón".
El hijo de la autora busca oro en su batea, cerca de la confluencia del río Rojo y el río Bravo.
CUANDO, en 1925, el psicólogo suizo C. G. Jung visitó Taos, aldea indígena cercana a Santa Fe, se sentó cierto día al lado de un jefe indio que iba envuelto en su manta y se llamaba Lago de la Montaña. Esto ocurrió en las proximidades de Río del Pueblo de Taos, sitio que durante siglos ha dividido a los aldeanos en dos grupos: la Gente de Verano y la Gente de Invierno. El jefe le dijo con franqueza a aquel gran pensador que su pueblo consideraba locos a todos los blancos.
—¿Por qué? —preguntó Jung, sorprendido.
—Porque dicen que piensan con la cabeza.
—¡Naturalmente! —replicó el suizo—. ¿Con qué piensan ustedes?
—Nosotros pensamos con esto —respondió Lago de la Montaña, señalando su corazón.
Este sencillo intercambio, y otros por el estilo, ayudaron a Jung a comprender la excesiva importancia que se da en Occidente al intelecto a expensas de las emociones.
¿Han cambiado las antiguas creencias de estos indios? En ciertao casión, un administrador de los indios pueblos me dijo confidencialmente que, hasta el día de hoy y obedeciendo a una tradición, algunos chamanes están obligados de por vida a no abandonar jamás sus aldeas desde la puesta del Sol hasta el amanecer. Y en ciertos hogares, las personas de mayor edad ofrecen alimentos a los espíritus antes de cada comida. En otra ocasión vi que un niñito indio de unos cuatro años de edad tiraba del brazo a un anciano mientras le preguntaba: "Abuelo, ¿qué somos nosotros, Gente de Verano o Gente de Invierno?"
En Santa Fe aún se oye hablar alguna de las muchas lenguas indígenas, como el tewa, el tiwa, el towa, el keresan y el navajo. Además, varios miles de personas en todo el norte de Nuevo México se expresan en variantes arcaicas del castellano. Esta pluralidad lingüística apunta a una verdad subyacente. Es obvio que Santa Fe no es un caso más del estereotipado crisol estadunidense. "Nos parecemos más bien a una fuente de ensalada", comenta el historiador y novelista Orlando Romero. "En una ensalada, los tomates siguen siendo tomates, la lechuga sigue siendo lechuga y los pepinos siguen siendo pepinos, pero todos ellos se combinan bien".
Otro de mis sitios favoritos en el Suroeste es la región de Four Corners (Cuatro Esquinas ), donde se tocan los estados de Utah, Colorado, Nuevo México y Arizona. Entre mesetas rojas y desfiladeros ocultos vive el pueblo que se llama a sí mismo Dineh, el Pueblo: los navajos. La entrada de sus casas poligonales —hogans— mira al oriente para que sus moradores puedan saludar al Sol naciente entonando el tradicional Canto de la Aurora: "Me rodea la belleza/Con ella paseo/Voy por el hermoso sendero/ Con ella paseo". En este sitio, una antiquísima formación volcánica, Shiprock, sobresale en la llanura. Su nombre navajo es Tse-bit- a-i, o sea, la Roca con Alas. Aun en la actualidad, los cronistas orales refieren que en épocas muy remotas Tse-bit- a-i era un pájaro gigantesco que transportó al Pueblo a la región de Cuatro Esquinas desde las tierras ubicadas más allá de donde se pone el Sol en el verano.
Cuando los navajos se desplazaron hacia el Suroeste, hace 600 años aproximadamente, se encontraron con las ruinas de piedra de centenares de aldeas y poblados, y dieron a sus desaparecidos habitantes el nombre de anasazi, los antiguos. Los anasazi vivían muy dispersos por toda la región de Cuatro Esquinas y construyeron sus moradas más espectaculares entre los años 1000 y 1300 de nuestra era, cuando su cultura estaba en pleno apogeo. Algunas de ellas aún se conservan en el Parque Nacional Mesa Verde y en el Parque Histórico Nacional de la Cultura Chaco. En Chaco, más de diez antiguas aldeas con edificios de piedra se agrupan a lo largo de la base de un desfiladero poco profundo; entre ellas, el laberíntico Pueblo Bonito, de cinco pisos de altura, que posiblemente fue la morada de unos 1000 habitantes.
En Cuatro Esquinas hay un sitio fantástico que muy pocos han tenido el privilegio de ver: el Yermo de Bisti, de 1600 hectáreas, la "Tierra de Muchas Erosiones" en la lengua navajo. Aquí se alzan por doquier columnas de piedra de formas caprichosas. Una piedra blanca, semejante a un pájaro enorme, se posa en equilibrio sobre un hoodoo, o columna de lodo seco. Una figura reclinada, también de piedra, da la impresión de haberse escapado del taller del escultor británico Henry Moore. Si se provee de agua suficiente, un viajero puede vagar por este sitio durante varios días sin encontrar un alma.
También me encanta el desierto sonorense del sur de Arizona, donde desde hace siglos viven los o'odham y otros indios. Una vez, en compañía del arqueólogo Boma Johnson, de la Oficina de Administración de la Tierra, caminaba yo por la parte oeste del desierto, a lo largo de una gastada vereda de quebradizo gneis. "Quizá ninguna otra senda en el Suroeste haya sido tan transitada como esta", comenta Boma. "Por aquí pasaron los primeros exploradores españoles, y también los buscadores de oro del año 1849. Pero antes de todos ellos, la senda había sido utilizada por los indios durante 5000 años".
Mientras caminábamos, Boma recorría con la vista las orillas de la vereda. "Mira", dijo de pronto, acuclillándose cerca de un montón de piedras redondas. "Es un antiguo hito caminero indio. Antes de emprender la excursión por la mañana, un miembro del grupo recogía una piedra pequeña. Cuando se detenían por la noche, la depositaba en un santuario del campamento".
Llegamos a un paraje donde yacían, diseminados, pequeños fragmentos de cuarzo blanco. "Este es uno de los lugares", me explicó, "donde en otras épocas los indios partían el cuarzo porque creían que encerraba un poder espiritual especial, y que el poder de la piedra era transferido a la persona que la despedazara". A un lado del sendero, una pequeña circunferencia de tierra, sin piedras en su interior, formaba un círculo indio de oración. También me mostró Boma utensilios de piedra, veredas consagradas a la danza, y misteriosas formas de animales y figuras de aspecto humano, grabadas o esculpidas en el suelo.
Al norte del desierto sonorense, el suelo se abre y deja a la vista el Gran Cañón del Colorado, de 446 kilómetros de longitud y 1.6 kilómetros de profundidad. Siempre que regreso allí, sus vetas de roca multicolores, su interminable juego de luces y sombras, y los cambios que traen las estaciones del año renuevan y aumentan mi asombro. Otro tanto ocurre a los casi 4 millones de turistas que anualmente visitan el cañón. Cierto día en que me hallaba en la orilla sur, contemplando los innumerables estratos del desfiladero y los oteros que surgen de su interior, una señora inglesa que se hallaba a mi lado exclamó con un suspiro: "Me es imposible decidir dónde posar la mirada".
Volvimos a contemplar la cambiante naturaleza del Cañón del Colorado, desde las intensas sombras del amanecer hasta el resplandor rosado del ocaso. Mientras escuchaba a un solitario coyote convocar a sus hermanos para dar inicio a la serenata nocturna, me pareció que un ciclo de mi vida se había cumplido. Sigo enamorada del Suroeste. Valoro enormemente la forma en que ahí se relacionan el presente, el pasado y el futuro; los seres humanos y los lugares. Y lo mejor de todo es que sé que siempre habrá sorpresas, misterios y mundos nuevos que explorar.
FOTO #2: © 1989 POR PHILIP EBNER/PROFILES WEST