¿NO SERÁ ENFERMEDAD ESE CANSANCIO?
Publicado en
diciembre 30, 2012
Por fin, los investigadores están descubriendo las causas del síndrome de fatiga crónica, afección debilitante que aflige a cinco millones de personas.
Por Geoffrey Cowley
HACE 17 AÑOS, a Nancy Kaiser le aquejó una extraña enfermedad. A los 38 años, el ama de casa de Albuquerque, Nuevo México, activa golfista y nadadora, se sentía morir. Estaba débil, profundamente fatigada y atormentada por infecciones de la vejiga. Le dolían los músculos. Sus estados de ánimo variaban de manera imprevisible, y parecía fallarle la memoria. Los médicos pensaron que estaba entrando en la menopausia y, en 1981, Nancy aceptó someterse a una histerectomía. Al no mejorar su salud, los médicos la remitieron a varios psiquiatras.
En 1987 la señora Kaiser ya había consultado a 212 especialistas. Estaba perdiendo la vista, y cada día sufría unos diez o 12 ataques convulsivos leves. Sin embargo, como no padecía de una enfermedad conocida, nadie aceptaba que estuviera enferma. Los médicos le insinuaron que estaría mejor en una institución para enfermos mentales.
Aunque no se haga mención de él en las revistas médicas más conocidas, el misterioso padecimiento de Nancy Kaiser constituye hoy una de las principales preocupaciones en el ámbito de la salud pública.
Esta afección recibe varios nombres. Los británicos y canadienses que la padecen la conocen como encefalomielitis miálgica. Los japoneses la llaman síndrome de deficiencia de fagocitos. En Estados Unidos, se le aplica por lo general el término de síndrome de fatiga crónica (SFC). Algunos de sus síntomas más comunes —fiebres e inflamación de los ganglios linfáticos, sudores nocturnos, dolor en músculos y articulaciones— evocan un cuadro clínico inquietantemente familiar. Pero, a diferencia del sida, este síndrome no parece ser una enfermedad sexualmente transmitida, y no mata a la gente, aunque la deja inválida y en un estado de confusión mental. Muchos pacientes padecen de variaciones muy marcadas en sus estados de ánimo, o de ataques de pánico, y la mayoría experimenta cierta disminución de la inteligencia. Son comunes los trastornos del sueño, al igual que los de la vista. Y, aunque el padecimiento a veces remite tras varios meses infernales, puede persistir años... o desaparecer para regresar después.
"No está claro si se trata de una o de varias enfermedades, o de una o varias causas", explica el doctor Walter Gunn, principal investigador del síndrome en los Centros para el Control de Enfermedades (CDC), dependencia federal responsable de seguir el rastro de las enfermedades infecciosas en Estados Unidos. Se llega al diagnóstico principalmente descartando otros padecimientos; entre ellos, el sida, el cáncer y la esclerosis múltiple. El tratamiento se administra por tanteo.
Es posible que el síndrome de fatiga crónica no sea una enfermedad nueva. El mismo desconcertante conjunto de síntomas ha aparecido tanto esporádicamente como en epidemias muy localizadas durante más de un siglo. No obstante, hasta hace poco, habían sido raros los casos registrados de este mal.
En Estados Unidos, el inicio de este nuevo y preocupante capítulo tuvo lugar en Incline Village, Nevada, centro de recreo junto al lago Tahoe. En el otoño de 1984, más de diez profesores de enseñanza media superior acudieron a consultar a los doctores Paul Cheney y Daniel Peterson con lo que parecía ser una gripa muy rebelde. A los pocos meses, cerca de 200 residentes de la comunidad del lago Tahoe habían presentado los mismos síntomas, y nadie parecía mejorar. La mayoría de los enfermos estaba produciendo una enorme cantidad de anticuerpos contra el Epstein-Barr, el virus del herpes que provoca la mononucleosis infecciosa. Pero esta enfermedad es rara en los adultos, y nunca se ha oído hablar de epidemias de mononucleosis infecciosa en adultos. Por tanto, Cheney dio parte del extraño brote a los CDC.
En septiembre de 1985, tras repetidas solicitudes, la agencia envió a dos investigadores que, en un informe publicado, concluyeron que el virus de Epstein-Barr no era necesariamente la causa del problema. Cuando llegan a adultas, casi todas las personas ya han sido infectadas por este virus, y la gente sana a veces presenta los altos recuentos de anticuerpos que estaban registrando Cheney y Peterson. Además, el Epstein-Barr no era el único agente infeccioso al que parecían estar combatiendo estos pacientes: los análisis de sangre revelaron también recuentos elevados de anticuerpos contra el herpes simple y contra el citomegalovirus.
El doctor David Bell recuerda aún el día de 1986 en que leyó algo acerca de la epidemia del lago Tahoe. Se encontraba en su consultorio, en Lyndonville, Nueva York, población agrícola ubicada al sur del lago Ontario. En esa época, casi todos los pacientes que veía estaban afectados por la enfermedad más extraña que él hubiera visto: un mal persistente, parecido a la gripa, y sin causa tangible. De lo que leyó, dedujo que en el centro de recreo de Nevada se había presentado una "elegante" forma de hipocondría que afectaba a adultos jóvenes y prósperos de zonas urbanas, y que dos médicos de la localidad la atribuían al virus de Epstein-Barr. "Yo sabía que lo que teníamos entre manos no tenía nada que ver con los profesionales jóvenes que viven en las ciudades", señala. En efecto, la mayoría de los pacientes de Bell eran niños, y el 25 por ciento de ellos había tenido resultados negativos en los recuentos de anticuerpos contra el virus de Epstein-Barr.
Los problemas de Bell habían comenzado en noviembre de 1985, cuando Jean Pollard, su secretaria, acompañada por el esposo, llevó de urgencia al hospital a su hija de 13 años para que le extirparan el apéndice. Las tres hijas menores de los Pollard se quedaron con David y Debbie Duncanson, amigos de la familia, que tenían ocho hijos. Tres de los niños Duncanson habían estado enfermos ese año. A las dos semanas, las tres niñas Pollard, Debbie Duncanson y cinco de sus hijos presentaron dolor de garganta, ganglios linfáticos inflamados, dolor de estómago, vómito y fatiga excesiva. Bell supuso que tendrían gripa y que pronto se les pasaría.
Pero no fue así; el mal empeoró. "Mis hijos empezaron a pasearse llorando y extendiendo los brazos al frente, porque les dolían mucho los ganglios", recuerda Debbie Duncanson. Las niñas Pollard casi no pudieron caminar durante tres meses. Al verano siguiente, Bell ya atendía a alrededor de 30 casos de esta afección, en niños y adultos.
Luego de tratar en vano de interesar al departamento de salud del estado, Bell comenzó a estudiar a sus pacientes para descubrir elementos comunes entre ellos. Y surgieron varios: era probable que los niños afectados tuvieran alergias y hubieran estado bebiendo leche no pasteurizada. Por desgracia, los síntomas no correspondían a los de ninguna alergia o infección bacteriana común.
En la primavera de 1987 seguían aumentando los casos que atendía Bell. Optó por remitir a sus pacientes a los especialistas, pero estos no encontraron nada anormal. Llamó a los CDC, pero le informaron que no intervendrían sin una invitación del departamento de salud del estado. Entonces se presentó una paciente con un caso clásico de lo que ya se llamaba el síndrome de Lyndonville; pero como procedía de California, conocía su enfermedad con el nombre de síndrome crónico de Epstein-Barr. Bell advirtió al instante que los médicos del lago Tahoe estaban haciendo frente a esa misma enfermedad.
En realidad, el padecimiento estaba brotando por todo Estados Unidos y ya había llamado la atención de un reducido grupo de investigadores médicos. El doctor Anthony Komaroff, jefe de medicina general del Hospital Brigham and Women's de Boston, Massachusetts, había llevado a cabo un estudio independiente de la epidemia del lago Tahoe y había encontrado claros indicios de una afección orgánica. El doctor Seymour Grufferman, epidemiólogo especialista en cáncer, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh, Pensilvania, estaba estudiando un brote de la enfermedad entre los miembros de una orquesta de Carolina del Norte.
En el otoño se conocieron Bell y Cheney en una conferencia nacional sobre el padecimiento y comenzaron a comparar sus experiencias. La mayoría de los investigadores seguía dando a esta enfermedad el nombre de síndrome crónico del virus de Epstein-Barr, pero muchos habían desviado su atención a otros virus, entre los que se contaban uno recién descubierto de herpes, llamado HHV-6, y los enterovirus (el de la poliomielitis, los de Coxsackie y el "huérfano citopático entérico humano, o echo"). El problema era que ninguno de esos virus estaba activo en todos los pacientes ni aparecía exclusivamente en las personas afectadas. En 1988, los CDC cambiaron el nombre del padecimiento por el de síndrome de fatiga crónica. Ya no era posible negar su existencia, pero su causa sigue siendo un misterio.
La hipótesis que surgió sostenía que el SFC era fundamentalmente un trastorno del sistema inmunitario. Los investigadores proponen la teoría de que el padecimiento se inicia cuando el "Agente x" —una sustancia o un agente patógeno desconocido— lesiona el sistema inmunitario del organismo. Entonces, la lesión permite que proliferen de modo incontrolable algunos virus que normalmente están inactivos.
Otros hallazgos han venido a completar el cuadro de un sistema inmunitario desordenado. Las investigaciones de la doctora Nancy Klimas, efectuadas en la Facultad de Medicina de la Universidad de Miami, Florida, han demostrado que, en los pacientes con SFC, los fagocitos que normalmente atacan cualquier cuerpo extraño al organismo son sumamente lentos. También ha descubierto la doctora Klimas que ciertas clases de células T —fagocitos programados para atacar a intrusos específicos— son hipoactivas o hiperactivas. Todos estos hallazgos representan avances, pero sólo ahondan el misterio principal: ¿qué agente está trastornando el sistema inmunitario de las personas y sembrando tal caos en el organismo?
La epidemia del sida suscitó precisamente la misma pregunta a principios de los ochentas, y el culpable resultó ser un retrovirus, el tristemente célebre HIV. Los retrovirus son básicamente cadenas independientes de ácido ribonucleico (ARN) que pueden transformarse en ácido desoxirribonucleico (ADN) y combinarse de manera permanente con los cromosomas de ciertas células. (Se les llama retrovirus porque el ARN generalmente se obtiene a partir del ADN). Estos agentes infecciosos son comunes en los animales, pero sólo cuatro —el HIV, el HIV-1, el HTLV-1 y el HTLV-2— se han encontrado en seres humanos. Los cuatro atacan a unas células del sistema inmunitario llamadas linfocitos T y se asocian a padecimientos crónicos como la leucemia, varias enfermedades del sistema nervioso y, posiblemente, la esclerosis múltiple.
En septiembre de 1990, un equipo de investigadores del que formaron parte los doctores Bell y Cheney y la doctora Elaine DeFreitas, del Instituto Wistar de Filadelfia, Pensilvania, anunció el descubrimiento de un posible vínculo genético entre el virus humano de la leucemia de las células T (el HTLV-2) y el SFC. Pero si el culpable es un retrovirus, ¿se trata de un virus animal adquirido mediante el consumo de leche o carne (como lo sugirió la investigación llevada a cabo por Bell en su localidad), o de un retrovirus humano contagiado por contacto accidental?
Otros investigadores han estado explorando toda una gama de agentes infecciosos con vistas a descubrir la causa de la enfermedad. Se dice que un investigador muy respetado en la comunidad médica, el doctor John Martin, patólogo molecular de la Universidad del Sur de California, ha identificado lo que él cree que puede ser la causa del síndrome de fatiga crónica. El doctor Martin sostiene que, cuando se publiquen, sus hallazgos invalidarán algunas teorías previas sobre la causa del SFC.
A pesar de la incertidumbre que aún existe, una cosa está clara: los medios de información y la comunidad médica, en general, se han tardado mucho en tomar en serio el SFC. Hasta la fecha, gran parte de las investigaciones que se han llevado a cabo en Estados Unidos han sido financiadas —y publicadas—por grupos de pacientes o por médicos, en lo individual.
Nancy Kaiser, el ama de casa de Albuquerque, fue afortunada. Finalmente dio con el doctor Peterson, que estaba familiarizado con su padecimiento por la experiencia que había tenido en Incline Village, y aceptó ayudarla. Nancy obtuvo alivio con un medicamento que está en fase experimental. Ahora lleva una vida casi normal, pero el sufrimiento que soportó sigue siendo para ella motivo de indignación. "Estamos desesperados por recibir atención médica", asegura, refiriéndose a los pacientes con quienes comparte tan terrible mal.
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