Publicado en
diciembre 02, 2012
Mi esposa se esforzaba por hacerme comprender lo que yo estaba perdiendo, pero no le hacía caso.
Por Harold Kushner
TENGO BUENAS RAZONES para sentirme satisfecho con mi vida. Llevo 31 años casado con Suzette, que me dío dos hijos maravillosos. Como rabino, se me conoce y respeta. Vivo en una casa agradable y tengo recursos para viajar en las vacaciones.
Con todo, si algo pudiera cambiar, serían aquellos años en que me dediqué tanto al trabajo, que descuidé a mi esposa y a mis hijos. Como ocurre con la mayor parte de los varones, mi vida profesional era lo primero para mí. El trabajo era la "amante" que me absorbía el tiempo y las energías que debí haber invertido en mi hogar. Un versículo del Cantar de los Cantares de Salomón me trae a la memoria los días, ya lejanos, en que solía dedicar largas horas a aconsejar a otras personas sobre sus problemas familiares: "... y me pusieron a cuidar las viñas, ¡y mi propia viña no cuidé!"
Una y mil veces, Suzette me dijo que estaba yo cometiendo un error, y que nuestros hijos querían y necesitaban mi atención. Además, no era justo que ella cargara con todas las responsabilidades de la crianza de los hijos, desde llevarlos a los médicos hasta contarles cuentos antes de dormir. Con todo, lo más importante, insistía ella, era que yo merecía participar de esos años mágicos en que mis hijos estaban creciendo, y que muy pronto terminarían.
Yo, exasperado, le explicaba que si me pasaba tanto tiempo en la oficina no era porque me gustara más estar allí que en casa. Yo realizaba una labor difícil, frustrante; más aún, lo hacía por ella y por los niños. Leerles cuentos a Aaron y a Ariel no era la única forma de demostrarles cariño, le aseguraba yo a mi esposa. Proporcionarles sustento, ropa, un hogar estable y educación en una escuela particular también eran expresiones de dedicación.
Al volver la vista atrás, caigo en la cuenta de que entregaba una parte tan considerable de mi alma al trabajo porque ahí era donde yo vivía emocionalmente. Me definía a mí mismo a través de mi trabajo, no a través de mi papel como esposo y padre. ¡Ojalá le hubiera hecho caso antes a Suzette!
Hace poco leí un artículo sobre el síndrome denominado "Gracias a Dios es lunes"; es decir, la tendencia de mucha gente a sentirse entusiasmada con su trabajo y aburrida en casa. En efecto, muchas sociedades parecen creer que hacer dinero vale más que moldear el alma de las personas, que importa más tratar con adultos que tratar con niños. Yo había entendido mal lo que significa tener éxito.
De joven, no sólo defraudé a mi familia; me defraudé a mí mismo. Me molestaba que otros rabinos fueran asignados a congregaciones mayores que la mía, o que sus servicios atrajeran a más personas que los míos. En vez de alegrarme de su buena fortuna y reconocer que todos servíamos al mismo fin, veía en su éxito una expresión de mi propia ineptitud.
Este tipo de situación es peor aún en las compañías donde, por encima de todo, se fomenta la competencia entre los empleados. En cierta ocasión, durante una convención de los mejores agentes de seguros de Estados Unidos, hice esta pregunta: "¿Cuánto les costó venir aquí esta semana? No me refiero al precio del billete de avión o de la habitación de hotel, sino a lo que de su vida personal sacrificaron en aras de la venta de seguros".
Tengo una idea bastante precisa de lo que les costó. En cierta ocasión oí a un cantante popular presentar con estas palabras una canción sobre su padre: "Entre toda la gente que quiero, mi padre es a quien menos conozco". E inmediatamente pensé: Sí, yo podría haber dicho lo mismo sobre mi propio padre. Pero mi segunda reacción fue: ¿Dirán lo mismo de mí mis hijos?
Parece ser que este fenómeno es casi exclusivo de los varones. Nos definimos por nuestra capacidad para ganar dinero, y no por nuestras relaciones humanas. Desde tiempos inmemoriales, nuestra sociedad ha enseñado a los hombres a sentirse a gusto en la competencia e incómodos en la intimidad. Con las mujeres ha ocurrido precisamente lo contrario.
Pero ahora que tantas mujeres han ingresado en el mundo del trabajo, se sienten igualmente seducidas por el canto del éxito y de la competencia, y acaban por creer que se obtiene más satisfacción de vender bienes raíces que de cambiar pañales. En mi opinión, a las mujeres les ha tocado la mejor parte desde siempre, porque lo que da mayor sentido a la vida es amar y compartir, no sólo ganar.
Cuando cumplí 50 años, comprendí que mi esposa tenía razón. Mis valores estaban de cabeza. Pero no cambié en un momento de reflexión, ni tampoco cuando mi hijo Aaron murió a los 14 años de una rara enfermedad. Cambié sencillamente porque el paso del tiempo me había hecho madurar. Ya había aceptado mis puntos flacos y mis virtudes, y sabía que era posible dejar de empeñarme en rebasar a los que iban delante de mí.
Para sorpresa mía, me sentí liberado cuando renuncié a mis ambiciones de juventud. Con todo, era ya demasiado tarde para recuperar aquellos años de mi matrimonio, de mi paternidad. Entre las personas más tristes que he conocido están los hombres de cuarenta y tantos años que les dicen a sus hijos adolescentes: "Todos estos años he equivocado mis prioridades. En lo sucesivo les dedicaré más tiempo a ustedes y menos al trabajo", sólo para que les respondan: "Te lo agradecemos, papá; pero tenemos otros planes".
¿Qué puede hacer usted para no llegar a la madurez con estos arrepentimientos? Para empezar, pregúntele a algún compañero suyo de oficina diez o 15 años mayor que usted: "¿Qué te gustaría haber hecho en forma distinta cuando tenías mi edad?"
Uno de los ejemplos que más me gusta compartir es el de Peter Lynch, superestrella del mundo de las inversiones. En 1990, este magnate causó asombro en Wall Street cuando decidió renunciar a sus jornadas de 14 horas y a un ingreso de muchos millones de dólares para dedicar más tiempo a su familia.
Lynch declaró: "Cuando mi primera hija era chica, pude ver con ella programas infantiles de televisión y llevarla al parque a volar cometas. Pero rara vez tengo la oportunidad de hacer estas cosas con las dos menores. Por suerte, aún estoy a tiempo de empezar".
Lynch no tiene la menor duda de haber optado por el camino correcto. "No conozco a nadie", afirma, "que en su lecho de muerte se haya arrepentido de no haber pasado más tiempo en la oficina".
© 1989 POR HAROLD S. KUSHNER. CONDENSADO DE "REDBOOK" (ENERO DE 1990), DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.