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noviembre 18, 2012
Suba usted al Índico-Pacífico y realice uno de los viajes en ferrocarril más largos del mundo.
Por Paul Raffaele.
A LAS 2:40 DE LA TARDE de un caluroso jueves de noviembre, un estridente pitido resuena en el andén número uno de la Estación Central de Sydney. Por los altavoces, el jefe de estación anuncia: "Atención, por favor: el tren con destino a Perth y puntos intermedios se dispone a partir".
Al frente de un tren más largo que cinco campos de futbol juntos, la locomotora principal va lanzando ya al aire húmedo una fumarola de gases de diesel. Muy despacio, los 19 vagones plateados inician su marcha, reciben un baño de sol al salir de la estación y luego empiezan a ganar velocidad.
Desde mi compartimiento climatizado, por una ventanilla de doble vidrio veo pasar las estaciones suburbanas y me lleno de emoción. Voy en el Índico-Pacífico, el primer tren transcontinental del mundo en unir dos océanos. En dos días y medio, yo y otros 386 pasajeros vamos a recorrer 4350 kilómetros y a cruzar tres husos horarios hasta Perth: un trayecto más largo que la ruta en tren de Londres a Estambul. Atravesaremos montañas y vastos desiertos; pararemos en varias ciudades y en algunos de los asentamientos más remotos del orbe, y seguiremos el tramo recto de vía férrea más largo del planeta.
En jet llegaríamos a nuestro destino en mucho menos tiempo, pero para la mayoría de los pasajeros lo que importa es el recorrido. Nos disponemos a disfrutar los placeres de la vida en esta aldea rodante, cuyos 24 diligentes empleados (y cientos de trabajadores más a lo largo del camino) se esmerarán en garantizar nuestra comodidad y seguridad.
Poco después de partir, me dirijo a la cabina de la locomotora principal a charlar con el maquinista, Ian Casey. Sentado frente a un parabrisas panorámico, este alegre hombre de 54 años conduce el tren guiándose más por el "instinto" que ha desarrollado en sus20 años de experiencia que por los luminosos números verdes de su tahlero computarizado.
—Por el sonido de los motores y la inercia de los vagones puedo saber a qué velocidad vamos o si algo está fallando —me explica.
Frente a nosotros, y a 60 kilómetros de Sydney, percibo la silueta irregular de los Montes Azules, un macizo de arenisca de 1000 metros de altura. Para atravesarlo, subiremos por la cuesta ferroviaria más empinada de Australia; en promedio, se asciende un metro por cada 33 metros de vía.
En las bajadas, Casey jala la palanca del acelerador para reducir el consumo de combustible y dejar al tren descender por su propio peso; en las subidas, vuelve a empujarla en el momento preciso para no perder impulso. Al tomar una curva, reduce la velocidad, y luego acelera en el instante exacto para salir de ella sin culebrear. La concentración lo hace fruncir el entrecejo, ya que, en este tipo de maniobras, un error de cálculo podría lanzar al piso a pasajeros, vajillas y equipaje; una falla grave incluso podría causar un descarrilamiento.
Poco después de remontar la cuesta, suena una alarma en la cabina y el maquinista se sonroja. Hay un botón en el tablero que, desde que partimos, presiona cada minuto y medio.
—Es un freno de seguridad —me explica.
Si por alguna causa el maquinista deja de oprimir el botón, la alarma suena y, 60 segundos después, los frenos se activan automáticamente. Casey se había olvidado de hacerlo.
—Andaba yo en las nubes —admite, y en seguida lo oprime.
Al anochecer, luego de 150 kilómetros de viaje, el tren entra en un valle y se detiene en el pueblo minero de Lithgow. Allí, otro conductor toma el sitio de Casey. El reglamento ferroviario prohíbe a los maquinistas trabajar más de 11 horas al día.
Después de cenar en el vagón comedor, provisto de 48 asientos, me reúno con el jefe de tren, Dave Goodwin, hombre fornido de 45 años, quien está revisando las listas de pasajeros en una oficina en miniatura.
—Estoy en los ferrocarriles desde que era un muchacho —dice—. Uno se acostumbra a trabajar en espacios reducidos.
La seguridad y comodidad de los pasajeros y del resto del personal serán su responsabilidad hasta la tarde del día siguiente, cuando lleguemos a Adelaida y lo reemplace otro jefe de tren. Cuando está de servicio, rara vez duerme más de una o dos horas. Durante un viaje reciente, un pasajero murió de un infarto en el vagón comedor y Goodwin tuvo que parar en una estación secundaria para meter el cadáver en un ataúd que el tren lleva en el vagón de frenos.
—Problemas nunca faltan —dice.
En efecto, al poco rato suena un timbre en la oficina, señal de que alguien encendió la luz azul de emergencia en un pasillo. Goodwin acude de inmediato al asiento número 42 y encuentra a un hombre sexagenario que está pálido y sudoroso.
—Hace unas semanas me operaron del corazón —dice entre jadeos— y apenas puedo respirar.
—No se preocupe, señor —responde el jefe de tren—. Con un poco de oxígeno va usted a sentirse bien.
Goodwin conoce de primeros auxilios. Corre por un tanque de oxígeno al vagón comedor y en seguida le coloca la mascarilla al pasajero. Después de respirar profundamente por espacio de varios minutos, el hombre expresa:
—Gracias. Ya me siento mejor.
De regreso en la oficina, Goodwin telefonea al coordinador ferroviario en Adelaida, el centro de operaciones del Índico-Pacífico.
—Por favor, tengan lista una ambulancia cuando lleguemos a la estación —le pide.
Hacia la medianoche el tren entra en tierras de ganado lanar. Dejamos atrás aldeas con melodiosos nombres aborígenes: Molong, Manildra, Cookamidgera... Más adelante, al llegar a Parkes, se apaga una de las dos locomotoras. Como han transcurrido nueve horas desde el inicio del viaje y ya no hay más cuestas que remontar, basta con una máquina para llegar a Perth.
Regreso a mi compartimiento (hay nueve en ese vagón), cuyo diseño es un milagro del arte de aprovechar el espacio: el interior, recubierto de madera, sólo mide tres pasosde largo por dos de ancho. Jalo una palanca para bajar la litera inferior, la cual está plegada contra la pared y de día hace las veces de sofá. Luego de extender las sábanas limpias y un cobertor azul, me acuesto y apago la luz. Por la ventanilla, sobre el fondo negro del cielo, veo millones de estrellas y los brazos de la Cruz del Sur. El vaivén y el traqueteo me arrullan y no tardo en quedarme dormido.
Cuando despierto, ya clarea sobre las inmensas llanuras centrales y contemplo un árido paisaje de dunas rojas salpicadas de eucaliptos enanos y acacias espinosas. Cerca de los rieles diviso un trío de canguros.
Luego de ducharme en un baño diminuto, oprimo un botón para pedir un poco de té. Después voy al vagón comedor para disfrutar de un desayuno típico de la llanura australiana: chuletas, tocino, salchichas, huevos y tomates asados a la parrilla.
A las 8:45 de la mañana el tren reduce la marcha; se acerca a una escarpada colina que se yergue junto a un pueblo de calles anchas y construcciones de arenisca. Estamos en Broken Hill, donde hay uno de los mayores yacimientos de plata, plomo y cinc del mundo. Desde 1883, cuando un deslindador de terrenos descubrió minerales allí, se han extraído metales preciosos con un valor equivalente a 50.000 millones de dólares actuales. Me uno a otros pasajeros que están ansiosos por salir al andén a estirar las piernas, pero todos retrocedemos cuando Goodwin abre la puerta del vagón para advertirnos:
—Hoy el aire está que quema. Estamos como a 40 grados.
Pese al calor, él y el resto del personal trabajan sin respiro. En Broken Hill tienen que abastecerse de agua de unas cisternas construidas junto a las vías. Goodwin baja al andén, coge una gruesa manguera y la conecta a un tanque de acero montado sobre el chasís de un vagón a fin de llenarlo. Entre Sydney y Perth, esta operación se repetirá cinco veces.
Horas después, al atardecer, aparecen en el paisaje unas pequeñas casas con tejado rojo. Estamos en las afueras de Adelaida, donde el tren hará una parada de una hora antes de continuar la marcha hacia Perth, aún a 2400 kilómetros de distancia.
En la estación, mientras una ambulancia se lleva al pasajero enfermo, una cuadrilla de trabajadores se despliega a lo largo del tren para limpiar los vagones y repostar la locomotora. El encargado de coordinar las operaciones es el supervisor Zac Diassinas, hombre de cabello negro que recorre el andén como un general en un campo de batalla. Con un radiotransmisor portátil pegado a una oreja, no para de dar órdenes.
—Hay una fuga en el tanque de agua del vagón H —le dice a un fontanero—. Vaya a revisar.
El hombre se arrastra debajo del tren y localiza el orificio. En diez minutos suelda una hoja de metal sobre el agujero con un soplete.
Entre tanto, con una linterna de alta potencia, un mecánico revisa los frenos de las 164 ruedas del tren. Cada rueda de la locomotora está montada sobre un eje y es impulsada por una fuente de energía independiente. Para detener el tren, el maquinista acciona un freno "dinámico" que interrumpe la corriente, y luego, con otra palanca, activa los frenos neumáticos de las ruedas de los vagones.
—Todo está en orden —informa el mecánico a Diassinas por radio.
Al cabo de un cuarto de hora reanudamos el viaje y no tardamos en divisar la franja sudoccidental de los montes Flinders. Antaño eran uñas montañas de arenisca tan altas como las del Himalaya, pero hoy, tras 500 millones de años de erosión, son unos cerros rojizos llenos de grietas.
A la mañana siguiente, el tren aminora la marcha al pasar junto a una cabaña donde seis hombres fornidos bajan sus palas para mirar el convoy. Son guardavías que acampan junto a los rieles y cuya única tarea es darles mantenimiento.
Su trabajo no es más que la continuación del de los hombres que, a comienzos de siglo, tendieron los rieles en ese desierto. Fue la obra ferroviaria más audaz de la historia, porque allí no había leña, comida, ni agua. A esos campamentos itinerantes llegaban caravanas de camellos cargados con víveres. Laborando desde ambos extremos de la ruta, las cuadrillas de peones tendieron 1600 kilómetros de vías en sólo cinco años y en 1917 terminaron la obra.
En la noche observo que las puertas de salida de los vagones están cerradas con llave.
—Vamos a hacer parada en varios apartaderos inhabitados —me explica Greg Fisher, el jefe de tren en turno—. Si alguien se bajara a caminar un poco y por descuido lo dejáramos allí, moriría deshidratado en muy pocas horas.
El Índico-Pacífico nunca ha perdido a nadie de ese modo; sin embargo, la precaución es un recordatorio de que nos estamos internando en uno de los vastos e inhóspitos desiertos del continente, el Nullarbor, nombre latino que significa "sin árboles". ¡Y vaya que hace honor a esa denominación! En esa llanura de piedra caliza, cuya superficie es seis veces mayor que la de Bélgica, no crece ni un árbol y la vegetación es casi inexistente.
El tren toma una curva y luego sale al tramo recto de vía férrea más largo del mundo, de 478 kilómetros de longitud. A eso del mediodía llegamos a Cook, un oasis poblado por 70 habitantes cuyo único empleo es dar mantenimiento a las vías, proveer de agua y combustible a los trenes transcontinentales y ofrecer atención médica a los viajeros. Con el sentido del humor que distingue a la gente de la llanura australiana, los moradores llaman a su localidad "la Reina del Nullarbor".
En Cook hay 17 casas prefabricadas, un hospital atendido por dos misioneras, una escuela para una veintena de niños y una tienda. Y sea cual sea la dirección hacia donde uno mire desde ese caserío perdido, el paisaje es árido y rocoso, casi lunar.
Reabastecido de agua y combustible, el tren emprende su recorrido final, de 20 horas, hasta Perth. Es hora de almorzar. Junto al vagón comedor principal, el jefe de cocineros Steve Balacco prepara a toda prisa una comida de tres platos para unas 150 personas. Su cocina no es más grande que la de una casa normal; sin embargo, lo reducido del espacio no arredra a este cocinero italiano que en sus 27 años con la compañía ferroviaria australiana ha cruzado el Nullarbor más de 1000 veces.
—Me gusta mi trabajo —dice, sonrojado—. Preparar platos refinados en estas condiciones es todo un reto.
Y no exagera. En un solo año, en el tren se sirven 220.000 comidas.
Mientras un mozo saca platos de unos anaqueles metálicos, Balacco retira de una parrilla eléctrica hasta seis trozos de carne a la vez y los acomoda en los platos con una guarnición de papas horneadas con salsa y brócoli recién calentado en el horno de microondas. Con gran rapidez, los camareros llevan los platos servidos a los hambrientos comensales.
—Hay pocas cosas que no podamos preparar aquí —dice Balacco—. Por ejemplo, pasteles; el bamboleo del tren impide que la masa repose.
Los cocineros del Índico-Pacífico casi no descansan. Después del almuerzo, Balacco envía a su ayudante al vagón almacén por provisiones. Tiene que preparar otros 432 platos para la cena, así que empieza a picar verduras. En una sola corrida del tren, los pasajeros consumen 665 kilos de carne, pescado y verduras, 900 salchichas, 160 docenas de huevos y 100 hogazas de pan.
A media tarde el tren se inclina hacia la derecha al tomar la primera curva en cuatro horas, y en el coche salón Silver City todos aplauden. Avanzamos sin detenernos y pasamos junto a las minas de oro de Kalgoorlie, que supuestamente se encuentran en el kilómetro cuadrado más rico del planeta. Al caer la tarde sobre las llanuras occidentales, vemos luces de fincas dispersas que brillan como luciérnagas en la oscuridad.
En la mañana siguiente, 65 horas después de haber partido de Sydney, el Indico-Pacífico llega a la estación de Perth y se detiene con un chirrido de frenos. Al bajar con el resto de los pasajeros, me despido de mis nuevos amigos y lamento que el viaje haya terminado, si bien me consuela saber que he disfrutado de uno de los recorridos en tren más largos y emocionantes del mundo.
El Índico-Pacífico es mucho más que un medio de transporte: es una aventura que hace evocar la heroica colonización de un continente. A partir de hoy, una parte de mi corazón viajará siempre con él.