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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
    h m
    (s)
    (s2)

    ESTILOS:
    h m
    (s)
    (s2)
    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Fijar "Guardar Imágenes"
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    Dar Zoom a la Imagen
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    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
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    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
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    B6
    B7
    B8
    B9
    B10
    B11
    B12
    B13
    B14
    B15
    B16
    B17
    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    COMO EL AGUA SOBRE LA ARENA (Kamala Markandaya)

    Publicado en noviembre 18, 2012

    2.a EDICIÓN
    RODAS, S. A.
    Madrid

    NARRATIVA
    DEL LEJANO ORIENTE

    Título del original:
    NÉCTAR IN A SIEVE

    Traducción de:
    ENRIQUE KEMPFF MERCADO

    © by Kamala Markandaya.
    © 1974 by Ediciones Rodas, S. A.
    Avenida del Generalísimo, 74. Madrid-16. España.

    Derechos exclusivos para todos los países
    de lengua española.

    Depósito legal: S. S. 785-74
    I.S.B.N.: 84-347-0032-8

    Impreso por T.O.N.S.A. San Sebastián.
    Encuadernado por Roner, S. A. Madrid.
    Printed in Spain.



    SOBRE ESTE LIBRO


    EN LOS años de buena cosecha la vida se desenvuelve plácidamente, abunda el arroz y hay dinero para comprar semilla de legumbres. Algunas veces hasta se consigue leche para los niños. A través de todas las estaciones, la generosa y dulce Rukmani se halla satisfecha en el amor y la admiración por su esposo Nathan y sus retozones hijos. La vida en el pequeño villorrio de India del Sur no tiene lujos que ofrecerles, pero ellos jamás supieron de lujos y no entienden a la gente que necesita de ellos, como las esposas, adornadas de alhajas, que llegan con los funcionarios de la nueva tenería.

    Parece que la instalación de la tenería trae mala suerte. Las cosechas se malogran, aumenta el hambre y surgen los altercados. Kunthi, la belleza de la aldea, cuyo comercio inescrupuloso con sus encantos ha sido por largo tiempo notorio, se arroja a más peligrosos artificios. La tenería consume tierras y los terratenientes tienen que imponer términos más severos a sus arrendatarios. Pero todavía hay amor, y los hijos de Rukmani crecen inteligentes y fuertes.

    Sin embargo, en esa tierra, donde todo depende de las lluvias y del arroz, la vida puede volverse despiadadamente ruda. El destino no ha terminado aún con Rukmani y sus hijos. Pero la lealtad y el espíritu de la familia nunca se quebrantan, y todavía encuentran sus propias recompensas.


    ALGUNAS PALABRAS INDIAS


    ● BEEDI, trompetilla.
    ● BULBUL TARA, instrumentito musical de cuerdas.
    ● CHAKKLI, zapatero remendón.
    ● CHOWKIDAR, guardián, vigilante.
    ● DHAL, lentejas.
    ● DHOTI, vestidura de hombre.
    ● GHEE, mantequilla clarificada.
    ● GODOWN, cuarto de sirvientes.
    ● GOLSU, aro, generalmente de plata, que se usa alrededor del tobillo.
    ● JAGGERY, un tipo de azúcar ordinaria.
    ● JUTKAS, carruaje liviano de caballos.
    ● KOHL O KHOL, cosmético para los ojos, de color negro.
    ● KUM-KUM, polvo rojo que se usa para marcas de casta, etc.
    ● MAIDAN, campo abierto.
    ● NAMASKAR, saludo.
    ● OLLOCK, medida de peso, de aproximadamente una libra.
    ● PANDAL, tienda de campaña.
    ● PATT-HAS, fuegos artificiales (onomatopéyico).
    ● PEONS, porteros, mensajeros.
    ● ZEMINDAR, terrateniente.
    ● No han sido incluidas las palabras cuyo significado es fácil de suponer.
    ● Una rupia tiene dieciséis amias y una atina doce pies. Un pice son tres pies.

    EL TRABAJO SIN ESPERANZA PONE NÉCTAR EN UN TAMIZ, Y LA ESPERANZA SIN UNA META NO PUEDE VIVIR.

    COLERIDGE


    CAPÍTULO I


    ALGUNAS VECES, en la noche, pienso que mi esposo está otra vez conmigo, llegando suavemente a través de la niebla, y que estamos tranquilos el uno junto al otro. Luego viene la mañana, los cambiantes grises se tornan color de oro, hay una pequeña agitación al despertar los que duermen, y él se aleja lentamente.

    Uno por uno salen al sol de la mañana mi hijo, mi hija. Y Puli, el niño de quien me aferré, que no era mío y que ya dejó de ser un niño. Puli está conmigo porque lo seduje, porque en mi desesperación lo tenté para que dejase su tierra y se viniese a la mía. Con todo, ahora ya no tengo temores. Lo que está hecho está hecho, no puede haber pesares.

    ¿Eres feliz conmigo?, le pregunté ayer, segura de su respuesta. Él asintió con la cabeza, sin titubear, pero un poco impaciente. Antojos de una anciana; necesidad de ser confortada.

    Pero el mejor de mis consuelos es mirar sus manos. No tiene dedos, sólo restos de ellos, pues lo que ha sido perdido jamás puede ser recuperado. Pero están limpios y sanos. Donde estuvieron las llagas, ahora queda la rugosidad de la piel rosada. Sus extremidades están intactas. Tanto Kenny como Selvam cumplieron la promesa que le hice.

    En la distancia, cuando el día está claro y mi vista no muy turbia, puedo distinguir el edificio donde mi hijo trabaja. Él y Kenny, el joven y el viejo. Un edificio espacioso, limpio y blanco. No fue levantado únicamente con dinero sino con la esperanza y la piedad de los hombres, pues yo conozco a quien lo ha visto crecer ladrillo por ladrillo, año tras año.


    Mis tres hermanas se casaron mucho antes que yo. Primero fue Shanta: una espléndida boda que duró muchos días con abundancia de regalos y festejos, pendientes de diamantes y un collar de oro, como cuadraba a la hija del cabecilla de la aldea. Después fue Padmini; ella también bien hizo una buena alianza y tuvo una boda decorosa, con joyas y dote. Pero cuando le tocó el turno a Thangam sólo asistieron a la ceremonia relaciones de nuestra propia aldea y no de los distritos vecinos, como aconteció antes; la única joya que tuvo fue un adorno de diamantes para la nariz.

    —¿Y qué será para ti, mi última hija, mi nena? —decía mi madre, tomando mi cara entre sus manos—. Cuatro dotes son demasiadas para que soporte un hombre.
    —Tendré unas bodas magníficas —contestaba yo—, tanto, que cada uno las recordará cuando todo lo demás no sea sino un sueño olvidado (había oído esta frase a un narrador de cuentos). ¿Acaso no es mi padre cabecilla de la aldea?

    Yo sabía que esto complacía a mi madre, pues inmediatamente se ponía a reír y perdía su aire preocupado. Una vez, cuando lo repetí, alcanzó a oírme mi hermano mayor y éste dijo con brusquedad:

    —No hables como una tonta. El cabecilla ya no tiene importancia. Está el recaudador, que viene a la aldea una vez al año; suyo es el poder y de aquellos que designa, no del cabecilla de la aldea.

    Ésa fue la primera vez que oí que mi padre había perdido su importancia. Fue como si un sostén en que estuviera apoyada hubiese sido rudamente derribado a puntapiés. Me sentí atemorizada y rehusé creerlo. Pero, por supuesto, él tenía razón. Cuando me hice mujer, yo misma tuve que admitir que su prestigio había decaído mucho. Tal vez por eso no pudieron encontrar un marido rico para mí; me casaron con un labrador arrendatario que carecía de todo, menos de amor y solicitud por mí, su esposa, a quien tomó de doce años. Nuestro parientes, yo lo sé, murmuraban que la alianza me desmerecía. Mi propia madre no estaba muy feliz, pero yo no tenía belleza ni dote y fue lo mejor que pudo hacer.

    Una pobre alianza, decían, y no siempre en voz baja. ¡Qué poco sabían todos ellos!

    Dicen que una mujer siempre recuerda su noche de bodas. Bueno, quizás sea cierto; pero yo prefiero recordar otras noches, más dulces, más plenas, cuando yo llegaba a mi esposo madura de mente y madura de cuerpo, no como esa chiquilla afligida y torpe que llegó hasta él la primera vez.

    Cuando las ceremonias religiosas hubieron concluido, partimos, mi marido y yo. ¡Qué bien recuerdo ese día y la náusea repentina que me acometió en el momento de partir! Mi madre estaba en el vano de la puerta, sin lágrimas en los ojos, pero patente en la cara el esfuerzo por contenerlas. Mi padre, de pie un poco delante de ella, a la espera de vernos partir sin novedad. Mi esposo ya estaba sentado en la carreta, con el baúl de lata lleno de cacerolas y mis saris junto a él. No sé cómo me encontré yo, también sentada en la carreta, vestida de gala y con los ojos bajos. Luego, la carreta empezó a moverse, balanceándose rítmicamente al tardo paso de los bueyes, y me acometió la nausea. Qué vergüenza para mí.

    ¿Podré sobrevivir a esto? —recuerdo que pensé entonces—. Nunca lo olvidaré. No lo he olvidado, pero el recuerdo no es amargo. Mi marido me consoló y me apaciguó.

    —Eso le pasa a cualquiera —dijo—. No te incomodes. Ven, sécate los ojos y siéntate a mi lado.

    Así lo hice y después de un rato me sentí mejor; las lágrimas desaparecieron de mis ojos y se secaron en mis pestañas.

    Durante seis horas avanzamos sin cesar por el polvoriento camino dejando atrás varias aldeas, para dirigirnos a la nuestra, que se hallaba a bastante distancia. A medio camino nos detuvimos para comer: arroz cocido, dhal, legumbres y cuajada. También un coco entero para cada uno; mi esposo lo horadó con su guadaña para que yo pudiera beber la clara leche. Luego desunció los bueyes y los llevó a la poza de agua cerca de la cual nos habíamos detenido dándoles a cada uno un manojo de heno. Pobres bestias, parecían contentas del agua; ya tenían la piel cubierta de polvo y brillante de sudor bajo la luz del sol.

    Descansamos media hora antes de reanudar el viaje. Los animales, recobradas las fuerzas, empezaron a caminar airosamente de nuevo, sacudiendo las cabezas y haciendo sonar los cencerros que colgaban de los cuernos pintados de rojo. El aire estaba lleno del sonido de los cencerros. Y del canto de los pájaros, sobre todo del gorjeo de los gorriones y bulbules. A ratos se oía el graznido de un águila y cuando atravesamos un bosquecillo verde y frondoso pude escuchar a los loros y a los mináes. Hacía mucho calor, y, como yo no estaba acostumbrada a un traqueteo tan monótono, me quedé dormida.

    Fue mi esposo quien me despertó..., mi esposo a quien llamaré aquí Nathan, pues ése era su nombre, aunque en todos los años de nuestro matrimonio yo nunca lo llamé así, ya que no está bien que una mujer se dirija a su esposo llamándole de otro modo que "esposo".

    —Estamos en casa —gritó—. ¡Despierta! ¡Mira!

    Desperté. Miré. Una choza de barro, con techo de hojas de palma, pequeña, ubicada junto a un arrozal. Dos o tres chozas similares estaban cerca. En la puerta pendía una guirnalda de hojas de mango, símbolo de felicidad y buena fortuna. La guirnalda, ya seca, crujía impulsada por la brisa.

    —Éste es nuestro hogar —dijo mi esposo—. Entra, te lo mostraré.

    Descendí de la carreta, entumecida y con un calambre en una pierna. Entramos: dos aposentos; el uno era una especie de almacén para granos, y el otro, para todo lo demás. Se había empezado a construir un tercero, pero estaba inconcluso, con sus tapias que apenas se alzaban a medio metro del suelo.

    —Será mejor cuando esté terminado —agregó.

    Hice una señal afirmativa con la cabeza. Tenía ganas de llorar. Mis rodillas se aflojaron, primero la acalambrada y luego la otra, y me sentí desfallecer. La cara de Nathan estaba llena de ansiedad cuando vino a sostenerme.

    —No es nada —le dije—. Estoy cansada, nada más.

    En un instante estaré bien.

    —Tal vez te asuste la idea de vivir sola aquí —me dijo—, pero en pocos años podremos mudamos. Y hasta puede ser que compremos una casa como la de tu padre. ¿Te gustaría eso?

    Había algo en su voz, una súplica. Su cara tenía la misma expresión que la cara de un perro al que se va a golpear.

    —No —respondí—, no estoy asustada. Me place mucho vivir aquí.

    Él no me dijo nada en ese momento, pero entró al granero y salió con un puñado de arroz sin pelar.

    —Cosechas como ésta —dijo, haciendo deslizar los granos en su mano—, y nunca tendrás necesidades, amada.

    Luego se fue a traer el baúl de lata. Después de un rato, lo seguí.

    * * *

    Ahora, algunas veces, puedo ver con toda claridad. El velo se desgarra y durante breves instantes veo cielos azules y árboles delicados, pero en seguida se ocultan y una vez más regreso a mi propio mundo, un mundo que se obscurece un poco con cada día que pasa. Mas no estoy sola, pues las caras de aquellos que he querido, las cosas que han pasado —figuras, formas, imágenes—, siempre están frente a mí. Y a veces son tan vívidas, que realmente no puedo saber si las veo o no; si se ha levantado el velo para que yo pueda mirarlas o si es sólo mi mente la que ve. Hoy, por ejemplo, pude ver tan nítidamente el arroyo que corría junto a nuestro arrozal, que pensé que sólo hubiera bastado inclinarme para sentir sus aguas mojando mis manos. Sin embargo, ese arroyo pertenece a una parte de mi vida que ha terminado. Yo sólo llevaba una semana de casada cuando seguí su curso por primera vez, en busca de un lugar a propósito para el lavado de ropa. Caminé cerca de una hora antes de encontrar un amplio ensanche de las aguas, con playa arenosa Y cantos rodados esparcidos por el lugar. Puse en el suelo mi lío de ropa, lo desaté y lo metí en el agua. El agua era clara, pero no corría rápidamente, de modo que la ropa blanca no se escapaba de mis manos. Arremangué mi sari arriba de las rodillas y me quedé fregando la ropa contra las grandes piedras chatas y utilizando sólo un poquito del polvo de lavar que me había dado mi madre. Era un buen polvo de lavar, muy eficaz y fragante. Cuando terminé, llevé la ropa más allá de la playa y la tendí en la ribera cubierta de césped, para que se secara al sol.

    En ese momento vi a Kali, esposa de nuestro vecino, que venía hacia mi acompañada de otras dos mujeres que yo no conocía. Todas traían sobre la cabeza atados de ropa para lavar; dos de ellas venían con niños amarrados a la cadera, y la otra estaba encinta. Al verme me llamaron y me aproximé, un poco tímida, pues parecían estar muy a sus anchas entre ellas. Pero al poco tiempo yo también llegué a conocer bien a esas tres mujeres, que vivían cerca de nosotros y cuyas vidas se entrelazaron de modo tan estrecho con la mía. Kali, corpulenta y rolliza, de amplias caderas y abultados senos, cuyo marido trabajaba en el terreno contiguo al nuestro. Janaki, esposa del tendero de la aldea, con su cara llanota y su cuerpo doblegado, pues ya había dado a su marido numerosos hijos; y Kunthi, la más joven de las tres, pequeña y delgada, moviéndose con garbo a pesar de su preñez avanzada.

    —Es su primero —dijo Kali, jovialmente—, pero de ningún modo el último, porque, como ves, su marido no ha perdido el tiempo.

    Se rió ruidosamente y Janaki la miró ceñuda:

    —Cállate, mujer. ¿No ves que éstas son muchachas jóvenes?
    —¿Y qué hay con eso? ¿No están casadas? Kunthi está encinta y está recién llegada...no tardará. ¡Todos los hombres son iguales!

    Vi que Kunthi se encogió de hombros con un ligero desdén y Janaki se quedó callada. Tal vez ambas sabían que era inútil tratar de contener a Kali. Esta, entretanto, me hablaba:

    —Eres Rukmani, ¿no es cierto? Mujer del labriego Nathan. Toda la aldea ha estado llena de curiosidad por ti, Dios sabrá por qué, pues, una mujer es igual a otra. ¡El alboroto que metió tu marido! ¡Durante semanas enteras ha estado más quebradizo que un bambú antes de entrar en llamas! Él construyó tu choza con sus propias manos..., sí..., y ni siquiera a mi marido le permitió ayudarlo.
    —¿La construyó? —dije—. No lo sabía; nunca me lo dijo.
    —¡Oh, sí! Parte por parte, y algunas veces descuidando la tierra para hacerlo, tanto, que Sivaji tuvo que regañarlo a menudo, a pesar de que es un buen hombre para ser agente de zemindari.

    ¡Él construyó nuestro hogar con sus propias manos y yo sólo sentí miedo de vivir en él! Aproximadamente un mes más tarde, cuando dejamos de ser desconocidos el uno para el otro, le conté lo que sabía.

    —Tú edificaste esta casa para nosotros —le dije—. ¿Por qué no me lo habías dicho?
    —¿Quién ha estado hablando contigo? —me respondió con otra pregunta.
    —Kali. Me lo contó hace tiempo, cuando fui por primera vez al lugar donde el arroyo se ensancha junto al río.
    —Es una charlatana que debería coserse la boca.
    —¿Por qué? Me alegro de que me lo haya contado. ¿No debo estar orgullosa de que hubieras construido esta casa con tus propias manos?

    Reflexionó.

    —Ya has dejado de ser una niña —dijo, por último—. Has crecido rápidamente desde el día que nos casamos; y no hace mucho de eso.

    * * *

    Cuando brilla el sol y los campos son verdes y hermosos a la vista, y tu esposo ve en ti una belleza que nadie ha descubierto antes, y tienes un buen acopio de granos guardados para los tiempos difíciles, un techo sobre tu cabeza y una dulce excitación en el cuerpo, ¿qué más puede pedir una mujer? Mi corazón cantaba y mis pies eran ágiles para cumplir mis labores; me levantaba al alba y me acostaba satisfecha de mí misma. La paz y la tranquilidad eran nuestras. ¡Qué bien lo recuerdo y qué agradecida estoy de que ni todo el clamor que invadió más tarde nuestras vidas hubiera podido arrancar esa memoria ni la añoranza por ella! Más bien la ha fortalecido: si no hubiera sido lo que fue, jamás hubiera podido saber cuán bienaventurados fuimos. Es cierto que mi marido no era dueño de la tierra que cultivaba, como lo fue mi padre; sin embargo, siempre estaba allí la posibilidad de que un día fuese suya. Éramos dueños de los bueyes con que arábamos y poseíamos una cabra lechera. Ahorrábamos en cada cosecha y teníamos costales llenos de arroz sin pelar almacenados en nuestro pequeño granero empedrado. Había abundancia de alimentos para dos personas y comíamos bien; arroz en las comidas de la mañana y de la noche, dhal, algunas veces un coco rallado finamente y cocido con leche y azúcar; otras veces un pastelillo de trigo frito en mantequilla y que se deshacía en la boca.

    Una o dos veces por semana yo iba a la aldea a comprar azúcar, ghee y legumbres, y en el camino de vuelta me detenía en casa de Durgan, el lechero, para comprar cuajada, pues nuestra cabra se estaba secando y no siempre había suficiente leche para que yo fabricara mi propia cuajada. Me gustaba ir a la aldea y conocer su gente, que era muy servicial; casi todos estaban dispuestos a prestar ayuda, si podían. Los conocí a todos rápidamente: la anciana señora a quien llamaban la Abuelita, y que vivía de lo que ganaba vendiendo maní y guayabas; Hanuman, el comerciante; Perumal, el marido de Janaki, que poseía la única tienda, y Biswas, el prestamista.

    Algunas veces Janaki o Kali venían a ver cómo me iba, aunque no a menudo, pues ellas andaban también ocupadas atendiendo a sus maridos y a sus hijos. En cuanto a Kunthi, muy pronto ya no pudo hacer nada por sí misma, pues era una muchacha delgada y frágil, y tuvimos que hacer turnos para comprarle las provisiones y ayudarla en las labores de casa. Kunthi era diferente de las otras mujeres, más callada y reservada, y con todo lo que tratábamos de sentirnos en confianza con ella, siempre había una barrera que no podíamos superar. Sobre todo conmigo era especialmente arrogante, extraña y cautelosa. No podía imaginarme yo la causa de ello y, finalmente, decidí ignorarlo.

    Todo el mundo decía que ella se había casado mal.

    Quizás decían lo mismo de mí, pero yo no era bonita y ella sí, de modo que era ilógico en su caso. En cuanto a casarme "mal", me alegro de ello, pues nadie pudo haber tenido un hombre mejor que el mío. Pero, posiblemente, ella no fue tan afortunada.

    Un hombre es, por cierto, venturoso si no se casa con alguien de linaje superior, pues, si lo hace, consigue una mujer que no le presta ninguna ayuda, en absoluto, y es sólo un ornamento. Lo sé, porque yo ignoraba las cosas más simples y ni siquiera era ornamento. Entre Kali y Janaki tuvieron que enseñarme a ordeñar la cabra, a sembrar, a batir mantequilla y a pelar arroz. ¡Qué paciencia debió, en realidad, tener mi marido para tolerarme en esos primeros días de vida conyugal! Ni una palabra de fastidio, ningún gesto de impaciencia, y únicamente elogios por el menor éxito que yo lograba.

    En el pequeño pedazo de terreno que quedaba detrás de la choza, yo había sembrado algunas semillas de calabaza. La tierra era allí muy fértil, pues nunca había sido cultivada antes, y estaba suelta, de modo que no se necesitaba carpir mucho. Las semillas germinaron con rapidez y asomaron delicados retoños verdes, que yo regaba esmeradamente, haciendo varios viajes diarios al pozo vecino con ese objeto. Pronto los vástagos dejaron de ser delicados y se desparramaron vigorosamente en la tierra; las calabazas empezaron a formarse, crecieron día tras día y maduraron en amarillo y rojo, hasta que al fin estuvieron a punto para comer. Corté una y la llevé a la casa. Cuando Nathan la vio se llenó de admiración y le atribuyó mucha importancia... ¡él, que estaba acostumbrado a hacer las cosechas de una sola vez!

    —Uno podría creer que nunca viste antes una calabaza —le dije, manteniendo los ojos bajos, aunque me hallaba complacida con él y conmigo misma.
    —No de nuestra tierra —repuso Nathan—. Por lo tanto, es de gran valor, y tú, Ruku, eres, por cierto, una mujer lista.

    Traté de no mostrar mi orgullo. Procuré aparentar indiferencia y dejé la calabaza por ahí. Pero el placer aceleró mi pulso y sentí que la sangre, sin que yo lo quisiera, subía en oleadas calientes a mi cara.

    Después de eso, diez veces más solícita, planté judías, camotes, berenjenas y ajíes, que se desarrollaron bien bajo mi cuidado, de modo que pudimos comer aún mejor que antes.


    CAPÍTULO II


    EL HIJO de Kunthi nació pocos meses antes que el mío. Un lindo niño que casi se llevó la vida de la madre a cambio de la suya. Janaki estaba enferma y no pudo ir; tampoco Kali, que estuvo ausente esos días, de modo que yo tuve que hacer lo que pude. El marido de Kunthi salió a traer la matrona, dejándome con la muchacha, que sudaba copiosamente. Cuando ella se dio cuenta —no de inmediato, pues se hallaba medio ofuscada por el dolor— de que yo era quien la acompañaba, gritó para que me fuera.

    —Debes irte —insistía, suplicante.
    —¿Tanta aversión me tienes?
    —No, no; pero vete, por favor. No quiero que estés aquí.
    —No puedo irme ni me iré. Por otra parte, no hay nadie más aquí.
    —Yo estaré bien y la matrona llegará pronto.
    —¿Y qué diría tu marido si te dejara aquí sola? —repliqué, y no volví a prestar ninguna atención a sus gritos.

    Cuando vio que, no me iba, enmudeció y se quedó inmóvil como un tronco, sin dejar escapar una queja, pero el sudor se deslizaba en gotas aceitosas por las sienes y el cuello.

    Antes de irme a casa, Kunthi dormía extenuada, con su criatura al lado. Yo había pasado un día entero acompañándola. Nathan me estaba esperando y me dijo, malhumorado:

    —Pareces un cadáver. ¿Cómo se te ocurrió quedarte tanto tiempo?
    —Échale la culpa a la matrona —repuse—; no podían dar con ella. O al hijo de Kunthi, que tardó tanto en nacer.

    Me invadía el cansancio y mi voz estaba alterada.

    —Bueno, con tal que no olvides que estás embarazada —agregó secamente y se alejó.

    Era la primera vez que lo veía enojado. Mis ojos se inundaron de lágrimas. Me senté para que mi cabeza dejara de girar y después de un rato pasó el malestar.

    Él tiene buenas intenciones —me dije—. Sólo está inquieto por nuestro hijo. Mejor si se preocupa que si no se preocupa.

    Desde ese momento tuve un mayor cuidado conmigo misma y dejé cada vez más el trabajo a cargo de Nathan. La época de la siembra estaba cerca y había mucho que hacer en el campo: construir represas de arcilla para asegurar un regadío apropiado de los bancales de arroz; arrancar el rastrojo del año anterior; destruir los juncos y malezas, y luego hacer el trasplante. Todo esto significaba agacharse, y Nathan no quería ni oír hablar de tal cosa.

    Aprovechando de las horas libres que ahora tenía, empecé nuevamente a escribir. Fue mi padre quien me enseñó a leer y escribir. La gente decía que mi padre hizo tal cosa porque quería que sus hijos se hallaran a un nivel superior a los demás. Tal vez fue así, pero estoy segura de que él también sabía que ello sería un consuelo en mi aflicción, un solaz en el reposo. De modo que nos enseñó a sus seis hijos —yo la menor por diez años—, con la paciencia que sabía poner en todo.

    —Practica empeñosamente —solía decirme, viéndome ocupada con pizarra y lápiz—, pues ¿quién sabe qué dote tendrás cuando estés en edad?

    Y yo, preocupada únicamente en mis pasatiempos infantiles, lo escuchaba sin prestarle atención y volvía a coger el lápiz.

    —¿Qué necesidad hay de que una niña sea ilustrada? —exclamaba mi madre—. ¡De mucho le servirá cuando tenga que atender a un marido y a sus traviesos hijos! Mírenme a mí, ¿estoy en peor situación porque no sé deletrear mi nombre, con tal que sepa qué nombre tengo? ¿No está mi casa limpia y bonita, y mis hijos bien cuidados y bien comidos?
    —Por supuesto que están —se reía mi padre, y no insistía en el asunto. Ni abandonaba sus enseñanzas.

    Empecé a practicar más que nunca, para que mis dedos no perdieran su destreza.

    Cuando llegue el momento —pensaba—, yo también les enseñaré a mis hijos.

    Una vez curada de su enfermedad, Janaki fue a verme y se admiró de que yo supiera escribir. Pero Kali, que también había ido, se mostró desdeñosa de esos extraños símbolos que no tenían para ella ningún significado, y los atribuyó a una debilidad de mujer embarazada.

    —Cuando nazca tu hijo te olvidarás de esos disparates —me dijo—. Además, tendrás otros que te llevarán todo el tiempo. Mírame, ¿tengo un solo minuto de sobra para mí?
    —¿Cómo es posible entonces —repuse, excediéndome— que ahora estés aquí, y también te he visto en la aldea, si tienes tanto que hacer? En cuanto a mis hijos, es por ellos que practico la lectura y escritura, para poder enseñarles cuando crezcan.

    Kali se encogió de hombros, y, como era bonachona, no se dio por ofendida.

    Cuando yo escribía, Nathan se aproximaba y se sentaba a mi lado. La primera vez se acercó para ver qué estaba yo haciendo; se sentó en silencio, cejijunto, pero después de observar un rato se fue y cuando volvió había perdido el ceño.

    —Está bien —me dijo, poniendo una de sus manos sobre mi cabeza—. Eres inteligente, Ruku, como ya te lo he dicho antes.

    Creo que le costó mucho decirme eso, pero nunca más cambió de actitud. Eso era típico en mi marido: cuando había decidido una cosa por sí mismo, la llevaba hasta su conclusión a cualquier costo. Estoy segura de que no le fue fácil ver que su mujer era más instruida que él, pues Nathan, ¡ay!, no sabía escribir ni su nombre. Sin embargo, nunca hizo valer sus derechos prohibiéndome ese placer como pudieron haberlo hecho hombres más mezquinos.

    * * *

    Ahora que no trabajaba en el campo, empleaba casi todo mi tiempo cuidando mi pequeña huerta: las judías y las berenjenas, los ajíes y las calabazas, que fueron los primeros en crecer bajo mis cuidados. Su crecimiento, para mí, era motivo de constante maravilla: desde el momento que la simiente germinaba y asomaban los primeros brotes verdes, hasta que empezaban a formarse los tiernos capullos y las frutas. Entonces yo era joven y fantaseadora; me parecía que esas semillas no se desarrollaban así inconscientemente; que cada uno de esos granos secos y duros que tenía en la palma de la mano encerraba el verdadero secreto de la vida, estrechamente oculto bajo innumerables cubiertas protectoras, frágil, pronto a desaparecer al primer contacto o a primera vista. Con cada planta nueva que desplegaba sus pequeñas hojas verdes ante mi ávida mirada, mi agitación crecía y se agigantaba, alígera, pasmada.

    —Ya te acostumbrarás a ello —me decía Nathan—. Después de muchas siembras y cosechas no notarás esas cosas.

    Ha habido muchas siembras y cosechas, pero el asombro no acaba.

    Ese día estaba yo enlazando los sarmientos de las judías en el cercado de alambre que había construido para encerrar la huerta, cuando noté un temblor entre las hojas de las calabazas. La fruta está madurando, pensé, y ya los pájaros están aquí. O tal vez los ratones. Dejé las judías y fui a ver, agachándome para apartar las hojas con mi mano.

    ¿Por qué la serpiente no atacó al instante?

    ¿Se quedó la cobra inmóvil con la sorpresa de que un ser humano se atreviera a tocarla? Mi mano retrocedió ante la frialdad del cuerpo de la serpiente, mis uñas se hundieron en mis palmas y las hojas volvieron a unirse ocultando al reptil. Durante un instante mis piernas permanecieron obstinadamente plantadas al lado de las calabazas, luego la sangre empezó veloz a circular de nuevo y salí corriendo, chillando de miedo, sin mirar atrás.

    Nathan llegó precipitadamente hasta mí, casi derribándome. Me agarró y me sacudió:

    —¿Qué pasa, qué pasa? —gritó ásperamente.
    —Una serpiente —susurré, casi sin voz ni aliento—. Una cobra. La toqué.

    Me miró como si yo estuviera loca.

    —Entra y quédate allí.
    En mi terror yo sólo quería caer a sus pies, implorarle que no me dejara sola, pero él me miraba severamente, sin ablandarse. Al fin entré, intimidada, pero ya bajando la marea del pánico.

    —La serpiente no se había movido —dijo Nathan al volver.

    La había hecho pedazos con su guadaña, enterrando los restos para que su vista no me causara ninguna desazón.

    —Con todo, ya has vivido bastante para aprender a no hacerles caso —agregó—. ¿No están, acaso, en todas partes: serpientes de agua, de árbol, de tierra? Sólo necesitas tener cuidado y ellas te dejarán pasar.
    —Es cierto —repuse, avergonzada, pero ya reanimada—; sin embargo, una cosa es ver una serpiente y otra tocarla. Yo nunca había tocado una antes.
    —Ni lo harás otra vez —dijo Nathan, sonriendo—. Jamás te había visto disparar tan precipitadamente, y eso que con hijo y todo.

    Bajé los ojos, confundida. Me estaba poniendo muy desmañada en mis movimientos. Me di cuenta de que debí parecer un carabao corriendo tan frenéticamente.

    —No te preocupes —añadió Nathan, cariñosamente—. Pronto pasará.

    * * *

    Tenía razón. Debido al susto o a la carrera di a luz a los pocos días, un mes antes de lo que debiera. Kali fue a verme, tan pronto como se enteró. La matrona llegó algunas horas después, pero a tiempo para atender el parto. Cuando me repuse un poco, colocaron a la criaturita en mis brazos, sin decir una palabra. Yo desenvolví la pequeña forma, bella, robusta, aunque no agraciada: era el cuerpo de una niña.

    Me di vuelta y, a pesar de mí misma, saltaron mis lágrimas, lágrimas de desfallecimiento y desengaño, pues ¿quién desea que el primogénito sea una niña?

    Se llevaron a la criatura y Kali me dijo:

    —No te preocupes. Van a venir muchos después. Tienes tiempo de sobra.

    Es fácil consolar cuando los propios deseos se han visto colmados. Kali ya tenía tres varones y podía darse el lujo de compadecerme.

    Cuando me acuerdo de toda la ayuda que me prestó Kali con mi primer hijo, me siento avergonzada de haber tenido esos pensamientos; mi única excusa es que los pensamientos vienen espontáneamente, aunque después podamos ahuyentarlos. Lo que yo había hecho por Kunthi lo hizo Kali por mí, aunque mucho más: barría y limpiaba, lavaba y cocinaba. Hasta se tomó el trabajo de regar la huerta, y una mañana la vi cuidando la mata de calabazas, que estaba cuajada de capullos. En ese momento un frío espasmo de horror me invadió otra vez; mis manos se pusieron pegajosas y sentí de nuevo el contacto de la serpiente. Di un grito agudo y ella vino corriendo, asustada de la aspereza de mi voz.

    —¿Qué pasa, por Dios? —exclamó, con la voz entrecortada, poniéndose a mi lado.

    La criatura había despertado y lloraba ruidosamente, de modo que Kali tuvo que alzar la voz. Yo me sentía tan contenta de verla ilesa, que no podía hablar de alivio. Al fin le conté, temblorosa, la historia de la cobra, y sintiéndome un poco avergonzada de haber hecho semejante alboroto, exageré un poco, describiendo a la serpiente como descomunal y al peligro más inminente de lo que fue.

    A veces las mujeres son más aptas que los hombres para consolar. Kali lo fue.

    —Pobrecita —me dijo—. No me extraña que estés aterrorizada. Cualquiera lo estaría. Pero es una pena que tu marido hubiese matado la cobra, pues son sagradas.
    —Es una tonta —dijo Nathan, despreciativamente, cuando se lo conté—. ¿Qué hubiera querido que yo hiciera? ¿Reverenciarla mientras enterraba sus colmillos en mi mujer? ¡Vaya!..., olvídate.

    Creo que lo olvidé, aunque una o dos veces, al mirar la espesura de las matas de calabaza, me preguntaba nerviosamente qué podía ocultarse bajo ellas; entonces tomaba el machete y la pala para desbrozar la maraña, pero cuando estaba cerca y veía las anchas hojas lustrosas y los rizados sarmientos verdes, no me atrevía a hacerlo. Y ahora me alegro de ello, pues ese calabazar me rindió abundantes frutos, uno tras otro, de un tamaño y un color que nunca vi en otra parte.

    * * *

    A nuestra hija le pusimos el nombre de Irawaddy, en homenaje a uno de los grandes ríos de Asia, pues, de entre todas las cosas, el agua era lo más preciado para nosotros. Pero era un nombre demasiado largo para esa cosa tan menudita que lo llevaba, de modo que pronto se convirtió en Ira. En un comienzo, Nathan le prestó escasa atención: él hubiera querido un hijo que heredara su linaje y que caminara a su lado en la tierra, y no una cría llorona que se llevaría una dote y no dejaría sino un recuerdo. Mas pronto dejó de ser una cría llorona, y cuando a los diez meses de edad lo llamó Apa, que quiere decir padre, él empezó a interesarse vivamente en ella.

    Era una niña bella, amable, con hoyuelos en las mejillas y un pelo sedoso y brillante. Yo no sé de dónde sacó ese atractivo. No fue de mí ni de Nathan, pero allí estaba. No sólo nosotros, sino otras personas repararon en ello. Yo misma no sé cómo pude tener una hija tan hermosa, y me sentía feliz y orgullosa de ella, incluso cuando la gente aparentaba no creer que yo era la madre.

    He aquí una maravilla, por cierto, decían, y empezaban a hacer comparaciones con padres mediocres que algunas veces tenían hijos de extraordinario talento, o padres ideales que engendraban a un ser miserable. Yo prefería pensar que la falta de belleza tiene su recompensa, y ésta era la mía.

    —Es igual a ti —me decía Nathan, mientras observaba a Ira. Pero era el único que opinaba así.

    Antes de mucho tiempo, ella anduvo gateando por todas partes, siguiendo a su padre cuando iba al campo, yendo tras mí cuando estaba en mis quehaceres, y muy luego empezó a andar.

    —No debes permitirlo tan pronto —me decía Kali, agorera—, porque se le pueden torcer las piernas como aros.

    Al principio le presté atención, y cuando quiera que veía a Ira haciendo pinitos, corría y la alzaba en mis brazos. Pero pronto no hubo cómo detenerla. Yo hubiera tenido que estar todo el tiempo con ella, y tenía otras cosas que hacer. El período de la siembra había llegado; tuve que estar todo el día afuera con Nathan, plantando arroz en los terrenos encañados. También tenía que sembrarse el maíz; la tierra estaba lista. Mi marido la araba, sosteniendo el arado detrás de los bueyes, mientras yo lo seguía, esparciendo a ambos lados la semilla que llevaba en una cesta amarrada a mis caderas.

    Terminado eso, fue tiempo de techar nuestra choza. Había resistido bien el viento y el sol, pero después de las lluvias del monzón se había deteriorado en algunos sitios, y era mejor hacer las cosas a tiempo. Nathan cortó hojas de la palmera de coco que se alzaba junto a nuestra choza y las hizo secar. Luego, entre los dos trenzamos las fibras y unimos las palmas, adaptándolas al techo y reforzándolas con arcilla.

    Ira no constituía ninguna molestia. Se sentía feliz al sol jugando sola, divertida con los pájaros y cualquiera otra cosa que pudiera ver, inclusive sus amantes padres. Si hacía calor y se ponía fastidiosa, yo la colocaba en una tela, colgada de una rama, y ella se dormía sin mayores líos. Sobre todo mi madre se encariñó mucho con ella y venía a vernos a menudo, aunque eso significaba varias horas de viaje en una carreta a bueyes, lo que es muy cansador cuando ya no se es joven. A veces yo también iba a ver a mis padres, aunque en raras ocasiones, pues había mucho que hacer en mi propia casa, y mi madre, sabedora de ello, no me reprochaba los largos intervalos que dejaba transcurrir entre visita y visita.


    CAPÍTULO III


    NO TE preocupes —decían—, ya vendrán con el tiempo. Seguían diciéndomelo, pero el tiempo pasaba silenciosamente. Me lo dijo Kali, y yo sé que estaba pensando en su propia progenie. Lo dijo Kunthi, y en sus ojos estaba la noción de sus propios hijos. Janaki dijo, con acrimonia, que ojalá le hubiese ocurrido a ella: un hijo cada año no era broma. Sólo Nathan no me lo dijo, porque también estaba preocupado y era mejor juez del asunto. Nunca lo mencionábamos, pero estaba siempre con nosotros: un temor yerto de que Ira fuera nuestra única hija. Mi madre, en cada visita que le hacía, me llevaba a su templo y juntas orábamos ante la deidad hasta el cansancio, implorándole ayuda. Pero los dioses tienen otras cosas que hacer: no pueden escuchar los ruegos de cada suplicante que se atreve a elevar sus congojas al cielo. Y así se sucedían los años y sólo teníamos un hijo, una mujer.

    Cuando Ira estaba cerca de los seis años de edad, mi madre contrajo la tisis y se puso tan débil que pronto no pudo abandonar la cama. Sin embargo, en medio de su padecimiento podía aún pensar en mí, y un día me hizo señas para que me acercara y puso en mi mano una pequeña piedra lingam, símbolo de fertilidad.

    —Llévala contigo —me dijo—. Todavía tendrás muchos hijos. Lo veo y lo que ve un agonizante se realiza...Puedes estar segura, no es ninguna ilusión.
    —Descansa tranquila —repuse—. Ya te curarás.

    No se curó —nadie lo hubiera esperado—, pero todavía duró largo tiempo. En los últimos meses, mi padre hizo llamar al nuevo médico que se había establecido en la aldea. Nadie sabía de dónde había venido ni quién le pagaba, pero ahí estaba y la gente hablaba bien de él, aunque era un extranjero. En cuanto a mi padre, hubiera llamado al mismo diablo con tal de ahorrarle sufrimientos a mi madre. Fue, pues, en una casa de tribulación donde conocí a Kennington, a quien la gente llamaba Kenny. Era alto y delgado, de tez pálida y unos ojos hundidos del color de las alas del martín pescador, ni azules ni verdes.

    Nunca había visto antes tan de cerca a un hombre blanco, de modo que lo estuve observando a mi gusto.

    —Cuando hayas cesado de mirarme —me dijo él, fríamente—, tal vez me conduzcas donde está tu madre.
    —Por aquí —le señalé, tropezando, toda confundida. Mi madre sabía que ningún hombre la hubiera podido salvar y no esperaba milagros. Entre ella y este hombre, aunque joven, se estableció un mutuo sentimiento de comprensión y respeto. Él venía frecuentemente, algunas veces sin ser llamado, y su presencia, tanto como sus polvos y sus píldoras, aliviaban a mi madre. Ella murió tranquilamente, sin sufrir dolores, de modo que, si bien nos afligimos por su muerte, nuestros corazones no se desgarraron por sus sufrimientos.

    Antes de partir hacia mi aldea, le dije al médico que lo que había hecho por nosotros no podía pagarse.

    —Recuerde solamente —agregué— que mi casa y todo lo que hay en ella es suyo.
    —Hay algo en ti —me dijo —, algo que se oculta en tus ojos y se refleja en tu cara. ¿Qué es?
    —¿No estuviera usted también dolorido si la mujer que lo dio a luz ya no fuera sino un puñado de polvo?
    —No es sólo eso. El dolor tuyo viene de antes. ¿Por qué mientes?

    Alcé la mirada y vi que tenía los ojos puestos en mí "Sin duda que mi madre se lo ha contado —me dije—, puesto que lo sabe." Pero como si él hubiese adivinado mis pensamientos, sacudió la cabeza negativamente:

    —No, no lo sé. Dímelo.

    No me atreví. Él era un extranjero y, aunque ya no le temía, el secreto había sido guardado en mi pecho demasiado tiempo y no era fácil revelarlo.

    —No tengo hijos —me atreví al fin a decir, agobiada—. Sólo una niña.

    Una vez que empezaron a fluir las palabras, ya no pude detenerme.

    —¿Por qué tiene que ser así? —exclamé—. ¿Qué hemos hecho para ser castigados de este modo? ¿No soy acaso limpia y sana? ¿No he tenido una hija tan linda que la gente se da vuelta para verla pasar?
    —Eso no parece ser una gran ayuda —dijo él, brevemente.

    Esperé. "Si quiere ayudarme podrá hacerlo", me dije. ¡Tanta fe tenía en él! Mi corazón latía apresurado en una plegaria.

    —Anda a verme —dijo, al fin—. Es posible que pueda hacer algo, pero, recuerda: no es una promesa.

    Mis temores volvieron a invadirme, tumultuosos. Yo nunca había ido a ver a esta clase de médicos. De pronto él se volvió aterrador.

    —Eres una estúpida ignorante —me dijo ásperamente—. No te haré ningún daño.

    Me escabullí asustada no sabía de qué. Puse más fe aún en el talismán que me dio mi madre y que llevaba constantemente en mi seno. No pasó nada. Al final regresé, rogándole hacer lo que pudiera. Él ni siquiera me hizo recuerdo de lo que había pasado.

    * * *

    Ira tenía siete años cuando nació mi primer hijo, y se interesó mucho en el recién llegado. ¡Pobrecita!, debió pasar años muy solitarios, pues los hijos de Kali y Janaki eran mucho mayores, y en cuanto a Kunthi, prefería mantenerse a distancia. Su hijo era un vigoroso mozalbete que hubiera sido un buen compañero de juegos para mi hija. Pero al transcurrir los años, las visitas de Kumthi se hicieron cada vez menos frecuentes, hasta que por último nos mirábamos como extraños.

    Mi marido se enajenó de alegría con la llegada de un hijo. No menos mi padre, que, ya viejo, recorría en carreta las largas millas que lo separaban de nuestra aldea para alzar a su nieto.

    —Tu madre se hubiera alegrado —me decía—. Siempre estuvo rezando por ti.
    —Ella lo sabía —le conté—. Me dijo que tendría muchos hijos.

    En cuanto a Nathan, hizo todo lo imaginable para que se supiera la nueva en la aldea, como si ya no se hubieran enterado. Al décimo día del nacimiento invitó a todo el mundo a festejar y regocijarse con nosotros en nuestra buena fortuna. Tanto Kali como Janaki vinieron a ayudarme a preparar la comida, y hasta la reserva de Kunthi cedió un poco cuando alzó a mi hijo para enseñado a nuestros huéspedes. Entre nosotras preparamos bocadillos de arroz, teñidos de azafrán y fritos en mantequilla; hicimos salsa de curry picante, con ajíes y lentejas; mezclamos golosinas y platos aromáticos de jaggery y frutas; cocimos pescados; tostamos nueces al fuego; llenamos diez mates de leche de coco y cortamos hojas de plátanos orientales para servir la comida en ellas.

    Cuando todo estuvo listo extendimos las hojas bajo el llamativo pandal de boda que Nathan se había prestado para la ocasión, y comimos y bebimos durante largas y placenteras horas. Después persuadieron a Kunthi para que tocara el bulbul tara, lo que ella hizo con maestría, rasgueando las cuerdas con sus dedos delgados y cantando con una voz dulce y nítida que la gente se esforzaba por oír, pues era muy baja.

    La criatura, que se había dormido durante toda la algazara, despertó en ese momento y empezó a berrear. Kunthi dejó de tocar. La gente me rodeó tratando de apaciguar a la criatura que había causado semejante conmoción y que no era ninguna belleza, con su cara arrugada y la boca abierta completamente para emitir chillido tras chillido.

    —¡Qué delirio! —dijo Kali—. Cualquiera diría que el chico tiene alas, por lo menos.
    —Hemos esperado siete años —dijo Nathan, brillándole los ojos—, con alas o sin alas.

    La persona a quien yo más quería ver en la fiesta no estaba ahí. Yo había ido a buscarlo, pero no lo encontré.

    —Viene y se va —me dijeron—. Nadie sabe adónde ni por qué.

    De modo que tuve que contentarme sin él, pero el contentamiento no puede forzarse y Nathan notó mi preocupación.

    —¿Qué pasa ahora? ¿No estás feliz? ¿Querrías la luna también, como Kali quiere alas?
    —¡Oh, no! —repuse—. Es que me hubiera gustado tener a Kenny bajo nuestro techo. Hizo tanto por mi madre.

    Y por nosotros, pensé, pero no pude decirlo, pues al comienzo yo no quería que mi marido supiese que me estaba poniendo en manos de un extranjero, porque no sabía cómo reaccionaría. Me consolaba pensando que habría tiempo suficiente para revelárselo cuando naciera un hijo. Pero ahora no me animaba, pues él seguramente me preguntaría por qué no se lo había dicho antes...

    ¿Qué daño hay en que él no lo sepa? —pensaba yo—. No le he mentido, sólo me he callado.

    * * *

    En nuestra clase de familia es ventajoso ser el primogénito, pues todos los recursos que hay más tarde tienen que ser compartidos en porciones cada vez más pequeñas. Ira fue bien alimentada con leche, mantequilla y arroz. También Arjun, que fue el primer varón. Más para aquellos que llegaron después hubo menos y menos. Tuve cuatro hijos más en otros tantos años: Thambi, Murugan, Rajá y Selvam. Era como si todos los deseos reprimidos de mis años de esterilidad estuvieran ahora dando frutos. Fui muy afortunada, pues todos ellos, sin excepción, gozaron de buena salud. Durante su infancia y su niñez mi hija los cuidaba casi tanto como yo. Era magnífica para cuidar chicos y, siendo todavía una niña, sabía manejarlos mejor que muchas mujeres adultas.

    ¡Con qué rapidez crecen los niños! Son criaturas. Uno deja de miradas un minuto, y en ese tiempo han dejado su infancia detrás. Nuestra pequeña hija corría bajo el sol, desnuda y bella, sin ropa que embarazara sus extremidades ni confinara sus movimientos. Pero un día, cuando ella tenía cinco años, mucho antes de que naciera Arjun, Nathan me la señaló. Ira jugaba en el campo.

    —Cúbrela —me dijo—. Es tiempo.

    Yo quería gritar que ella era todavía una criatura, pero, por supuesto, Nathan tenía razón. Ira había abandonado la infancia para siempre. Así que le hice una camisa, entretejiendo colores vivos sobre la blanca tela de algodón, para que le agradara y le gustó por un tiempo, usándola de buena gana, haciéndola girar a su alrededor, dando vueltas y más vueltas. Pero cuando pasó la novedad se puso reacia y quería arrancársela. Tuvo que pasar casi un mes antes de que se resignara a usarla.

    Con seis niños que alimentar, ya no nos fue posible comer todas las legumbres que cultivábamos. Una vez por semana yo recogía y echaba en una canasta la producción de la huerta, seleccionando lo mejor y dejando para nosotros las legumbres podridas o magulladas, cubría con hojas la canasta y partía hacia la aldea. La Abuelita siempre estaba dispuesta a comprar mis productos. En un comienzo, yo iba directamente a la esquina donde estaba sentada con su saco de yute frente a ella. La anciana señora alzaba las berenjenas moradas y las calabazas amarillas, los lustrosos ajíes verdes y rojos, palpándolos con sus dedos arrugados y felicitándome por su gran tamaño.

    —No hay como los tuyos —me decía—. ¡Qué color y qué lozanía!

    Tal vez les decía lo mismo a todas las que vendían, pero yo me sentía absurdamente feliz con sus palabras y me iba sonriendo interiormente.

    Un día, Biswas, el prestamista, me detuvo en la calle.

    Yo hubiera pasado de largo tras un breve saludo, pues entre nosotros existe aversión por la clase de los usureros, pero él se plantó frente a mí.

    —¡Oh Rukmani! Siempre apurada, ¿no?
    —Mis hijos no están en edad de dejarlos solos mucho tiempo —repuse cortés.
    —Pero seguramente tendrás tiempo para un pequeño negocio conmigo.
    —Si usted me dice qué negocio.
    —Comprar y vender —dijo, riendo—, lo que es tu negocio, como el mío es el préstamo.
    —Si habla claro me quedaré y le escucharé. De otro modo debo seguir mi camino.
    —¿Cuánto te paga la Abuelita por las legumbres que le vendes?
    —Un precio justo —le contesté—, y sin regatear.
    —Yo te pagaré doce annas por la docena de berenjenas y seis annas por cada calabaza, si son grandes.

    Me estaba ofreciendo casi el doble de lo que me pagaba la Abuelita.

    Me fui. A la semana siguiente le vendí a él casi todo el contenido de mi canasta, reservando sólo un poco para la Abuelita. A pesar de que me pagaba mejores precios, no me gustaba venderle. Con él era pura cuestión de negocio, nunca una broma o una sonrisa. Tal vez yo echaba de menos la lisonja, pues hubiera preferido mil veces venderle a la Abuelita. Pero ahí está la cosa: no se puede escoger.

    Para mi sorpresa, la Abuelita no hizo ningún comentario, fuera de sonreírme tranquilizadora, cuando yo empecé a tartamudear que nuestras necesidades estaban creciendo. Al comienzo pudo haberlo ignorado, pero cuando seguí vendiéndole, semana tras semana, una calabaza pequeña y media docena de berenjenas, debió sospechar la verdad. Pero no dijo nada, ni yo tampoco, pues ambas sabíamos que ella no podía pagar más ni yo podía vender por menos.

    Como iban las cosas, empezamos a sufrir de cierta escasez en la casa. Ya no teníamos leche, excepto para el hijo menor; la cuajada y la mantequilla estaban fuera de nuestro alcance, y sólo en raras ocasiones la probábamos. Hicimos nuestras propias plantaciones de cocoteros y plátanos orientales; las cosechas eran buenas y siempre había provisiones en casa, por lo menos una bolsa de arroz y un poco de dbal. Cuando desaguábamos los terrenos del arrozal quedaban peces en el suelo, y los que no podíamos comer los secábamos y salábamos. Y cada mes yo llegaba a guardar una o dos rupias para cuando Ira se casara. De modo que todavía no podíamos quejarnos.


    CAPÍTULO IV


    ANTES YO había conocido cambios, que fueron graduales. Mi padre fue una vez cabecilla, una persona de importancia en la aldea. Yo viví para presenciar cómo esa importancia desapareció, pero el cambio fue tan lento que casi no nos dimos cuenta de ello. Vi a mis padres envejecerse y morir; tampoco hubo violencia en el curso de los hechos. Pero el cambio que ocurrió en mi vida, en todas nuestras vidas, irrumpiendo impetuoso en la aldea, pareció ocurrir en un abrir y cerrar de ojos.

    Arjun llegó corriendo con la nueva. Había corrido todo el trayecto, desde la aldea, y tuvimos que esperar hasta que pudiera articular palabra.

    —Centenares de hombres —dijo al fin, jadeante— están derribando casas alrededor del maidan y hay una larga fila de carretas cargadas de ladrillos.

    Los otros niños se agruparon a su alrededor. Arjun se infló de importancia.

    —Iré otra vez —anunció—. Hay mucho que ver.

    Nathan alzó la vista de los granos que estaba midiendo en costales para almacenarlos.

    —Es la nueva tenería que están construyendo —explicó—. Ya había oído rumores sobre eso.

    Irresoluto entre el deseo de disparar de vuelta y el ansia de escuchar a su padre, Arjun se balanceaba impaciente de un lado a otro sobre sus talones. Pero Nathan no agregó nada más. Guardó cuidadosamente los costales en el granero y se puso de pie.

    —Vamos —dijo—. Veremos qué hay.

    Todas las familias estaban afuera. La nueva se había divulgado rápidamente. Kali y su marido, Kunthi y sus chicos, Janaki rodeada de su numerosa familia, y hasta la Abuelita habían ido a ver. Había muchachos por todas partes, escabulléndose entre la multitud, gritándose los unos a los otros con voces chillonas y excitadas. Perros espantados se sumaban a la algazara.

    Formamos un círculo alrededor de los recién llegados, unos cincuenta hombres que descargaban ladrillos de las carretas. Hablaban en nuestro idioma, pero con una entonación que resultaba difícil de entender.

    —Gente de ciudad —me susurró Kali—. Dicen que han viajado más de cien millas para llegar aquí.

    Ella tenía inclinación a exagerar y, además, daba crédito a todo lo que se le decía.

    A cargo de los trabajadores se hallaba un mayoral, que tenía el mismo aspecto y hablaba en la misma forma que ellos, pero que estaba vestido de camiseta y pantalón, y llevaba un sombrero que yo no había visto antes sino en la cabeza de Kenny: una cúpula color de paja. Los otros usaban taparrabos y turbantes, y unos pocos llevaban camisas, pero a medida que pasaba el día se fueron quitando las camisas uno por uno, hasta que todos quedaron como nuestros hombres.

    Los obreros trabajaban bien y con rapidez, echándonos muchas miradas de reojo; parecían complacerse de haber creado semejante alboroto y de haber atraído tanto público. En cuanto al mayoral, hacía una gran exhibición de su autoridad, dirigiéndose a sus hombres con grandes voces y amplios ademanes, pero sin ejecutar el menor trabajo por sí mismo. Con todo, debió sufrir con el sol, de estar allí parado, agitando los brazos, pues su camisa se le había pegado al cuerpo y de rato en rato se quitaba el sombrero como para permitir que el viento refrescara su cabeza.

    De improviso hubo una conmoción en el círculo de mirones y la multitud se fue apartando para dejar pasar a un hombre blanco, de rostro encarnado. Usaba casco blanco y venía acompañado de tres o cuatro hombres vestidos como él, de pantalones cortos. El mayoral se acercó, inclinado y obsecuente, y el recién llegado le habló con presteza, pero en un tono tan bajo que no pudimos alcanzar a oír lo que le decía. El mayoral lo escuchó respetuosamente y luego empezó a decirnos que nos retiráramos, para no distraer a los obreros, cuando hasta ese momento pareció tan encantado de tener tantos espectadores. ¡Él estaba en nuestro maidan, en nuestra propia aldea; y nos decía que nos fuéramos!

    —Como si fuera dueño de nosotros —masculló Kannan, el chakkli. Creo que desde ese momento preveía ya que le arrancarían los medios de subsistencia, pues él mismo salaba y curtía los cueros con que fabricaba las sandalias para aquellos que las usaban en la aldea. De modo que se mantuvo en su puesto, miró desafiante al mayoral y rehusó moverse. Unos cuantos imitaron su ejemplo, resentidos por las altaneras órdenes que salían de la boca del mayoral. Pero la mayoría nos fuimos, pues teníamos que atender nuestras propias ocupaciones.

    Diariamente, durante dos meses, llegaron filas de carretas cargadas de ladrillos, piedras y cemento, láminas de hierro y de hojalata, cáñamo y rollos de cuerda. Los hornos de las aldeas vecinas estuvieron muy ocupados quemando ladrillos, pero su producción fue insuficiente y las carretas tuvieron que internarse más en la región, regresando cubiertas de polvo y cargadas de ladrillos. Día y noche las mujeres fabricaban cuerdas, pues podían colocar toda la que hacían, y los negociantes prosperaban vendiendo sus artículos a los trabajadores. Éstos eran bien pagados y algunos de ellos ganaban dos rupias al día, mientras que nosotros rara vez ganábamos tanto, ni en las mejores épocas. Compraban pródigamente arroz, legumbres y lentejas, dulces y frutas. Alrededor del maidan edificaron sus cabañas, pues no había otro lugar para ellos, y trajeron a sus esposas y a sus hijos, formando una comunidad propia. En la noche divisábamos sus fogatas, y día tras día oíamos el ruido que hacían, recio, incesante, estrépito y algarabía, su parloteo y algunas veces una tonada con que se daban ánimos para alzar una pesada viga o elevar hasta el techo un cargamento de hierro laminado.

    Un día el edificio estuvo terminado. Los trabajadores partieron llevándose sus efectos y utensilios y dejando detrás únicamente las cabañas vacías. Hubo silencio. En la inusitada calma nos preguntábamos, aprensivos, qué ocurriría después. Pasó una semana y luego otra. Venciendo nuestro temor, entramos al edificio, curioseamos los huecos y rincones, examinamos los enormes tanques y cilindros que se habían instalado, y, satisfecha la curiosidad, volvimos a nuestras viejas tareas en el campo y en nuestros hogares.

    Entre los comerciantes había algunos —aquellos que elevaron sus precios e hicieron ganancias— que se apenaron de la partida. Yo no. Ellos habían invadido nuestra aldea con bullicio y alboroto, nos arrebataron el maidan donde jugaban nuestros hijos e hicieron subir los precios de la feria más allá de nuestras posibilidades. No sentí que se fueran.

    —Volverán —díjome Nathan, mi marido— o llegarán otros en su lugar. Y ¿acaso tú no te beneficiaste con su estada, vendiendo calabazas y plátanos a mejores precios que antes?
    —Sí —repuse—, pero ¿qué puedo comprar con ese dinero cuando los precios han subido tanto en todas partes? Desde que ellos llegaron no hemos podido probar azúcar, dhal o mantequilla. Ni hubiéramos vuelto a ver tales cosas de permanecer ellos aquí.
    —A pesar de todo, volverán —insistió Nathan—. Puedes estar segura de que no se tomaron tanta molestia para dejar una armazón vacía entre nosotros. Por lo tanto, es mejor aceptar estas cosas.
    —¡Jamás, jamás! —grité—. Podrán vivir entre nosotros, pero nunca podré aceptarlos, pues nos han sentado la mano convirtiéndonos de labradores en mercaderes. Ahora acumulamos nuestro dinero porque no podemos gastarlo y vemos a nuestros hijos mal alimentados, mientras los suyos se hartan. Hemos hecho todo esto en la esperanza de que un día las cosas volverían a ser lo que fueron. Ahora que se han ido olvidémoslos y retornemos a nuestros hábitos.
    —Mujer tonta —dijo Nathan—. No hay retroceso posible. Dóblate como la hierba que no se rompe.

    Nuestros hijos nunca nos habían visto antes tan serios, tan vehementes. Tres de ellos se acurrucaron en un rincón y nos miraban con los ojos muy abiertos; los menores dormían, uno en brazos de Ira y el otro recostado sobre ella. Con el peso de ambos, Ira, sentada en el suelo, apoyábase a su vez en la pared. Había algo en su tierno semblante que me conmovió.

    —¡Oh, bueno! —dije, fingiendo—, tal vez he exagerado. Si vuelven tendremos una linda dote para nuestra hija. Y eso sería una gran cosa, por cierto.

    El aire preocupado desapareció de las facciones de Ira.

    Seguía siendo una niña a pesar de la madurez de sus trece años; seguramente se imaginaba también una boda fastuosa, como me la imaginé yo.

    * * *

    Volvieron, no los mismos hombres que se habían ido, sino otros, y no todos a la vez, sino poco a poco. El hombre blanco de rostro encarnado regresó con un mayoral y se hizo cargo de todo. Él no vivía en la aldea: llegaba y se iba. Sus hombres se posesionaron de las cabañas que quedaron vacías; los que llegaron al último se establecieron junto al río, trayendo también a sus mujeres y a sus hijos, o poblaron aún más densamente el maidan levantando nuevas chozas.

    Regresé a casa ese día, agradecida de que todavía existiera una buena distancia entre ellos y nosotros, y aunque el olor de sus brebajes y licores flotaba permanentemente enviciando el aire, por lo menos la bulla que armaban nos llegaba desde lejos.

    —Eres una criatura extraña —me dijo Kunthi, chispeantes los ojos—. ¿No estás contenta de que nuestra aldea ya no sea un puñado de chozas, sino un pequeño pueblo? Pronto habrá tiendas y salas de té, y hasta un cine, de esos que conocí antes de casarme. Ya verás.
    —Sin duda que lo veré —repuse—, y eso no me hará feliz. Ya mis hijos tienen que taparse las narices cuando pasan cerca de ellos, y todo son gritos, disturbios y aglomeraciones dondequiera que se vaya. Hasta los pájaros se han olvidado de cantar, o sus cantos se pierden para nosotros.
    —Eres una aldeana —replicó Kunthi, con una expresión despectiva en la mirada—. No entiendes.

    Si yo era una aldeana, Kali y Janaki también lo eran, pues no tenían simpatía por los intrusos. Pero después de un tiempo Janaki confesó que al menos ahora sabía qué haría con sus hijos, ya que la tierra no podría sustentados a todos. En cuanto a Kali, bueno, siempre le gustó tener público para sus cuentos. De modo que ellas se reconciliaron con el cambio y arrojaron el pasado con ambas manos, de manera que estuvieran libres para asir el presente, mientras yo me resistía acongojada, envidiando esa reconciliación tan cómoda y aferrándome a la memoria del pasado, juzgándolo un tesoro.

    Creo que los días libres de cuidados de mi hija terminaron con la tenería. Ella tenía la costumbre de ir de aquí para allá con sus hermanos, y éstos iban a donde se les antojaba. Pero un día Kali me dijo, con muchos guiños significativos, que era tiempo de que veláramos por ella.

    —Está madurando aprisa —nos dijo—. ¿No advierten que los ojos de los jovenzuelos se encienden al mirarla? Si no tienen cuidado, no le encontrarán fácilmente marido.
    —Mi hija no es ninguna perdida —replicó Nathan—. No sólo los hombres, sino las mujeres la miran, porque es bella.
    —Lo es —dijo Kali, generosamente—. Por lo tanto, vigílenla más estrechamente aún.

    No había cómo ganarle una discusión a Kali; yo lo sabía muy bien.

    Después de eso, aunque sin admitírnoslo el uno al otro, tuvimos más cuidado con Ira. Pobre chica. Estaba azorada por la cantidad de prohibiciones que le impusimos. La restricción de sus libertades fue una penosa prueba, pero ni una sola queja salió de sus labios.


    CAPÍTULO V


    EN TODOS los años de nuestro inquilinato, nunca le vimos la cara al zemindar que era propietario de la tierra que labrábamos. Lo representaba Sivaji, que era un hombre bondadoso y humano, de modo que nos considerábamos afortunados. A diferencia de otros, él no nos sacaba el pago en especie hasta el último grano; nos permitía recoger los rebuscas; no nos exigía sobornos en dinero o especie; tampoco reclamaba para sí el estiércol de los campos, lo que fácilmente pudo hacer, y sólo estipuló que Kali y yo recogiéramos la parte que nos correspondía en días diferentes, para evitar disputas. De este modo recogíamos cantidades semejantes y no había animosidad entre nosotras.

    Una mañana salí a hacer mi recolección de estiércol. Era tan temprano que el rocío todavía enjoyaba la hierba y no había empezado el ruido de la tenería. Era preferible madrugar, pues de otro modo uno no sabía cuánto habían saqueado ya los granujas de la vecindad, pues el estiércol era de venta fácil y tenía buen precio. Varias veces me encontré con pilluelos en el campo y los perseguí, pero sin lograr recuperar el producto de su ratería.

    Esa mañana tuve suerte y pronto llené la pequeña cesta que llevaba. Al inclinarme para recoger el último puñado, tuve la sensación de que alguien me observaba.

    Era Kenny, más delgado que cuando lo vi por última vez, pero ¿cómo lo habría podido jamás olvidar? Dejando la cesta corrí hasta él, con las manos sucias y un alegre corazón acogedor.

    —¡Mi amo, mi benefactor! —grité—. Muchas veces he anhelado verlo. Al fin viene.

    Me arrodillé para besar sus pies, aunque calzaba zapatos de cuero. Él los retiró rápidamente y me dijo que me levantara.

    —No soy ningún benefactor, ningún amo —me dijo—. ¿Qué te pasa?
    —Usted es mi benefactor —respondí, resuelta—. ¿No tengo cinco hijos para probarlo?
    —No tengo la culpa de tus excesos —dijo él, haciendo una mueca; pero sus ojos estaban iluminados por la risa, seguramente de ver la expresión acoquinada de mi cara.
    —Venga conmigo —le dije, recobrándome—. Quiero que los conozca, exceso o no.
    —Sólo por unos minutos; tengo que hacer —repuso, y cuando alcé la canasta observó lo que llevaba—. Veo que recoges estiércol y te lo llevas. ¿No es para abono de la tierra?
    —No, por cierto. El estiércol es demasiado útil para dárselo a la tierra, pues nosotros lo usamos como combustible y como una protección contra la humedad, el calor y hasta las hormigas y los ratones. ¿No lo sabía?
    —Demasiado bien —replicó con brevedad—. He visto a vuestras mujeres haciendo siempre tortas de estiércol, quemándolas y embadurnando sus chozas. Pero yo pensé que tú, que vives de la tierra, sabrías algo mejor que pensar únicamente en recibir de la tierra y no en darle.
    —¿Qué substituto usar entonces? —dije con calma.

    No me contestó, pero me siguió. Todos los muchachos estaban despiertos, esperando su comida matutina de agua de arroz. Nathan ya estaba en el campo y mandé a uno de los chicos para que lo llamara. Extendí una estera para Kenny y él se sentó, agrupándonos a su alrededor. Noté que no estaba acostumbrado a sentarse en el suelo con las piernas entrecruzadas, pues sus rodillas, en vez de descansar en la estera, se alzaban oblicuas, como los cuernos de un toro. Me sentí incómoda por él y apenada de no tener otro asiento que ofrecerle.

    Ira coló el agua de arroz en escudillas de madera —el arroz lo guardábamos para la comida del mediodía—, y a una de las escudillas le agregó un puñado de arroz cocido y un poco de sal, lo que no podíamos hacer para nosotros, y se la pasó a Kenny, inclinándose hasta el suelo y manteniendo los ojos bajos.

    —Mi hija Irawaddy —la presenté, orgullosa de que supiera tan bien sus deberes para con un huésped.

    Kenny tomó la escudilla, sonriendo.

    —Eres una buena cocinera para ser tan joven —le dijo, poniendo un instante su mano sobre la cabeza de Ira. Ella no alzó los ojos, pero su cara se encendió. Me complací también de que él hubiese prestado atención a mi hija.

    Kenny se dirigió a los demás, por turno, hasta que llegó Murugan, mi tercer hijo, conduciendo a su padre de la mano.

    —Ya me has oído hablar de Kenny bastante a menudo —le dije a Nathan—. Éste es amigo de la casa de mi padre.

    Eso fue todo lo que dije, y dejé lo otro sin decir. Mi esposo hizo un namaskar.

    —Sí, te he oído —repuso con circunspección—, y estoy feliz de que honre con su presencia nuestro humilde hogar.
    —No tan humilde —replicó el otro cortésmente—, pues las mujeres de tu casa lo enriquecen y has engendrado cinco robustos hijos.

    Mi corazón tuvo un sobresalto al oír sus palabras, por temor de que me traicionara, aunque no podía ser traición, pues ¿cómo podía adivinar que mi marido no estaba enterado de que yo me había sometido a un tratamiento con él? ¿Por qué yo, la más estúpida de las mujeres, no se lo había contado? Esperé, mordiéndome los labios, pero no dijo nada más.

    * * *

    Después Kenny vino frecuentemente a vernos. Nunca hablaba de sí mismo, ni de esposa, hijos, padres u hogar. Yo contenía mi lengua, pues tenía la impresión de que una pregunta lo ofendería.

    Sin embargo, él amaba a los niños. Los míos siempre estaban ansiosos de verlo y hacían un gran alboroto cuando llegaba. Él los soportaba pacientemente y a menudo les traía medio coco o una pasta de almendras y jaggery, que a los muchachos les gustaba mucho. Una vez llegó cuando yo le daba de mamar a Selvam, el menor de mis hijos, que ya andaba por los tres años. Kenny vio que mis pechos estaban lastimados en el lugar donde estuvo la boca del chico.

    —El niño debió ser destetado hace tiempo —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Por qué fuerzas eso?
    —Tuvimos que vender la cabra —repuse—. Ya no puedo comprar leche, pero mientras mi hijo sea un chiquillo y la necesite yo se la daré.

    Después de eso me traía un poco de leche de vaca cuando podía, o la enviaba con alguno de los chicos de la aldea, que siempre estaban prontos a ayudarlo, pues él tenía sus modos para atraerse a los niños. Siempre había un grupo tras él.

    Como antes, llegaba y se iba misteriosamente. Yo sabía poco de él, fuera del hecho de que trabajaba entre la gente de la tenería, asistiendo y curando a los enfermos durante largas horas, y que luego se iba solo a su morada. Pero cuando abandonaba la aldea, por temporadas que podían ser de días o de años, nadie sabía a dónde iba ni qué hacía, y cuando regresaba se hallaba más taciturno que nunca y nadie se atrevía a preguntarle.


    CAPÍTULO VI


    RETUVE A IRA tanto como pude. Pero cuando cumplió los catorce años ya no era posible demorar más el casamiento, pues es sabido con qué rapidez son atrapados los buenos partidos matrimoniales. Ya la mayoría de las muchachas de su edad estaban casadas, o, por lo menos, comprometidas. La selección de una mediadora no era fácil de hacer. Kali era la más cercana a nosotros y la elección debía recaer, lógicamente, en ella. Pero era demasiado charlatana y muy pagada de sus propias opiniones. El rechazo de un joven elegido por ella hubiera originado una tediosa controversia. Además, tenía hijos propios, que muy bien podía considerar buenos partidos, lo que por cierto no me parecía, pues no tenían tierras. De otro lado, la Abuelita hubiera sido una mediadora ideal: era vieja y experimentada, sabía muy bien adónde iba y le sobraba la paciencia. Pero ya hada varios años que yo no tenía negocios con ella y podía negarse a colaborarme, muy justificadamente. Al final, terminé acudiendo a ella.

    —Una dote de cien rupias —le dije—. Una doncella como una flor. Haz todo lo que puedas y te estaré eternamente agradecida. Te pido esto —agregué, mirándola de frente—, aunque todo lo que produzco en la huerta se lo vendo a Biswas y no queda nada para ti.
    —No estoy resentida contigo, Rukmani —replicó—. Los tiempos son duros y tenemos que hacer todo lo que podamos por nosotros y nuestros hijos. Acepto la misión y me esmeraré en cumplirla.

    Desde ese momento no dejó pasar una sola semana sin que nos trajera noticias de tal o cual muchacho. Con la Abuelita y Nathan pasábamos largas horas tratando de evaluar los relativos méritos de los candidatos. Por último encontramos uno que parecía llenar nuestras exigencias: era joven y bien parecido; hijo único, que heredaría de su padre una buena porción de tierra.

    —Ellos aguardan, sin duda, una dote grande —dije, descorazonada—. Con cien rupias no se gana a un marido semejante. Y no tenemos más.
    —Ella está dotada de belleza —dijo la Abuelita—. En este caso compensará la pequeña dote.

    Tenía razón. En un mes se completaron los preliminares y se fijó la fecha. Ira aceptó nuestra elección con su acostumbrada docilidad, y si se contristó con la idea de abandonar a sus padres y a sus hermanos, no lo demostró en ningún momento. Sólo una vez me preguntó con cierta ansiedad cada cuánto tiempo podría yo visitarla, y aunque yo sabía que tales visitas serían poco frecuentes, porque su futuro hogar quedaba a diez millas de distancia, le dije que iría a verla dos o tres veces al año.

    —Por otra parte, no vas a querer que te visite muy a menudo —agregué—. Esta casa, tus hermanos, es todo lo que has conocido hasta ahora, pero cuando tengas tu propio hogar y tus propios hijos no echarás esto de menos...

    Ella hizo una ligera señal afirmativa con la cabeza y no respondió. Pero yo sabía cuán atribulada debió sentirse ante la inminente partida. Mi espíritu lloraba de pesar por ella; hubiera deseado consolarla, convencerla de que en el transcurso de pocos meses su nuevo hogar sería la parte más importante de su vida, y todo el pasado, sólo un preparativo para esa vida..., pero antes de alcanzar esa felicidad conyugal había de pasar por la dura prueba de la partida, la soledad de empezar una vida nueva entre extraños, la tensión de los primeros días de matrimonio...y porque yo sabía todo eso, las palabras de consuelo se negaban a salir.

    Día de bodas. Mujeres de la aldea vinieron a prestar su ayuda. Janaki, Kali y muchas otras que yo apenas conocía. Fuimos con Ira al río y, una vez bañada, la vestimos con el sari rojo que yo había llevado en mi propio matrimonio. Sus amplios pliegues pesados la hacían parecer más delgada de lo que era, la hacían parecer una niña. Le pinté ojeras con kohl y los años disminuyeron más aún; era de una juventud enternecedora; apenas podía yo creer que se estuviese casando ese día.

    Llegó el novio con sus padres y parientes, nuestros amigos y los sacerdotes. Llegó el tambor y se sentó en cuclillas afuera, esperando la señal para empezar; el violinista se le unió. Debió haber otros músicos: un flautista, un tocador de armonio, pero no nos fue posible contratarlos. Nathan no quería saber de nada que no pudiese pagar. "No quiero deudas —insistía—, no quiero deudas." Pero yo no le escatimé nada a Ira. ¿No había, acaso, economizado desde el día de su nacimiento para que se casara bien? Saqué las provisiones que había ido acumulando mes tras mes: arroz, lentejas y mantequilla, cántaros de aceite, hojas de betel, arecas, tabaco de mascar y almendras de coco.

    —No sabía que tenías tanto —dijo Nathan, asombrado.
    —Y si lo hubieses sabido ya habría poco —repuse, haciéndoles un guiño a las mujeres—, porque los hombres son como los niños y se adueñan de todo lo que ven.

    No esperé respuesta, pero pude escuchar las carcajadas que provocó su salida, y me fui a hablar con el tambor. Arjun, mi primogénito, estaba sentado junto al hombre, golpeando cautelosamente el tambor con tres dedos, en la forma que le habían enseñado.

    —Tenemos mucha comida —le dije—. Entra y come antes que se acabe.
    —No puedo comer más —respondió Arjun—. He estado comiendo mucho todo el día.

    Con todo, había tomado sus previsiones para el mañana: vi sobre su falda un envoltorio rebosante de comida; mantequilla y miel de caña habían calado el trapo, dejando manchas viscosas.

    —Anda con tus hermanos —le dije, alzándolo de un brazo—; el tambor va a estar ocupado.

    Salió corriendo, bien cogido de su envoltorio.

    La música de bodas empezó. Los recién casados se sentaron, con cierto embarazo, uno al lado del otro; Ira, muy tiesa bajo el sari recargado de bordaduras, con flores blancas en el cabello, muy pálida. No se miraban entre ellos. A su alrededor se apretujaban catorce o quince personas; no cabían más en la choza. El resto de los invitados se hallaban sentados afuera, sobre las hojas de palmera que habían recogido los chicos.

    —¡Qué buena pareja! —decía todo el mundo—. Un muchacho tan guapo y una chica tan linda. Demasiado bueno para ser cierto.

    Lo era, claro está. La Abuelita se pavoneaba radiante; ella fue quien reunió a la pareja y su reputación de casamentera crecería más que nunca. Pero ninguno de nosotros podía adivinar el futuro.

    De modo que se casaron. Al anochecer aparecieron dos mozos portando un palanquín para la flamante pareja, colocándolo a la entrada de la choza para que subieran. Ahora que había llegado el momento de partir, Ira parecía asustada y dudó un poco antes de subir, pero ya una docena de manos complacientes la habían ayudado a sentarse en el palanquín. Toda la gente, emocionada, contagiada por la excitación, repleta de comida y embriagada por la música, se apiñaba alrededor y lanzaba por sobre sus cabezas guirnaldas y guirnaldas de flores. El piso estaba cubierto de pétalos.

    En medio de la aglomeración, Nathan y yo. Nathan con la mano extendida daba su bendición a la hija y ésta la recibía con la obscura cabeza inclinada. Luego el palanquín fue alzado, los músicos ocuparon su lugar y se acercaron los portadores de antorchas. Partió el cortejo y nosotros lo seguimos a pie, parientes y amigos, simpatizantes y curiosos. Varios muchachos se sumaron al grupo. Venían detrás, cantando jubilosamente, bulliciosos y excitados: una larga cola andrajosa de la procesión.

    Atravesamos los campos y las tortuosas calles de la aldea, tras el oscilante palanquín. Llegamos al lugar donde esperaba, a decorosa distancia, la carreta a bueyes que se llevaría a los recién casados.

    Luego acabó todo: la animación, la risa, el ruido. Los invitados partieron. La muchedumbre se disolvió. Después de un rato regresamos a la choza toda la familia. Nuestros hijos, exhaustos, se durmieron hacinados; el menor apretaba en su puño pegajoso una confitura. Restos de alimentos se desparramaban por todas partes. Barrí el suelo y lo cubrí de hojas. Las paredes mostraban grietas y se había descascarado la arcilla en ciertos lugares, pero eso lo dejé para reparar lo al día siguiente. Hice un rimero de las hojas usadas de plátano para dárselas a los bueyes. Las estrellas palidecían ya en la noche grisácea cuando me acosté junto a mi marido. Por la primera vez desde que nació, Ira no durmió bajo nuestro techo.


    CAPÍTULO VII


    LA NATURALEZA es un animal salvaje al que hay que domar para que trabaje para uno. En tanto uno esté vigilante y proceda cautelosamente, con solicitud y cuidado, ella prestará su ayuda. Pero si se mira un instante hacia otro lado, si se es negligente u olvidadizo, lo coge a uno por el cuello.

    Ira fue dada en matrimonio en el mes de junio, que es el mes propicio para los casamientos. Con el tiempo que ocupé en los preparativos y la apatía que me invadió durante los primeros días después de su partida, nada se hizo para proteger a nuestra choza de la intemperie ni para prevenir que la tierra se inundara. Ese año el monzón llegó prematuramente y con una aciaga intensidad, jamás vista antes.

    Llovió tan reciamente, tan largamente, tan incesantemente, que la sola idea de una temporada sin lluvia provocaba un leve asombro. Era como si nunca hubiese existido nada sino la lluvia; el agua encontraba sin compasión cada agujero del techo de palmas para colarse y escurrirse sobre el piso mojado. Si no hubiésemos construido la choza en una elevación del terreno, las propias paredes se habrían disgregado con tanta humedad. Puse bajo las goteras todas las ollas y cacerolas que tenía, pero pronto hubo más goteras que recipientes. Por fortuna yo había acumulado leña para el matrimonio de Ira y los pocos palos que quedaban sirvieron al menos para cocer el arroz, y mientras ardía el fuego, silbando con la humedad de la leña, nos acurrucábamos alrededor tratando de secarnos. Al principio los muchachos estuvieron bastante animados; jamás habían visto nada parecido, y los charcos y riachuelos que se formaban afuera eran motivo de interminable pasatiempo. Pero Nathan y yo observábamos con el corazón oprimido cómo las aguas subían y subían, hasta que el verde arrozal se perdió bajo ellas.

    —Mala época —dijo Nathan, sombríamente—. Las lluvias han destruido gran parte de nuestro trabajo. Habrá poco que comer este año.

    Al oír sus palabras, Arjun estalló en lastimoso llanto y su hermano Thambi siguió su ejemplo. Ya eran bastante crecidos para entender, pero los otros, que no lo eran, también se deshicieron en lágrimas, pues ya estaban entumecidos y de mal talante de tanto estar en cuclillas sobre el piso mojado. También estaban con hambre, pues quedaba poco de comer, ya que la mayor parte de los alimentos se habían consumido en la fiesta de la boda y la nueva cosecha estaba afuera, sin recolectarse, pudriéndose. Yo los apacigüé como mejor pude y le lancé una mirada de reproche a mi marido por sus palabras imprudentes; pero él no notaba nada, hundido como estaba en el odio y la impotencia.

    Al llegar la noche, la octava noche del monzón, arreciaron los vientos, gimiendo y aullando alrededor de la choza, como si quisieran arrancarla de cuajo. Adentro estaba oscuro; la mecha, ardiendo en el pequeño platillo de aceite, apenas irradiaba una incierta luz vacilante, pero afuera la tierra resplandecía con el cárdeno fulgor de los relámpagos. Hacia medianoche la tormenta estaba en su ápice.

    Los relámpagos desgarraban el cielo casi sin interrupción y el trueno sacudía la tierra. Sentí un estremecimiento al mirar, pues no podía dormir y hasta me resultaba difícil pronunciar una oración.

    —No puede durar —dijo Nathan—. La tempestad aflojará en la mañana.

    No acababa de hablar cuando cayó un rayo, con espantoso fragor. Al apartar las manos de mis ojos deslumbrados vi que había sido abatido nuestro cocotero. Hasta eso fue pasto de la tormenta.

    * * *

    En la mañana todo estaba en calma. Hasta la lluvia había cesado. Después de la furia de la noche anterior, una quietud extraña se extendía sobre la tierra. Salí a ver si podría salvarse algo de la huerta, pero los sarmientos y los tallos habían sido arrancados de sus soportes y yacían en el suelo destrozados, sin trazas de poder sobrevivir. El maizal estaba perdido. Donde estuvo el arrozal había un plácido lago, en el cual los chicos estaban haciendo flotar pedazos de madera...

    A muchos de nuestros vecinos les había ido peor aún.

    Varios quedaron sin casa. De un grupo de hombres que se cobijó bajo un árbol cuando arreció el temporal, seis fueron muertos por el rayo.

    La choza de Kali fue totalmente destruida en la furia final de la tormenta. El techo fue arrancado por el viento y los muros de barro se desmoronaron.

    —Al menos resistió hasta que pasó lo peor —me dijo Kali—. Y gracias a Dios nos salvamos todos.

    Se la veía agotada. En los muchos años que la conocía nunca la había visto tan abatida. Vino a pedirme algunas hojas de palma para techar la nueva choza que su marido estaba construyendo. Pero yo sólo pude mostrarle el tronco renegrido de la palmera, con su penacho marchito y colgante de unas pocas fibras.

    —Tenemos que techar la choza antes de que anochezca —le dije a Nathan—. Las lluvias pueden volver. También necesitamos arroz.

    Nathan hizo una señal afirmativa con la cabeza: —Tal vez podamos comprar en la aldea hojas de palmera... y también algo de arroz.

    Se dirigió al granero, en uno de cuyos rincones estaba enterrado el pequeño atado de tela con nuestros ahorros. En un tiempo, poco después de casarnos, fue pesado. Ahora el trapo descolorido era demasiado grande para las escasas monedas que contenía. Nathan lo desató y contó doce rupias.

    —Una será suficiente —dije—. Vamos.
    —Voy a tomar dos. Siempre podremos volverla a guardar.

    En la aldea la tempestad había dejado desastre y desolación, todavía peores que en nuestras casas. Árboles arrancados de raíz extendían sus ramas en grotescas contorsiones sobre las calles y las casas, aplastándolas, lo mismo que a cuerpos de hombres y mujeres, indistintamente. Palos y piedras se desparramaban por todas partes en terrible confusión. La tenería resistió; el cemento y los ladrillos no cedieron a pesar de los furiosos vientos, pero las cabañas de los obreros, de estructura más endeble, se desplomaron. En algunas se había hundido el techo y de otras sólo quedaba un montón de lodo, tachonado por los objetos de sus dueños en absurda decoración. Las cabañas de hierro laminado en que vivieron algunos ya no existían; aquí y allá se podían ver las láminas, en lugares inesperados: colgadas de las copas de los árboles o empotradas en los muros de las casas que quedaron en pie. Agua por todas partes; las alcantarillas se desbordaban en las calles. Perros muertos, gatos y ratas diseminados al borde de las aceras o flotando sobre las aguas, yertos, con las barrigas hinchadas.

    La gente iba de un lado a otro en medio de esta destrucción, recogiendo un harapo aquí, un bulto más allá, estrechando en los brazos las cosas que creía suyas, caminando vacilante y con una especie de terca desesperación. Gente que conocíamos se nos aproximaba y nos hablaba en voz baja, haciendo gestos sin esperanza.

    —Vámonos —le dije a Nathan—. Esto es penoso. Volveremos después.

    Regresamos, sin haber gastado las dos rupias. Los chicos salieron corriendo a nuestro encuentro, con los semblantes iluminados por la esperanza.

    —Las tiendas están cerradas o destruidas —dije—. Entren, les prepararé una mazamorra en seguida.

    Sus caras se marchitaron. Los dos menores empezaron a gimotear sordamente, de hambre y decepción. No tuve palabras para consolarlos.

    Al anochecer empezaron a sonar los tambores de la calamidad. El ritmo grave y palpitante llegaba nítidamente a través de la noche, toda la noche, y cada golpe, cada pulsación, era un eco de la extremada impotencia de la empresa humana. Escuché. No podía dormir. En el sonido de los tambores yo adivinaba la vasta repercusión de una condena. Pero en los expectantes silencios de los tambores, mi propio desastre descollaba más grande, más consecuente, más lastimoso.

    Cuando las aguas bajaron un poco, nuevamente nos atrevimos a salir, llevando las dos rupias. Esta vez las cosas mejoraron un poco; las calles estaban despejadas y se estaban levantando chozas por todas partes. Mi estado de ánimo mejoró.

    —Vamos primero a la tienda de Hanuman a comprar arroz —dijo Nathan, excitado—. La mazamorra que hemos estado comiendo ya era casi agua pura estos últimos días.

    Apuré el paso. Mi estómago empezó a sufrir contracciones a la sola idea de la comida.

    Hanuman estaba en la puerta de su tienda. Al vernos sacudió la cabeza.

    —Han venido por arroz —dijo—. Todos vienen por arroz. No tengo un grano en venta; sólo para mi mujer y mis hijos.
    —¿No es usted un negociante que comercia con arroz?
    —¿Y qué hay con eso? ¿No son ustedes cultivadores de arroz? ¿Por qué me buscan, entonces? Y aun si tuviera arroz no elegiría esta época para venderlo. Pero, como les dije, no tengo.
    —Sólo queremos un poco. Pagaremos. ¿Ve?, aquí está el dinero.
    —No, no tengo arroz. Pero..., esperen. Dicen que Biswas está vendiendo..., pueden probar.

    Buscamos a Biswas.

    —Venimos por arroz —le dijimos—. Mire, aquí está el dinero.
    —¿Dos rupias? ¿Cuánto creen que van a comprar con dos rupias?
    —Creemos...
    —¡No importa lo que crean! ¿No es ésta una época de escasez? ¿Pueden comprar arroz en otra parte? ¿No tengo derecho a cobrar más por esa razón? Les puedo dar dos ollocks, pura caridad.
    —Es muy poco por dos rupias.
    —Lo toman o lo dejan. Los curtidores pueden pagarme el doble de esa suma, pero por ser ustedes...

    Compramos y pagamos con las monedas de plata. No quedó nada para el techado de la choza, a menos que invirtiéramos una o dos rupias de las diez que quedaban en el granero.

    Puse el arroz en mi sari y aseguré la preciosa carga contra mi cintura. Regresamos. En los aledaños de la aldea nos topamos con Kenny. Tenía la cara larga y ceñuda, con los ojos ardientes en el rostro pálido. Nos vio y se aproximó.

    —Supongo que ustedes también se están muriendo de hambre.

    Golpeé el bulto de arroz en mi cintura; los granos cedieron bajo mi mano.

    —Tenemos un poco de arroz. Durará hasta que vengan tiempos mejores.
    —¡Tiempos mejores, tiempos mejores! —gritó—. Los tiempos no mejorarán en muchos meses. Entretanto ustedes sufrirán y morirán, humildes tontos dolientes. ¿Por qué mantienen este horrible silencio? ¿Por qué no exigen, gritan por ayuda, hacen algo? ¡No hay nada en este país, oh Dios, no hay nada!

    Nos encogimos ante su violencia. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué quiere decir? El hombre está desvariando. Seguimos nuestro camino.

    * * *

    El arrozal se destruyó totalmente. No habría arroz hasta la próxima cosecha. Entretanto tuvimos que vivir de lo que quedaba de nuestro pescado salado, de raíces y hojas, del fruto del nopal y de nuestro árbol de plátanos.

    Por fin llegó la época de desecar el arrozal y aprestarse para la nueva siembra. Nathan me lo anunció con la voz regocijada y yo se lo conté alegremente a los niños, pues los campos estaban llenos de peces que nos alimentarían por muchos días. Luego esperamos, de buen ánimo, los ojos brillantes, los vientres doloridos de expectación.

    Llegó el día. Nathan fue a romper las represas. Yo con él y conmigo los niños, con sus ojos hundidos, bulliciosos como no lo estuvieron en muchos días, a la idea de la comilona, llevando redes y cestos. Primero un agujero, luego otro, del grosor de un dedo, hasta que el agua desgastó los bordes y los orificios de salida se volvieron tan anchos que podían caber dos puños cerrados. Colocamos nuestras redes, los pies firmemente plantados en el lodo, mientras el agua se precipitaba con los peces dando saltos en ella. Cuando se vació toda el agua, los peces quedaron aprisionados en las mallas y sobre el arrozal, saltando furiosamente, montones de ellos, húmedos y plateados, agradables a la vista. Los atrapamos con manos ágiles y corazones ávidos, llevándonoslos en triunfo, con una alegría tan radiante como el sol, reflejado en las lúcidas escamas. Luego volvimos para recoger los restos de las espigas de arroz, a fin de desgranarlo y aventarlo.

    Tarde en la noche seguíamos trabajando, limpiando el pescado, pelando el arroz, separando la espata del grano. Cuando concluimos, el rendimiento del arroz fue pobre, no más de dos medidas, que era todo lo que quedaba de la cosecha de un año y del trabajo de un año.

    Comimos, y nos resultaba difícil convencernos de que estábamos comiendo. La buena comida cayó agradable, aunque pesada, en nuestros estómagos tanto tiempo vacíos. Desde luego, los chicos cobraron un mejor aspecto; al ver sus rostros, perfilados pero contentos, se me levantó un gran peso de encima. Comeríamos hoy y mañana, y durante muchas semanas mientras durase el grano. Además, teníamos todo ese pescado, limpio, seco y salado; antes que se acabara podíamos ganar algún dinero. Yo plantaría mis legumbres...

    Eran sueños apacibles, armoniosos, gratos, pero construidos con la sustancia del sueño, esencia de fantasmas y dormir, dormir..., profunda y dulcemente, como no lo había hecho en tantas noches; ese deseo de dormir que me asaltaba hasta cuando me hallaba sentada entre las espigas de arroz, las escamas de pescado y la sal.


    CAPÍTULO VIII


    LOS DOS hijos mayores de Kunthi fueron de los primeros de la aldea que empezaron a trabajar en la tenería, y entre ambos llevaban a su casa una suma mayor que el salario de un hombre adulto.

    —¿Ves? —me dijo Kunthi—. La tenería es una bendición para nosotros. ¿No lo he dicho desde que se instaló? Y ya no somos una aldea, sino un pueblo en desarrollo. ¿No te alegras de sólo pensar en eso?
    —No, por cierto —le respondí—, pues está ocurriendo lo que yo predije y nuestro dinero cada vez compra menos y menos. En cuanto a eso de vivir en un pueblo, si esto es un pueblo, pues nada me haría escapar más velozmente si pudiera volver a la dulce quietud de la vida aldeana. Ahora todo es ruido, gentío donde se mire, truhanes haraganeando en las calles, bazares sucios y comportamiento grosero. Ningún hombre piensa en su semejante; sólo se preocupa en hacer dinero.
    —Palabras y palabras —dijo Kunthi—. Palabras estúpidas. No me extraña que nos llamen campesinas tontas, pero yo no lo soy ni nunca lo seré. No ha habido labriegos entre mis antepasados.
    —De haberlos hubiera sido mejor para ti —le dije, furiosa—, porque entonces tus valores serían verdaderos.

    Kunthi sólo encogió sus delicados hombros y se fue. Ella empleaba mucho tiempo haciendo innecesarios viajes al pueblo, donde, con su donaire y cuerpo provocativo, estaba segura de la admiración, y de algo más, de parte de los jóvenes. En un comienzo lo comentaban las mujeres; los hombres decían que eran de puro celosas... Después ellos también empezaron a notarlo y a hacer observaciones al respecto, y a preguntarse por qué el marido no hacía nada. "Si yo estuviera en su lugar...", decían; pero ellos estaban casados con mujeres corrientes no con una mujer llena de fuego y de belleza, así como de habilidad para aprovecharlos. De otro lado, su marido era un hombre pacífico y obtuso.

    —Déjala —decía Janaki—. Es una perdida y su única ambición es tener siempre a mano un buen surtido de hombres.

    Su voz reflejaba cólera, así como una amarga desesperanza. Ya hacía tiempo que la tienda de su marido andaba mal. No podía competir con los otros tenderos más importantes que se habían establecido en la nueva población, atraídos por el dinero fácil de ganar de los empleados de la tenería.

    La tienda finalmente se cerró, pocos días después de nuestra charla. Nadie les preguntó: ¿A dónde se irán de aquí? Tampoco ellos dijeron: ¿Qué será de nosotros? Esperamos y un buen día vinieron a decimos adiós, cargados con sus cosas y los hijos siguiéndolos detrás, menos el mayor, que se quedó a trabajar en la tenería. Partieron y los tenderos se alegraron de que hubiese menos competencia; el obrero que se mudó a su choza se regocijó de tener un techo sobre su cabeza; nosotros los recordamos un tiempo y luego proseguimos nuestras vidas.

    * * *

    La tenería tuvo un desarrollo incontenible. Creció, floreció y se extendió. No pasaba un mes sin que absorbiera la propiedad de alguien, sin que se alzara un nuevo edificio. Noche y día se curtían pieles. Una interminable fila de carretas traía la materia prima —millares de pieles de cabras y becerros, lagartos y culebras—, y luego se la llevaba de vuelta, las pieles curtidas, teñidas y pulidas. Parecía imposible que se encontraran mercados para semejantes cantidades o que existieran tantos animales. Pero así era, increíblemente.

    El número de altos empleados de la tenería también aumentó. Además del hombre blanco que conocimos primero y que era el propietario, había unos nueve o diez musulmanes bajo sus órdenes. Éstos formaban una pequeña colonia propia, en medio camino entre el pueblo y el campo abierto, con sus barracas de ladrillo, de paredes blanqueadas y tejado rojo. Los hombres trabajaban arduamente, algunos de ellos hasta horas avanzadas de la noche. Las mujeres constituían un grupo singular, de costumbres muy diferentes a las nuestras. Yo no sé qué hacían en sus casas, pues tenían sirvientes para atender los quehaceres, pero casi siempre permanecían encerradas, y si salían, iban veladas con un bourka que les ocultaba las facciones. Me dijeron que eso se debía a su religión: no podían a parecer delante de ningún hombre que no fuese el marido. Algunas veces, cuando yo llegaba a ver una figura cubierta de voluminosos ropajes deslizándose por las calles bajo un sol calcinante, o una cara atisbando tras una persiana, me sentía desesperadamente afligida por ellas. Mujeres privadas de los comunes placeres de sentir en la carne el calor del sol y la frescura de la brisa, de caminar libre y ágilmente por todas partes y de mezclarse con los hombres y trabajar con ellos.

    —Ellas tienen sus compensaciones —me dijo Kali, secamente—. Llevan una vida regalada, no tienen que preocuparse por la comida del día siguiente y están siempre nadando en la abundancia. Yo estaría encantada de cubrirme con un bourka y caminar velada el resto de mi vida si pudiera estar segura de todas esas cosas.
    —Tal vez por un año —le dije—; no para siempre. ¿Quién podría soportar como ellas semejante barrera a los rayos del sol y al aire puro?
    —Ustedes hablan como un par de cotorras —intervino el marido de Kali— y con menos juicio. ¿Qué es eso de si yo estuviera en su lugar o si no lo estuviera? La vida de ellas es de ellas y la de ustedes de ustedes. No hay intercambios posibles.

    Una vez, y sólo una vez, vi de cerca a una de esas mujeres. Yo llevaba unas pocas legumbres al mercado, cuando vi que ella me hacía señas desde la puerta de su casa para que entrara. Entré y tan pronto como cerró la puerta se sacó el velo para elegir más cómodamente lo que deseaba. Tenía una cara pálida y las facciones breves y finas. Sus ojos también eran pálidos, de un curioso color castaño claro que hacía juego con sus sedosos cabellos. Escogió lo que quería y me pagó. Sus dedos, blancos y delgados, estaban cubiertos de anillos con piedras preciosas, cualquiera de los cuales hubiera sido suficiente para alimentarnos durante un año. Cuando salí me sonrió y luego bajó rápidamente el velo sobre su cara. Nunca más pasé por allí. Había algo en esas puertas cerradas y en esas ventanas de persianas corridas que me dejaba helada, a mí que estaba hecha a los campos abiertos, al cielo y a la libre vista del sol.


    CAPÍTULO IX


    UNA MAÑANA yo estaba pulverizando algunos ajíes rojos. ¡Cho-chup!, sonaba el mazo al caer sobre el mortero, triturando los quebradizos ajíes secos, semilla y todo. A cada golpe se levantaba un polvillo rojo y sutil que difundía un olor acre en el aire. Una fragancia agradable, acerba y picante, que penetraba en mis narices y me hacía lagrimear, de modo que a cada rato me detenía para enjugarme los ojos. Era una linda mañana tranquila; no llegaba un sólo ruido de la tenería, que paraba por completo durante un bendito día de la semana. Cada vez que hacia una pausa, podía oír el gorjeo de los gorriones y la nota fina y diáfana de un miná.

    En la lejanía del horizonte distinguí dos figuras que se desplazaban muy lentamente. Continué moliendo. Las figuras aumentaban de tamaño cada vez que yo alzaba la vista. Luego, estando todavía a bastante distancia, reconocí a mi hija. Sólo la había visto una vez desde que se casó, y ya había pasado más de un año desde esa visita. Toda excitada, recogí y guardé el ají pulverizado, me limpié los ojos, me lavé la cara y salí. A la entrada de la casa tracé un colam, un diseño de harina blanca de arroz para darles la bienvenida.

    Se aproximaron con lentitud, como si llevaran un peso en los pies, no con la agilidad que debió traerlos rápidamente a mi lado.

    Pasa algo malo —me dije—; la gente joven no debe caminar así.

    Cuando les vi las caras, las palabras de bienvenida que tenía preparadas se congelaron en mis labios.

    Ira se arrodilló a mis pies en silencio. La hice levantarse, sosegadamente, pero con el corazón palpitante.

    —Entremos —dije—. Deben estar Cansados.

    Ira entró sumisa. Su marido permaneció afuera, parado rígidamente.

    —Ven —le repetí—, siéntate y descansa un rato. Han hecho un largo viaje.
    —Suegra —me dijo él—, no quiero ser descortés, pero ésta no es una visita corriente. Usted me dio a su hija en matrimonio. Vengo a devolvérsela. Es una mujer estéril.
    —No han estado casados largo tiempo —le dije, con los labios secos—. Es posible que ella sea como yo y todavía pueda concebir.
    —He esperado cinco años —replicó él—. Ella no se ha embarazado en la primera lozanía de su juventud. ¿Quién puede decir que concebirá después? Necesito hijos.

    Hice llamar a Nathan, que estaba en el campo. Se repitió la historia y nuestro yerno partió.

    —No se lo reprocho —dijo Nathan—. Se justifica, porque un hombre necesita hijos. Ha sido paciente.
    —No lo bastante —dije—. No paciente como tú, amado.

    Ira estaba sentada, con la cara entre las manos. Cuando entramos con su padre, alzó la vista y su boca se agitó levemente, flojamente, como si no tuviera control sobre sus labios. Todavía era atractiva, pero la tensión y la desesperanza habían puesto sombras bajo sus ojos y pliegues en su frente. Ella casi pareció retroceder cuando me le acerqué.

    —Déjame sola, madre. He visto venir esto desde hace largo tiempo. Más fácil es soportar la realidad que lo que uno se ha estado imaginando. Por lo menos ya no habrá más temores; no habrá necesidad de nuevas mentiras y disimulas.
    —Nunca debió haberla —le dije—. ¿No somos, acaso, tus padres? ¿Creías qué te íbamos a censurar por algo que no es tu culpa?
    —Hay otra gente —replicó—, vecinos, mujeres, y yo un fracaso, una mujer que ni siquiera puede tener un hijo.

    Yo había experimentado todo eso..., el tormento, la ansiedad. Y ahora toda la horrible historia se repetía, esta vez en mi hija.

    —¡Silencio! —le dije—. Estamos en las manos de Dios y Él es misericordioso.

    Mis pensamientos se fueron hasta Kenny.

    Él puede ayudar —pensé—, puede hacer algo, sin duda. Mi espíritu abrumado se reanimó un poco.

    * * *

    Por esta época, Arjun ya era un adolescente. Era alto para su edad y parecía tener más años. Yo le había enseñado lo poco que sabía de lectura y escritura, y ahora él podía enseñarme a mí y a la mayor parte de la gente del pueblo. No sé cómo lo hizo, pues no pudimos mandarlo a la escuela ni comprarle libros. Sin embargo, él siempre disponía de uno o dos libros y me daba respuestas evasivas cuando yo le preguntaba cómo los había conseguido. Empleaba largas horas escribiendo en pedazos de papel y hasta en el suelo cuando no lo tenía. En el fondo yo estaba feliz, pues veía en él a mi padre, aunque mi marido a veces se preocupaba porque este hijo no mostraba ninguna inclinación por la tierra. Pero cuando un día me dijo que iba a trabajar en la tenería me sentí consternada. Parecía que ni lo uno ni lo otro, ni la tierra ni las letras lo reclamaban.

    —Eres joven —intenté disuadido—. Además, no eres de la casta de los curtidores. ¿Qué dirán nuestras relaciones?
    —No lo sé ni me importa —repuso—. Lo importante es comer.

    ¡Qué despiadados son los jóvenes! Uno hubiera pensado, por sus palabras, que lo estábamos matando de hambre a propósito, cuando, en realidad, de lo que había siempre recibió la parte más grande, después de su padre.

    —Así que no hacemos lo suficiente por ti —le dije—. Lindas palabras para un hijo mayor. No muy agradables de oír.
    —Ustedes hacen todo lo que pueden —dijo—. Pero no es suficiente. Estoy cansado del hambre y de ver a mis hermanos con hambre. Nunca tenemos bastante, especialmente desde que Ira se vino a vivir con nosotros.
    —¡Le escatimarías a tu propia hermana un bocado —exclamé—, y ella come la mitad de lo que le doy, para que ustedes puedan comer más!
    —Mayor razón para que yo gane dinero —replicó Arjun—. Yo no le escatimo alimentos a ella o a ti. Sólo me preocupa que haya tan poco.

    Él tenía razón, por supuesto. Las cosechas habían sido muy pobres y los precios en las tiendas estaban más altos que nunca.

    —Bueno —le dije—. Si crees que debes ir, anda. Hablas como un hombre, aunque todavía eres un niño. Pero yo no sé si podrás conseguir trabajo en la tenería. La gente dice que no necesitan más obreros.
    —El hijo de Kunthi me ayudará. Me lo ha prometido.

    Yo no hubiera querido estar en deuda con Kunthi o su hijo. Ella era tan diferente de nosotros, astuta y reservada, con ese su aire ligeramente desdeñoso que en su hijo se volvía casi insultante. Él también había heredado sus facciones, y el conocimiento de ello asomaba en sus ojos osados. Era un mozo guapo y fanfarrón, no una buena compañía para mi hijo.

    —No hay necesidad de valerse de él —dije, resuelta—. Le pediré a Kenny que te ayude. Los hombres blancos tienen poder.
    —Por cierto que lo tienen —repuso con amargura—. Sobre los hombres y los acontecimientos. Especialmente sobre las mujeres.
    —¿Qué quieres decir? Habla claro o cállate.

    Me miró oblicuamente, con ojos enigmáticos, pero no dijo nada más.

    Pocos días después empezó a trabajar en la tenería, y Thambi, mi segundo hijo, se le unió al poco tiempo. Desde sus primeros años ambos habían sido muy unidos y no fue extraño que Thambi siguiera los pasos de su hermano. Nathan y yo tratamos de disuadirlo, pero fue en vano. Sobre todo mi marido había estado confiando en que un día sus hijos labrarían con él la tierra. Thambi sólo meneó la cabeza:

    —Si la tierra fuera tuya o mía, trabajaría con gusto. Pero, ¿qué se saca trabajando para otro y obteniendo tan poco provecho para uno? Mejor es alejarse de semejante injusticia.

    Nathan no dijo una palabra. Tenía un aire abatido que revelaba con mayor elocuencia que las palabras el profundo daño que había sufrido. Siempre había deseado ser dueño de su propia tierra; a través de los años había existido la esperanza de que un día podría llamar suyo un pequeño terrenito; esa esperanza había ido disminuyendo con el paso de cada año, con la llegada de cada hijo. Ahora hasta sus hijos sabían que eso nunca ocurriría. Como antes sus hermanos, Thambi había encontrado también, de entre todas, las palabras más crueles.

    Sin embargo, nuestros hijos eran buenos, considerados con nosotros, pacientes con los demás y siempre nos daban una razonable participación de sus ganancias. Con ese dinero empezamos otra vez a vivir bien. En el granero, tanto tiempo vacío, almacené medio saco de arroz, dos medidas de lentejas y casi una libra de ajíes. Hasta entonces casi todo lo que cultivábamos había tenido que venderse para pagar el arriendo de la tierra; ahora podíamos guardar algo de nuestros propios productos. Sobre todo me sentí complacida de no haberme visto obligada a vender todo el ají, que era de tanta utilidad para nosotros. Cuando el paladar se resiste al insípido arroz hervido y se apetece mantequilla, sal y especias que una no puede comprar, el picante sabor del ají vuelve sabroso hasta al arroz puro.

    Al fin, me fue posible techar nuevamente la choza, con dos o tres cubiertas de hojas. Por la primera vez, en años, pude comprar ropa para nuestros hijos mayores, un sari para mí y, a pesar de sus protestas, le compré a mi marido un dboti que necesitaba urgentemente, pues el que tenía estaba hecho jiras y apenas le cubría los ijares. Tanto él como yo conservábamos los vestidos que nos pusimos en el matrimonio de nuestra hija, pero nunca se nos ocurrió venderlos: cualesquiera que fueran las penalidades que nos deparara la vida diaria, estábamos decididos a no avergonzar a nuestros hijos en el día de sus bodas.


    CAPÍTULO X


    ESTABA PRÓXIMO el Deepavalí, el Festival de las Luces. Este festival es especialmente para los niños, pero también, por supuesto, para todo el que quiera tomar parte. Hice mechas de algodón trenzado, las empapé en aceite y las coloqué en platillos de barro, listas para ser encendidas en la noche. Le di a cada chico de a dos annas, para que compraran fuegos artificiales. Nunca había podido hacerlo antes; en años anteriores nos habíamos contentado con mirar los fuegos artificiales de otra gente o habíamos ido a ver la hoguera de la aldea. Incluso ahora yo sentía ciertos escrúpulos de derrochar el dinero en placeres tan pasajeros. Pero la expresión embelesada de mis hijos pronto venció mis recelos.

    Es sólo una vez —me dije—. Un recuerdo.

    Cuando obscureció, encendimos las candelas y las mechas y rodeamos de luces nuestra morada. Soplaba una brisa suave que hacía saltar y danzar a las llamas, cuyos reflejos hacían también cabriolas en el negro aceite brillante de los platillos. En el pueblo y en las casas cercanas empezaron a lanzar sus destellos centenares de pequeños fanales, y de rato en rato se elevaba un cohete al cielo, estallaba y derramaba la opulencia de sus joyas preciosas en las tinieblas.

    A medida que avanzaba la noche aumentaban la crepitación y el estallido de los fuegos artificiales. Los chicos se habían comprado fósforos de colores, sartas de patt-bas y el importe de unas pocas monedas en petardos, del tamaño de pequeñas nueces, que al encenderse se partían en dos con una violenta detonación, derramando un diluvio de chispas. Estos petardos eran los más populares; los muchachos se morían de risa lanzándolos por todas partes y dando ágiles saltos para evitar cualquier lastimadura. Todos los muchachos participaban en la diversión, menos Selvam, el menor de mis hijos. Estaba parado a una prudente distancia, con las piernas separadas, evidentemente listo para echar a correr con la caña de azúcar casi tan grande como él que se había comprado en vez de fuegos artificiales.

    —Anda y juega —le dije—. El Deepavalí no llega sino una vez al año y ésta es la primera vez que hemos comprado fuegos artificiales. No pierdas la oportunidad.
    —Tengo miedo —repuso con franqueza, la carita seria. Después que comimos, y bastante bien, y no quedaban más petardos, y se había consumido todo el aceite de los platillos, fuimos al pueblo. Selvam se negó a ir. Era un chico obstinado; yo sabía que era inútil tratar de persuadirlo. Ira se quedó también, diciendo que prefería acompañarlo. Creo que se alegró de la excusa que le proporcionaba el niño, pues desde su vuelta no tenía deseo de ser vista y, por supuesto, habría una gran multitud en el pueblo. Aldeanos de todos los alrededores, como nosotros, convergían hacia la hoguera que se encendería en el pueblo. Ya podían verse volutas de humo enroscándose hacia las nubes y empezaban a encenderse las antorchas. Por todas partes se percibía el olor del aceite, pesado y acre, excitando los sentidos. Apuramos el paso. Íbamos cada vez más ligero, ávidos, deseando abarcar todo, no perder un ápice de diversión. Luego, como ocurría hasta en los momentos más dichosos, me acordé de Janaki. El año anterior ella había venido con nosotros; ella y sus hijos. Este año, ¿quién podía saber?, ¿a quién le importaba? El negro pensamiento eclipsó momentáneamente la alegría que me embargaba, pero luego, furiosa e indignada, eché al intruso afuera, lo perseguí y lo exterminé..., cansada de la melancolía, buscando desesperadamente la perfección del deleite, que, por cierto, nunca se puede alcanzar.

    Había un gran bullicio por todas partes. Hombres, mujeres y niños de la tenería y de los campos habían salido, muchos de ellos con sus vestidos nuevos, igual que nosotros. Niñas y mujeres llevaban flores en el pelo, ajorcas de vidrio en las muñecas y anillos de plata en los dedos de los pies. Aquellos que no podían darse esos lujos llevaban golsus de plata alrededor de los tobillos y cinturones tachonados en el talle.

    En el centro de la población la hoguera había empezado a arder. Durante muchas semanas los muchachos habían estado recolectando leña, trapos, hojarasca y broza, y el resultado fue una enorme pira, que parecía un gigantesco hormiguero, en el que las llamas se cebaron furiosamente, silbantes, crepitantes, irguiéndose alimentadas con los pedazos de alcanfor y trapos empapados en aceite que le arrojaba la gente.

    Entre el gentío perdí a Nathan y a mis hijos, o tal vez ellos me perdieron a mí. En todo caso, quedamos separados. Para encontrarlos empecé a empujar, tratando de abrirme paso entre la multitud, por aquí y por allá, pero nadie cedía una pulgada. Al final tuve que desistir. En el calor de la excitación, pronto los olvidé. Los tambores habían empezado a sonar, el fuego llameaba furioso y sus grandes lenguas anaranjadas consumían el combustible y se alzaban hacia arriba o hacia los costados, como queriendo cercar a los espectadores. A cada llamarada que se extendía hacia un lado, la multitud se ladeaba para evitarla y luego se enderezaba cuando el viento cambiaba la dirección de la llama; de modo que había un constante movimiento de vaivén, como el de la ondulación de un río. El calor era intenso, las caras tenían reflejos rojizos a la luz de la fogata y dos o tres mujeres se habían cubierto los ojos con sus saris.

    Las llamas saltaron y rugieron hasta un máximo; luego fue cediendo la fuerza y vino la calma. Lentamente, una por una, perdieron el color y se esfumaron, hasta que no quedó ninguna, sólo una pila incandescente, rodeada de cenizas. El sonido de los tambores se deshizo en un murmullo. El perfume de los jazmines se mezcló con los vapores del alcanfor y el aceite, y con un nuevo olor: el del vino de palmera que varios de los hombres estuvieron bebiendo, algunos en exceso, pues andaban tambaleándose, hablando ruidosamente y más alegres que de ordinario. Miré alrededor en busca de mi familia y al fin distinguí a mi marido. Parecía que se había vuelto loco. Tenía a un hijo en los hombros y a otros dos ahorcajadas en sus caderas, y andaba dando brincos junto a la multitud, para peligro de mis hijos y diversión de la gente. Me abrí paso hasta él.

    —¿Has perdido el juicio? —grité sobre el barullo.
    —No; sólo mis preocupaciones —me respondió jovialmente, haciendo cabriolas con los chicos que se le colgaban regocijados—. ¿No sientes alegría en el aire?

    Se lo oía tan ligero de corazón que no pude por menos que sonreír.

    —No siento nada —respondí, acercándome—. Tal vez es el vino de palmera el que hace sentir esa alegría.
    —Ni una sola gota. ¡Huele!
    —Eres demasiado alto..., no puedo.
    —¡Álzala! —gritó alguien, y una docena de voces repitieron el grito:
    —¡Álzala! ¡Álzala!

    Mi marido me miró solemnemente.

    —Lo haré —anunció, y desprendiéndose de sus hijos me alzó en sus brazos y me columpió bien alto, delante de toda esa gente.

    Varias mujeres se reían de él indulgentemente y los chicos se sacudían de contento. Cuando me depositó en el suelo yo estaba encendida de rubor.

    —¡Qué irán a decir! —le reproché—. ¡Y a nuestra edad! Debería darte vergüenza.
    —No me da vergüenza —repuso, haciendo un guiño para divertir al numeroso grupo de espectadores—. Estoy feliz porque la vida es buena, y mis hijos son buenos y tú eres la mejor de todas.

    ¿Qué podía yo decir después de eso?

    Nathan cantó en alta voz durante todo el camino de vuelta. Estaba de muy buen ánimo. Los chicos, cansados, caminaban pesadamente en silencio, el menor de ellos suplicando a cada rato que lo lleváramos en brazos, y como no le hacíamos caso empezó a gimotear.

    Era una noche muy cálida. Selvam e Ira estaban durmiendo afuera, en el pequeño rectángulo frente a la choza que esa mañana yo había barrido y regado con estiércol. Los otros se tendieron afuera también y se quedaron dormidos casi instantáneamente.

    Nathan no había perdido nada de su buen humor. Parecía estar completamente despierto. Me acosté a su lado, muy junto a él, en la obscuridad, y al rozamos se dio vuelta súbitamente hacia mí. Las palabras se apagaron, el aire alerto estaba muy quieto, la negra noche esperaba. En las tensas sombras sentí su cuerpo agitándose con el deseo, sus manos se estremecían al tocarme y tuve la sensación de que mis sentidos se abrían como una flor a su apremio. Cerré los ojos y esperé; esperé en las tinieblas mientras mi ser se colmaba de una turbación impetuosa, arrobadora; esperé que él llegara hasta mí.


    CAPÍTULO XI


    UNO DE los parientes varones de mi marido había muerto y Nathan tuvo que asistir a sus funerales. Cuando se fue, aproveché la oportunidad para ir a ver a Kenny. No lo había hecho antes, porque estaba segura de que a mi marido no le habría gustado que su mujer o su hija fueran donde un hombre blanco, un extranjero. Con mi padre hubiera sido diferente, pero yo tenía la impresión de que Nathan no lo habría aprobado. Y en tal caso se hubiera perdido la única oportunidad que tenía Ira, de modo que era muy importante no hacérselo saber. Le expliqué esto a mi hija, cautelosamente, y ella hizo una señal afirmativa con la cabeza, indiferente, y dijo que sí, que era una precaución necesaria, pero no me miró ni mostró ningún entusiasmo. Yo estaba cada vez más preocupada por ella: andaba abatida, la mirada melancólica, como si la dulzura de la vida hubiera huido..., lo que en realidad es evidente para una mujer que ha sido abandonada por su marido.

    Kenny estaba trabajando en el pequeño edificio que habían construido cerca de la tenería. Podía verlo cada vez que se abría la puerta para dejar pasar a alguien. Había una larga fila de hombres esperando. Yo me senté en cuclillas, a cierta distancia. Pasó el día, se ocultó el sol y el vislumbre del crepúsculo se tiñó de sombras antes de que él saliera. Se le veía adusto y cansado, los ojos ardientes y un aire tal de crueldad impersonal que me sobrecogí pesar de mí misma.

    —No más por hoy —dijo brevemente a los hombres que lo esperaban y, descendiendo los cuatro escalones de la galería, se fue a grandes pasos.

    Esperé hasta que se dispersó la gente y luego lo seguí. Él caminaba rápidamente, de modo que tuve que correr para alcanzarlo. Al fin se detuvo al oír mis pisadas y esperó, frunciendo el entrecejo. Empecé a sentir temor.

    —Dije que no más por esta noche. ¿No lo oíste? ¿Crees que soy de fierro?
    —Estuve esperando todo el día —logre articular—. Debo verlo. Pronto regresará mi marido y entonces no me será posible venir. Acentuó el ceño y me dijo fríamente:
    —Ustedes son gente que nunca aprenderán. Es lastimoso ver su necedad.
    —He venido por mi hija —le dije—. No puede concebir. Es como yo era.
    —Tú vas a ser madre otra vez, aún antes que ella —respondió, apuntando una sonrisa en sus labios—, pues parece que no tienes ninguna dificultad.
    —Así es. Ojalá fuera todo lo contrario y ella estuviera en mi condición, pues se halla muy afligida desde que su marido no tiene necesidad de ella.
    —¿Y por qué no vino ella, que es la interesada? Hubiera sido más razonable.

    Su voz tenía un tono impaciente y su boca se contrajo como si estuviera exasperado.

    —Perdóneme —susurré, trémula—. No estaba segura…

    Para mi sorpresa, puso ambas manos sobre mis hombros, obligándome a mirarlo, y vi que sonreía.

    —Siento haberte asustado —dijo—. No deberías portarte como una tímida gacela a la edad que tienes. En cuanto a tu hija, haré lo que pueda, pero, recuerda: no prometo nada.

    Dio la vuelta y se fue. Me senté para tranquilizarme y meditar. Cuando me puse de pie para irme, brillaba una luna llena, dorada y enorme, muy baja en el cielo. Los murciélagos se deslizaban en el aire silenciosamente. Me fui por el angosto sendero, claro y blanco bajo la luz de la luna, caminando velozmente y absorta en mis pensamientos.

    No oí pasos. Sólo una voz que me llamaba desde las sombras. Me detuve, palpitándome el corazón violentamente, y entonces vi a Kunthi parada en el lugar en que el sendero se bifurcaba. La luna la iluminaba completamente.

    —Me diste un susto —le dije—. No esperaba…
    —Claro que no esperabas —me dijo fríamente, aproximándose—. Te acuestas tarde, Rukmani.
    —No más tarde que tú —repuse, disgustada de su tono—. Tengo mis motivos.
    —Por supuesto —dijo ella, melosamente, con acento sarcástico—. Todas tenemos nuestros motivos.
    —Los míos no son iguales a los tuyos —le dije despreciativamente, mirándola de arriba abajo.

    Ella se acercó más. Estaba tan cerca que pude percibir el olor de los pétalos de rosas que tenía en el pelo y vi la pintura de su boca.

    —¿Qué quieres decir? —preguntó.
    —Que vivimos de modo diferente. Es caritativo no decir más. Déjame pasar.

    Estaba plantada frente a mí.

    —No lo hubiera pensado —me dijo con lentitud—, si no lo hubiese visto con mis propios ojos.
    —¿Pensado qué? ¿Visto qué?
    —Que tu cuerpo está lleno de deseo y buscas el alivio de este modo —me dijo con insolencia—. Tu marido daría mucho por saber dónde has estado esta noche.

    Vi su boca articulando estas palabras, sus ojos entornados y burlescos, y luego vi su cara repentinamente junto a la mía, sin darme cuenta de que me había arrojado sobre ella y la había agarrado violentamente. Una ira incontenible me poseyó. La estuve sacudiendo con furia, sin poder parar. Su cuerpo delgado cedía a mi empuje. Vi su cabeza doblegarse hacia atrás y el fino sari que llevaba se deslizó de sus hombros. Entonces noté que el sari no estaba amarrado a su cintura sino bajo el ombligo, como el de una ramera, y que bajo la prenda no llevaba nada, estaba desnuda. Pasta de sándalo embadurnaba sus labios hinchados, bajo los pechos estaban pintadas sombras obscuras que les daban honduras sensuales y sus pezones estaban teñido de rojo.

    La solté. Quedó frente a mí jadeando, con el cabello suelto que le caía sobre los hombros.

    —Guarda tu lengua —le dije—, o va a ser peor para ti. No dijo nada durante un momento, mientras se arreglaba el vestido y se recuperaba un poco. Luego, una vez más, sus labios se curvaron en esa media sonrisa injuriosa y exasperante.
    —Y peor para ti —me dijo, con puñales en la voz—, y para tu amado esposo.

    Y con eso partió.

    * * *

    Fui sola a notificar al marido de mi hija.

    —Tómala de nuevo —le dije—. Ya está bien y puede aún concebir muchos hijos para ti.
    —La tomaría —respondió él con un asomo de pena en los ojos—, porque ha sido para mí una esposa buena y noble, pero ya he esperado largo tiempo y he tomado otra mujer.

    Me fui. Ira estaba esperándome, llena de ansiedad.

    —No debes culparlo —le dije—. Ha tomado otra mujer.

    Ira no dijo una sola palabra. No parecía entender y tuve que repetírselo, pero ella sólo me miró con ojos inexpresivos.

    A partir de entonces su conducta se volvió aún más extraña. Se pasaba largas horas solitaria en el campo, hablaba poco, estaba cada vez más abstraída y realizaba sus quehaceres con una yerta indiferencia que me atemorizaba. Nadie hubiera podido ahora descubrir en ella la afable criatura encantadora que fue, salvo en raros momentos, cuando Selvam se le encaramaba en la falda y trataba de arrancarle una sonrisa. Ira siempre tuvo una predilección especial por su hermanito menor.

    A medida que progresaba mi embarazo, mi hija se fue alejando de mí. A veces la sorprendía mirándome cavilosa, con ojos resentidos, y, a pesar de mí misma, no podía dejar de preguntarme si no se ocultaba odio en esa mirada.

    Por último, nació mi hijo, un niño muy bien formado, más pequeño que lo que habían sido los otros, pero, por supuesto, yo también era más vieja. Lo apodamos Kuti, que quiere decir pequeñuelo, y como era una criatura tranquila y alegre, todo el mundo se complació con su llegada. Especialmente Ira, cuya transformación fue tan asombrosa como inexplicable. Yo había temido que le tuviera aversión al niño, pero ahora más bien parecía que fuera su propio hijo. Perdió ese su aire melancólico, se animó su semblante y recobró la lozanía de la juventud.

    —Nuestra hija ha vuelto a ser la de antes —me dijo Nathan—. La he oído gorjeando como un pájaro.
    —Está feliz con el niño —repuse—, pero no sé qué será de ella en el futuro.
    —Siempre preocupándote —me reprendió— ¿No es una gran cosa que le haya vuelto la juventud? ¿No es para estar agradecido?

    Él era hombre y no podía entender. ¿Cómo podía dejar de preocuparme? No teníamos dinero ¿Quién cuidaría de ella cuando nos hubiésemos muerto y sus hermanos estuvieran casados, con familias propias? Con una dote hubiera sido tal vez posible que Ira tal vez se volviera a casar, pero sin ella no habría hombre que la mirase, pues ya no era virgen y se sabía que era estéril.

    A nadie trastornó más el fracaso del matrimonio de Ira que a la Abuelita. Ella había sido quien reunió a la pareja y, aunque la salud le flaqueaba, consideró de su deber ir a verme. Había envejecido mucho desde la última vez que la vi. Caminaba con lentitud, haciendo una pausa al dar un paso a fin de reunir fuerzas para el próximo; sus manos se agitaban en un ligero sacudimiento, como el nervioso revoloteo de una abeja en una flor.

    —No es culpa tuya ni de la niña ni del marido— le dije—. Es el destino. Con todo, no me gusta pensar en el futuro.
    —¿De qué temer? —dijo la anciana—. ¿No estoy yo sola y me las arreglo?

    Pensé en ella sentada todo el día en la calle, con su saco de yute lleno de nueces y legumbres por valor de unas pocas annas. Me imaginé a Ira haciendo lo mismo y permanecí callada.

    —No es intolerable —me dijo, observándome con sus ojos perspicaces—. Una se acostumbra.

    Es verdad, una se acostumbra a todo. Yo me había acostumbrado al ruido y al olor de la tenería; ya no me afectaban. Yo había visto la serena y calma belleza de nuestra aldea marchitarse ante la irrupción de su propio progreso, y ya no me afligía por eso. De modo que ahora aceptaba el futuro, y con ello el porvenir de Ira, y los echaba a un lado. Sólo algunas veces, cuando estaba débil, o en el sueño, con la voluntad dormida, me sentía rebelarme, sublevarme, protestar, y la calma huía de mí.


    CAPÍTULO XII


    UN DÍA de la semana, cuando la tenería paraba el trabajo, Arjun y Thambi ayudaban a su padre a labrar la tierra, proporcionándole así una gran alegría. A él le gustaba ver a sus hijos a su lado, para transmitirles sus conocimientos sobre la tierra: Cómo se siembra, cómo se trasplanta, cómo se cosecha; cómo distinguir el fruto sano del podrido, el junco inútil de la planta de arroz, y cómo regar o desecar los terraplenes. En todas estas cuestiones no había quién lo aventajara, y creo que le servía de estímulo saber que podía impartir enseñanza a sus hijos, aunque éstos fueran más versados en otras cosas y supieran leer y escribir mejor que cualquiera en el pueblo.

    El resto de la semana ellos trabajaban en la tenería, a donde iban poco después de rayar el alba y no regresaban hasta la caída de la noche. En la época en que ellos estaban cerca de los veinte años de edad, ganaban buenos jornales: una rupia por día de trabajo. Siempre me entregaban toda su ganancia, sin retener nada para los juegos de azar ni para las prostitutas, como lo hacían muchos mozalbetes. Cada mañana yo les cocinaba arroz, y a veces dhal y legumbres, que se llevaban para comer a mediodía; cuando regresaban les daba agua de arroz, pescado seco, y algunas veces un poco de suero de manteca y hasta unos plátanos que no había querido poner a la venta. Pero también de lo que me daban yo tenía que comprarles ropa, pues debían usar camisas sobre los taparrabos y turbantes rojos en la cabeza. De modo que si bien teníamos las barrigas llenas y andábamos bien vestidos, no sobraba mucho, y pronto se fue marchitando la esperanza que yo acariciaba en secreto de ahorrar algún dinero para Ira. Cuando esa esperanza murió al fin, recuperé la tranquilidad de espíritu y me sentí razonablemente feliz.

    Si no había nada que hacer en el campo, Nathan me acompañaba al mercado. Esto ocurría tan rara vez que siempre constituía un acontecimiento, y, para rematarlo, íbamos a ver a nuestros hijos. Éstos salían invariablemente a mediodía para comer, y nosotros nos sentábamos con ellos por unos minutos mientras comían su arroz y disfrutaban del descanso.

    Un día —una mañana luminosa y grata con un atisbo de lluvia— fuimos a vedas y nos encontramos con los portales cerrados y centinelas apostados a lo largo de la verja de hierro que rodeaba el recinto.

    Mediodía, media tarde, y aún no había indicios de ningún trabajador. Por último reuní coraje para averiguar a los centinelas; se necesitaba coraje porque estaban uniformados y portaban laques en las muñecas, pendientes de correas de cuero.

    El primer centinela se porta rudamente:

    —¡Fuera! No tengo tiempo para mujeres ociosas.

    El que le sigue hace oscilar su laque airosamente. No sabe nada. No dirá nada.

    Me dirijo al siguiente. Es un tipo alto, corpulento que me mira desde arriba y dice que hay lío, que los trabajadores no saldrán ni siquiera a comer.

    Mis rodillas se ablandan.

    —¿Qué lío? —tartamudeó—. ¿Están metidos mis hijos?

    Sacude la cabeza. No sabe.

    Nathan está detrás de mí. Me sostiene un poco con el brazo y nos vamos a casa. Esperamos. Al fin llegaron mucho después del anochecer, con aspecto de hombres enfurecidos, aunque ninguno ha cumplido los veinte.

    —¿Qué ha pasado? —preguntamos, titubeante:

    Siguen siendo nuestros hijos, pero repentinamente tienen más edad que nosotros.

    —Lío —dicen—. Pedimos aumento de salario y nos cancelaron la hora de la comida.

    Traigo pescado seco y bocadillos de arroz. Están hambrientos.

    —¿Aumento de salarios? —preguntó—. ¿Para qué? ¿No les pagan bien, acaso?
    —¿Para qué? —repite uno de ellos—. Pues, para comer hasta llenarnos, para casarnos y para los hijos que engendremos.

    Y el otro:

    —No, no es suficiente.

    No sé qué respuesta darles: estos hombres son unos desconocidos. Nathan dice que nosotros no entendemos que no debemos inmiscuirnos. Me toma de la mano y me aleja. Es considerado con sus hijos.

    Sobre el lago en calma de nuestras vidas se ha tirado la primera piedra.

    * * *

    Ahora, mirando hacia atrás, me pregunto cómo pudo ser que hasta la llegada de ese aciago día no nos habíamos dado cuenta del conflicto que se estuvo urdiendo. Ni un chisme, ni un cuchicheo llegó hasta nuestros oídos sobre las reuniones que habían tenido los trabajadores y en las cuales nuestros hijos fueron portavoces; ni de la agitación que siguió ni de las amenazas de los propietarios de la tenería, que ya eran cuatro. De todo eso sólo nos enteramos después.

    Y llegó un día en que nuestros hijos no fueron a trabajar.

    —No volveremos hasta que se acepten nuestras demandas —dijo Thambi—. Todos los obreros están en paro. No pedimos limosnas, sino lo que se nos debe pagar en justicia.
    —¿Cómo pueden obligarlos? —le pregunté—. ¿No son ellos los patrones? Por cada uno de ustedes que deje el trabajo hay tres que están a la espera para ocupar su lugar.
    —Veremos —contestó con voz áspera, y yo no me atreví a decir nada más.

    Cuando había transcurrido una semana de este modo, los altos empleados de la tenería convocaron a una reunión para anunciar que aquellos que no volvieran al trabajo serían reemplazados. Mis hijos regresaron de esa reunión todavía más silenciosos, si es posible, de lo que habían estado hasta entonces. Ésa fue la prueba y fracasó. Al día siguiente la tenería funcionó otra vez con su personal completo, la mayor parte obreros que habían vuelto al trabajo y el resto individuos que se sintieron más que felices de obtener empleo.

    Durante todo ese tiempo, la esperanza y el calor de la batalla fueron los sostenes de Arjun y Thambi. Ahora no quedaba sino amargura.

    —La gente nunca aprenderá —decía Arjun, fieramente—. Se pudrirá antes de aprender.

    ¡La gente nunca aprenderá! Kenny había dicho eso y yo no había entendido; ahora eran mis propios hijos quienes lo decían y yo continuaba sin entender. ¿Qué era lo que teníamos que aprender? ¿Luchar en tremenda desventaja? Una sólo perdía lo poco que tenía. "¿Qué se saca con luchar cuando el resultado es conocido?", me preguntaba a mí misma y no hallaba respuesta. Me dirigí a mi marido y él se hallaba completamente perplejo.

    Por supuesto, nuestra familia no fue la única afectada. Había varias otras, entre ellas la de Kali, quien vino a lamentarse de los resultados.

    —Dos bocas más que alimentar —se quejó—, sólo uno de mis hijos tuvo la sensatez de volver al trabajo. Yo no sé qué será de nosotros, pues la tierra no puede sustentarnos a todos. Y todo esto por leer y escribir —agregó, acusándome con la mirada y con el dedo—. ¿No dije que nada de bueno resultaría de eso? ¡Ahora mira en que lío nos han metido tus hijos!
    —Y de ese lío saldrán cosas mejores —dijo Thambi, con dureza en la voz—, pero no para esos retoños tuyos que se han vendido más barato que la basura.
    —Hablarás con respeto —grité— o si no…

    Nathan me interrumpió tan violentamente que di un salto.

    —¡Suficiente! —gritó—. Se ha hablado más de lo suficiente. Nuestros hijos deben obrar en la forma que escojan y no para nuestro beneficio. ¿No es bastan con lo que sufren?

    Las venas de su frente estaban abultadas. Nunca lo había visto antes tan enfurecido. Kali se fue. Luego se fueron los hombres, padre e hijos, dejándome sola a mí, que no podía entender.

    * * *

    Una vez más Nathan fue nuestro único proveedor y olvidamos la buena vida que habíamos conocido. Las reservas de grano que yo había guardado empezaron a menguar a pesar de mi parsimonia. Afortunadamente, la cosecha estaba próxima y yo me consolaba con esa idea.

    Arjun y Thambi empezaron a frecuentar el pueblo cada vez más asiduamente, yendo y viniendo a todas horas sin decir una palabra sobre lo que hacían. Yo sufría en silencio, pues sabía que no tenían dinero que los pudiera llevar por mal camino, y no disponía de remedio para el desasosiego que los afligía.

    Una mañana yo estaba tendiendo ropa para que se secara al sol, cuando llegó corriendo Selvam, con la cara roja y excitada.

    —Están tocando los tantanes —anunció, jadeante—. El pueblo está lleno de tambores que vienen en busca de hombres.

    Dejé mi trabajo y me quedé mirándolo. Mi corazón dio un vuelco. Era como si una vieja escena del pasado estuviera repitiéndose: allí no estaba Selvam, sino Arjun, y no me hablaba de tambores, sino de carretas que transportaba la tenería ladrillo por ladrillo. Pasé mi mano por mis ojos, sintiendo un ligero vértigo.

    —Vengan a ver, vengan pronto —estaba diciendo el chico, ansioso, sin advertir mi reacción.

    Los demás lo rodearon y él repitió su historia, entusiasta. Había despertado el interés de sus hermanos y yo había sido olvidada.

    Cuando se hubieron ido, con Selvam triunfante a la cabeza, y el lugar quedó silencioso, pude escuchar los tambores apagados y distantes, repitiendo insistentemente su llamado. "Bueno —pensé—, si esto me incumbe, lo he oído con suficiente prontitud; si no, me he ahorrado una caminata." Y traté de disimular mis recelos dedicándome a mis ocupaciones corrientes.

    * * *

    —Están contratando jornaleros —dijo Arjun, sin alzar los ojos—. Sería una buena oportunidad para nosotros.

    Sólo estábamos despiertos Arjun, Thambi, mi marido y yo. Arjun y Thambi habían permanecido en el pueblo hasta la caída de la noche. Los demás dormían desde hacía rato.

    —Están pagando bien —continuó Arjun—. Sería una gran cosa para nosotros volver a trabajar. No está bien que los hombres se perviertan en el hambre y la ociosidad.
    —He oído decir que no necesitan trabajadores aquí —dijo mi marido—, sino en la isla de Ceylán.
    —Sí, es para trabajar en las plantaciones de té de Ceylán.
    —No creo que ustedes sepan hacer esa clase de trabajo.
    —Nos enseñarán. Así lo han dicho.
    —¿Quién pagará el viaje? ¿No es un viaje de centenares de millas?
    —Es cierto. Pero ellos harán todos los arreglos necesarios y correrán con los gastos.

    Nathan se calló entonces, porque vio que eran hombres y habían tomado una decisión. Pero ¿cómo podía yo dejados ir sin luchar por ellos, que eran carne de mi carne, sangre de mi sangre?

    —Promesas —dije— Palabras bonitas. ¿Quién puede asegurar que van a cumplirlas? ¿Qué pasará si no cumplen?
    —Necesitan trabajadores —contestó Arjun con sequedad— Por propio interés se cuidarán de cumplir sus promesas.
    —¿Qué los atrae? —repliqué—. ¿El oro? Aunque no lo tenemos, recuerden que el dinero no es todo en la vida.
    —Es parte importante de la vida y el trabajo también lo es —contestó, pacientemente—. No tenemos nada que hacer aquí, pues no contamos con medios para comprar tierra o arrendarla. ¿Querrías que malgastáramos nuestra juventud estrellándonos contra cosas que no podemos cambiar?
    —No, por cierto —dije—. Pero Ceylán es un país distante, con gente diferente de la nuestra. ¿Cómo les irá allá?
    —No puede irnos peor que aquí —replicaron ambos—. No puede irnos peor que aquí.

    La mecha chisporroteaba. Sólo quedaban unas gotas de aceite en la cáscara de coco y no teníamos más. Quedamos en las tinieblas. Hice todavía un último esfuerzo.

    —Si se van, no volverán nunca —sollocé—. El viaje cuesta centenares de rupias y nunca tendrán tanto.

    Derramé lágrimas ardientes y amargas, que fluían y fluían como si los manantiales de la pena se hubiesen desbordado en mi pecho.

    Ellos me hablaron con dulzura sobre cuánto ganarían y cuándo podrían volver, como se habla a un niño. Yo les escuché. Todo era una comedia, una penosa mentira para ocultar nuestros sentimientos torturados.

    Partieron al amanecer, llevando cada uno un bulto con alimentos. Antes de salir besaron los pies de Nathan y luego los míos, y nosotros les echamos nuestra bendición poniendo nuestras manos sobre sus cabezas. Yo sabía que nunca más los volveríamos a ver.

    * * *

    —Están creciendo —me dijo Nathan—. ¿Querías tenerlos para siempre en tus faldas?
    —¡Oh, no! —respondí débilmente—. Deben seguir su propio camino. Sólo que me parece que está muy alejado del nuestro. Dos hijos se han ido y el tercero se va, pero no a la tierra, que está en su sangre, sino a trabajar como sirviente. Nunca lo ha sido antes. ¿Qué sabe él de ese trabajo?
    —Aprenderá —me dijo Nathan—. Es listo y tiene una mente ágil. ¿No estás contenta de que no se vaya sino a dos jornadas de distancia y que lo hayan tomado en una buena casa? El propio Kenny te lo ha asegurado; deberías estarle agradecida por haber recomendado a tu hijo.
    —Lo estoy, sin duda —repuse, descorazonada—. Ha hecho tanto por nosotros.
    —Cavilas demasiado; sólo piensas en tus infortunios y no en los goces que todavía disfrutamos. Mira nuestra tierra..., ¿no es bella? Los campos están verdes y el grano madura. Será una buena cosecha. Habrá abundancia.

    Me hizo salir al sol y nos sentamos juntos sobre la tierra parda, que era parte de nosotros, y contemplamos el arrozal que se extendía verde y luminoso, innegablemente bello. El aire estaba fresco y quieto, pero el arrozal ondeaba ligeramente, con un suave murmullo. En un tiempo hubo aquí martines pescadores y pájaros arroceros revoloteando entre las verdes macollas; y algunas veces en las partes menos profundas del río, los flamencos desfilaban a zancadas, con torpe precisión, exhibiendo sus plumajes de un esplendor que no era de este mundo. Ahora los pájaros no llegaban, porque la tenería estaba cerca, salvo los cuervos, los milanos y otras aves que se alimentan de carroña y que venían ávidas de los desperdicios de la población. A veces pasaba rasante una pita, con roncos graznidos, dejando tal vez caer al vuelo una pluma azul para delicia de los niños.

    Nathan fue a arrancar unas espigas de arroz y me las trajo.

    —Mira cómo están de firmes y fuertes —me dijo—, no tienen la menor señal de enfermedad. Y mira, el grano ya se está formando.

    Tomé la espiga y la abrí. Allí, dentro de su vaina protectora, apenas visibles, estaban los granos de arroz, blancos, perfectos, encerrando también nuestras vidas.

    —Prometen una buena cosecha —agregó, entusiasmado—. Podremos pagar al terrateniente, comer y tal vez ahorrar un poco. Y hasta puede ser que ganemos lo suficiente para ir a visitar a nuestro hijo, ¿qué te parece?

    Quería consolarme de ese modo. Después de un tiempo yo también pensaba placenteramente en la cosecha, en recolectar las calabazas que crecían en la huerta y en visitar a nuestro hijo. Y así trazábamos nuestros planes...

    * * *

    Poco tiempo después Kenny me dio noticias de Murugan. Me dijo que le iba bien y que su patrón estaba satisfecho con su trabajo; que era bien tratado y que no había por qué preocuparse de él. Pronto escribiría.

    —Le agradezco mucho por las noticias —le dije—. Usted ha hecho mucho por mí y los míos.
    —No es nada. Pides poco.

    Le eché una mirada. Estaba sentado allí en mi choza, el semblante melancólico y los ojos color de alas de martín pescador, viviendo entre nosotros que no éramos su gente, en un país que no era el suyo. Tuve un súbito deseo de preguntarle si no se sentía solo.

    —¿Solo? —me dijo— Yo nunca estoy solo. ¿No has visto a la gente siempre aglomerada en mi puerta? ¿Me has visto alguna vez sin un séquito detrás?
    —No quería decir eso —contesté, esperando con calma.

    No me respondió de inmediato. Su cara se había puesto mustia.

    Lo he ofendido —pensé, sintiendo que el pánico me invadía—. ¿Por qué tendría yo que hablar? El silencio se hizo más hondo. Al fin alzó la vista.

    —Me sorprende que no me lo hubieras preguntado antes —dijo—. Han pasado muchos años desde que te conocí en casa de tu madre.

    Bueno —pensé—, si no le he preguntado es porque no me he atrevido; tiene usted un aire que inhibe y unas maneras que no invitan a esta clase de charlas.

    —He pensado en eso más de una vez…—dije en alta voz, con embarazo—, pero no me corresponde a mí hacer preguntas. No sé cómo me atreví hoy a preguntarle.
    —Pero como lo has preguntado te lo diré. Yo tengo las mismas obligaciones que la mayoría de los hombres: esposa, niños, hogar. Esas obligaciones me hubieran esclavizado, pero yo me resistí y por eso estoy solo. En cuanto a mis idas y venidas, hago lo que me place, pues, ¿no soy, acaso, dueño de mí mismo? Trabajo entre ustedes cuando me siento inclinado a ello... Me voy cuando me canso de sus tonterías y estupideces, de su eterna y vergonzosa pobreza. Sólo puedo tomarlos en pequeñas dosis.

    Guardé silencio, sin darme por ofendida. Las palabras eran duras, pero ¿qué importaba si venían de un hombre tan bondadoso? Yo sabía que esas frases acerbas las pronunciaba alguien en quien las fuentes de la ternura manaban inagotables.

    —Te he contado todo esto en un momento de insensatez —agregó—. No quiero que lo repitas.
    —Nunca he tenido lengua viperina —respondí, enojada— No repetiré nunca lo que me ha dicho.
    —Jamás. ¿Entendido?
    —Entendido.

    Kenny se levantó y se fue sin añadir palabra, caminando rápidamente, a largos pasos y encorvándose un poco, como siempre. Era un hombre de genio extraño, del que yo sólo podía comprender una parte. Un hombre que estaba a medias en la sombra y a medias en la luz, desafiando todo intento de análisis.


    CAPÍTULO XIII


    ESE AÑO las lluvias fallaron. Pasó una semana y luego otra. Contemplábamos el cielo cruel, tranquilo, azul, indiferente a nuestra penuria. Nos arrojamos a la tierra y oramos. Llevé a mi diosa una calabaza y unos granos de arroz y lloré a sus pies. Creo que me miró compasivamente. Me fui consolada, pero las lluvias no llegaron.

    —Tal vez mañana —me dijo mi marido—. No es demasiado tarde.

    Salimos y escrutamos el cielo, limpio y bello, mortalmente bello: ni una sola nube mancillaba su serenidad. Otros también salían como nosotros a mirar el cielo y decir: "Tal vez mañana".

    Los días llegaron y se fueron sin que cayeran las lluvias. Nathan ya no decía "tal vez". Sólo una leve chispa de esperanza, que se negaba a morir, lo hacía salir cada madrugada a escudriñar el cielo en busca de una señal.

    Cada día bajaba el nivel del agua y las espigas del arrozal se doblaban más y más. El río se había convertido en un hilillo de agua y la poza estaba completamente seca. Al poco tiempo las puntas de las plantas de arroz tomaron un tinte café; hasta a simple vista la mancha obscura se iba extendiendo como una enfermedad terrible, ahogando todo lo verde que significaba la vida para nosotros.

    Tiempo de cosecha y nada para cosechar. El arrozal había consumido todo nuestro trabajo y ahí estaba, frente a nosotros, en un hacinamiento marchito, inservible.

    Vino Sivaji a cobrar el arriendo, por cuenta de su patrón. Su semblante se contrajo de pena al notar cuánto se había perdido, pues era un buen hombre y se compadecía de nosotros.

    —No hay nada este año —díjole Nathan—, ni siquiera rebuscas, porque el grano se había desarrollado poco.
    —Han tenido la tierra por la cual han celebrado un contrato de arriendo para pagar en dinero y arroz. Son tributos justos que yo debo recaudar. ¿Quieren que regrese con las manos vacías?

    Los hombros de Nathan se hundieron. Se lo veía cansado y abatido. Me puse a su lado. Ira y los chicos se acurrucaron junto a nosotros, defensivamente.

    —No hay nada —repitió Nathan—. ¿No ves cómo se ha secado la sementera? No ha llovido y el río está seco.
    —Sin embargo ése fue el contrato. De otro modo no se te hubiera arrendado la tierra.
    —¿Qué quieres que haga? La última cosecha fue pobre y no hemos ahorrado nada.

    Sivaji desvió la vista.

    —No sé. Es cuestión de ustedes. Yo hago lo que se me ordena.
    —¿Qué pasará, entonces?
    —Si no pueden cubrir los gastos, la tierra se dará a otro.
    —¿Irnos de la tierra después de tantos años? ¿A dónde iríamos? ¿Cómo viviríamos?
    —Eso es cuestión de ustedes. Tengo mis órdenes y debo cumplirlas.

    Nathan temblaba y sudaba.

    —Dame tiempo hasta la próxima cosecha —dijo al fin, humildemente—. Entonces pagaré de algún modo.
    —Págame ahora la mitad y trataré de hacer lo que me pides.

    Sivaji hablaba rápidamente, como si no quisiera darse tiempo a arrepentirse de su oferta, y salió apurado, antes de recibir la aceptación de mi marido.

    —No es tarea fácil para él —dije—. También tiene que responder, igual que nosotros.
    —Por esa razón es que él y los de su clase están empleados —dijo Nathan, con amargura—. Para librar a los terratenientes de estas tareas ingratas. Ahora el terrateniente puede arrancarnos el dinero e ignorar la miseria que causa, pues, por cierto, sería difícil para cualquier hombre ver que otro se muere de hambre con su mujer y sus hijos y difícil también disfrutar de las utilidades obtenidas a costa de tantos padecimientos del prójimo.

    Entró en la choza y yo lo seguí. Reunimos para la venta unas cuantas ollas de barro y dos cacerolas de latón, el baúl de hojalata que traje cuando me casé, dos camisas que habían dejado mis hijos mayores, dos ollocks de lentejas y un puñado de ajíes secos, saldo de mejores épocas.

    —Preferible que se vaya esto y no la tierra —dijo Nathan—. Sin esto podremos batirnos, pero con la tierra se iría nuestra propia vida y entonces tendríamos que vagar como los chacales.

    Miró un rato lo que teníamos para vender y luego hizo un esfuerzo para decir algo, pero no le salieron las palabras. Un nuevo esfuerzo y al fin pudo articular:

    —También tienen que venderse los bueyes. De otro modo no habrá lo suficiente.

    Añadimos la suma del importe de los bueyes, calculamos y volvimos a calcular, pero seguía siendo insuficiente.

    —Quedan los saris —le dije—. Debemos venderlos. Son de buena calidad y casi nuevos.

    Saqué el sari rojo que usé en mi matrimonio y en el matrimonio de Ira, así como el sari y el dboti que compré cuando Thambi trabajaba en la tenería. Hice con ellos un envoltorio y salí en busca de Biswas.

    —¡Oh Rukmani! —exclamó el prestamista, acogiéndome con fingida alegría—. ¿Qué te trae por acá? No te he visto en largo tiempo y no me has traído tus suculentos frutos. ¿Es eso lo que traes contigo?

    Su voz me producía irritación, como siempre.

    —No —contesté con sequedad—. La tierra se ha tostado hasta volverse polvo y murió todo lo que sembré. No llegaron las lluvias, como usted sabe.
    —Sí, sí —me dijo, mirándome con sus ojos astutos—. Son tiempos duros para nosotros.

    No para usted —pensé—, que medra con el infortunio del prójimo.

    —Necesitamos dinero para pagar el arriendo de la tierra —le dije— He traído para venderle dos camisas de mis hijos, que ya no necesitan porque están ausentes, dos saris nuevos y un dboti de mi marido. Los saris han sido primorosamente trabajados y están casi nuevos.

    Los desenvolví y se los puse delante.

    Biswas palpó el fino material, midió las guarniciones entre el pulgar y el meñique de la mano extendida, examinó de cerca los hilos de plata y observó las camisas a trasluz, para ver señales de uso.

    —¿Cuánto pides por todo esto?
    —A usted le toca hacer una oferta.
    —Dime primero cuánto quieres y yo veré qué puedo ofrecerte.
    —Lo suficiente para pagar el arriendo de la tierra.
    —¿Cuánto es eso?
    —Eso es cuestión mía.

    Se calló un momento y yo le dije exasperada:

    —Dígame si no está dispuesto a comprarlos y yo me iré a otra parte.
    —Siempre apurada —me respondió con esa su voz melosa, suave—. Pero creo que esta vez tendrás que acomodarte a mis deseos, Rukmani.
    —¿Qué quiere decir? —repuse, irritada—. Hay muchos que querrían adquirir un material de tan buena calidad.
    —No lo creo, no lo creo. Pues, como verás, otras mujeres han venido como tú y se han ido amenazando también, pero han tenido que volver porque nadie más puede comprar en estos tiempos tan difíciles.
    —Pero usted puede, sin duda —le dije con desprecio. De pronto me vino una inspiración y añadí:
    —A no ser que usted me pague un precio justo, yo me iré a otra parte. Conozco a la esposa musulmana de un empleado de la tenería que me ha comprado antes y que me comprará ahora.
    —¡Claro! —dijo él, un poco desconcertado—. Bueno, Rukmani, como hemos hecho negocios desde hace tiempo y tú eres una mujer esforzada, a quien siempre he admirado, te voy a dar treinta rupias. Nadie podría ser más generoso.
    —¡Sí que lo serían, y mucho más! —repliqué—. No aceptaré ni un pies menos de setenta y cinco rupias. Lo toma o lo deja, como quiera.

    Recogí los vestidos, simulando que me dirigía a la puerta. Abrigaba la esperanza de que me llamara, porque, para decir la verdad, yo no tenía a dónde recurrir. Pero si no me llamaba, bueno, treinta rupias eran demasiado poco para lo que necesitábamos y, después de todo, si no conseguía lo que había pedido, mejor era quedarme con los saris.

    Cuando llegué a la puerta me llamó:

    —Muy bien, Rukmani. Te pagaré lo que pides, ya que será una ayuda para ti.

    Esperé. Él desapareció en otra habitación y regresó a los pocos minutos, con una cara agria y una pequeña talega de cuero llena de dinero. Desató las trenzas que amarraban la boca del saquito y sacó billetes y monedas de plata. Las contó dos veces, para estar seguro.

    —Un alto precio —me dijo, alcanzándome el dinero—. No olvides este favor que te estoy haciendo.

    Guardé el dinero sin responderle y regresé a casa con un paso más ágil que con el que había salido.

    Nathan también había vuelto, después de vender las ollas y las cacerolas, los víveres y los bueyes. Reunimos el dinero y lo contamos. Alcanzaba a ciento veinticinco rupias. Ni siquiera la mitad de lo que necesitábamos para pagar.

    —Todavía nos queda la semilla —díjome Nathan—. Debemos venderla.
    —¿Y la próxima siembra? Si vendemos la semilla, podemos también deshacernos de la tierra. Sin semilla no hay cosecha posible.
    —Es preferible estar sin semilla que despojado de la tierra en que se siembra. La semilla es barata, se puede comprar. Todavía puedo ganar unas pocas rupias, o tal vez mi hijo...

    ¿Cómo? ¿Cómo?, me preguntaba yo. Mi hijo iba a diario a la tenería y nadie lo miraba debido a sus hermanos. En cuanto a mi marido, ¡qué esperanza había para él, cuando tantos muchachos jóvenes se consumían en la ociosidad!

    —No obtendríamos sino unas pocas rupias vendiendo la semilla —le dije—. No sacrifiquemos el futuro a nuestras necesidades inmediatas.
    —¿Qué otra alternativa nos queda? —gritó—. ¿Crees que soy tan ciego o tan estúpido como para pensar que se puede cosechar sin sembrar? ¿Me crees un idiota que…?

    No me gritaba a mí, sino a la terrible alternativa que nos imponía la situación. Yo lo sabía, pero no podía evitar que se me hiciera un nudo en la garganta ni podía impedir que saltaran mis lágrimas.

    —Tratemos de hacerlo —le dije, sintiendo que los sollozos me embargaban—. Mantengamos nuestra esperanza en una próxima cosecha.
    —Bueno, bueno —exclamó—. Tratemos de hacerlo por todos los medios. ¡Puede ser en vano, pero qué importa! Cualquier cosa con tal que dejes de llorar. Ahora vete y no me enojes más.

    Está inquieto —pensé, ahogando mis sollozos—. No es que quiera ser rudo, sino que se siente ofuscado.

    Entré y me acosté, con el dinero amarrado junto a mi cuerpo. Después de un rato llegué a conciliar un sueño intranquilo.

    En la mañana llegó Sivaji y mi marido sacó el dinero y lo contó en su presencia.

    —Ciento veinticinco rupias —dijo——. Recibe esto y te pagaremos el doble enseguida que podamos.
    —No es para mí —contestó Sivaji—. Ustedes están haciendo un pago para otro. ¿Qué razón podría darle de haber recibido una suma tan pequeña? Ustedes prometieron la mitad.
    —Haznos este servicio —díjole Nathan, arrastrando las palabras— Te pagaremos el total y más del total después de la próxima cosecha.

    Estuvimos discutiendo y rogando, hasta que al fin Sivaji convino en esperar. Tomó el dinero y se dio la vuelta para irse, luego titubeó un momento y nos dijo, algo preocupado:

    —Lo que hago tengo que hacerlo; tengo que pensar en mí mismo… Yo no deseo ser duro. Buena suerte.
    —Buena suerte para ti también —susurré. Apenas podía hablar porque sus palabras me dejaron indefensa—. ¡Que los dioses te bendigan!

    * * *

    La sequía continuó hasta que perdimos la cuenta de su duración. Día tras día brillaba un sol implacable, chamuscando todo lo que aún se debatía por vivir y tostando la tierra, hasta que aparecieron en ella enormes grietas irregulares. Las plantas murieron y se secó el pasto; las vacas y los carneros se arrastraron hasta el río, que ya no existía, y perecieron por falta de agua; las lagartijas y las ardillas yacían postradas, acezantes, bajo el sol infernal.

    En el pueblo se había construido un depósito de agua para los trabajadores de la tenería y sus familias. Luego se autorizó la distribución de agua a otra gente, en cantidades limitadas. Yo iba allí cada mañana e indicaba el número de personas que vivían en mi casa. Mi ración consistía en media olla de barro, a veces un poco más, dependiendo de quién estaba a cargo de la distribución. Algunas mujeres codiciosas empezaron a indicar mayor número de hijos del que en realidad tenían, o incluían parientes imaginarios, lo que dio lugar a envidias, rencores y enconadas discusiones. Hasta que al fin se resolvió que cada uno debía ir personalmente y no a nombre de otros, incluyendo niños y ancianos. De este modo se puso término a los fraudes y a las riñas, aunque resultó penoso para las personas que no se hallaban en condiciones de ir a recibir su cupo.

    Luego, cuando el calor había persistido días y días, y nuestras esperanzas se habían marchitado con el arrozal, vimos, demasiado tarde para que nos animara, acumularse los nubarrones. Pronto se desató la lluvia y cayó copiosamente, como si quisiera compensar la prolongada sequía, dando a la tierra sedienta toda el agua que necesitaba, y aún más. Pero dentro de nosotros no quedaba nada: no había alegría, no había cabida para la alegría. La lluvia había llegado demasiado tarde.


    CAPÍTULO XIV


    TAN PRONTO como cesaron las lluvias y se curaron las grietas de la tierra, y el suelo humedecido estuvo listo para recibir la simiente, llevamos nuestra semilla a la diosa y la pusimos a sus pies para que la bendijera. Luego la recogimos y realizamos la siembra.

    Pocas semanas después germinó la semilla y aparecieron los tiernos vástagos, irguiéndose cada vez más vigorosos. Pronto pudimos trasplantar los retoños, uno por uno. Al principio se los veía solitarios, delgados, como tiernas briznas de paja esparcidas en el plantío, pero crecieron y crecieron hasta convertirse en un espeso campo verde que susurraba con el viento. En ese campo, en el grano que aún no había comenzado a formarse, se concentraban nuestro futuro y nuestra esperanza.

    Esperanza y miedo. Dos fuerzas gemelas que nos arrastraban, primero en un sentido, luego en el otro, y nadie podía saber cuál era la más fuerte. Del miedo nunca hablábamos, pero siempre estaba con nosotros. Miedo, constante compañero del labriego. Hambre, eternamente a su lado, lista para tocarle en el hombro al menor signo de descuido. Desesperación, pronta a adueñarse de él a la menor vacilación. Miedo: miedo del negro porvenir, del rigor del hambre, de las tinieblas de la muerte.

    Mucho antes de que hubiera madurado el arroz se nos agotaron las reservas de pescado seco. No quedaba dinero: hasta el último pies se había ido para cubrir el arriendo de la tierra. Nada para vender. Y nada del producto de mis esfuerzos, pues las legumbres se habían agostado en las largas semanas de la sequía.

    Al final no hubo más remedio que acudir a mi tesoro secreto: una pequeña cantidad de arroz. No pasaba de diez ollocks, que había defendido de toda tentación de vender o permutar, y que guardé aun en los momentos en que la necesidad de conservar la tierra nos había despojado de todo lo demás. Saqué el arroz y lo volví a medir: exactamente diez ollocks. Lo dividí en varias porciones iguales, cada una de las cuales era el mínimo suficiente para mantenernos un día. Conté las porciones. Eran veinticuatro. De modo que no nos moriríamos de hambre durante cerca de un mes. Por un largo rato titubeé, pensando si no podríamos consumir algo menos y obtener treinta raciones. Por último decidí en contra, pues Kuti ya se hallaba algo enfermizo y necesitábamos conservar todas nuestras fuerzas para la siega.

    Comeremos, por lo menos, durante veinticuatro días —pensé—. Cuando se cumplan, bueno..., estamos en las manos de Dios. Él no nos abandonará. Algunas veces pensaba eso y otras me acometía un temblor de miedo y no sabía qué partido tomar.

    Las noches eran siempre las peores, no• sólo para mí. Parecía que entonces la paz había abandonado nuestra choza y podía oír a mi marido y a mis hijos agitándose desasosegados y hablando entre sueños, no sé si de hambre o de miedo. Una vez Nathan gritó y dio un salto en la cama. Me acerqué y despertó sobresaltado.

    —Sólo un sueño —le dije—. Duerme, querido mío.
    —Una pesadilla —me explicó, bañado en sudor—. Vi que el arrozal se convertía en paja, el grano perdido. ¡Dios mío, todo se había perdido!

    Hablaba con esa falta de dominio de la persona que no está completamente despierta.

    —No tengas ningún temor —le dije, aparentando coraje, para que el pánico no nos subyugara a los dos—. Todo saldrá bien.

    Se apaciguó.

    —Eres una buena esposa —murmuró— No te cambiaría nunca.

    Caí al fin en una pesada modorra, poblada de malos sueños. En uno de ellos veía un cuerpo indefinible, sin cara, que entraba furtivamente en nuestra choza y se llevaba los diez ollocks de arroz.

    Yo sabía que todo esto era resultado de las tribulaciones que pesaban sobre mi espíritu, pero la noche siguiente tuve el mismo sueño. A medida que pasaban los días, yo me tornaba cada vez más suspicaz. Con excepción de mi familia, no confiaba en nadie. Únicamente durante la noche, cuando no había transeúntes, me sentía completamente segura. Entonces sacaba el arroz, lo medía y deslizaba los granos entre mis dedos, por puro gusto, acariciándolos como una tonta. Una vez que separaba la cantidad destinada al día siguiente, enterraba el resto: una mitad envuelta en un trapo blanco, en un hoyo que cavé a cierta distancia de la choza; la otra, en el granero.

    Varias veces tuve la intención de ir a ver a Kenny. Tenía la certeza de que él nos habría ayudado. Llegué a ir dos veces, pero no lo encontré, se había ido. La gente no lo había visto en varias semanas. Yo hubiera vuelto nuevamente, pero no me sentía con muchas fuerzas: ya no era fácil para mí caminar hasta el pueblo y regresar. También pudimos pedir dinero prestado a Biswas, pero no nos quedaba nada para dejarle en prenda. En todo caso, ni siquiera habríamos podido cubrir los intereses que nos hubiera exigido.

    Pasaron siete días y se consumieron siete preciosas porciones de arroz. Al octavo día, cuando yo me hallaba cociendo el agua de arroz, apareció Kunthi. Yo no la había visto en mucho tiempo..., desde esa noche que la vi en su desnudez. Había cambiado tanto que apenas pude reconocerla. La observé sin poder dar crédito a mis ojos. La piel de su cara estaba lustrosa y estirada en algunas partes, y en otras llena de pliegues y arrugas. Bajo el sari desteñido colgaban sus pechos fláccidos; la agresiva turgencia de antaño, que fue motivo de su orgullo y su poder, se había ido para siempre. De su antigua belleza no quedaba ningún vestigio.

    Bueno —pensé—, todas las mujeres llegan a eso tarde o temprano. En ella ha sido peor que en la mayoría. —Siéntate y descansa un rato —le dije—. ¿Qué te trae por acá?

    No me contestó. Se aproximó a la olla que estaba en el fuego y miró su contenido.

    —Comes bien. Mejor que la mayoría.
    —No bien. Comemos, eso es todo.
    —¿Todavía tienes marido?
    —¡Pues, claro! —repuse, mirándola con fijeza, sin entenderla muy bien—. ¿Por qué me lo preguntas?

    Se encogió de hombros.

    —Perdí el mío. No sé cómo te las habrás batido.

    ¡Pobrecita! —me dije—. Ha sufrido. La miré compasivamente.

    —No quiero tu compasión —gritó furiosa—, ni la quiere mi marido. Él está vivo y bien. Vive con otra mujer.

    Me acordé de su marido, ese hombre tardo, responsable, porfiado, que parecía un buey, y me resistí a creerlo. Luego me acordé cómo la había visto a Kunthi una vez con pintura en los labios y perfumados esos muslos que habían aprisionado a tantos hombres.

    Tal vez llegó a convencerse de la verdad, pensé, mirando a Kunthi con recelo. Contemplé otra vez los despojos de su belleza.

    —Mira hasta que te canses —me dijo, desdeñosamente—. Tú nunca fuiste agraciada, Rukmani.

    Desvié la mirada rápidamente. No sabía qué decir.

    —No he venido a ser vista ni a verte —continuó— sino para que me des de comer. No he comido en varios días.

    Fui hasta la olla, revolví el contenido y saqué un poco en una escudilla que puse en sus manos. Ella bebió con avidez y puso la escudilla en el suelo.

    —Quiero también arroz. No puedo venir aquí todos los días. He esperado mucho para asegurarme de que estabas sola.
    —No tengo arroz para dar. Tengo que pensar en mi marido y en mis hijos. Estos no son tiempos de abundancia.
    —Sin embargo —replicó ella—, me darás un poco. Mientras tenga hambre, el daño no podrá ser reparado. No habrá vida para mí hasta que no me recupere completamente.

    Está loca —pensé—. Cree en lo que dice. No se da cuenta de que no puede volver a ser lo que fue.

    —Escúchame —le dije—. No hay arroz, y si lo hay es muy poco. Bebe nuestra agua de arroz, ven todos los días, pero no pidas arroz. Tengo, como tú, hija e hijos, en quienes debo pensar. Lo que hay nos pertenece a todos. ¿No puedes recurrir a tus hijos?
    —Mis hijos no son únicamente míos —repuso, estudiándome. Al notar mi perplejidad, agregó—: Tienen esposas. Jamás acudiría a ellos ahora.
    —¿Para qué son los hijos...? —empecé.
    —No para pedirles limosna —me interrumpió, con un tono despreciativo—. Yo puedo muy bien cuidarme de mi misma. Pero primero tiene que retornar la lozanía.

    Permanecí muda. Había dicho todo lo que tenía que decir. No tenía nada que agregar.

    —Bueno —dijo ella, rompiendo el silencio y con cierto sarcasmo—, ¿cuánto tiempo tendré que esperar?

    Se me acercó y puso su cara junto a la mía. Vi la carne gris y estirada, los ojos hondos bajo los párpados caídos, y quise apartarme, pero ella me retuvo.

    —No me sobra la paciencia. Me das ahora mismo el arroz o tu marido sabrá que su mujer no es tan virtuosa como él cree… o como ella aparenta ser.
    —Él cree la verdad —repuse, enojada—. Yo no trato de aparentar nada.
    —Quizás él no ha visto lo que yo he visto —agregó, con un tono amenazante—. Idas y venidas al anochecer, palabras dulces, regalos de leche y miel como los que hacen los hombres a las mujeres que han poseído...
    —¡Cállate! —rugí y me tapé los oídos con las manos. Los pensamientos bullían en mi cabeza como ardillas frenéticas encerradas en una jaula. Con súbita claridad recordé el aspecto de mi hija aquel lejano día en que fui a ver a Kenny; las palabras de mis hijos: esos hombres tienen poder, sobre todo con las mujeres... Recordé mis propios silencios absurdos. Cerré los ojos y me dejé caer.

    Kunthi se sentó a mi lado.

    —¿Qué prefieres? ¿Qué prefieres?

    Sus palabras martillaban mi cerebro; las horribles sílabas golpeaban el aire que me rodeaba; todo estaba lleno con su clamor.

    Te necesito, Nathan, esposo mío —grité para mis adentros—. No puedo arriesgarme; hay un riesgo, porque ella es inteligente y yo no lo soy. En tu cólera o en tus celos, o simplemente porque no estás en tus cinco sentidos después de estos meses de dura prueba, puedes dar crédito a lo que ella te diga. Con mayor razón puedes creerla, porque te he mentido y no puedo negar todo lo que ella afirme. La mataría primero.

    El deseo de matarla era fuerte. Sentí que temblaba. Me cubrí los ojos con las manos y vi una mancha roja que nublaba mi vista. Luego oí un grito, no sé si de un pájaro, de un niño o de mi propio ser torturado, y la mancha se disipó. Sentí las lágrimas fluyendo de mis ojos cerrados, corriendo entre mis dedos. Aparté las manos y vi a Kunthi, esperando a mi lado con la paciencia de alguien que conoce el poder de que dispone, paciente como un buitre.

    * * *

    Habíamos comido ocho días. Separé la ración para Kunthi.

    “Todavía hay bastante para nueve días”, pensé, no alentada, sino desolada; nuevamente me llené de odio por ella, que me había despojado del grano, y de desprecio a mí misma, por haber cedido.

    Una noche esperé largo rato antes de ir a desenterrar el arroz, temerosa de que Kunthi estuviera atisbando.

    No hay nada de que ella no sea capaz —me decía, acostada en las tinieblas—. Debo esperar, ir con todo cuidado y regresar sin ser vista. Tengo que oponer mi ingenio al suyo —continuaba pensando, astutamente, escuchando el sueño inquieto de los que me rodeaban—. Yo voy a ganarla, por hábil que ella sea. No se llevará todo el arroz.

    Al fin me levanté y salí cautelosamente, miré a mi alrededor y me dirigí rápida hacia el hoyo que había cavado; saqué la tierra con las uñas hasta que descubrí el atado, blanco bajo la suave luz de las estrellas. Me puse en cuclillas, tarareando, desaté el envoltorio y deslicé mis dedos entre el grano. Me di cuenta de que no quedaba sino un puñado de arroz: la ración de un día, nada más; no la provisión de nueve días que yo esperaba encontrar.

    Sentí un frío en el estómago, la sangre golpeó mis sienes con violencia y tuve la sensación de que me desvanecía. ¿Quién pudo encontrarlo? ¿Quién me había hecho esto? Oí una voz que se quejaba y descubrí que era la mía; el tono era aterrador: yo no había intentado hablar. Miré alrededor salvajemente, como si quisiera penetrar la oscuridad. No había nada a la vista, no se oía el menor ruido, excepto los latidos violentos de mi propio corazón. Apreté los puños, enterrando las uñas en la palma de mis manos, haciendo lo posible por tranquilizarme, tratando de pensar. ¿Quién pudo haberme hecho esto? ¿Kunthi? Pero ella sólo sabía del arroz que teníamos en el granero y no sabía nada de este escondite. ¿Mi propia familia?

    Imposible —pensé con desesperación, echando a un lado las sospechas que querían surgir—. No puede ser. ¿Quién otro? ¿Quién?

    Permanecí allí largo tiempo. Cuando al fin me puse de pie, mis piernas estaban tiesas y entumecidas. Las tinieblas cedían ante las primeras luces grises del amanecer.

    * * *

    Cuando regresé, Nathan no estaba en la choza. Lo vi sentado junto al arrozal, como lo hacía a menudo cuando no podía dormir. Los niños dormían aún, los dos mayores lado a lado, Kuti acurrucado junto a Ira y ella con un brazo sobre él. Sacudí a Ira del hombro y Kuti despertó primero y empezó a llorar. Lo alcé y lo llevé afuera; cuando regresé todos estaban despiertos. Miré las tres caras pensando con amargura: uno de ellos me ha hecho esto... ¿Cuál? ¿Cuál?, me preguntaba, mirando las tres caras como si quisiera leerles el pensamiento; pero no había nada que leer sino la alarma. Ellos se encogieron un poco ante mi vehemencia.

    —Debo saberlo —les grité—. Tengo que saber quién lo ha hecho.

    Me miraban como si yo hubiera perdido el juicio.

    —No hubiéramos tomado lo que nos pertenece a todos —dijo Ira, tímidamente.
    —Dime ahora que me estoy imaginando la pérdida —la increpé—, o que me lo comí yo misma.

    Me contemplaban en silencio, atónitos. Kuti chillaba afuera. Atraído por sus gritos llegó Nathan y me dijo, frunciendo el entrecejo:

    —Anda a ver el niño. ¿No lo oyes? Se va a ahogar.
    —¡Ojalá! Habrá una boca menos que alimentar.
    —Estás enferma. No sabes lo que dices.

    Alzó el niño y lo calmó en sus brazos. Luego se lo entregó a Ira.

    —Mi corazón está enfermo de pena —le dije—. Me han robado el arroz y ha sido uno de mis hijos. El arroz, lo más valioso para nosotros.
    —¿Eso es lo que les has estado diciendo?

    Hice una señal afirmativa con la cabeza. Vi que su cara se ponía mustia.

    —Yo lo tomé —dijo al fin.
    —¿Tú? ¿Mi marido? No lo creo.
    —Es la verdad.

    El silencio cayó como una mortaja, arropando mis amargas cavilaciones. Luego cedió ante un sonido tan desapacible, tan doloroso, que mis nervios empezaron a chirriar en respuesta. Alcé la vista y vi que era Nathan. Su cara se contraía nerviosamente y de su garganta salían esos horribles sollozos.

    —No fue para mí —tartamudeó, tratando de dominar su voz—, sino para otro. Lo tomé para otro. No quedaba otro recurso. Confiaba en que no lo notarías. Tuve que hacerlo.

    Me le acerqué. Ya no quería saber por qué lo había hecho ni para quién. Ya no tenía importancia. Pero él seguía hablando, como si no pudiera parar:

    —Kunthi se lo llevó todo. Te lo juro. Ella me obligó. Yo no quería que lo supieras.

    Se calló.

    —Esa mujer tiene un poder extraño —dije, como si hablara conmigo misma.
    —No es extraño —continuó Nathan—. Yo soy el padre de sus hijos. Ella te lo hubiera contado y fui débil.

    Primero fue incredulidad. Luego desilusión, cólera, resentimiento, dolor. ¡Descubrir eso de un modo tan cruel, después de tantos años! Recordé las palabras de Kali: esa mujer tiene fuego en el cuerpo, los hombres se queman antes y después de tocarla. Mi marido era uno de esos hombres. La había conocido no una, sino dos veces. Había vuelto a ella para darle un segundo hijo.

    Y, desde entonces, cuántas veces —pensé, con el espíritu desolado—, mientras el marido en su impotencia y yo en mi inocencia no hacíamos nada.

    —Fue hace mucho tiempo —dijo Nathan—. Yo era muy joven y ella una mujer ducha.

    La primera vez fue antes de casarnos” —agregó, después de un rato.

    Uno no ve el mal oculto en la belleza” —volvió a hablar.

    —Como dices, fue hace tiempo —le dije, extenuada—. Que ella es mala y poderosa, yo misma lo sé. Olvidémoslo.

    Después de esto, a mí también se me hizo posible hablar. Le conté sobre la visita anterior de Kunthi y del grano que me había sacado con amenazas. Y me pareció que una nueva paz nos invadía, libres al fin de la necesidad de las mentiras, las reticencias, el engaño. El temor de la delación nos abandonó y arrebatamos a Kunthi el poder que nosotros mismos le habíamos dado.

    * * *

    Ahora que se había agotado todo el arroz, fue, en cierto modo, un alivio para mí: ninguna clase de planes o esquemas podían hacerla durar más. Nos habíamos comido hasta el último grano.

    A partir de entonces nos alimentamos con lo que buenamente podíamos conseguir: el tierno fruto maduro del nopal; una o dos batatas, ennegrecidas y medias podridas, que habían sido tiradas por manos más prósperas que las nuestras; a veces un cangrejo que Nathan había logrado atrapar cerca del río. A todas horas mis hijos vagaban por la campiña y volvían con unos pocos retoños de bambú, un trozo de caña de azúcar que hallaron abandonado en algún campo desierto o un pedazo de coco que recogieron del albañal del pueblo. Para conseguir eso tenían que recorrer el campo ampliamente, pues otros labriegos y sus familias, que estaban en apuros similares al nuestro, también andaban buscando alimentos; y por cada raíz o planta comestible se entablaba una lucha, una desesperada contienda que volvía enemigos a los amigos y terminaba con todo sentimiento de humanidad.

    No era suficiente. A veces comíamos hierbas, como un acto de protesta, aunque esto siempre terminaba en retortijones estomacales y violentas arcadas. El hambre es algo muy curioso: en un comienzo la acompaña a una todo el tiempo, al caminar, al dormir, en los sueños; el estómago clama con insistencia y se siente un tormento, un dolor que parece devorar nuestras propias entrañas; hay que pararlo a toda costa y una hace cualquier cosa por conseguir un momento de tregua, aunque sabe y teme las consecuencias. Después el dolor deja de ser agudo, es un dolor sordo que también está perennemente con una, de modo que muchas veces al día se piensa en comer y cada vez la asalta una náusea terrible; y como una sabe esto, trata de evitar la idea de la comida, pero no puede, siempre está ahí. Luego desaparece todo dolor, todo deseo, y sólo queda un gran vacío, como el cielo, como un pozo en la sequía, y es entonces que las fuerzas abandonan nuestras extremidades; una trata de pararse y descubre que no puede; quiere tomar agua y la garganta es impotente. Un simple trago y el esfuerzo que se realiza por retener el líquido abruma hasta lo indecible.

    —La cosecha está próxima —murmuraba Nathan.
    —¡Oh, sí! No está lejos. Ya no falta nada para que madure el grano —decía yo, de acuerdo con él, pero acallando mis dudas sobre si nuestras fuerzas durarían hasta entonces.

    Lo que vi en los demás también me pasaba a mí, pero yo no podía verme a mí misma. Las carnes desaparecieron y la piel rugosa se plegó sobre los huesos salientes; los ojos se hundieron en las cuencas y las costillas asomaron bajo la piel. Los viejos estaban doblemente extenuados; el peso que debilitaba a los jóvenes gravitaba con mayor violencia sobre los viejos.

    Pero, de entre todos nosotros, Kuti era el que sufría más. Nunca había sido un niño robusto y ahora se hallaba muy delicado. Al comienzo pedía agua de arroz y lloraba porque no había. Después dejó de pedirla y solamente lloraba. Hasta en el sueño lloriqueaba y se daba vueltas y se retorcía sin cesar, no dejando dormir a los demás. Ira era la más bondadosa con él. Tenía una paciencia sin límites. Lo mecía en sus brazos esmirriados y le daba casi toda la comida que le tocaba a ella. Pero, en general, él rechazaba los duros alimentos que le ofrecíamos y entonces Ira lo alzaba en sus brazos y le daba sus pechos. Kuti chupaba de los resecos pezones y se apaciguaba. Por un momento se calmaban sus débiles gemidos.


    CAPÍTULO XV


    UN DÍA Rajá salió como de costumbre, pero no regresó. Al anochecer, dos hombres trajeron su cuerpo en brazos: uno lo alzaba de los pies y el otro de las axilas. Un hilillo de sangre, todavía fresca y de vivo color rojo, le corría de la boca. En la cabeza tenía una herida y allí la sangre era de color obscuro y estaba coagulada, pegada a los cabellos.

    Lo pusieron en el suelo. Luego inclinaron la cabeza, restregaron los pies en el piso, cambiaron unas palabras en voz baja y se fueron. Era real, pero parecía una pesadilla. No podía ser cierto que mi hijo estuviera muerto, tendido a mis pies. Mis pensamientos, revueltos y ofuscados, despertaban el dolor donde no había sino letargo. Mi espíritu tocaba furtivamente los bordes de la comprensión y luego huía aterrorizado.

    Había sido atrapado, me dijeron. Mencionaban algo sobre dinero. ¡Qué tenía que hacer mi hijo con dinero cuando no tenía un solo pies! Me dijeron que no era muy fuerte; sólo le pusieron las manos encima y cayó. ¡Como si yo no supiera cuán delgado y frágil siempre había sido! Pero ¿por qué tenían otros que ponerle las manos encima? Me lo dijeron, pero no pude captar el sentido de sus palabras. Me lo dijeron, pero no podía recordarlo. Me lo repitieron una y otra vez, pero yo continuaba olvidándolo. Escuche que Ira entonaba en voz baja un canto fúnebre, meciéndose de un lado a otro, sollozando.

    —¿Por qué estás llorando? —le dije—. No tienes que disolver en llanto las pocas fuerzas que te quedan.

    Ella me miró estúpidamente; luego desvió la vista y volvió a mirar a su hermano tendido. Su aflicción me contagió; el letargo empezó a disiparse. Traté frenéticamente de que no se disipara, de que siguiera envolviéndome. ¡Lo mismo hubiera sido tratar de atrapar una nube!

    “Para esto te di a luz hijo mío; para que al final estés a mis pies, ceniza en la cara, yertas las extremidades. Te has ido para siempre, sin dejar una huella, sólo este absurdo saldo de huesos y de carne."

    Empiezo a pensar. Los ojos debieran estar cerrados. La muerte ya los ha puesto vidriosos. Los cierro. La quijada debiera amarrarse porque está colgante. La envuelvo en una venda. El cuerpo debiera ser lavado. Lo lavo. Ira viene en mi ayuda y le limpia la boca, que yo había olvidado de limpiar.

    “Estas cosas fueron tú, hijo mío, pero ahora no hay relación de ninguna clase. La pena que me embarga no es por este cuerpo que ha sufrido y que en su sufrimiento dejó escapar el espíritu, sino por ti, hijo mío."

    * * *

    Nathan prepara las andas y veo cómo coloca el cadáver en ellas. Luego se va hacia la ciudad. Al amanecer empiezan a sonar los tambores funerales y poco después llegan nuestros amigos y vecinos. Primero la Abuelita, que apenas camina, y luego Durgan; Kannan con su mujer, trayendo unos pocos capullos de jazmín; y Kali, que trae una tela de muselina para cubrir las andas. Rinden su tributo en silencio y cuando se eleva el sol los hombres alzan la angarilla y parten. Las mujeres permanecen en la casa, pues ésa es la costumbre. Toda la mañana percibimos el sonido de los tambores que llega indistintamente hasta nosotros, aumentando y disminuyendo con el viento. Hasta que por último un rataplán final llega estremeciendo el aire; aguzamos nuestros oídos para escuchar el próximo; pero éste, este toque que ya se ha extinguido, fue el postrero.

    Ahora ni siquiera un montón de huesos; sólo unas pocas cenizas para mostrar que una vez un hombre había vivido.

    * * *

    No habían pasado tres días completos desde la muerte de Rajá, cuando vinieron a vernos dos empleados de la tenería. El que habló todo el tiempo fue el individuo alto, corpulento, de grandes bigotes. El otro, que era delgado e insignificante, se mantenía tímidamente detrás y convenía con todo lo que decía su compañero.

    —Los gendarmes sólo cumplieron con su deber —empezó diciéndome el hombre alto—. Ellos tienen la misión de proteger nuestra propiedad, ¿entiendes?
    —Entiendo.
    —No se empleó la violencia. Únicamente la indispensable para detenerlo. Fue necesario. ¿De acuerdo?
    —Él no hacía nada.
    —Al contrario. Estaba en el patio, donde no tenía nada que hacer, y cuando los chowkidars lo capturaron descubrieron que se había robado un cuero de becerro.
    —No lo creo —dije—. ¿De qué podía servirle eso?
    —Tal vez no tenía ninguna necesidad de un cuero —replicó, con una voz tensa, como si se esforzara por no perder la paciencia—, pero podía venderlo; por supuesto, podía venderlo en cualquier parte. Hemos tenido muchas pérdidas últimamente.
    —No pueden echarle la culpa a mi hijo —le dije, fatigada—. Nosotros apenas tenemos para comer, como usted ve... Aquí no hay riquezas, como la que hubiera traído la venta de sus artículos.
    —Yo no le echo la culpa exclusivamente a tu hijo —repuso con cautela—, pero, por supuesto, es bien sabido que tus hijos han sido agitadores. Ahora no queremos que nos hagas ningún lío, ¿entiendes? El muchacho fue cogido en el acto de robar, tal vez por la primera vez, como tú dices, y en un momento de debilidad, pero fue sorprendido robando y él es responsable de las consecuencias que derivaron. No debió resistirse. En estas circunstancias tú no tienes, naturalmente, ningún reclamo que hacer.
    —¿Reclamo? Yo no he hecho ningún reclamo. No lo entiendo.

    Hizo un gesto de impaciencia.

    —Puedes pensar en ello más tarde y tratar de obtener una indemnización. Te lo prevengo que será inútil.

    ¿Indemnización? —pensé—, ¿qué indemnización puede haber para la muerte? Me sentí confusa. No entendía a dónde quería ir a parar el individuo. Hubo una pausa. El hombre tímido me dijo, bondadosamente:

    —Tu hijo no fue tratado con brutalidad ni mucho menos. Los guardias sólo le golpearon ligeramente con sus laques cuando trató de escapar. Cayó. Debió ser muy débil.
    —Era. Trabajaba mucho y comía poco.
    —Naturalmente, debió ser un golpe para ti —continuó el hombrecito—. Es dura una pérdida semejante..., quiero decir...

    Acabó incoherentemente al notar que su compañero lo miraba con fijeza.

    —El asunto es que no tenemos ninguna responsabilidad —añadió el de los bigotes, golpeando el suelo para dar mayor énfasis a su afirmación—. Absolutamente ninguna. Por supuesto, como ha dicho mi amigo, es una pérdida para ti. Pero, recuérdalo: no es responsabilidad nuestra. Tal vez será mejor para ustedes..., tienen muchas bocas que alimentar y...

    El hombre pequeño alzó la mano para impedirle seguir, escandalizado de sus palabras y, al mismo tiempo, asustado de su propio atrevimiento. ¡Pobre ratoncillo! Para ese gesto debió reunir todo su coraje, pues no le quedó ninguno para hablar. Su agresivo compañero se calló bruscamente; el aire de sorpresa que se había extendido por su semblante se transformó pronto en desagrado. Se dio vuelta hacia mí:

    —No tuve intención de herirte. Pero a veces es preferible oír la verdad, por mal sabor que tenga.

    Incliné la cabeza. No tenía sentido estar de acuerdo con él o no estarlo: el abismo que nos separaba era demasiado ancho. Hubiera sido completamente inútil estar lanzándonos palabras el uno al otro a través de esa profunda sima.

    —De modo que estás de acuerdo —insistió—. No hay responsabilidad alguna de nuestra parte.
    —No la hay —asentí, con los labios rígidos.
    —Me alegro de que todo haya sido arreglado. Un asunto enojoso, pero resuelto amigablemente.

    Hizo un gesto con los labios, que pretendía ser una sonrisa, y se dio vuelta a su compañero.

    —¿No te dije que no iba a haber líos? Siempre temes lo peor. Te anuncié que serían razonables.

    El otro no tenía aire de triunfo; más bien parecía haberse encogido un poco y evitaba mirarme en lo absoluto. Pero cuando partían me lanzó una rápida mirada y en ese instante descubrí en sus ojos que estaba acongojado.

    —No debe preocuparse. No importa —le llegué a decir con suavidad, a él solo.

    Me oyó y se volvió a medias; sus ojos estaban más serenos.

    —Lo siento mucho —me dijo en voz baja—. Ojalá que pronto encuentres la resignación.

    Se fue, con la cara envuelta en una ola de vergüenza y miseria.


    CAPÍTULO XVI


    YA ESTÁN encima la siega y la trilla y el aventamiento —le dije a Nathan—. ¿Qué haremos cuando llegue el momento?

    —Cuando llegue el momento —me contestó, brillándole los ojos —sacaré fuerzas de flaqueza. No temas.

    Lo miré con mis dudas. Flaco y chupado, con unas piernas y unos brazos tan endebles que no mostraban un solo músculo cuando los doblaba. El arroz tenía que• arrancarse planta por planta, luego había que separar el grano de la espiga y trillar las espigas para recolectar los últimos granos… Significaba largas horas de trabajo en el campo anegado, con la espalda encorvada, y luego una activa labor para pelar el arroz. No era tarea para cuerpos debilitados.

    —Ya verás —me dijo, confiado—. Encontraremos fuerzas. Una mirada al grano maduro será suficiente para renovar nuestro vigor.

    Sin duda que nos hacía mucho bien ver cómo maduraba el arroz. Lo velábamos como un perro vela un hueso, celosamente, con miedo de que se lo arrebaten; o como una madre vela a su hijo, con orgullo y cariño. Y, sobre todo, con miedo.

    Nos hallábamos sentados y se nos acercó Irawaddy, caminando lentamente.

    —Hace calor adentro —nos dijo, con ese su aire de abandono—. No podía dormir.

    Antes de sentarse con nosotros fue y arrancó una espiga de arroz. Vi cómo sus uñas partían la cáscara en busca del grano.

    —¿Cuánto tiempo más?

    La misma pregunta. La respuesta que ella conocía habiendo vivido de la tierra desde que nació.

    —Tres semanas —respondió Nathan, grave, sincero, absolutamente honesto, cuando cualquier otro pudo sentirse tentado a ser más complaciente en el cálculo.
    —No es una larga espera —dije, tratando de animarla—, y si los dioses son benévolos, puede incluso ser antes.

    Para eso rezábamos: para que no fuera demasiado tarde. Las lágrimas que brillaban en los ojos de Ira, los silencios de mi marido, las contracciones nerviosas de la cara de Selvam, todo tenía un origen común: la idea, encerrada en nuestras mentes, pero imposible de expresarse, de que Kuti sobreviviera hasta la cosecha. El resto de nosotros podía seguir luchando; nuestra resistencia era mayor. Para él sólo era un niño que no había cumplido los cinco años, que ya había esperado mucho tiempo y había sufrido más que cualquiera de nosotros. Debida a la alimentación inapropiada o a la constante agitación de su cuerpo, le había salido una erupción irritante que él se rascaba todo el tiempo. Y donde entraban las uñas surgían las ampollas y las llagas, acabando con el poco sosiego que aún podía tener. A veces, después de quejarse durante horas enteras, caía en una pesada modorra —no podía llamarse sueño: no era tan dulce—, y yo me acercaba a él con el corazón palpitante, temerosa de que hubiera sido el final de la lucha. Pero él luchaba y luchaba de nuevo, volviendo a la conciencia y reanudando esa vida atormentada. Yo casi deseaba que no fuera así.

    * * *

    Dos o tres días después, advertí un cambio en Kuti: sus ojos perdieron su opacidad y esos gemidos tan horripilantes de escuchar disminuyeron y luego cesaron. Pensé que era el fin —una breve reanimación; un aflorar de las últimas reservas de vigor cuando ya no hay ninguna necesidad de retenerlas: el súbito resplandor brillante de un cirio que se apaga—, pues no le habíamos dado nada, no teniendo nada que dar, que justificara el cambio. Sin embargo, al día siguiente continuó la mejoría y en la noche durmió tranquilamente. Observé su carita cansada, aliviada por el sueño que no había disfrutado en tantas noches, y aunque el cambio me dejó perpleja, surgió en mí una profunda gratitud porque me pareció que los dioses no estaban remotos ni eran sordos. Habían escuchado mis lloros y lo acallaron como si fuera un milagro. Mientras yo observaba a Kuti, Irawaddy se arrastró hasta mí y me miró sonriendo y luego miró al niño.

    —Está mejor —le susurré, aunque no había necesidad, porque ella, como todos, ya lo sabía.

    * * *

    Esa noche, debido al alivio y al agotamiento, dormí bien y desperté animosa antes de que rayara el alba, con renovadas esperanzas.

    Pronto todo irá bien —pensé—. Comeremos y recuperaremos nuestras fuerzas y ya no habrá temor. Ha sido una época adversa, pero está pasando como pasan todas las cosas; y esta vez no ha sido el placer, que pasa en un soplo, sino las penalidades, que son lerdas en irse y hay que ser pacientes con ellas. Unos pocos días más de espera, unos días más de ansiedad, pueden sobrellevarse. Así reflexionaba mientras seguía recostada, escuchando el leve ruido de los que dormían y perdida en mis propios pensamientos.

    Empezaban a retroceder las tinieblas cuando oí un ruido de pasos, suaves, cautos, que más que oírse parecían sentirse como un leve estremecimiento de la tierra. Las repercusiones de un tantán no hubieran tenido un efecto más violento sobre mí. Mis reflexiones huyeron precipitadamente y en su lugar se alzó una nube negra y gris que se revolvía ante mis ojos asumiendo las más fantásticas formas que al fin quedó una figura destacándose nítida sobre el torbellino de las tinieblas: Kunthi. Nadie más que Kunthi, aproximándose para robarnos lo poco que teníamos, desvergonzada como era y siempre lo había sido.

    Los pasos se acercaban. Me incorporé sobre un codo para escuchar mejor, tratando de acallar las pulsaciones que golpeaban mis tímpanos y me impedían oír bien. Los pasos se aproximaban más y más. Me levanté, reuniendo todas mis fuerzas para el encuentro, y salí de la obscuridad familiar de la choza a la noche grisácea de afuera. La figura estaba allí, de contornos difusos y borrosos, pero con forma de mujer. Me lancé a ella salvajemente, la cogí de los brazos y la tiré al suelo con violencia. Caí sobre ella y sentí la débil resistencia del cuerpo bajo el mío, como el leve temblor de un pájaro atrapado. Me exalté. El aire se llenó de ásperos ruidos, pero yo no sabía si salían de la garganta de ella o sólo estaban en mi imaginación. El ser que fui yo había desaparecido: se consumió en las llamas de la ira y el odio que me poseyeron esos breves minutos. Qué reemplazó a ese ser, yo no lo sé.

    Luego escuché un chillido agudo, penetrante:

    —¡Madre! ¡Madre!

    Sentí manos que me arrastraban. Sentí que me sacaban y me echaban a un lado.

    —¡Perversa, loca! —gritaba Nathan—. ¡Madre desnaturalizada!

    Estaba inclinado sobre el bulto, haciendo algo. Vi que estaba completamente desnudo y me pregunté por qué, olvidando que se vino directamente desde la cama. Se volvió hacia mí:

    —¿Has perdido el juicio? Mataste a tu propia hija. ¡Asesina!

    Entre él y Selvam la llevaron adentro. Yo me arrastré tras ellos, incrédula. No podía ser Irawaddy. Ellos debieron cometer un monstruoso error; no yo. Me deslicé a su lado y vi que era Irawaddy. Su cara estaba hinchada y tenía horribles marcas; un labio, en que había enterrado sus dientes, le sangraba. Cerré los ojos y vi rojos círculos que iban retrocediendo a una noche sin fin. Sacudí la cabeza y sentí que se despejaba. Me acerqué a mi marido para ayudarle. El tenía a su lado un recipiente de agua y estaba enjugando la sangre del cuerpo de Ira. El sari estaba manchado de sangre. Tomé el trapo de sus manos y le dije:

    —Yo la atenderé.

    Nathan me empujó a un lado.

    —Sal de aquí. Ya has causado bastante daño. No eres la llamada para esto.
    —Pensé que era Kunthi —le susurré.

    Me hizo un poco de campo, pero permaneció cerca, desconfiando todavía.

    —Yo no le hice estas heridas —le dije.

    No esperaba que me creyera.

    —Lo sé. Se quebraron las ajorcas.

    ¿Ajorcas? ¿Cómo podía tener ella ajorcas si no poseía un solo pies? Miré a Nathan con fijeza. No podía saber, entre estos sucesos irreales, si él había pronunciado esas palabras o simplemente yo las había oído. Él señaló con el dedo:

    —¿No ves los vidrios..., aquí, allí? Llevaba ajorcas. Se habían trizado contra el cuerpo, lo que evitó que me hiriera.

    Empecé a limpiar; los cortes estaban llenos de vidrio, parte en fragmentos y parte pulverizado como arena brillante. Terminada la limpieza vendé las heridas más grandes. No tenía con qué vendar las otras, pero eran pequeñas y, por suerte, pronto dejaron de sangrar. El sari que le saqué estaba empapado en sangre, sucio en los lugares en que el polvo se había pegado. Lo llevé al río con la intención de lavarlo. Lo sacudí del polvo y de los restos de vidrios. Al hacerlo, algo cayó de sus pliegues en las aguas lodosas y se perdió. Pero llegué a ver que era una rupia.

    Proseguí mi tarea. Fregué las manchas de sangre, enjugué la prenda y la tendí en el pasto para que se secara. Luego regresé a la choza, barrí e hice la limpieza. También limpié el patio e hice desaparecer todo rastro de lucha. Cuando terminé, el sol estaba en la mitad de su carrera. Ahora que no tenía nada que hacer, los pensamientos que hasta ese momento había desechado me inundaron en agitado tumulto. ¿Quién le había dado dinero a mi hija? ¿Por qué? ¿Lo había robado? Y, en ese caso, ¿cuándo y de quién? ¿Por qué tenía que caminar de noche llevando ajorcas de vidrio? Me mantuve muy quieta para no despertar a mi hija dormida, mientras los pensamientos golpeaban en mi cabeza y quedaban sin respuesta pregunta tras pregunta.

    Kuti empezó a quejarse desde el rincón de la choza donde estaba acostado. Ira lo oyó y abrió los ojos, gesticulando vagamente hacia él.

    Me acerqué a ella.

    —Quédate quieta. Las heridas pueden abrirse. Me miró sombríamente.
    —Dale de comer. Tiene hambre. Saca la rupia que tengo en mi sari.

    Supe entonces que Kuti había mejorado gracias a ella, no a mí y mis oraciones.

    Nathan estuvo por decir algo, tal vez interrogarla. Lo cogí del brazo, obligándolo a callar. Ira hacía esfuerzos por levantarse.

    —Quédate quieta —le repetí, conteniéndola con mis manos— Yo me encargaré de él.

    Alcé a la gimiente criatura y la saqué afuera, tratando de hacerla callar. Era inútil. Ira la había alimentado y librado del hambre. Todavía sentía el sabor de los alimentos en la boca y no se callaría. Me alejé de la choza con el niño en los brazos; finalmente sus agudos gritos se convirtieron en un suave gimoteo y por último se calló.

    * * *

    Apenas se habían cerrado las heridas cuando Ira estuvo nuevamente de pie.

    —¿A dónde vas? —le dije—. Descansa un poco más. Las contusiones están todavía lívidas.
    —¡Descansa! —repitió ella despreciativamente—. ¿Cómo podría yo ni nadie descansar? ¿No oyes al niño?
    —¿A dónde vas? Dime solamente a dónde vas.
    —No lo preguntes. Es mejor que no lo sepas.

    Estaba peinándose. Dejó caer su pelo sobre el cuello y luego lo arregló de uno y otro lado, hasta que el peinado quedó suave y lustroso. Nunca se había dado tanta molestia desde su matrimonio.

    Me la imaginé saliendo al anochecer, con el sari muy ajustado al cuerpo. La vi encaminarse al pueblo por la angosta calleja que iba por la tenería y luego se convertía en una calle ancha, con tiendas de beedi en una acera y vulgares figones en la otra, donde hombres de ojos impudentes haraganeaban, fumando o bebiendo espumante vino de palmera. Ella caminaba airosamente, con insoportables remilgos, entre la basura de la calle, los bagazos de caña de azúcar, los dulces pisoteados, los rojos salivazos de buyo. Airosamente, contestando con su media sonrisa las befas y silbidos que le lanzaban, echando rápidas miradas a su alrededor, ofreciéndose con los ojos y luego entornándolos en retirada. En cada esquina —y había muchas que conducían a obscuras sendas y callejones—, ella se detenía, doblaba un poco y esperaba, perdida en las tinieblas.

    —Debo saber —le dije, implorante— Es mejor que lo sepa que imaginármelo.

    Ira me miró de soslayo.

    —Tu imaginación no llegaría tan lejos.
    —Tú no me conoces —le dije, afligida—. Y yo ya no te puedo entender.
    —La verdad tiene mal sabor.

    Reflexioné un momento, hurgando en mi memoria.

    Luego recordé: el hombre de grandes bigotes que vino después de la muerte de Rajá. Él había dicho la misma cosa: la verdad tiene mal sabor.

    Nathan llegó del campo a la caída del sol, en el momento que Ira salía. Estuvo despejando los canales de regadío y reforzando las represas. La horquilla que traía estaba llena de barro. Clavó la herramienta en el suelo y se apoyó en ella con una mano.

    —¿A dónde vas a estas horas?
    —Es mejor no hablar.
    —Me darás una respuesta.
    —No puedo dar ninguna.

    Las cejas de Nathan se juntaron. Ella jamás le había hablado de ese modo. Al mirarla, me pareció que Ira había cambiado en una sola noche; ella siempre fue tierna, modesta y obediente; ahora había abandonado todas esas virtudes. Era difícil creer que alguna vez las poseyó. Nathan trataba de encontrar palabras y tartamudeaba al hablar.

    —No permitiré que digas eso..., no permitiré que te pasees en las noches.
    —Esta noche y mañana y todas las noches, mientras sea necesario. No hambrearé más.
    —Como una prostituta —dijo Nathan—, como una vulgar ramera.

    Las venas de su frente estaban hinchadas y la sangre palpitaba violenta en sus sienes. Ira estaba frente a él, desafiante, sin negar nada, aprisionando con el puño la orla de su sari. Cerré los ojos. No podía verlos así.

    —Ésas no son sino palabras —dijo ella al fin— Hay otras palabras, más benévolas, que por decencia…
    —¡Decencia! —le espetó Nathan—. ¡No hables de decencia!

    Ella se calló por un momento y él dijo con deliberada crueldad:

    —Ningún hombre te mirará, arruinada como estás.
    —Las heridas se curarán —replicó Ira—. Y los hombres no buscan mi cara.

    Creo que él la cogió para no dejarla pasar, porque oí que ella decía: "Déjame pasar", y luego el ligero susurro que hizo al desprenderse de las manos de su padre.

    Bueno, la dejamos ir. Hicimos todo lo que estaba en nuestro poder. No podíamos hacer más. Ya no era una niña que pudiera ser intimidada u obligada a la sumisión, sino una mujer adulta, con un firme propósito y una invencible determinación. Estábamos tan acostumbrados a que aceptara obedientemente nuestra voluntad, que sufrimos una fuerte conmoción cuando rehusó someterse. Pero no había más alternativa que aceptar el cambio, por extraño y sorprendente que fuera, pues la obediencia no puede obtenerse por la fuerza. Era tan simple como esto: nosotros prohibíamos, ella insistía y perdíamos. De modo que nos acostumbramos a sus idas y venidas, como nos habíamos acostumbrado a tantas cosas más.

    * * *

    Con sus ganancias, Irawaddy pudo comprar arroz y sal, así como leche para el niño, que estaba demasiado débil para aceptar otra cosa. Después de las raíces y desperdicios con que habíamos subsistido, yo quedé bastante agradecida por los alimentos, aunque Nathan no probaba un solo bocado de lo que Ira compraba. Día tras día él seguía saliendo, como antes, para rebuscar y recoger alimentos, flaco y seco como una caña hueca de bambú.

    —Lo que está hecho está hecho —le decía yo, urgiéndolo para que comiese—. Nadie puede censurarte, pues has intentado.
    —No tocaré esa comida —respondía, clavándome la mirada con fijeza.

    Qué amargura había detrás de eso, qué condenación ante su impotencia de alimentar a sus hijos, yo no lo sé. Pero esto sé: tenía un espíritu muy templado y era un hombre íntegro.

    Kuti pareció mejorar en los primeros días que Ira reanudó su alimentación. Pero la mejoría no continuó. En realidad, nunca supe si fue mejoría, pues interpreté como tal el que hubiese cesado de llorar. Sus ojos cafés parecían más grandes en la carita adelgazada y tenían un brillo como si todo lo que le quedaba de vida se hubiese concentrado en ellos. En realidad, parecían ser la única parte activa de su organismo. Desde su rincón, cuando ya no era capaz de ningún otro movimiento, nos seguía con los ojos constantemente, y no parecía cansarse nunca de pasear su mirada febril por todas partes. Si no, permanecía quieto como un pichón herido, con los labios resecos de agotamiento y su cuerpecito incapaz de seguir luchando.

    Sólo una vez lo oí llamar: un leve susurro que apenas llegó hasta mí.

    —¿Ama?
    —¿Sí, querido?
    —No puedo ver..., no puedo ver nada.
    —Estoy aquí, hijo mío. Muy cerca de ti.

    Agitó flojamente los brazos y yo me arrodillé a su lado.

    Coloqué sus bracitos alrededor de mi cuello y lo mantuve allí, sosteniéndolo, porque estaba demasiado débil.

    —Duerme, queridísimo. Pronto mejorarás y entonces podrás ver de nuevo. Te lo prometo, volverás a ver.

    Él parecía satisfecho. Aceptó mis mentiras y dio un suspiro, tal vez de alivio, pues ¿quién sabe qué temores atormentaban su mente infantil? Pronto sentí que aflojaba y, desprendiendo sus manos suavemente, me aparté. Un momento después oí un pequeño ruido y vi que había abierto los ojos y miraba fijamente a Ira, sin pestañear. Volví a acercarme y noté que sus ojos no veían: una fina membrana los había cubierto lo alcé y lo apreté contra mi pecho. El cuerpecito flexible y enflaquecido era tan liviano, que bien podía estar estrechando un puñado de hojas y no un niño que se doblegaba sin vida sobre mí. Le canturreé, olvidando que había muerto, hasta que el frío fue tomando posesión de sus extremidades y empezó a ponerse rígido. Al fin me atreví a desprenderme de él y lo acosté, cerrándole los ojos y echándole hacia atrás el mechón de pelos que colgaba húmedo sobre su frente. Tenía aspecto de cansancio, pero el semblante estaba muy tranquilo, sin rastros de sufrimiento. Vino Nathan y se arrodilló a su lado, con la cara transida de una ruda pena y los ojos amargados. Nuestro último hijo, concebido en la dicha, en una época en que los ríos de nuestras vidas se deslizaban mansamente, nos había sido arrebatado. Yo sabía demasiado bien lo que él sentía. Con todo, el dolor que me embargaba no era por mi hijo: porque en mi corazón yo no hubiera deseado sino lo que ocurrió. La batalla había sido demasiado larga y dolorosa para pedirle que la prosiguiera.


    CAPÍTULO XVII


    MUERTO KUTI, el abundante grano maduró con una muelle indiferencia que hacía escarnio de nuestra pérdida. Era la segunda siembra del año, hecha en una tierra que no se había dejado descansar, de modo que esperábamos una cosecha magra. Pero, contra todas nuestras expectativas, fue muy buena. Todas las espigas estaban cuajadas de granos y el arrozal se erguía sólido y firme, sin que el cerrado plantío mostrara huecos. Trabajamos todos los días hasta la hora del crepúsculo recogiendo el arroz. Luego ocupamos tres días enteros desecando y despejando el campo, y tres noches pelando el grano y aventándolo. Aún así, teníamos en el granero una pila de arroz en cáscara, a la espera de que hubiésemos hecho nuestras compras en el mercado.

    —Es como dije —exclamó Nathan—. Se nos han infundido fuerzas. De otro modo, ¿cómo hubiéramos podido llevar a cabo todo esto siendo tan pocos como somos?

    Miró a su alrededor, triunfante, señalando los inmaculados montones de arroz blanco y los crujientes rimeros de afrecho de color café. Nos miramos los unos a los otros chorreantes de sudor, flacos y huesudos como espantajos y así de feos. De pronto, lo que había dicho nos pareció muy gracioso. Primero Selvam y luego Ira empezaron a reír, sin poder contenerse, sin habla, las lágrimas corriendo por sus mejillas. Hasta que los más viejos nos sumamos poco a poco; no pudimos por menos que sumarnos a las risotadas, y el espectro de las cosas pasadas se erguía en vano en nuestra memoria. Ahí estábamos los cuatro, histéricos, liberados, sacudiéndonos de risa, faltos de aliento. Se volvieron motivo de risa las mejillas hundidas, los vientres hinchados, los huesos salientes y grotescos. Estaban a la vista, pero para nuestras mentes ya pertenecían al pasado, a ese doloroso pasado que rechazábamos con todas nuestras fuerzas. Y, en cierta medida, la risa nacía del alivio de poder despojarnos de ese pasado.

    Sobre todo, Nathan se sentía exuberante. Seguía dándose palmadas en los muslos y sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer en tan buena fortuna. En la palma de la mano tenía unos pocos granos de arroz, que estrujaba produciendo un seco chirrido que parecía deleitarlo, pues no cesaba de estrujados. Tal vez quería convencerse de que eran reales y no producto de su desesperada fantasía.

    —Va a haber suficiente para pagar lo que debemos y guardar todo el que queramos —exclamó—. También podremos surtir de peces el campo.
    —Y cultivar legumbres —añadí—. Tendré que comprar semillas de habas y ajíes, y tal vez algunas plantitas de calabazas...; batatas también, por supuesto... Yo antes ganaba mucho con mis legumbres.
    —Claro que sí —dijo Nathan con vehemencia—. Habrá dinero para todo eso, ya verán. Dios, en su misericordia, nos ha brindado una nueva oportunidad.
    —Primero vender el arroz —dije, sonriendo ante semejante optimismo— y después hacer los planes.

    Allí mismo, febriles de impaciencia, sacamos los costales y la medida de latón y empezamos a calcular cantidades y precios.

    La siembra de la semilla disciplina el cuerpo y la germinación levanta el ánimo, pero no hay nada comparable a la viva satisfacción de ver una cosecha recolectada cuando el grano está frente a uno en lucientes montículos y las manos se blanquean con el polvillo del buen arroz. O el simple acto de medir, de colmar de arroz la medida, poniéndole un copete, sin preocuparse de su tamaño, porque una puede darse el lujo de hacerla; y también porque una sabe, en su prudencia, que los granos se cuidarán de que no se exagere la generosidad, resbalando y desmoronándose de la medida si la cúspide es demasiado alta. Tantos puñados hacen una medida, tantas medidas llenan un costal. Llenamos los sacos uno tras otro y los guardamos, contentos y agradecidos.

    Más tarde vamos al templo a ofrecer nuestras oraciones, llevando alcanfor, kum-kum, arroz en cáscara y aceite. Nuestros corazones rebosan de gratitud.


    CAPÍTULO XVIII


    FUI AL mercado cargada de berenjenas y calabazas de corteza suave, redondas y carnosas como muchachas jóvenes. La tierra había rendido en abundancia. Había, además, habas y papas, melones y ajíes. Yo estaba muy como plácida con todo y con las monedas de plata que recibí en cambio. Ya no le vendía a Biswas. Ahora existían en el pueblo varias tiendas que me pagaban mejor y en las que no tenía que soportar las observaciones taimadas y malévolas que él me hacía. El paso de los años había agregado más grasa a su volumen, más carne a su panza, pero no había dulcificado su naturaleza ni lo había dotado de benevolencia. Frustrando las maldiciones que se le echaban —y eran muchas, por su extremada usura—, continuaba prosperando, exprimiendo la vida de esas desventuradas criaturas que se veían obligadas a pedirle préstamos y sacando fuerzas de la debilidad de ellas.

    Viéndome pasar, asomó al umbral de su puerta y me llamó.

    —¡Rukmani, tengo novedades para ti! Ven un momento.
    —¿Qué cosa?
    —Ha regresado Kenny. Lo he visto.
    —¿De veras? —le dije cautelosamente— Ésta es una buena nueva para todo el mundo.
    —Especialmente para ti —me dijo, sin sacarme los ojos de encima.
    —Para todo el mundo —repetí—, porque es un buen médico. Mucha gente está en deuda con él.
    —También es un hombre. Dicen que es un buen amigo tuyo.
    —Mío y de los míos —repuse, sintiendo que perdía la paciencia—. Ha hecho mucho por nosotros.
    —Particularmente por ti —insistió, los fofos labios contrayéndose con la insinuación— He oído decido a Kunthi.
    —Cuentos de prostituta —le dije, despectivamente—, tan sospechosos como su cuerpo.
    —Pero no descartados por esa razón —repuso, mirándome de soslayo.

    Quería pegarle. Quería hacerle tragar sus palabras. Me contuve con un esfuerzo.

    —¡Cerdo malhablado! ¡Cuervo despreciable!

    Únicamente sonrió, acostumbrado como estaba a los insultos.

    —Tan exaltada como siempre, Rukmani. ¿A dónde acudirás ahora cuando necesites dinero?

    Era tan resbaladizo, tan indigno, que mi ira se aplacó. Ni siquiera el poder maligno de Kunthi pudo enardecerme. Me sentía demasiado remota.

    Estuve dando vueltas por el pueblo, sin decidirme a buscarlo o irme a casa a esperar que me visitara, como sin duda lo haría. Luego me pareció ridículo estar andando con cautela a la hora nona y me encaminé a la barraca blanqueada que se hallaba en el confín del pueblo.

    Iba yo en actitud expectante, con una guirnalda de rosas y jazmines para darle la bienvenida y una lima para desearle buena suerte. La barraca estaba desnuda como siempre, sin vida y poco acogedora después de tanto tiempo de estar desocupada. El suelo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo; se alzaban montoncitos de tierra y cemento desmenuzado en los lugares donde las ratas de Malabar, por alguna misteriosa razón que sólo ellas conocían, habían cavado. Eso fue todo lo que vi a través del vidrio •roto de la ventana. Luego empujé la puerta para entrar.

    Kenny estaba de pie en la pieza pequeña que conducía a la más grande. Cuando entré se dio vuelta y arrugó el entrecejo.

    —¿Cómo supiste que me hallaba aquí?

    A pesar de que yo estaba acostumbrada a sus maneras, las palabras bruscas y el tono cortante congelaron en mis labios las frases de bienvenida.

    —Me lo dijo Biswas y vine de inmediato.

    Se produjo un silencio. La guirnalda que traía se volvió un estorbo y me pareció una estupidez haberla comprado. Hasta la lima me pareció innecesaria. Traté de ocultarlas tras mí, pero él lo notó en seguida.

    —¿Qué tienes ahí?
    —Unas pocas cosas...; vengo del mercado —empecé a decir débilmente.
    —Una guirnalda, ¿no es así?
    —Sí —le dije, corrida. La compré para usted. Adivinó.

    Me llevó a la ventana y señaló con el dedo un montón de guirnaldas, rosas, lirios y crisantemos. Evidentemente, otros habían venido antes.

    —No adiviné —me dijo gravemente— Tenía la certeza. No fuiste la primera.
    —No había sino buena intención…, —empecé a decir con vehemencia, cuando él empezó a reírse con todas sus ganas.

    Las arrugas de su cara en cierto modo desaparecieron bajo los pliegues que se formaron con la risa, dándole un aspecto juvenil y afable. Me sentí mejor inmediatamente. La reserva desapareció.

    —Usted ha estado ausente mucho tiempo. Demasiado tiempo. Lo hemos echado de menos.
    —¿Por qué? ¿Nuevos líos?

    Yo estaba indecisa sobre qué decirle y lo miré sigilosamente. Su cara se había puesto muy seria, casi torva, y no quedaba en ella la menor traza de risa. Después de tantos años, seguía siendo tan raro como siempre.

    —Hemos tenido nuestros problemas —le dije cautelosamente. Pero no fue sólo por eso que lo echamos de menos, fue...

    Me detuve, no sabiendo cómo terminar. Él nos hubiera ayudado en nuestra miseria con alimentos, con dinero y con experiencia. Pero era algo más que eso lo que nos ofrecía, y no podía encontrar las palabras para expresarlo.

    —Su presencia significa mucho para nosotros —agregué con vacilación— Hay en usted una rara delicadeza, tanto más preciosa por la concisión con que se manifiesta.

    No sé qué me envalentonó. Tal vez su silencio. Apenas parecía escucharme. Estaba inmóvil, mirando por la ventana, mordiéndose las uñas.

    —Problemas —dijo— Todos los tenemos. Supongo que las cosechas se perdieron y ustedes se morían de hambre.
    —Fue una mala época. Perdimos a dos de nuestros hijos. Rajá murió en un accidente. El menor era demasiado tierno para este mundo; no podía vivir como nosotros. Cuando la cosecha se perdió...

    Me detuve otra vez. El recuerdo de esos días siempre estuvo conmigo, aunque el paso del tiempo lo había suavizado. Ahora mis propias palabras lo habían hecho revivir violentamente, con un dolor agudo y penetrante. Me callé un momento, esperando que se desvaneciera y recuperara la calma. Él no me miró; tal vez intuyó mi conflicto.

    —He hablado bastante de mí. ¿Qué me dice de usted y los suyos?

    Se dio vuelta hacia mí con brusquedad:

    —¿Qué tienes que ver tú con eso?
    —Nada. Sólo que deseo que estén bien.
    —Guárdate tus deseos —repuso desagradablemente—. Mi mujer me ha dejado. A mis hijos les han enseñado a que me olviden.

    Traté de imaginármela a ella, pero no pude. Una mujer que después de tantos años podía renunciar para siempre a su marido, romper los vínculos que sin duda existían pese a sus largas ausencias.

    Tal vez eso es, cabalmente, lo que la impulsó a hacerlo —me dije—. Él también tiene su parte de culpa.

    —Piensas que yo tengo la culpa. No lo niegues. Lo leo en tus ojos.
    —Las mujeres necesitan de los hombres —dije, encogiéndome de hombros—. No es justo privar a una mujer.
    —Dime ahora, ¿crees que un hombre tiene derecho a elegir su clase de trabajo?
    —Un hombre como usted sí.
    —¿Qué pasa entonces si la mujer no puede acompañarlo?
    —¿No puede? —repliqué— Debe. El lugar de la mujer está junto al marido.

    Dio un suspiro de impaciencia.

    —Tú simplificas todas las cosas porque no llegas a entender. Tus modos de ver son tan limitados que es imposible explicarte.
    —Limitados sí, pero no dejo de llegar a entender. Nuestras costumbres no son las de ustedes.
    —Tienes buenos instintos.

    Por la primera vez, desde que lo conocía, vi en sus ojos una chispa de admiración.

    —No soy una tonta —le dije, hablando en voz baja, complacida de la alabanza que descubrí en su mirada y, al mismo tiempo, un poco ofendida por ella—. ¿No tengo suficiente cordura para saber que usted no es uno de nosotros? Usted vive y trabaja aquí, y en su corazón hay solicitud por nosotros y amor por nuestros hijos. Pero éste no es su país ni nuestra gente la suya. Y no lo serán aunque viviera aquí toda su vida.
    —Mi país... A veces no sé cuál es. Hasta ahora había creído que tal vez fuera éste.

    Tenía un tono de amargura y cansancio. Mi espíritu se conmovió ante su desamparo y sentí que dentro de mí se formaba un gran vacío. Deseaba recoger mis palabras, encerrarlas en mis entrañas, sin pronunciar, incapaces de herir.

    —Guarda tus remordimientos. No has dicho nada que ya no lo supiera.

    Me levanté para irme.

    —A mi marido y a mis hijos les gustaría mucho verlo.

    Seríamos muy felices de recibirlo en casa.

    —Como dije antes, no están ustedes faltos de riquezas —murmuró—. ¿Cómo está tu hija? Es una linda muchacha.
    —Bien. Está encinta.
    —Así que no fue en vano que me buscara.
    —Hubiera sido mejor que se quedara estéril para siempre.
    —¿Cómo? ¿No deseabas acaso...?
    —No lo que ha ocurrido, en que el padre puede ser cualquiera entre una docena de hombres.
    —Supongo que no quedaba más remedio —dijo sosegadamente—. He visto casos parecidos.
    —Lo hizo por su afecto a Kuti. Pero, por supuesto, inexperta en estas cuestiones, no sabía nada y ahora se ve con un hijo. Concibió rápidamente.
    —Te sentirás mejor cuando nazca el niño. Un niño no es peor por el hecho de haber sido engendrado en un encuentro.
    —Puede que tenga razón —le dije con amargura—, pero no se da cuenta de la vergüenza. La gente no ha tenido misericordia con nosotros.

    Me miró disgustado.

    —Eso es todo lo que sabes decir: ¡qué dirá la gente!

    Uno va de un extremo a otro extremo del mundo para oír la misma cosa. ¿Qué importa lo que diga la gente?

    Su tono era despreciativo.

    Bueno —pensé—, es fácil para usted, pero quizás no sea tan simple para nosotros.

    Me dirigí a casa, meditando en lo que me había dicho, y luego me pareció que sus palabras eran veraces y me sentí un poco confortada. Nathan me había dicho más o menos lo mismo. Él y Kenny, siendo tan diferentes en otros aspectos, coincidían en su parecer sobre este asunto.


    CAPÍTULO XIX


    LA VUELTA de Kenny fue el comienzo de otro cambio en nuestras vidas y en la vida de Selvam. Con todo lo que Selvam había sido criado en la tierra y la llevaba en su sangre, no se dedicó a la agricultura. Al igual que sus hermanos, era un trabajador concienzudo y laborioso, pero no tenía gran afición a la labranza y, en reciprocidad, la tierra le escatimaba sus dones. Él poseía conocimientos sobre las siembras y las estaciones, nacidos de la experiencia. Pero donde las siembras prosperaban bajo el cuidado de Nathan, se marchitaban bajo el suyo. A pesar de su extrema solicitud, las semillas que sembraba no germinaban, las plantas que germinaban no cargaban fruto.

    Un día se vino directamente del campo donde estaba trabajando, arrojó lejos la pala que traía, y dijo que no quería saber nada más de la tierra.

    —Yo no soy un labriego —dijo—. La tierra no tiene simpatía por mí y no puedo seguir perdiendo mi tiempo.
    —¿Qué harás entonces, hijo mío? —le pregunté, preocupada— ¿Cómo vivirás cuando ya no estemos?

    No contestó en ese momento, sino que se sentó con las piernas entrecruzadas, mirando distraídamente por encima del patio hacia la verde frescura de los arrozales. Pero no pensaba en ellos.

    —Kenny está edificando un hospital —dijo— Cuando esté terminado va a necesitar un ayudante y me ha ofrecido el puesto.
    —Pero, ¿qué sabes tú de ese trabajo?
    —Nada. Me va a enseñar, tan pronto como pueda. Él dice que no me será difícil aprender, porque tengo alguna instrucción.

    Era cierto. Selvam había salido del mismo molde que sus hermanos. Aprendió rápidamente todo lo que yo tenía que enseñarle y luego hizo progresos por su propia cuenta y entusiasmo. La afición al estudio era natural en él. Leía y escribía en la misma forma que yo antes lo había hecho, ávidamente, con placer.

    Va a aprender —pensé— Ésta es la oportunidad que ha estado aguardando.

    Empezó a ponerse inquieto.

    —Se lo he dicho a mi padre —me dijo, titubeante—. Él ha aceptado gustoso.

    Le sonreí.

    —Yo también. Que tengas buena suerte.

    Respiró.

    —Me alegro. Pensé que podrías sentirte... disgustada.
    —Disgustada no. Tal vez decepcionada, porque todos nuestros hijos —han abandonado la tierra. Pero es lo mejor que tú puedes hacer.
    —Lo mejor que puedo hacer —repitió—. Será una gran ventura. Tenemos muchos planes y muchas esperanzas.

    Ambos caímos en el silencio. Lo observé subrepticiamente, preguntándome si debía decirle: "Debes estar preparado; esta nueva asociación no será tomada en su justo significado; habrá difamadores que dirán que has sido llamado no por ti, sino por tu madre; que buscarán el modo de destruir tu tranquilidad". Pero luego pensé, decidida:

    No enfriaré el fuego de su entusiasmo ni sembraré la sospecha entre él y Kenny. Me quedé en paz. Pero sus firmes ojos estaban sobre mí, calmados y juiciosos.

    —No lo ignoro —me dijo tranquilamente— ¿Pero no es suficiente que tú tengas el valor y yo la confianza?
    —Por cierto —repuse, aliviada— Sólo quería que lo supieras.

    Nos miramos el uno al otro, en perfecta inteligencia.

    * * *

    Volví a buscar a Kenny.

    —Nuevamente estamos en deuda con usted. Mi hijo está lleno de alegría. Esto es algo que ha estado esperando sin saberlo.
    —Yo también estoy en deuda con él. Necesito un ayudante. Él promete ser uno bueno y espero que el primero entre muchos. No puedo seguir solo. La población ha crecido y sigue creciendo, como sabes.
    —¿Va a ser más grande que el que tenía antes?
    —Éste será un hospital, no un dispensario —me dijo fríamente—. Deja que te muestre.

    Sacó varios papeles, dibujos y extensas hojas llenas de cálculos que yo no entendía y seguí sin entender después de la explicación que me hizo, aunque esto no lo confesé. Lo único que saqué en blanco fue que se trataba de una gran empresa.

    —¿De dónde van a sacar el dinero? —pregunté, asombrada—. Para una construcción semejante se necesitarán yo no sé cuántos centenares de rupias.
    —Tengo miles —replicó.
    —Nunca me había dado cuenta. Usted vive como nosotros, los pobres.
    —El dinero no es mío. Me lo han dado... lo recaudé cuando estuve ausente.
    —¿En su país? ¿De sus compatriotas?
    —Sí —me contestó con impaciencia—. Una parte viene de mi país y de mi gente, otra del tuyo. ¿Por qué te asombras?
    —Entiendo poco —le dije con humildad—. No sé por qué razón, gente que no nos ha visto ni nos conoce hace esto por nosotros.
    —Porque tienen los medios de hacerlo y porque se han enterado de las necesidades de ustedes. ¿No se mueren los enfermos en las calles porque no hay un hospital? ¿No nacen los niños en el arroyo? Te lo he dicho antes y te lo repetiré otra vez: hay que gritar si se quiere ayuda. Es completamente inútil sufrir en silencio. ¿Quién va a socorrer al hombre que se ahoga si no clama por su vida?
    —Se dice... —empecé.
    —No importa lo que se dice ni lo que te han dicho. No hay grandeza en la necesidad ni en el aguante.

    Yo pensé para mi capote: "Bueno, ¡Y qué pasaría si nos rindiéramos a cada paso a nuestras dificultades! Seríamos criaturas dignas de lástima por su debilidad, pues, ¿no se ha infundido al hombre de un espíritu para que se alce por sobre sus infortunios? En cuanto a nuestras necesidades, son muchas y no están cubiertas, porque, ¿quién puede ser tan opulento y compasivo como para llenarlas? La necesidad es nuestra compañera desde que nacemos hasta que morimos, familiar como las estaciones de la tierra, variando sólo en grados. ¿Qué se saca lamentándose por lo que siempre ha sido y no puede cambiar?"

    Sus ojos se achicaron. Ya sea por razón de que me conocía tanto tiempo o por sus numerosos tratos con los seres humanos, ya sea porque una se mantenía callada o hablaba para encubrir sus pensamientos, él siempre conocía el fondo de la cuestión.

    —Sumisos imbéciles —dijo, desdeñosamente—. ¿Creen que la gracia espiritual viene de estar necesitados o del sufrimiento? ¿Qué pensamientos tienen con el estómago vacío y el cuerpo enfermo? Dime que son pensamientos nobles y te llamaré embustera.
    —Sin embargo, nuestros sacerdotes ayunan y se infligen a sí mismos severos castigos. A nosotros se nos enseña a soportar nuestras penas en silencio. Todo esto es así para que el alma se purifique.

    Se golpeó la frente.

    —¡Dios mío! —gritó—. No te entiendo. Nunca te entenderé. Vete antes de que yo también me enrede en tu filosofía.


    CAPÍTULO XX


    UNA PODÍA todavía ver el paso de las estaciones: no en el pueblo donde todo lo que era natural había sido sacrificado largo tiempo atrás, sino en sus inmediaciones. Pues en el pueblo estaban las multitudes, las calles aplastadas sobre la tierra y la suciedad que los hombres habían traído a la aldea; una caminaba temerosa de lo que podía haber bajo sus pies o de lo que pudiera amenazarle de adelante o de atrás, y en su preocupación se olvidaba de mirar el sol o las estrellas, y hasta de observar su posición en el cielo. Y no sabía nada acerca del paso del tiempo, salvo mirando el reloj, con intolerable apremio.

    Mas para nosotros, que vivíamos en los campos verdes y tranquilos, aunque estuviésemos situados peligrosamente cerca del pueblo, la naturaleza nos hacía llegar todavía su mudo mensaje. El paso de cada día, de cada semana, de cada mes, dejaba su señal, clara e inconfundible.

    Antes que Ira diera a luz, la exuberante floración del jacarandá y del mohur de oro había reemplazado al tierno florecer de nuestras margaritas y jazmines y al delicado capullo fragante del ampac. Cuando mi hija empezó a sufrir los dolores del parto coloqué una valla de bambú frente a la choza, para prevenir a mi marido y a mi hijo, como es costumbre hacerlo entre aquellos que sólo tienen una habitación y una vivienda. Luego, una vez que limpié el piso y le eché estiércol húmedo, saqué el jergón de paja trenzada que yo misma había usado, para que Ira se acostase en él. Fui y recogí bajo los árboles los pétalos caídos y se los llevé a mi hija: un florido cesto rebosante de oro y rojo, malva y púrpura.

    —Un niño de verano tiene que ser robusto —le dije. Ella sonrió y puso su mano sobre los pétalos.
    —Lo es. Puedo sentirlo.

    Mientras esperaba, pensé en los otros nacimientos de que había sido testigo esta choza. Primero la propia Ira, luego un larguísimo intervalo y después di a luz un niño casi todos los años que pasaban. Antes de cada alumbramiento había esperanza y expectación, tal vez cierta ansiedad. Pero eran emociones naturales. Mas ahora los temores me rodeaban como un enjambre de esas negras hormigas voladoras que salen después de una tormenta, y yo tenía que inclinarme para evitar el golpe de sus alas. A un niño concebido en un encuentro no le va peor que al nacido en matrimonio. Eso dijo Kenny. Pero ¿podía una estar segura? Un hombre posee a su esposa con pasión, como está en su naturaleza, pero es dulce con ella: en el ardiente contacto del pecho contra el pecho y del muslo desnudo contra el muslo desnudo, él puede aún dominarse, da tanto como toma y deja ilesa la carne alborozada. La mujer es suya, su esposa, no sólo ahora para esta conmovedora experiencia, sino mañana, siempre. Ella llevará consigo su simiente y él la verá fecunda, notando día tras día cómo crece el niño en sus entrañas. De modo que es tierno y solícito, llega hasta su esposa limpio, y el fruto es dulce y ensalzado.

    Pero el hombre que encuentra una mujer en la calle, le hace un guiño y una seña para que lo siga, le tira unas monedas para poseerla y luego la tiene en sus brazos dócil, hágale lo que le haga, pues para eso ha pagado, ¿qué interés puede tener en esa mujer que ha sido suya en tan breves instantes? Él ha ganado su satisfacción y ella su paga; él se une indiferente a la muchedumbre, relegándola a las sombras donde ella trabajaba o a los barrios notorios donde erraba vagabunda.

    De los millares de hombres de la aldea, del pueblo; de otra aldea, tal vez, o de otro pueblo, un hombre desconocido es el padre. De entre la amplia variedad de hombres, ¿quién podría asegurar que no pertenece a la clase de los impuros, de los corrompidos? Y cuando las consecuencias de un acto de alguno se hallan ocultas a sus propios ojos agradecidos, y la mujer es una de muchas, condescendiente, deseada, perdida, olvidada, ¿qué auxilio, qué protección puede esperarse?

    Si es que Ira tenía temores, no los descubrió. Tal vez luchó sola sus propias batallas, cuando yo no estuve presente o cuando su cara no podía traicionarla. O quizás su amor por los niños ahogó todo otro sentimiento. Ella nació para tener hijos; yo siempre lo supe. Fue una cruel jugada del destino dárselos de este modo.

    Luego, al fin, empezó a dar a luz. Mientras la asistía, todos esos pensamientos negros retrocedieron en mi cerebro, dejando sólo el presente y el futuro inmediato, con cada segundo convertido instantáneamente en pasado. Pronto no hubo pasado ni futuro, sólo el momento actual, el presente, cuando recibí al niño y lo alcé en mis brazos, mientras mis temores, que eran innominados, descendieron sobre mí, gritaron su mensaje y dejaron de ser innominados. Tenía en mis brazos a este niño engendrado en la calle por un hombre desconocido en un momento de fácil deseo, mientras la esperanza del futuro se trizaba en mil pedazos que cayeron a mi lado como fragmentos de vidrios de colores.

    Yo no quería que lo viese su madre. Lo lavé lentamente y le hice masajes de aceite, con la esperanza de mitigar su blancura, con la esperanza de darle color a la piel, mientras él lloraba ruidosamente, pues era un niño robusto. Finalmente su madre pidió verle. Lo fajé cuidadosamente antes de entregárselo, con la esperanza —siempre la esperanza— de que no lo notara.

    —Tu hijo —le dije, pasándole el niño envuelto pañales.

    En mi ansiedad, me quedé rondando cerca. Ella lo alzó, sonriente y aliviada.

    —Un hermoso niño —dijo, observando la carita con ternura—. Blanco como un capullo.

    ¡Blanco! Era demasiado blanco. Sólo la madre no podía advertir cuán extraña era su blancura. Sólo ella no notaba que el cabello que asomaba renuente en la cabeza tenía color de luna, que sus ojos eran rosados. A ratos yo me preguntaba si no había perdido el juicio, desde que no podía ver lo que era tan manifiesto para otros, o si no era una horrible simulación fraguada por su orgullo materno y mantenido a costa de quién sabe qué sobrehumanos esfuerzos. Sin embargo, si ella fingía, fingía bien. Ni la menor señal de tensión o miedo se advertía en su semblante. Estaba feliz como un pajarillo. Le cantaba, jugaba con él, chocheaba, reía como si fuera la más hermosa criatura que una mujer pudiera tener. Tal vez lo era para ella.

    La opresión de ánimo que reinaba no la afectaba ella, sino a nosotros, sus padres. Nathan era el más abatido.

    —Ha perdido la razón —me dijo—. No ve a su hijo como es, sino como hubiera querido que fuera. Para ella sólo es blanco, siendo así que nada se le parece más que un ratón blanco. Se ha hecho un gran daño a sí misma y a su hijo; antes que afrontar la realidad ha renunciado a la cordura. Es culpa mía —agregó, balanceándose lentamente sobre los talones—. Debí prevenir esto.
    —¡Silencio! No te atormentes. No habrías podido impedírselo, pues ella estaba resuelta.
    —Es algo cruel en el atardecer de nuestras vidas.
    —Cruel, pero no intolerable. La muchacha está feliz, el niño parece contento.
    —Lo he visto en el sol —dijo Nathan tristemente—. Trata de evitar la luz y busca las sombras, que son más benignas con él. A pesar de ser una criatura, ya está empezando a darse cuenta de su peculiaridad.
    —Tonterías. Evita la luz porque sus ojos son débiles.

    Kenny me ha dicho que siempre es así con esta clase de niños.

    —Puede ser lo uno o lo otro. ¿Quién puede estar seguro?

    Pero cualquiera que sea la causa, el resultado es terrible. La luz del sol ha sido hecha para los hombres. Las tinieblas, para los murciélagos, serpientes, chacales y otras alimañas semejantes.

    En su dolor exageraba, pues el niño sólo rehuía la luz directa del sol, y dentro de la choza o bajo la sombra de un árbol se sentía perfectamente contento. Permanecía sobre el suelo o en una hamaca pendiente de una rama, chupándose los dedos de los pies y murmullando como cualquier otra criatura. En cuanto a mí, prefería no verlo bajo la luz fuerte, pues su piel membranosa y pálida no era barrera suficiente para la luz, que penetraba hondo en la carne dándole un impresionante aspecto translúcido. Asimismo, se quemaba muy rápidamente; bastaba que estuviese bajo el sol una hora, para que le salieran manchas rojas y escamosas en el cuello y la frente, mientras que mis hijos se habían criado y desarrollado en campo abierto.

    * * *

    Las nuevas viajaron pronto y lejos. La gente venía a ver el niño y yo no sé qué contarían, pues venía más gente, con las caras llenas de curiosidad, una curiosidad que nunca se saciaba, aunque miraban y miraban al niño con ojos saltones, y luego se iban con un apropiado comentario en la expresión de sus labios y las bocas prontas a estallar en descripciones del miserable albino que habían visto. Algunos de los que vinieron eran bondadosos; otros demostraban una pronta y estéril conmiseración. Todos se iban con ese alivio inconfesable que experimentan los hombres cuando ven que a otros les ha ido peor que a ellos.

    Para nosotros fue una prueba dolorosa. Un día, después que había llegado y se había ido una cantidad excepcional de visitantes, Nathan dijo que no aguantaría más eso.

    —Realicemos la ceremonia para ponerle nombre dijo—. Haz que vengan aquellos que conocemos y terminado el asunto. Después de eso nadie va a tener pretextos para hacernos visitas.

    La costumbre es realizar la ceremonia al décimo día del nacimiento. Ésa es la costumbre y yo la había seguido con todos mis hijos. Pero, ¿cómo había que comportarse con este niño sin padre y marcado desde su nacimiento? Sin embargo, Nathan tomó la decisión y yo me sentí mejor desde ese momento. A pesar de mis titubeos, no había dejado de darme cuenta de que eso era lo que debía hacerse.

    Así que vinieron los amigos y los vecinos trayendo caña de azúcar, confites y barras listadas de caramelos para el niño. Ira los aceptó en su nombre, sonriente, con la naturalidad de siempre, imperturbable. Yo creo que sus maneras asombraban y hasta infundían temor a los presentes. La Abuelita, encorvada sobre su bastón, trajo consigo una rupia que me dio a guardar para el niño. No quise recibírsela, pero ella insistió. De haber sabido que era la última que le quedaba, me hubiera resistido a sus zalamerías. Pero la tomé y le agradecí.

    —Eres una buena amiga.
    —Poca cosa, para mis deseos. Fue un pobre matrimonio el que arreglé para tu hija. Lo que le ha pasado es a causa mía.

    Todavía se negaba a olvidar. Le di una respuesta consoladora, pero ella, con la autoridad que le daban los años, no me escuchó y se alejó cojeando y mascullando que era su culpa. No era de ella, ni de Nathan, ni mía, ni de Ira. "Tampoco del hombre —dijo Kenny—. Anomalía congénita." "¿De quién era la culpa, entonces? —pensé, abatida. Échale la culpa al viento y a la lluvia, al sol y a la tierra: ellos no pueden refutarte, ellos son los delincuentes."

    La voz de Nathan me llegó desde la distancia:

    —¿Qué es lo que te pasa? ¿No te sientes bien?
    —Estoy bien. Estaba pensando.
    —Quédate tranquila —me dijo—. Quédate tranquila.

    Me sentí aliviada de que Kali, la más parlanchina de las mujeres, no hubiese venido a visitarnos. Pero fue un alivio muy pasajero. Había estado sufriendo uno de sus periódicos ataques de calentura, pero tan pronto como se sintió, mejor vino a vernos. Llegó balanceándose como un pato, pues había engordado mucho desde que volvió la prosperidad a la tierra.

    —Hubiera venido antes —resopló—, pero no pude a causa de la calentura. Este año fueron terribles los escalofríos y la fiebre. Yo no sé cómo sobrevivo —y agregó bajando la voz, confidencialmente—: Tú sabes cómo es eso..., nada fácil a mi edad.

    La miré con fastidio. Era evidente a qué había venido.

    Bajó nuevamente la voz:

    —¿Es cierto lo del niño? ¡La gente dice que es blanco como la leche!
    —Es blanco dijo Ira con serenidad—. Míralo tú misma.

    Alzó en sus brazos el niño dormido. Kali se inclinó ansiosa, llena de excitación, y en ese momento, por mala suerte, el niño despertó y abrió sus débiles ojos rosados, abrió la boca y empezó a chillar ruidosamente. Kali retrocedió como si hubiera recibido una afrenta deliberada, y toda la piedad que hubiera podido tener se desvaneció.

    —Es extraño dijo con entera franqueza—. No tiene nada de normal. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de ojos rosados en una criatura humana?

    No supe qué decir. Nathan la miró agriamente: nunca le había gustado. La cara de Ira estaba tensa y rígida, en una extraña actitud defensiva, como si hubiera sido golpeada y se preguntara dónde caería el próximo golpe.

    De modo que ella sabe —me dije, con una sensación próxima al alivio, aunque, por supuesto, no del todo—. Oculta muy bien su pensamiento.

    El silencio persistió, todos temerosos de hablar, los pensamientos cruzándose en la atmósfera sobrecargada, las miradas evitándose, desviándose, y por último fijas en el suelo. Luego oí que Selvam aclaraba su garganta para hablar y de inmediato todos se dieron vuelta hacia él, sorprendidos, liberados de la zozobra, muy alertas.

    —Sólo cuestión de color —dijo—, o falta de él. No es sino cuestión de acostumbrarse. ¿Quién puede decir que este color sea bueno y este otro no?

    Las palabras de un niño —Selvam no tenía dieciséis años—, avergonzándonos a todos.

    —Pero rosados... —empezó Kali.
    —Un niño de ojos rosados no es peor que un niño de ojos cafés —le replicó, mirándola con ojos fríos, increpantes—. Yo hubiera creído que tus instintos de mujer, si no otra cosa, te lo hubieran revelado.

    Le dio la espalda, despreciativamente, y empezó a entretener al niño haciéndole ruido con los dedos. Sacrabani, que había estado chillando desaforadamente, empezó a calmarse, dio todavía un par de gemidos, su boca se curvó en algo así como una sonrisa y sus dedos se envolvieron alrededor de los de Selvam.

    Selvam nos miró y sonrió, alzando las cejas elocuentemente: ¿No era el niño igual a los otros niños? ¿No lo había dicho?

    Se dio vuelta, triunfante, en busca de Kali, pero ésta se había ido sin hacerse notar.


    CAPÍTULO XXI


    DESDE EL día que empezó a construirse el hospital, Selvam dejó de pertenecernos. Durante los preparativos, cuando se adquirió y se desmontó el terreno para la edificación y se empleó a un contratista para que consiguiera los obreros y los materiales, se pasaba todo el día con Kenny. No sé qué discutirían, pero a veces llegaba a casa entusiasta y otras malhumorado y abatido. Era bastante claro que los inconvenientes con que tropezaba irritaban su ánimo más de lo que pudiera decirse. Luego, cuando la construcción realmente empezó y se acumularon grandes cantidades de ladrillos y montones de cemento, todo el tiempo de que podía disponer lo pasaba observando cómo se colocaba un ladrillo sobre otro y surgía la mezcla por los intersticios. Ocasionalmente, cuando los albañiles se lo permitían —lo que no era frecuente, pues constituían un celoso grupo—, él también colaboraba personalmente en la erección de los muros, ya que nada podía proporcionarle mayor placer. Lo que no sabía es que tenían que pasar siete largos años antes de que se concluyera el edificio. Pienso que tanto él como Kenny, poseídos de un fiero entusiasmo, calcularon un tiempo mucho menor. Tal vez fue mejor que no lo supieran: siete años es un largo tiempo para ser pacientes.

    Si las cosas hubieran salido como esperaban, el hospital se habría terminado de construir dentro del primer año, y entonces la Abuelita no hubiera muerto en la calle. Día tras día estuvo sentada junto a su raído saco de yute, vendiendo puñados de nueces y bayas, volviéndose cada vez más vieja, más andrajosa, menos fuerte. No tenía ningún pariente, ninguna persona a quien acudir, y por cierto que nadie averiguó si podía ganarse la vida y durante cuánto tiempo más podía continuar haciéndolo. Mejor era evitar esas preguntas; mejor pasar rápidamente por su lado con un jovial saludo, que detenerse y preguntar, pues ¿quién hubiera podido tomarse así no más la carga de alimentar otra boca? Un día desapareció en silencio. Encontraron su cuerpo en la senda que conduce al pozo, con una vasija de barro vacía a su lado y el costal amarrado a la cintura. Había muerto de hambre.

    Cuando un ser humano ha muerto, siempre hay alguien que se hace cargo de las últimas diligencias. Tal vez es así porque no hay posibilidad alguna de que el finado vuelva a recurrir en demanda de ayuda. Después de todo, la muerte es algo definitivo. Yo no podía evitar estos pensamientos, que me asaltaban desde mi propia conciencia intranquila, acerba y amarga, al observar cómo alzaban el cadáver, liviano como el polvo, y lo depositaban en las angarillas; cómo llegaba el séquito de dolientes trayendo flores; cómo rociaban liberalmente la pira con aceite y alcanfor; cómo cubrían el cadáver con agua de rosas y pasta de sándalo. Así fue con mis hijos y así era ahora con la Abuelita. Tal vez sería lo mismo conmigo, con todos nosotros. Un hombre puede ser arrastrado prematuramente a su muerte sin que nadie lo advierta, pero una vez muerto y cuando ya no necesita de cuidado alguno, entonces, al fin, puede estar seguro de la solícita atención de los demás...

    * * *

    La muerte de la Abuelita me afectó mucho, no sólo porque fuimos amigas desde mi casamiento, sino porque no podía perdonarme el hecho de haber aceptado esa rupia con que pudo alimentarse varios días. Hubiera deseado arrojarla lejos de mí, dársela a la primera vieja arrugada con que me tropezara, cualquier cosa con tal de recuperar mi tranquilidad de espíritu. Pero el dinero no me pertenecía: pertenecía a Sacrabani.

    —Estás comportándote como una chiquilla —me dijo Nathan—. ¿Cuánto tiempo hubiera podido sostenerse con una rupia?
    —Por lo menos unos pocos días.
    —¿Y qué hubiera pasado una vez transcurridos esos días?
    —No sé..., podía haberse presentado algo. Es una lástima que el hospital no estuviera listo. Pudo haber ido allí.
    —El hospital no es una casa de beneficencia.

    Yo no sabía qué quería decir con casa de beneficencia y me quedé mirándolo. Él repitió las palabras, complacido de ver que no lo entendía.

    —Donde se da alimento a los pobres gratuitamente me explicó—. En otros países. Selvam me ha dicho que es efectivo.
    —¿Y cómo puede saberlo Selvam? No se ha movido del pueblo desde que nació.
    —Tal vez lo ha leído en libros..., o se lo habrá contado Kenny. No sé cómo lo sabrá.
    —Bueno, de todos modos —dije, volviendo al tema de nuestra discusión—, casa de beneficencia o no, en el hospital no hubieran rechazado a una anciana achacosa.
    —¿Para qué seguir con eso? —me dijo, incomodado—. Lo único que sacas es martirizarte, y puede que nunca la hubieran recibido en el hospital. Te digo que un hospital es solo para los enfermos. No hay lugar para los viejos.

    A los pocos meses de haberse iniciado la construcción del hospital y cuando sus muros se alzaban a pocos pies de altura, ya la gente empezó a manifestar sus pretensiones de ser atendida en él. Iban a ver a Kenny, venían a ver a Selvam, y hasta acudían a mí, su madre. Por la cantidad de los que venían, pronto me di cuenta de que no podían ingresar ni una décima parte. Y de lo que yo, con mis pocos alcances, llegué a captar, Kenny y Selvam lo sabían muy bien, pero ninguno de nosotros lo mencionaba. Habíamos tejido a nuestro alrededor una red de silencio, en cuyas mallas se sostenían precariamente nuestros temores y nuestros recelos.

    Entretanto, el trabajo del hospital no progresaba normalmente. Dos veces tuvo que cambiarse contratista y cada uno de ellos, a su vez, nombraba nuevos capataces y éstos traían a sus propios albañiles. Un año no había suficientes obreros, el otro no había suficiente material. Durante un ardiente verano se incendiaron las cabañas de los trabajadores y el fuego alcanzó a los materiales de construcción antes de poder ser dominado. Tuvo que responderse de la pérdida, así como del robo de una carretada de ladrillos que desapareció, carreta y todo, a pesar de la presencia de los chowkidars. Varias veces, no sé por qué motivos, el trabajo se suspendió del todo, mientras Kenny y Selvam se paseaban furiosos por el sitio desierto, adustos como el trueno, inaccesibles. Kenny se ausentaba frecuentemente del pueblo y regresaba cansado y, a menudo, descorazonado. Pero siempre se reanudaba el trabajo a su vuelta.

    —Tiene que lucharse por cada pies —dijo Selvam—. No es nada fácil.
    —Él me dijo que tenía bastante. Estuvo mucho tiempo ausente recolectando fondos.
    —Nunca puede haber bastante —me contestó, alejándose.

    Yo no podía dejar de preguntarme qué tonel sin fondo trataban de llenar y de qué bolsa sin fondo querían sacar el dinero.

    No es tan simple como me lo decía Kenny —recuerdo que yo pensaba—. No es suficiente gritar por ayuda; no es suficiente exhibir desnudas las propias miserias ni catalogar las necesidades que una tiene. La gente sólo tiene que cerrar los ojos y los oídos, y una no puede obligarles a ver y oír... o a contestar esos gritos si no pueden o no quieren hacerlo.

    Una vez me atreví a decírselo al propio Kenny y él me miró con cierta tristeza y me dijo que había otros medios que no podía explicarme. Entre él y Selvam hablaban mucho de diversas cajas, fundaciones y cosas por el estilo, pero no sé si obtendrían algo de ellas. Sea como fuere, el edificio seguía adelante, lentamente, con penosa lentitud, pero al menos seguía adelante.

    Poco tiempo después Selvam empezó su aprendizaje.

    Nuevamente se habilitó la pequeña barraca blanqueada, con mi hijo en calidad de ayudante de Kenny. Al segundo año de su preparación empezó a tratar personalmente casos de poca importancia y, a partir de entonces, Kenny le pagó un pequeño salario, no con regularidad, pero siempre y cuando disponía de fondos. Una vez, en un momento de inadvertencia, le pregunté cómo se las ingeniaría para pagar a todo su personal cuando el hospital estuviese definitivamente establecido, pues, por cierto, se necesitaría mucha gente para ponerlo en funcionamiento. Su cara se nubló. Encontraría medios y arbitrios, dijo. Ése se había vuelto su dicho más frecuente.


    CAPÍTULO XXII


    IRA Y SELVAM siempre fueron muy unidos. Los años que estuvieron separados, cuando mi hija vivía con su marido, no afectaron en nada ese vínculo. Ella lo trataba más bien como a un hijo y él, por su parte, aceptaba ese cariño y lo retribuía con ese su modo tranquilo y profundo. Selvam entendía muy bien a su hermana, mejor que yo, que era la madre. En realidad, yo me pregunto si los padres conocen alguna vez a sus hijos como ellos se conocen entre sí. Sea como fuere, en nuestra familia mis hijos siempre estuvieron de acuerdo; podía haber cismas entre ellos y nosotros, nunca entre ellos. Kali lo atribuía al hecho de que eran más leídos, más instruidos que nosotros. Desde que sus hijos se vieron metidos en los líos que se produjeron en la tenería, ella se sentía mal predispuesta contra todo tipo de aprendizaje. A su modo de ver, la mayor parte de los males que aquejaban al país habían salido de las páginas de los libros.

    La bondadosa actitud de Selvam con el hijo de Ira unió más aún a ambos hermanos. Desde un comienzo Selvam había aceptado el albinismo del niño y no había vuelto a pensar en él. Trató a Sacrabani como si fuera una criatura normal, desde su infancia. Lo malo es que era una batalla perdida. Por mucho que se repitiera esa actitud, no persuadía a los demás. Desde el principio aislaron a Sacrabani: un cuervo blanco entre una bandada de cuervos negros, un grano de trigo entre el arroz. Al llegar a los cuatro años de edad, el niño se había habituado a ser una simple cola de los demás, siempre al margen de las actividades que desarrollaban los otros. Debido a esta indiferencia, los demás niños nunca lo incluían en sus juegos, como cosa natural; solamente cuando les faltaba un jugador, o algo por el estilo, lo invitaban a participar en sus juegos, pero de ningún modo podía él hacerlo por su propia voluntad. En la esperanza de ser invitado, él tenía que estar siempre tras ellos, sumiso y paciente. El simple hecho de su inhabilidad física le hubiera obligado a asumir un papel subordinado: su piel era incapaz de soportar el sol y la luz afectaba sus ojos. Verlo acurrucado en la sombra, con la cara enrojecida y los ojos lagrimeantes, no provocaba compasión entre sus compañeros, sino procacidad. ¡Pobre niño! Tenía también que sufrir con el comportamiento de sus mayores, pues aquellos que no lo habían visto antes se paraban a contemplarlo, dábanse codazos, se hablaban al oído, se susurraban entre ellos, mientras que los que ya lo conocían rivalizaban en ser los primeros en ilustrarlos sobre el pequeño albino.

    Un día, a raíz de quién sabe qué ultrajes recibidos, hizo una pregunta, la primera de muchas:

    —Madre, ¿qué es un bastardo?

    ¿Qué se le dice a un niño? ¿Qué posible respuesta hay que darle? Vi que Ira miraba al niño de hito en hito, alarmada, cautelosa, tratando de adivinar cuánto de inocencia y cuánto de saber se ocultaba bajo la pregunta, cuánto podía decirle y cuánto no, y preguntando a su vez para ganar tiempo:

    —¿Por qué lo preguntas?
    —Quiero saber.
    —Es un niño cuya madre no quería que naciera.
    —¡Oh! —dijo él, reflexionando—. ¿Tú querías que yo naciera?
    —Pero por supuesto, querido —exclamó Ira, y en su voz asomaba toda la culpa por los esfuerzos que hizo para tener un aborto—. No te perdería por nada del mundo. ¿Por qué me lo preguntas?
    —Quería saberlo —respondió él a la ligera, evasivo, sin saber cuán cruelmente había herido a su madre.

    Pocos días después volvió a acometerla:

    —Madre, ¿tengo yo padre?
    —Sí, querido, por supuesto.
    —¿Dónde está?
    —No está aquí, hijo. Está ausente.
    —¿Por qué no viene nunca a vernos?
    —Va a venir cuando pueda.
    —Pero, ¿por qué no ahora?
    —Porque no puede. Lo entenderás cuando seas más grande.
    —Cuando tenga ¿cuántos años?
    —Yo misma no lo sé. Ahora vete a jugar. No debes hacer tantas preguntas.

    La primera mentira. Seguirían muchas. La penosa e ineludible necesidad de mentir.

    —Yo le hubiera contado que su padre murió —le dije—. Como que es así para nosotros. Hubiera sido más fácil.
    —No te inmiscuyas —me dijo Nathan—. A Ira le toca decidir.

    Ira tenía un aire triste y abatido.

    —Sí —me dijo—, tienes razón. Debí decirle eso. No estaba preparada para la pregunta...; si todavía es una criaturita.
    —Él no lo pensó por sí mismo —le dije—. Es demasiado joven para eso. Seguramente alguno de sus compañeros...
    —¡Déjalo, déjalo! —intervino Nathan—. No atormentes más a la chica.

    Le extendió la mano a Ira, pero ella se apartó. La vi salir de la choza.

    —Es inútil ir tras ella —dijo Nathan, contristado—. El consuelo que necesita debe venir de su propio espíritu.

    Sin embargo, después de un rato salió tras ella y su dulzura disolvió las últimas defensas de Ira, pues empezó a sollozar. La oí llorar durante largo tiempo.


    CAPÍTULO XXIII


    MURUGAN, EL tercero de mis hijos, que era sirviente, se casó con una muchacha del pueblo en que trabajaba… El matrimonio, que se realizó al segundo año de nacido Sacrabani, fue solemnizado en casa de los padres de ella, sin que ninguno de nosotros estuviese presente. No nos fue posible ir. El pueblo distaba más de cien millas y como la cosecha había sido escasa y Selvam estaba ganando muy poco, no teníamos dinero para ir en ferrocarril. Es cierto que Durgan tenía un buey, fuera de sus vacas lecheras, y una carreta que ofreció alquilarnos por una pequeña suma, pero Nathan no estaba en condiciones físicas para emprender el viaje de ida y vuelta. Orillaba los cincuenta años y ya no tenía la buena salud de antes. Había empezado a sufrir de reumatismo y, además, tuvo varios ataques de fiebre, de cada uno de los cuales se recuperaba con mayor lentitud y se levantaba más débil. A veces, en media labor de siembra o cosecha, o de alguna otra de las innumerables tareas que exigía la tierra, él tenía que detenerse, temblando y respirando con dificultad. Ira y yo hacíamos lo que podíamos, pero la tierra es concubina del hombre y no de la mujer. El arduo trabajo que requería estaba más allá de nuestras fuerzas. Kenny vino varias veces a verlo, trayendo alimentos y también remedios. Me dijo lisa y llanamente que mi marido no comía lo suficiente.

    —Comemos bastante bien cuando la cosecha es buena —le contesté—, pero, por supuesto, tenemos nuestras épocas de escasez.
    —Demasiadas. Tu marido necesita leche, legumbres y mantequilla, no arroz puro día tras día.

    Lo miré incrédula.

    —Sólo podemos contar con eso cuando la producción es abundante. No puede serlo siempre y, por cierto, ni siquiera frecuentemente, usted lo sabe.
    —No estaba pensando en lo que decía —farfulló—. Lo sé, por supuesto.

    Un día me dijo que mi marido no se curaría mientras siguiera tan preocupado.

    —Está muy inquieto por ti. Debes tratar de infundirle ánimos.
    —Lo haría si estuviera en mis manos. Pero ¿qué consuelo se puede ofrecer a un hombre que ve a su familia totalmente dependiente de él, no habiendo nadie más a quien ella pudiera recurrir?

    Al pronunciar esas palabras, me dije: "Tal vez me despreciará por mi debilidad; tal vez esto lo hará pensar que soy una quejosa inútil; que sólo me preocupa mi propio bienestar". Rápidamente agregué:

    —Hay otros a quienes hay que tener en cuenta..., yo hago lo que puedo, que no es mucho.
    —Siempre lo he creído así —dijo con dulzura—. Dime, ¿no hay nadie más fuera de tu marido?
    —Nadie. Mis hermanas tienen sus propios hijos; además, viven muy lejos y no las hemos visto en muchos años. En cuanto a mis hijos, bueno..., ellos han hecho sus vidas en otra parte, usted lo sabe.

    Hubo un silencio. "Ahora lo he ofendido", pensé.

    No tenía esa intención. Hice un movimiento hacia él, pero me pareció que retrocedía. Se cubrió la cara con ambas manos.

    —No me quejo, —empecé tímidamente.

    Él apartó las manos y vi en su semblante pintado el dolor.

    —Y me he llevado el último de ellos. ¿Por qué no lo dices? Es cierto. Me lo he llevado y no hay compensación.

    Durante un momento no encontré palabras. Sólo había lugar para un sentimiento muy hondo, muy tierno, por este hombre que se condolía de mí.

    —No ha tomado nada que fuera o hubiera sido nuestro —le dije al fin—. Selvam nunca perteneció a la tierra. Nunca hubiera sido un labriego como su padre. No se atormente pensando que dio la espalda a la tierra y encontró su paz con usted. Jamás habría ocurrido de otro modo.
    —Sin embargo, con el corazón ustedes deben haber deseado algo diferente.
    —Aunque hubiera sido así, hace tiempo que lo olvidamos. No hubiéramos querido para nuestro hijo algo que él no hubiese querido para sí. Ha escogido bien.

    Otro silencio.

    —¿Nunca piensan en el futuro, cuando todavía les quedan fuerzas y pueden hacer planes?
    —Pensamos, naturalmente. Pero ¡hacer planes! ¿Cómo podríamos? No está dentro de nuestras posibilidades.
    —¿No hay nada que puedan hacer? ¿Absolutamente nada?
    —¿Qué podemos hacer? Hay muchos como nosotros que no pueden hacer ningún arreglo para el futuro. Usted mismo lo sabe.
    —Sí, lo sé... No sé por qué lo pregunté. Era innecesario. No hay arreglos posibles —añadió, hablando a medias consigo mismo— ni para los viejos ni para los jóvenes ni para los enfermos. Ellos aceptan eso. No tienen otra alternativa.

    Tenía un aspecto tan severo que empecé a alarmarme.

    —No se inquiete por eso —le dije, tímidamente—. Estamos en las manos de Dios.

    Alzó la vista con viveza, súbitamente, como si alguna cadena de su pensamiento se hubiese roto con brusquedad. Luego se fue.

    Nathan estaba acostado dentro de la choza.

    —¿Qué pasó? —me preguntó, dándose vuelta para mirarme de frente—. Estuvieron largo rato.
    —Estuvimos hablando, eso es todo.
    —¿De qué?
    —Eres tan porfiado como tu nieto, aunque siendo más viejo deberías portarte mejor. Estuvimos hablando de Selvam. Kenny piensa que saldrá adelante. Se está conduciendo muy bien.
    —Me alegro. Dime, ¿no te dijo nada sobre mí?
    —Sólo que debieras dejar de preocuparte y entonces pronto estarías levantado.
    —¿Preocuparme? ¿De qué? ¿Te lo dijo?
    —De todo. Debes descansar.
    —Bueno, veo que estás cuidando tu lengua. No importa, lo adivino. Pero pronto estaré bien..., ya verás.

    Pocos días después dejó la cama y, para sorpresa mía, durante todo el año siguiente no sufrió ninguna clase de achaques. Luego, un día, cuando yo me estaba felicitando por su restablecimiento; cayó el golpe.

    * * *

    Yo estaba en el campo, recogiendo bosta. No vi pasar a Sivaji, quien había ido a la choza y se fue inmediatamente después de transmitir su mensaje. Llegué con mi cesto llenado a medias y vi a mi marido sentado en el suelo, mirando a la distancia, con una expresión de aturdimiento. Los labios le temblaban ligeramente. En un rincón estaba acurrucado Sacrabani, con los brazos entrelazados alrededor de las rodillas y los rosados ojos fascinados, a medias curiosos, a medias atemorizados, fijos en su abuelo. Lo despaché afuera y me acerqué a Nathan, pensando que había sufrido otro de sus ataques, pero él pareció despertar al oír mi voz y me hizo señas para que lo dejara.

    —Estoy bien.
    —Mira..., bebe esto. Te sentirás mejor.

    Llené su escudilla de agua y se la alcancé. Bebió obedientemente, como para complacerme; por una comisura de sus labios se le escurrió un poco de liquido. Todavía estaba tembloroso. Me senté a su lado y esperé.

    —La tierra se va a vender —me dijo—. Tenemos que mudamos. Esta mañana vino Sivaji. Dijo que no hay nada que hacer.

    Yo no podía comprender. Lo miré con la boca abierta, incrédula. Él hizo una señal afirmativa con la cabeza, como subrayando lo que había dicho.

    —Los propietarios de la tenería están comprando la tierra. Pagan buenos precios.

    ¡La tenería! La palabra me hizo comprender al instante. El significado de lo que ocurría penetró en mi mente con la rapidez y la fogosidad de un cohete.

    —No es posible —recuerdo que le dije, desvalida—. Esta tierra es nuestra. Hemos estado aquí treinta años.

    Nathan abrió las manos, trémulo, impotente.

    —Sivaji me dijo que están haciendo un negocio lucrativo. El dueño de la tierra ya ha cerrado el trato y se han firmado los documentos. Tenemos que irnos.

    Yo quería preguntar adónde íbamos a ir, pero en ese momento hubiera sido una pregunta sin respuesta y me contuve.

    Más bien él hizo la pregunta:

    —¿Adónde vamos a ir? ¿Qué haremos?
    —¿Qué plazo nos ha dado? —interrogué, preparándome para lo peor.
    —No espera que salgamos de inmediato. Nos ha dado un plazo de dos semanas. Ha sido tolerante.

    Una docena de pensamientos contradictorios surgieron en mi cerebro, cruzándose, enredándose como hilos de una absurda madeja. La cabeza me daba vueltas.

    Tengo que sentar me y pensar —me dije—. Pero no ahora; más tarde. Seguir cada pensamiento hasta su conclusión, decidir qué vamos a hacer por nosotros, qué vamos a planear para nosotros y nuestros hijos, como dijo Kenny. Este caos es locura.

    —Yo no sé para qué pueden necesitar este pedacito de tierra —dije, por decir algo, del modo como la gente dice algo sólo por el sano juicio que acarrean las palabras—. Sin duda que no piensan edificar en ella. Es un pantano que sólo sirve para cultivar arroz —agregué.

    Nathan se encogió de hombros.

    —Quién sabe. Quizás puedan desecarlo, afirmar el suelo. Tienen medios que ni siquiera nos imaginamos. O tal vez quieran cultivar arroz para el consumo de su propia gente.

    Él también hablaba como yo, automáticamente, por hablar.

    Hice un nuevo esfuerzo, un esfuerzo penoso, pues las palabras que pronuncié eran las menos llamadas para infundir consuelo:

    —Por lo menos no tendremos que acarrear mucho. El granero está casi vacío.

    Nathan asintió, remiso.

    Una vez más caímos en el silencio, sumergidos en nuestros propios pensamientos.

    En cierto modo, yo siempre tuve la sensación de que la tenería sería con el tiempo nuestra ruina. Lo supe desde el día que llegaron las •carretas cargadas de ladrillos y los hombres bulliciosos y cubiertos de polvo, hollando las claras praderas verdes que engalanaban nuestra aldea y ahogando en fragor sus tibios silencios. Desde entonces la tenería se había propagado como la maleza en un jardín abandonado, estrangulando todo asomo de vida que encontró en su camino. Hizo cambiar la apariencia de nuestra aldea hasta volverla desconocida y alteró la vida de sus habitantes en innumerables aspectos. Algunos, unos pocos, fueron encumbrados; muchos otros fueron abatidos, sofocados en sus garras. Y como creció y floreció, adquirió el poder que trae el dinero, de modo que cualquier intento de resistirla hubiera sido como tratar de detener la directa acometida del gran yaganat.

    Bueno, supongo que hubo otras familias que vieron en ella una esperanza para sus hijos. En verdad, aún había muchas que se sostenían con las ganancias allí obtenidas, y si mis hijos estuvieran todavía trabajando en ella tal vez mis pensamientos hubieran sido diferentes. Pero tal como nos encontrábamos entonces, y otros al igual que nosotros, no podíamos abrigar sino resentimiento y resignación. Hubo una época en que nosotros también nos beneficiamos de la tenería —esos días ya nos parecían remotos, como si pertenecieran a otra vida—, pero habíamos perdido más de lo que habíamos ganado o pudiéramos jamás recuperar. Ira se había arruinado en manos de las multitudes que atrajo; si no hubiera sido por esas multitudes, mi hija no hubiera sido tocada, ni aún queriéndolo. Mis hijos tuvieron que marcharse porque la tenería los repudió. Uno de ellos fue destruido por sus despiadados métodos. Su contacto causó daños inenarrables a muchos otros: Janaki y su familia, el desventurado zapatero Kannan, incluso Kunthi...

    Con todo, debo ser honesta, como siempre lo fueron mi esposo y mis hijos: no puede echarse la culpa a la tenería por todos los infortunios que sufrimos. Con ella o sin ella la tierra pudo sernos arrebatada. Nunca nos perteneció. Nunca prosperamos lo suficiente para poder comprarla. El propio Nathan, hijo de un hombre sin fortuna, no heredó nada. Y cualquiera que hubiera sido la influencia extraña que pudo ejercer la tenería, los azotes de la tierra pertenecen a sí misma: los vientos, las lluvias y las estaciones, inmensidades que no pueden ser dominadas por el hombre y sus invenciones. Para aquellos que viven de la tierra siempre habrá épocas de penalidad, de miedo, de hambre, así como hay años de abundancia. Para aquellos que vivimos de la tierra, una de las verdades de la existencia es ésta: a veces comemos y a veces nos morimos de hambre. Vivimos de nuestra faena de una cosecha a la otra, y no hay certeza alguna de que podamos alimentarnos y alimentar a nuestros hijos. Si se prolongan las malas épocas, sabemos que los más débiles tendrán que rendir sus vidas, y este hecho se halla también dentro de nuestra experiencia. En nuestras vidas no hay margen para el infortunio.

    Sin embargo, mientras hubo tierra hubo esperanza. Ahora no quedaba nada, en absoluto. Mi ser estaba lleno de los restos de la desesperación, árido, inanimado. Entré a la choza y miré a mi contorno. Las obscuras paredes de barro se habían desmoronado muchas veces y otras tantas habían sido reconstruidas. El techado de palmas de coco todavía tenía una parte procedente del viejo cocotero que destruyó el rayo, y que yo podía distinguir por el color. El piso desnudo, de barro apisonado, endurecido con estiércol. Este hogar lo había erigido mi esposo con sus propias manos para esperarme; me trajo a él con un orgullo que yo, acostumbrada a una vida mejor, estuve tan cerca de aplastar. En él vivimos juntos y nacieron nuestros hijos. Esta choza, con todos sus recuerdos, nos sería arrebatada porque había sido edificada en una tierra que pertenecía a otro. Así como nos sería arrebatada la propia tierra de que vivíamos. "Es algo cruel —pensé—. No saben lo que nos hacen."

    * * *

    Cuando Selvam llegó a casa esa noche, terminados sus estudios, mi marido le dio la noticia. Yo esperaba no sé qué: indignación, ira, tal vez pesadumbre, pero mi hijo no reveló ninguna emoción. Colocó en el estante de madera que se había fabricado los libros que traía y tomó asiento, sin decir su opinión. La luz ondulante del mechero de aceite caía sobre su faz, seria y sombría como siempre que estaba en reposo.

    Bueno —pensé—, esto no puede afectar la vida que ha elegido y, por lo tanto, permanece tranquilo. Luego me acordé de que él siempre era así, que rara vez hablaba antes de reflexionar y me sentí avergonzada de mi pensamiento.

    En el pesado silencio oí que mi marido cambiaba de postura y me dije: "Naturalmente, está impaciente. Hay buenas razones".

    —Nos han dado dos semanas de plazo para salir —dije—. Nos permiten que permanezcamos hasta entonces.
    —¿Piensas que se han portado bien con eso? —me dijo Selvam, con la voz dura y cortante como cristales.

    Alzó los ojos y nuestras miradas se encontraron. Vi que sus ojos estaban negros y ardientes, como si los quemara una profunda llama de rabia o de odio.

    Nathan contestó por mí:

    —Es preferible a que nos hubiesen despachado de inmediato, como lo han hecho con otros.

    Selvam se dio vuelta a su padre:

    —¿Y has aceptado eso? ¿No has protestado?
    —No tenía otra alternativa, hijo mío. Claro que protesté, pero no me sirvió de nada.
    —No es justo —dijo Selvam—. No hay derecho.
    —Sin embargo, no hay ley que nos ampare —dijo Nathan, aplanado—. Podemos lamentarnos, pero no se reparará el daño.
    —¿A dónde irán?
    —Tenemos que ir donde Murugan. Tiene un buen trabajo y estoy seguro de que dará una buena acogida a sus padres.
    —Queda muy lejos y ustedes ya no son tan jóvenes y fuertes como eran, dicho sea con respeto.
    —De todos modos tenemos que hacer el esfuerzo, pues sólo podemos vivir de la tierra, ya que no tengo ninguna otra habilidad u oficio. Como dices, me están entrando los años y me sería imposible encontrar otro propietario que me diese tierras. ¿Quién se animaría a arrendar terrenos a un hombre como yo, cuando declinan mis fuerzas y no habría seguridad de que pagara mis deudas?

    A pesar de lo estoico que era y de lo realista que trataba de ser, sus palabras me traspasaron.

    —No digas esas cosas. No puedo soportar escucharlas.
    —Son la verdad.
    —Sean ciertas o no —grité—, no quiero que las digas.
    —No deseo afligirte —me dijo Nathan con serenidad—. Pero, ¿no debemos, acaso, afrontar la verdad para tomar nuestra decisión? ¿He dicho algo que ya no lo supieras?

    No, pensé desoladamente, pero no podía decirlo.

    No podía. Cerré los ojos y sentí sus manos en mis sienes acariciándome suavemente, consolándome del único modo que podía hacerlo. Él sufría por mí más que por él, y yo a la inversa, de modo que estando juntos uníamos nuestras fuerzas, pero sufríamos más también. Si hubiéramos estado solos tal vez no nos habría parecido tan duro; pero yo sabía que ninguno de nosotros hubiera podido sobrellevar solo la carga. Sintiéndome así de confusa, mi mente erraba hacia uno y otro lado, como una cometa sujeta al impulso de todas las corrientes de aire, insegura de su propia voluntad.

    Al fin, en medio de la bruma, escuché la voz de Selvam y abrí los ojos. Parecía que luchaba consigo mismo, pues las palabras no salían con facilidad y la ruda batalla interna que libraba le había dejado la frente impregnada en sudor y los labios resecos. Sólo se dirigía a su padre. "Indudablemente, me ha puesto de lado como a una mujer histérica —me dije—. Y no está muy equivocado."

    —Yo siempre podría volver a trabajar en la tierra —estaba diciendo—. Soy joven y fuerte..., podríamos arrendar juntos otro terreno..., vivir como antes.

    Vi que los ojos de mi marido se iluminaban. Vi en ellos, con temor, la luz de la esperanza.

    ¡No debiste haberle dicho eso! —le grité a mi hijo, en mis adentros—. Es demasiado difícil para tu padre, cruelmente difícil. Pero Nathan ya estaba sacudiendo la cabeza negativamente. Hablaba con resolución:

    —No, hijo mío. No lo permitiría. Hay cosas que no pueden ser sacrificadas... Además, yo no podría ser feliz así. Por cierto que tu madre no me dejaría tranquilo —agregó, con una leve sonrisa—. No. Tenemos que irnos. Ira y Sacrabani se vendrán con nosotros, por supuesto. No tienen nada que hacer aquí.
    —Me quedaré —afirmó Ira, a quien habíamos creído dormida.

    Se levantó y se puso de rodillas al lado de su padre:

    —No seré una carga para ti. Aquí soy bastante feliz y la gente está acostumbrada a mí y a mi hijo. No puedo empezar ahora una nueva vida.
    —Si puedo yo —dijo Nathan—, que mi juventud ahora es sólo un recuerdo, ¿por qué no podrías tú, hijita? Eres muy joven. No te será difícil.
    —Debo pensar en mi hijo —replicó ella.
    —¿Cómo comerás? —le pregunté—. ¿De qué vivirás?
    —Si ella decide quedarse —dijo Selvam—, se quedará conmigo. Yo me haré cargo de ella. Lo juro.
    —¿Y el niño?
    —También, por supuesto.
    —¿Es posible? —intervino Nathan—. Apenas tienes para sostenerte.
    —¿No lo sé, acaso? —contestó Selvam con amargura—. Es una perpetua vergüenza para mí no tener nada que ofrecer a mis padres. Pero prometo que no se irán con las manos vacías.

    Si no hubiera sido tan tarde en la noche, si hubiéramos estado menos cansados, menos desalentados, habríamos tratado de convencer a Ira para que no se quedara, tanto por el bien de ella como por el de Selvam. Pero esa noche no dijimos nada más, aunque después tuvimos más discusiones de las que puedo recordar, llegando a la conclusión de que nosotros partiríamos y nuestros hijos y el nieto se quedarían.


    CAPÍTULO XXIV


    DESCOLGUÉ DE la pared las esteras en que dormíamos y las arrollé. Dentro de ellas puse, envueltos en una tela, dos ollocks de arroz, unos pocos ajíes, tamarindos y sal, así como nuestras dos escudillas de madera. Amarré los extremos de las esteras arrolladas, para asegurarme de que no se cayera nada en el trayecto. La mayor parte de las cacerolas que traje cuando nos casamos habían sido vendidas para pagar deudas. De las que quedaban separé dos para nosotros y le dejé un par a Ira. El mortero y su respectiva trituradora eran demasiado pesados para llevar y, en todo caso, mi nuera nos facilitaría esos utensilios.

    Han terminado mis días de cocinera, me dije, un poco contristada. Y de súbito, lo que yo antes ejecutaba sin prestarle atención y hasta con impaciencia: juntar el combustible, soplar el fuego, ver alzarse las llamas bajo la olla hirviente y sentir el humo en los pulmones y en los ojos, cobró un sabor agradable y penetrante. Sin embargo, todavía tenía que cocinar en el camino, pues viajaríamos en carreta y calculábamos, por lo menos, dos días de viaje; con ese objeto empaqué un pequeño fuelle hecho a mano y seis tortas de estiércol. Bajo el piso del granero estaba enterrado el dinero: tres rupias que nos quedaban de antes, tres que nos dio Selvam de su salario y un billete de diez rupias que nos hizo llegar Kenny por intermedio de Selvam. Cuando terminé con todos los preparativos saqué el dinero y lo amarré firmemente junto a mi cintura. Entonces estuvimos listos.

    Llega la mañana de la partida. Es una mañana tranquila, neblinosa y, como es temprano, todavía cae el rocío. La carreta avanza pesadamente y suenan las esquilas colgadas del cuello de los animales; en las puntas de los cuernos llevan también aseguradas pequeñas campanillas que suenan con el movimiento. El carro se carga hasta gran altura de fardos bien prensados de pieles, pues somos pasajeros de una carreta que hace el viaje de regreso de la tenería, pero tiene aún cabida para dos personas. Nos encaramamos. Selvam nos alcanza los dos o tres bultos que vamos a llevar y que acomodamos en nuestras faldas, hasta que el carretero nos dice que los coloquemos encima de los fardos. Lo hacemos así, con todo cuidado.

    Luego es hora de partir. Selvam se aparta. Ira, que estaba parada en el patio, avanza con su hijo de la mano. Los tres están en fila, esperando nuestra partida. El carretero azota ligeramente con su látigo a ambos bueyes; los animales empiezan a tirar y la carreta da una sacudida. Nathan alza una mano y nuestros hijos inclinan la cabeza. La carreta avanza y los tres nos siguen un poco, caminando sobre el polvo molido por las ruedas del vehículo, hasta que los bueyes apuran el paso y ellos quedan rezagados. Los animales encuentran su ritmo, las pezuñas golpean el suelo acompasadamente y el yugo va firme sobre los lomos. Andamos rápido. La choza y sus moradores retroceden frente a nosotros, que estamos dando la espalda a los bueyes. Nuestro amado campo verde se va poniendo borroso en la distancia y la choza no es sino una mancha en el horizonte. Todavía forzamos la vista para ver a través del polvo rojizo que levantan las ruedas de la carreta. A cada vuelta de las ruedas estamos cada vez más lejos. Observo esas ruedas, fascinada, hasta que sus rayos empiezan a girar hacia atrás, mientras el aro sigue inexorablemente hacia adelante. Siento vértigos; tengo la garganta seca. Me apoyo en mi marido, quien a su vez se ha apoyado en mí; juntos encontramos cierta comodidad.

    El carretero se ha dormido en el pescante. Los bueyes conocen bien la ruta y continúan la marcha sin necesidad de ser azuzados. A mediodía nos detenemos junto a una poza que está al borde del camino. El carretero despierta, da unos bufidos y se despereza antes de apearse. Dice que vamos a comer allí y les quita el yugo a los bueyes para darles agua. Veo que uno de ellos tiene una llaga en lo vivo, en el lugar del lomo donde el aparejo ha estado frotándole la piel.

    —El animal no está bien —le digo al hombre.

    Él se encoge de hombros:

    —¿Qué puedo hacer? No tengo otro. Tengo que hacer estos viajes, pues son mi medio de vida.

    Lavamos, comemos, volvemos a lavar y proseguimos la marcha.

    Milla tras milla de camino polvoriento se extiende frente a nosotros, bordeado aquí y allá por tamarindos e higueras de Bengala de fresca sombra. El buey de la matadura está retardando al otro. El carretero sacude el látigo con fastidio. Es inútil; no apura el paso. Dejamos algunas carretas atrás, otras nos pasan a nosotros, comemos otra vez, dormimos otra vez. Al llegar la noche nos detenemos y el carretero enciende el farol que cuelga bajo la carreta y luego reanudamos la marcha en la obscuridad. El pequeño círculo de luz amarilla viaja con nosotros como un fanal consolador. Y seguimos viajando, continuamente, sin cesar.

    * * *

    El carretero nos despertó cuando llegamos a las cercanías de la ciudad donde trabajaba mi hijo. Era media tarde y el sol ardiente caía con todo su rigor.

    —Llegamos. Hasta aquí no más puedo traerlos —dijo el carretero y tocó a Nathan para despertado.

    Éste dormía profundamente, con la cabeza reclinada sobre los fardos. Lo sacudí y le enderecé la cabeza.

    —Despierta. Hemos llegado.

    Abrió los ojos enrojecidos, de párpados caídos.

    —Podría fácilmente dormir todo el día —dijo, bostezando y desperezándose.
    —Ya estoy atrasado —gruñía el carretero—. Debimos llegar aquí por la mañana si este buey hubiera caminado a mejor paso.

    Bajó y desunció a los animales, preparándose para abrevarlos. La llaga del buey había comenzado a ulcerarse; se había vuelto más grande y gotas de sangre se escurrían por sus bordes.

    —Pronto este animal no servirá para nada —seguía refunfuñando el hombre—. Sabe el cielo cuándo podré comprar otro.

    Tan pronto como los animales bebieron, les colocó nuevamente el yugo. El buey de la matadura se encogió, pero aceptó el tormento y, cuando cayó el látigo, empezó de nuevo a tirar.

    El carretero se inclinó en el pescante dirigiéndose a nosotros. Sudaba copiosamente.

    —¡Buena suerte, amigos! Que les vaya bien. Su tono era amistoso.
    —Adiós, buena suerte —contestamos.

    Durante un momento permanecimos al borde del camino, con nuestros bártulos al lado. El camino se dividía en tres frente a nosotros y no sabíamos cuál de ellos nos conduciría a la casa de nuestro hijo. Luego Nathan alzó las esteras.

    —Vamos. Puede ser que encontremos pronto a alguien.

    Elegimos al azar una de las rutas y caminamos por algún tiempo sin encontrar a nadie. "Debimos preguntarle al carretero —pensé—. El hubiera sabido." Pero no dije nada.

    Al fin vimos que se aproximaban lentamente en dirección a nosotros dos hombres, con atadijos en las cabezas.

    —Amigo, ¿puede decimos dónde queda la calle Koil?
    —¿Calle Koil? A ver... —alzó la mano para rascarse la cabeza, pero como tenía sobre ella la carga volvió a retirarla.
    —No, no sé. Hermano, ¿puedes decirle a esta gente lo que desean saber?

    Su compañero dijo, reflexionando:

    —He oído nombrarla. Sí, ahora recuerdo. Está en uno de los suburbios de la ciudad. Lejos de aquí, pero éste es el camino.
    —¿A qué distancia?
    —Como quince millas... Si siguen tras el camino puede ser que alguien los lleve en su carreta —agregó afablemente al notarnos tan alicaídos.

    Seguimos adelante. Nos pasaron varias carretas a bueyes y una o dos jutkas, pero ninguna se paró. La mayoría ya estaban cargadas hasta el tope. El atado que yo llevaba, a pesar de lo poco que contenía, se volvía más pesado a cada paso; mi cuello estaba tieso del esfuerzo de mantener mi cabeza enhiesta, pues sobre ella llevaba el bulto. Bajo cada brazo llevaba una olla. Cuando el sudor escurría por mi cara —lo que pasaba a menudo, pues era un día caluroso—, tenía que poner las ollas en el suelo para poder enjugarme. Mi marido, cargado en la misma forma y más fastidiado que yo por las moscas y los insectos, también tenía que detenerse frecuentemente, de modo que avanzábamos con lentitud.

    A medida que adelantábamos, el camino se ensanchaba; pronto se bifurcó y más allá se desprendieron nuevos caminos y lo cruzaron otros, de modo que no sabíamos si estábamos en la ruta correcta. Había mucha gente que caminaba velozmente y parecía muy ocupada en sus asuntos; no nos parecía fácil detenerlos y preguntarles por la calle que buscábamos. No sólo había gente, sino tránsito de vehículos: carretas a bueyes, jutkas, autos y bicicletas. En mayor número de lo que jamás habíamos visto; un tránsito mucho más denso del que había en el pueblo cerca de la tenería. El ruido no cesaba: bocinas de automóviles, campanillas de bicicletas y restallido de látigos, que combinados producían una algarabía ensordecedora, en medio de la cual era imposible prestar atención a todas las señales de peligro. En cierto momento casi nos atropelló una jutka. El cochero apenas pudo detener la caballería y mientras nosotros nos deteníamos, palpitantes, se inclinó de su asiento, furioso y asustado, para gritarnos. Su voz era muy recia y nos enseñó el puño al partir. Varias personas se detuvieron para miramos con curiosidad. Apretamos el paso.

    Llegamos al centro de la ciudad. La calle Koil estaba aún a unas cinco millas de distancia y no estábamos seguros de encontrarla. Pude notar que Nathan se hallaba muy cansado. El calor, el ruido y la animación de la ciudad habían exigido su tributo. Caminaba pesadamente y se tropezaba a cada rato. Al fin le dije:

    —Descansemos un poco, nos hará bien.

    Estuvo inmediatamente de acuerdo. Encontramos una calle lateral más tranquila y, dejando nuestras cargas junto a nosotros, nos sentamos, aliviados. Nadie nos prestó la menor atención. Nos permitieron sentamos allí en paz. Habíamos comprado en el trayecto unos plátanos y nos quedaban cuatro. Como no habíamos comido desde la mañana, los saqué y nos comimos dos cada uno. Ya era cerca del anochecer. La actividad de la ciudad empezaba a disminuir y el ruido decrecía. Pronto empezaron a pestañear las luces de la calle y en los almacenes se encendieron lámparas a gas y linternas a prueba de huracán. Pero la pequeña callejuela en que estábamos seguía obscura, más obscura que el aire y el cielo, debido a las sombras que proyectaban los edificios de ambos lados.

    Era tal el alivio que procuraba el descanso, y tan inoportuna la idea de continuar la búsqueda, que permanecimos sentados mientras las tinieblas se cerraban y la noche se iba extendiendo. Cuando al fin nos levantamos, brillaban en el cielo las estrellas. "Nos hemos quedado aquí demasiado tiempo —me dije, intranquila—. No podremos llegar hasta la casa de nuestro hijo esta noche."

    Tampoco Nathan parecía muy feliz. Estando de pie, indecisos, con nuestros bártulos desparramados en el suelo, preguntándonos qué partido tomar, un anciano a quien yo había visto durmiendo junto a un portal se nos acercó.

    —¿Adónde van tan tarde, amigos?
    —A la calle Koil. Allí vive nuestro hijo.
    —Eso queda lejos todavía. Ustedes parecen cansados.
    —Hemos descansado mucho tiempo. Debimos haber partido hace rato.
    —Bueno, si no llegan esta noche, hay un templo que no queda lejos de aquí donde pueden comer y dormir.

    Señaló con el dedo. En la distancia vimos los contornos del templo, no muy lejos, con una amarilla llama de aceite encendida en la cúspide. Miramos, y parecía que la luz nos llamaba, prometiéndonos alimento y abrigo.

    —Le estamos agradecidos. Tal vez sea mejor. Estamos cansados, como usted dice.

    Recogimos nuestros trastos y emprendimos la caminata, ahora con mayor brío, pues teníamos un lugar definido a donde ir, guiados por la llama amarilla que brillaba constantemente frente a nosotros.

    * * *

    Al aproximarnos al templo, notamos a varias personas, la mayoría viejos e inválidos, que iban en el mismo sentido que nosotros. Era evidente que muchos se conocían entre ellos, pues mientras caminaban cojeando solos, en parejas y hasta en pequeños grupos, se saludaban y se contaban novedades. Ellos se dieron cuenta de inmediato de que no éramos de la ciudad, tal vez por los bultos que llevábamos a cuestas, pero no por ello querían mostrarse hostiles, y más bien nos sonreían.

    —¿Van al templo también?
    —Sí, esperamos encontrar refugio allí esta noche.
    —¿Van a quedarse a vivir en la ciudad?
    —Sí, tenemos un hijo aquí. Es casado y vamos a vivir con él. Se llama Murugan —dijimos, ansiosamente—. ¿Tal vez lo han oído nombrar?
    —No, no —sacudían la cabeza, indulgentemente—. ¡Oh, bueno, ésta es una ciudad grande!

    En el atrio del templo había tiendas y puestos de venta brillantemente iluminados por lámparas a gas, con los dueños de pie o sentados en el interior, ofreciendo sus productos a los transeúntes; pero la mayoría de éstos no tenía dinero para gastar. En una tienda se vendía pilaff: raciones de arroz con azafrán, en hojas de plátano impregnadas de mantequilla, brillando con el ghee y rodeadas de ajíes rojos y de rebanadas de cebolla frita. La fragancia, rica y tentadora, se alzaba con los torbellinos de vapor del arroz hirviente. Era imposible evitarla, inútil tratar de rehuirla...: el apetitoso olor se extendía por todas partes. Sentí un retortijón en el estómago; traté de ahogarlo y el esfuerzo me dejó atontada. Cuando me pasó sentí los familiares síntomas de la náusea. Nathan me ajustó el brazo, compasivo. Él también estaba a un paso de vomitar.

    Caminamos a través del atrio y de las galerías, siguiendo al tropel de gente para quienes, evidentemente, ésta era una rutina de todas las noches, y entramos a una amplia cámara abovedada, que tenía pórticos abiertos a tres lados. Allí nos detuvimos y nos sentamos a esperar sobre el piso de piedra, con el resto de la gente. En la obscura parte interior de la cámara estaban el dios y la diosa sentados en sus tronos, recién ungidos de óleo sagrado y rodeados de guirnaldas de flores. A sus pies se acumulaban hojas de betel, arroz y una cantidad de dulces.

    Una mujer que estaba sentada a mi lado me tocó con el codo y señaló los alimentos:

    —La comida se da a los pobres, a nosotros, después de ser bendecida. Hay harta esta noche —agregó—. ¡Tienen suerte!

    Oí cómo se relamía por adelantado.

    Después de un rato entraron dos sacerdotes con sus cabezas rapadas a medias. Uno llevaba un copón de agua y el otro una fuente con más ofrendas votivas, que colocaron a las plantas del dios. Empezaron a tocar las campanas y los sacerdotes salmodiaron sus oraciones: cuando el uno callaba proseguía el otro. Todo el mundo estaba de pie, con las manos cruzadas y los ojos cerrados. Yo también cerré los ojos y ajusté mis manos sobre ellos. Sentí bajo los párpados el calor del globo del ojo. Podía ver una vislumbre anaranjada, bordeada de negro, en la que flotaban las imágenes del pasado: mis hijos, Ira, la choza donde vivimos y los campos en que trabajamos. Cuanto más trataba de ahuyentar las imágenes, más pronto llegaban. Vi otra vez a la Abuelita, arrugada y sin dientes; a Kenny, con la mirada afligida cuando le anuncié que nos íbamos; la cara de Sacrabani, blanca y asustada, como lo era a menudo. Hice un esfuerzo, concentrándome en las oraciones que oía, hasta que al fin las imágenes se desvanecieron. Vi en su lugar el semblante del dios y de su consorte. Me pareció que me miraban benignamente y sólo entonces pude rezar.

    Todo lo que me rodeaba estaba envuelto en un profundo silencio, y en ese silencio yo oía mi oración, sin voz, sin palabras, elevándose y elevándose sin término, como el incienso que se quemaba perenne en el altar. Y cuando al fin abrí mis ojos, el silencio que me había envuelto fue substituido por un penetrante murmullo: el de los labios suplicantes y las gargantas implorantes de la multitud.

    Un tambor repercutió salvajemente rompiendo la quietud, que huyó temblorosa, flotante… La gente pestañeó y se quedó mirando atónita por haber sido llamada tan rudamente a reanudar la vida ordinaria. Uno de los sacerdotes empezó a rociar agua bendita. La gente maniobraba para estar cerca de las preciosas gotas. El otro sacerdote hizo entrega de los alimentos a un tercer individuo y luego se cerraron las doradas puertas de la cámara interior. Casi de inmediato la gente empezó a avanzar hacia el patio que se abría al salón de reuniones.

    —La comida se distribuye aquí —me susurró una mujer—. No siempre hay suficiente como para esperar turno: mejor es estar en primera fila.

    Un montón de gente había tenido la misma idea y empezó a abrirse paso enérgicamente con los codos. Al murmullo contenido sucedió un ruidoso parloteo. Parecía que se hubiesen soltado las lenguas a la idea de la comida. Los empujones y empellones se volvieron más violentos. El trato amistoso de un comienzo desapareció. Hombres y mujeres forcejeaban por colocarse en primera fila, abriéndose paso con fiereza y avanzando con impetuoso apremio. Me encontré en medio del gentío. Nathan se quedó rezagado. Miré a mi rededor y lo descubrí en un extremo, entre los muy viejos y los inválidos. Nunca fue bueno para los empellones. "Bueno —me dije—, puedo decirles que mi marido está aquí y recibir dos raciones." Luego vi que dos hombres entraban y sacaban la comida; todo otro pensamiento desapareció. Estirando el cuerpo, alargando el cuello, poniéndome en puntillas, vi las pailas que traían, pailas colmadas de arroz, con sus relucientes copetes blancos de los que se desprendían espirales de vapor; vi las ollas llenas de una mezcla de lentejas y legumbres que despedían el más regalado de los olores.

    De un rimero de hojas de plátanos que tenía a su lado, uno de los hombres sacó una —no una hoja entera, sino un retazo dividido al tamaño doble de la mano de un hombre— y sirvió dos cucharadas de arroz. Su compañero llenó con la salsa de lentejas una pequeña taza hecha de hojas secas unidas con espinas.

    Tanto por su propio esfuerzo como por la presión de los demás, iba siendo despedida —como tapones de un cántaro de vino espumante de palmera— una persona cada vez, quien recibía su ración, bebía agua bendita y se retiraba. Llegó mi turno. El nivel del arroz había bajado tanto que sólo pude ver un poco acercándome a los recipientes. Uno de los hombres me increpó con brusquedad:

    —¡A tu lugar! ¿Quieres comerte olla y todo?

    Debo pedir para mi marido, pensé. Sentí que temblaba. Me alcanzaron la hoja de plátano y me sirvieron el arroz; luego la taza de legumbres. "Ahora", me dije:

    —Señor, si fuera usted tan bondadoso, podría también recibir en mi hoja la ración de mi marido.

    Ellos me miraron con la boca abierta, sorprendidos, insultados.

    —La mujer está loca —dijo uno de ellos—. Quiere doble ración.
    —No está satisfecha con una —secundó el otro, con la voz ofendida—. Quiere negociar con la caridad.
    —No —repliqué—. Tengo a mi marido que está aquí. Sólo pido su ración.
    —Si está aquí que venga y le serviremos a su turno. No podemos estar dando comida para todo el mundo simplemente porque lo piden. ¿Nos tomas por tontos? ¡Guarda tus embustes para los incautos! —me gritó uno de ellos.

    Y el otro me despidió, impaciente:

    —¡Apúrate! ¡Apúrate! ¿Quieres que estemos aquí parados toda la noche?

    Me fui, llevándome mi comida. Los que habían sido servidos estaban sentados a campo raso, algo alejados, comiendo. Me uní a ellos. Tal vez yo tenía un aire acongojado, porque una de las mujeres me dijo, tratando de consolarme:

    —Estuvieron incisivos esta noche. Probablemente estaban cansados..., no debes hacerles caso.

    Hubo un murmullo de asentimiento, con excepción de un hombre, que dijo con una voz hostil:

    —Bueno, ellos tienen razón. Todos deben venir a su turno. De otro modo no se puede saber quién miente o quién dice la verdad cuando piden más de una ración.

    Otro murmullo de asentimiento surgió de esa multitud tan fácil de influir.

    Tengo que justificarme ante los ojos de esta gente”, pensé, desamparada.

    —Dije la verdad. Mi marido está aquí. Véanlo, viene —dije, al notar que Nathan se aproximaba.


    Vi también que venía con las manos vacías. Pero de todos modos fue agradable compartir con él lo que había para comer. Agradable tener comida en el estómago. Agradable sentir que el vértigo era reemplazado por el bienestar.

    Cuando hubimos concluido, arrojamos las hojas a las cabras que se habían juntado y que estaban expectantes por su alimento, pero aguardando pacientes. Nos causó también satisfacción verlas comerse las hojas y las tazas, tascándolas con lentitud y contentamiento y mirándonos con sus ojos dulces y benignos.

    Luego fuimos a lavarnos las caras y las manos en el agua fresca que chorreaba del grifo abierto. Regresamos listos para dormir. Sólo entonces nos acordamos de nuestros bultos, estremeciéndonos.

    Los habíamos dejado arrimados a uno de los pilares de piedra tallada en el largo corredor que daba al salón de reuniones. Nos dirigimos allí, pero los bultos habían desaparecido.

    Tal vez nos falla la memoria —me dije—. Quizás no fue en este pilar, sino en otro. Hay tantos y todos son iguales."

    Fuimos al siguiente y al siguiente. Había centenares de pilares y columnas y los revisamos uno por uno, cada vez más desesperanzados.

    Tres o cuatro personas nos habían visto buscar. A éstas se unieron tres o cuatro más y pronto nos seguía los talones un corro de consejeros y ayudadores.

    —¿Están seguros de que fue en este Salón de los Pilares? Hay otro al lado poniente del templo.
    —Completamente seguros. No hemos estado en el otro lado.
    —¿Cómo hubieran podido estar? —dijo una voz desdeñosa—. El otro lado siempre está cerrado con llave en la noche.
    —¿Quién vigilaba los bultos?
    —Nadie..., los dejamos sin que los cuidara nadie.
    —¡Sin que los cuidara nadie! ¡Eso se llama buscarse disgustos! Hay muchos ladrones y desconocidos rondando por acá estos días.
    —¡Pero hasta en un templo! Nunca creímos...
    —Sí, hasta en un templo, por supuesto. Viene gente de toda laya. Nadie puede garantizar su honradez.
    —Parece que no —dijo Nathan con lentitud—. Nuestros bultos no aparecen.

    Hubiera sido inútil seguir buscando, inútil y tedioso. Abandonamos la búsqueda y nos sentamos con las espaldas apoyadas en el muro pintado que rodeaba el templo, en el muro de franjas bermejas y blancas que en nuestra simpleza creímos que sería un seguro albergue. Sin embargo, la promesa de un refugio había quedado en pie: hubo comida y un lugar para dormir.

    —Al menos la pérdida no ha sido irreparable —dijo Nathan—. Todavía tenemos nuestro dinero. Las ollas y las esteras pueden ser reemplazadas.
    —Mejor no hablar de eso —dije, tocando cautelosamente el dinero que llevaba en la pretina y sintiendo bajo mis dedos el contacto duro y tranquilizador de las monedas—. Debemos ser cuidadosos.

    Sonrió torcidamente:

    —¿Después que el caballo se ha disparado?

    Pero yo no pude sonreír y me irritó la facilidad con que aceptó el desgraciado percance.

    Ahora voy a tener que deberle todo a mi nuera —pensé—. Voy a llegar como cualquier pordiosera de la calle, sin siquiera una cacerola.

    En ese instante decidí gastar en el bazar más próximo una o dos de las monedas que sentía enterrarse en mi carne, pues no iría hasta ella desprovista de todo. Un poco consolada por la idea caí en el sueño, a menudo interrumpido por el tañido de campanas y el sordo rataplán de los tambores que se oían a intervalos durante toda la noche, llamando a oración. En cierto momento, estando dormida a medias, me pareció que alguien me tiraba del brazo, pero cuando desperté descubrí que era Nathan que se cogía de mí entre sueños. Volví a dormitar y después de un rato sentí por mi cara un blando roce, silencioso como dedos que se deslizaran sobre borra de algodón. Hice lo posible por despertar, por echar a un lado ese patético aletea, pero no pude. Al fin pude sentarme; el sueño y la pesadilla se esfumaron a la vez y quedé completamente despierta. Y sea por el hecho de estar en un ambiente extraño o por la pérdida sufrida, no pude dormir más.

    Me arrimé a la misma pared contra la cual nos apoyamos en nuestro abatimiento después del extravío de nuestros bártulos, y me puse a observar cómo el viento jugaba con la llama amarilla de la cúspide del templo. Miré las tinieblas cuya intensidad variaba de un punto a otro. Gradualmente pude ir distinguiendo los contornos de los dioses y las diosas tallados que se alineaban a ambos lados del templo, en los peristilos y en los nichos de los muros. Al mirarlos casi me parecía que estaban vivos, sus pechos de piedra agitándose regularmente con la respiración, y sus brazos y piernas agitándose suavemente. Sentada allí en la obscuridad, junto al muro del templo, casi, casi creía en lo que veía. Hasta que llegó el amanecer, las estrellas se fueron una a una y la luz grisácea inmovilizó de nuevo las esculturas.


    CAPÍTULO XXV


    COMO SIEMPRE, al llegar las primeras luces del día Nathan se revolvió en el suelo. Cuando vio que yo estaba despierta se sentó de inmediato, restregándose los ojos para espantar el sueño.

    —Dormiste bien —le dije, con un poco de envidia, porque yo no había podido hacer lo mismo, pero contenta de verlo de, mejor apariencia.
    —Sí, estaba cansado. Pero tú tienes aspecto de no haber dormido nada.
    —Casi nada. No podía dormir.
    —Estabas preocupada, no hay duda —dijo gravemente, y la ansiedad de su tono me hizo sentir un poco avergonzada—. Pero pronto estaremos con nuestro hijo y podrás descansar. Vamos. Partamos de una vez. Mientras más pronto, mejor.

    Fuimos a lavarnos al grifo, sorteando los montones de harapos bajo los cuales dormían acurrucados hombres y mujeres, con sus muletas y sus platillos de limosna junto a ellos. Después de lavarnos salimos a la calle.

    Aunque era temprano, muchas de las tiendas estaban abiertas. En los puestos de venta crepitaban la mantequilla y el aceite al freírse los panecillos y tortillas destinados a los creyentes que pronto irían llegando. Al pasar, Nathan titubeó un momento y noté que les echó una mirada a las doradas tortillas que había en una fuente.

    —Compremos unas pocas —me dijo alegremente—. Estoy con bastante apetito y tú también debes estarlo.

    Por mi parte dudé, a pesar de que los alimentos eran muy tentadores, pues las monedas de plata que poseíamos eran pocas y de gran valor para nosotros, que no sabíamos todavía hasta dónde llegarían nuestras necesidades. Pero no podía muy bien negárselo a Nathan, desde el momento que yo había decidido gastar en cacerolas parte del dinero. De modo que metí la mano para sacar las monedas que tenía amarradas a la cintura.

    No quedaba ninguna. Me palpé nuevamente el cuerpo y la cintura. Sacudí los pliegues de mi sari, pero no había duda posible: el dinero no estaba.

    —Se te habrá caído en la noche —dijo Nathan. Regresamos, sin esperanzas, al lugar donde habíamos dormido. El suelo estaba limpio e inocente. Aquellos que nos vieron entrar de nuevo se echaron a reír y dijeron que sólo se distribuía comida gratis en la noche, no en la mañana. Su risa se volvió preocupación cuando les explicamos lo que había acontecido. Pero la preocupación fue muy superficial, pues ellos eran, después de todo, sólo espectadores y no participantes de la pérdida. Noté que se cambiaban algunas miradas, pesarosas y al mismo tiempo despectivas, que decían tan claro como las palabras: "Son campesinos ingenuos y descuidados". Perdida y atolondrada como estaba, no pude contenerme más y dije mordazmente que no era demasiado descuido, sino demasiados ladrones. Todos asintieron con la cabeza, en fácil conformidad: sí, los ladrones y los rateros eran muy hábiles, debía ejercitarse el más extremo cuidado.

    Bueno, nosotros no lo tuvimos y salimos sin nada que pudiéramos llamar nuestro, salvo lo que llevábamos puesto. Pasamos por las ventas de comida con el semblante inmutable y pasamos por el bazar sin echarle una sola mirada resueltos a alcanzar el refugio de la casa de nuestro hijo antes que nos ocurriera algo peor aún.

    * * *

    Caminamos lentamente a través de las calles de la aterradora ciudad, entre el tránsito y las muchedumbres a que no estábamos acostumbrados, teniendo que reunir todo nuestro coraje cada vez que nos animábamos a preguntar por nuestro destino. Algunas de las personas a quienes preguntábamos, ni siquiera se detenían para contestar; otras no lo sabían; muchas, tratando de ser serviciales, nos indicaban erradamente la dirección. Sin excepción, todos eran confusos en sus explicaciones..., o nosotros éramos torpes. Había tantas esquinas que doblar, tantas que no doblar, que después de seguir las instrucciones de alguien durante unas cuantas cuadras, nos sentíamos completamente perdidos y teníamos que detenernos y preguntar de nuevo.

    —Soy un poco lerdo —me dijo Nathan humildemente—. Hablan tan ligero que apenas puedo seguirlos y no puedo recordar todo lo que han dicho.
    —Si tú lo eres, yo también lo soy —repuse con firmeza—, pues yo también lo encuentro difícil.

    Cerca de mediodía nos sentamos a descansar en una acera. Una docena o más de chicos estaban jugando en la calle, escabulléndose entre el tránsito con una habilidad y serenidad que no pude por menos de admirar. Con todo lo que jugaban, tenían el aspecto de no haber comido jamás en la vida una comida completa. Asomaban las costillas y tenían las barrigas distendidas con viento y vacío; estaban también extremadamente puercos, cubiertos con el polvo y la suciedad de la calle; muchos de ellos tenían en el cuerpo llagas supurantes, y se habían formado costras de barro en los lugares en que rezumaron la sangre y el pus. Pero ellos eran olvidadizos de sus dolores —, pacientes con éstos, como lo había sido el buey— y jugaban desnudos y alegres bajo el sol. Alegres, sin embargo, hasta que caía al suelo un mendrugo de pan o un dulce que se vino abajo de alguna pirámide demasiado alta, y entonces, perdida toda niñería, olvidando todo juego, luchaban por el bocado ferozmente entre el polvo... Recuerdo que también mis hijos habían luchado así, pero el paso del tiempo había suavizado o deslucido el recuerdo, pues no me parecía que habían peleado como éstos: los dientes pelados, las uñas prestas, alertas, rapaces como animales. Pero cuando pasaba un hombre rico se volvían delicados y enternecedores como polluelos, con sus platillos de limosna tendidos con humildad, totalmente cambiados, con una astucia que mis hijos de seguro nunca tuvieron. Y a pesar de todo lo que jugaban y de lo niños que eran, sus caras estaban marcadas con el conocimiento y las zozobras que un niño no debe tener; sus caras eran sabihondas e insidiosas más allá de sus años.

    —Todavía podemos vemos obligados a eso —me dijo Nathan, señalando sus platillos de limosna—, si es que no encontramos a nuestro hijo.
    —Jamás —protesté, un poco asustada por su abatimiento—. Ven, tenemos que seguir.
    —Preguntémosles a estos chicos —dijo él— Parecen muy despiertos.

    Les hizo una seña llamándolos y ellos se acercaron con ojos brillantes de curiosidad, alborozados como gorriones.

    —Dime, hijo, ¿sabes dónde queda la calle Koil?
    —¿La calle Koil? Hay tres o cuatro de ese nombre. ¿Cuál es la que busca?
    —¡Tres o cuatro! —exclamó Nathan—. ¡No es extraño que hubiéramos estado persiguiendo nuestras propias colas!
    —Si me dicen el nombre de las personas que buscan —intervino uno de los niños—, son pocas las que no conozco.
    —De eso estoy seguro. Estamos buscando a mi hijo, que se llama Murugan y que trabaja con un médico, un tal Birla.
    —De Murugan no sé —dijo el niño con franqueza—, pero todo el mundo conoce a Birla. Por una pequeña suma —agregó— los llevaré allá yo mismo.
    —Tengo menos que tú —suspiró Nathan—. No puedo darte nada.
    —¡Oh! —dijo el niño, decepcionado.

    Luego pareció tener una súbita inspiración y agregó astutamente:

    —Sin embargo, los llevaré. Si ustedes ganan dinero me pueden pagar.
    —¿Y cómo te reconoceremos?
    —Me llamo Puli, en homenaje al rey de los animales.

    Soy cabecilla de esta manada. Soy tan conocido como Birla.

    —Entonces, sin duda que sabré cómo encontrarte dijo Nathan, sonriendo, pues el niño tenía una desfachatez que era en cierto modo atractiva—. ¡Guíanos, joven amigo!

    El niño se dio vuelta y les dijo algo a sus compañeros. Indudablemente era el jefe, pues se dispersaron de inmediato. Luego nos hizo una seña:

    —Síganme de cerca —dijo con firmeza este niño que bien podía ser nuestro nieto—, o se perderán.

    Hizo un ademán con la mano para que lo siguiéramos.

    Al hacerlo vi que no tenía dedos, sino restos de ellos. La enfermedad que estaba pudriendo su cuerpo había corroído las uñas y la carne de la primera articulación.

    Prudentemente obedecimos su consejo de seguirlo de cerca, aunque iba a un paso que encontrábamos difícil de seguir. Nos llevó a una casa blanqueada, situada en una calle que tenía una iglesia en una esquina.

    —Ésta es la calle, ésta es la iglesia, ésta es la casa nos dijo, señalando rápidamente los lugares, y de inmediato se dio vuelta y se marchó, con la cabeza gacha y los hombros sacudiéndose mientras corría.

    Nos detuvimos y miramos la casa. No sabíamos cómo proceder. La casa nos miraba a su vez, sin brindarse y sin retraerse. Estaba rodeada de una valla de madera que tenía una pequeña puerta, también de madera. Por último, como no había nadie a la vista, entramos a través del jardín hasta la casa. Las puertas y ventanas estaban abiertas de par en par, como si su ocupante necesitara de todo el aire que había. Podíamos ver hasta la parte trasera de la casa, donde estaban sentados dos o tres hombres vestidos con las blancas túnicas de sirvientes. Uno de ellos nos vio y se adelantó, diciéndonos mecánicamente, como si hubiera empleado muchas veces las mismas palabras:

    —No se permite aquí a los mendigos. Sólo aquellas personas que necesitan...

    Luego, viendo que no portábamos platillos de limosna ni extendíamos la mano pidiendo caridad, se detuvo bruscamente:

    —¿A qué han venido?
    —Nuestro hijo trabaja aquí —dijo Nathan—. Se llama Murugan.
    —¿Murugan? No hay ningún Murugan que trabaje aquí.
    —¡Que no trabaja aquí! ¿Está seguro?
    —Por supuesto que estoy seguro. Sólo hay tres empleados y ninguno se llama Murugan.
    —Debe haber algún error —rezongó Nathan.

    Sacó el pedazo de papel en que estaba escrita la dirección y se lo entregó al hombre, mirándolo con ansiedad mientras éste leía... o tal vez aparentaba leer, pues se lo devolvió rápidamente diciendo:

    —Sí, sí. No hay duda que está escrito ahí. Pero deben creerme, ya no está aquí.

    “¿Por qué no escribimos antes? —pensé, miserablemente—. Debimos haber escrito." Pero estábamos tan seguros de encontrarlo, confiábamos tanto, que jamás se nos ocurrió pensar que pudo irse sin avisarnos.

    En ese momento oímos a un automóvil que se aproximaba. De él descendió una figura que llevaba camisa y pantalones y portaba en la mano un pequeño maletín negro.

    —Ha llegado —dijo el sirviente con apuro—. Ahora tienen que irse. Pero veníamos de muy lejos, habíamos abrigado muchas esperanzas y soportado demasiado para volvernos así no más.
    —Me quedaré y le preguntaré —dijo Nathan obstinadamente—. Tal vez él sepa.

    Y se quedó firmemente plantado.

    El médico, entretanto, se aproximaba. Bajo la delgada camisa noté el busto de una mujer y le susurré rápidamente a mi marido:

    —Ten cuidado. Es una mujer.

    Nathan me miró todo sorprendido.

    —Los pantalones… —empezó, pero no tuvo tiempo de decir más y se detuvo bruscamente, confuso y tartamudeante.
    —¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? Una voz de mujer, evidentemente.
    —Nuestro hijo vino aquí a trabajar hace algunos años —le dije—. Hemos venido a que nos dé albergue.
    —¿Cómo se llama?
    —Murugan.
    —¡Oh, sí! Vino a través de Kennington, ¿no es así?
    —Sí —dije ansiosa—. Kenny lo recomendó. Él ha sido muy bueno conmigo y con los míos.
    —¿Cómo está? —preguntó, olvidando que anhelábamos noticias de nuestro hijo—. No lo he visto en mucho tiempo.
    —Bien. Y contento desde que empezó a edificar el nuevo hospital. Mi hijo trabaja con él.

    Me miró pensativa y pude advertir que hubiera deseado saber algo más acerca del hospital, pero sólo dijo:

    —Por supuesto, ustedes están ansiosos por saber de su hijo. Me temo que no pueda ayudarlos. Salió de aquí hace casi dos años.

    ¡Salió hace dos años! ¿A dónde pudo ir? ¿Por qué se fue sin avisamos? Nos quedamos mudos, perplejos. Por último quise saber:

    —¿Pasó algo?... Quiero decir, ¿hizo algo malo?
    —No, nada de eso. Era un sirviente muy bueno y se fue en busca de mejor paga.

    Bueno —pensé—, por lo menos esto es mejor. Humedecí con la lengua mis labios resecos.

    —Si usted nos dijera adónde ha ido. Tenemos que dar con él..., no hay nadie más...
    —No estoy segura —repuso, con un asomo de lástima en la mirada—, pero he oído decir que trabaja para el recaudador. Él vive en la Colina Chamundi —agregó—. Cualquiera puede indicarles la casa, es una casa grande.

    Estábamos cerca de la puerta de salida cuando ella vino tras nosotros:

    —Se les ve a ustedes desfallecientes..., ¿no han comido?
    —Comimos en el templo —dije, evitando esos ojos sagaces.
    —Hace mucho rato de eso. Mejor es que coman aquí antes de irse.

    Llamó al sirviente y le habló rápidamente; él se nos acercó, no muy entusiasta, y nos condujo tras la casa.

    * * *

    Las dependencias de los sirvientes estaban detrás de la casa. Consistían en tres godowns ubicados en hilera. Habitaciones de paredes de ladrillo y piso de piedra, cada una con su respectiva entrada pequeña. Das, el sirviente, se detuvo en la primera y nos hizo señas para que entráramos. Adentro reinaba una media sombra, pues sólo había una ventana situada en altura, y un denso humo azul se alzaba de un rincón donde una muchacha se hallaba cocinando.

    —Esta gente va a comer con nosotros —anunció Das—. Son los padres de un tal Murugan a quien reemplacé.

    La muchacha se levantó y se nos aproximó risueña y de muy buen talante, dando de mamar a una criatura robusta y regordeta.

    —Bien venidos, más que bien venidos. Parecen muy cansados.

    Su amabilidad, su sonrisa, eran reconfortantes como el calor del sol en las coyunturas de un anciano; benignas como la lluvia sobre la tierra agostada. Sentí que desaparecía la cortedad que se había posesionado de mí y que renacían mis esperanzas. Nathan estaba visiblemente aliviado.

    —El arroz está casi listo —decía la joven—. Tal vez quieran lavarse antes de comer. El grifo está afuera; mi marido los acompañará.

    Das se puso de pie.

    —¡Oh, sí! Lo había olvidado. Por cierto que les sentará bien lavarse.

    Su voz se había vuelto más amistosa. Nos condujo al grifo que estaba como a un estadio de distancia. Alrededor de la base del grifo había un piso de cemento, pero el constante escurrirse del agua lo había desgastado y el suelo estaba mojado y lodoso en el contorno, con huellas de pisadas en todo sentido.

    Más allá estaba la letrina. Yo nunca había hecho uso de una y entré con recelo. No tenía puerta; simplemente cuatro paredes de calamina que no se unían en una de las esquinas, dejando espacio suficiente para dar paso a una persona. No tenía techo. A un lado había una zanja de poca profundidad, de la que emanaba un hedor insoportable; no había tapas; no había tierra propicia para cubrir lo que yacía allí expuesto a los azules cielos ofendidos; no había agua para limpiarlo. Salí de ahí y caminé por el barro hasta la cristalina corriente y me sentí mejor después de lavarme.

    —Tienes que acostumbrarte a estas cosas —me dijo Nathan—. Así vive la gente en las ciudades.

    Cuando regresamos, la muchacha estaba colando el arroz. Seguía aún con la criatura a cuestas. Asimismo, había dos o tres niños en la habitación.

    —¡Oh, sí! —dijo ella contestando a la pregunta que le hice—. Todos son míos. Siempre están aquí mis mocosos a la hora de comer. El resto del día no los veo.

    Los chicos se rieron encantados, retorciéndose de gusto. Su madre estaba atisbando una de las ollas del fuego, revolviendo y probando.

    —Ya está listo —dijo, satisfecha, enjugándose los ojos lagrimeantes con el borde de su sari. El humo debió también penetrar los ojos de la criatura, porque empezó a chillar.
    —Déjeme que lo alce —le dije—. Podrá trabajar mejor.
    —Es mujer. Muy rara vez llora —me dijo, entregándomela.

    La criatura, como para hacerse merecedora del cumplido, inmediatamente cesó de llorar.

    La joven tenía cortadas y listas varias hojas de plátanos.

    Las extendió y empezó a servir arroz y dhal en generosas porciones, como las que comíamos en tiempo de cosecha, aunque las nuestras eran todavía más grandes.

    —Es usted muy bondadosa en darnos tan bien de comer.
    —Comemos gratis —respondió—. La doctora es muy buena con nosotros y nos da arroz y dhal. Hoy mandó una cantidad adicional para ustedes.

    De modo que comimos con la conciencia tranquila, pues no me hubiera gustado consumir las provisiones de una familia para la cual, con todo lo bondadosa que fuera, sólo éramos extraños, y que, además, tenía suficientes bocas que alimentar.

    Al llegar la noche, la joven extendió una estera listada para que durmiéramos, pues nos había persuadido de que pasáramos allí la noche. Dormimos con el profundo sueño de aquellos que hallándose cansados comen bien y reposan bien.

    Partimos al día siguiente, bien temprano, después de agradecerle al médico, que era una mujer, así como a Das y su esposa, que tan bien nos habían tratado. Ella nos acompañó hasta el momento de partir, rodeada de sus hijos de ojos curiosos, alegre y risueña como la primera vez que la vimos. Ahora la veo tal como entonces, joven y bondadosa, siempre con una cálida sonrisa en los labios.


    CAPÍTULO XXVI


    LA CASA del recaudador, en Colina Chamundi, no fue difícil de encontrar. La propia colina podía verse desde millas a la redonda y todo el mundo había oído hablar del recaudador y sabía dónde vivía. Como dijo la doctora, era una linda casa, más alta que las jóvenes casuarinas que la rodeaban, y tan inmaculadamente, blanca que parecía que los pintores acababan de terminar su trabajo.

    Una valla de poca altura rodeaba la casa y el jardín, que se extendía a ambos lados de la colina. Varios peones se hallaban diseminados por allí, de turbante y cinturón, mucho más imponentes que los chowkidars de la tenería.

    Cuando vio que nos acercábamos, uno de los peones nos salió al encuentro.

    —No se permiten mendigos aquí.
    —No somos mendigos. Hemos venido por nuestro hijo Murugan que trabaja aquí.

    Los modales del hombre cambiaron. Nos miró casi con benevolencia y estuvo por decir algo, pero cambió de opinión y más bien hizo girar el pesado portón y nos indicó que lo siguiéramos.

    —Los llevaré donde la mujer de Murugan. Los cuartos de la servidumbre quedan detrás de la casa.

    ¡La mujer de mi hijo, la muchacha que yo nunca había visto! Mi hijo, que se había ido hacía tanto tiempo. Una extraña excitación se apoderó de mí y sentí que temblaba. Nathan apuró el paso a mi lado. Su propia excitación era también parte de la mía.

    —Ésa es la habitación de Ammu —dijo el hombre, señalando con el dedo—. Preséntense ustedes..., yo no puedo esperar.

    Se fue. El godown que señaló era muy semejante al que habíamos dejado: una habitación cuadrada entre una hilera de ellas, sólo que la hilera era mucho más larga. Había unas diez o doce habitaciones. La puerta estaba abierta y se oía que adentro lloriqueaba una criatura.

    —Ven —me dijo Nathan, con la voz alterada—. Entremos.

    Pero no pudimos entrar, a pesar de que la puerta estaba abierta, pues nos asaltó una repentina timidez y teníamos la sensación de ser unos intrusos. Terminamos parados junto a la puerta y por último llamamos.

    Salió una muchacha flaca, con el pelo despeinado.

    Traía a horcajadas en la cadera la criatura que habíamos oído llorar, un niño pequeño que se cogía del sari.

    Nos miró frunciendo levemente el entrecejo.

    —¿Quién es? ¿Qué quieren?

    Ni sonrisa ni palabras de bienvenida. “Quizás cree que somos mendigos —pensé—, lo que no es nada de extraño, puesto que lo parecemos." Nuevamente me asaltó la humillación por no haber traído nada, ni siquiera una cacerola.

    —Somos los padres de Murugan —dijo Nathan con suavidad—. Supongo que eres su mujer.

    La muchacha asintió con la cabeza. Luego, reponiéndose, se hizo a un lado para dejamos pasar. Nos siguió y se quedó de pie, mordiéndose los labios, como si no atinara qué decir.

    —Éstos deben ser nuestros nietos —dije, tratando de ignorar su actitud—. Hace mucho tiempo que deseaba verlos.
    —Sin duda... —dijo la muchacha. Sus labios se contrajeron un poco—. Sin duda, también quieren ver a su hijo. No está aquí.
    —No está aquí —repitió Nathan—. ¡Me dijeron que estaba aquí! ¿Cuándo va a volver?
    —Ojalá lo supiera —replicó ella—. No creo que vuelva nunca.
    —¿Qué quieres decir? ¿No eres su esposa? ¿Qué te hace pensar que nunca volverá?
    —Me abandonó —repuso con amargura—. Se fue hace cerca de dos años.

    * * *

    Habíamos recorrido un largo camino para escuchar malas noticias, y ahora parecía que no había cómo volver atrás ni cómo avanzar. Lo que habíamos ahorrado nos fue arrebatado. No quedaba nada más, nada que pudiésemos vender. Ni juventud ni fuerzas con las que pudiéramos traficar.

    Observé la habitación en que vivía la esposa de mi hijo y supe que de ningún modo podíamos permanecer allí. Los medios de que disponía no eran suficientes ni siquiera para ella y, por cierto, no llegarían nunca a cubrir nuestras necesidades. Con excepción de una escudilla llena de arroz, no parecía haber más alimentos en el cuarto. El niñito era menudo y de mejillas hundidas. A la madre se la veía agotada y macilenta. Era evidente que apenas podía alimentar a la criatura, que seguía lloriqueando a intervalos: el llanto del hambre, que es distinto de todo otro llanto infantil.

    —¿No hay algún modo de saber a dónde ha ido? dijo Nathan, por último—. Tal vez si tratáramos...
    —He tratado —repuso Ammu, con brusquedad—. ¿Creen que no? Se ha ido de la ciudad. Nadie sabe adónde.

    Ella demostraba un ligero aire de hostilidad, como si en cierto modo nos considerara responsables por la deserción de Murugan. "Como que en efecto lo somos —pensé con tristeza—. Le dimos vida y debimos darle una mejor enseñanza." Sin embargo, mirando atrás, era difícil ver cómo o dónde se había cometido el error.

    Llevábamos allí aproximadamente una hora, o tal vez menos, cuando Ammu se puso de pie.

    —Tengo que ir a mi trabajo..., ya estoy atrasada. Regresaré a mediodía para dar de comer a los niños. Quédense hasta entonces.
    —¿Vas lejos?
    —No...; aquí a la casa. Hago el barrido y la limpieza.
    —Debe ser trabajo duro —dije—. No pareces muy fuerte y la casa es grande.

    Ella se encogió de hombros.

    —No soy la única que lo hace..., además hay que vivir. No en todas partes se pueden ganar quince rupias al mes y vivienda gratis.

    El niño seguía a horcajadas en su cadera. Ella acomodó unos trapos en un rincón y lo acostó. Inmediatamente empezó a gemir.

    —Déjame tenerlo —le dije—. Puede ser que se calme.
    —Como quiera —repuso con indiferencia, alzándolo y pasándomelo—. Por supuesto, usted se da cuenta de que él nada tiene que ver con usted..., quiero decir, no es su nieto.
    —Por supuesto.
    —Una tiene que vivir —repitió, retadora, desafiante, sospechando un reproche que no podía haber. Pues es muy cierto, una tiene que vivir.

    A mediodía, como lo había anunciado, regresó. Nos había dicho que aguardáramos, pero ahora su actitud decía claramente que no debimos tomarlo al pie de la letra, que nos lo había dicho por obligación y nada más. En un adusto silencio empezó a preparar la comida. Encendió el fuego, fue a traer agua, coció el arroz. Llevaba el niño a cuestas, lloriqueando como antes, sin hacerle caso. No abrió la boca hasta que terminamos de comer. Luego nos miró.

    —¿A dónde van a ir? ¿Pueden regresar a su aldea? Sus ojos hostiles agregaban: "¿Cuándo, cuándo? No puedo tenerlos aquí indefinidamente. ¡Mientras más pronto se vayan, mejor!"
    —Tenemos que volver a nuestra aldea —convino Nathan—. No tenemos nada que hacer aquí. Vinimos sólo por nuestro hijo, se entiende.

    Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

    —Sí, a todos nos ha abandonado.
    —Tal vez tuvo sus motivos —dije.

    Cualquiera que fuese el derecho que esta mujer tenía sobre él, seguía siendo mi hijo. No podía permitir que se le echara encima toda la culpa...

    La cara de ella se ensombreció. La ira hinchó sus labios y puso fuego en sus negros ojos cavilosos.

    —Los motivos de siempre: las mujeres y el juego dijo con aspereza.

    Nos miramos la una a la otra, trémulas, a punto de pelearnos, la amargura rompiendo uno por uno los hilos de la tolerancia; pero cuando aún resistían algunos, repentinamente se desmoronó la apariencia externa de las cosas. Sólo vi que ella era una muchacha muy joven, más frágil que la mayoría, abandonada de su marido y haciendo todo lo que podía para mantenerse y mantener a sus hijos.

    —Lo siento —le dije, convulsa—. No estuve en mi entero juicio.

    Ella asintió muy levemente, aceptando mi explicación. La inflamación de su semblante desapareció.

    —Mejor es que nos vayamos, antes de que obscurezca —dijo Nathan, levantándose—. No estamos acostumbrados a esta ciudad... y las tinieblas no son una ayuda.
    —¿A dónde van a ir? —repitió Ammu la pregunta.

    En su voz había ansiedad. Bajo la sensación de alivio que no podía ocultar, sentí que su mente inquieta y preocupada iba de una duda a otra. No hubo palabras. El significado era tan claro como si las hubiese pronunciado: "Éstos son ancianos, estoy relacionada con ellos a través de mi marido, tengo una obligación para con ellos, pero ¿qué pasaría conmigo misma y con mis hijos? ¿No somos suficientemente pobres, suficientemente andrajosos, para tener que compartir nuestros recursos con dos personas más? Y, sin embargo, ¿qué será de ellos? No poseen nada". Las sombras de sus pensamientos, pesados y opacos, cruzaban su semblante afilado y pálido.

    —Volveremos al lado de nuestro hijo y nuestra hija —repuso Nathan—. Pero ¿qué va a ser de ti, hija mía? Más bien nosotros deberíamos preguntártelo. Nuestra época ya ha pasado, pero tú eres aún joven..., madre de dos hijos que no podrán ayudarte en muchos años todavía.

    Ella se quedó mirándolo, como si no estuviera acostumbrada a esa deferencia, casi incrédula, casi desconfiada.

    —Yo puedo hacerme cargo de mí misma y de mis hijos —dijo, acentuando el "mí misma" y el "mis hijos” de modo que entendiéramos "pero no de mis suegros"—. Ya me las he valido mucho tiempo.

    Esta muchacha nunca se conmoverá —pensé—. El infortunio la ha endurecido, lo que tal vez sea mejor, pues aún sufrirá muchos golpes.

    Parecía que no había nada más que decir, nada que nos detuviera allí. Ammu había empezado a desasosegarse, se agitaba inquieta en el lugar en que se había sentado, tirándose nerviosamente de los dedos, hasta que crujieron las articulaciones. Toqué con el codo a Nathan, que hallaba sumergido en sus pensamientos.

    —Debemos irnos.
    —Sí, sí —dijo él, saliendo—. Está haciéndose tarde.

    Miramos otra vez a nuestro nieto, que era parte de nosotros, así como a la pobre criaturita que ahora estaba silenciosa sobre el montón de harapos, y dijimos adiós. Ammu nos acompañó hasta la puerta. Ahora que realmente nos estábamos yendo, sus modales se volvieron más cordiales y desapareció el hostil estiramiento que había desplegado con el temor de que nos quedásemos.

    —Cuídense —nos dijo—. Buena suerte y que lleguen a casa sin novedad.

    Sus labios sonreían y trajo al niño hasta la puerta para que nos despidiera agitando la manecita.

    Aunque los habíamos conocido tan corto tiempo, hubo melancolía en la separación.

    Tal vez jamás los volvamos a ver, pensé con tristeza, y oí que a mi lado Nathan dejaba escapar un suspiro. Nos hallábamos tan absortos en nuestros pensamientos, que no prestamos atención a unos gritos que nos lanzaban, hasta que llegó corriendo uno de los peones, furioso y jadeante.

    —¿Son sordos? —vociferó—. ¡Les he dicho tres veces que no está permitido a los sirvientes usar esta puerta, y ustedes continúan como si nada!
    —No somos sirvientes.
    —¡Sirvientes o no, da lo mismo! Deben usar la puerta trasera. Vengan por este lado. Si los ven aquí, pierdo mi puesto.

    Lo seguimos. A cierta distancia de la puerta principal había una puerta más pequeña. Nos la señaló:

    —¡Allí! Y acuérdense de usar ésa la próxima vez.
    —No habrá próxima vez —dijo Nathan cortésmente—. Pero lo recordaremos.


    CAPÍTULO XXVII


    DOS O TRES de los parroquianos del templo nos reconocieron.

    —¡Cómo! ¿Otra vez de vuelta? ¿Líos con la nuera?
    —No, de ningún modo. Todo está bien.

    Algunos hicieron un gesto de desprecio, como diciendo que entendían muy bien lo sucedido. Otros se mostraron compasivos:

    —¡Oh, bueno! Las cosas a menudo salen al revés cuando uno menos lo espera. Tal vez pronto les cambie la suerte.

    Otros eran manifiestamente hostiles. Al igual que Ammu, pensaban que cada boca supernumeraria reducía su cuota alimenticia:

    —Los forasteros no debieran ser admitidos —gruñían—. ¿No hay suficientes desamparados en esta ciudad, sin que tenga que venirse toda la India?

    Los miramos con resentimiento. ¿No estábamos, acaso, tan hambrientos como ellos?

    Sin embargo, al poco tiempo nosotros también mirábamos a los recién llegados con ojos medrosos, preguntándonos cuánto menos habría con cada persona que llegaba.

    Cada noche había una batalla, más fiera ahora que teníamos que librarla cotidianamente. Vi, noche tras noche, lo que no había observado antes: arrebatarles sus muletas a los cojos, de modo que no pudieran tenerse en pie; separar a los inválidos de sus sostenes. De este modo su número se redujo a la mitad. Muchas veces mi marido se apartó a un lado, incapaz de soportar el espectáculo de la refriega. Si no se lo hubiese yo reprochado, el desagrado que le causaban todos estos procedimientos lo hubiera conducido a la muerte por inanición. Tal como estaban las cosas, la mayoría de las veces teníamos que conformarnos con una sola ración para los dos.

    Cuando la multitud se dispersaba para irse a dormir, a mendigar, a recoger desperdicios, nosotros nos sentábamos en los silenciosos patios, bajo el frescor de la noche y de los tempranos amaneceres, o nos apoyábamos en las columnas de las galerías embaldosadas, haciendo nuestros planes y pensando, siempre pensando. Con cada día que pasaba, nuestra añoranza por la tierra crecía. Nuestros planes se forjaban sobre un fondo de tierra parda, praderas verdes y maduros arrozales susurrantes; pero, extrañamente, no como lo eran, sino como los habíamos conocido antes..., frescos, abiertos, inmaculados, con sus delicados acordes y fragancias intactos, con sus claros cielos y los pájaros buscando refugio entre la hierba. Paralelamente con estos anhelos, nuestra aversión a la ciudad crecía y crecía, hasta convertirse en un odio negro, arrollador.

    —Mejor es morirse de hambre donde nacimos que vivir aquí —decía Nathan apasionadamente—. Pase lo que pasare, sea lo que fuere lo que nos espera, tenemos que regresar.

    Pero, ¿cómo? No tenemos dinero. Mi esposo puede cultivar con habilidad, sembrar y cosechar, pero aquí no hay tierra. Yo puedo hilar o tejer, o trenzar esterados, pero no hay dinero para el huso, el algodón o la fibra. ¿A dónde puede acudir un hombre si no tiene dinero? ¿A dónde puede ir? Ancho, ancho es el mundo, pero tan estrecho como las monedas que una tiene en la mano. Como cabra maneada, ni más ni menos. Sólo el dinero puede estirar la cuerda. Sólo el dinero.

    Un día se me ocurrió que yo podía dedicarme a lectora de cartas, como existen en la mayoría de las aldeas y, seguramente, también en las ciudades.

    —¿Quién ha oído hablar alguna vez de lectoras mujeres? —me dijo Nathan—. Nadie te ocupará.
    —Si cobro poco, menos que los otros, con seguridad que tendré clientela —respondí—. En todo caso, puedo intentarlo. Hasta unas pocas annas nos servirían.
    —¿Crees que podrías?

    Nathan se hallaba a medias desesperanzado y a medias confiado. No sé por qué razón, sólo me contagió la confianza.

    —Claro, estoy segura. Y si no sólo leo cartas, sino las escribo, ganaré aún más.
    —¿Cómo podrías escribir sin papel ni tinta?
    —A aquel que pide le será concedido —dije con confianza—. Déjalo de mi cuenta.

    Nos miramos el uno al otro y se agitó la esperanza, bien que mesurada, pero animándonos.

    —Vamos a necesitar unas diez rupias —dijo Nathan, para pagar al carretero y para alimentarnos en el trayecto..., digamos dos rupias más, para el caso de que el viaje dure tres días.
    —Ocho cartas al día, al precio de una anna por carta —dije yo—. Digamos que la mitad para arroz…

    Hicimos nuestros cálculos, sin permitir que entrara en ellos ningún optimismo, de modo que pudiéramos estar seguros, absolutamente seguros. Y al final nos dijimos el uno al otro:

    —Pronto estaremos de vuelta.

    * * *

    Todo ese día y muchos días posteriores me senté al lado del camino que conducía a la feria, pregonando mi oferta ante los transeúntes, sumándome al bullicio general. Hombres que pasaban de prisa se detenían un momento para mirarme inquisidores antes de proseguir su marcha; los holgazanes se paraban o se sentaban cerca, dando rienda suelta a su curiosidad; jovenzuelos que vagaban por ahí, de modales y miradas insolentes, hablaban en alta voz, articulando las palabras con exagerada claridad Para que yo los oyera:

    —¡Dice que sabe leer! ¡No hay duda de que estos campesinos se están superando a sí mismos!
    —¡También es "escritora"! ¿Con qué crees que escribe?
    —Probablemente con su...

    Cuchicheos, risas.

    —¡Oh, sal de aquí! Hace tiempo que ya no le viene...
    —Debe de estar loca para imaginarse...

    Yo no les hacía caso y continuaba mi pregón, impertérrita.

    Al terminar el día mi voz estaba ronca. Tenía en la boca el sabor del polvo que levantaba cada par de pies. Mi cabello estaba cubierto de una capa de polvo. Había ganado dos annas y las gasté en bocadillos de arroz para comérnoslos en la mañana.

    * * *

    Terminó un año. Empezó otro. Los adoradores del templo trajeron guirnaldas de jazmines en vez de crisantemos y desaparecieron las rosas de los pies de los dioses. Permanecíamos aún en la ciudad. Ya sea por sus emanaciones o por la frustración de nuestras esperanzas, mi esposo empezó nuevamente a sufrir de reumatismo y al mismo tiempo le volvieron sus antiguos ataques de calentura. Una y otra vez me repetía yo a mí misma: tenemos que irnos de aquí. Sobre todo de noche, cuando sentía a mi marido estirarse y retorcerse en el sueño, me parecía que era la única esperanza para él. Yo miraba la llama amarilla encendida en la cúspide del templo y las vigilantes esculturas de los dioses que nos rodeaban, y sólo una oración salmodiaban mis labios.

    Una noche volvía yo al templo, apresurándome para llegar a tiempo a la distribución de comida, cuando oí que alguien me seguía a la carrera, gritando algo que no podía entender. Por último me detuve y miré hacia atrás, reparando en un chico que llegó acezante. Era la hora del crepúsculo y no lo reconocí.

    —No se haga la que no me conoce —me dijo acusadoramente—. Soy Puli. He venido por mi paga.
    —¿Paga? ¿Qué paga? Yo no debo nada a nadie.

    Seguí caminando, apurada, y el rapaz me siguió.

    —Yo la llevé a casa de la doctora..., no hace tampoco mucho tiempo..., usted prometió pagarme.

    Ahora pude acordarme. Era el chico descarado que nos condujo en busca de Murugan.

    —Si no me paga —continuó, amenazante—, será peor para usted. A mí nadie me trampea.

    No pude por menos que sonreírme. Este niño hablaba como un hombre, usando las palabras de un rufián.

    —Te pagaría si pudiera —le dije, tratando de apaciguarlo—, pero no tengo nada. Ven a ver con tus propios ojos si no me crees.
    —No la creo —me dijo con franqueza—. Iré a ver yo mismo.

    Me apresuré y él siguió mis pasos con un silencio suspicaz. Nathan salió corriendo a mi encuentro.

    —¿Dónde te metiste? La comida se ha acabado. Por fortuna hoy pude llegar al reparto. De otro modo nos morimos de hambre.
    —Échale la culpa a este jovenzuelo. Me detuvo para discutirme.
    —¿Quién es? ¿Qué quiere de ti?

    Antes que yo contestara el chico se adelantó.

    —Quiero mi plata, eso es lo que quiero —dijo con ferocidad—. Ya sabré cómo cobrarla.
    —¿Plata? ¿Por qué? —preguntó Nathan, perplejo. Él también se había olvidado.
    —Él nos condujo a la casa de la doctora cuando acabábamos de llegar —le expliqué.

    Hubo una pausa. Nathan rasgó cuidadosamente en tres pedazos la hoja de plátano que traía y empezó a poner en cada uno porciones de arroz y dhal. Con las ganancias del día yo había comprado, como de costumbre, un bocadillo de arroz, que partí para distribuirlo.

    El muchacho lo observó con fijeza.

    —¡Usted tiene que tener dinero! De otro modo, ¿cómo podría comprar bocadillos de arroz?

    Di un suspiro.

    —Gano dos annas al día escribiendo cartas..., a veces algo más, a veces algo menos. Con ese dinero compro comida.
    —¡Lo que no es irrazonable —terció Nathan, molesto— si se toma en cuenta que a veces una ración tiene que estirarse para tres!

    Al fin, Puli pareció satisfecho. Empezó a comer, y una vez más vi que no tenía dedos, sino troncos. Él no parecía hallar ninguna dificultad en manejarse sin dedos, salvo que una o dos veces tuvo que emplear ambas manos y mostraba cierto desmaño en manipular la comida. A pesar de mí misma, no podía apartar mis ojos de sus manos. Mientras trataba con mayor ahínco de fijar mi vista en otro lado más rápido volvía a ellas. Puli, aparentemente inadvertido seguía comiendo impasible.

    Está acostumbrado —me dije—. Conoce y acepta la vergonzosa y exasperante curiosidad de los seres humanos.

    Una vez que comimos, arrojamos las hojas a las cabras y nos lavamos. Puli me sorprendió acostándose a nuestro lado.

    —Mejor es que te vayas a tu casa —le dije, tocándolo con el codo—. ¿Qué pensaría tu pobre madre si te quedaras aquí toda la noche?
    —No tengo madre, ni pobre ni de otra clase —repuso—. No hay nadie que se preocupe por mí, ni yo me preocupo por nadie, lo que es una buena cosa.

    Se dio vuelta a un costado y se durmió de inmediato.

    Yo pude sentirme aprensiva por él, pero sabía que era suficientemente capaz de cuidarse a sí mismo; o pude compadecerlo, mas él no lo deseaba de manera alguna. De todos modos, yo no podía dejar de sentir una vaga responsabilidad que, por cierto, no estaba en posición de asumir.

    —Probablemente es más apto que nosotros para luchar por la vida...—empezó Nathan, y aunque no hacía sino reflejar mis pensamientos, me encontré con que yo misma lo interrumpí, indignada:
    —¡Cómo puedes decir semejante cosa! Es sólo un niño, no mayor de nueve o diez años. Y ni siquiera está sano como nosotros.

    A la mañana siguiente, Puli demostró que mi marido tenía la razón. Cuando despertamos, estaba sentado a nuestro lado, las piernas entrecruzadas, el ceño fruncido, meditabundo.

    —¿Usted gana dos annas después de trabajar todo el día? —me preguntó.
    —Sí. A veces tres o cuatro.
    —Entre dos y cuatro, entonces —corrigió impaciente—. ¿No tiene deseos de ganar más?

    Me quedé mirándolo.

    —Si solamente pudiera —le dije, casi sin aliento—. ¿Hay algún modo?
    —No lejos de aquí hay una cantera de piedra. Los trituradores de piedras ganan buenos jornales.
    —¡Quién va a emplearnos a nosotros a nuestra edad!—exclamó Nathan, contristado—. En todo caso, ese trabajo arduo no es para nosotros.
    —La edad no tiene nada que ver —dijo el chico, perdiendo la paciencia—. En cuanto a quién los empleará, no hay tal cosa. Cualquiera puede ir, trabajar y cobrar su jornal de acuerdo a los resultados..., a tanto por costal.
    —¿Seremos capaces de ese trabajo?
    —¡Por supuesto que sí! Toda clase de gente trabaja en la cantera: hombres, mujeres y niños. Yo también trabajaría —agregó—, pero no puedo sostener con suficiente firmeza el martillo o la piedra. Uno puede ganar mucho si trabaja rápidamente.
    —Condúcenos —dijo Nathan—. Estamos en tus manos.

    * * *

    Mucho antes de llegar a la cantera escuchamos el ruido que hacían los trituradores de piedras. El golpe seco de la piedra contra la piedra y explosiones sordas a ciertos intervalos. Al aproximarnos, el ruido creció y teníamos que hablar a gritos para poder hacernos oír.

    La cantera se hallaba situada en la ladera de una colina, no como la Colina Chamundi, placentera y tranquila sino más pequeña, desnuda y rocosa, con manchas de nopal por aquí y por allá. A un costado la colina descendía en brusca pendiente, casi vertical, y allí estaba la cantera propiamente dicha: un enorme cráter irregular sembrado de cantos rodados y rocas puntiagudas. A su lado había hoyos de diverso tamaño. Gente por todas partes, algunos trabajando en la cantera y otros diseminados por el contorno. Los hombres más corpulentos partían las grandes piedras y las mujeres y los niños fragmentaban los pedazos más pequeños. Movimiento en todos lados: millares de brazos que se alzaban y caían, manos batientes, espaldas que se doblaban y enderezaban en inexorable ritmo. Observé que a ciertos intervalos se alzaba una bandera roja, que aparentemente era señal de peligro, pues aquellos que trabajaban en las cercanías de inmediato se dispersaban y aguardaban a una prudente distancia; luego se oía un agudo silbido para prevenir a aquellos que no habían visto o no habían obedecido la señal, y a los pocos segundos seguían esas explosiones que alcanzamos a oír al acercarnos a la cantera.

    —La roca se hace volar con pólvora —nos explicó Puli—. La municipalidad manda empleados especiales para eso, pero el resto del trabajo puede hacerlo cualquiera.

    Así lo parecía. Había gente de todas las edades y tamaños. Pero nosotros no sabíamos cómo empezar.

    —Empiecen aquí —dijo Puli—. Estamos algo alejados de la cantera donde ocurren la mayor parte de las explosiones. Así no tendrán que correr tan a menudo.

    Se sentó, observándonos vigilante.

    —Yo nunca he hecho antes esta clase de trabajo —dije, irresoluta—. No sé cómo...
    —¡Oh, es muy fácil! Simplemente golpee la piedra hasta romperla. La cuestión es obtener el tamaño justo. ¿Ve ese montón? —dijo, señalando un rimero de piedras, la mayoría de las cuales era del tamaño del puño de un niño—. Trate de romperlas de ese tamaño.

    Y ésa era, precisamente, la dificultad: romper la piedra al tamaño deseado. A veces resultaban muy grandes, a veces muy pequeñas. Golpeábamos suavemente y sólo saltaban astillas; golpeábamos con fuerza y se desmenuzaban. El aire estaba lleno de polvo y partículas de piedra. Parte del problema era mantener los ojos abiertos al golpear.

    —No es una manera fácil de ganarse la vida —dije—. Es más difícil de lo que parece.
    —Si tuviéramos un martillo —gruñó Nathan—, por lo menos no perderíamos tanto tiempo.

    Sin embargo, había muchos sin martillo, como nosotros, que realizaban buenos progresos. Una o dos veces me detuve para observar, admirada y envidiosa, cómo las piedras se rompían obedientes al tamaño preciso bajo sus diestros golpes e iban creciendo los voluminosos rimeros.

    Una sola vez fuimos perturbados por una explosión en la proximidad. Embebidos como estábamos en nuestro trabajo, ninguno de nosotros vio la bandera roja y, con el constante martilleo que sacudía nuestros tímpanos, tampoco oímos el silbato. Pero Puli, más alerto que cualquiera de nosotros, nos dio unos empujones para que nos alejásemos. Mientras corríamos sentimos temblar la tierra bajo nuestros pies.

    —Deben aprender a tener cuidado —nos dijo Puli severamente, mientras piedras y tierra todavía caían como una granizada sobre nosotros—. ¿No oyeron el silbato o a la gente que les gritaba? Estas explosiones son un fastidio —prosiguió—. Van a encontrar sus piedras desparramadas... pero ya se irán acostumbrando.

    Por cierto que las piedras se habían desparramado y se hallaban mezcladas y confundidas con las de otros jornaleros. Pero cuando recolectamos las que considerábamos nuestras, nadie hizo ningún reparo.

    —A veces se pierde, a veces se gana —dijo un hombre, filosóficamente—. Se compensa por sí mismo.

    Me sentí agradecida de encontrar este espíritu de armonía: ninguno de nosotros tenía deseos de meterse en inútiles discusiones.

    El sol se estaba poniendo cuando terminamos. La pila de piedra que teníamos no era muy grande, ni tampoco para nuestros orgullosos ojos, muy pequeña. A nuestro rededor todos cesaron de trabajar. Con la última luz del ocaso cesó el golpeteo. Al cerrarse la noche sólo unos débiles golpes de martillo revelaban que un solitario triturador proseguía su tarea.

    Me di vuelta al chico:

    —Bueno, ¿ahora qué? ¿Quién nos paga?
    —Tenemos que conseguir primero un costal —contestó—. Mejor si su marido nos espera hasta que volvamos. Venga, le voy a mostrar dónde queda la cabaña del mayoral.

    Lo seguí. La ladera de la colina estaba llena de gente en movimiento. Algunos cargaban costales llenos. Otros llevaban sobre las espaldas cestas de mimbre que crujían con el peso de las piedras, algunas de las cuales se escapaban por el ralo tejido y caían al suelo.

    A cierta distancia de la cantera se alzaba la cabaña del mayoral: una pequeña oficina con techo de palma y paredes de fibra prensada. Las dos puertas, a ambos extremos, estaban abiertas. Una larga cola de gente entraba lentamente por la una y salía por la otra, sin costales pero con dinero. Me sumé a la cola, con las manos vacías. Puli estaba parado a alguna distancia; de algún lado había sacado un platillo de limosna que sostenía con el antebrazo, mientras mostraba sus manos mutiladas a los que pasaban. Noté que había cambiado la voz, haciéndola débil y temblona al repetir el sonsonete suplicante:

    —Tengan piedad de este pobre huérfano. Tengan piedad...

    Mal escogido el lugar —pensé—. Aquí sólo vienen los pobres. Mas, para mi sorpresa, vi que dos o tres personas dejaron caer pies en el platillo. Pronto pudo hacerlo sonar, atrayendo aún más la atención.

    La cola se movía lentamente hacia adelante. Fui arrastrando los pies con ella. El hombre que estaba detrás de mí llevaba dos cestos cargados; a cada paso me punzaba con ellos, hasta que me di vuelta irritada. Entonces vi que era un hombre muy viejo y que la carga que llevaba se resbalaba todo el tiempo por sus flacas canillas, y cada vez que daba un tirón para acomodarla me daba un topetazo. Mi irritación se desvaneció.

    —Veo que ha estado activo hoy —le dije.
    —No más que de costumbre..., generalmente lleno dos cestos.
    —Nosotros éramos dos —confesé—, pero dudo que hubiéramos llenado ni siquiera uno.
    —Van a trabajar más velozmente cuando se acostumbren. Son nuevos aquí, ¿no?
    —Sí. La primera vez que hemos venido.
    —Así me pareció. Tienen que recoger los costales tan pronto como lleguen. De otro modo es una larga espera luego tienen que regresar y esperar de nuevo.

    Le agradecí, sintiéndome sorprendida de que Puli no lo hubiera sabido; él, que era tan competente a su modo. Después pensé que sólo era un niño, a pesar de sus ínfulas.

    Llegó mi turno y entré. Un hombre estaba sentado en el suelo, escribiendo en un pequeño pizarrón de madera que tenía al frente, sostenido en ladrillos.

    —¿Cuántos? —preguntó, sin alzar la vista.
    —Sólo uno.

    Asentó algo en un libro y extendió la mano para tomar unas monedas. Me miró.

    —¿Dónde está tu costal?
    —No tengo..., he venido justamente para eso —tartamudeé.
    —¿Por qué no lo pediste en primer lugar? —dijo, enojado—. ¿Estás tratando de obtener dinero por nada?

    Volvió a poner las monedas en su sitio y tomó uno de los cestos amontonados tras él.

    —Aquí tienes..., no quedan costales. Y apúrate, porque, si no, no se te pagará esta noche.

    Lo tomé y volví corriendo en busca de Nathan. Jadeantes de apuro llenamos el cesto y volví a colocarme en cola que todavía esperaba frente a la cabaña.

    —Dos costales, una rupia..., tres costales, uno ochenta… —repetía la voz del mayoral, monótona, ligeramente aburrida.

    Inclinándome, deposité mi costal frente a él.

    —Un costal, ocho annas —dijo. Luego con fastidio, alterando su ritmo—: No allí. Detrás, con las otras.

    Puse el cesto al lado de los otros. Ahora, al fin, me pagarían. Él tomó el dinero, dos monedas de cuatro annas cada una, y las dejó caer en la palma de mi mano.

    Nathan estaba esperándome ansioso.

    —¿Cuánto? —me preguntó.
    —¡Ocho annas!

    Nos miramos el uno al otro, risueños, felices.

    —Pronto nos iremos a casa —me dijo suavemente—. ¡Qué te parece!

    Juzgamos natural esperar a Puli, como que se nos unió a los pocos minutos. El chico se nos había pegado por propia voluntad y nosotros dábamos por seguro que seguiría a nuestro lado.

    —Bueno —le dije al verlo venir—. ¿Cómo te fue? Te vi muy ocupado.
    —Mal —repuso tristemente, exhibiendo una anna—. Esto es todo lo que conseguí con tanto esfuerzo.

    Yo había oído el tintineo de numerosas monedas y, aparentemente, también Nathan, que le dijo con sequedad:

    —Debes de ser muy hábil para hacer tanto ruido con una sola moneda.

    Hubo un silencio. En seguida Puli se recobró:

    —¡Ah, eso! Verdad, había otras monedas, pero eran pies y los cambié por esta anna.

    Era un niño ladino en muchos aspectos. Nos sacaba ventaja.

    * * *

    Puli nos acompañaba todos los días a la cantera. Generalmente permanecía con nosotros mientras trabajábamos y luego volvíamos juntos al templo. Toda la ganancia se la dábamos para que la guardara. El robo del dinero de mi sari, mientras yo dormía, había minado no sólo mi confianza, sino la de Nathan. Además Puli era, a todas luces, más competente que nosotros para cuidarlo.

    Calculamos que si ganásemos ocho annas al día y nos ingeniáramos para vivir con cuatro, podíamos ganar dinero suficiente para el viaje de vuelta en cuarenta días.

    —Sea como fuere, dentro de dos meses —dijo Nathan—, teniendo todo en cuenta.

    Se dirigió a Puli, quien había comprado unas bolitas de cristal que lanzaba al aire y recibía en su platillo de limosna, pues no podía jugar con ellas de ningún otro modo.

    —¿Y tú? ¿Vendrás con nosotros?

    El niño abrió tamaños ojos. Parecía que la idea de dejar la ciudad le disgustaba profundamente. Sacudió la cabeza.

    —¡No! No quiero ir a la aldea de ustedes.
    —Es mucho mejor que aquí —le dijo Nathan, tratando de seducirlo—. Más tranquilo, con campos verdes, aire libre…, y, cuando el arrozal está maduro, ¡oh!, un panorama que jamás has visto.
    —¿Y qué haría yo allí? —repuso Puli desdeñosamente—. Yo no sé nada de esos campos verdes de ustedes. Y, lo que es peor, ni siquiera son de ustedes. ¿Quieren que me muera de hambre allí?
    —Tienes razón —dijo Nathan, con tristeza—. No tenemos nada que ofrecerte.
    —Yo no sé para qué quieren regresar —continuó Puli—. Ustedes mismos me han dicho que no tienen tierras. ¿De qué van a vivir?

    Nosotros mismos no lo sabíamos. Habíamos partido de allí porque no teníamos con qué vivir. Regresábamos porque aquí tampoco teníamos. Comíamos una vez al día y eso era todo. Cuando llegara el día en que tuviéramos que comprar ropa para cubrirnos, o una estera para acostarnos, o medicamentos para las calenturas de Nathan, no habría nada.

    —Eres demasiado joven para comprender —le dijo Nathan—. Éste no es mi hogar. Nunca podría vivir aquí.
    —Y, sin embargo, vino.
    —Vine porque me vi obligado y en la creencia de que mi hijo vivía aquí. Ahora se ha ido y nadie sabe dónde. Tengo que volver a mi hijo menor. Él nos mantendrá, de algún modo.
    —¿Está seguro? —insistió el despiadado chicuelo—. Usted está muy viejo para estar viajando de acá para allá.
    —Por lo menos estaré donde nací y crecí. La ciudad no es lugar para mí. Estoy perdido en ella. Y estoy muy viejo para aprender a que me guste. —Cambió de tema—: ¿Cómo vivirás cuando nos vayamos?
    —Como antes —repuso Puli, con indiferencia—. Nosotros mendigamos, a veces trabajamos; cuando podemos, hurtamos en las tiendas..., yo y los otros chicos... Conozco todas las calles y pasadizos —agregó orgullosamente—. Me han perseguido a menudo, pero nunca me han atrapado. Si ahora me fuera a la aldea de ustedes, no sabría ni dónde esconderme, ni dónde buscar. ¡No, no me moveré de aquí!

    No tratamos de disuadirlo, aunque la idea de irnos sin él era entristecedora. En el corto tiempo que habíamos pasado juntos, nos habíamos vuelto curiosamente dependientes del niño, respetando tanto su espíritu independiente como sus amplios conocimientos de la ciudad y de las muchas clases de gente que la poblaban. Con todo, pensé en lo que no quería pensar: en la época en que la enfermedad que había reclamado sus dedos subiría gradualmente minando sus brazos o afectando algún otro órgano: sus pies o sus ojos. ¿Qué sería entonces de este niño inteligente e intrépido que se jactaba de mantenerse sólo? Las proezas del coraje humano tienen su límite.


    CAPÍTULO XXVIII


    A MEDIDA que pasaban los días, después de contar annas empezamos a contar las rupias. Cuatro, cinco, seis rupias. Hasta Puli empezó a mostrar excitación. Una vez trabajamos tan bien —o las piedras fueron tan benévolas—, que ganamos una rupia en un solo día. Le entregué la moneda a Puli, como de costumbre, y éste la metió en la raída bolsita que cubría sus partes pudendas. Yo no sé adónde transfería de allí el dinero que le dábamos. Era cuestión suya y nunca nos lo dijo: pero, ciertamente, nunca se perdió un solo pies.

    Ese día regresábamos jubilosos en el cobrizo crepúsculo que ya se orillaba de negro, como ascuas agonizantes rodeadas de cenizas. Caía una fina llovizna, tan fina que bien podía ser rocío. Tenía la sensación de que mis pies no se asentaban sobre la calle, sino sobre la blanda tierra de las madrugadas campesinas. Con la imaginación, ya estaba en casa.

    El solitario camino tortuoso que salía de la cantera se dividía en varias calles. La más importante conducía al bazar y ésa fue la que tomé.

    —Yo seguiré hasta el templo —me dijo Nathan—. Me siento un poco cansado. Además, no se necesitan dos para comprar bocadillos.
    —Tal vez algo más que bocadillos de arroz por esta vez —le dije alegremente, haciéndole un guiño a Puli—. Anda, te daremos una sorpresa.

    Fui a la pequeña tienda a la que iba cada mañana, con Puli caminando ansiosamente tras mí. El vendedor me saludó como a una vieja cliente. Era un buen hombre. Con lo poco que yo le compraba, siempre escogía los bocadillos de arroz más grandes por el mismo precio, y a veces hasta les añadía un poquito de ghee.

    —Espere un rato —le dije, cuando empezó a envolver los bocadillos en una hoja de plátano—. Va a ser algo más hoy día.
    —Conque tenemos dinero, ¿eh? —gritó, riendo y dándose sonoras palmadas en los muslos—. Bueno, pues has venido al lugar preciso. Tengo un surtido que pocos tienen y, no lo olvides, ¡a precios más bajos que nadie! ¿Qué vas a llevar? ¿Frituras de papas que han sido tostadas en mantequilla y se deshacen por dentro? ¿O estas tortillas fritas que yo mismo he rellenado de cebollas?... ¿Algo dulce para el niño?... ¿Alfeñiques o estos exquisitos caramelos?

    ¿Qué podrá ser, qué podrá ser? Inspeccioné todas las golosinas, lo que nunca me había atrevido a hacer antes, y encontré casi imposible decidirme. Puli andaba dando saltitos a mi lado, fluctuando también entre un exquisito bocado y el otro.

    Ese pilaff, con su apetitosa fragancia, y tiene nueces tostadas..., o, no, creo que las frituras durarán más...” Por último, compramos las tortillas, una para cada uno, pagando seis annas por las tres y cuatro annas por dos bocadillos de arroz.

    Bueno, si somos extravagantes, es sólo una vez —me dije, buscando cómo consolar mi mente intranquila—. Diez annas es sólo un poco más de lo que acostumbramos gastar. El cambio de comida nos hará bien."

    Pero el atolondramiento no terminó ahí. Al caminar nos topamos con un buhonero que tenía unas narices sensibles y que husmeó que teníamos un poco de dinero y poco, control para conservarlo. Se vino tras nosotros y empezó sacar y exhibir sus mercancías. Por último sacó un pequeño carretón de madera, al que amarró un cordel, y empezó arrastrarlo mientras nos seguía.

    —¡Un carretón de tambor! —gritó Puli, y repitió lo que el hombre decía—: No tenemos que comprarlo, parémonos y miremos solamente.

    Me tiró del sari. Así que nos detuvimos, miramos el juguete, que, por cierto, era muy bonito, una primorosa reproducción de una carreta de verdad. La madera había sido tallada hábilmente, con rayos pintados en las ruedas y un yugo que se movía sobre la nuca de los bueyes de colores.

    —Tíralo y sonará el tambor —dijo el astuto vendedor, pasándole el cordel a Puli.

    ¡Cómo iba a poder éste resistirse, que era un niño cuando yo misma estaba encantada con el juguete! Así que tiró del cordel y el carretón avanzó hacia él, las patas de los bueyes se movieron y los palillos del tambor que tenía el carretero en las manos se alzaron y cayeron sobre el diminuto instrumento que tenía delante, un tamborcito de verdad, con los lados encordelados y cubierto de una piel estirada. Tan, tan, tan, sonaba el tambor. Mientras más rápido se tiraba, más rápido sonaba.

    —Sólo dos annas..., nunca podrá comprar algo más barato…, es lo que me costó hacerla... No gano nada vendiéndolo. Me veo obligado, porque no he vendido un solo juguete en todo el día.

    Miré de reojo a Puli. Éste me estaba mirando con unos ojos que parecían faroles. Tenía el cordel entre los troncos de sus dedos y seguía tirando, como si el rataplán del tambor fuera una dulce música para sus oídos.

    —¿Por qué no lo compras con tu propio dinero si lo quieres? —le dije, sintiéndome incómoda—. Te veo mendigando todos los días..., sabes que ya he gastado más de lo que debiera.
    —Dos annas más no tienen importancia —trató de convencerme—. Prometo que nunca más volveré a pedirle algo.
    —Pero tú tienes dinero propio —repetí—. Yo misma lo he visto.
    —Lo he gastado todo —contestó balbuciente—. La gente me daba en un comienzo, pero ya se ha acostumbrado a mí. Es un mundo cruel.

    De nuevo pensé: "Después de todo, es un niño, tierno y ansioso todavía. Cualquier cosa que pueda decir o hacer es porque ha vivido tan corto tiempo, y nada fácilmente".

    Tan pronto como asentí con la cabeza empezó a hurgar la bolsita, sin poder desatarla con el apuro; hasta que tuve que hacerlo por él, sacando las monedas necesarias, todavía tibias con el calor de su cuerpo, y entregándoselas al buhonero.

    Luego, animada por este traspié, la extravagancia tomó alas y no pude resistirme a sacar dos annas más y comprar otro carretón.

    Para mi nietecito —me dije—, que tanto ha tenido que padecer desde su nacimiento. y me imaginé sus blancas mejillas transparentes sonrojándose de excitación, mientras Ira rondaba por ahí con su cara como una flor y apuntando en sus labios esa extraña sonrisa que la agraciaba.

    El vendedor tomó el dinero y se largó aprisa, temiendo, sin duda, que yo recapacitara. Seguimos caminando. Puli arrastraba uno de los carretones y yo llevaba el otro junto con los bocadillos de arroz, las tortillas y una moneda de dos annas, que era todo lo que quedaba de las ganancias del día. Entretanto, yo pensaba y pensaba sobre la explicación que le daría a mi marido.

    Una vez dentro del recinto del templo divisé a mi marido y corrí hacia él, ordenándole al niño que recogiera el carretón con su tambor infernal: Pero no lo hizo; estaba embelesado: la carreta tenía que continuar percutiendo tras él.

    —No sé qué me pasaría —le dije a Nathan, sin preámbulos, toda contrita—. Voy a trabajar mucho mañana para compensar. Ya verás.

    Nathan me miró. Tenía la mirada apagada.

    Está enojado —pensé—. No hay de qué extrañarse.

    —Tenemos una sorpresa para ti —le dije, con pretendido júbilo—. ¡Mira, tortillas!

    Les echó una mirada y se puso rápidamente de pie. Lo vi alejarse tambaleante, más allá de los corredores empedrados. Cuando le pasaron los espasmos de la náusea, regresó y se apoyó en un pilar. Tenía escalofríos.

    —Fue la comida —me dijo—. Me revolvió el estómago.
    —Has trabajado demasiado. No es bueno exagerar.
    —Me he sentido afiebrado todo el día, desde esta mañana.

    Lo toqué y sentí que su cuerpo ardía. Tenía la piel reseca y atezada. Evidentemente, había estado enfermo varias horas.

    ¿Por qué tenía que pasarte esto? —deseaba decirle—. ¿Por qué? Pero sólo le dije:

    —Acuéstate y descansa. Te sentirás mejor.

    Puse su cabeza en mi falda y le di masajes en las extremidades, para que desapareciera el malestar.

    * * *

    La lluvia, que había empezado como una fina garúa, por la mañana caía a cántaros. Como ocurría siempre cuando llegaba el monzón, el aire caía sobre la tierra como una pesada manta, sofocante y húmeda, pero luego sopló el viento a través de la lluvia, frío y desapacible. Nathan tenía aún escalofríos, pero ya no eran violentos. Dividí los bocadillos de arroz y comimos en silencio, deprimidos por la lluvia incesante.

    Nathan ha comido su parte —me dije—. Debe estar mejor. Es el frío el que lo hace temblar. No obstante, le dije con ansiedad:

    —Quédate y descansa. No te hará bien salir con esta lluvia. Saldrás mañana.
    —Lloverá mañana y pasado mañana —repuso—. Es el monzón. No puedo quedarme aquí ocioso, mientras vuelan los días y seguimos lejos del hogar.

    Fuimos a la cantera los tres, sumándonos a los grupos de trabajadores que se arrastraban con dificultad por el sinuoso camino enlodado. Aquellos que tenían medios se habían comprado esas tiesas capas de hojas de palmera, con capucha, que los cubrían desde la cabeza hasta los muslos, haciéndolos aparecer como escarabajos andantes. Pero esas prendas eran costosas, a doce annas cada una. La mayoría de los trabajadores no disponía de ellas.

    La lluvia había reblandecido el camino. Al andar manaba barro líquido por entre los dedos de mis pies. Delante y detrás de mí había docenas de pisadas, muchas de las cuales parecían pequeños charcos, donde el agua se había escurrido. Las huellas de las carretas también estaban llenas de agua; largas líneas que se entrecruzaban, con barro acumulado en los bordes. Se adelantaron a nosotros tres o cuatro carretas vacías, que iban a recoger las piedras trituradas. Los bueyes pujaban para arrastrarlas por el cenagal, con los flancos resbaladizos de sudor y lluvia. Las ruedas se hundían profundamente en el lodo, chirriantes, salpicando barro a cada vuelta.

    —La peor estación del año —escuché que alguien comentaba—. Pase lo que pasare, no trabajaré en esta época el próximo año.
    —¡Bah! Todos los años lo dices.
    —No; de veras. Esta vez va en serio..., aunque me muera de hambre.

    Planes...; cada uno tenía planes. Todos se basaban en el dinero: economizar lo suficiente para no mojarse; economizar lo suficiente para liberarse de las cadenas; economizar lo suficiente para irse.

    El ruido de las piedras llegó hasta nosotros, empapado por la lluvia, sordo, inconfundible. Unas pocas almas valerosas se habían levantado antes del amanecer. Subimos por la ladera para unirnos a ellas, trepando por la escarpada pendiente. En un momento dado me cogí de un arbusto para ayudarme a subir...; era un nopal, y tuve que perder un tiempo precioso arrancándome las espinas. Nathan, detrás de mí, acezaba. Aspiraba y expelía el aire con tanta rapidez que su pecho parecía un fuelle.

    —Descansaré cuando volvamos a la aldea —me dijo, sin querer escucharme—. Entonces habrá tiempo de sobra.

    Tuve que aceptar. Todo ese día estuvimos triturando piedras bajo la lluvia, así como el resto de la semana. Nathan no mejoró ni se empeoró. Al séptimo día, nuevamente le atacó la fiebre, pero no cesó de trabajar. Sosteníalo una especie de frenesí.

    Lluvia. Ya no era una lluvia fuerte, sino monótona, que caía sobre nosotros y salpicaba las piedras. No había refugio alguno en esa ladera desnuda. El viento silbaba y azotaba los mojados cuerpos en cuclillas. El martillo contra la piedra, la piedra contra la piedra. Saltaban las gotas de lluvia con el golpeteo. La lluvia había derrotado incluso a Puli, el valeroso. Ya no nos acompañaba a la cantera.

    Esa tarde obscureció temprano, debido al hosco cielo encapotado. Cuando alcé el costal, que no llegamos a llenar ese día, las piedras sonaron flojas en su interior.

    —No me esperes —le dije a mi marido—. Te alcanzaré pronto.
    —No tardes.

    Me separé rápidamente de él, con el costal a la espalda, corriendo para ser de las primeras en la fila.

    Seis annas. Menos de lo que hemos ganado antes —me venía diciendo en la obscuridad, camino de vuelta—. Pero ya casi tenemos suficiente para el viaje. Tengo que ir buscando un carretero. Tal vez sea menos de lo que calculamos y entonces podemos partir de inmediato.

    Mi imaginación volaba hasta mi choza. ¿Estaría allí todavía? Vi ante mí a Ira y al huraño Sacrabani de cara blanca. Y Puli..., si sólo viniera, ¡qué felices nos haría a mi marido y a mí! Puli no, sin embargo. Sin duda que se negaría.

    Lo echaré de menos —pensé con tristeza—, pero él ni siquiera notará nuestra partida.

    Pensamientos desarticulados repiqueteaban en mi cerebro..., ¿o sólo era el repiqueteo de la lluvia? Descendí la cuesta, tropezando en las piedras y el barro traicionero. Di un suspiro de alivio al alcanzar el camino.

    A cierta distancia se reunió un grupo de personas.

    Nada me hará detenerme, pensé. Y apuré el paso.

    —¡Oiga! —me gritó uno del corrillo—. Venga a ver a su hombre. Se ha caído.

    Me detuve y mis sentidos se equilibraron al borde de la insensibilidad, listos para precipitarse a la menor señal que les hiciera. Arrojé de mi cabeza con una sacudida la negrura que la invadía y me aproximé a Nathan, por entre la gente, que se apartó para darme paso, y luego me rodeó al arrodillarme yo a su lado.

    Estaba tendido al borde del camino, donde alguien lo había trasladado. No en la cuneta, sino algo más allá, para evitar las salpicaduras de barro de las carretas. Su cuerpo había hecho una concavidad en el lodo, donde se sacudía y revolvía. Cerca de él corría bulliciosamente el agua de la zanja, convertida en arroyo. Sobre ese ruido podía yo percibir su respiración ronca. Lo toqué. Estaba frío como el viento. La lluvia inclemente caía empapándolo, impasible. Yo no tenía con qué cubrirlo. Por último, desenvolví parte de mi sari para rasgarlo: pero el material no se rasgaba, se volvía hilacha entre mis dedos. Desesperada, me envolví nuevamente en el guiñapo. Nadie me dio nada. Nadie tenía nada que dar: los hombres con sus taparrabos y las mujeres con sus saris tan mojados y andrajosos como el mío.

    No serviría de nada, me dije. Oí que alguien murmuraba las mismas palabras.

    Un hombre lo alzó de los sobacos y otro de los pies. Fui caminando detrás. Conmigo, otras mujeres que susurraban palabras de consuelo que la lluvia borraba tan pronto como las pronunciaban. A veces había un silencio, mientras aguardaban mi respuesta. Aguardaban, mientras yo trataba de reconstituir sus palabras.

    —¿Ha estado, enfermo mucho tiempo?
    —Sí. Algún tiempo.
    —¿No tiene hijos que puedan ayudarle?
    —Sí... no...; aquí no.

    Pasé la lengua por mis labios húmedos. Tenían un sabor a sal y a la fresca dulzura de la lluvia. No sabía que había estado llorando.


    CAPÍTULO XXIX


    LOS RECUERDOS de esa noche están dentro de mí, luminosos y duros como un diamante, y sus ígneos destellos tienen extraños poderes. Algunos son azules y me envuelven dulcemente en su vislumbre. Otros verdes y tranquilizadores como los ojos de los bueyes en la noche. Pero hay otros, amarillos y rojos, que me agostan con su intensidad. Cuando esto ocurre, llamo a las nieblas y ellas vienen como nubes que cubrieran el sol. Pero los destellos siempre están allí y no se extinguirán nunca hasta que mi vida acabe.

    ¿Qué es lo que recuerdo? Cada palabra, cada detalle. Me acuerdo que caminaba por la desierta calle mojada, junto al muro del templo; me acuerdo que busqué con la vista la llama que siempre ardía en la cúspide, pero estaba apagada; los negros demonios del miedo vinieron a chillar a mi oído, y no se callaban, a pesar de que yo repetía como una loca: "El fuego no puede arder en el agua". Vi caras de hombres que no estaban allí y caras de niños cuyas vidas se habían extinguido y, sin embargo, la noche era negra, más negra que la negrura, pues no había estrellas.

    Depositaron a mi marido sobre las baldosas del piso y yo me dejé caer a su lado. Alguien trajo una luz, una linterna a prueba de huracán, que tenía una llama firme en el viento tormentoso. Algún otro trajo agua. El cuerpo de Nathan estaba cubierto de lodo, húmedo y sucio. Lo lavé y puse su cabeza en mi falda. El pequeño grupo de gente que me había acompañado hasta allí se fue dispersando en las tinieblas. Se iban uno a uno o por parejas.

    La cabeza de Nathan se contorcía de un lado a otro. Llamaba a sus hijos y pronunciaba entre dientes palabras que yo no entendía. La luz de la linterna iluminaba su cara arruinada, su tensa piel amarilla, sus labios partidos por la fiebre, sus extremidades que parecían las de un niño. A veces su respiración salía por ráfagas por entre sus dientes rechinantes, elevándose por encima del ruido de la lluvia y de los vientos que azotaban la galería; otros momentos yo tenía que inclinarme para poder percibirla.

    Hora tras hora sufrió su cuerpo. Sus pensamientos habían huido de la carne atormentada. Se aproximaba la medianoche. La hora incierta que no es día ni es noche, cuando la naturaleza parece hacer una pausa, suspirar, darse la vuelta y prepararse para un nuevo día.

    Medianoche y, como ocurría siempre, el paroxismo concluyó; cesaron los accesos de escalofrío; las piernas, que estuvieron rígidas, cayeron sueltas, flojas. En la serena quietud lo vi abrir los ojos. Sus manos se alzaron hasta mi cara, tiernas y escrutadoras, enjugando las lágrimas rebeldes.

    —No debes llorar, querida mía. Lo que tiene que ser tiene que ser.
    —¡Silencio! Descansa y mejórate.
    —Sólo tengo que extender la mano para sentir la frialdad de la muerte. ¿Me sostendrás en tus brazos cuando llegue la hora? Estoy en paz. No te aflijas.
    —Si me aflijo, no es por ti, amado —le dije—, sino por mí, pues ¿cómo podré tolerar la existencia sin ti, que eres mi amor y mi vida?
    —No estás sola. Vivo en mis hijos.

    Se calló. Luego oí que murmuraba mi nombre y me incliné hacia él.

    —¿No hemos sido felices juntos?
    —Siempre, querido mío, siempre.
    —Me estoy yendo rápidamente... Descansa conmigo un rato.

    Apoyé mi cara contra la suya y por un momento sentí en mi mejilla su aliento, suave y ligero como el pétalo de una rosa. Luego dio un suspiro, como de lasitud, y volvió su cara hacia mí. Así se alejó su apacible espíritu y huyó la luz de sus ojos.


    CAPÍTULO XXX


    PASARON LOS días. Nathan ya no estaba a mi lado; nunca más a mi lado. Polvo y cenizas desparramadas al viento, humedecidas con la lluvia, imposibles de reconocer. Recogí los fragmentos de mi vida y los uní; todos, menos la fracción ausente. En mi aflicción llamé a Puli. No sé qué palabras empleé. Me estremezco de sólo pensar lo que pude haberle dicho; grandes promesas para tentar a un niño, que yo no sabía si podrían ser cumplidas; inapreciables tesoros de salud que no eran míos para dar. Y él, criatura compasiva, que arrancó de mí las saetas del dolor una por una, me escuchó, y cuando volví a mi casa no vine sola.

    Qué bueno llegar a casa al fin, al fin. La carreta dio una última sacudida y se detuvo. Miré los campos del contorno y eran vida para mi espíritu necesitado. Sentí bajo mis pies la tierra y sollocé de dicha. El tiempo que estuve ausente ya era sólo un recuerdo que huyó y se enroscó como una serpiente en su cueva.

    Del edificio inconcluso, lleno de andamios, surgió una figura que llegó corriendo. Era Selvam, mi hijo.

    —Gracias a Dios —dijo, sosteniéndome—. ¿Te sientes bien?

    Se nos unió mi hija, falta de aliento por el apuro. Puli, el único que no era de la familia, estaba parado desmañadamente, un poco aparte, apretando contra el pecho el carretón de tambor. Lo llamé.

    —Mi hijo —dije—. Lo adoptamos, tu padre y yo.
    —Pareces cansado y con hambre —expresó Ira, tomándolo del brazo—. Ven conmigo y descansa. Prepararé el arroz.

    Caminaron delante de nosotros.

    —No te preocupes —me advirtió Selvam—. Ya nos arreglaremos.

    Hubo un silencio. Hice un esfuerzo para decir lo que tenía que decirse.

    —No hables de eso, a menos que tengas que hacerlo —me dijo con ternura.
    —Fue una muerte apacible. Te lo contaré después.


    FIN

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