UN PAISA EN EL MANSO GUAYAS
Publicado en
octubre 14, 2012
Desde la ría se observa el deterioro de las viejas casas de Las Peñas.
Por Omar Ospina García.
El avión que me traslada de Quito a Guayaquil da una vuelta por razones que ignoro pero que me permiten echarle un vistazo aéreo a la isla Santay y a la parte norte del conjunto de islas del golfo. Por allí estaré mañana visitando los manglares y observando qué han dejado las camaroneras que en los últimos años se han venido apoderando de la costa, allí como en casi todo el Ecuador. Hoy dedicaré el primer día de este recorrido postergado tantos meses, a la ciudad donde vine a parar en 1976 en un viaje de dos años que ya lleva dieciocho y que no tengo ganas de terminar.
PERIPLO DE TURISTA NOVATO
No hay vuelta que darle. Primero a Las Peñas. Sí, porque un recorrido por la Perla que no se inicia en el barrio Las Peñas como que no empieza con pie derecho. Así que de la mano de Carlos Calderón Chico, coordinador de la revista DINERS en Guayaquil y hoy convertido en improvisado cicerone, me aventuro a pie por los recovecos de este tradicional barrio guayaquileño en donde, según las crónicas, se realizó la primera fundación de la urbe.
Entonces la lucha fue contra los chones que no dejaban títere con cabeza entre los conquistadores que, comandados por Francisco de Orellana, quisieron sentar sus reales en tierras -y aguas- de los poco hospitalarios indígenas. Quizá barruntaban lo que les esperaba y opusieron toda la resistencia del caso. Pero ni así porque los arcabuces pudieron más que las flechas y Santiago de Guayaquil se asentó en las faldas del cerro de Santa Ana. Luego vendrían los piratas, después los incendios y, últimamente, unos cuantos carteristas cuyas hazañas no alcanzan a opacar la delicia de recorrer estas calles empinadas y tratar de adivinar quién nos observa por entre las celosías de los ventanucos. De los filibusteros queda, aparte de las crónicas, la mole de un cañón que defendía la ciudad desde las precarias fortificaciones del cerro.
Refugio de artistas y bohemios, el barrio Las Peñas se sobrevive a sí mismo con las justas. Muchas de las casas se encuentran en ruinoso estado, algunas malamente apuntaladas con guadúas sin que al parecer se haga mucho por conservarlas. Es una pena porque son las últimas sobrevivientes de una arquitectura que no tiene semejanza en la urbe y que, si desapareciera, con ella lo haría una parte muy importante de la historia de la ciudad.
Pero no vinimos a lamentarnos sino a mirar, a impregnarnos de sol y de viento y a visitar a unos cuantos amigos pintores que por aquí sacuden la imaginación contra el caballete. Pero es un poco temprano y los artistas, bohemios como son, no despegan la pestaña todavía. De modo que seguimos camino, pasamos el hospital "Luis Vernaza" de la Beneficencia, venerable edificación que es orgullo de Guayaquil no sólo por su arquitectura sino por sus instalaciones hospitalarias, y enfilamos hacia el cementerio central por la Avenida Pedro Menéndez Gilbert. Los vivos que vinimos a ver aún no se reponen de los efluvios de la noche pasada, pero los muertos seguramente no tendrán reparo en que demos una mirada a sus dominios.
Profusión de mármoles y apellidos en descanso eterno.
ENTRE MARMOLES, FLORES Y PERGAMINOS
Caminar lentamente por entre los mausoleos de este refugio final de angustias y vanidades es un poco ir leyendo la historia de Guayaquil en el nombre de sus más preclaros ciudadanos. Los sonoros apellidos de la rancia aristocracia porteña tienen aquí sus representantes más conspicuos, en merecido, respetuoso e irreversible descanso. Arosemenas, Gilberts, Sotomayores, Gómez, Huertas, Aspiazus, Luques, Carbos y decenas de dueños de éstos y otros ilustres apellidos, han encontrado aquí sosiego y paz a sus agitadas vidas de pioneros. El mármol de Carrara en todos los tonos de la ilustre piedra cubre la ya quieta osamenta de los fundadores y constructores de esta urbe que recuerda sus nombres en bronces y relieves.
Pero también descansan en esta ladera oeste del Cerro del Carmen, justo frente a la ciudad, otros dueños de apellidos quizá menos ilustres pero igualmente vinculados al desarrollo de Guayaquil, a su progreso comercial e industrial, a su historia de siglos. Metro a metro, el camposanto va ganando terreno a lo largo de la avenida y del otro lado del río, en urgido crecimiento pues que todos, ilustres y humildes, ricos y pobres, nobles y plebeyos, van encontrando aquí el comienzo del camino final. O el final del camino...
Del lado opuesto y frente al río, el cerro se tupe de arbustos y malezas que invitan a un alcalde emprendedor a levantar allí, en esa ladera, un bello parque a manera de pulmón verde para la ciudad. En lo alto, el alargado lomo de lagarto de la colina aparece erizado de estructuras metálicas en agresión permanente al paisaje: son las antenas de los canales de televisión que no encontraron mejor sitio que éste para sus mamotretos de vigas, cables y varillas de hierro. El progreso que llaman... En medio de las antenas, la estatua de Cristo mira a sus hijos sepultados un poco más abajo, y se percibe a duras penas por entre las estructuras de sus impertinentes vecinas.
Vieja gabarra de transporte por el Guayas: al fondo, el progreso...
UNA FLOR PARA J.J.
De pronto recuerdo que el cantor de Guayaquil reposa aquí desde el ya lejano 16 de febrero de 1978. Preguntamos al primer trabajador que vemos regando jardines y limpiando mármoles, y nos dice con su acento inconfundible de guayaco: "Por allá pue ñaño, por la puerta 13". Y hacia allá vamos con un no sé qué de encogimiento en el corazón. Es que J.J. es J.J. Y la víscera se arruga cuando el recuerdo se llena con su voz: "Por qué te fuiste mujer/ como en un sueño fugaz/ dejando en todo mi ser/ una ansiedad pertinaz./ Ahora espero en las noches tu regreso/ al sitio donde un beso fue chispa de mi ser...".
La tumba 55.200, con una reja de hierro provista de candado, protege los restos de J.J. de sus admiradores-as que no dudarían un minuto en ejercer de necrólatras con tal de quedarse con un recuerdo del ídolo. Algunas flores un tanto mustias pero aún vivas, dejan constancia de que los fans del cantor lo recuerdan siempre. Quisiera saber si algunas han sido dejadas allí por aquella mujer misteriosa que la leyenda asocia con su canción más conocida: Nuestro juramento. No hay cómo saberlo pero en cambio siento que mi incurable romanticismo ataca de nuevo.
Me abstengo, eso sí, de soltar la lágrima que ya casi asoma, no vaya a ser que Carlitos se contagie y el lloriqueo de los dos haga crecer el caudal del Salado. De modo que reprimo la furtiva, ahogo un suspiro por la que se fue y dejo en la tumba el par de flores que compré en la puerta 13 con el muy cursi propósito de ponerlas entre los barrotes de la tumba del cantor, en homenaje un tanto tardío de este su admirador impenitente.
Y como los políticos emocionan menos que los cantores populares, dejamos a J.J. y al romanticismo en paz y marchamos al sarcófago de Jaime Roldós, frente a la puerta 14. El panteón del mandatario muerto tempranamente para bien de su historia, es sobrio y bonito. Allí están sus restos junto a los de su esposa Marta. Sobre las lápidas, algunas flores indican que los dolientes todavía lo añoran. Tuvo la suerte de los elegidos y de los buenos: morir joven.
Las últimas luces del atardecer le dan un tono rojizo al estero salado.
EL BOULEVARD Y UN RINCON BOHEMIO
El boulevard, pues; la 9 de Octubre. De día hierve de gentes apresuradas que conversan en las esquinas, se hacen embetunar los zapatos, compran el periódico, observan entre motivados y envidiosos los mil y un artículos que desde las vitrinas hacen guiños consumistas a los viandantes o, simplemente, van y vienen por sus veredas guarecidas del sol. De cuando en cuando, alguna. guayaca nos quita el resuello con una minifalda de ataque mientras un vejete de bastón y guayabera prende los motores de la nostalgia.
Pero ya es medio día y el errabundaje por calles y veredas pone una luz de alarma por los lados del cinturón: hora del almuerzo en el Café Chaplin donde el inefable Carlitos -Calderón, no confundir- dirige una tertulia literaria los miércoles en la noche, convenientemente guarnecida de apanados, y churrascos y regada con cervecita helada. El local funge además de galería de arte bajo el sabroso nombre de Barricaña, hallazgo linguístico con entonaciones de francachela como todo antro bohemio que se respete.
Acoderado al malecón, el buque escuela Guayas. Al fondo, las cúpulas del Palacio Municipal.
POR EL MALECON HASTA EL MERCADO VIEJO
La tarde se anuncia calurosa, apta para un recorrido despacioso por el malecón. Los cuidadores de carros y los fotógrafos de vereda se mezclan con las gentes que esperan el autobús o que caminan sin prisa y sin destino fijo como nosotros. Los imponentes y modernos edificios de la margen derecha, ponen un marco de cemento a la avenida que, del lado opuesto, se recuesta sobre la ría, ancha y turbia. Al frente, Durán, sede de una importante feria industrial, se perfila en la distancia asomada también a las aguas del río que, justo allí, en la Puntilla, recibe las aguas lodosas del Daule y el Babahoyo para formar con ambos el manso y caudaloso Guayas.
Unos metros adelante, la rotonda da inicio al boulevard 9 de Octubre que luego va a morir entre los abrazos de los enamorados nocturnos, en el parque Centenario, pero que antes muestra otro abrazo: el de los máximos héroes de América hispana, Bolívar y San Martín. Como sabemos, el apretón tuvo menos de fraterno que de político pero, en todo caso, determinó hitos históricos de trascendencia continental y frenó el avance de las huestes libertadoras sureñas hacia el norte ya liberado, por la espada del caraqueño, del "yugo español", patriótico lugar común que utilizo deliberadamente para que sufra mi querido Arturo Crespo, chapetón postmoderno.
Poco después, un bien disciplinado guardia municipal nos impide el paso a lo alto de la Torre del Reloj, el recién restaurado símbolo de Guayaquil que ha tenido tantos avatares como traslados. En otros días el acceso era posible pero la maquinaria del viejo reloj se resentía con el descuidado trato que le propinaban los visitantes. De modo que a partir de la restauración del monumento y reparación de engranajes y poleas, la administración municipal decidió cortar por lo sano y ahora sólo sube el operario que amorosamente la cuida y aceita todos los días. Pero nuestra seria facha de gente madura y formal, más el carné de prensa, logran el milagro ante el severo director administrativo del Municipio, ingeniero Vicente Berborich, quien además nos acompaña personalmente hasta la puerta.
En lo alto de la torre, las pequeñas almenas no pretenden contener ningún ejército de invasores pues ni siquiera podrían detener el jugueteo de los niños si los dejaran subir. Por suerte no, de modo que tampoco hay accidentes qué lamentar.
La bajada de los ni sé cuántos escalones me causa en las piernas una dolorosa temblequeadera que apenas alcanzo a disimular ante el guía, y que proviene de la subida de hace minutos. Definitivamente el calendario ya no ayuda mucho... De modo que aquí los dejo hasta la próxima. Un buen descanso me permitirá retomar la ruta hacia el mercado viejo, primigenia morada de la torre del reloj, y los muelles municipales, ricos en humanidades sudorosas, pescados recién sacados, frutas semipodridas y calles anegadas de lodos viejos. Es decir, de olores. Ya les contaré...