LOS TIGRES DEL MAR (Robert E. Howard)
Publicado en
octubre 28, 2012
I
—¡Los Tigres del Mar! ¡Hombres con corazón de lobos y ojos de fuego y acero! ¡Criadores de cuervos cuya única dicha reside en matar y ser matados! ¡Gigantes a los que la canción de muerte de una espada les parece más dulce que la canción de amor de una muchacha!
Los ojos cansados del Rey Gerinth estaban ensombrecidos.
—Esto no es nuevo para mí. Durante años estos hombres han atacado a mi gente como una jauría de lobos hambrientos.
—Mirad relatos del César —contestó su consejero Donal mientras levantaba una copa de vino y bebía largamente de ella— ¿no hemos visto en ellos cómo éste enfrentó al lobo contra el lobo? De esa forma conquistó a nuestros antepasados, que en su día fueron lobos también.
—Y ahora parecen más bien corderos —murmuró el Rey, mostrando una silenciosa amargura en su voz—. Durante los años de paz en Roma, nuestra gente olvidó las artes de la guerra. Ahora Roma ha caído y luchamos por nuestras vidas, cuando no podemos ni siquiera proteger las de nuestras mujeres.
Donal dejó la copa y se inclinó sobre la tan bien acabada mesa de roble.
—¡Lobo contra lobo! —gritó—. Vos mismo dijisteis que no disponíamos de guerreros en las costas para buscar a vuestra hermana, la princesa Helena, aunque supierais dónde encontrarla. Por eso, debéis buscar la ayuda de otros hombres, y estos hombres a los que me refiero son superiores en ferocidad y barbarie a los Tigres del Mar, así como los Tigres son, a su vez, superiores a nuestros blandos guerreros.
—Pero, ¿servirían a las órdenes de un bretón para luchar contra los de su propia sangre? —objetó el Rey—. ¿Y cumplirían su palabra?
—Se odian mutuamente tanto como odiamos nosotros a ambos —contestó el consejero—. Además, podéis prometerles que les entregaréis su recompensa sólo después de que traigan de vuelta a la princesa Helena.
—Contadme más cosas acerca de ellos —solicitó el Rey Gerinth.
—Wulfhere El-Rompe-Cráneos, el jefe, es un gigantón de barba roja como todos los de su raza. Es hábil a su manera, pero está a la cabeza de sus vikingos principalmente por su furia en el campo de batalla. Maneja su hacha pesada de largo filo con tanta facilidad como si fuera un juguete, y con ella rompe en mil pedazos las espadas, escudos, cascos y cabezas de todos cuantos se enfrentan a él. Cuando Wulfhere se pasea entre las filas, cubierto de sangre, con su barba roja erizada, y sus terribles ojos encendidos y su gran hacha manchada de sangre y sesos, hay pocos que osen enfrentársele.
—Pero hay una persona que es su mano derecha, en quien Wulfhere confía y pide consejo. Esta persona es astuta como una serpiente y es conocida por nosotros los bretones desde antiguo porque no es vikingo de nacimiento, sino un gaélico de Erin, cuyo nombre es Cormac Mac Art, también llamado El Lobo. En tiempos dirigió una banda de lobos irlandeses y asolaron las costas de las Islas Británicas, Galia y España. Pero la guerra civil separó a su banda, y se unió a las fuerzas de Wulfhere. Son daneses, y luchan en una tierra situada al sur de los llamados vikingos.
—Cormac Mac Art tiene toda la astucia y valor incansable de su raza. Es alto y ágil, un tigre, mientras que Wulfhere es un toro salvaje. Su arma es la espada, y su destreza es increíble. Los vikingos confían muy poco en el arte de la esgrima; su forma de luchar es asestar duros golpes con toda la fuerza de sus brazos. Pues bien, el gaélico es capaz de asestar un fuerte golpe como cualquiera de ellos con su espada, y vencer. En un mundo en el que la vieja destreza del romano con la espada está ya casi olvidada, Cormac Mac Art es invencible. Es frío y matador como el lobo —de ahí su nombre— pero en ocasiones, en la furia de la batalla, le sobreviene una especie de locura frenética en la lucha. En esos momentos es más terrible que Wulfhere, y los hombres que se atreverían a enfrentarse al danés, huyen de la sed de sangre que invade al gaélico.
El Rey Gerinth asintió.
—Y, ¿podrías encontrar a esos hombres para mí?
—Mi Rey y Señor, no se encuentran lejos de aquí. Han atracado su barco vikingo en una bahía solitaria de la costa oeste, en una región poco frecuentada, y se están cerciorando de las condiciones del mar antes de atacar a los anglos. Wulfhere no es ningún lobo de mar; sólo cuenta con un barco, pero navega con tal maestría y su tripulación es tan fiera que los anglos, los jutos y los sajones le temen más que a sus otros enemigos. Él se deleita en la batalla. Hará lo que vos deseéis, con tal de que la recompensa sea lo suficientemente espléndida.
—Prométele lo que desees —respondió Gerinth—. Es más que una princesa del Reino lo que se ha sustraído, es mi hermana pequeña.
Su rostro fino y arrugado se mostró extrañamente tierno mientras hablaba.
—Dejadme que me encargue de ello —dijo Donal mientras rellenaba su copa—. Sé dónde encontrar a estos vikingos. Puedo moverme entre ellos, pero he de deciros desde un principio que Cormac Mac Art querrá oír a su Majestad darle su palabra, de sus propios labios, ¡antes de comprometerse a nada! Estos celtas del Oeste son más cautelosos que los vikingos mismos.
El Rey Gerinth asintió de nuevo. Sabía que su consejero se había adentrado por caminos y lugares extraños y, aunque era locuaz en la mayoría de las materias, también sabía ser discreto cuando era necesario. Donal había sido bendecido o maldito con una mente extraña y errante, y su habilidad con el arpa le abría puertas que con la fuerza de un hacha no hubieran podido abrírsele. Donde un guerrero hubiera muerto, Donal el del Arpa caminaba ileso. Sabía muy bien que muchos fieros reyes del mar eran ya leyendas y mitos horribles para la mayoría de las gentes de Bretaña, pero Gerinth nunca había tenido motivos para dudar de la fidelidad de su ministro.
II
Wulfhere de los vikingos mesaba su barba carmesí y fruncía el ceño abstraídamente. Era un gigante; los músculos de su pecho quedaban marcados por su cota de malla metálica. El casco cornudo de su cabeza aumentaba más aún su gran estatura y, con su gran mano agarrando un gran hacha de largo filo, ofrecía una estampa de barbarismo desenfrenado que no era fácil de olvidar. Pero, con todo su evidente salvajismo, el jefe de los vikingos parecía ligeramente perturbado e indeciso. Se volvió y preguntó gruñendo a un hombre que estaba sentado cerca.
Este hombre era alto y fuerte. Era grande y poderoso, y aunque carecía de la masa muscular del vikingo, la suplía con la agilidad de tigre que mostraba en cada movimiento. Era moreno, con la cara afeitada y cabello negro de forma cuadrada. No lucía ninguno de los adornos y ornamentos que a los vikingos tanto les gustaban. Estaba cubierto por una cota de malla, y su casco, que yacía junto a él, estaba coronado por crines de caballo.
—Bueno, Cormac —refunfuñó el jefe de los piratas—, ¿qué piensas? —Cormac Mac Art no contestó directamente a su amigo. Sus ojos fríos, hundidos y grises se posaron en los ojos azules de Donal, el ministro. Donal era un hombre delgado de estatura por encima de la media. Su cabello desordenado era rubio. Ahora no llevaba consigo ni arpa ni espada, y su vestir recordaba al de los juglares de la corte. Su delgada cara patricia era en ese momento tan inescrutable como el rostro siniestro y lleno de cicatrices del gaélico.
—Confío en ti como pueda confiar en cualquier otro hombre —dijo Cormac—, pero quiero tener algo más que tu mera palabra. ¿Cómo puedo saber que esto no es una trampa para enviarnos hasta el mismo nido de nuestros enemigos? Tenemos negocios en la costa este de Bretaña.
—Si venís conmigo, os conduciré hasta el hombre que será capaz de convenceros. Pero debéis venir solos, Wulfhere y tú.
—Esto podría ser una trampa —refunfuñó el vikingo—. Donal, me decepcionas. —Cormac, mirando profundamente a los extraños ojos del ministro, movió su cabeza lentamente.
—No, Wulfhere, si fuera una trampa, Donal también habría sido engañado, y eso no puedo creerlo.
—Si crees eso —dijo Donal—, ¿por qué no puedes creer en mi mera palabra respecto al otro tema?
—Eso es diferente —contestó el gaélico—. En esta cuestión sólo se compromete la vida de Wulfhere y la mía. El otro tema concierne a todos los miembros de mi tripulación. Y es mi deber hacia ellos requerirte todo tipo de pruebas. No creo que nos estés engañando, pero podrían haberte engañado a ti.
—Venid, entonces, y os llevaré ante alguien a quien creeréis, a pesar de vuestras dudas.
Cormac se levantó de la gran roca en la que había estado sentado y se puso su casco. Wulfhere, todavía refunfuñando y moviendo su cabeza, dio una orden a los vikingos que estaban sentados alrededor del fuego, asando una pieza de venado. Otros estaban jugando a los dados en la arena, y otros estaban trabajando en el barco vikingo que estaba varado en la arena. El espeso bosque crecía por todo el lugar, y ello, junto con la naturaleza salvaje de la región constituía el lugar ideal para una reunión de piratas.
—Con forma de verdadero barco, y listo para zarpar —gruño Wulfhere, refiriéndose a la galera—. Mañana podríamos haber retomado nuestra ruta pirata otra vez.
—No te preocupes, Wulfhere —le tranquilizó el gaélico—. Si el hombre de Donal no nos aclara las cosas de forma que nos satisfaga, no tenemos más que volver y retomar el camino.
—Eso será si volvemos.
—Pero Donal sabía donde nos encontrábamos. Si hubiera querido traicionarnos, podía haber conducido una tropa de hombres de Gerinth a caballo contra nosotros, o habernos rodeado con los arqueros británicos. Donal, al menos, creo que simplemente desea tratar con nosotros, como hizo en el pasado. Es del hombre que está detrás de Donal del que desconfío. —Los tres hombres habían dejado la pequeña bahía a sus espaldas, y ahora caminaban entre las sombras del bosque. La tierra se elevaba rápidamente a su paso, y pronto el bosque se esclareció para mostrar robles que crecían entre enormes cantos rodados, que parecían haber sido rotos en un juego de titanes. Cuando llegaron a la cumbre vieron a un hombre alto, envuelto en un manto púrpura, que se encontraba de pie bajo un roble. Estaba solo y Donal caminó rápidamente hacia él, e invitó a sus compañeros a que le siguieran. Cormac no demostraba lo que pensaba, pero Wulfhere gruñía entre su barba, mientras asía fuertemente su hacha y miraba hacia todas partes, como si esperara que surgiera de algún arbusto una horda de hombres con espadas. Los tres hombres se pararon ante el hombre silencioso y Donal se quitó su gorra emplumada. Aquel hombre se despojó de su manto y Cormac exclamó en voz baja.
—¡Por la sangre de los dioses! ¡El Rey Gerinth mismo!
No hizo movimiento alguno para arrodillarse o descubrir su cabeza, ni tampoco Wulfhere. Estos vagabundos del mar no seguían las normas de ningún rey. Su actitud era de respeto frente a un compañero guerrero; eso era todo. No había ni insolencia ni deferencia en su forma de comportarse, aunque los ojos de Wulfhere se abrieron ligeramente mientras contemplaba al hombre cuya mente astuta e inigualable valor consiguió la marcha triunfante de los sajones por el mar del oeste.
—Estos son los guerreros, su Majestad —dijo Donal, y Gerinth asintió y le dio las gracias con la callada cortesía del hombre de noble cuna.
—Quieren oír de nuevo de vuestros labios lo que les he referido —dijo el bardo.
—Amigos míos —dijo el rey con calma—. He venido a pediros ayuda. Mi hermana, la princesa Helena, una muchacha de veinte años de edad, ha sido raptada. Por quién o cómo, no lo sé. Se adentró a caballo en el bosque una mañana acompañada únicamente por su criada y un paje, y no regresó. Fue en una de esas raras ocasiones en que en nuestras costas había paz; pero cuando enviamos a partidas de hombres para buscarlos, encontraron al paje muerto y horriblemente mutilado en el interior del bosque. Los caballos fueron encontrados después, trotando, sin nadie que los guiara, pero no había rastro de la princesa Helena y su criada. Ni volvimos a encontrar rastro de ella, aunque la buscamos por todo el Reino desde nuestras fronteras hasta el mar. Los espías que enviamos entre los anglos y los sajones no encontraron señal alguna de ella, y al final supusimos que había sido hecha prisionera por alguna banda de piratas del mar en una incursión de las que hacían a tierra, y luego se la volverían a llevar al mar.
“No somos capaces de buscarla como sería necesario. No tenemos barcos. Los últimos remanentes de la flota inglesa fueron destruidos por los sajones en la última batalla marina en las costas de Cornwall. Y aunque dispusiéramos de los suficientes barcos, no tendríamos los hombres bastantes para gobernarlos. Los anglos presionan con fuerza en nuestra costa este. He acudido a vosotros en mi desesperación. No puedo deciros dónde buscar a mi hermana. Tampoco puedo deciros cómo rescatarla si la encontráis. Lo único que puedo deciros es: en el nombre de Dios, buscadla hasta los confines del mundo, y si la encontráis, volved con ella y pedid vuestra recompensa.
Wulfhere miró a Cormac, como hacía siempre en los temas que requerían pensar.
—Mejor fiar un precio antes de irnos —gruñó el gaélico.
—Entonces, ¿aceptáis? —preguntó el Rey, con su fino rostro iluminado.
—No vayáis tan aprisa —contestó el cansado gaélico—. Dejadnos regatear primero. Este no será un trabajo fácil para nosotros; rastrear los mares buscando a una muchacha de la que no se sabe nada salvo que fue raptada. ¿Qué ocurriría si rastreamos los océanos y volvemos con las manos vacías?
—Aún así os daría vuestra recompensa —contestó el Rey—. Tengo oro en abundancia.
—Si volvemos trayendo a la princesa, viva o muerta —dijo Cormac—, nos daréis cien libras de oro, y diez libras más por cada hombre que perdamos en el viaje. Si hacemos todo lo que podamos, y aún así no encontramos a la princesa, nos daréis diez libras por cada hombre que perdamos, pero no os pediremos ninguna otra recompensa. Además, nos permitiréis, cuando nos sea necesario, atracar nuestro barco en alguna de vuestras bahías, y proveernos de material suficiente para reponer el equipamiento que pueda haber sido dañado durante el viaje. ¿Estáis de acuerdo?
—Tenéis mi palabra y mi mano —contestó el Rey, alargando su brazo, y, cuando sus manos se estrecharon, Cormac notó la nerviosa fuerza en los dedos del bretón.
—¿Partiréis al momento?
—Tan pronto como regresemos a la bahía.
—Os acompañaré —dijo Donal de repente—. Y hay aquí otra persona que querría venir también. Este es Marcus, de una casa noble británica, el prometido de la princesa Helena. El también nos acompañará, si se lo permitís. —El joven tenía una estatura por encima de la media y estaba bien construido. Le cubría una malla metálica y llevaba el casco emplumado de los legionarios y una espada recta y brillante. Sus ojos eran grises, pero su pelo oscuro y el color marrón-oliva de su rostro mostraban que la sangre caliente del sur corría por sus venas con mucha más fuerza que por las de su Rey.
—Os ruego que me permitáis acompañaros —se dirigió a Wulfhere—. El juego de la guerra no es desconocido para mí, y el estar esperando aquí sin conocer la suerte que correrá mi prometida sería para mí peor que la muerte.
—Venid, si queréis —gruñó Wulfhere—. Necesitaremos todas las espadas que podamos reunir antes de zarpar. Rey Gerinth, ¿no tenéis ninguna pista acerca de quién pudo raptar a la princesa?
—Ninguna. Sólo encontramos algo que llamó nuestra atención en el bosque. Aquí lo tenéis. —El Rey sacó de sus vestiduras un objeto diminuto y se lo dio al Jefe Vikingo. Wulfhere escrutó la pequeña y pulida punta de flecha que yacía en la palma de su enorme mano. Cormac la cogió y la miró detenidamente. Su rostro era inescrutable pero sus fríos ojos brillaron momentáneamente. Entonces el gaélico dijo algo extraño:
—No me afeitaré hoy, después de todo.
III
El fresco viento impulsaba las velas del barco vikingo, y el rítmico golpe de los remos contestaba al canto de los remeros. Cormac Mac Art, vestido con su armadura, con las crines de caballo de su casco flotando con la brisa, se encontraba asomado al mar por la popa. Wulfhere golpeó con su hacha la cubierta y gruñó de modo innecesario.
—Cormac —dijo el enorme vikingo—, ¿quién es el Rey de Bretaña?
—¿Quién es el Rey del Hades cuando Plutón se ha marchado? —preguntó el gaélico.
—No me des lecciones de mitología romana —farfulló Wulfhere.
—Roma gobernó a Bretaña como Plutón gobierna el Hades —contestó Cormac—. Ahora Roma ha caído, y los demonios menores están luchando entre sí por el poder. Hace unos ochenta años las legiones fueron expulsadas de Bretaña cuando Alarico y sus godos saquearon la ciudad imperial. Vortigern era Rey de Bretaña, o más bien, se convirtió en Rey, cuando los bretones tuvieron necesidad de ayuda. Él dejó que entraran los lobos cuando contrató los servicios de Hengist y Horsa y sus jutos para que combatieran a los Pictos, como sabes. Los sajones y los anglos se esparcieron después por el territorio como una ola roja, y Vortigern cayó. Bretaña está dividida en tres reinos celtas ahora, con los piratas cubriendo toda la costa este, y avanzando, de modo lento pero seguro, hacia la costa oeste. El reino de Damnoni, al sur, y el territorio que se extiende a Caer Odun, es gobernado por Uther Pendragon. Un reino intermedio, desde las fronteras marcadas por Uther hasta el pie de las Montañas Cumbrianas, está gobernado por Gerinth. Al norte de este reino está el territorio conocido por los bretones como Strath-Clyde, los dominios del rey Garth. Su gente era la más indómita de todos los bretones, porque muchos de ellos pertenecen a tribus que nunca fueron plenamente conquistadas por Roma. También en la zona más al oeste de Damland hay tribus bárbaras que nunca se subyugaron a Roma, y que tampoco reconocen a ninguno de los tres reyes. Todo el territorio está en manos de ladrones y bandidos, y los tres reyes no están siempre en paz entre ellos, debido a los arranques de locura de Uther y al salvajismo innato de Garth. Si Gerinth no hubiera mediado entre ellos, se hubieran tirado el uno al cuello del otro hace mucho tiempo. Así que raramente actúan juntos desde hace mucho tiempo. Los jutos, anglos y sajones que los asaltan están también en guerra unos con otros.
—Eso también lo sé. Algún día mis propios hombres irán allí y les arrebatarán Bretaña.
—Es una tierra por la que merece la pena luchar —respondió el gaélico—. ¿Qué opinas de los hombres que hemos traído a bordo?
—A Donal le conocemos desde hace tiempo. Puede arrancarme el corazón del pecho cuando quiera con su arpa cuando se lo proponga, o convertirme en niño otra vez. Y sabemos que también maneja la espada perfectamente. En cuanto al romano —así se refirió Wulfhere a Marcus— tiene el aspecto de un guerrero avezado.
—Sus antecesores dirigieron legiones británicas durante tres siglos, y anteriormente habían recorrido los campos de batalla de la Galia e Italia con César. Ha sido el remanente de la estrategia romana que aún perdura en los guerreros británicos lo que les ha permitido vencer a los sajones hasta ahora. Pero, Wulfhere, ¿qué piensas de mi barba? —El gaélico se frotó la barba pelirroja que cubría su cara.
—Nunca te la había visto tan descuidada —gruñó el vikingo—, salvo cuando hemos navegado o luchado durante días, de forma que no podías ocuparte de ella.
—Ocultará mis cicatrices en cuestión de días —se sonrió Cormac—. Cuando te dije que pusieses rumbo a Ara en Dalriadia, ¿no te dio que pensar?
—Bueno, supuse que querrías preguntar por la princesa Helena a los escoceses salvajes de allí.
—¿Y por qué supusiste que yo esperaba que ellos lo supieran?
Wulfhere se encogió de hombros.
—He desistido de buscarle una explicación a tus actos.
Cormac sacó la punta de flecha de su bolsillo.
—En todas las Islas Británicas sólo existe un pueblo que fabrica estas puntas de flecha. Son los pictos de Caledonia, que gobernaron estas islas antes de que los celtas las ocuparan, en la Edad de Piedra. Aún hoy fabrican sus flechas como antaño, tal como pude saber cuando luché a las órdenes del Rey Gol de Dalriadia. Hubo un tiempo, antes de que las legiones abandonaran Gran Bretaña, cuando los Pictos merodeaban como lobos por la costa del sur. Pero los jutos, anglos y sajones les hicieron retirarse hacia el interior del territorio y desde entonces el Rey Garth ha servido de intermediario entre ellos.
—Entonces, ¿piensas que los Pictos raptaron a la princesa? Pero, ¿cómo pudieron?
—Eso es lo que debo averiguar. Por eso nos encaminamos hacia Ara. Los dalriadianos y los pictos han estado luchando casi continuamente unos contra otros durante más de cien años. Justo ahora hay paz entre ellos, y los escoceses probablemente sepan mucho de lo que sucede en el Imperio Oscuro, tal como llamaron al reino de los Pictos por lo misterioso y extraño que es. Los Pictos proceden de una raza muy antigua, y su forma de vida nos resulta incomprensible.
—¿Y capturaremos a un escocés para interrogarle? —Cormac movió la cabeza negativamente.
—Iré a la costa para tratar con ellos. Son de mi raza y hablan mi idioma.
—Y cuando te reconozcan —farfulló Wulfhere— te colgarán del árbol más alto que encuentren. No tienen motivos para quererte. Es cierto que luchaste bajo el Rey Gol en tu juventud, pero desde entonces has asolado las costas de Dalriadia muchas veces, no sólo con tus amigos los irlandeses, sino también conmigo.
—Por eso es por lo que me estoy dejando crecer la barba, viejo lobo de mar —se rió el gaélico.
IV
La noche se cernía sobre la abrupta costa oeste de Caledonia. Al este se erguían las lejanas montañas entre las estrellas; al oeste, los oscuros mares bañaban los golfos más inexplorados y las costas más desconocidas. El Cuervo navegó hasta el lado norte de un promontorio abrupto y salvaje que formaba parte de aquellos acantilados amenazadores. Cubierto por la noche, Cormac había dirigido el barco hacia la costa, sorteando los peligrosos acantilados con la sabiduría de quien tiene larga experiencia en ello. Las islas del mar del oeste habían sido para Cormac su tierra de crianza desde el día en que había sido capaz de alzar su primera espada.
—Y ahora —dijo Cormac— iré hacia la costa yo solo.
—Déjame ir contigo —gritó Marcus con ansiedad, pero el gaélico movió negativamente la cabeza.
—Tu apariencia y tu acento nos delatarían a ambos. Y tú tampoco puedes, Donal, porque aunque sé que los reyes de los escoceses han escuchado tu arpa, eres el único hombre, aparte de mí, que conoce esta costa, y si yo no volviera, debes conducir el barco mar adentro otra vez.
El aspecto del gaélico se había transformado totalmente. Una barba corta y poblada cubría sus cicatrices. Había dejado a un lado su casco con cresta de crines de caballo y su fina cota de malla, para vestirse con el casco redondeado y la pesada armadura metálica de los dalriadianos. Las armas de numerosas naciones formaban parte de la carga de El Cuervo.
—Bueno, viejo lobo de mar —dijo con una malévola sonrisa, mientras se preparaba para desembarcar—, no has dicho nada, pero veo un brillo especial en tus ojos; ¿también tú deseas acompañarme? Seguro que los dalriadianos darían un caluroso recibimiento al amigo que ha quemado sus poblados y hundido sus barcos.
Wulfhere le increpó:
—Nosotros los lobos de mar somos tan apreciados por los escoceses que sólo por mi barba pelirroja serían capaces de colgarme. Pero, aún así, si yo no fuera capitán de este barco y no me ligara a él, por tanto, ningún lazo de responsabilidad, me arriesgaría antes que verte enfrentarte sólo al peligro, ¡idiota de cabeza hueca!
Cormac se rió con todas sus fuerzas.
—Esperadme hasta el amanecer —ordenó—, no más.
Dicho esto, se adentró en el agua, nadando con fuerza hacia la orilla a pesar de ir cargado con la armadura y las flechas. Nadó hasta la base de los arrecifes, y alzó la vista hacia la montaña escarpada que formaban. Ascendió hasta la cumbre, no sin gran desgaste de esfuerzo y destreza, y cuando hubo llegado a la llanura en que consistía la cima, descendió de nuevo hacia los fuegos encendidos de la ciudad delriadiana de Ara, que se divisaban a lo lejos.
No había caminado media docena de pasos cuando un ruido detrás de él le sobresaltó. Una figura enorme apareció de repente, iluminada tenuemente por la luz de las estrellas.
—¡Hrut! ¡Por todos los diablos! ¿Qué...?
—Wulfhere me ordenó que te siguiera. Temía que te ocurriera algo.
Cormac era un hombre de un carácter irascible. Insultó a Hrut y a Wulfhere indistintamente. Hrut escuchó impasible y Cormac supo que era inútil pretender discutir con él. El enorme vikingo era una silenciosa criatura cuya mente había quedado ligeramente afectada por un corte que le habían hecho en la cabeza con una espada. Pero era valiente y fiel, y su destreza en la lucha era casi equiparable a la de Cormac.
—Vente —dijo Cormac—, pero no puedes entrar en la ciudad conmigo. Deberás ocultarte detrás de las murallas, ¿entendido?
Hrut asintió, y siguió a Cormac que comenzó a caminar haciéndole al tiempo una señal para que él también avanzara. Hrut le seguía ligera y silenciosamente como un fantasma, a pesar de su enorme peso. Cormac se movía con rapidez porque sabía que el tiempo le apremiaba si quería llevar a cabo todo lo que había planeado y haber regresado al barco para mediodía. Pero avanzaba con cautela, porque esperaba encontrarse de un momento a otro con una partida de guerreros que salían o regresaban a la ciudad. Pero la suerte le acompañaba, y pronto se encontró agazapado entre unos árboles, a un tiro de flecha de la ciudad.
—Ocúltate aquí —le susurró a Hrut—, y bajo ningún concepto te acerques más a la ciudad. Si oyes algún alboroto, espera durante una hora antes de que amanezca; después, si no has sabido nada de mí, vuelve a buscar a Wulfhere. ¿Has entendido?
Hrut asintió como solía y desapareció entre los árboles, mientras Cormac se adentraba con valentía en la ciudad.
Ara estaba situada cerca de la costa, y Cormac vio los barcos dalriadianos amarrados en la costa. En estas naves habían navegado hacia el sur y saqueado a los bretones y a los sajones, o se habían dirigido a Ulster en busca de víveres y material. Ara parecía más un campamento fortificado que una ciudad. No era un sitio con aspecto que impusiera a simple vista. Algunos cientos de casas de barro estaban rodeadas por una muralla baja hecha de piedras más bien toscas. Pero Cormac conocía el carácter de sus habitantes. Lo que los gaélicos caledonianos carecían de riquezas y armamento, lo compensaban con su enorme ferocidad. Los cien años transcurridos de incesantes conflictos con los pictos, romanos, bretones y sajones les habían brindado pocas oportunidades de cultivar las semillas de la civilización que habían heredado de su tierra natal. Los gaélicos de Caledonia no tenían la cultura y la artesanía de sus antecesores irlandeses, pero no habían perdido, en cambio, la conocida furia gaélica para la lucha. Sus antecesores habían venido desde Ulahd hasta Caledonia conducidos por una tribu más fuerte de irlandeses sureños. Cormac, nacido en lo que luego se llamó Connacht, descendía de estos conquistadores, y se sentía diferente no sólo de los gaélicos caledonios sino también de sus parientes del norte. Sin embargo, consideraba que había pasado el suficiente tiempo con ellos como para poder engañarlos. Se aproximó a la puerta de entrada, y el guardia, que se había apercibido de su presencia, le ordenó que permaneciera quieto mientras le iluminaba con una antorcha de luz. Cormac pudo ver por encima de la valla, rostros feroces de barba descuidada y fríos ojos grises o azules.
—¿Quién eres? —inquirió uno de los guardias.
—Partha Mac Othna, de Uladh. He venido para servir a tu jefe, Eochaidh Mac Ailbe.
—Tus ropas están empapadas.
—Si no lo estuvieran, sería sorprendente —respondió Cormac—. Un barco zarpó esta mañana desde Uladh con todos nosotros. En el camino un barco sajón nos asaltó y hundió nuestro barco, y las flechas de sus piratas llovieron sobre nosotros. Logré hacerme con una parte del mástil gracias a la cual salí a flote entre las olas.
—¿Y qué ocurrió con el barco sajón?
—Vi sus velas desaparecer hacia el sur. Quizá ataquen a los bretones.
—¿Cómo es que el guardia de la playa no te vio cuando llegaste a la costa?
—Llegué a la costa a una milla al sur de aquí, y me acerqué cuando divisé las luces entre los árboles. Había estado aquí antes, y sabía que esto era Ara, el lugar al cual yo debía dirigirme.
—Dejadle pasar —gruñó uno de los dalriadianos—. Parece decir la verdad. —La pesada puerta se abrió y Cormac entró en el campamento de sus enemigos hereditarios. Hombres, mujeres y niños participaban de la rudeza y salvajismo de su dura tierra. Las mujeres, amazonas espléndidamente bien formadas de cabello suelto, le observaban con curiosidad, y sus niños medio desnudos también miraban entre sus bucles de pelo enmarañado. Tanto unos como otros iban armados. Bebés que apenas sabían gatear agarraban en su mano una piedra o un trozo de madera. Ello mostraba la vida tan fiera y dura que tenían que llevar, cuando hasta los bebés habían aprendido a coger un arma ante la menor señal de alarma, para luchar como gatos salvajes heridos, si fuera necesario. Cormac se apercibió de la fiereza de esta gente. ¡Sin duda Roma nunca había podido con esta gente! Hacía unos quince años que Cormac había luchado entre estos fieros guerreros. Pero no tenía miedo de ser reconocido por sus antiguos compañeros. Tampoco esperaba que le descubrieran como compañero de Wulfhere. Cormac siguió al guerrero que le condujo hasta la choza más grande de la aldea. Cormac estaba seguro de que ésta pertenecía al rey y su consejero. No había lujos en Caledonia. El palacio del rey Gol era una gran choza. Cormac se sonrió cuando comparó esta aldea con las ciudades que había visitado en sus viajes. Pero no son las torres y murallas las que hacen una ciudad, pensaba Cormac, sino la gente que las habita.
Cormac fue escoltado hasta la gran choza donde un grupo de guerreros estaban bebiendo de unas jarras forradas de piel alrededor de una mesa toscamente tallada.
En la cabecera estaba sentado el rey, conocido por Cormac desde antiguo, y junto a él su consejero. Era ésta una característica de la vida de la corte céltica, por primitiva que ésta fuera. Involuntariamente, Cormac comparó a este consejero, rudo e inculto, con el culto e ingenioso Donal.
—Hijo de Ailbe —dijo el escolta de Cormac—, aquí hay un guerrero de Erin que desea entrar a vuestro servicio.
—¿Quién es tu jefe? —dijo Eochaidh con dificultad. Cormac vio que el dalriadiano estaba borracho.
—Voy por libre —contestó el Lobo—. Hace tiempo estuve al servicio de Donn Ruadh Mac Finn, de Uladh.
—Siéntate y bebe —ordenó Eochaidh con un movimiento de su peluda mano—. Hablaré contigo más tarde.
No se prestó más atención a Cormac, salvo cuando los escoceses le hicieron un sitio, y una tosca muchacha llenó su copa. El Lobo estudió con avidez todos los detalles que le rodeaban. Vio casualmente a dos guerreros dalriadianos, para fijarse más tarde en dos hombres que estaban sentados enfrente. Cormac conocía a uno de ellos. Era un vikingo renegado llamado Sigrel que había encontrado refugio entre los enemigos de su raza. El pulso de Cormac se aceleró cuando descubrió que los ojos de este hombre le miraban fijamente, pero cuando Cormac se apercibió del hombre que estaba sentado al lado de Sigrel, se olvidó de éste de momento.
Este hombre era de baja estatura, aunque de constitución fuerte. Era de piel oscura, mucho más que la de Cormac, y en su cara, inmóvil como la de un ídolo relucían dos ojos negros como los de un reptil. Su cabello, oscuro, y de corte cuadrado, estaba anudado en una coleta por una goma plateada, y sólo le cubría una túnica corta de tela. De la espada le colgaba un cinto con un gran hacha. ¡Era un picto! A Cormac le comenzó a latir el corazón fuertemente. Había intentado entrar en conversación con Eochaidh lo antes posible, contarle una historia que se había inventado para sonsacarle toda la información posible acerca del paradero de la princesa Helena. Pero el rey dalriadiano estaba ya muy borracho para eso. Rugía canciones bárbaras, golpeaba la mesa con su espada como acompañamiento al arpa de su ministro y de vez en cuando bebía de su jarra a una velocidad sorprendente. Todos estaban borrachos. Todos excepto Cormac y Sigrel, quien observaba furtivamente a Cormac por encima del borde de su jarra mientras bebía.
Mientras Cormac se estrujaba el cerebro para encontrar una forma convincente de entablar conversación con el picto, el ministro concluyó sus cantos salvajes con un sonido extraño y unos versos que llamaban a Eochaidh Mac Ailbe: “lobo de Alba, el más grande de los piratas”.
El picto se puso en pie, tambaleándose, dejando su jarra sobre la mesa. Los pictos suelen tomar una cerveza muy suave extraída de unas flores que cultivan. La cerveza tan fuerte de los escoceses les alteraba muchísimo. La mente y el rostro del picto estaban, pues, ardiendo. Su rostro ya no era impasible sino demoníaco y sus ojos relucían como trozos de carbón ardiente.
—Eochaidh Mac Ailbe es un gran guerrero —gritó en su lengua bárbara—, pero no es el más grande guerrero de Caledonia. ¿Quién es más grande que el rey Brogar, El Oscuro, que reina entre los pictos? ¡Y el segundo más grande es Grulk! ¡Yo soy Grulk, El Destroza-Calaveras! ¡En mi casa de Grothga hay una alfombra hecha de pieles de Bretones, anglos, sajones y escoceses! —Cormac comenzó a impacientarse. Las bravuconadas que este salvaje estaba profiriendo bajo los efectos del alcohol, podrían hacer que alguno de los escoceses presentes le atacase —de no estar tan borrachos—, y Cormac perdiera la posibilidad de sonsacarle alguna información. Pero las siguientes palabras que pronunció el picto dejaron al gaélico mudo de asombro.
—¿Quién, de toda Caledonia, ha obtenido mujeres más bellas del sur de Bretaña que Grulk? —gritó, desafiante—. Había cinco de nosotros en el barco que el viento condujo hacia el sur. Desembarcamos en la costa de Gerinth para tomar agua fresca y descansar, cuando nos encontramos con tres bretones en el interior de un bosque —un joven y dos bellas mujeres—. El joven opuso resistencia, pero yo, Grulk, cayendo sobre sus hombros, lo tiré al suelo y lo maté con mi espada. A las mujeres las condujimos al barco y nos dirigimos con ellas hacia el norte, hasta la costa de Caledonia, y las llevamos a Grothga.
—Palabras, y más palabras —se burló Cormac, apoyándose sobre la mesa—. No existen mujeres como esas en Grothga ahora —dijo, aprovechando la oportunidad. El picto aulló como un lobo y buscó torpemente su espada.
—Cuando el viejo Gonar, el sumo sacerdote, miró el rostro de la mujer que iba mejor vestida, llamada Atalanta, gritó que estaba consagrada al dios de la luna, que el símbolo estaba en su pecho, aunque nadie más que él lo podía ver. Así que la envió junto a la otra mujer, Marcia, a la Isla de los Altares en un barco que le dejaron los escoceses, con quince guerreros escoltándola. La mujer llamada Atalanta es la hija de un noble británico y será aceptable a los ojos de Golka de la Luna.
—¿Cuánto hace que partieron hacia la Isla? —preguntó Cormac, mientras que el picto mostraba señales de impaciencia.
—Tres semanas; la noche de las Nupcias de la Luna no ha llegado aún. Pero tú dijiste que yo mentía...
—Bebe y olvídalo —gruñó un guerrero, poniéndole una jarra en la mano. El picto la agarró con ambas manos y sumergió su cabeza en el licor, bebiendo con ansiedad mientras el líquido resbalaba por su pecho desnudo. Cormac se levantó de su banco. Ya había oído lo que deseaba saber, y pensó que los escoceses estarían lo suficientemente borrachos para no notar su ausencia. Más difícil ya sería la tarea de atravesar la muralla de la ciudad. Pero, tan pronto como se hubo puesto en pie, Sigrel, el vikingo renegado, se acercó a él.
—Qué, Partha —dijo, maliciosamente—, ¿tan pronto has saciado tu sed? De pronto, empujó el casco del gaélico descubriendo su cabeza. Cormac le apartó la mano de su casco, furioso, y Sigrel dio un salto profiriendo un grito feroz de triunfo.
—¡Eochaidh! ¡Hombres de Caledonia! ¡Hay un embustero y un ladrón entre vosotros! —Los guerreros borrachos le miraban con expresión bobalicona.
—Este es Cormac Mac Art, el compañero de Wulfhere, el Vikingo. —Cormac se movió con la rapidez volcánica de un tigre herido. En un único movimiento, se aproximó a la puerta y desapareció por ella mientras los escoceses luchaban por ponerse en pie, rugiendo salvajemente y abalanzándose a sus espadas. Los escoceses que se encontraban medianamente sobrios gritaron desvelando la verdadera identidad de su invitado, y el pueblo entero se unió a la persecución con ánimo de venganza. Una rápida mirada por encima de su hombro le sirvió a Cormac para percatarse de que había sido descubierto. Los guerreros saltaban por encima de la muralla, provistos de abundantes flechas. Había una cierta distancia todavía entre Cormac y el primer grupo de árboles del bosque. Cormac corrió lo más velozmente que pudo, temiendo que en cualquier momento una flecha pudiera atravesarle. Pero los dalriadianos no eran expertos arqueros, y Cormac consiguió llegar ileso al bosque, donde la gigantesca figura de Hrut se ocultaba. Los fieros perseguidores se encontraban ya cerca y Hrut, resoplando como una bestia salvaje, se enfrentó a ellos. Pero Cormac le agarró de la muñeca y le atrajo de nuevo hacia los árboles. Al momento siguiente se encontraron corriendo en la dirección por la que habían venido a Ara, ocultándose de cuando en cuando entre los árboles. Detrás de ellos oían el crujir de numerosas ramas. Cientos de hombres armados se habían unido a la persecución. Cormac y Hrut avanzaban cautelosamente, ya corriendo de árbol en árbol, ya ocultándose entre los arbustos para dejar pasar una partida de perseguidores. Apenas habían avanzado unos metros cuando pudieron escuchar los ladridos de los perros que cada vez se oían más lejos.
—Creo que ya llevamos una buena ventaja sobre nuestros perseguidores —susurró el gaélico—. Podríamos movernos deprisa y alcanzar ese promontorio lo antes posible, para desde allí bajar al barco. Pero los perros podrían seguirnos fácilmente el rastro y guiar a los escoceses directamente hasta el barco de Wulfhere. Y son demasiados; podrían perfectamente nadar hasta el barco y tomarlo por sorpresa. Lo mejor para que no nos sigan el rastro será que vayamos a nado hasta el barco.
Cormac giró hacia el oeste, formando un ángulo de noventa grados con respecto a la dirección que venían tomando, y ambos aceleraron el paso. De pronto, emergieron en medio del bosque tres dalriadianos que les atacaron profiriendo grandes alaridos. Era evidente que no habían aventajado a sus perseguidores tanto como Cormac pensaba, y el gaélico se apresuró en la lucha, sabiendo que el ruido pronto atraería a más hombres hacia aquel lugar.
Uno de los escoceses se lanzó sobre Cormac mientras los otros dos se abalanzaron sobre Hrut. La espada del dalriadiano golpeó el casco de Cormac. Pero antes de que pudiera golpearle de nuevo, Cormac le cortó la pierna izquierda con la espada y le hirió también en el cuello.
Mientras tanto, Hrut había matado a uno de sus oponentes gracias a un golpe que le había despojado de inmediato de su escudo protector. Mientras Cormac acudió a ayudar a Hrut, el enemigo restante se acercó con la desesperada inquietud de un lobo moribundo, y le pareció al gaélico que su espada se hundía en el poderoso pecho del vikingo. Pero Hrut agarró al escocés con su gran mano izquierda y le atravesó con la espada a través de la malla, entre las costillas, dejándole la espada rota hundida en su columna vertebral.
—¿Estas herido, Hrut? —preguntó Cormac, que estaba al lado del vikingo e intentaba detener la sangre que empapaba la malla de éste. Pero Hrut le apartó con su brazo.
—Es sólo un rasguño —dijo, de modo huraño—. Se me ha roto la espada. Démonos prisa.
Cormac miró con desconfianza a su compañero, luego se volvió y se apresuró a caminar en la dirección que venían siguiendo. Al ver que Hrut le seguía con aparente facilidad, y oyendo los ladridos de los perros que se acercaban, Cormac aceleró el paso hasta que los dos se encontraban corriendo a través del bosque. A lo lejos se oía el ruido de las olas del mar y, cuando ya la respiración del vikingo comenzaba a ser jadeante y dificultosa, llegaron a una costa empinada y rocosa en la que los árboles se adentraban en el agua. Al norte, formando un relieve rocoso sobre el mar, podía verse el promontorio detrás del cual estaba El Cuervo. Había una distancia de tres millas entre el promontorio y la bahía de Ara. Cormac y Hrut habían recorrido ya más de la mitad de dicha distancia.
—Habría que nadar mucho desde aquí hasta llegar al barco de Wulfhere, pero el cerro es demasiado escarpado para escalarlo por este lado, y además los perros nos seguirían el rastro por tierra. Pero, ¡podemos hacerlo, por todos los dioses! —Hrut se había tambaleado y había caído al agua y ahora permanecía tendido boca abajo. Cormac le dio la vuelta pero por su rostro vio ya que estaba muerto. Cormac abrió su malla y le palpó bajo ella. Luego sacó su mano, admirado de la vitalidad que le había permitido continuar el camino durante media milla más, teniendo tan terrible herida en el corazón. El gaélico permaneció indeciso por un momento; pero cuando oyó los ladridos de los perros, se despojó de su casco, su malla y sus sandalias y, atándose su espada a la espalda, se introdujo en el agua y comenzó a nadar con fuerza. En la oscuridad, antes de que amaneciera, Wulfhere oyó un sonido diferente al de las olas cuando chocan contra el barco o los arrecifes. Haciendo un gesto rápido a sus hombres, el vikingo se apresuró a asomarse por la borda del barco. Marcus y Donal se encontraban junto a él, y todos vieron una figura fantasmal que emergía del agua y trepaba por el barco. Cormac Mac Art, manchado de sangre y medio desnudo, subió a bordo gritando:
—Sacad esos remos, lobos, y haceos a la mar, antes de que quinientos dalriadianos nos pisen los talones. Navegad rumbo a la Isla de los Altares, porque los pictos han llevado allí a la hermana de Gerinth.
—¿Dónde está Hrut? —preguntó Wulfhere.
—Clavad un clavo en el mástil como señal —gruñó el gaélico con la amargura reflejada en sus ojos—. Gerinth nos debe ya diez libras.
V
Marcus se paseaba de arriba a abajo por la cubierta del barco. El viento hinchaba las velas, y los largos remos del barco, impulsados por los remeros, hacían que la nave se deslizara con ligereza sobre las aguas, pero al impaciente bretón le parecía que se movían con la lentitud de un caracol.
—Pero, ¿por qué la llamó el picto Atalanta? —inquirió, volviéndose hacia Cormac—. Es cierto que su criada se llama Marcia, pero no tenemos ninguna prueba de que la mujer que iba con ella fuera la princesa Helena.
—Tenemos todas las pruebas del mundo —contestó el gaélico—. ¿Crees que la princesa habría revelado su verdadera identidad a sus raptores? Si supieran que ella es la hermana de Gerinth, le habrían pedido la mitad de su reino como rescate.
—Pero, ¿qué quería decir el picto con las Nupcias de la Luna? —Wulfhere miró a Cormac y este comenzó a hablar, pero cuando Cormac dirigió su mirada hacia Marcus, dudó por un momento, sin atreverse a hablar.
—Díselo —le animó Donal—. Deberá enterarse tarde o temprano.
—Los pictos adoran a dioses extraños y horribles —dijo el gaélico—, como bien sabemos los que surcamos los mares, ¿eh, Wulfhere?
—Desde luego —gruñó éste— muchos vikingos han muerto en sus altares de piedra.
—Uno de sus dioses es Golka de la Luna. De cuando en cuando le ofrecen una virgen de buena estirpe que hayan capturado. En una isla solitaria y extraña en la zona de las Islas de los Altares, hay un altar negro, rodeado de columnas de piedra como las que has visto en Stonehenge. En ese altar, cuando hay luna llena, la mujer es sacrificada a Golka.
Marcus se estremeció.
—¡Por los dioses de Roma! ¿Cómo pueden ocurrir esas cosas?
—Roma ha caído —gruñó el Rompe-Cráneos—. Sus dioses están muertos. No nos ayudarán. Pero no temas —dijo, levantando su hacha afilada—, aquí tengo lo que nos va a ayudar. Dejadme llevar a mis lobos al círculo de piedra y le daremos a Golka un sacrificio de sangre como nunca ha tenido.
Wulfhere giró el timón repentinamente. Unos instantes después todos a bordo pudieron ver con claridad la larga nave que se les aproximaba.
—Un barco pirata —dijo Cormac—, y se acerca a toda velocidad, dispuesto a partirnos en pedazos, Wulfhere.
El capitán profirió una maldición, y sus fríos ojos azules comenzaron a encenderse. Todo su cuerpo temblaba de ansiedad y expectación y su voz, al dar órdenes, adquirió tono de rugido.
—Por los huesos de Thor, ¡debe ser un loco! ¡Pero le daremos su merecido!
Marcus agarró el poderoso brazo del vikingo.
—Nuestra misión no es luchar contra todos los piratas de mar que nos encontremos —gritó enfadado el joven bretón—. Te comprometiste a buscar a la princesa Helena; no debemos poner en peligro esta expedición. Ahora por fin tenemos una pista; ¿dejarás pasar esta oportunidad simplemente por satisfacer tus ansias de lucha?
—Es mi barco —gruñó—. ¡No me rendiré ante ningún ladrón por Gerinth ni por todo su oro! Si es lucha lo que quieren, la tendrán.
—El muchacho tiene razón, Wulfhere —dijo Cormac con calma—, pero, por la sangre de los dioses, debemos apresurarnos porque vienen directos hacia nosotros, dispuestos para el abordaje y eso sólo puede traer lucha.
—Y no podemos huir —dijo Wulfhere, con honda satisfacción—, porque conozco ese barco. Es La Mujer de Fuego de Rudd Thorwald, y es mi enemigo desde siempre. Es un barco tan ligero como El Cuervo, y si huimos, lo tendremos detrás nuestro todo el camino hasta la Isla de los Altares. Debemos luchar.
—Entonces, movámonos con rapidez. Acerquémonos a ellos y tomemos el barco por sorpresa.
—Nací durante un abordaje, y yo ya hundía barcos antes de conocerte —gruñó Wulfhere—. ¿Alguna vez has estado en una batalla de mar, muchacho?
—No, pero ¡si no consigo seguirte el ritmo, puedes atarme a la quilla de tu barco! —le retó el bretón enfurecido.
Los ojos de Wulfhere brillaron con divertido aprecio mientras se volvía.
Los barcos primitivos tenían poca maniobrabilidad por aquel entonces. Estas largas serpientes de mar giraban lentamente la una hacia la otra mientras sus guerreros se alineaban en los laterales de éstas profiriendo alaridos y golpeando las espadas contra los escudos.
Marcus se asomó por la borda y observó a los guerreros que aguardaban como lobos al lado de él y enfrente suyo. Dirigió su mirada, más allá de los dos, a los fieros vikingos de ojos claros y cabello rubio. Eran jutos, enemigos hereditarios de los vikingos de rojos cabellos. El joven bretón se estremeció sin querer, no por miedo, sino por el rudo salvajismo de la escena. Se estremeció como un hombre se estremece ante una manada de lobos salvajes, sin temerlos. Hubo un intercambio de flechas por el aire y una lluvia de muerte llenó el aire. Los vikingos tenían una gran ventaja: eran los arqueros del Mar del Norte. Los jutos, como sus primos sajones, eran poco diestros con el arco. Respondieron a las flechas de los vikingos como pudieron, pero sus lanzamientos no tenían la puntería mortal que tenían los de los vikingos. Marcus vio a algunos hombres introducirse en el barco de los jutos, que comenzaba a vacilar en su rumbo. Vio también a bordo del barco enemigo a un gigante rubio que supuso en seguida que era el mismo Rudd Thorwald. Los aullidos de los vikingos llenaron el aire, y en un momento todo se convirtió en un caos rojo. Cada guerrero luchaba por hacer retroceder a su oponente para poder saltar a la cubierta del barco enemigo. Marcus se batía con un gigante de mirada salvaje. Le atravesó el cuello con su espada, y puso un pie sobre la cubierta del barco enemigo. Pero antes de que pudiera acabar de saltar al otro barco, otro demonio aullador se disponía a abalanzarse sobre él, cuando un escudo voló por encima de su cabeza. Era Donal, el consejero que había acudido en su ayuda. Wulfhere entró en escena, y pronto se abrió camino con su hacha poderosa. En un momento, se hizo con el barco enemigo, saltando sobre su cubierta y Cormac, Thorfinn, Edric y Snorri permanecieron cerca suyo. Snorri murió en el momento en que puso sus pies sobre la cubierta de La Mujer de Fuego y un segundo después el hacha de un juto golpeó la cabeza de Edric, pero los vikingos ya se estaban filtrando por la brecha que habían hecho en las líneas enemigas y en un momento los jutos estaban ya luchando con sus espaldas contra la pared. Sobre la cubierta, resbaladiza ya por la sangre, se batían los dos jefes vikingos. El hacha de Wulfhere despojó a Rudd Thorwald de su arma, pero, antes de que el vikingo pudiera responder de nuevo, el juto cogió una espada de una mano moribunda y con la punta del filo atravesó la malla de Wulfhere por encima de sus costillas. En un momento, la malla del Rompe-Cráneos se tiñó de sangre, pero, con un loco alarido, ondeó su hacha en el aire y la dejó caer sobre la armadura de Rudd Thorwald, partiéndola como si fuera papel y hundiéndosela entre el hueso del hombre y la columna vertebral. El jefe juto cayó muerto en un charco de sangre, y los guerreros jutos, descorazonados, luchaban desesperadamente. Los vikingos profirieron alaridos de fiero júbilo. Pero la batalla aún no había acabado. Los jutos, sabiendo que no habría compasión para los perdedores de una batalla en el mar, luchaban obstinadamente. Marcus se encontraba en el centro de la lucha, y Donal permanecía a su lado. Una extraña locura había invadido la mente del joven bretón a quien le parecía que estos jutos le estaban separando de Helena y entreteniéndole en su expedición. Se estaban interponiendo en su camino, y, mientras él y sus compañeros perdían el tiempo con ellos, Helena podía necesitar desesperadamente su ayuda. La espada de Marcus trazaba una telaraña de muerte en torno suyo con cada movimiento. Un juto enorme melló el escudo de Marcus con su hacha, y éste se despojó de su escudo, atacando al juto a pecho descubierto.
—Por la sangre de los dioses —dijo Cormac, admirado—, nunca había oído que los romanos se volvieran locos de esa forma, pero... —Una espada le golpeó el casco, pero Marcus no pareció prestarle atención porque sus ojos se fijaron en un ornamento incongruente suspendido de una fina cadena de oro del juto. Al final de la cadena, resplandeciendo sobre su ancho pecho, lucía una joya diminuta, un simple rubí tallado con forma extraña. Marcus gritó como un hombre que tuviera una herida de muerte en el corazón y se lanzó como un loco sobre su víctima, golpeándola y sin saber bien lo que hacía.
Ajeno a la batalla infernal que se libraba en torno suyo, Marcus arrancó la joya del cuello del pirata y la acercó a sus labios. Después agarró salvajemente por los hombros al juto.
—¡Deprisa! —gritó en la lengua de los anglos, la cual entendían los jutos perfectamente—. Dime, antes de que te arranque el corazón del pecho, de dónde has sacado esta piedra.
Los ojos del juto miraron asustados. No tenía fuerzas para actuar por iniciativa propia. Oía una voz insistente que le preguntaba, y contestó, casi sin darse cuenta de lo que hacía:
—Lo tenía una de las mujeres que nos llevamos... del barco de los pictos.
Marcus le agitó, frenético y presa de una súbita agonía.
—¿Qué ha sido de ellas? ¿Dónde están?
Cormac, viendo que iban a conocer algo importante, se había apartado de la lucha, y ahora se inclinaba, junto con Donal, sobre el pirata moribundo.
—Se las vendimos —susurró el juto en un último suspiro—, al hijo de Thorleif Hordi... en...
Su cabeza cayó hacia atrás; su voz cesó de oírse.
Marcus miró a Donal con ojos de pánico.
—Mira, Donal —gritó, levantando en su mano la cadena con el rubí—. ¿Ves esto? ¡Es de Helena! Yo mismo se lo di a ella. Ella y Marcia estuvieron en este mismo barco. ¿Quién es ese hijo de Thorleif Hordi?
—Muy sencillo —intervino Cormac—. Es un pirata vikingo que se ha establecido en las Hébridas. Estáis de suerte, joven señor; Helena estará mejor en manos de los vikingos que en las de esos pictos salvajes.
—¡Pero no podemos perder el tiempo ahora! —urgió Marcus—. Los dioses han puesto esta sabiduría en nuestras manos; si nos retrasamos de nuevo, podemos ser puestos otra vez sobre un rastro falso.
Wulfhere y sus vikingos habían limpiado la cubierta de popa, pero en la proa los supervivientes seguían batiéndose obstinadamente contra sus vencedores. No existía la compasión en las batallas marinas de aquella época. Si los jutos hubieran resultado victoriosos no habrían tenido compasión ninguna; así que no esperaban clemencia ahora, ni la pedían.
Cormac se abrió paso entre los muertos y los moribundos aulladores hasta el lugar en que Wulfhere se encontraba blandiendo aún su hacha contra el enemigo.
—Déjalo ya, viejo lobo —gruñó—. La batalla ha terminado. Rudd Thorwald ha muerto. No malgastes metal en estos miserables.
—Dejaré este barco cuando no quede ningún juto vivo —rugió el vikingo, enfurecido por la lucha.
Cormac se rió.
—Déjalo ya. Nos espera una misión más importante. Necesitaremos a todos nuestros hombres. Hemos oído de los labios de un juto moribundo que la princesa está con el hijo de Thorleif Hordi, en las Hébridas.
Wulfhere se sintió invadido por un júbilo feroz. Sus enemigos eran tantos que era difícil nombrar a alguno con el que no hubiera tenido algún encuentro.
—¿Es verdad eso? Pues entonces, lobos, dejad el resto de estas ratas de mar a su suerte, que se ahoguen o naden, como quieran. ¡Iremos en busca del hijo de Thorleif Hordi!
Lentamente, gracias a su hacha, se deshizo de los vikingos que le rodeaban. Los jutos, exhaustos y sangrantes, les vieron marcharse, apoyándose en sus armas teñidas de rojo en un doloroso silencio. La batalla había sido terrible, pero las mayores pérdidas se habían producido a bordo de La Mujer de Fuego. Por todas partes los hombres se amontonaban sobre grandes charcos de color carmesí.
—¡Eh, ratas! —gritó Wulfhere mientras los remos de El Cuervo comenzaban a moverse—. Os dejo vuestra tripulación ensangrentada y la carroña que fue Rudd Thorwald. ¡Haced lo que queráis con ellos, y dad gracias a los dioses de que haya perdonado vuestras vidas! —Los derrotados permanecieron en un doloroso silencio, contestando sólo con fruncimientos de ceño; todos salvo un guerrero con aspecto de lobo que blandía un hacha sangrienta y gritaba:
—Puede que maldigas algún día a los dioses, Rompe-Cráneos, por haberle perdonado la vida a Halfgar Wolf. —Aquél era un nombre que Wulfhere habría de volver a oír en el futuro. Pero ahora el jefe vikingo simplemente se reía con grandes carcajadas, aunque Cormac fruncía el ceño.
—Es una imprudencia enojar a un hombre vencido —dijo éste—. Pero... esa herida que te han hecho en las costillas tiene mal aspecto. Déjame verla. —Marcus se alejó con la joya que Helena había llevado. El salvajismo que había experimentado durante las últimas horas le había dejado mareado y exhausto. Pero había descubierto rincones ocultos de su corazón. Tan sólo unos minutos de fiera lucha le habían bastado para que olvidase la legendaria frialdad de acción que había heredado de las generaciones de innumerables oficiales romanos que le habían precedido. Durante unos breves instantes de locura, había sido presa de la vieja furia celta que en su día hizo sucumbir al mismísimo César. Por un momento se había identificado con los hombres salvajes que le rodeaban. Las sombras de Roma se iban desvaneciendo; ¿estaba él también, como el resto del mundo, adquiriendo la naturaleza de sus ancestros británicos, hermanos de sangre en cuanto a salvajismo, de Wulfhere el Rompe-Cráneos?
VI
No queda mucho para llegar a Kaldjorn, donde vive el hijo de Thorleif Hordi —dijo Cormac, mirando abstraídamente al mástil, donde ahora brillaban dieciséis clavos. Los vikingos ya se estaban estableciendo en las Islas Hébridas, Orkneys y Shetlands.
Estos movimientos más tarde se convertirían en colonizaciones permanentes, aunque por el momento se trataba de simples asentamientos piratas.
—Los vikingos se encuentran en el Este, fuera de nuestra vista, al otro lado del mar —continuó Cormac—. El hijo de Thorleif Hordi tiene cuatro barcos grandes y trescientos hombres. Nosotros tenemos un barco y menos de ochenta hombres. No podemos llevar a cabo el plan de Wulfhere de adentrarnos en la costa y quemar la casa de Thorleif. Y éste no cederá en entregarnos a la princesa Helena sin entablar una batalla.
“El plan que sugiero es el siguiente: la casa de Thorleif está en la Isla de Kaldjorn, que, por suerte, es una isla pequeña. Nos acercaremos a ella ocultos por la oscuridad de la noche, por el lado oeste. Hay altos arrecifes allí que servirán para ocultar el barco durante algún tiempo, ya que los hombres de Thorleif no tienen por qué andar deambulando por la parte oeste de la isla. Más tarde, entraré tierra adentro y me apoderaré de la princesa.
Wulfhere se rió.
—Te va a resultar más difícil engañar a los vikingos que a los escoceses. Tus rizos traicionarán tu origen gaélico, y los vikingos darán buena cuenta de ti.
—Me deslizaré entre ellos como una serpiente y nadie notará mi presencia.
—Iré contigo —intervino Marcus—. Esta vez no acepto una negativa.
—¡Y mientras, yo me cruzaré de brazos en la costa oeste de la isla! —bramó colérico Wulfhere.
—Espera —dijo Donal—. Tengo un plan mejor, Cormac.
—Dilo entonces —le animó el gaélico.
—Le compraremos la princesa al hijo de Thorleif Hordi. Wulfhere, ¿cuánto oro hay a bordo de este barco?
—El suficiente para rescatar a una dama de la nobleza, probablemente —gruñó el vikingo—, pero no el suficiente para rescatar a la hija de Gerinth, que nos costaría el precio de medio reinado. Además, Thorleif es mi enemigo desde siempre, y él preferiría ver mi cabeza ensartada en una lanza frente a la puerta de su casa, a ingresar todo el oro de Gerinth en sus arcas.
—Thorleif no tiene por qué saber que éste es tu barco —dijo Donal—. Ni puede llegar a saber que la dama a la que mantiene cautiva es la princesa Helena; para él no será más que la dama Atalanta. Bueno, este es mi plan: tú, Wulfhere, te disfrazarás y serás un guerrero más entre tus hombres, mientras que Thorfinn, tu segundo en el mando, hará de jefe. Marcus hará el papel de hermano de Atalanta, y yo seré el mentor de su niñez; diremos que hemos venido a rescatarla, cueste lo que cueste, alquilando esta tripulación vikinga para ayudarnos, ya que los bretones no disponen de más barcos ni hombres en sus fronteras.
—Costará una fortuna —gruñó Wulfhere—. Thorleif es enormemente avaricioso; nos hará pagar un precio muy alto.
—Déjale que pida lo que quiera. Gerinth te lo devolverá, aunque te cueste todo el oro que llevas a bordo. El rey me ha enviado contigo para que juzgue en este tipo de temas como él lo haría. Y responderé con mi cabeza de cualquier promesa que pueda hacer en su nombre, porque sé que la guardará.
—Confío en tu sinceridad y en la de Gerinth —dijo Wulfhere—, pero este plan no me convence. Preferiría caer sobre la casa de Thorleif como un rayo, con una lluvia de flechas y nuestras hachas bien afiladas.
—Yo también lo preferiría —dijo Cormac—, pero el plan de Donal es mejor si lo que queremos es rescatar a la princesa Helena. Los hombres de Thorleif nos aventajan en número en la relación, por lo menos, de tres contra uno, y aunque les venciéramos en un ataque por sorpresa, la princesa podría resultar muerta. El plan de Donal es bueno; Thorleif nos contestaría con acero si supiera la identidad de su cautiva, pero si cree que está hospedando únicamente a una dama noble bretona, llamada Atalanta, entonces sin duda aceptará un buen rescate de oro antes que arriesgar sus barcos y hombres en una batalla. Y si fallara el plan de Donal, aún podríamos intentar el mío.
—Bueno —dijo Wulfhere—, yo no digo que el plan de Donal no esté bien trazado. Pero prefiero quedarme a la espera con la tripulación, antes que echar a perder el plan; porque juré que la próxima vez que le viera la cara al hijo de Thorleif Hordi, ¡se la partiría por la mitad hasta la barbilla!
—Yo estaré en la negociación del rescate —dijo Cormac—. Con esta barba, Thorleif no me reconocerá.
—Es posible que no —gruñó el vikingo—, porque te vio sólo un momento, y además durante una batalla. Aún así, yo estaré preparado para dirigir a la tripulación en un ataque, en caso de que falle vuestro trato. ¡Timonel! —gritó— ¡Pon rumbo a Escocia! Necesitaremos descansar durante un día para curar nuestras heridas y aprovisionarnos antes de partir para las Hébridas. —Mientras el barco navegaba hacia las costas salvajes de Escocia, ninguno de los miembros de su tripulación vio el barco de los jutos vencidos, con apenas hombres para manejar los remos, navegando por el horizonte del mar hacia el noreste, con su vela cuadrada hinchada por el viento y sus remeros trabajando frenéticamente. Demasiado lejos para ser percibido por el más avezado de los observadores, el largo barco de los jutos navegaba repleto de pequeños hombres morenos; hombres con arcos y afiladas flechas, mirada atenta e intenciones sospechosas.
Una fría y fina llovizna helaba el aire y hacía que las rocas de la playa que se encontraban frente a la casa de Thorleif Hordi parecieran más brillantes, como recubiertas por una capa de limo negro. Bajo espesas capas de niebla emergía un bosque de pinos como minaretes en un mar de oscuridad. Cuatro grandes barcos se encontraban anclados en la costa. Algo más alejado de éstos yacía un quinto barco sobre la arena de la playa, con su quilla hundida en ésta; cerca del barco se encontraba un numeroso grupo de hombres de barba pelirroja luciendo cotas de malla y cascos con cuernos y portando lanzas, arcos y escudos. El borde superior de la playa lo delimitaba una elevada valla de troncos apuntados, y detrás de ésta se veía ascender el humo procedente de la casa de Thorleif Hordi; mientras, delante de ésta se encontraban algo más de cien vikingos rubios, armados de modo semejante a los del gran barco varado. Entre ambos bandos de guerreros, a cierta distancia de cada uno de ellos, había un grupo de hombres divididos en dos partes enfrentadas, que discutían.
—Traed vuestro oro ante mí —ordenó el hijo de Thorleif Hordi—. No os llevaréis a la dama Atalanta sin pagar un alto rescate por ella. ¡Por Odín! Es una dama de alta alcurnia, y tenía pensado convertirla en una de mis prometidas.
Cormac miró fijamente al jefe vikingo. Thorleif era un gigantón de dimensiones mayores aún que Wulfhere, con la cara cubierta de cicatrices y rasgos de crueldad. Tenía una apertura en la barba a través de la cual podía verse un trozo de carne pálida entre la barba espesa de Thorleif, y Cormac esperó que aquel hombre no recordara quién le había hecho aquella cicatriz en una batalla; pero la oscura barba del gaélico había crecido ya abundantemente, y Thorleif no había mostrado ningún signo de reconocimiento desde el inicio de las negociaciones.
—¿Qué es una mujer para ti —dijo Cormac— aunque sea una noble, frente a este lote de riquezas? Tráenos la mujer y pondremos todo este oro a tus pies.
—Traed el oro antes —gruñó Thorleif— y si no es suficiente, me quedaré con ella.
—¿Quién te pagará más —dijo Donal—, que su propio hermano? Tus hombres pueden traerte multitud de mujeres, incluso de la nobleza; pero el dinero que te ofrece el noble Marcus, hermano de Atalanta, es mucho mayor que el que te pagaría nadie, como tú bien sabes.
—Sí —dijo Marcus—, y si no aceptas esta suma de dinero, emplearé una suma mayor aún para regresar con una flota que barra esta isla de piratas. ¡Por Cristo! Cuando Roma tenía el poder...
Thorleif se rió; Cormac puso su mano sobre el hombro de Marcus.
—¡Roma está muerta! —rugió el vikingo—. Y ni siquiera en su época de máximo poder pudo tocar estas islas. Pero eres un joven obstinado. Además, si podríais traer un ejército, ¿por qué venís con un único barco de piratas vikingos?
—La urgencia del asunto así lo requería en un principio —terció Cormac—. Pero no dudes que el joven Marcus podría optar por llevar a cabo tal idea.
Cormac hizo una seña al grupo de vikingos agrupados en torno al barco, y una docena de ellos comenzaron a cargar con el oro hasta las partes enfrentadas.
—Podría ser una trampa —rugió uno de los ayudantes de Thorleif, un duro lobo de mar—. No somos más que veinte hombres aquí, y con estos doce hombres más nos superarán en número.
—En ese caso. —Thorleif levantó su mano, y en ese momento veinte de sus hombres se acercaron caminando por la playa para unirse a aquellos que ya formaban el grupo que acompañaba a Thorleif. Cormac creyó percibir un cierto aire de sospecha. Entonces Thorleif se volvió hacia el vikingo Thorfinn y dijo:
—Reconozco tu barco, El Cuervo. Perteneció a mi enemigo, Wulfhere Hausakluifr. ¿Cómo te hiciste con él?
—Wulfhere fue mi capitán —dijo Thorfinn— pero me engañó y le partí la cabeza en un combate.
La docena de hombres del barco vikingo se unieron al grupo y dejaron su carga sobre la arena. Sus cuchillos abrieron los sacos de tela, y un brillante muestrario de obras de arte trabajadas en oro y de joyas resplandecientes se esparcieron sobre la arena.
—Este es un rescate propio de una princesa —dijo Donal—, no de una simple dama noble. Danos a Atalanta y nos iremos en paz. —Los ojos del hijo de Thorleif Hordi brillaron ante la visión de tanto oro y joyas.
—Está bien —dijo, y Cormac respiró aliviado. Los veinte hombres que se habían separado del resto de los guerreros que se encontraban cerca de la valla ahora formaban parte del grupo de Thorleif; el gaélico vio que en medio de ellos aparecía una mujer de increíble belleza, y supo que no podría ser otra que la princesa Helena... Pero a medida que se acercaba vio que sus vestiduras blancas estaban rasgadas y sus cabellos negros, despeinados. Sus bellas facciones se encontraban deformadas como si hubiera padecido una gran agonía, y sus grandes ojos negros parecían consumirse en una especie de grito desesperado y a la vez resignado.
—¡Helena! —La mujer alzó la vista al oír el grito involuntario de Marcus; de repente, su rostro perdió su aspecto de apatía desesperada y adoptó una expresión alegre y animada. Entonces, antes de que sus guardianes pudieran impedírselo, atravesó el estrecho espacio entre ambos grupos rivales y se arrojó en los brazos de su amado.
—¡Marcus, oh Marcus, ayúdame! —gritó, llorando—. Torturaron a Marcia. ¡Dios mío! La hicieron confesar y luego la mataron, y ahora pretenden matarte a ti. ¡Huye, Marcus, huye! ¡Es una trampa! —De repente Cormac vio, aunque demasiado tarde, que los hombres que se habían unido al grupo de Thorleif no eran vikingos, sino jutos. Al frente de ellos se encontraba Halfgar Wolf, y Cormac comprendió entonces que los veinte hombres que se habían unido a la partida de Thorleif eran los supervivientes del barco de los jutos, La Mujer de Fuego.
—¡Idiotas! —rugió Thorleif—. Sabía quiénes erais desde el principio de vuestros regateos. Estos lobos jutos navegaron día y noche para venceros aquí, porque un miembro herido de su tripulación oyó lo que uno de los moribundos le confesó a Marcus. Sí, la mujer que esperáis recatar es la princesa Helena, hija de Gerinth; no lo neguéis, porque Halfgar y yo lo oímos de los mismos labios de su criada Marcia cuando moría torturada. Ahora tú también morirás, Cormac Mac Art; y también el estúpido capitán de tu barco que sin duda se esconde entre sus hombres de barba pelirroja. ¡Me haré con tu tesoro, tu gran barco, la princesa Helena y la cabeza de Wulfhere! —Marcus, que sólo entendía a medias lo que estaba ocurriendo, levantó los ojos desde el rostro bañado en lágrimas de Helena y comprendió que fueron Thorleif y Halfgar los que torturaron a la princesa más allá de lo soportable. Profiriendo un grito frenético, desenvainó su espada y se dirigió directamente hacia Thorleif. El jefe vikingo se rió mientras desenfundaba su propio arma y paró el golpe frenético del joven.
—¡Eres un demonio! —gritó Marcus— ¡Te arrancaré el corazón!
Thorleif se rió de nuevo, y su arma paró la de Marcus una vez más y partió la espada del joven como si fuera cristal. Marcus, lleno de furia, se abalanzó sobre el vikingo, y sólo la espada de Cormac, que interceptó el filo silbante de la espada de Thorleif, salvó al joven de una cabeza partida. Entonces saltó y sus dedos se cerraron en torno al cuello de Thorleif, el enorme vikingo respiró sofocadamente ante el asimiento metálico de los dedos del joven, ante la desesperada fuerza y ferocidad del bretón cuyo peso era escasamente la mitad que el suyo, e intentó proferir un grito de terror, pero sintió la tráquea obstruida. Dejando caer la espada y sintiéndose impotente en esta lucha cuerpo a cuerpo, aporreó con sus enormes puños el pecho del joven hasta que éste se cayó hacia atrás, semi-inconsciente, pero agarrando aún el cuello de toro del vikingo...
Los vikingos comenzaron a luchar, y Cormac, que intentaba salvar a Marcus del enorme Thorleif, tuvo que retroceder. Un fiero guerrero rubio se abalanzó sobre él, con un hacha; el escudo de Cormac paró el golpe, pero su espada rota no le permitía contraatacar; entonces, mientras el vikingo blandía su hacha en el aire para asestar un nuevo golpe, la espada de Donal chocó fuertemente contra la armadura del guerrero y éste se desplomó sobre el suelo como un árbol caído. Cormac vio a un guerrero juto que se abalanzaba sobre Donal como un lobo enloquecido; saltó con toda su fuerza e interpuso su escudo entre Donal y el hacha del juto. El filo arqueado del hacha chocó contra el escudo levantado, y Cormac gritó involuntariamente por el dolor que invadió su brazo izquierdo; entonces la espada de Donal se hundió en el cuerpo del juto. La sangre le brotaba de las venas del corazón y su último grito moribundo de guerra se tornó en un gorgoteo de sangre proveniente de su tráquea herida.
Se oyeron gritos de guerra, y el sonido del metal llenó el aire. Cormac se levantó tambaleándose mientras la batalla se libraba en torno suyo; su mano derecha asía la empuñadura de su espada rota, mientras su escudo deformado colgaba de su brazo izquierdo sangrante. Pudo ver, en medio de la contienda, al hijo de Thorleif Hordi luchando contra Thorfinn, el capitán de Wulfhere, que se defendía con valor mientras Marcus intentaba escapar de allí con la exhausta Helena. Entonces, mientras Cormac estaba mirando, un juto moribundo hirió con un puñal los tobillos de Thorfinn, y éste cayó al suelo. Y mientras caía, el hacha de Thorleif le golpeó la cabeza. En ese momento Cormac vio con horror cómo el hijo de Thorleif Hordi pretendía partir al indefenso Marcus por la mitad mientras éste se intentaba abrir paso para poner a Helena a salvo. Sin pensarlo, Cormac rugió y se abalanzó sobre el vikingo; Thorleif se dio la vuelta y, viendo al gaélico que pretendía atacarle con una espada rota y un escudo abollado, soltó una carcajada y alzó su hacha para asestarle el golpe de muerte...
Cormac giró sobre sus talones y esquivó el filo silbante del hacha justo a tiempo. Pero su pie resbaló sobre una mancha de barro de la playa y cayó al suelo. Thorleif levantó su hacha para asestar un golpe final a su rival, pero, al hacerlo, su hacha chocó contra un escudo levantado y de repente se encontró cara a cara con Wulfhere el Rompe-Cráneos.
—Prueba tu acero con otros que no sean guerreros malheridos y mujeres indefensas —rugió el capitán danés.
Cormac se puso en pie y corrió en ayuda de Marcus; un guerrero vikingo pretendió impedírselo, pero Cormac esquivó el hachazo de su rival como un gato y su espada rota se clavó en su cuello de toro.
El hijo de Thorleif Hordi rugió lleno de rabia y golpeó con todas sus fuerzas su pesada espada contra el borde del casco cornudo de Wulfhere, haciendo que algunos fragmentos saltaran por los aires. El capitán danés retrocedió, medio mareado, y Thorleif se dispuso a matarlo; pero Wulfhere, apresurándose, rugió y blandió su hacha con todas sus fuerzas. La cuchilla del hacha pasó por debajo del escudo de Thorleif y se hundió entre la cota de malla y la carne de éste. Thorleif, enloquecido, contestó asestando un golpe que partió el escudo de Wulfhere en dos, pero el danés, gritando como un oso herido, le devolvió un hachazo que atravesó el casco del vikingo y partió su cabeza hasta la mandíbula, y Thorleif cayó a tierra como un árbol recién cortado. La batalla transcurría como una tormenta de acero mientras los daneses del gran barco corrían a luchar con los guerreros vikingos. Cormac se situó al lado de Marcus, quien, con la ayuda de Donal, estaba protegiendo a la princesa Helena.
—¡Volved al barco! —gritó Cormac— ¡Dejad el tesoro y no olvidad vuestras deudas de sangre! ¡Proteged a la princesa! —Los daneses hicieron una pausa en su retirada para cargar sus arcos de nuevo, y otro grupo de vikingos sucumbieron bajo la lluvia de flechas. Halfgar y sus jutos se habían retirado ligeramente, pero ahora, con sus aliados vikingos a la espalda volvían a la ofensiva profiriendo salvajes gritos de guerra. Las facciones enfrentadas chocaron produciendo una tormenta estridente de acero; las cuchillas volantes se introducían entre las mallas y la carne, los huesos se partían bajo el impacto de golpes poderosos, y en un momento las rocas de la playa se volvían resbaladizas por la sangre derramada mientras daneses luchaban contra jutos y vikingos con una furia desesperada que ni daba ni pedía cuartel. Halfgar mató a un danés con un fuerte golpe de su hacha; después se lanzó a luchar contra Donal que estaba protegiendo a la princesa. Donal era muy hábil con la espada pero no podía hacer frente a la furia con que el juto descargaba sus golpes; la fuerza de uno de los golpes de Halfgar, que consiguió parar justo a tiempo, le hizo caer en tierra. Después el jefe juto blandió su hacha dispuesto a asestarle un golpe mortal con su hacha. Cormac, cuya espada y escudo eran ya inservibles, se enfrentó a Halfgar desarmado, aunque sabía —con cierta desesperación— que le sería casi imposible esquivar el golpe mortal que iba dirigido contra Donal. Entonces, con un rugido de rabia, una figura se abalanzó sobre el juto, y ambos rodaron por el suelo peleando y jadeando. Se trataba de Marcus que, aunque desarmado, era presa de una furia guerrera tan terrible como la de cualquier vikingo. Cormac esquivó una espada silbante, burló la guardia de su adversario y hundió su daga en la cota de malla del guerrero con todas sus fuerzas. La cuchilla se partió, pero no sin antes haber rasgado la cota de malla y haberse enterrado profundamente en el corazón del vikingo.
Tomando la espada y el escudo del guerrero caído, Cormac corrió al lugar donde Marcus y Halfgar estaban luchando. El joven bretón se estaba llevando la peor parte; sus heridas le habían debilitado, y sus fuerzas no podían equipararse a su furia.
—¡Volved al barco! —gritó Cormac— ¡Ayudad al príncipe Marcus a ir hasta allí!
Donal corrió en ayuda de Cormac, y de la princesa Helena, que estaba con él, su cara blanca y bañada en lágrimas pero con una fuerza que vencía sobre su miedo. Desoyendo las demás palabras de Cormac, la princesa ayudó al consejero a levantar al herido Marcus para llevárselo.
Los jutos y los vikingos, habiendo visto a sus capitanes caer, habían decaído en su furia guerrera momentáneamente; pero ahora, viendo a los daneses retirarse rápidamente hacia el barco, con la noble doncella británica en medio de ellos, comenzaron de nuevo a luchar con renovado frenesí. Y entonces, como respondiendo a una señal preestablecida, los gritos de guerra de un huésped poderoso se acercaron rugiendo desde el otro extremo de la playa, y del bosque surgió una horda de vikingos que superaba en número a los dos bandos que luchaban.
—¡La trampa acaba de saltar! —gritó Cormac, enfurecido— ¡Id todos al barco!
—¡Wotan! —Wulfhere partió los sesos de un vikingo con un poderoso golpe de su hacha— ¡Dejad que vuestras cuchillas beban sangre, hijos de Dinamarca!
Pero aunque los daneses que se replegaban llegaron hasta el barco que descansaba en la arena, Cormac comprendió que era demasiado tarde. Apenas tuvieron tiempo de agruparse en torno a la proa, armados con escudos y espadas relucientes, cuando los hombres de Thorleif surgieron de ambos lados como olas gigantescas que chocan con furia contra una gran roca. Los daneses rugieron como gigantes en Ragnarok en la furia de la batalla, dando muerte a dos enemigos por cada uno de sus propios hombres que era matado. Pero aunque Cormac rugió y mató como cualquiera de ellos, veía que las fuerzas eran demasiado dispares. Les aventajaban con tres hombres por cada uno de los suyos, y además los recién llegados a la batalla estaban descansados aún. Los daneses no podían hacer uso de su superioridad en la arquería a tan corta distancia, y tampoco conseguían subir al barco.
De repente, un grito de furia pareció agitar los cielos —un grito de furia guerrera que surgía de mil gargantas— e inmediatamente una lluvia de flechas que venía de todas partes oscureció los cielos ya antes perturbados. Flechas de madera caían como una lluvia y se dirigían contra daneses, jutos y vikingos indistintamente. Cormac vio a uno de los hombres de Wulfhere retroceder, con su cuello traspasado por una flecha de cabeza negra y afilada; un guerrero vikingo rubio cayó a tierra con una flecha similar clavada en el ojo. La mayoría de las flechas rebotaron contra las armaduras de los vikingos, pero demasiadas de ellas se clavaron en la carne desprotegida de éstos.
Los vikingos y los jutos giraron para enfrentarse a este nuevo enemigo y Cormac, estirándose por ver por encima de las cabezas de sus enemigos, vio llegar en ambas direcciones unas figuras morenas que corrían por la playa. ¡Pictos! La lluvia de flechas cesó y los corredores morenos, profiriendo gritos furiosos de guerra y sedientos de sangre, se abalanzaron contra las filas exteriores, algo confusas, de los daneses.
—¡Subid al barco! —gritó Cormac a medida que las fuerzas de sus hombres cedían—. Una vez allí podemos luchar contra pictos y vikingos, si queremos.
Los daneses escalaron por los laterales de su gran barco, mientras una segunda lluvia de flechas de los pictos barrió la cubierta de la nave a medida que iban subiendo a ella. Donal y Cormac, que habían protegido a Helena con sus escudos con riesgo de sus vidas, apresuraron a la joven para subir al barco a pesar de las protestas de ésta sobre la seguridad de Marcus. Wulfhere mismo ayudó a llevar al príncipe hasta la cubierta y ponerle a salvo.
—¡Una espada! —musitó el joven, semi-inconsciente— ¡Dadme una espada para matar al maldito juto que torturó a la doncella de mi prometida ante sus ojos!
—Yo creo que Halfgar está muerto —gruñó el danés con una admiración hacia el valor del joven bretón que conmovía a su fiero corazón—. Vi a Cormac golpearle en el casco durante la batalla, y no se levantó de aquel golpe.
—¡Entonces tuvo una muerte muy dulce! —gritó Marcus, luchando por levantarse del suelo de cubierta; pero Wulfhere le agarraba fuertemente. Una ola de pictos intentó tomar el barco, pero una tormenta de flechas de los arqueros de Wulfhere les hizo retroceder. Los guerreros morenos tuvieron que retirarse hacia el interior del bosque. Los daneses presionaron para continuar la lucha, pero esto no sucedió; por el contrario, se hizo ondear una bandera blanca. Entonces, media docena de guerreros se acercaron por la playa y se detuvieron delante de la proa del gran barco. En medio de ellos había un hombre mayor, aunque caminaba erguido, cubierto por una vestidura hecha de piel de lobo adornada de modo bárbaro con cabezas de pájaro y cráneos de animales.
—¿Qué quieres? —preguntó Cormac en el lenguaje de los pictos.
—Yo soy Gonar, Sumo Sacerdote de los pictos. —La voz del anciano, aunque aguda, era resonante y fuerte.
—Danos a la mujer de la Luna que nos robaron los jutos y que debe ser sacrificada ante Golka. Si no lo hacéis, quemaremos vuestro barco con flechas de fuego.
—No hay ninguna mujer de la Luna aquí —dijo Cormac.
—La hemos visto a bordo de tu barco —insistió el sacerdote picto—. Nos la trajeron de una tierra del sur, llevando la piedra de la sangre de la Luna en una cadena dorada. Una generación atrás, esa gema fue robada de su altar en la Isla de los Altares, y ahora Golka nos la envía de nuevo en el cuello de la víctima de su sacrificio.
—¡El rubí! —musitó Donal, que había aprendido la lengua de los pictos en su errante vida como consejero— Ahora recuerdo que Marcus me contó una vez que su padre la había rescatado de un naufragio de un barco picto... —Cormac recordó que la gema roja que Halfgar había cogido de la arena. Automáticamente miró hacia el sitio donde éste había caído, y vio al jefe juto sosteniéndose en pie de modo inestable. Evidentemente el golpe que Cormac le había propinado con su espada sólo le había aturdido.
—Danos a la mujer que lleva la piedra de la sangre —persistió el anciano.
—Vuestro Dios ha elegido a otra persona —dijo Cormac, señalando hacia la playa—. Mira, Gonar, a ese hombre que se levanta entre los cuerpos muertos; ve a él y encontrarás la piedra de Golka. —El anciano comenzó a andar e hizo una seña a los guerreros que le acompañaban, que inmediatamente le siguieron, corrieron como lobos, y rodearon a Halfgar. Entonces, se oyeron gritos salvajes de contento cuando vieron la gema colgando del cinturón del juto. Halfgar sacó su puñal e intentó luchar, pero los pictos le aventajaban en número y comenzaron a atarle con cuerdas.
—Marchaos entonces, daneses —gritó el viejo Gonar—, y no volváis nunca más, porque esta isla pertenece a los clanes de los pictos, y ya habéis asolado sus bosques con vuestras hachas durante muchos años.
Los guerreros daneses comenzaron a empujar el barco; la quilla se arrastró por la arena hasta que el largo barco flotó libre, y los daneses dieron un gran grito cuando se dieron cuenta de que estaban en el mar de nuevo.
—Pero la gema —gritó Cormac desde cubierta mientras la orilla se alejaba—, seguro que es de Roma, y no de los pictos, porque vi el símbolo corintio grabado en ella.
—No es el acanto —le contestó Gonar, gritando—, sino la Sangre del Sacrificio, la fuente carmesí que brota del pecho abierto para complacer al corazón de Golka.
Cormac se dio la vuelta con un sentimiento súbito de repulsa, mientras los remeros se hacían a la mar. No era una debilidad civilizada lo que se apoderaba del rojo corazón bárbaro de Cormac, pero había algo en el completo salvajismo de los pictos que le sacudía las entrañas.
—Tenías razón, Cormac —gruñó Wulfhere mientras la orilla de la Isla de Kaldjorn se perdía entre la niebla—, fue una insensatez enojar a un hombre vencido, porque, sin duda, esto empujó a Halfgar a la venganza a cualquier precio, y al final me ha costado casi la mitad de mis hombres. Me supondrá otro viaje a Dinamarca para poder reponer a mi tripulación.
—Halfgar fue un lobo despreciable y un torturador de mujeres —dijo Cormac— pero no me gusta la idea de que un guerrero de mar vierta la sangre de su corazón sobre el altar de Golka.
—Bueno, entonces —dijo Donal— alegra tu corazón viendo los rostros de felicidad de la princesa Helena y su amado Marcus. Mira, aún en medio de la lluvia que cae de estos cielos grises, su dicha se hace evidente cuando se miran el uno al otro; es como la salida del sol anunciando la llegada de los dioses. Alégrate, también, al pensar en el oro que el rey Gerinth te pagará por traer sana y salva a su hermana y, conociendo su generosidad, sin duda te pagará el doble de lo que le pidas, por la alegría que sentirá de verla viva.
Diciendo esto, el consejero cogió su arpa romana, tensó sus cuerdas y comenzó a cantar:
A la hermana del rey habían raptado
y éste estaba desesperado.
“Dios, ¿qué decisión tomar?
Enemigos me acosan por tierra y mar.
No puedo utilizar mis guerreros
para matar a esos bandoleros”.
Su consejero a Gerinth se acercó
Wulfhere, que luchando fama ganó
descansa con sus hombres en cierta bahía;
conocidos son por su valentía.
El océano a fondo explorarán
y con tu hermana querida regresarán.
Al rey se veía acongojado,
con su rostro en lágrimas bañado.
“¡Por Wotan! —gruñó Wulfhere—, mi espada
os devolverá a la dama raptada”.
Tampoco Cormac tardó en contestar:
“¡Harían frente a los Tigres del Mar!”
Mientras un fuerte viento soplaba
El Cuervo en el mar se adentraba.
Con los jutos después tropezaron
y los Tigres a éstos mataron.
Thorwald de Wulfhere probó el acero
y murió por un golpe certero.
Y así hacia las Islas partían
donde los hombres de Thorleif tenían
secuestrada a la princesa Helena.
“¡Ho, ho! —dijo Thorleif— ¡qué pena!
Tu tierra no volverás a pisar”.
La pobre joven comenzó a llorar.
Cuando los Tigres a la Isla llegaron
los Dragones su acero probaron.
Wulfhere daba grandes alaridos
y los pictos caían malheridos.
Mientras a Thorleif el cráneo partía
el número de muertos crecía.
Los pictos que raptaron a Helena
tiñen ahora de sangre la arena;
los vencedores pudieron volver
con arcas vacías y feliz mujer.
El rey bretón saldrá a felicitar
a su vuelta a los Tigres del Mar.
—¡Por Thor, Donal! —gruñó Wulfhere toscamente, con sus grandes ojos bañados en lágrimas— ¡Esta es una canción digna de los dioses! Cántala de nuevo, pero esta vez omite la parte en que le rompo el cráneo a Thorleif con mi hacha. ¿Qué opinas, Cormac? ¿No te parece una bella canción? —Cormac tenía la mirada perdida en la costa, donde las llamas que procedían de la casa de Thorleif, brillaban ahora con tonos rojizos entre la espesa niebla.
—Sí, es una bella canción, no voy a negarlo. Pero ya difiere de alguna forma con lo que yo mismo he visto, así que no dudo que cada vez que sea cantada diferirá más y más de la realidad. En fin, poco importa todo eso. El mundo mismo surge, cambia y muere como los sonidos del arpa de un juglar, y puede que los sueños que forjamos sean más duraderos que las obras de los reyes y los dioses.
FIN