Publicado en
octubre 14, 2012
Era un proyecto sencillo, pero audaz. Armado únicamente con una mochila de provisiones y equipo de montañista, el joven ruso se dirigía hacia la frontera noroccidental de su país.
Su meta: llegar a Finlandia y, después, refugiarse bajo el cielo protector de Suecia. Obstaculizaban su huida una imponente alambrada soviética, patrullas fronterizas que estaban siempre ojo avizor, y parte del terreno más arduo de Europa. Pero Alexander Jourjine aceptó el reto. Esta es la historia de su caminata de 23 días, formidable prueba de resistencia tenaz que superó con fortaleza y valor extremos.
Por George Feifer
EN LA estación ferroviaria Leningradski, de Moscú, aquella fila parecía interminable. Alexander Jourjine, físico de 26 años, recién graduado en la Universidad de Moscú, tardó cuatro horas en llegar a la taquilla. Era el 15 de agosto de 1979; acababa de regresar a la ciudad tras una excursión agotadora por los montes Cárpatos en compañía de un amigo suyo. No obstante, apenas 48 horas después de su retorno, se preparaba a emprender otra expedición mucho más difícil; la que marcaría su existencia para el resto de sus días. Este talentoso joven había tomado la decisión de jugarse el todo por el todo y huir de su tierra natal. Compraría un pasaje de tren para ir hasta Murmansk, en el confín noroccidental de la Unión Soviética, y luego intentaría llegar a pie a la frontera con Finlandia, y cruzarla.
A primera vista, el apacible Jourjine, de hablar suave, no parecía hombre capaz de correr tan desesperado riesgo. De mediana estatura y complexión normal, sus modales afables, "lentes de estudioso" y largos cabellos rubio claro sugerían una personalidad más bien apocada. Pero debajo de la ropa había músculos endurecidos por largas caminatas y trabajos manuales rudos. En la mirada azul destellaba la firmeza de carácter; un indicio de autoritarismo trascendía en el contorno de su quijada bajo la barba, que se había dejado crecer recientemente. Sólo la afincada convicción y la férrea fuerza de voluntad podían explicar la decisión que había adoptado. Mas, al fijarse ese firme propósito, se sintió tremendamente solo.
Mientras esperaba en la fila, tuvo tiempo para reflexionar. Resultaba irónico, caviló, que hasta para el acto final de huir del país, hubiera que formarse en fila, igual que para adquirir papas, lápices y prácticamente todo, en ese país tan rico, que el sistema soviético seguía postrando en la pobreza.
Cuando llegó su turno, el joven barbado compró el pasaje de litera más barato con destino a Murmansk. Su tren saldría en las primeras horas del 19 de agosto.
Los cuatro días que faltaban para su partida, se dedicó a comprar, de tenducha en tenducha, lo necesario para el viaje. Vender sus preciados libros de física fue un trago amargo, pero ese dinero le permitió adquirir una lámpara de mano, una sierra para cortar metal, botas altas, una caña de pescar y repelente contra mosquitos. Tendría que contentarse con sus viejos botines y su mochila raída, pues su magro presupuesto no alcanzaba para equipo nuevo.
Su provisión de víveres era frugal: cuatro kilos de tocino y queso, unos cuantos kilos de pan negro cortado en rebanadas delgadas y secado a la intemperie, té y azúcar. El único lujo que se permitió fueron 12 barras de chocolate, carísimo. Empaquetó todas las viandas en bolsas cerradas herméticamente.
Sólo un puñado de valientes o temerarios intentan escapar de la URSS. En su mayoría, recurren a ciertas relaciones y hacen intrincados preparativos. Como disponía de escasos recursos, Alexander hizo el más sencillo de los planes: caminaría hasta la frontera, y allí, atenido a su propia iniciativa, trataría de idear la forma de cruzarla. Para orientarse, llevaba un mapa ordinario de turista. No había mapas detallados de la zona disponibles para el público, y había optado por no agenciarse uno en algún club de excursionistas. Actuar por su propia cuenta era inherente a su manera de ser. Triunfara o fracasara, ninguna persona inocente estaría implicada en su aventura.
Tenía pocos nexos de familia que lo sujetaran. Su padre, piloto de la Fuerza Aérea, había muerto de cáncer hacía 17 años. Su madre lo amaba, pero hacía tiempo que él había dejado de tratar de compartir sus pensamientos con ella, para quien el régimen soviético era infalible. Sólo le dijo que partía en otra caminata, y con dolor reprimido deseó que la suerte le permitiera volver a verla algún día.
Al acercarse el día de la partida, tuvo que sobreponerse a la creciente aprensión. Había entregado tres semanas antes sus papeles de identidad, como lo habían hecho todos los ciudadanos soviéticos, para que le expidieran nuevos documentos. No fue hasta el sábado 18 cuando pudo recogerlos en la comisaría local. Gracias a Dios que no han aprendido todavía a leer el pensamiento, cavilaba mientras la policía le entregaba, por fin, sus nuevos papeles de identidad. Si supieran adónde llevaré este documento dentro de unas pocas horas...
Aquella misma noche, ya tarde, fue a la estación ferroviaria, con su mochila cargada con unos 30 kilos de provisiones y equipo. Entre sus pertenencias había un colchón de goma, un cuchillo de caza, un hacha, una soga y un viejo telescopio, amén de su canoa inflable, veterana remendada de una docena de anteriores viajes.
El tren arrancó poco antes de las 2 de la mañana. Durante 33 horas, en el coche dormitorio comunal, intentó descansar. Era cerca del mediodía del 20 de agosto cuando llegaron a la sombría terminal de Murmansk. El plan de Alexander consistía en viajar en autobús 100 kilómetros hacia el sudoeste, hasta Verkhnetulomski, y desde allí iniciar la caminata. Pero en la estación de autobuses un letrero lo dejó frío: el pueblo de Verkhnetulomski estaba "cerrado", excepto para los residentes.
Cualquiera que fuese el motivo de ese decreto, representaba un posible golpe mortal para los planes de Alexander, pues caminar con su carga hasta allá lo demoraría demasiado. El verano ya había terminado en ese sitio, situado arriba del Círculo Polar Ártico, en los 69 grados de latitud Norte. El invierno comenzaría de un momento a otro, y cada día era importante. Decidió por tanto correr el riesgo de comprar el pasaje. Para su alivio, nadie le pidió sus documentos de identidad. Subió al autobús, que pasó de largo por una barrera de seguridad, y al caer la tarde se encontró en Verkhnetulomski.
Por haber ido en excursión, en 1977, a la península de Kola, el fugitivo sabía que como a un kilómetro de Verkhnetulomski quedaba una gran extensión de agua, el lago Not, que abarca la mitad de la distancia hasta la frontera con Finlandia. Ese era su objetivo. Al llegar a un trecho desierto de la ribera, a eso de las 6 de la tarde, Jourjine empezó a inflar su canoa de cinco metros de eslora. Dos horas después terminó sus preparativos; se embarcó y remó silenciosamente hacia aguas profundas.
A unos 800 metros de la orilla, dejó de remar y aguzó los oídos. Al parecer, nadie lo había seguido; por primera vez en muchos días se sintió relajado. Por fin, estaba en el Camino que se había fijado.
LA UNICA ESPERANZA
EL LARGO y solitario trayecto que habría de recorrer no lo amedrentó. Desde su afiliación a un club de excursionistas, cuando tenía 14 años, se había acostumbrado a acampar al aire libre: hacía cortas expediciones cerca de Moscú, durante el año lectivo, y otras más largas, a veces de un mes de duración, en las vacaciones veraniegas. Amaba la naturaleza y le gustaba sentirse libre, dependiendo sólo de sí mismo, con relativamente pocas órdenes, reglas y prohibiciones.
Paradójicamente, Alexander había sido al principio un muchacho soviético modelo, que creía sin reservas en el marxismo-leninismo. Para él, como para muchos rusos de aquella época, el verdadero comunismo era un ideal fulgurante. Pero una creciente oleada de amarga desilusión cundió por todo el país después de que la memoria de Stalin cayó en el desprestigio, y los idealistas fueron los más decepcionados. Ninguno de sus amigos creía ya en el gobierno soviético. Por su parte, Alexander no sólo estaba disgustado con los defectos y las crueldades baldantes del sistema, con los interminables racionamientos de bienes de consumo, el inaudito desperdicio y la ineficiencia burocrática; simplemente le resultaba intolerable la supresión de la iniciativa individual. En la escuela, detestaba tener que repetir como loro la consigna política de que su esclavizado y desdichado país era el más libre y feliz de la Tierra.
Sus amigos habían reconocido las mentiras tan claramente como él, pero se habían abstraído en sus vidas privadas, Alexander fue incapaz de sobreponerse a su repugnancia. Su personalidad era de las que necesitan nutrirse en el idealismo y simplemente no se avienen a aceptar el engaño.
Esta situación se volvió una crisis para él cuando ingresó en la Universidad de Moscú. Todo el mundo, en el departamento de física, pertenecía a la Liga de Jóvenes Comunistas o al Partido Comunista. Pero su repulsión por el régimen soviético se agudizó a tal punto, que cuando estaba en su cuarto año tomó la inaudita resolución de renunciar a la Liga. El hostigamiento que le acarreó esa decisión lo obligó finalmente a salir de la universidad.
Entonces, al tener un "expediente político", sus perspectivas de hacer carrera eran nulas. Concluyó que su única esperanza consistía en huir hacia algún lugar donde pudiera vivir como un hombre honrado. Por tanto, en una de sus excursiones exploró Crimea, para ver si había allí un sitio desde el cual le fuera posible iniciar la travesía a nado, de 300 kilómetros, hasta Turquía. Recorrió en bicicleta la costa de Letonia, para estudiar la forma de lanzar al agua una balsa de goma o un pequeño submarino de su propio diseño, para cruzar hasta la isla sueca de Gotland. Incluso pensó en nadar sumergido hasta algún buque occidental anclado frente a un puerto soviético, y embarcarse como polizón. Pero el personal y los recursos (centinelas, perros, enormes pantallas de radar para la vigilancia costera) dedicados a custodiar cada frontera hacían que estas ideas del físico fueran impracticables.
El disidente consiguió durante dos años seguir al día con sus cursos de física, mientras desempeñaba diversas labores manuales. Una pugna entre administradores antagónicos en el departamento de física le permitió reingresar en la universidad, y se graduó con honores en enero de 1979. Pero todas las plazas disponibles en su especialidad le fueron negadas, debido a su expediente político. En el verano de ese año, sus sueños de fuga ya eran un proyecto concreto.
SOLO, EN EL DESOLADO NORTE
UN SOL rosado brillaba todavía sobre el agua a las 10 de la noche, al avanzar la canoa por el lago en dirección oeste. La frialdad de la noche le recordó lo que debía esperar una vez terminado el verano en la agreste vastedad septentrional. Remó hasta quedar exhausto, y al llegar la medianoche llevó la canoa a la orilla pantanosa, para concederse un descanso.
Al día siguiente remó durante 14 horas, a pesar del entumecimiento de sus músculos, sin escuchar más que los sonidos de la naturaleza y, de vez en cuando, a lo lejos, el murmullo de un motor fuera de borda. Confió en que fuesen lanchas de pescadores. Estaba en Laponia, la región que comprende el extremo norte de Escandinavia y parte de la península de Kola. Las orillas estaban densamente arboladas con pinos y alfombradas con una gruesa capa de musgo prístino. Pero el lago, que en algunos lugares tenía ocho kilómetros de anchura, se había convertido en un laberinto de canales y pasajes, entre islas que su mapa en pequeña escala e impreciso no mostraba.
El 22 de agosto lo despertó un intenso chubasco; para protegerse, extendió una tela de plástico sobre la canoa. Al pasar aquella mañana por un corredor de agua, de un kilómetro de anchura, una visión inesperada lo dejó atónito: en la orilla norte había un cable tendido entre dos altos postes: ¡era una antena de radio! ¿Sería un puesto de la patrulla fronteriza?
Sacó rápidamente el telescopio para observar las cabañas que había debajo de la antena, pero no vio a nadie. Extrajo la caña de pescar, a manera de pretexto, contuvo el aliento y dejó que la corriente lo alejara de allí.
Oyó arrancar un motor fuera de borda, y momentos después un ronco grito: "¿Quién va?" lo sobresaltó. Sin esperanzas ya de pasar inadvertido, espió por una abertura, de la tela de plástico... y vio, a unos 12 metros de donde se encontraba, la tranquilizadora figura de un ordinario, amistoso pescador.
Al atardecer de aquel día la canoa entró en la desembocadura del pequeño río Kizhma, que sigue el rumbo aproximadamente oeste a partir del lago. Pero en cuatro horas de remar afanosamente, sólo pudo avanzar cinco kilómetros contra la rápida corriente. Por tanto, en la mañana se resignó a abandonar la canoa y parte de sus provisiones. Alzó el bote por la ribera para que no lo vieran, y lo cubrió con ramas. Había subestimado mucho las dificultades del viaje, pues calculaba llegar a la frontera en tres días pero ya habían trascurrido cuatro, y todavía le quedaban por delante 80 kilómetros. Sin desanimarse, el fuerte joven consultó su brújula, enfiló por un bosque y empezó a caminar rumbo al oeste.
Escaló una serie de lomas que formaban una cordillera de este a oeste; desde esas alturas contemplaba espectaculares paisajes de vastos valles verdes bañados por lagos o ríos de tonalidades gris plateadas. Aunque no se detuvo ní un momento, aquel día recorrió apenas 15 kilómetros. No había ningún indicio de civilización en aquella región de serenidad intacta. Poco antes de caer la noche avistó un ciervo, lo cual consideró un buen augurio. Cenó un poco de tocino y queso. Sintió suficiente seguridad para encender una fogata y preparar té.
En los cuatro días siguientes, su inquietud fue aumentando a medida que se aproximaba a la frontera. Al atardecer del 27 de agosto, su quinto día de camino a pie, se detuvo, alarmado, al toparse con un sendero de ciervos que al parecer había sido transitado también por el hombre. Su piel adquirió una especie de hipersensibilidad, y sus orejas temblaron a cada sonido. Alexander, que sudaba profusamente bajo el peso de su mochila, trató de caminar y respirar con mayor sigilo, avanzando como un soldado en patrulla de reconocimiento.
Oscurecía ya cuando, a las 10 de la noche, escaló una última colina desde cuya cima distinguió en el fondo un hilo de color amarillento. Lo relacionó con el murmullo apenas perceptible que había captado una hora antes. Ese hilo era un camino, y el ruido sería el de un camión; se preguntó adónde llevaría aquel camino.
Decidió no arriesgarse más en la oscuridad. Encontró un hueco debajo de un árbol caído y, a pesar del enigma sin resolver del camino, se durmió al instante.
TIEMPO PARA PENSAR
QUIZÁ fue su instinto lo que lo obligó a dormir hasta las 9 de la mañana, para acumular energías. Comió un poco de chocolate, ocultó sus cosas e inició cautelosamente el descenso por la ladera de la colina. La cinta amarillenta resultó ser un camino arenoso. Se detuvo a escudriñar con el telescopio y vio que el lado opuesto estaba bordeado por una elevada cerca. Lo conseguiré, fue lo primero que pensó mientras contemplaba la cerca. No sé cómo, pero voy a cruzar al otro lado.
A cada paso que daba cuesta abajo por la colina le parecía la cerca un obstáculo más formidable, aunque supuso que peor habría sido en latitudes pobladas. Sus postes de dos metros y medio de altura sostenían docenas de hileras de alambre de púas, cuyo brillo denotaba su reciente instalación. En los travesaños de un metro colocados en el tope habían fijado otra medía docena de hileras de alambres.
Se acercó lentamente. Todo ruso sabe que las zonas como esa están sometidas a la vigilancia de centinelas, radar o sensores electrónicos. Pero Alexander tenía que correr el riesgo, confiado en que el remoto aislamiento del lugar redujera las medidas de vigilancia. Aparte de una ligera brisa entre los árboles, nada se movía a su alrededor; no se percibía ningún sonido.
Desde detrás de una roca, a unos 20 metros del camino, vio que el alambre de púas estaba adherido a los postes con pequeñas piezas restangulares de plástico negro. Probablemente fueran aisladores. Aquello podría significar que la alambrada estaba electrificada, y que al ser tocados simultáneamente dos alambres enviarían una señal al puesto de centinelas más cercano.
Más allá del camino había una franja de arena de dos metros de anchura: nivelada, limpia, con las marcas de los dientes del rastrillo recientemente pasado. Todo paso que diera en aquel lugar dejaría una huella inconfundible.
¿En qué otra forma podría llegar a la cerca? Tal vez desde aquel puente de troncos. No lejos de la roca donde estaba agazapado, el camino cruzaba un arroyuelo que corría debajo de la alambrada. Pero el lecho era poco profundo, y el puente demasiado bajo para permitir que siquiera un niño se arrastrara por debajo. Además, del otro lado de la cerca un enorme tronco bloqueaba la ruta acuática.
Alexander escrutó durante un cuarto de hora todo cuanto pudo abarcar con su telescopio. Se animó al comprobar que no había ninguna amenaza inmediata. Dejó su mochila junto a la roca y se metió en el agua del arroyo, que le llegó hasta la rodilla, para acercarse al camino. El agua por lo menos impediría que los perros olfatearan su rastro. A fin de no dejar marcas visibles en el fondo del canal, pisó con cuidado sobre piedras limpias.
A corta distancia del puente flotaba en el arroyo una acumulación de frágiles ramas muertas de abeto. Partir una rama sería una señal estridente para los guardias adiestrados en buscar esa clase de indicios. Dio un cuidadoso rodeo para no tocar las ramas, y subió al puente para examinar en detalle la alambrada desde unos cuantos metros. Notó que del otro lado del puente habían arrojado tanta arena, que el arroyo casi ya no se veía.
Luego, tras bajar del puente, borró las huellas de sus botas en la delgada capa de cieno que cubría los troncos, y volvió sobre sus propios pasos, hasta el agua. Pero, a pesar de haber sido muy cuidadoso, vio que había roto una rama del montón. Unió los pálidos extremos rotos con arcilla del lecho del arroyo, y luego siguió caminando en el agua, de la que no salió hasta que se encontraba 200 metros más arriba.
Oculto en el bosque, caminó al sur paralelamente a la cerca, para ver si había otro arroyo que ofreciera mejores posibilidades. De trecho en trecho salía a inspeccionar el camino.
En un punto vio un curioso aparato. Dos estacas de madera sostenían un artefacto en forma de sombrero, del cual partían dos cables que se enterraban, mientras que en un poste cercano un altavoz apuntaba hacia la cerca. ¿Sería una sirena de alarma?
Todavía buscaba un sitio mejor para cruzar, cuando a media tarde volvió a escuchar el débil murmullo de la noche anterior. Se ocultó detrás de una roca al aumentar ligeramente el volumen del rumor, que habría sido casi imposible de reconocer (salvo por los crujidos que lo acompañaban), que Alexander identificó como de una carrocería de camión al pasar por tramos desnivelados del camino. Los camiones soviéticos emiten ordinariamente un ruido atronador, pero los silenciadores instalados en el escape del que se acercaba eran evidentemente poderosos. Su eficacia, sin embargo, era anulada por los fuertes crujidos. ¡Qué capacidad tienen en este país para las inversiones inútiles!, reflexionó Alexander.
La nariz achatada del camión apareció entre los árboles. El fugitivo contuvo la respiración cuando pasó muy lentamente, a menos de 50 metros de él. Con ayuda del telescopio distinguió a un pelotón de guardias fronterizos, que, bajo una cubierta de lona, en la parte posterior, observaban las cercanías del camino y la franja de arena. El camión siguió su marcha lenta, desapareció en una curva... y súbitamente volvió a reinar el silencio. ¡Debió de haberse detenido en el puente!
Aquel silencio era sofocante. Presa del temor y la angustia, el fugitivo se esforzó por captar algún sonido. Al cabo de 20 minutos estuvo a punto de ceder a la tentación de ir a ver qué hacían los soldados. Se contuvo, y pasados unos diez minutos volvió a oír el murmullo y los crujidos, que poco después se esfumaron a lo lejos.
¿Habrían visto los soldados algo sospechoso que los indujera a investigar en el puente? ¿O simplemente estaban en una misión rutinaria, de inspección de la arena y las ramas? Todavía impresionado, trató en vano de analizar la situación. Tardó largo rato en decidirse a salir de su escondite.
Aquella tarde, se sentó a reflexionar. Como la cerca no parecía infranqueable, intentaría atravesarla. De igual manera que con frecuencia lo había hecho al enfrentarse a problemas de física, permaneció sentado tranquilamente y dejó que trabajara el subconsciente.
Y dio con la solución: cortó con la sierra y quitó las ramas de dos retoños de abeto —el pino se quiebra con demasiada facilidad— hasta transformarlos en dos pértigas de cuatro metros cada una. Colocó los extremos más gruesos en el suelo, con una separación de 45 centímetros, y apoyó las puntas superiores en un travesaño: otro retoño que había cortado y atado entre dos árboles, exactamente a la misma altura de la cerca. Con esta escala sin peldaños se proponía "volarse" la barrera. Con su mochila cargada a la espalda, intentó trepar hasta pasar el travesaño. El aparejo era rústico, pero podría servir. Aunque ya se hacía de noche, siguió ensayando para refinar detalles.
A medida que se acercaba la prueba inminente, mayor era su emoción. Por fin, tras mucho cavilar, logró apaciguarse y se entregó al sueño.
ARRIBA, Y DEL OTRO LADO
DESPERTÓ el 29 de agosto tan tenso, que tuvo la sensación de flotar en estado de ingravidez. El curso entero de su vida quedaría decidido en las siguientes pocas horas. Se calzó las botas altas, comió dos barras de chocolate y, cargando con su mochila y las dos varas, se encaminó colina abajo hacia el arroyo.
Los árboles y helechos que lo rodeaban parecían destacar más claramente que nunca. Tenía la boca insoportablemente reseca, y el corazón parecía escapársele del pecho; con todo, se sentía vigoroso. De muchacho, siempre había querido cargar la mochila más pesada. Al trabajar en obras de construcción durante sus veranos universitarios había ganado bonos y premios por su empeño en laborar con mayor afán y más horas que los demás. Ese día su cuerpo funcionaba como dotado de poderes sobrenaturales.
Miró en derredor y no detectó nada anormal. Se ajustó entonces la mochila y, con los palos en alto, se metió en el agua. Avanzó lentamente con su incómoda carga corriente abajo, tratando de conservar el equilibrio procuraba poner cada pie sobre una piedra limpia que no fuera resbaladiza. Todo su cuerpo quedó bañado de sudor. Únicamente su energía renovada por la emoción le permitió avanzar sin detenerse a descansar cada pocos metros.
Necesitó mayor fuerza y destreza para eludir la acumulación de ramas sin astillar ninguna. Al llegar al puente, dejó la mochila en el lado opuesto y regresó a recoger las pértigas. Las huellas de sus botas quedaron marcadas nítidamente en los troncos húmedos; se arrastró de vuelta sobre sus pasos para frotarlas y borrarlas.
Su reloj marcaba las 11:45. Había deducido, de sus observaciones del día anterior, que los guardias hacían cuatro rondas —en las primeras horas de la mañana, a las 10, a las 4 de la tarde y cerca del anochecer— para examinar la alambrada, la franja de arena y las reveladoras ramas muertas.
Había oído pasar el camión de las 10 mientras llevaba sus cosas corriente abajo, y suponía, por tanto, que la ribera estaría libre durante varias horas. Ni así pudo evitar que su mente conjurara a cada segundo la aparición de un escuadrón de guardias.
Encajó los extremos gruesos de sus pértigas entre unos troncos del puente y apoyó los de arriba contra dos hileras adyacentes de alambre de púas, en el travesaño del tope de la cerca. Probó la solidez de los palos, se echó la mochila a la espalda y miró en derredor. Los 26 años de su vida le parecieron una preparación para aquel momento.
Comenzó a trepar por las pértigas; casi inmediatamente miró la arena. Si tenía éxito, no dejaría ni una huella digital; pero un movimiento en falso quedaría marcado indeleble y desastrosamente. Se concentró con todas sus fibras nerviosas en mantener el equilibrio antes de cada impulso hacia arriba. Le parecía estar suspendido en el tiempo y el espacio, con el desenlace fuera de su alcance.
En cuestión de minutos, trepó hasta llegar a menos de un metro del tope de la cerca. Acomodó su chaqueta acolchada sobre los alambres del travesaño, para protegerse de las púas. Desde allí se encaramó, y estuvo a punto de caer al ceder el travesaño bajo su peso. El atemorizado escalador necesitó el equilibrio de un acróbata, pero su cuerpo respondió bien, equilibrando su peso, tal como había funcionado hasta entonces en todas las situaciones de extremo peligro, como si obedeciera a una orden de potencias superiores.
Al incorporarse lentamente, tuvo una visión absurda: ¡para un guardia fronterizo que apareciera en ese momento, el aspecto que presentaba sería el de un pájaro posado en un cable!
Se quitó la pesada mochila con un movimiento que casi lo hizo caer, y la arrojó al arroyo, más allá de la barrera. Con mucho cuidado, para mantener el equilibrio, levantó las dos pértigas, una por una, arrastró el extremo inferior por el agua y, tras pasarlas por encima de la cerca, las dejó en el arroyo, en la ribera opuesta. El travesaño temblaba demasiado para arriesgarse a dar un salto. Era preciso bajar en la misma forma en que había subido: sostenido en pies y manos.
Desde el otro lado, miró hacia atrás después de retirar los palos. La única huella visible era una profunda combadura de los alambres en el lugar donde había apoyado sus pértigas. Subió al tronco cruzado en el arroyo, al pie de la cerca, para poder alcanzarlos y ajustarlos, allí lo sorprendió una descarga eléctrica. Las botas de goma y la chaqueta acolchada habían obrado como aisladores, y lo habían protegido de un choque al trepar.
Enderezó con sus manos los alambres hasta dejarlos prácticamente en su posición anterior. Luego, borró las marcas de sus botas del tronco y de la orilla. Por último, se echó la mochila a la espalda, caminó unos diez metros de puntillas aguas abajo y, sujetando las varas a la manera de jabalinas, las arrojó lo más lejos que pudo en dirección a un bosque de abedules.
Era poco más del mediodía, pero tuvo la sensación de que habían transcurrido 20 días, en vez de 20 minutos, desde que había subido al puente tan penosamente.
CARRERA CONTRA EL RELOJ
AÚN NO estaba a salvo. A unos 400 metros más allá, hacia el oeste, encontró una segunda cerca, mal instalada. No tuvo dificultades para desenterrar una estaca que sostenía un alambre casi carcomido por la oxidación, y arrastrarse a través del hueco.
Pero al incorporarse notó nuevos peligros: el tope de una torre de vigilancia. Se arrojó al suelo, se arrastró hasta la arboleda más cercana y, al amparo del follaje, se levantó y avanzó a paso vivo.
Al cabo de cinco minutos llegó a un arroyo torrencial. Desanduvo el camino por tierra —marcó deliberadamente sus pisadas, para confundir a cualquier perseguidor— para volver al agua y proseguir entonces hacía el oeste.
Transcurrió una hora. Puesto que no había oído ladridos, ni sirenas, ni gritos ni disparos, sintió cierto alivio. Por lo menos, el riesgo mortal inmediato había disminuido en gran medida.
Era un día cálido, de cielo azul turquesa, y el caminante ya pudo disfrutar de la belleza que lo rodeaba. Desde las colinas arboladas descendían relucientes arroyuelos. En menos de tres horas avistó cinco manadas de venados. ¡Estoy en Finlandia! , se dijo. El pensamiento volvía una y otra vez a su mente, y sintió en todo su ser oleadas de euforia. Caminó hasta la medianoche; se iluminó las últimas dos horas con la linterna, a través de dificultosas ciénagas.
Pero todavía no podía relajarse. Si descubrieran que había cruzado la frontera, indudablemente despacharían patrullas en su busca. En todo caso, debía evitar que lo vieran. Había oído decir que la policía finlandesa, bajo la intimidación de su poderoso vecino, devolvía a todo ciudadano soviético que cruzara ilegalmente la línea divisoria. Alexander se proponía, por tanto, caminar unos 200 kilómetros a través de uno de los terrenos más difíciles de Europa, para atravesar toda Finlandia y llegar hasta Suecia.
El peligro de que lo capturaran era más inmediato de lo que había imaginado. Pocas horas después de haber traspuesto la frontera, un austriaco, de vacaciones en Finlandia, informó a las autoridades que había visto a un caminante barbado que cargaba una mochila, cuyo aspecto le había parecido "extraño". A partir del momento de aquella denuncia la policía finlandesa buscaba activamente al sospechoso.
Otra amenaza, posiblemente mortífera, era que la mitad de la provisión de comida que había para el viaje a través de Finlandia ya se le había agotado. No obstante, decidió que debía alimentarse lo suficiente para mantener su ritmo normal; desayunó a la mañana siguiente como de costumbre, con pan y tocino. En esa latitud, y en septiembre, dos o tres días acaso significaran una enorme diferencia: una nevada temprana destruiría las bayas, ingrediente importante de su dieta. Sí; sabía que tendría que esforzarse cada día hasta el límite.
Aparte de unos cuantos minutos que dedicaba al comenzar la tarde a su comida principal, el resto de las 14 horas del día que pasaba despierto caminaba a paso sostenido con su pesada carga, o pugnaba por mantener el equilibrio al vadear docenas de ríos torrentosos. Un día agotador se confundía con el siguiente. Alexander escapó de la monótona realidad al recordar conversaciones y discusiones con amigos, evocar imágenes de muchachas que le habían gustado y reproducir mentalmente sus discos favoritos de música de compositores como Stravinsky y Shostakovich.
Al cuarto día de estar en Finlandia lo empapó la lluvia, a pesar de caminar protegido por la tela de plástico. Al mediodía llegó a una importante carretera norte-sur, que cruzó únicamente después de una exploración digna de un guerrillero. A las 9 de la noche se topó con un desfiladero de pendiente poco menos que vertical, de 200 metros. Aunque sentía un cansancio mortal, se forzó a seguir caminando.
Tras un dificultoso descenso, le fue necesario atravesar un río, y luego escalar el acantilado opuesto. Durante el ascenso, jadeante y sudoroso a pesar del frío, temió agotar el resto de sus energías con cada esfuerzo por encontrar un punto de apoyo. Al llegar a la cima el caminante comió una lonja de tocino con una corteza de pan, y se quedó dormido, sin fuerzas para encender una hoguera.
Cuando al día siguiente le salió al paso un río caudaloso, sintió una punzada de frustración. Demasiado fatigado para cortar con el hacha una rama suficientemente fuerte que le sirviera de bastón —imprescindible para sostener el equilibrio—, recogió de la orilla la primera rama que encontró, sin comprobar siquiera su solidez, de tan cansado que se sentía.
En cuanto dejó la margen, el agua le llegó hasta las caderas, lo cual anuló toda resistencia contra la impetuosa corriente. La única forma de atravesar era saltar de roca en roca. Estaba por llegar a la mitad del río, cuando el palo se partió. Sin ese apoyo, perdió el equilibrio en el salto siguiente, y al caer lo arrastró la corriente río abajo. Sabía que en cuestión de segundos su mochila se llenaría de agua y lo empujaría al fondo, pero quitársela significaría perder todas sus provisiones y equipo.
Logró zafar una de las correas que sujetaban la mochila a sus hombros, y luchó con el brazo libre contra el agua en un esfuerzo desesperado por aferrarse a cualquier sostén. Por fin, pudo asirse a algo. Dejó escapar un grito de triunfo y se arrastró como una fiera hasta alcanzar la ribera occidental.
No dejó de tiritar mientras exprimía el agua helada de sus ropas. Estaba a punto de perder el conocimiento, pero, al cabo de unos cuantos minutos de reposo, siguió. Tenía demasiado frío para dormir, y de cualquier manera no se podía permitir el lujo de hacer alto antes de las 10 u 11 de la noche.
No era un alarde de valor, sino un frío cálculo lo que lo impulsaba a conservar su ritmo frenético. El queso y el pan se le habían terminado. Se desayunaba y cenaba con las bayas que podía encontrar y que había acompañado con un bocado de tocino, hasta que también este se terminó. Si encendía una fogata preparaba un poco de té, lujo que reservaba para sus descansos nocturnos.
A medida que los días se hacían perceptiblemente más cortos, las hojas de los árboles cambiaban de color ante su vista, en palpable confirmación de su carrera contra el tiempo. Lo mismo que un animal en migración, sentía una urgencia instintiva que le impedía detenerse.
Sin que él pudiera saberlo, la búsqueda iniciada después de ser denunciada su presencia por el turista austriaco estaba ahora en plena marcha. A través de los informes de otras personas la policía finlandesa conocía su rumbo aproximado, pero las patrullas estaban constantemente a tres días de camino detrás de él porque no podían creer que nadie fuera capaz de andar por semejante terreno 14 horas por día sin una sola jornada de descanso.
VASTEDAD FANTASMAGORICA
LA NATURALEZA se había vuelto para Alexander un enemigo diabólico. Había llegado a un mundo perdido de ciénagas inmensas; una pesadilla de 60 kilómetros de extensión en el corazón de Finlandia. Hasta donde podía abarcar la vista había estanques pantanosos cubiertos por redes de raíces semejantes a esponjas revestidas de musgo. Las primeras pisadas de Alexander en esta traicionera corteza formaron olas de 15 centímetros en todas direcciones. Un mal paso lo haría hundirse y desaparecer para siempre. No había otro camino hacia el oeste. La única esperanza era tantear con un pie, apoyar en él todo su peso... y orar.
Bañaban el gigantesco pantano riachuelos y arroyos, como vasos capilares en cuyos bordes las raíces más gruesas le permitían avanzar un poco más fácilmente. Había más seguridad aun en seguir las huellas dejadas por pezuñas de ciervos en el lodo, como si fuesen agujeros en cemento fresco. Pero en la mayor parte del trayecto Alexander estuvo librado a sus propios medios y obligado a cruzar enormes parches cenagosos.
A la menor demora en una pisada, las raíces comenzaban a ceder; surgían burbujas de gas fétido de la ciénaga y creaban pequeñas olas. Alexander hubiera querido correr, pero, con el agua hasta las rodillas, le era imposible. Se conformó con dar extraños pasos; como si se hubiera propuesto estar a tono con la irrealidad del paisaje, levantaba los pies rápidamente y a la mayor altura posible: era una figura de movimientos extravagantes, en el corazón de un reino extravagante. En lugares donde se detenía porque parecía imposible continuar, y no menos imposible volver atrás, sus piernas ejecutaban una especie de danza, como si intentara caminar sobre el agua.
El colosal gasto de energía lo dejó del todo extenuado. Pero en los momentos más difíciles sintió el mismo frenesí que lo impulsaba al escalar la cerca. Una vez más su capacidad de resistencia era puesta a prueba hasta el límite extremo. ¿Seguiría teniendo a la suerte de su lado, o se ahogaría sin dejar el menor rastro? El único pensamiento de Alexander era cómo mantenerse en pie en su pisada siguiente, y a cada paso bien asentado lo animaba el júbilo de un jugador de ruleta rusa al oír el sonido del percutor en una cámara vacía del revólver.
Cuando al fin llegó al borde de aquella vasta trampa, bloquearon su vía unas pequeñas montañas. Estaba solo en la inmensidad, sin más ser viviente que la hierba. Ningún árbol; ningún sonido. Era un lugar tan desolado y lúgubre, tan remoto y fantasmagórico, que lo dominó una profunda depresión. Conservar su voluntad de seguir adelante en ese páramo era tanto una cuestión de resistencia moral como física.
Al llegar a un camino arenoso —el primer indicio de civilización en dos días— lo siguió bajo la lluvia, aunque su rumbo era más al sur que hacia el oeste. Este camino lo construyeron personas, le dijo una voz interior. Sigue por él, y verás a un ser humanó.
Pensar en esto le dio ánimos hasta que avistó una huella reciente en el barro. Cuando escuchó el ladrido de un perro, se ocultó de prisa en la espesura. Lo había arriesgado todo para cruzar la frontera; sería una locura exponerse a que alguien lo denunciara.
Al avanzar al día siguiente por un río, distinguió en la orilla opuesta una cabaña de cazador. Vadeó el río un trecho más adelante, caminó de regreso y se acercó a la choza con mucha cautela. El cerrojo en la puerta estaba echado del lado de afuera. No había nadie allí.
La fecha de la última anotación en el libro de visitantes que encontró en el interior era de principios de agosto, así que la temporada debía de haber terminado hacía tiempo, y cedió a la tentación de pasar la noche en la cabaña. Si alguien aparecía, fingiría ser un turista norteamericano, fuerte, pero callado. Aunque había estudiado inglés en la escuela, su conocimiento del idioma hablado se limitaba a lo que escuchaba en las trasmisiones de la BBC y de la Voz de América.
La estufa era tan tentadora como todo lo demás en la acogedora habitación. Engrasó una cacerola con el resto del tocino, mezcló toda su masa de harina (que se proponía usar como carnada de pesca) con polvo de soda que encontró en la cabaña. Cuando subió la masa, puso a calentar en el horno un grueso panqué; toda una obra maestra culinaria. Incluso violó su juramento de dejar la mitad para el día siguiente. Estaba demasiado fatigado para dormir bien, pero cuando salió de la cabaña, por la mañana, se sintió mentalmente vigorizado.
El panqué era ya sólo un grato recuerdo. Una media docena de intentos de pesca habían resultado infructuosos, de manera que decidió arrojar la caña y el sedal al fondo de un estanque. Con su comida casi agotada, sintió una peligrosa debilidad. Sus miembros luchaban contra la fuerza de voluntad. Su cuerpo seguía funcionando gracias a una especie de fuerza motriz de reserva, estado que no admitía movimientos superfluos, ni el menor derroche de energía.
Las bayas silvestres constituían su principal fuente de energía. Cuando encontraba algunas, dejaba caer su mochila, se arrodillaba con las manos en el suelo como un borracho, y recogía y comía la fruta casi simultáneamente. Las bayas eran deliciosas, pero como la temporada estaba a punto de terminar, en ningún sitio había suficientes para saciar su apetito.
A veces se agachaba para recoger sólo dos o tres. El instinto de conservación le permitía detectar, como con radar, la presencia de una sola baya en una enramada.
El hueco en el estómago, las náuseas y un zumbido constante en los oídos alejaron de la mente del fugitivo hasta la imagen de comida. Cada día se sentía más débil, y perdía el sentido de la realidad. A la vista de un hongo, se obligaba a recogerlo y guardarlo como reserva de alimento.
Sólo para tener algo en el estómago, aparte de las bayas, aceptó el riesgo y comió hongos, que frió en una vieja cacerola que había encontrado. Le causaron algo de náuseas, pero aliviaron su sensación de hueco estomacal. Vio algunos ciervos y envidió la capacidad de los animales de alimentarse con hierba. Pensó: Si pudiera cazar un ciervo, comería su carne inmediatamente. Pero no disponía de medios y, por tanto, no había esperanzas. La determinación que le permitía continuar pendía de un hilo.
Bien entrada la tarde del 8 de septiembre, se arrastró hasta la cima de una loma y avistó a lo lejos el hilo grisáceo de un camino pavimentado. Esa carretera prometía la salvación de la frontera justamente cuando ya se consideraba vencido, y se impuso la determinación de no dormir hasta haberla alcanzado. Quedaban por cruzar ríos dificultosos. Alexander comió su reserva inviolable de las dos últimas barras de chocolate, y se puso en marcha a las 6 en punto.
La luna salió a las 11. Mucho después de la medianoche, por fin llegó, tambaleante, al camino. Pero no podía hallar indicio del río Muonio, que marcaba la frontera. Intentó averiguar en qué país estaba mirando las envolturas de chocolate y latas vacías de cerveza que recogió a los lados del camino, a la luz de la luna. Tres de cada cuatro etiquetas llevaban la inscripción "Hecho en Suecia". Pero los puentes del camino, de construcción exactamente igual a todos los que había visto en Finlandia, lo convencieron de que se encontraba todavía en ese país, sin tener la menor noción de dónde quedaría la frontera. El fracaso de este "esfuerzo final" pareció ser el tiro de gracia para las esperanzas de Alexander.
OASIS ACOGEDOR
CUANDO despertó, a la mañana siguiente, le temblaban las piernas, de debilidad. Llevó a la práctica la amarga decisión de abandonar los elementos principales de su equipo, incluso la sierra, las botas altas, la linterna y el colchón inflable, ocultos en una bolsa, cerca del camino. En realidad no podía ya cargarlos, pues necesitaba hasta el último átomo de su fuerza de voluntad para mover un pie tras el otro.
Logró avanzar un trecho por terreno arenoso relativamente fácil, al oeste del camino, sin saber que se dirigía hacia la pequeña saliente de tierra de Finlandia que se interna en Noruega. Era un error que podía alejarlo 60 kilómetros por una región de pantanos y montañas. Pero desde un promontorio pudo ver con su telescopio que tenía por delante una enorme ciénaga, que se extendía más allá del horizonte. Era otra desilusión deprimente. Sin fuerzas para atravesar el terreno anfractuoso, no le quedaba ya casi ninguna opción.
En su desesperación, recordó algo y regresó a una senda que corría de norte a sur, y que había traspuesto varias horas antes, aquella tarde. A pesar de la llovizna fría y del fuerte viento, resolvió caminar hacia el norte por aquella senda que pasaba por el paraje más desolado de toda su ruta. Aquella noche recogió una vez más ramas para dormir sobre ellas, y se cubrió con su chaqueta y tela de plástico. A la mañana siguiente, al despertar, tardó media hora en reunir la poca fuerza de voluntad que le quedaba para arrostrar la lluvia gélida.
¿Adónde iré ahora? ¿Qué más puedo hacer?, se preguntó.
Logró ponerse penosamente en marcha. Sólo había comido hongos la noche anterior, y no se había desayunado. Su mochila estaba hecha jirones y él mismo estaba maltrecho y desgreñado. ¿Cuánto tiempo más podría seguir en pie? Más que desolado, aquel terreno era despiadado. Por primera vez, se dio cuenta de que pronto podría morir, y sin que nadie se enterara de su muerte. Lo absurdo de ello lo sobrecogió, y aunque la menor cuesta del camino lo dejaba ya sin aliento, se obligó a caminar sin tregua dos horas más.
Tras otra hora desesperada, se sintió mareado. De pronto, algo lo hizo detenerse y fijar la mirada en lontananza. Parpadeó y distinguió techos de casas y una antena de radio a varios cientos de metros frente a él. Enfocando el telescopio, vio varios edificios de madera de una sola planta, al parecer parte de un conjunto habitacional. La antena de gran tamaño le hizo pensar que acaso fuera un puesto en la frontera con Noruega, pues sabía que había andado muy hacia el norte.
Arrastró los pies hasta una de las casas, y llamó temeroso a la puerta. Un minuto después, lo invitó un hospitalario dueño de casa finlandés a pasar a una habitación maravillosamente acogedora.
Sobre la mesa había pilas de pan, mantequilla, jamón, salchichón y queso, alrededor de una humeante jarra de café. El debilitado viajero trató de ocultar que llevaba varios días sin comer. A duras penas apartó la mirada de la mesa y pronunció con cuidado las palabras que había ensayado en inglés: "Soy turista norteamericano y un poco extraviado. ¿Podría ver mapa, por favor?"
Uno de los vecinos sentados a la mesa desplegó un excelente mapa, y le señaló el punto donde se encontraban. Alexander estaba en la pequeña "península" entrante al oeste de Finlandia, cuya existencia había olvidado. Pero la cercanía de la comida le produjo un vahído, y las líneas y los colores del mapa comenzaron a vacilar ante sus ojos.
Entró entonces una mujer, esposa de un director teatral de Helsinki, que estaba allí de vacaciones. Sirvió al recién llegado una taza de café, y con un ademán cortés lo invitó a comer. Alexander trató de comer un sandwich de salchichón con la mayor lentitud que pudo, para no delatar lo intenso de su hambre. Miró a los hombres y, tras un instante de vacilación, devoró otro sandwich. Cuando la mujer le indicó un gran pastel de bayas, tuvo que hacer un esfuerzo para cortar con mano temblorosa una rebanada, y resistir la tentación de engullirlo todo de un bocado.
Cuando los efectos de la opípara comida aliviaron su debilidad, Alexander tuvo otra preocupación. Con seguridad, el matrimonio de Helsinki no creía que él fuese norteamericano. Sus ropas estaban andrajosas; sus manos, ásperas: tal vez lo consideraran un vagabundo. Deseó que así fuera. Pero cuando siguió a la mujer a la cocina, donde le iba a preparar comida para llevarse, ella se fijó en la mochila vacía y lo observó de pies a cabeza. ¿Qué haría si ella llamaba a los hombres y ellos se comunicaban con la policía? Pero la mujer se limitó a observarlo con evidente curiosidad, como si quisiera preguntarle algo. Por fin, la dama apartó la mirada de él y, en silencio, llenó varias bolsitas de plástico de azúcar y pan, té y dos porciones de goulash.
Dejó aquel conjunto de casas con renovada energía; como un automóvil reabastecido de gasolina después de haber quedado su tanque vacío. Cuando se detuvo, horas después, a probar el guiso, una onda de indescriptible placer le irradió desde los labios hasta las puntas de los pies.
FANTASIAS EN EL TRASBORDADOR
LA RUTA de Alexander era volver por la misma senda, unos 30 kilómetros, hasta la aldea fronteriza de Kuttainen. Lejos de lamentar el día perdido por haberse desviado hacia el norte, reconoció que eso lo había salvado. Tanto o más que la comida, necesitaba información y contacto humano; el "empujón" psicológico que lo sacara de la traicionera espiral de su desesperación. Una vez más, la suerte estuvo de su lado; es decir, si la gente del poblado no había puesto sobre aviso a los guardias fronterizos.
Decidió no acercarse a la frontera hasta el día siguiente. Acampó temprano, se acostó a las 6 de la tarde y durmió 16 horas.
Cuando la senda se volvió un camino ancho, se apresuró al principio a ocultarse cada vez que oía acercarse un automóvil. Pero al ver que nadie le dedicaba la menor atención, se armó de valor y caminó sin detenerse hasta las afueras de Kuttainen. La mitad sueca de la pequeña aldea estaba justo ahí, al otro lado del río. Pero Alexander no vio ningún puente.
Mientras iba por el camino fronterizo en busca de lugares propicios para cruzar el río, un joven automovilista accedió a llevarlo, y minutos después lo dejó en el muelle de un trasbordador, en el vecino pueblo de Karensuando. Ver el pequeño trasbordador en la ribera del lado sueco le dio ánimos para entrar en el puesto aduanero a preguntar si habría otro viaje ese día. Un empleado le informó que el trasbordador estaría allí en cinco minutos, y que el viaje era gratuito. Alexander no se atrevió a averiguar si habría revisión de docurnentos. Pero, para su alivio y asombro, cuando el barco atracó observó que no se pedían papeles a los pasajeros, ni se les hacían preguntas.
Subió a la embarcación y en los minutos que precedieron a la partida, volvió a sentir un sosiego del que no había disfrutado hacía años. Cuando el trasbordador zarpó lentamente rumbo a Suecia, vivió un momento algo rayano en la felicidad. La Providencia ciertamente había cuidado de él en su viaje, al rescatarlo de una crisis tras otra.
De pronto, vio con el rabillo del ojo un automóvil oscuro, sin matrícula, que se aproximaba al embarcadero, del lado finlandés, a gran velocidad. El vehículo se detuvo junto a la verja con aspecto de urgencia y autoridad, Alexander pensó que sólo podía tratarse de la policía. Mientras el fugitivo miraba compungido, el conductor del auto se apeó, agitó los brazos, ¡y el trasbordador dio marcha atrás!
Por lo visto su regocijo había sido prematuro e insensato; había bajado la guardia antes de tiempo. Parecía increíble, pero iba a ser descubierto y a fracasar después de haber llegado a 100 metros de su meta. Corrió hasta la borda. Si era necesario, cruzaría a nado.
Se aprestaba a saltar, cuando su vista enfocó un poco mejor la figura del embarcadero. Cayó entonces en la cuenta de que no era un policía, sino un ciudadano corriente, desesperado por haber perdido el barco. El trasbordador atracó y lo embarcó. Esa vez, Alexander contuvo el aliento y aplazó las felicitaciones a sí mismo.
Hizo bien en contener la respiración. Entre los pasajeros que habían desembarcado del trasbordador en Karesvando estaba un soldado finlandés, que reconoció al caminante barbado como el fugitivo a quien la policía buscaba, y se apresuró a denunciarlo. Pero una vez más la suerte y el factor tiempo salvaron a Alexander.
En cuestión de minutos, el trasbordador había cruzado a Suecia. Todo le parecía allí increíblemente tranquilo, despreocupado, normal... y por tanto, extraordinario. Poco después el joven soviético escribiría a un amigo que "la sensación de libertad me regocija constantemente en mi nueva vida". Tras "23 días de marcha" desde Moscú, era libre. Había dejado de ser la criatura de sus anteriores gobernantes atrapado en un sistema corrupto y falaz. Ahora, ya se pertenecía a sí mismo.
Alexander Jourjine
Tres días después de su desembarco en Suecia, Alexander llegó a Estocolmo, donde le otorgaron asilo político. Cuando la gente se refería a su caminata como a un acto de extraordinario valor, él se encogía de hombros; decía que era un "tipo ordinario". Mientras hacía los trámites para ir en calidad de inmigrante a Estados Unidos, reanudó sus estudios; entre ellos, una investigación independiente en el Instituto de Física Teórica de Estocolmo.
Llegó a Estados Unidos en abril de 1980. Se le dio el puesto de ayudante de investigador en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, y obtuvo su doctorado en física teórica en junio de 1984. En la actualidad, vive feliz, definitivamente establecido en la Universidad de Wisconsin en Madison, como investigador asociado de posgrado. Ahora, su inglés resulta impecable, y todavía disfruta, de tiempo en tiempo, de largas caminatas.
Ilustraciones: Earl Norem
Foto: Michael Kienitz/Black Star
Mapa: V. Kirishjian