Publicado en
octubre 14, 2012
Nota: Al final del texto encontrarás el significado del los textos en negrita.
I
Ya no te puedo soportar más. Ni aunque te mueras ahora mismo te doy un trago.
—¡Patroncito lindo! ¿Y tiene su mercé, alma de espreciar al mejor de sus trabajadores? Hágalo entonces por la patroncita Lucía, si ya a mí me perdió la voluntá. Si es un traguito no más, pa afirmar las chapas, patrón querío. Yo le prometo que mañana le golvimos a poner el hombro rejuerte. ¡Cómo va a permitir, su mercé, dejar morirse de sed a un cristiano!
Con el sombrero en las manos, dándole vueltas y accionando con él, el hombre trataba de convencer al patrón, un mozo joven, que de pie junto a la puerta de varas, el poncho colorín arremangado sobre el hombro, torcía un cigarrillo.
—Es una vergüenza esta —le interrumpió el joven—, ya vas a sacar la semana entera borracho. Y por darte en el gusto, te estoy haciendo un mal y me lo estoy haciendo yo mismo. Todos andan borrachos. Si quieres anda a dormirla y toma agua si tienes sed. Lo que es yo no te doy ni una gota.
Acto seguido, Lorenzo Donoso, administrador del fundo "Los Maquíes", se dirigió hacia un extremo de la cerca de la viña, donde desató las riendas de su rosillo moro, que, atento y ágil al sentir el requerimiento de las espuelas, partió al galope.
Anselmo López quedóse inmóvil con el sombrero entre las manos. Era ya entrado en años. De baja estatura, ancho de espaldas, tenía el cuello corto y la cara mofletuda. Sus cabellos canosos empezaban a ralear y dejaban ver la calva reluciente y sudorosa. Los ojos capotudos, inyectados de sangre, no tenían fijeza y daban a su rostro cierta expresión de idiota, que acentuaba su nariz ancha, estriada de venas rojas.
Permaneció así un buen rato, hasta que bruscamente, en un acceso de ira lanzó lejos el raído sombrero, a tiempo de soltar una tremenda injuria.
—¡Jutre maldito no má! Por mi madre que no le güelvo a trabajar renunquita. A ver si va a encontrar un roto más sufrío y empeñoso que yo. Éjenlo con su porfía.
Tenía la lengua reseca y pegada al paladar, como un trapo seco o como un cuerpo extraño que estuviera de más en él. Sentía el estómago vacío, pero no le pedía alimentos, sino líquido. De ese caldo rojo, áspero y de grato sabor, que daban esos racimos que negreaban entre las hileras de la viña próxima, y que guardaban los altos barrigudos toneles de la bodega. Quiso escupir, pero no le fue posible. Apenas una gotita blanca y espesa salió silbando de sus labios congestionados.
—¡Mi maire —bramó enfurecido—, lo que es la vía del pobre!
Atardecía. Por entre unos álamos amarillos veíase el sol que descendía sobre el horizonte, iluminándolo con su fiesta de luces lujuriosas. A la derecha un pedazo de montaña virgen ponía su mancha verdinegra y espesa sobre los cerros empinados. Más abajo las viñas alineaban sus hileras de un amarillo descolorido, salpicado de hojas rojas, entre las cuales se divisaban los racimos negros, espolvoreados de blanco.
Recogió el hombre —ya aplacada su cólera— el sombrero, que puso de cualquier manera sobre su cabeza y caminó lentamente hacia las casas del fundo, edificadas en la parte más alta de las lomas, donde estaba plantada la viña. Era el otoño. Los días de abril iban dejando su melancolía sobre el campo. En los caminos se arremolineaban las hojas secas, que a veces, como mariposas muertas, temblaban sin poder desprenderse del barro de las primeras charcas. Comenzaba a hacer frío. Un vientecillo trasminante rodaba en la sombra, trayendo el rumor de ensoñación de la montaña próxima, de donde surgía de vez en vez, el grito lamentoso de algún animal.
Tres grandes perros salieron como un ventarrón, ladrando enfurecidos, al encuentro del hombre.
—Esto es: ¡hasta los perros me desconocen hoy! ¡Benaiga mi suerte! ¡Salí p'allá, quiltro el diablo!
A grandes voces trató de darse a conocer de los porfiados perros, que no cesaban de acometerlo y seguramente lo hubiera pasado mal, si Pedro Pablo, el mozo de las casas, no los hubiera aquietado con su vocecilla gangosa.
—¿Que se quiere morir, on López? ¿O está de casamiento? Mire que los animales no se engañan nunca cuando a uno lo desconocen.
—¡Calle su boca, iñor! Vengo más quemao que una callana. Ojalá juera cierto que lo que está hablando. Pa la vía que uno pasa, da la mesma tar vivo que torcer la cola.
—¿ Y por qué viene tan asariao?
Con el sombrero atravesado, caído sobre las orejas, López se quedó mirando a Pedro Pablo Cáceres. Era éste alto, pálido, con una nube en el ojo izquierdo. Andaba siempre con la boca abierta, con la expresión del que no puede respirar. Sonrió malicioso y con significativa mueca le dijo al recién llegado:
—¿No li aguantó la pedía el jutre?
El otro, con la nariz dilatada, respirando como una fiera sujeta del cuello por un nudo corredizo, le miraba hosco:
—Me le puso d'ime. Esta mesma noche las emplumo. Hasta Reñico, lo muy menos, no voy a sacar la cabeza. Estos jutres no se acuerdan que cuando uno está gustando tiene que apuntaláse pa poder salir otra vez con güen ánimo a la pará. ¡Cómo si a ellos también no les gustara hacele un valiente!
—Es porfiadazo el hombre cuando se chanta —comentó Pedro Pablo, moviendo gravemente la cabeza—. Este menistro es güeno, pero cuando se le pone algo es por demás hacele empeño.
López miraba a su interlocutor con ansiedad. Como los perros que acrecientan sus demostraciones de afecto con el amo, cuando éste lleva un pedazo de pan en el bolsillo, que descubren por el olfato, así López advirtió que Pedro despedía un marcado y grato tufillo a tinto, a tinto de ese cuyo recuerdo le enternecía, cuando en el viejo tiesto de latón de la bodega él se plantaba el primer trago al cuerpo.
—Yo le trabajaría siempre al jutre. Porque pa qué vamos a icil na. Es güeno. Es güeno. Contimás que uno lo conoce de guaina, usté también pues, on Pedro Pablo. Aunque al utual si ha puesto más tiesón, pero el hombre no es malo.
Trataba en vano de chasquear la lengua y de dulcificar la voz. El penetrante tufillo de Pedro Pablo hacía nacer dentro de él una gran esperanza. Era como una promesa, como un dulce halago a sus deseos.
—Sí —convino el otro—, hay que saberle uscar no más. Yo enenantes le compré en una chaucha un zorzal a Chaba, el hijo de on Cachi, y se lo traje de regalo. "Pa que se lo lleve a la patroncita Lucía", le dije. Contentazo estuvo, y sin que yo le propalase una na, le dijo al llavero que me valiera un doble.
—¡Ah, mire no! —hizo el otro con tal ansiedad, que su lengua de súbito húmeda restalló sonoramente contra el paladar—. ¿Y no le quea una cachaíta, on Pedrito? Pa espués se la degüelvo al redoble.
—Atrasaón llegó, pue, on López. Ya no va queando na. Pero algo siquiera. Atraquese por aquí.
Entraron en un pequeño galpón vecino a la casa. Allí, en un rincón, tenía Cáceres su tesoro. López se estiraba un poco tembloroso ante el temor de que a Pedro Pablo se le ocurriera tomar de lo poco que quedaba.
Ya en sus manos el tiesto, lo pesó con secreta alegría. Sería un medio litro. El pulchén de la fogata que había caído sobre el vino pareció exacerbar su deseo. Suavemente lo sopló y como si con eso lo hubiera ya saboreado, se limpió los bigotes con el dorso de la mano. Después se empinó la olla, y el glu—glu de su garganta no cesó hasta la última gota.
II
Aquella tarde, Lorenzo Donoso sólo pasó malos ratos en el campo que alcanzó a recorrer vigilando las diversas labores de la hacienda. Como si el aroma áspero y mareante que despedían los grandes montones de orujo, acumulados junto a las bodegas, hubiera puesto un fermento extraño en cada uno, todos los inquilinos de la hacienda experimentaban el anhelo intenso de probar aquel caldo oscuro de tan rico sabor, en que se transformaban día a día, los maduros frutos de la viña.
De los fundos cercanos llegaban, al caer la tarde, pequeños grupos de hombres y mujeres, que venían a saludar al patrón Lorenzo. ¡Era tan güenazo el jutre!
—Como pocos de los menistros que han habío aquí —aseguraba doña Bartola Faúndez, una de las más asiduas visitantes—. Es tan sencillo on Lorenzo. Naide creyera, al parecer qu'él es el patrón. Porque es mesmamente que un pobre.
—Muy verdá es, oña Bartolita. Contimás que no es de esos jutres contigiosos que too les parece mal. Él, cuidando uno sus animalitos, ni chista, tenga los que tenga en su posesión.
Pero en todos esos halagos para el joven Donoso iba por dentro una intención. Ella se traducía en un tiesto que cada uno llevaba bajo el poncho, y salía a relucir muy pronto entre grandes atenciones y sonrisas de afecto. Todos querían recibirle las riendas de su caballo, sacarle las espuelas y poco menos que desmontarlo en peso.
—Vendrá cansado su mercé, pue, patrón. Tanto trajinar no es pa menos. ¡Y esa bestia en que hoy andaba es tan asperaza!
Entonces una de las mujeres insinuaba:
—¡Qué se va a cansar el patrón! ¡Cuando es más alentao!
Y siempre más audaces, eran las primeras en declarar sus deseos:
—Veníamos por aquí a que su mercé los valiera un traguito. Pa eso es el patrón de nosotros y ha de ser bueno con sus sirvientes. Al pobre también le dan deseos de tener un gusto.
Donoso, joven afable y de buen carácter, aparentaba sólo exteriormente formalidad. Sentía dentro de su fuero íntimo una profunda compasión por aquellas gentes. Si en su mano hubiera estado mejorarles su condición lo hubiera hecho de buen grado. Le entristecía verlas sedientas de alcohol, ansiosas de endeudarse hasta los ojos, pidiendo vino que él, a veces, no les anotaba, a fin de darles margen para pedir alimentos cuando llegaran los días malos.
Pero aquella tarde se le hizo intolerable ver a todo el mundo embriagado. En el aserradero, el lampeador, un hombre pacífico y de buen carácter, se había peleado con uno de sus ayudantes y poco faltó para que ocurriera una desgracia.
—Anda mala la da, patrón —le dijo luego Jerónimo Contreras, uno de los mayordomos que encontró en el callejón interior del fundo—; los niños andan toititos curaos y si viene luego un aguacero, la saca de las papas en la vega se los va a atrasar una porción. Se va perder mitad por medio.
Con aquel ir y venir de vendimiadores, el administrador no podía impedir la entrada de peones en la bodega. Todos la aprovechaban para echar al paso su "cachaíta" y a veces era ésta tan larga, que les bastaba para salir con los pasos torpes y la mirada turbia. Pero aquel día hizo cerrar la puerta y ésta sólo se abría para dar paso a las carretas que transportaban la uva. Por esta causa, López no había podido entrar con su canutito de cicuta seca, a "sacarle el viento" a las pipas del vino de prensa, que era el más agradable a su paladar.
Aquello lo tenía fuera de sí. Y ese trago tan bueno con que Pedro Pablo lo había obsequiado le hacía cosquillas en el paladar. Había acrecentado sus deseos y puesto sus nervios en tal tensión, que le era imposible alejarse de allí, por más que la actitud del patrón se lo aconsejaba. Como los enamorados que ante el desprecio de su amada luchan entre sus sentimientos e intenciones, así López sentía la indecisión del que no puede desoír la voz de su corazón.
Y ágil como un muchacho se lanzó fuera del rancho cuando sintió que el administrador volvía para recibirle las riendas y sacarle las espuelas obsequiosamente.
—Quiubo, su mercé... ¿Se le ha ablandado el corazón? No sea tan tirano con su mejor trabajador. Usté sabe que la única feliciá del pobre es tomar su traguito. La voluntá, patrón, ante too. Hágalo por ella.
Todos los trabajadores e inquilinos que, como López, hacía algún tiempo trabajaban en el fundo, conocían los amores de Donoso con Lucía Reynoso, hija de uno de los más prósperos agricultores de la región. Casi siempre el joven, ante el recuerdo de esos ojos obscuros, cuyo mirar ponía una dulce e íntima fe en su corazón, se sentía generoso y dispuesto a acceder a todo. Pero esa tarde, malhumorado, refunfuñó:
—Te dije que no. Anda a tomar agua a ver si se te espanta la mona. Lo que es yo, estoy harto de borrachos. ¿Oíste?
—¡Mi maire! —rugió el hombre enloquecido—. ¿Entonces yo no gano? ¿Entonces yo no le voy a pagar? Si no es dao, patrón. ¡Es con esto, con esto!
Y rabiosamente se pasaba la mano por la frente tal si se la estrujara.
—Así será —replicó a gritos Donoso—; pero ahora no quiero darte vino.
¡No quiero! ¿Entiendes?
Y, dando un portazo, se metió en la casa, dejando al hombre con los brazos estirados y en el rostro un tic nervioso, que le hacía cerrar y abrir un ojo rápidamente.
—¡Me recondenara! ¡Cómo no se acrimina uno! Creen de que porque son ricos han de mirar al pobre como un perro.
En la esquina de los ranchos contiguos, apoyando en un sauce que allí había, Pedro Pablo fumaba un cigarrillo. Conocía a López en sus arrebatos de rabia y por eso, no despegó los labios.
—¡Tendría que nacer siete veces y no volvería a trabajarle a este rico desconsiderao!
Un tumulto de palabras gruesas salía a borbotones de su boca. Hasta que al fin exclamó, como si sólo en aquel momento hubiera encontrado la solución:
—Voy a tomar agua hasta empiparme. Hasta que me le salga por las narices. Yo sé que me va a hacer mal y quién sabe si hasta la pulmonía me dé. Pero no importa, él se llevará el cargo. Ey ta mi Dios pa que considere.
En efecto, así lo hizo. En un cántaro de greda sacó agua pura. Agua que era como un cristal porque venía de la roca viva hasta las casas, donde era captada en un pequeño estanque. El hombre, con esa obstinación de los niños porfiados, comenzó a tomar agua hasta que no pudo más. Después se tendió rezongando junto al sauce. Pedro Pablo, que también sabía de esos achaques, le miraba intranquilo.
—No tome más agua, on López. Ajisao qu'está y con l'agua tan heladaza le va hacer mal al estómo. Si el pobre no saca na con encapricharse. Joderse no má. Mejor que mañana salga a ponerle el hombro. Puea ser que el rico se ponga de güena y los valga del tinto de ese de la cuba grande. Icen qu'está de mascarlo.
—Así será —le atajó el otro—. Si me muero no es por mi culpa.
Y heroicamente; tal cual si fuera un vaso de veneno, se empinó de nuevo el cántaro tratando de vaciarlo.
Había ya caído completamente la noche sobre el campo. Ladridos lejanos llegaban en la brisa otoñal, que trasminante mordía hasta los huesos. Por el camino del bajo oíase el chirrido lejano y quejumbroso de una carreta con ruedas de palo, que iba hacia la montaña.
—Ya vienen de güelta los niños de Adencul —dijo Pedro Pablo, dando una chupada a su cigarrillo, que brilló un instante en la obscuridad—. Golvieron temprano... Salieron harto de alba también.
López contestó con un bufido. Lo que le importaban a él los niños de Adencul, en aquellas circunstancias. Tendido de costado daba fuertes tiritones, tal si estuviera con terciana.
—Vámonos pa la cocina, más vale, on López; ya no se puede aguantar el penetro aquí. Allá el juego está güenazo.
—Váigase usté, no más —roncó el otro—; éjeme aquí solo poner el cuero duro.
Pero aún no concluía de hablar cuando un gemido lo hizo encogerse como mordido por una víbora.
—¡Bututui, on Peiro! Me le prendió toitito el cuerpo. ¡Tengo helao hasta el contre! ¡Por la recola que estoy amolao! ¡Bututui el frío grande, Señorcito!
Gimiendo se sobaba el estómago fuertemente, eructando con una especie de hipo que le hacía botar a bocaradas el agua ingerida. Encogido en su mísera vestimenta renegaba de todo, lamentándose a grandes voces.
—Yo se lo estaba iciendo. Pero tan porfiadazo qu'es usté. Qué va a sacar ahora. Venga, venga pa la cocina.
A tirones le hizo entrar en la mediagua donde ardían grandes tizones.
De un rincón extrajo unos sacos, con los que arropó al hombre, que seguía tiritando en tal forma que le sonaban los dientes. Tenía la cara desencajada y en los ojos una sombra extraña. Su frente se perlaba de sudor helado y su boca se torcía como si la tuviera en un lado de la cara.
Asustado Pedro Pablo salió corriendo hacia las casas. En la ventana de la pieza del administrador había luz. Apresuradamente llamó:
—Patrón Lorenzo, on López está enfermazo; tiene retorcijones y le tirita toitito el cuerpo. No sea cosa que el hombre se afatalice. Tiene hasta los ojos chullecos.
Lorenzo abrió la puerta.
—Tomó agua, patrón, y usté sabe que pa un cristiano qu’está pasao en el licor l'agua es veneno. Ta harto enfermo.
—Claro y ahora lo que quiere es vino para mejorarse. ¿No es verdad?
—Su mercé habrá de ver, pue, patrón. Yo li hago ver no más la custión.
—¡Gente más embromada, ya no hay paciencia para soportar tanto! Anda tú mismo a buscar un litro de vino a la bodega. Se lo das caliente. Es el mejor remedio. ¡Un litro no más! En este tiesto lo traes
De la mesa tomó el joven un jarro que alargó al hombre. Le advirtió:
—Y usted, mi amigo, no se me demore mucho allá
—¡Chas! Usté sabe, patrón Lorenzo, que cuando yo me chanto, ni lo apruebo. Güelvo al tiro.
Pero no fue así. Tardó un buen rato el hombre en volver, y cuando pasó a entregarle la llave al administrador, caminaba con aire de empaque y los ojos muy abiertos. Era como decir: "¡Ni lo he probado!".
Sin embargo, a poco andar, dio un traspié tan recio, que poco le faltó para rodar al suelo, con jarro y todo. Su propia exclamación lo delató en la sombra:
—¡Reflautas el vino bien rebusto! Me le jue a las mechas al tiro.
López seguía temblando. Realmente estaba enfermo. Descomido y apenas cubierto con su delgada chaquetilla de casineta, el frío del agua lo había transido. Estaba tan decaído, que ni siquiera advirtió los movimientos de Pedro Pablo, y sólo reparó en ellos cuando éste le allegó a los labios el jarro de vino tibio, oloroso y humeante.
—Ya, on López, enderécese. Aquí le manda el patrón esta condonguita. Ta que ni pal señor cura.
Se inundó de alegría la cara del hombre. Sus dientes sonaron al borde del jarro. Y esta vez, como si quisiera prolongar el deleite, se lo bebió a pequeños sorbos, paladeándolo con expresión beatífica.
III
Pedro Pablo se ha dormido junto al fuego, que ya se extingue. Forrado en sus sacos, con el sombrero metido hasta las orejas, ronca haciendo profundas aspiraciones y luego una verdadera explosión al arrojar el aire.
López, frente a él, fuma pausadamente. Se ha mejorado del todo, menos de su deseo de ponerle al tinto hasta que la "ñebla tupa", como él dice alegremente cuando está con sus amigos. Ha intentado dormir, pero le ha sido imposible. Los nervios se le han revolucionado y su cabeza, extrañamente clara, precisa. va fijando una serie de recuerdos y de ideas. Toda su rabia con el patrón ha pasado, pero le fastidia el temor de que al día siguiente ya no le admitan en el trabajo. Ensimismado, se sorprende de pronto hablando solo.
—No se puede negar qu'ey tao harto voltario pa ponerle. Pero aónde hay otro roto más encachao que yo cuando las afirmo. ¡Y pa qué vamos a icil na! Taba güena la chacra aquí.
Miró el jarro vacío, en el cual Pedro Pablo le había traído el vino tibio. ¡Qué rico estaba! Una especie de voluptuosidad le adormeció un instante, para después rehacerse con un deseo salvaje de tomar. Sentía en el paladar, en el estómago, en el cuerpo entero una sed de vino. Una onda ardiente le recorrió el cuerpo con sensación tremante y angustiosa a ratos, luego con una especie de sensualidad que le hacía retorcerse los brazos.
Se asomó a la puerta. Una pálida estrella titilaba sobre la montaña, que se adormecía rumorosa en la canción del viento. Lejanamente un gallo, como un arco de sonidos quejumbroso, dejó oír su canto. En la vega un pidén lanzó su grito característico, como un instrumento de boca que no pudiera emitir su más clara nota. La tierra palpitaba en el gri-gri misterioso de los insectos, en el suave aletear de las hojas de los árboles, en el musitar del estero en lo hondo de las quebradas. Había un silencio profundo que hacía reconcentrarse en sí mismo, como si en la sombra acechante se ocultara el espíritu del mal. El más insignificante ruido adquiría una resonancia extraordinaria.
El hombre tiritó. Su cabeza a ratos ardía, tal si dentro de ella se retorcieran mil culebrillas enceguecedoras, que se deshacían en llamaradas lívidas ¿Qué hacer? Miró hacia las casas que se veían enfrente como una masa informe, que apenas lograba destacarse en la obscuridad. Allí dormía quien lo podía hacer feliz. ¡Era tan poco lo que se necesitaba para hacer dichoso a un pobre! Con un tiesto de mosto que iría bebiendo lentamente, él, Anselmo López, encontraría la vida hermosa y el sosiego de todas sus inquietudes.
Hasta que de súbito se decidió. Días antes reparó que había un ladrillo suelto en la pared de la bodega. Al lado un carro emparvador que le vendría a la medida para el caso. Abrir un hueco y entrar, era cosa fácil. Al otro día no quedaba otro camino que mandarse a mudar muy tempranito.
Al pasar por la casa del administrador puso el oído junto a la ventana. Un estremecimiento de gozo le hizo apretar los puños. El joven dormía: su respiración a través de las rendijas se percibía claramente.
—No hay más que hacele punta —se dijo, respondiendo a una muda interrogación.
Junto a las bodegas, el fuerte olor del orujo acrecentó sus deseos. Sentía una leve fatiga en el estómago, tal si lo tuviera abierto y por allí le entrara el fresco de la noche. Ya, junto al carro emparvador, respiró. Le latía con fuerza el corazón. ¡Caramba, él había sido empeñoso para el trago pero nunca ladrón !
—¡A las cosas que uno ha de llegar por el capricho de un rico!
Encaramado en la baranda del carro, la tarea fue fácil. Los ladrillos, al tirón de su mano recia, fueron cediendo fácilmente y muy luego abrió un hueco más que suficiente para dar cabida a una persona. Cauteloso se asomó al interior. Un hálito tibio lo acogió. Escuchó un momento: todo era silencio. Sólo a ratos los terneros balaban trémulamente en el corral próximo. Allí dentro estaba lo que él amaba. Un aroma fuerte y áspero le llegó en oleadas tibias que le embriagaron de ansiedad. Un ritmo acelerado le palpitaba en el pecho, haciéndole difícil respirar.
Estiró los brazos hacia abajo y prendió un fósforo junto a la muralla: la suerte estaba con él. Junto al hueco recién abierto, descendía la escalerilla de uno de los grandes fudres, dejándose caer por ella al suelo, gozosamente. Conocía la bodega palmo a palmo, mas la emoción en aquel instante le hizo vacilar. Con las dos manos palpó el enorme lagar dentro del cual bullía el líquido en fermentación.
—¡Mi madre la tremenda cuba! —habló despacito; pero ésta no está güena toavía.
Como los ciegos, con los brazos estirados, empezó a caminar. Rumores leves, tal si otro hombre en puntillas fuera tras él, le paralizaron instantáneamente.
—Son ratones —se dijo; éstos también trabajan de noche.
Siguió avanzando sin poder encontrar la pipa de vino del estruje en la prensa. Aunque su turbación aumentaba, se decidió a encender un fósforo. Inmediatamente se orientó. Se había metido entre los fudres que guardaban la cosecha del año anterior y de los cuales no era posible sacar una gota. Tras éstos, en una especie de armario, se guardaban las coyundas y pertigueros. Entre ellos, atraídos por la grasa, cien o más ratas estironeaban los cueros. Sintió que algunas pasaban veloces entre sus piernas, mientras las demás, desdeñosas de su presencia, proseguían entre agudos
Un sudor helado le inundaba el cuerpo. Dióle tentación de irse Cerrar el hueco en la muralla y marcharse a dormir. Pero no pudo Había una fuerza irresistible que le obligaba a dar fin a sus propósitos. Hasta que al fin dio con la pipa. Mas, ¡oh, desgracia la suya! Estaba sin la llave y el bombín de goma no aparecía por ninguna parte. Por el espiche de arriba introdujo el dedo que apenas se alcanzó a mojar, y una ira que era también congoja, le acometió renegando y pateando enfurecido.
—No hay más que saco de la cuba grande —jadeó excitado.
A tientas cogió el latón en que se medía el medio cántaro. Pegó el oído a las duelas del enorme tonel. No se sentía ni el más leve rumor. Ya el caldo rojo y denso, proveniente de la viña del cerro, asoleado y aromoso, se había adormecido.
—Este es el mejor vino —comentó en voz alta, tal si dueño de la bodega, hiciera el elogio de sus productos ante un comprador—. Lo único malo sería que no le haigan sacao el sombrero ayer tarde, y entonces va a costar un montón hacele dentro. El borujo debe estar muy gruesazo.
Agil como un gato, se trepó en la cuba, afirmándose con los pies desnudos en las salientes que hacían los remaches de los zunchos. Ya arriba se sentó sobre el ancho tablón, sobre el cual se paraban los trabajadores a apisonear el orujo. Puso el tiesto a su lado y luego tanteó hasta donde llegaba el líquido. Su interjección habitual se estrelló en la sombra, como un peñascazo.
—¡Mi maire! No li han sacao na el sombrero tuavía. Pero no importa, de alguna manera hay que hacele dentro.
Acto seguido se tendió sobre el tablón, buscando la duela como punto de apoyo para enterrar el tiesto. Sus membrudos brazos forcejearon largo rato, hasta que de pronto irrumpió el líquido tibio, bañándole los brazos y el pecho, y que llenó el cántaro en un instante.
Fatigado se enderezó con su precioso tesoro ya consigo. Con las piernas colgantes sobre el hueco del fudre, respiró con fuerza, pasándose la manga de la camisa por la frente sudorosa. Luego, con ligero temblor de alegría, cogió el tiesto que se empinó ansioso.
—Salió con bien harto borujo —refunfuñó.
Con los labios apretados a manera de filtro, fue colando el líquido, sin que ello le molestara mayormente. Experimenta una intensa alegría. Todos sus achaques se han ido. Ahora le repica una campana en los sentidos. Con los ojos muy abiertos intenta escudriñar los rincones de la bodega, tal si buscara a alguien a quien participar su dicha, cuando de súbito, al volver la mirada, se encontró con el hueco abierto en la muralla, y un temblor de espanto le sacudió al advertir que éste era una enorme cara, que le traspasaba con sus ojos de mirar severo. Al recobrarse del susto, se prometió tomar otro trago, volver a cerrar el agujero y marcharse.
—Ni las van a rochar siquiera —se aseguró convencido—. Mañana la duermo hasta afirmarla bien y pasao salgo a ponerle el hombro.
Rubricó sus propósitos haciendo salud. Después eructó satisfechos cimbrando las piernas por debajo del tablón en el cual afirmaba las manos. Experimentaba un bienestar indecible, una dulce somnolencia le iba envolviendo y le cargaba las espaldas con su fardo mullido y tibio. Diéronle deseos de dormir y tenderse en el tablón, para echar un sueñecito, pero de inmediato se despabiló azorado, abriendo los ojos todo lo que pudo. Empero ya su cabeza empezaba a dar vueltas y una sensación de obscuridad densa le aplastó. Quiso pararse y no le fue posible. El tablón ahora lo sentía tan angosto, que apenas se podía equilibrar sobre él. Entonces se aferró trabajosamente con ambas manos, pasando una pierna al otro lado para equilibrarse mejor.
Allí quedóse sosegadamente. Su naturaleza fuerte trataba de luchar con la embriaguez, que rápidamente le envolvía en su telaraña de alucinaciones. De pronto una enorme llamarada roja surgió del fudre vecino. Tal si tuviera unos finos pies azules, el fuego caminó rápidamente alrededor de la boca del tonel. Después la llama se elevó crepitante, retorcida en mil lenguas de colores fantásticos, y luego, como si cada lengua se estirara en un arco deslumbrador, todas las demás vasijas se incendiaron. Un abanico de fuego aleteó cálidamente sobre el hombre empavorecido Una sensación de vértigo le hizo sentirse alado. El también giraba sobre la boca de los toneles, donde burbujeaba el vino, retorciéndose corporizado en oleadas espumosas y transparentes. Un alarido sonoro y jocundo acompañaba su danza, y ahora Anselmo López sentía una agilidad pasmosa. El mismo, como si tuviera el poder de verse reflejado en sus propios ojos, veíase desmelenado, el rostro enrojecido y las barbas cobrizas. Tenía ahora un látigo y lo hacía girar vertiginosamente. Un viento ardiente y sonoro agitaba las paredes que oscilaban como barcazas en el vaivén del agua, mientras su látigo zumbaba avivando los llamas chisporroteantes. ¡Hala, hala! Su látigo era maravilloso y hacía con él las cosas más absurdas. Bastaba moverlo. Ahora en el aire dibujaba a todos sus conocidos y de su hebra rutiladora surgían todos: aun aquellos a quienes no veía desde niño. Apretaba los puños no más, e irrumpían, estrafalariamente, danzando contorsionados sobre los travesaños de las vigas. Doña Bartola Faúndez iba con las polleras cortas, unos zapatos rojos y unas calcetas verdes, bailando en los tacos y forcejeando para no irse de espaldas. Don Lorenzo, Pedro Pablo, Jacinto Muñoz, todos brincaban enloquecidos. Había eso sí que apretar los puños, fuerte, muy fuerte, pero se experimentaba un deleite sin nombre.
Y él apretaba, apretaba, ¡claro! Anselmo López no aflojaría nunca. Al fin le tocaba divertirse: no había de ser siempre todo para los ricos. Mas de repente, una feroz cabezada le hizo sentir un momento la sensación de la realidad. A caballo en el tablón, se sujetaba a dos manos, inundado de transpiración. En un supremo esfuerzo intentó asirse al borde de la vasija, pero este movimiento bastó para hundirlo otra vez en su hervorosa marea de alucinaciones.
Mil cintas refulgentes de los más caprichosos colores, le envolvían en un frufrú de suavidad y ensueño. Aquellas serpentinas eran su hermoso látigo rojo que ahora no podía empuñar. En vano trataba de cogerlo ¡Imposible! Por el contrario, cada tira de luz tenía ahora una boca fina, con lenguas de alfiler, y de súbito todas le hirieron succionando su cuerpo sin piedad.
Un alarido de dolor le hizo recobrarse un instante. Estaba de día y la pared de la bodega se deshacía vertiginosamente. Como una malla que se va destejiendo, así los ladrillos se fueron escurriendo hasta formar una pared bajita que se estiraba y encogía. Al otro lado todos los peones se reían a carcajadas de él, que, sujeto por una fuerza invisible, no se podía desprender del tablón.
Jerónimo Contreras, el odiado Jerónimo, "el soplete" como ellos le llamaban, lo miraba con gesto amenazador agitando su rebenque. Siempre habían sido enemigos, y ahora el otro se reía con una risa maligna, que hacía arder su sangre. Aquí se las pagaría todas. Y en uno de esos momentos en que la pared se estiraba, Contreras, de un salto, estuvo en el otro extremo del tablón, con la correa lista par dejarla caer sobre él.
Entonces López, en un arrebato de ira, en un esfuerzo salvaje, se incorporó sobre el tablón, que le sirvió como un punto de apoyo para saltar como un puma asediado sobre su enemigo. Su cuerpo, sin más fuerzas que las de su peso, cayó en medio del lagar, sobre la espesa capa de orujo, que se hundió blandamente, con rumor de ola que se revuelca en la arena. El vino tibio le envolvió entero, sumergiéndose allí, sin un grito, en la suave inconsciencia de un sueño que jamás termina.
Mientras afuera el agua cae, en aquella ruda y tormentosa noche invernal, los peones conversan alrededor del fuego:
—La pura verdá que nunca había salío un vino mejor que el de este año. ¿No es cierto, on Cachi?
—Muy verdá, on Peiro Pablo. Y el de la cuba grande ha sido el mejor. Ta de mascarlo el tinto ése.
espreciar = Despreciar.
golvimos = Volvemos.
rejuerte = Muy fuerte.
jutre = Variante de "futre": Hombre que viste con elegancia y pulcritud.
güelvo = Vuelvo.
renunquita = Nunca más.
vía = Vida.
benaiga = ¡Buena cosa!
quiltro = Perro no de raza.
on = Forma de tratamiento: don.
iñor = Señor.
quemao = Enfadado.
juera = Fuera.
mesma = Misma.
tar = Estar.
asariao = Enojado, exasperado.
Pará, salir a la = Participar o tener interés en una acción en que intervienen varios.
icil = Decir.
na = Nada.
contimás = Cuanto más.
guaina = Niño.
utual = Actual.
tiesón = Muy orgulloso.
uscar = Buscar.
enenantes = Hace un rato.
chaucha = Moneda antigua de veinte centavos.
quea = Queda.
cachaíta = Porción de cualquier cosa. (Aquí en diminutivo.)
degüelvo = Devuelvo.
atrasaón = Atrasado.
pulchén = Ceniza.
oña = Doña.
alentao = Sano.
lampeador = Trabajador que lampea ( remover la tierra con la lampa, i.e. azada o pala).
curaos = Borrachos.
empiparme = Comer o beber en exceso.
ey = Ahí.
ajisao = Enfadado.
penetro = Frío.
juego = Fuego.
amolao = Molesto, incómodo, fastidiado.
chullecos = Chuecos.
me chanto = Me abstengo.
Me le jue = Se Me fue.
pal = Para el.
al tiro = Al instante; de inmediato
ñebla = Niebla.
pa ponerle = Para beber.
encachao = Pendenciero.
pidén = (Ortygonax rytirhynchos) Ave de unos 40 cms. De longitud, con el dorso de color pardo oliváceo; corona, frente y parte inferior gris oscura; pico agudo y curvo hacia abajo, rojo en la base con tinte azul en la parte media y verdoso en el extremo y patas
rochar = Notar.