ISABEL ALLENDE: PENAS Y PLUMAS
Publicado en
septiembre 30, 2012
Texto: Mili Rodríguez Villouta / Fotos: Inés Paulino.
Isabel Allende es chica, sonriente y móvil, y anda por la vida como por una fiesta. Lleva un vestido largo, lila, de terciopelo opaco, y un cinturón precioso que marca su figura entre suculenta y a punto del desborde. La sigue con cara de buena persona un gringo alto, colorado y canoso, pero sobre todo colorado y gringo, es decir su William.
"Mi hombre", dijo ella, un poco como si él no entendiera castellano. O como si lo entendiera, pero jugando a algo que ni siquiera requería una sonrisa cómplice y te excluía por completo. El gringo se fue a buscar una llave o unos papeles y la habitación era desmesurada, reluciente, totalmente Hyatt, con ese lujo exagerado pero sedante que deben tener los hoteles en Arabia Saudita.
Isabel estaba en Santiago para el estreno de La casa de los espíritus. Jeremy Irons, Meryl Streep, Winnona Ryder, Glenn Close y Antonio Banderas protagonizan la película dirigida por Bille August (Pelle, el conquistador), filmada en Portugal. En Europa superó en las primeras semanas la taquilla de Jurassic Park. Ella vive desde hace ocho años en California ―luego de diez de exilio en Caracas― ha vendido incalculables millones de libros en todo el mundo, y tiene particularmente copado el mercado alemán; los alemanes son los que más leen y los chilenos los que más critican. Aunque ahora la sigue la cola de la desgracia y eso siempre ablanda un poco los corazones.
Hace poco más de un año, en la mitad de una gala de escritores en Madrid, supo que su hija Paula, sicóloga, de 28 años, había caído en coma. Desde entonces Isabel Allende pasó a ser una silenciosa y rápida señora vestida de blanco, que entraba y salía todos los días de un hospital. Podía haber sido una enfermera. Hasta que seis meses después, se llevaron a Paula a Estados Unidos y la sentaron en la sala, envuelta en la triste tubería del caso. Su estado no cambió, pero ella podía sentirla: "mamá tengo frío", o "mamá, acompáñame". Luego, un día, no la sintió más. Ese hilo sutil que las unía se había roto y al otro lado sólo quedaba un gran silencio. Entonces se encerró con ella, y le dijo: "Paula, se acabó. Yo te adoro, pero muérete". Horas más tarde ―exactamente un año después de caer en coma― todo se había acabado.
Lo contó así al diario El País. Dice que desde entonces llora y llora. Que seguramente nunca parará de llorar.
―William Faulkner escribió en Las palmeras salvajes: "entre la pena y la nada, prefiero la pena". ¿Qué haces tú con la pena?
―Las penas más grandes se convierten en una segunda piel, porque está demasiado reciente, pero con otras penas que he tenido en mi vida, se convierten en un segunda piel, como un tatuaje que siempre estará contigo. En este momento, el dolor de la muerte de Paula es como escamas, como ronchas, estoy demasiado conciente del ardor y del dolor, pero sé que con el tiempo voy a vivir con eso, tranquilamente, serenamente.
―¿Cómo te ves en diez años más?
―Muerta.
―¿De verdad?
―No tengo ganas de vivir mucho. Todo lo que tenía que hacer ya lo hice, no quiero ver morir a los que me rodean, no quiero ver a mis nietos adolescentes y pelear con ellos por tonterías, llenos de espinillas y con los pelos pintados de verde. No, ya están ricos así como están, chiquititos.
―Tú quieres irte de la fiesta antes de que la fiesta se termine.
―Sí, por Dios, sí, por Dios. No quiero ser una vieja roñosa.
―Bueno, pero si en diez años más te miras en el espejo y te encuentras regia, seguramente vas a cambiar de idea.
―Nunca me he encontrado regia, nunca. Y esa es la diferencia fundamental entre mi mamá y yo. Cuando mi mamá vuelve de una fiesta, dice: "La mejor mujer de la fiesta era yo". Se mira en el espejo y dice: "Mira, ¡yo todavía estoy regia!". O si no, me dice: "En la fiesta habíamos dos señoras y catorce tipas a la moda". Así habla mi mamá. Es de una autoestima incorruptible.
―Tú has hecho de todo para subirte la autoestima. Incluso ponerte el traje de vedette en un programa de televisión...
―Es que ponerte el traje de vedette es una manera de hablar. El traje consistía en una esmeralda pegada con goma en el ombligo, dos pompones fosforescentes en las puntas de las pechugas, y un triángulo del tamaño de una estampilla fiscal allí donde el ginecólogo solamente explora, y por detrás no había nada. Poto pelado. Y un montón de plumas en la cabeza. Así es que ponerse el traje es una exageración. Y yo ya era madre de familia, con dos hijos, jamás fui alta, ni flaca, y celulitis debo haber tenido entonces también. Me acuerdo que me pusieron como tú dices el traje, es decir, me quitaron todo, y me instalaron la esmeralda. Y yo me vi en el espejo y me dio fatiga. Porque comprendí que yo tenía un programa de televisión, que dirigía una revista infantil, que era madre de dos retoños. Y que tenía suegros, y los suegros iban a verme en esa pinta. Por delante no era tan malo como por detrás, porque atrás, no había nada. Me dijeron ¡no importa, le ponemos una cola de avestruz!
― Solucionado el conflicto.
―Te voy a decir que me ensartaron por detrás, porque esa es la verdad, un gran ramo de plumas rosadas. Y eso era lo que usaba la Rosita Salaberry, la vedette culminante del momento. En lo único que nos parecíamos era en la estatura, porque ella era chiquita, pero preciosa. El coreógrafo me enseñó a caminar (se levanta y abre los brazos). A los lados, había unos tipos vestidos de dioses griegos, pintados de dorado. Yo tenía que bajar la escalera con los brazos extendidos, las plumas en el traste, y caminar con las piernas cruzadas para que se vieran las caderas más sensuales. Y el coreógrafo me gritaba: "¡No mueva los brazos, que con tanta pluma parece gallina!". Atroz. Bueno, a todo esto estábamos atrasados y se oía la sala rugiendo, aplaudían y rugían, y entonces yo me asomé por la cortina y vi a una muchedumbre que había pagado por ver a la Rosita Salaberry. Y dije, cuando se abra la cortina y me vean a mí, me van a tirar tomates, y de esto yo no voy a recuperarme nunca. Así es que me dio ataque de pánico, yo no salgo, no salgo, pánico. Los camarógrafos dijeron bueno, tú apareces ahí, te filmamos rápido, y velozmente la Rosita Salaberry bajó la escalera, ella, con la misma esmeralda y las mismas plumas, y después cuando editaron la película en el canal, salía yo de aquí para arriba y con todas las curvas de la Rosita. Impresionante. En la edición yo me veía como una diosa. Con decirte que por dos años había hombres que me llamaban para invitarme a cenar. Y después cuando me veían se quedaban tan desilusionados. Deben haber dicho: ¿Dónde mete esta persona lo que yo vi por televisión? Eso me dio un prestigio que no me lo ha dado nada más, yo lo debería tener en el curriculum. Y para que tú veas lo buena gente que era mi marido, mientras todo el mundo casi se murió, mis suegros no me hablaron por semanas, mis hijos dejaron de ir al colegio de la pura vergüenza, mi marido lo aceptó regio, se rió y no permitió que nadie le hiciera ni un solo chiste al respecto.
―Bien educado. ¿Y tu marido actual? ¿Te entiende?
―Uy, yo creo que no me entiende nada. Gracias a eso nos llevamos tan bien (se ríe). Mira, somos tan distintos, piensa el abismo cultural, la diferencia de lengua, de raza, de todo. Su biografía no puede ser más distinta que la mía. Y cuando nos conocimos, fue amor a primera vista. Pero si tú me hubieras preguntado antes de conocer a Willy, cuál es tu ideal de hombre, te habría dicho un profesor de literatura de alguna universidad británica, que tenga un suéter de cachemira con el cuello doblado y una pipa. Nada más alejado a Willy, que es una especie de pirata que anda suelto por ahí por el mundo. Y la vida de Willy no puede ser más distinta de la de un académico: él es un luchador callejero. Cuando lo conocí, él había leído mi libro De amor y de sombra, yo no sabía nada de él. Y nos enganchamos de tal manera que no nos hemos vuelto a separar nunca más.
― Y tú escribiste un libro sobre él.
―Yo creo que eso nos ayudó a conocernos. Cuatro años contándome su vida, fue como una terapia para él. El Plan infinito es su vida novelada, es una ficción. Me sirvió escribir este libro de una manera curiosa, para compensar el que nos conocimos tan tarde, nos conocimos ya viejos. El libro me hizo recuperar esos treinta años que debimos pasar juntos.
― ¿Cómo ves la versión cinematográfica de La casa de los espíritus? Porque no es la misma historia que tú contaste.
―Cuando Bille August me dijo que quería hacer una película con La casa de los espíritus, yo no me podía imaginar cómo se podía hacer el guión, porque para mí todas las historias del libro tienen el mismo valor, y no era capaz de distinguir el tronco de las ramas, pero cuando vi el guión me di cuenta de lo esencial, de qué se trataba mi libro. Y vi que había una historia principal, con unos personajes principales, así es que todo lo demás era adorno, y entendí que se podía quedar afuera mucho del libro. Lo que no me imaginaba era que se pudiera cortar toda una generación, pero funcionó, y funcionó bien. Creo que si yo hubiera hecho el guión, hubiera sido una telenovela espantosa. Y él hizo una cosa muy contenida, muy sobria y muy bella.
―El personaje de Clara es fantástico, ¿de dónde sale ella?
―Mi abuela, que era un personaje delicioso. Con una abuela como ella no tienes que inventar nada, ya la vida te lo dio todo. Fíjate que mi mamá vio la película hace dos días, y me llamó por teléfono llorando, impresionada, porque el personaje está basado en su mamá, y Meryl Streep no se parece físicamente a su madre en nada, pero su actuación le trajo completamente el espíritu de mi abuela.
―¿Tu abuela hacía cosas mágicas, levantaba mesas o adivinaba cosas?
―Mi abuela era clarividente, adivinaba los sueños y todas esas cosas, y en el libro yo lo exageré, creo que alguna vez mi abuela movió un azucarero arriba de la mesa sin tocarlo, pero de ahí a que tocara el piano con la tapa cerrada, yo creo que no, eso no.
―¿Y tú? ¿Eres clarividente?
―Yo tengo sueños premonitorios, he visto en mis sueños a todos mis hijos y a mis nietos antes de que nacieran. Pero cuando sueño con un niño, salvo que esté embarazada, siempre es un libro. Lo que le pasa al niño le está pasando a la escritura. Por ejemplo, algo no está funcionando, y empiezo a soñar con un niño que está detrás de la puerta, yo no lo veo, y llora con voz de viejo, o con voz de hombre, entonces sé que es el tono que no está bien, que hay un problema con la voz. Con La casa de los espíritus me pasó que sabía cual era el final, pero no podía dar con la manera de escribirlo. Me quedaba panfletario, o sentimental, no funcionaba. Y entonces soñé con mi abuelo en una pieza donde todos los muebles estaban pintados de negro. Porque cuando murió mi abuela, mi abuelo pintó todo de negro, imagínate. Y yo soñé que estaba sentada en una silla negra, con un libro blanco, frente a mi abuelo, y me desperté y dije ¡éste es el final de La casa de los espíritus! Alba está esperando la mañana para enterrar a su abuelo muerto, y está escribiendo el libro con los cuadernos de su abuelo.
―¿Tú escribes de repente en la calle, en un ascensor...?
―Sí, hay cuentos que he escrito en la parte de atrás de los cheques... En serio.