HORAS DE ANGUSTIA EN EL SEMBRADÍO
Publicado en
septiembre 16, 2012
Drama de la vida real.Truvy Argrave trabajaba a solas cuando le ocurrió el accidente. Al reflexionar que no tenía la menor esperanza de que lo auxiliaran, supo que sólo podría salvarse atenido a sí mismo.
Por Peter MichelmoreLOS CRECIDOS tallos de sorgo y de hierba del Sudán caían fácilmente al golpe de las afiladas hojas de los rotores de la segadora mecánica enganchada al tractor de Truvy Argrave. Este trabajaba ahora en la última sección, de 16 hectáreas, de su vasto campo de heno, que se extendía al sur de Gonzales, en el estado norteamericano de Luisiana. Era la mañana del 2 de noviembre de 1986, y a las 9:30 ya había allanado la mitad de aquella sección. y calculaba que para el mediodía habría dado fin a su labor.
En esos momentos, al atravesar una zanja de avenamiento, el motor del tractor falló. El encendido había dejado de funcionar el día anterior, pero Argrave sabía que podría hacer arrancar de nuevo el motor colocando la hoja de un cuchillo encima de dos conexiones eléctricas del mecanismo de arranque. Cortó la corriente que pasaba del tractor a la segadora y saltó al suelo frente a la parte delantera.El motor del tractor encendió, y este arrancó hacia adelante. Argrave se arrojó a un lado para esquivar las ruedas traseras del tractor, pensando que, por inadvertencia, habría pasado la palanca a la primera velocidad en vez de ponerla en punto muerto.Caído sobre un costado, habiendo esquivado el tractor, alzó la vista y quedó aterrorizado. La pesada y ancha mole de la segadora mecánica avanzaba directamente hacia él. Trató de evitarla, arrastrándose, pero la rueda derecha le pasó sobre la cadera, oprimiéndolo contra el suelo.Consciente por completo y sin experimentar dolor alguno, vio que tractor y segadora se alejaban entre la hierba alta. Por instinto, intentó levantarse para perseguir la máquina, pero las piernas se le doblaron en el instante en que se apoyó en ellas.Tendido en el suelo, Argrave jadeaba, respirando con dificultad. Luego, encogiendo los dedos de los pies, los sintió moverse dentro de sus botas. Comprobó que, haciendo un esfuerzo, podía doblar las rodillas. Pero al tratar de hacer movimientos completos con las piernas, las sintió flácidas, como desconectadas del resto del cuerpo. Pensó entonces que tenía fracturada la columna, y tal vez también la pelvis.Miró a su alrededor con desesperación, buscando ayuda. El campo se extendía detrás de una instalación de gas industrial. A un lado corría un camino de tierra apisonada que llevaba a una refinería de petróleo. Pero era domingo, y por ninguna parte se observaba señal de vida.Aun cuando era posible que Fay, su esposa, acertara a llegar por allí, Truvy comprendía que no podría contar con ello. La casa se encontraba en Gonzales, a más de 25 kilómetros de allí, y una vez que él salía por la mañana era difícil localizarlo, pues tenía diversas fincas esparcidas por el distrito.Ni Fay ni ninguno de los tres hijos de la pareja, ya adolescentes, se preocuparía por su ausencia hasta ya entrada la noche. Así, la vida de Argrave dependía de su propio esfuerzo.NERVIOS QUE GRITAN
Permanecer allí tendido, sin esforzarse, dependiendo de la suerte, no era propio de su carácter. Comenzó, pues, a arrastrarse. Algunos empleados estarían de servicio en la fábrica, pero llegar hasta la cerca de alambre significaría atravesar el matorral no cortado a lo largo de 300 metros. Si perdiera el sentido, no lo vería nadie. Sería mejor, se dijo, tratar de llegar hasta su camioneta Ford Bronco, que dejara estacionada en el extremo de la sección ya segada del campo. Calculó que tendría que recorrer unos 1600 metros. Aunque no lo vieran, pensó que podría llegar al Bronco y de algún modo llegar hasta Gonzales.
El tiempo era importante. Poco antes había recordado que dejó abierta la portezuela izquierda del Bronco, lo cual quería decir que la luz interior estaba encendida, agotando poco a poco el acumulador.Cautelosamente, se apoyó sobre manos y rodillas, y en seguida, sintiendo un dolor agudísimo, se desplomó. Tras descansar un minuto y aspirando profundamente, intentó avanzar apoyándose sobre los codos. Pero sus pies habían perdido toda fuerza impulsora, y Argrave, con su peso de 90 kilos, era una carga demasiado pesada. El único medio que se le ocurrió para avanzar fue mantenerse boca abajo, apoyarse contra el suelo con la mano derecha, apretando los nudillos, e impulsarse hacia adelante con el antebrazo y la mano izquierdos. Las piernas se arrastraban como un peso muerto. Avanzaba con lentitud cruelmente dolorosa, y unos cuantos centímetros a cada impulso.Concentrándose con firmeza, se fijaba ciertos puntos claros del suelo o algún penacho de hierba, a tres o cuatro metros adelante, como meta por alcanzar a cada serie de impulsos. En ocasiones lograba recorrer aquella distancia, pero las más de las veces las fuerzas le faltaban y se quedaba en el suelo, resollando, hasta recobrar el aliento y las energías. Esto equivale a hacer flexiones en la barra con la barbilla, se decía. Y tengo que hacerlo un millar de veces.Tardó varios minutos en cruzar una zanja de desagüe, de 75 centímetros de ancho por 30 de profundidad. Cuando debía inclinar el cuerpo, parecían gritar los nervios de su espalda y su ingle. Tuvo que volverse de costado y acometer la zanja sesgándose. Y recordó que tendría que salvar cinco de tales zanjas.Argrave es un hombre vigoroso que siempre ha vivido al aire libre, y ahora su cuerpo toleraba bien el trauma inicial de las lesiones recibidas. Sin embargo, los dolores se agudizaban con cada hora que pasaba, y temía caer en estado de choque. Doblaba a menudo las rodillas, temeroso de quedarse paralizado. Una y otra vez escudriñaba el campo que se extendía delante de él, con la esperanza de avistar a alguien.ACCESO DE PANICO
Poco después de la una de la tarde, apoyó la cabeza en el suelo y cerró los ojos. Sintió una picazón en el rostro, seguida de ardientes punzadas en las mejillas y párpados. ¡Hormigas rojas! La máquina segadora, al ir cortando la hierba, había rebanado el tope de los hormigueros. Y Argrave había ido a caer entre toda una colonia de hormigas que se afanaban por reconstruir sus nidos.
Los diminutos insectos rojos se le metían en los oídos y en la boca y corrían bajo su camisa y sus pantalones empapados en sudor. Todo el cuerpo le ardía a consecuencia de los piquetes mientras se alzaba sobre uno de sus codos y trataba de sacudirse las hormigas, retorciéndose. Pero estaba demasiado exhausto para moverse.Desplomándose de nuevo en el polvo, se dispuso a soportar aquel tormento. Hombre de recio carácter, se enorgullecía de su aptitud para ello. Desafiante, escupía las hormigas que le cubrían la lengua. "Eso es, diviértanse", decía, cerrando los ojos.Todavía se hallaba cubierto de hormigas de pies a cabeza cinco minutos después, cuando reanudó su avance. Tenía los antebrazos llenos de rojos cardenales. Poco a poco, sin embargo, los insectos se le fueron desprendiendo, y fijó toda su atención en la camioneta Bronco, estacionada a la orilla del campo.A las 3 de la tarde apenas había recorrido la mitad de la distancia. ¿No estaría el Bronco fuera de su alcance? Por primera vez, el pánico lo invadió. Trató de calmarse. Dios me ha dotado de fuerzas, pensaba. Y tengo el deber de emplearlas.En voz alta, insistió: "¡Saldrás adelante!" Tales palabras le habían guiado en la vida. Sin dejarse arredrar por los descalabros o por obstáculos al parecer insuperables, a los 36 años de edad ya había montado una empresa que tenía un valor de un millón de dólares. Luego había aplicado todos sus recursos a organizar una compañía de rehabilitación agraria, tropezado con innumerables problemas y acumulado deudas agobiantes. Otros se habrían dado por vencido, mas él, a fuerza de trabajar los siete días de la semana, hizo triunfar su empresa. Vendió esta en 1984 y, ya acaudalado, pudo entregarse a su pasión por la cría de caballos y de ganado.Ahora, en la prueba más dura de su vida, se amonestaba a sí mismo: "A las 3 no habías logrado llegar hasta el Bronco. Y tampoco vas a lograrlo al caer la noche. Bueno, ¿y qué? Todavía podrás arrastrarte en la oscuridad".Quince minutos después, el corazón le saltó dentro del pecho, al escuchar las voces de dos hombres que se gritaban uno al otro en el bosque. "¡Eh!", gritó Argrave. "¡Aquí! ¡Auxilio!"Dejaron de oírse las voces, y Argrave gritó de nuevo. Supuso que aquellos hombres eran cazadores furtivos, tal vez los mismos a quienes había arrojado de sus tierras esa mañana. Y comprendió que no acudirían a prestarle ayuda.UNA VOLUTA DE FUEGO
Al tropezar con un segundo hormiguero, no intentó siquiera defenderse. "No serán ustedes peores que sus compañeras", dijo, sin dejar de arrastrarse. El hablar distraía a Argrave de pensar en la sed que le devoraba y en el dolor que le causaban el clavar los nudillos en el polvo y arrastrarse adelante. Ya tenía los nudillos en carne viva, y el pañuelo con que se envolviera la mano como medida de protección se le zafaba constantemente.
Un sol borroso había mantenido la temperatura en más de 20° C., pero sabía que la noche podría traer un frío otoñal. Temía que, por estar tan debilitado, la exposición a la intemperie le causara la muerte. Las energías se le estaban agotando con rapidez. Sus periodos de descanso eran cada vez más prolongados y debía recurrir a toda su fuerza de voluntad para volver a moverse después de cada uno.Al oscurecer, alcanzó a ver la luz encendida del Bronco, y se devanó los se sos por discurrir un desesperado plan de salvación si, por haberse agotado el acumulador, fuera imposible encender el motor. Lo mejor que se le ocurrió fue que se envolvería en los impermeables que había en la parte trasera de la camioneta y se acostaría en el suelo, debajo de esta, para protegerse del rocío nocturno. No quiso pensar en cuánto tiempo pasaría antes de que cayera en coma y llegase la muerte.Se encontraba aún a 90 metros de su destino. Desentendiéndose de una nube de mosquitos, siguió impulsándose hacia adelante por lo menos durante otra hora.De pronto, todo el lugar quedó iluminado por una luz brillante. De la alta chimenea de la refinería se alzaba una voluta de fuego, al escapar un exceso de gas.Argrave quiso llegar a su meta en un solo impulso más, pero estaba exhausto. En los últimos 15 metros tuvo que tomarse cinco periodos de descanso. Cuando, alargando la mano, tocó por fin una de las ruedas delanteras del Bronco, hizo otra pausa para recuperarse. Eran las 8:30 de la noche; llevaba arrastrándose cerca de 11 horas.Ya frente a la portezuela abierta, y sintiendo que la cabeza le daba vueltas por efecto del dolor, se alzó sobre las rodillas y se asió al cinturón de seguridad, a un lado del asiento delantero. Se alzó hasta el piso del Bronco, y allí consiguió hacer girar la llave del encendido. El motor respondió con un potente rugido. Después de breves minutos, lo apagó.Pero no lograba izarse hasta el asiento, a pesar de lo que se retorcía y esforzaba en aquel estrecho espacio. Necesitaba alguna plataforma fuera de la portezuela, para apoyar pies y piernas.Dejándose resbalar de vuelta al suelo, se deslizó a la parte trasera de la camioneta, donde encontró apoyo para erguirse y abrir la portezuela posterior del vehículo, no obstante su quebrantado cuerpo. Encontró en la hielera varías latas de refresco, de las que vació tres en otros tantos tragos.
"¡ESTOY EN MARCHA!"
Arrojó luego al suelo la hielera vacía y se dejó caer junto a ella. A la luz del fuego de la refinería, se arrastró trabajosamente hasta la portezuela del conductor, empujando la hielera frente a él. A continuación, con un doloroso esfuerzo, apoyó los píes en ella y se alzó de espaldas hasta el asiento.
Aunque sólo pudo levantar el pie derecho unos cuantos centímetros, esto le bastó para oprimir el acelerador. Asiéndose el pantalón a la altura del tobillo, le fue posible mover la pierna izquierda para con ella operar los frenos.Un sentimiento de triunfo lo invadió al oír el rugido del motor. Había recobrado el mando; no era ya impotente. Y bajó atronadoramente por el sendero hasta la carretera. "¡Eh! ¡Estoy en marcha!"; clamó con voz ronca.A las 9:30 detuvo la camioneta a la puerta de la sala de urgencias del Centro Médico Riverview, en el pueblo de Gonzales. Una enfermera acudió a la carrera al oír sonar la bocina.—Creo que traigo la espina fracturada —dijo Truvy Argrave.—¡Nosotros lo llevaremos adentro! —respondió la enfermera—. ¡No se mueva!El cirujano ortopedista Samuel Irwin quedó asombrado al examinar las radiografías que se le tomaron a Argrave. ¡Se había arrastrado todo el día con dos vértebras de la baja espina dorsal rotas, dos fracturas del hueso de la pelvis y dos en las costillas! Los ligamentos de la rodilla izquierda aparecían rasgados y todo su cuerpo estaba cubierto de picaduras de hormiga.Tras dos semanas y media de permanecer en el hospital, Truvy Argrave fue enviado a su casa, para que allí convaleciera tres meses. Desde entonces, se ha recobrado por completo.Ilustraciones, Paul Van Munching