CEREBROS DE LA TIERRA (Jack Vance)
Publicado en
septiembre 01, 2012
Título original: The Brains of Earth (Nopalgarth)1
Ixax era, en sus mejores momentos, un planeta melancólico. Los vientos rugían entre las escabrosas montañas negras, proyectando turbonadas de lluvia y nevisca que, en lugar de dulcificar el paisaje, tendían a barrer hacia el océano el poco suelo fértil existente. La vegetación era rala: unos pocos bosques cenicientos de quebradizos dendrones; plantas tubulares y pastizales de un césped semejante a la cera que emergían de las grietas; oscuras manchas de líquenes rojos, morados, verdes y azules. Sin embargo, el océano alimentaba inmensas reservas de algas que, junto con un abundante catálogo de animálculos marinos, realizaban la mayor parte de los procesos fotosintéticos del planeta.
A pesar de ese desafío del ambiente, o a causa de él, el animal anfibio original —una especie de batracio ganoideo— había evolucionado hasta convertirse en un andromorfo inteligente. Ayudados por su conciencia intuitiva de la precisión y la armonía matemáticas, dotados de un aparato visual que suponía más un mundo táctil tridimensional que un conjunto policromo de superficies de dos dimensiones, los xaxanos estaban casi predestinados a erigir una civilización técnica. Cuatrocientos años después de llegar al espacio, y aparentemente por puro azar, descubrieron al nopal; y así comenzó la guerra más terrible de su historia.Esa guerra, que duró más de un siglo, devastó el planeta, ya de por sí estéril. Una costra de escoria cubría los océanos; los escasos y dispersos retazos de buen suelo estaban emponzoñados por el polvo blanco amarillento que caía del cielo. Ixax nunca había sido un mundo populoso. Las ciudades —un puñado— eran ahora escombros; montones de piedra negra y ladrillos pardo rojizos, blanquísimas cáscaras de talco fundido, conglomerados de materia orgánica en descomposición. Un caos que ofendía a la tendencia xaxana a la exactitud matemática y a la belleza. Los supervivientes, tanto los chitumih como los tauptu (por transcribir de alguna manera los clics y los sonsonetes del sistema de comunicación xaxano) moraban en fortalezas subterráneas. Diferenciándose en que los tauptu tenían conciencia del nopal, en tanto que los chitumih lo negaban, abrigaban recíprocamente una emoción similar al odio terrestre, si bien doce veces más intensa.Tras los primeros cien años de guerra, la suerte de la batalla favoreció a los tauptu. Los chitumih fueron rechazados hasta su base bajo las Montañas del Norte. Los batallones tauptu avanzaron centímetro a centímetro, volando una por una las casamatas defensivas de la superficie y enviando topos atómicos contra la ciudadela situada a un kilómetro y medio de profundidad.Los chitumih, aunque se sabían derrotados, resistieron con un fervor equivalente a su gran odio hacia los tauptu. El rumor de los topos se oía cada vez más claramente; las trampas para topos cayeron, así como el cinturón interior de túneles de diversión. Ascendiendo por una galería iniciada a quince kilómetros de profundidad, un inmenso topo irrumpió en la cámara de la dínamo, destruyendo el núcleo mismo de la resistencia. Los corredores quedaron en tinieblas; los chitumih se movían a ciegas, listos para luchar con manos y piedras. Los topos mordían la roca; el rechinar reverberaba en los túneles. Se abrió una brecha, y en ella apareció un rugiente hocico metálico. Los muros se desplomaron; hubo una explosión de gas anestésico, y la guerra terminó.Los tauptu descendieron por las rocas llevando lámparas en la cabeza. Los chitumih ilesos fueron engrillados y trasladados a la superficie; los heridos y mutilados, eliminados en donde estaban.El Maestre de la Guerra Khb Tachx regresó a Mia, el antiguo capitolio, volando bajo a través de una sibilante granizada, sobre el mar empañado, por encima de un litoral salpicado de grandes cráteres color tierra, de una cordillera de montañas negras, hasta que al fin aparecieron los calcinados escombros de Mia.Sólo se veía un edificio, una caja larga y baja de piedra gris fundida, recientemente construida.Khb Tachx llevó a tierra su coche aéreo e, ignorando la lluvia, caminó hacia la entrada. Cincuenta o sesenta chitumih apretujados en una jaula volvieron con lentitud sus cabezas, examinándolo con los perceptores que cumplían la función de ojos. Khb Tachx recibió el impacto de su odio sin dedicarle mayor atención que a la lluvia. Mientras se acercaba a la puerta surgió del interior un frenético clamor de tormento; pero Khb Tachx tampoco se inmutó. Los chitumih resultaron más afectados. Se encogieron como si fueran ellos quienes sufrían, y con sombrías vibraciones injuriaron a Khb Tachx, desafiándole a hacer lo peor que pudiera.Khb Tachx entró, descendió a un nivel situado ochocientos metros por debajo de la superficie y se dirigió a la cámara reservada para él. Allí se quitó el yelmo y el manto de piel, y secó la lluvia que mojaba su cara gris. Se quitó luego el resto de sus ropas y se frotó con un cepillo de duras cerdas, eliminando los tejidos muertos y las diminutas escamas superficiales de su piel.Un ordenanza tamborileó al otro lado de la puerta con las puntas de los dedos.—Le esperan.—Acudiré de inmediato.Con desapasionada economía de movimientos vistió ropas nuevas, un delantal, botas y una larga capa lisa como el caparazón de un insecto. Todas las prendas eran negras, aunque eso era indiferente para los xaxanos, que diferenciaban las superficies por la textura y no por el color. Thb Tachx recogió su yelmo, un casco de metal estriado, coronado por un medallón que simbolizaba la palabra tauptu, «purificado». Seis agudas puntas se alzaban en la parte superior; tres correspondían a los tres nódulos óseos de su cresta craneal, de dos centímetros y medio de altura, y las tres restantes expresaban su rango. Khb Tachx reflexionó un instante, luego desprendió el medallón y se puso el yelmo sobre el cráneo gris desnudo.Salió de su cámara, caminó con decisión por los corredores hacia una puerta de cuarzo fundido, que se deslizó silenciosamente ante su avance. Entró en una habitación circular de paredes vítreas y un alto domo parabólico. Los xaxanos encontraban placentera la contemplación de objetos inanimados, y gozaban de la serena sencillez de esas conformaciones particulares. En torno a una mesa redonda de basalto pulido había cuatro hombres. Todos llevaban un yelmo de seis puntas. Advirtieron al instante la ausencia del medallón en el yelmo de Khb Tachx, y dedujeron el mensaje que daba a entender: con la caída de la Gran Fortaleza del Norte ya no era necesaria la distinción entre tauptu y chitumih.Los cinco gobernaban a los tauptu como un comité sin una clara división de responsabilidades excepto en dos sentidos: el Maestre de la Guerra Khb Tachx dirigía la estrategia militar, y Pttdu Apiptix mandaba las pocas naves que quedaban de su flota espacial.Khb Tachx se sentó y describió la caída de la fortaleza chitumih. Los demás atendieron impasibles, sin demostrar alegría ni excitación, puesto que no las sentían.Pttdu Apiptix resumió sombríamente las nuevas circunstancias.—Los nopales están como antes. Sólo hemos ganado una victoria local.—Con todo, es una victoria —observó Khb Tachx.Un tercer xaxano se opuso a lo que consideraba un exceso de pesimismo:—Hemos destruido a los chitumih; ellos no nos han destruido a nosotros. Empezamos con nada y ellos con todo; y hemos vencido.—Es irrelevante —respondió Pttdu Apiptix—. No hemos podido prepararnos para lo que necesariamente vendrá. Nuestras armas contra los nopales son ilusorias; pueden acosarnos casi a su placer.—Se ha dado el paso pequeño; ahora daremos el grande —declaró Khb Tachx—. Debemos llevar la guerra a Nopalgarth.Los cinco reflexionaron. Todos habían tenido muchas veces la misma idea, y muchas veces habían retrocedido ante sus derivaciones.Un cuarto xaxano dijo bruscamente:—Estamos exangües; no podemos proseguir la guerra.—Ahora sangrarán otros —respondió Khb Tachx—. Infectaremos Nopalgarth como los nopales infectaron Ixax, sin hacer otra cosa que dirigir la lucha.El cuarto xaxano meditaba.—¿Es ésa una estrategia práctica? Un xaxano arriesga su vida sólo con mostrarse en Nopalgarth.—Nuestros agentes se moverán por nosotros. Debemos utilizar a alguien que no sea reconocido enseguida como enemigo... Un ser de otro planeta.—Respecto a eso —observó Pttdu Apiptix—, la primera elección es obvia...2
Una voz que temblaba de temor o excitación —la chica a cargo de la central telefónica del ARPA en Washington no podía distinguirlo— pidió hablar con «una persona autorizada». La chica preguntó de qué se trataba, explicando que el ARPA constaba de muchos departamentos y divisiones.
—Es un asunto secreto —dijo la voz—. Tengo que hablar con alguien importante vinculado con los principales proyectos científicos.Un loco, decidió la chica, dispuesta a pasar la comunicación a la oficina de relaciones públicas. En ese momento entraba Paul Burke, director adjunto de investigaciones. Burke, alto, de miembros sueltos, de aspecto reconfortantemente inclasificable, tenía treinta y siete años y se había casado y divorciado una vez. La mayoría de las mujeres encontraban atractivo a Burke, y la telefonista, que no era una excepción, aprovechó la oportunidad para llamar su atención. Dijo con voz musical:—Señor Burke, ¿quiere atender a este señor?—¿Qué señor?—No lo sé. Parece muy excitado. Quiere hablar con alguien autorizado.—¿Puedo preguntarle cuál es su cargo, señor Burke?La voz evocó al instante una imagen en la mente de Burke: un hombre de mediana edad, honesto, importante para sí mismo, apoyándose alternativamente en uno y otro pie, presa de excitación.—Soy director adjunto de investigaciones.—¿Significa eso que es usted un científico? —dijo la voz, con cautela—. Éste es un asunto que no puedo tratar con un subalterno.—Más o menos. ¿De qué se trata?—No me creería si se lo dijera por teléfono —dijo la voz, trémula—. Yo mismo no puedo creerlo.Burke sintió un principio de interés. La voz del hombre comunicaba su excitación, causaba cierto escozor en la nuca. Sin embargo, un instinto, un presentimiento, una intuición le aconsejaba eludir toda relación con él.—Debo verle, señor Burke, a usted o a otro científico, a uno de los más importantes.La voz del hombre perdió y luego ganó volumen, como si hubiese alejado la boca del teléfono mientras hablaba.—Si pudiera explicarme de qué se trata —dijo Burke, con prudencia—, quizá podría ayudarle.—No. Me diría que estoy loco. Debe venir aquí. Le prometo que verá algo que no ha imaginado ni en sus sueños más atrevidos.—Eso es ir bastante lejos. ¿No puede darme una idea de lo que es?—Pensaría que estoy loco. Y tal vez lo esté...El hombre rió con innecesaria energía.—Casi preferiría creerlo —continuó.—¿Cuál es su nombre?—¿Vendrá a verme?—Enviaré a alguien.—Eso no. Me enviará a la policía, y entonces..., habrá dificultades —susurró.Burke se dirigió a la telefonista, cubriendo el aparato.—Intente descubrir la procedencia de esta llamada. Y a su interlocutor:—¿Tiene usted algún problema? ¿Algo le amenaza?—No, no señor Burke. No es eso. Pero dígame la verdad: ¿puede venir a verme de inmediato? Es preciso que lo sepa.—No, a menos que pueda darme una razón de más peso.El hombre respiró profundamente.—Está bien. Escuche entonces. Y no diga que no se lo advertí. Yo... —La línea quedó en silencio.Burke miró a la telefonista, con una mezcla de fastidio y alivio.—¿Ha podido hacer algo?—No he tenido tiempo, señor Burke. Colgó enseguida.Burke se encogió de hombros.—Debía tratarse de un loco... Sin embargo...Todavía intranquilo se dirigió a su despacho, donde se reunió con el doctor Ralph Tarbert, físico y matemático que dividía su tiempo entre Brookhaven y el ARPA. Tarbert, en plena cincuentena, era un hombre bien parecido, ágil y musculoso, de rostro delgado, que se enorgullecía de su impresionante cabello blanco. En contraste con la chaqueta de tweed y los pantalones de franela arrugados que vestía Burke, Tarbert usaba siempre elegantes y conservadores ternos azules o gris oscuro. No sólo admitía su esnobismo intelectual, sino que se jactaba de él; y manifestaba una actitud cínica que Burke encontraba lo bastante frívola para ser irritante.La llamada telefónica interrumpida ocupaba todavía la mente de Burke. Le contó la conversación a Tarbert, quien, como Burke esperaba, descartó el incidente con un ligero gesto de la mano.—El hombre estaba asustado —dijo Burke—. De eso no hay duda.—Quizá le miraba el diablo desde el fondo de su copa.—Parecía totalmente sobrio. Sabe, Ralph, tengo un presentimiento acerca del asunto. Hubiese querido ver a ese hombre.—Tome un tranquilizante. Y ahora, hablemos del eyector electrónico.Poco después de mediodía, un mensajero llevó un pequeño paquete al despacho de Burke. Éste firmó el recibo y examinó el envoltorio. Su nombre y dirección estaban escritos con bolígrafo. Y otra inscripción decía: ABRIR EN PRIVADO.Burke abrió el paquete. En su interior encontró una caja de cartón que contenía un disco de metal del tamaño de una moneda de un dólar. El disco parecía al mismo tiempo ligero y pesado, sólido e ingrávido. Con una exclamación contenida, Burke abrió la mano, el disco metálico flotó en el aire. Lentamente, empezó a ascender.Burke lo miró y extendió la mano.—¿Qué diablos? —murmuró—. ¿Y la gravedad?Sonó el teléfono. La voz preguntó con ansiedad:—¿Ha recibido mi envío?—En este instante.—¿Vendrá a verme ahora?Burke respiró hondo.—¿Cómo se llama usted?—¿Vendrá solo?—Sí —dijo Burke.3
Sam Gibbons era un viudo retirado dos años atrás de un próspero negocio de coches usados en Buellton, Virginia, a cien kilómetros de Washington. Sus dos hijos estaban en la universidad, y vivía solo en una gran casa de ladrillo a tres kilómetros de la ciudad, en lo alto de una colina.
Recibió a Burke en el portón. Era un hombre ceremonioso, de sesenta años, con un cuerpo en forma de pera y una cara sonrosada y amistosa, pero en ese momento arrugada y temblorosa. Comprobó que Burke se hallaba solo, y al mismo tiempo que era un científico especializado «en ese asunto del espacio y los rayos cósmicos» y que ocupaba una posición jerárquica elevada.—No me interprete mal —dijo, nervioso—. Tiene que ser así; dentro de unos minutos verá por qué. Gracias a Dios, yo he terminado.Infló las carnosas mejillas y miró hacia la casa.—¿Qué ocurre? —preguntó Burke—. ¿Qué es esto?—Lo sabrá enseguida —respondió Gibbons, con voz ronca.Burke advirtió que vacilaba, fatigado, y que tenía los ojos enrojecidos.—Debo llevarle hasta la casa. Ése es todo mi papel. A partir de ese momento, le toca a usted.Burke alzó la vista del sendero a la casa.—¿Qué es lo que me toca a mí?Gibbons le palmeó, nervioso, el hombro.—Todo va bien. Usted sólo será...—No me moveré mientras no sepa quién está ahí.Gibbons miró furtivamente por encima de su hombro.—Es un hombre de otro planeta —dijo, con los labios húmedos—. Tal vez sea de Marte, no estoy seguro. Me ha hecho telefonear a alguien con quien pudiera entenderse, y yo logré dar con usted.Burke contempló la fachada de la casa. En una ventana, a través de la cortina, vislumbró una forma alta y de hombros altos. No le pasó por la cabeza la idea de dudar de Gibbons. Se rió, lleno de incertidumbre, y le dijo:—Pues es un buen golpe.—¡Me lo va a decir a mí!Burke sentía las piernas débiles y envaradas. Experimentaba un enorme rechazo ante la idea de avanzar. Con voz hueca, preguntó:—¿Cómo sabe usted que ha venido de otro planeta?—Me lo dijo y le creí. Espere hasta que lo vea.Burke inspiró con avidez.—¿Habla inglés?Gibbons sonrió, lánguidamente divertido.—Por medio de una caja. Tiene en el estómago una caja que habla.Se acercaron. Gibbons abrió la puerta y le indicó a Burke que entrara. Burke dio un paso y se detuvo en seco.El ser que esperaba en el interior era un hombre; pero había llegado a serlo por un camino muy distinto del seguido por los antecesores de Burke. Era diez centímetros más alto; tenía una piel gris y áspera como la de un elefante. Su cabeza era estrecha y larga, los ojos vacíos, ciegos, semejantes a trozos de cuarzo color topacio. En su cráneo había una cresta ósea, con tres protuberancias, que descendía sobre la frente y se convertía en una nariz tan afilada como una cimitarra. El pecho era angosto y profundo, las piernas y brazos mostraban nervaduras o tendones apretados como cuerdas.Las facultades de Burke, entumecidas por el dramatismo de la situación, volvían a él poco a poco. Estudió al hombre, sintió su áspera y poderosa inteligencia, y tomó conciencia de su propio disgusto y su propia desconfianza, sentimientos que se esforzó en vencer. Era inevitable, pensó, que criaturas de distintos planetas se encontraran mutuamente extrañas y desagradables. Tratando de compensarlo, habló con una cordialidad que a él mismo le sonó falsa.—Mi nombre es Paul Burke. Creo que habla usted nuestro lenguaje.—Hemos estudiado su planeta durante muchos años.La voz profería palabras claras y distintas desde un aparato que colgaba sobre el pecho del extranjero. Una voz nada natural, acompañada de silbidos, zumbidos y repiqueteos producidos por placas vibratorias dentro del tórax de la criatura. Una máquina de traducir, pensó Burke, capaz también de convertir las palabras inglesas en los clics y repiqueteos de la lengua extraña.—Deseábamos visitarles antes, pero es arriesgado para nosotros.—¿Arriesgado? —se asombró Burke—. No comprendo por qué. No somos bárbaros. ¿Cuál es su planeta natal?—Se encuentra lejos de su sistema solar. No conozco su astronomía, de modo que ignoro el nombre que le dan. Nosotros lo llamamos Ixax. Mi nombre es Pttdu Apiptix. —La caja parecía encontrar dificultad en la pronunciación de la «l» y la «r», que sonaban distorsionadas y rasposas—. ¿Es usted un científico de este mundo?—Soy físico y matemático —respondió Burke—, aunque ahora desempeño un cargo administrativo.—Está bien.Pttdu Apiptix alzó la mano, dirigiendo la palma hacia Sam Gibbons, que se mantenía, nervioso, al fondo de la habitación. El pequeño instrumento que sostenía rechinó, astillando el aire como lo hace un martillo al golpear el hielo. Gibbons gimió y cayó al suelo hecho un extraño amasijo redondeado, como si todos sus huesos se hubieran desvanecido.Burke, horrorizado, contuvo la respiración.—Qué es esto —balbuceó—. ¿Qué hace?—Ese hombre no debe hablar con nadie. Mi misión es importante.—¡Maldita sea su misión! ¡Ha violado nuestras leyes! Esto...Pttdu Apiptix le interrumpió.—Matar es a veces necesario. Debe usted modificar su forma de pensar, porque me propongo utilizar su ayuda. Si se niega, le mataré y buscaré a otro.La voz de Burke no lograba hacerse oír. Finalmente consiguió articular:—¿Qué es lo que quiere que haga?—Vamos a Ixax. Allí lo sabrá.Burke respondió con suavidad, como si se dirigiera a un demente:—No puedo ir a su planeta. Debo ocuparme de mis tareas. Le sugiero que me acompañe a Washington...Se interrumpió, confundido por la actitud del otro.—Nada me importan su conveniencia ni sus tareas.Al borde de la furia y de la histeria, Burke tembló y se inclinó hacia delante. Pttdu Apiptix mostró su arma.—No se deje influir por sus impulsos emocionales. —Su rostro se torció en una mueca; el primer cambio de expresión que Burke percibía—. Venga conmigo si desea vivir.Y se dirigió hacia la parte posterior de la casa. Burke le siguió con las piernas rígidas. Salieron por la puerta trasera a un jardín posterior, donde Gibbons había construido una piscina y un patio embaldosado con una barbacoa.—Esperaremos aquí —dijo Apiptix.Permaneció inmóvil, mirando a Burke con la vacía estolidez de un insecto. Pasaron cinco minutos. Burke, debilitado por la ira y la aprensión, no podía hablar. Una docena de veces se agazapó, a punto de lanzarse contra el xaxano y correr su suerte; doce veces vio el instrumento en la ruda mano gris y desistió.Del cielo cayó un cilindro de metal, romo, del tamaño de un gran automóvil. Una sección se abrió.—Entre —dijo Apiptix.Por última vez, Burke calculó sus posibilidades. No existían. Entró trastabillando, seguido por Apiptix. La sección abierta volvió a cerrarse. Hubo una sensación instantánea de veloz desplazamiento.Burke habló, manteniendo la voz firme con gran esfuerzo:—¿Adónde me lleva?—A Ixax.—¿Para qué?—Para que sepa lo que se espera de usted. Comprendo su ira. Comprendo que no esté contento. De cualquier modo, debe aceptar la idea respecto a que su vida ha cambiado. —Apiptix apartó su arma—. Y es inútil que...Burke no pudo controlarse. Se lanzó contra el xaxano, que le apartó con un brazo rígido. De alguna parte llegó un estallido enloquecedor de luz morada, y Burke perdió el conocimiento.4
Burke despertó en un entorno nada familiar: una cámara oscura que olía a rocas húmedas. No podía ver nada. Tenía debajo lo que parecía un material elástico; al explorar con sus dedos encontró un duro suelo frío unos centímetros más abajo.
Se alzó sobre el codo. No se oía un solo sonido. Silencio absoluto.Burke se tocó la cara, examinó la longitud de su barba. Por lo menos medio centímetro. Había pasado una semana.Alguien se aproximaba. ¿Cómo lo sabía? No se había producido el menor ruido. Sólo una opresiva sensación de maldad, casi tan palpable como un hedor.Las paredes se cubrieron de brusca luminosidad, revelando una estancia larga y estrecha, con un cielo raso graciosamente abovedado. Burke se incorporó sobre el cojín y se sentó. Le temblaban los brazos; sus piernas y rodillas estaban flojas.Pttdu Apiptix, o alguien que se le parecía mucho, apareció en la puerta. Burke, con el pecho oprimido por la tensión, y mareado de hambre, se puso en pie.—¿Dónde estoy? —Su voz era ronca y áspera.—Estamos en Ixax —dijo la caja en el pecho de Apiptix.A Burke no se le ocurría qué decir. De todos modos su garganta estaba cerrada.—Venga —dijo el xaxano.—No —respondió Burke.Sus rodillas no le sostenían, y volvió a caer sobre el cojín.Pttdu Apiptix desapareció en el corredor. Luego volvió con otros dos xaxanos que arrastraban un recipiente metálico. Se apoderaron de Burke, le metieron un tubo en la garganta y bombearon a su estómago un líquido caliente. Luego, sin ceremonias, retiraron el tubo y se marcharon.Apiptix estaba inmóvil, en silencio. Pasaron varios minutos. Burke se hallaba tendido boca arriba, y miraba a través de sus párpados entornados. Pttdu Apiptix era una criatura de sobrenatural magnificencia, aunque fuera un diabólico asesino. De su espalda colgaba una capa negra brillante como el caparazón de un insecto; en la cabeza llevaba un yelmo metálico estriado con seis siniestras puntas en la parte superior. Burke tembló y cerró los ojos; se sentía desagradablemente débil ante la presencia de tal fuerza maligna.Pasaron cinco minutos y la vitalidad empezó a retornar a su cuerpo. Se movió, abrió los ojos y dijo con mal humor:—Supongo que ahora me dirá para qué me ha traído aquí.—Cuando esté preparado, iremos a la superficie y sabrá qué se desea de usted.—Lo que se requiere y lo que obtendrán son dos cosas diferentes —gruñó Burke.Fingiendo fatiga, se reclinó sobre el cojín.Pttdu Apiptix se volvió, se marchó y Burke se maldijo por su propia torpeza. ¿Qué ganaba quedándose acostado en la oscuridad? Sólo fastidio e incertidumbre.Una hora más tarde, Pttdu Apiptix regresó.—¿Está listo ahora?En silencio, Burke se puso de pie y siguió a la figura vestida de negro a lo largo del pasillo, hasta un ascensor. Se hallaban muy cerca, y Burke se preguntó por qué se contraía su cuerpo. El xaxano era un representante del tipo universal humano. ¿Por qué ese rechazo? ¿Por la crueldad del xaxano? Era una razón suficiente, y sin embargo...El xaxano habló, interrumpiendo sus pensamientos.—Quizá se esté preguntando por qué vivimos debajo de la superficie.—Me pregunto muchas cosas.—Una guerra nos ha traído al subsuelo. Una guerra como su planeta jamás ha conocido.—¿Todavía continúa?—En Ixax la guerra ha terminado. Hemos purificado a los chitumih. Podemos volver a caminar por la superficie.¿Emoción? Burke reflexionaba. ¿Era concebible la inteligencia sin emoción? Las emociones de un xaxano, por supuesto, no eran comparables con las propias; sin embargo, debían compartir ciertos puntos de vista, ciertos aspectos de la existencia inteligente, como el instinto de supervivencia, la satisfacción por el éxito, la curiosidad, el asombro...El ascensor se detuvo. El xaxano salió y echó a andar por el corredor. Burke le seguía de mala gana, seleccionando entre una docena de locas y poco prácticas estratagemas. Sin embargo, debía reafirmarse ante sí mismo de algún modo. Pttdu Apiptix no planeaba nada bueno para él. La acción, de cualquier carácter, era mejor que esa mansa conformidad. Debía buscar un arma, luchar, correr, escapar, esconderse..., algo, cualquier cosa.Apiptix giró en redondo, hizo un gesto brusco.—Venga —dijo la voz de la caja.Burke avanzó despacio. ¿Acción? Se rió sardónicamente, y se relajó. ¿Cómo actuar? Hasta el momento no le habían hecho daño, pero... Un ruido le sobrecogió. Un terrible ruido entrecortado. Burke no necesitó ayuda para comprender; el lenguaje del dolor era universal.Sus rodillas flaquearon, y apoyó una mano en la pared. El ritmo sonoro se rompió, vibró y zumbó amortiguado, más lejos.El xaxano le miró desapasionadamente.—Venga —dijo la voz.—¿Qué era eso? —susurró Burke.—Ya lo sabrá.—No seguiré adelante.—Venga, o será transportado.Burke vaciló. El xaxano se movió hacia él. Burke continuó avanzando, lleno de ira.Una puerta metálica giró. Un viento áspero y helado cantó por la abertura. Emergieron al paisaje más desolado que Burke había visto jamás. Unas montañas como dientes de cocodrilo mordían el horizonte; el cielo se hallaba cubierto de nubes grises y negras, de las que colgaban fúnebres guirnaldas de lluvia. La llanura estaba cubierta de ruinas. Vigas corroídas pinchaban el cielo como patas de insectos disecadas; las paredes derrumbadas eran montones de bloques negros y ladrillos pardos; las partes que aún se mantenían en pie estaban cubiertas de hongos de colores sombríos. En todo ese triste escenario no había nada fresco, nada vivo, ninguna sensación de cambio o de cosas mejores por venir; sólo decadencia y futilidad. Burke no pudo reprimir un reflejo de compasión por los xaxanos, fueran sus crímenes los que fuesen... Se volvió hacia el único edificio existente, de donde él y Pttdu Apiptix habían salido, y miró hacia las formas oscuras que ocupaban las jaulas... ¿Hombres? ¿Xaxanos?La caja, en el pecho de Pttdu Apiptix, respondió a su no formulada pregunta.—Son los restos de los chitumih. No hay más. Sólo quedan los tauptu.Burke se acercó lentamente hacia el patético grupo, esforzándose contra las ásperas ráfagas de viento. Llegó hasta la malla metálica y miró. Los chitumih lo inspeccionaron a su vez; parecían sentirle con los ojos en lugar de mirarle. Eran un grupo miserable y andrajoso, con su estructura ósea revestida por una piel áspera y tensa. El tipo racial parecía idéntico al de los tauptu, pero ahí concluía la similitud. Incluso en el oprobio y la miseria de la jaula su espíritu ardía como una llama clara. La vieja historia, pensó Burke; la barbarie que triunfa sobre la civilización. Miró iracundo a Apiptix, a quien vio como una criatura vil, privada de decencia. Una furia súbita se apoderó de Burke. Su cabeza se aligeró, se lanzó hacia delante con los puños en alto. Los chitumih zumbaron su apoyo, pero inútilmente. Dos tauptu se adelantaron y se apoderaron de Burke, que fue apartado de la jaula y sostenido contra el muro del edificio hasta que dejó de debatirse y cayó, blando y jadeante.Apiptix habló por su caja, como si el fútil ataque de Burke no hubiera ocurrido:—Ésos son los chitumih; son pocos y pronto desaparecerán.A través de las paredes de roca fundida llegó una nueva y terrible vibración.—¿Torturan a los chitumih para que los sobrevivientes los oigan?—Nada se hace sin razón. Venga y verá.—He visto demasiado.Burke miró, desesperado, al horizonte. No vio dónde ampararse, adónde echar a correr; sólo ruinas húmedas, montañas oscuras, lluvia, corrosión, ruina... Apiptix hizo una señal. Los dos tauptu llevaron a Burke de vuelta hacia el edificio, a pesar de su resistencia. Pateaba, se dejaba caer, movía su cuerpo en todas direcciones, pero era inútil. Los tauptu le llevaron sin esfuerzo por un breve y ancho corredor hasta una cámara inundada por una luz blanco-verdosa. Burke se quedó jadeando; los dos tauptu se encontraban a su lado. Nuevamente trató de liberarse, pero sus dedos eran como tenazas.—Si es usted capaz de controlar sus impulsos agresivos —dijo la impasible voz de la caja—, quedará en libertad.Burke sofocó una amarga irrupción de palabras. Esa lucha era inútil e indigna. Se enderezó e inclinó la cabeza. Los tauptu retrocedieron.Burke miró a su alrededor. Semioculto tras una maraña de lo que parecían circuitos eléctricos, había un marco horizontal de brillantes barras de metal. Contra el muro había cuatro xaxanos engrillados. Burke reconoció que eran chitumih por alguna cualidad que no podía definir. Una voz interior le aseguraba que los chitumih eran amables y valientes, y sus aliados naturales contra los tauptu... Apiptix se acercó, llevando algo parecido a unas gafas sin cristales.—En este momento, hay muchas cosas que usted no comprende —dijo—. Las condiciones de aquí son muy diferentes de las terrestres.Gracias a Dios, pensó Burke.—Aquí, en Ixax, hay dos clases de seres —continuó Apiptix—. Los tauptu y los chitumih. Se distinguen por el nopal.—¿Nopal? ¿Qué es el nopal?—Pronto lo sabrá. Primero deseo hacer un experimento para comprobar lo que podríamos denominar su sensibilidad psiónica. —Le mostró las gafas sin cristales—. Este instrumento está hecho de un material extraño, una sustancia que usted desconoce. Quizá le gustaría mirar por él.Un impulso de aversión por todo lo tauptu le hizo retroceder.—No.Apiptix le tendió las gafas. Parecía dotado de humor, aunque nada se había movido en su tenso rostro gris.—Debo insistir —dijo.Con un esfuerzo, Burke controló su furor, tomó las gafas y se las colocó.No parecía haber ningún cambio visual, ningún efecto de refracción.—Mire a los chitumih —dijo Apiptix—. Este instrumento dará..., digamos, una nueva dimensión a su visión.Burke examinó a los chitumih. Miró y movió la cabeza hacia delante. Por un instante logró ver..., ¿qué? ¿Qué había visto? No podía recordar. Miró de nuevo, y las gafas empañaron su visión. Los chitumih ondeaban... Había una mancha negra peluda, similar a una gran oruga, sobre la parte superior de sus cuerpos. ¡Qué extraño! Miró a Pttdu Apiptix y parpadeó con sorpresa. Allí estaba también la mancha negra; ¿o era otra cosa? ¿Qué era? Incomprensible. Pero era como el fondo de la cabeza de Apiptix, algo complejo e indefinible, algo infinitamente amenazador. Oyó un extraño sonido, un gruñido gutural... Gher, gher. ¿De dónde había venido? Se quitó las gafas, miró de modo frenético en todas direcciones. El sonido cesó.Apiptix zumbó; su caja preguntó:—¿Qué ha visto?Burke trató de recordar con exactitud lo que había visto.—Nada que pueda identificar —dijo al fin.Pero su mente estaba en blanco... Era muy extraño... Y se preguntó con agitación: «pero, ¿qué pasa en el mundo?» Y luego recordó; no se hallaba en su mundo.Preguntó en voz alta:—¿Qué se supone que debía ver?La respuesta del xaxano se perdió entre un entrecortado quejido de dolor. Burke se tomó la cabeza con las manos y, presa de un misterioso vértigo, vaciló y trastabilló. También los chitumih sufrieron el efecto, se tambalearon, y dos quedaron de rodillas.—¿Qué hace usted? —gritó con aspereza Burke—. ¿Por qué me ha traído aquí?No pudo obligarse a mirar la maquinaria que había en el extremo de la cámara.—Por una razón muy importante. Venga. Lo verá.—¡No! —Burke se lanzó hacia la puerta. Le retuvieron—. ¡No quiero ver más!—Es preciso.Los xaxanos arrastraron a Burke, que se debatía, a través de la habitación. Quisiera o no, le obligaron a mirar la escena. Había un hombre boca abajo sobre el enrejado de barras metálicas. Tenía los brazos y las piernas abiertas. Dos piezas de compleja construcción rodeaban su cabeza; apretadas bandas metálicas sostenían los brazos, las piernas, el torso. Una tela delicada como la niebla, transparente como el celofán, flotaba casi sobre su cabeza y sobre los hombros. Para sorpresa de Burke, la víctima no era un chitumih. Llevaba la indumentaria de los tauptu, y en una mesa próxima descansaba un yelmo de cuatro puntas, similar al de Apiptix. ¡Una fantástica paradoja! Burke miró asombrado, mientras el proceso —de castigo, de tortura, de exhibición, de lo que fuera— continuaba.Dos tauptu se aproximaron a la parrilla, con las manos enfundadas en guantes blancos, y modelaron la tela que rodeaba la cabeza del paciente. Los brazos y las piernas se movieron. De las piezas situadas junto a la cabeza brotó una silenciosa vibración de luz azul; la descarga de alguna especie de energía. La víctima emitió el terrible ruido, y Burke se debatió, frenético, entre los xaxanos. Una vez más se repitió la descarga azul, seguida por el mismo reflejo, semejante al de una pata de rana ante la acción de la electricidad. Los chitumih engrillados al muro aullaron miserablemente; los tauptu se mantenían firmes e inexorables.Los torturadores modelaban la tela, trabajaban, se afanaban. Una nueva explosión de luz azul, otro angustiado sonido. El tauptu de la parrilla estaba inerte. El torturador alzó la tela transparente y se la llevó. Otros dos tauptu liberaron al hombre inconsciente y lo dejaron sin ceremonia sobre el suelo. Luego trajeron a un chitumih y lo lanzaron a la parrilla. Sus brazos y piernas fueron atados. Echaba espuma por la boca y estaba rígido de terror. Trajeron la tela sutil que flotó en el aire, y luego fue modelada sobre la cabeza y los hombros del chitumih.Comenzó la tortura... Diez minutos después, el chitumih, con la cabeza caída, fue transportado a un lado de la habitación.Apiptix tendió las gafas al estremecido Burke.—Observe al chitumih purificado... ¿Qué ve?Burke miró.—Nada. No hay nada.—¡Mire aquí! ¡Rápido!Burke volvió la cabeza y miró a un espejo; algo rígido pomposo se elevaba por encima de su cabeza. Unos grandes ojos bulbosos le miraban junto a su cuello. Apenas un vislumbre, y después nada. El espejo se empañó. Burke se quitó las gafas. El espejo estaba limpio, y sólo mostraba su rostro ceniciento. ¿Qué había sido eso?—¿Qué fue eso? —murmuró—. He visto algo...—Eso era el nopal —respondió Apiptix—. Usted lo ha sorprendido.Recogió las gafas. Dos hombres se apoderaron de Burke y lo llevaron luchando y pataleando hasta la parrilla. Las ligaduras metálicas se cerraron sobre sus brazos y piernas, y quedó inmóvil. Le colocaron la tela sobre la cabeza. Alcanzó a ver una imagen final del rostro maligno, infinitamente odioso, de Pttdu Apiptix; luego, un terrible espasmo de dolor golpeó contra los nervios de su espina dorsal.Burke se mordió los labios, se esforzó por mover la cabeza. Otro estallido de luz azul, otro espasmo de dolor, como si los torturadores machacaran sus nervios desnudos con martillos. Los músculos de su cuello se distendieron. No podía oír nada, no tenía conciencia de sus propios gritos.La luz se desvaneció. Sólo subsistían esas manos enguantadas que modelaban, y una sensación ardiente como la de una costra que se arranca de una cicatriz. Burke trató de golpear su cabeza contra las barras metálicas, gimió al pensar en su agonía en ese mundo negro y maligno... Una terrible descarga de energía azul, un tirón, un desprendimiento, como si le hubiesen arrancado del cuerpo la columna vertebral, una profunda furia demente, y luego, la inconsciencia.5
Burke sentía la cabeza ligera, como si hubiese tomado alguna droga euforizante. Estaba acostado sobre un colchón bajo y elástico, en una cámara similar a la que había ocupado antes.
Evocó los últimos momentos de conciencia, y la tortura, y se sentó, lleno de frenéticos recuerdos. La puerta estaba abierta y no había guardias. Burke miró, con la imagen de la fuga en la mente. Empezó a levantarse, pero oyó pasos; había perdido la oportunidad. Volvió a su posición anterior.Pttdu Apiptix apareció en la puerta, impasible y macizo como una estatua de hierro. Se quedó mirando a Burke. Después de un instante, Burke se puso de pie, despacio, preparado casi para cualquier cosa.Pttdu Apiptix se adelantó. Burke le miraba con prudente hostilidad. Pero, ¿era realmente Pttdu Apiptix? Parecía el mismo hombre; usaba el yelmo de seis puntas y tenía la caja colgada sobre el pecho. Era Pttdu Apiptix, y no lo era; porque su rostro se había alterado. Ya no parecía maligno.La caja dijo:—Venga conmigo. Comerá algo, y le explicaré ciertas cosas.Burke no pudo encontrar palabras. Parecía que la personalidad de su captor hubiera cambiado por completo.—¿Se siente confuso? —preguntó Apiptix—. No le falta motivo. Venga.Burke le siguió, perplejo, hasta una gran habitación amueblada como un comedor. Apiptix le indicó un asiento; se dirigió luego a una máquina abastecedora y volvió con pocillos de caldo y unas tortas oscuras, como de pasas comprimidas. El día anterior, ese hombre le había torturado, pensaba Burke; hoy desempeñaba el papel de anfitrión. Burke examinó el caldo. No tenía muchos prejuicios al respecto, pero los alimentos de otro mundo, preparados con sustancias desconocidas, no le abrían precisamente el apetito.—Nuestros alimentos son sintéticos —explicó Apiptix—. No podemos permitirnos el lujo de utilizar productos naturales. Pero no se envenenará; nuestros procesos metabólicos son similares.Burke ignoró sus recelos y probó el caldo. Suave, ni agradable ni desagradable. Comió en silencio, mirando a Apiptix con el rabillo del ojo. El cambio de carácter, ilusorio quizá, no podía compensar los hechos concretos: el crimen, el secuestro, la tortura.Apiptix concluyó rápidamente, comiendo sin gracia ni elegancia, y luego contempló a Burke, como si estuviera hundido en profunda reflexión. Burke, sombrío, le devolvió la mirada, mientras pensaba en la foto ampliada de la cabeza de una avispa que había visto en cierta ocasión. Los ojos, unos grandes bulbos facetados, fibrosos, impasibles, eran similares a los del xaxano.—Naturalmente —dijo Apiptix—, se encuentra usted desconcertado y resentido. No comprende lo que ocurre. Se pregunta por qué hoy le parezco distinto. ¿No es verdad?Burke lo admitió.—La diferencia no está en mí sino en usted. Mire. —Señaló al aire— . Aquí.Burke dirigió la mirada al cielo raso. Unas manchas flotaban en el aire. Trató de disiparlas parpadeando. No vio nada, y esperó la explicación de Apiptix.—¿Qué ha visto?—Nada.—Mire de nuevo. Allí.Burke trató de atravesar las manchas y franjas que se movían ante sus ojos. Hoy eran más persistentes que otros días.—No puedo ver... —Se detuvo. Le pareció haber visto unos ojos como de búho. Cuando fijó en ellos la vista, se alejaron y se fundieron con una de las manchas.—Siga mirando —pidió Apiptix—. Su mente no está entrenada. Pronto se aclararán esas cosas.—¿Qué cosas? —preguntó Burke, perplejo.—El nopal.—No hay nada...—¿No ve unos fantasmas, unas formas impalpables? Es fácil de ver; mucho más fácil para un terrestre que para un xaxano.—Veo manchas delante de los ojos. Eso es todo.—Mire atentamente las manchas... Por ejemplo, ésa.Preguntándose cómo podía Pttdu Apiptix ver las manchas que había ante los ojos de otra persona, Burke estudió el aire. La mancha pareció quedar concentrada y enfocada. Unos ojos amenazadores le miraban, y sintió que los colores fluctuaban. Exclamó:—¿Qué es esto? ¿Hipnotismo?—Es el nopal. A pesar de nuestros esfuerzos, han infestado Ixax. ¿Ya ha terminado de comer? Venga. Le mostraré de nuevo los chitumih antes de la purificación.Salieron a la negra lluvia que parecía caer casi continuamente. Entre las ruinas brillaban charcas claras como el mercurio. No era posible ver las montañas.Pttdu Apiptix, ignorando la lluvia, se acercó a la jaula de los chitumih. Sólo quedaban dos docenas de prisioneros, que miraron con odio a través de la malla metálica goteante. Ahora el odio se extendía también a Burke.—Los últimos chitumih —dijo Apiptix—. Mírelos con atención.Burke se acercó a la malla. El aire parecía turbulento sobre los chitumih. Había... Lanzó una exclamación ahogada. La turbulencia se resolvió. Cada chitumih llevaba un extraño y terrible jinete, asido de su cuello y de su cráneo por medio de una aleta gelatinosa. Un enhiesto penacho de púas se alzaba detrás de la cabeza del chitumih; surgía de una masa de pelambre oscura del tamaño de un balón de fútbol. A ambos lados del cuello de cada chitumih, entre el hombro y la oreja, había un globo que aparentemente cumplía la función de un ojo. Si lo eran, miraron a Burke con el mismo odio y desafío que los chitumih.—¿Qué es eso? —preguntó Burke, con voz ronca—. ¿El nopal?—Sí. Un parásito, una abominación. —Señaló al cielo—. Verá muchos más. Nos rodean, hambrientos, deseosos de establecerse. Y nosotros estamos decididos a librar de estas cosas a nuestro planeta.Burke miró al cielo. Los nopales suspendidos, si los había, eran poco visibles en la lluvia. Allí... Creyó ver uno, flotando como una medusa en el agua. Era pequeño y poco desarrollado. Las cerdas eran ralas, los bulbos que quizá fuesen ojos no eran mayores que limones. Burke parpadeó, se frotó la frente. El nopal desapareció, y el cielo quedó vacío de todo lo que no fuera nubes desgarradas y ásperos vientos.—¿Son seres materiales?—Existen, por lo tanto deben ser materiales. ¿No es ésa una verdad universal? Pero si me pregunta de qué clase de materia, no puedo responder. La guerra nos ha absorbido durante cien años. No hemos tenido oportunidad de aprender.Burke volvió a mirar a los chitumih presos. Le habían parecido seres nobles y desafiadores; ahora le parecían brutales. Era extraño. Y los tauptu, que provocaban su repugnancia... Examinó a Pttdu Apiptix, que había destrozado su vida al secuestrarle, que había asesinado a Sam Gibbons. No era, por supuesto, una persona agradable; pero el rechazo de Burke había disminuido, y ahora una reticente admiración se combinaba con el disgusto. Los tauptu eran duros y violentos; pero eran hombres de inflexible resolución.Burke tuvo una idea súbita. Miró con suspicacia a Apiptix. ¿No habría sido víctima de un sutil y maravilloso lavado de cerebro que convertía el odio en respeto y promovía la ilusión de unos parásitos inmateriales? No era una idea convincente, pero, ¿qué podía ser más extraño que el nopal mismo?Se volvió hacia los chitumih, y el nopal miró con furia, como antes. A Burke le resultaba difícil pensar con claridad. Sin embargo, algunos puntos parecían precisarse.—¿Los nopales no se concentran solamente en los xaxanos?—De ningún modo.—¿Uno de ellos se había apoderado de mí?—Sí.—¿Y esa terrible parrilla era para eliminar al nopal?—Sí.Burke asimiló la información, mientras la fría lluvia goteaba por su espalda. La voz monocorde de la caja continuó:—Advertirá que sus odios irracionales y sus bruscas intuiciones son menos frecuentes ahora. Antes que pudiéramos tratar con usted, era preciso purificarle.Burke se abstuvo de preguntar el carácter de esos tratos. Alzó la vista y vio al pequeño nopal cerca; le miraba. ¿A dos metros? ¿Tres metros? ¿Quince metros? No pudo determinar la distancia; parecía vaga y casi subjetiva. Inquirió:—¿Por qué el nopal no vuelve a apoderarse de mí?Apiptix repitió su extraña mueca rígida.—A su tiempo lo hará, y de nuevo tendrá que ser purificado. Durante más o menos un mes se mantienen a distancia. Quizá se asustan, quizás el cerebro puede alejarlos ese tiempo. Es un misterio. Pero más pronto o más tarde vuelven; y entonces somos chitumih y debemos purificarnos.El nopal ejercía una morbosa fascinación sobre Burke; apenas podía apartar de él sus ojos. Una de esas cosas había estado sobre su cabeza. Tembló, y sintió irracional gratitud a los tauptu por purificarle, a pesar del involuntario viaje a Ixax.—Acompáñeme —dijo Apiptix—. Ahora sabrá lo que deseamos de usted.Mojado, helado, con los zapatos llenos de agua, Burke siguió a Apiptix hacia el comedor. Se sentía profundamente desamparado. Apiptix no parecía preocuparse por la lluvia; le invitó a sentarse.—Le contaré algo de nuestra historia. Hace ciento veinte años, Ixax era un mundo muy distinto. Nuestra civilización era comparable a la suya, aunque más adelantada en algunos aspectos. Hace largo tiempo que viajamos por el espacio, y muchos siglos que conocemos su planeta. Hace cien años, un grupo de científicos... —Se interrumpió, miró intrigado a Burke y dijo—: ¿La humedad le hace daño? ¿Siente frío?Sin esperar respuesta, se dirigió con clics y zumbidos a un asistente, que llevó una pesada jarra de cristal azul con un líquido caliente.Burke bebió. El brebaje, amargo y caliente, era sin duda un estimulante. Se sentía ahora más animado y alegre, incluso con la cabeza ligera, mientras el agua goteaba de sus ropas y formaba una minúscula charca en el suelo.La caja hablaba de modo mesurado y monótono, destacando con cuidadosos trinos la «l» y la «r».—Hace cien años, algunos de nuestros hombres de ciencia descubrieron al nopal mientras investigaban lo que ustedes denominan actividad psiónica. Maub Kiamkagx —ése fue el nombre que brotó de la caja—, un hombre de elevada capacidad teletáctil, quedó atrapado en una máquina defectuosa de modulación de energía. Durante varias horas recibió corrientes energéticas por dentro y por fuera. Fue rescatado, y los científicos le sometieron a pruebas ansiosos de saber si la experiencia había afectado su capacidad.»Maub Kiamkagx se convirtió así en el primer tauptu. Cuando los científicos se le acercaron, los miró aterrorizado; y ellos sintieron similar antagonismo. Desconcertados, trataron de localizar el origen de esas sensaciones. En vano. Y mientras tanto, Maub Kiamkagx luchaba contra ellas. Pudo ver en los demás al nopal, atribuyéndolo inicialmente a la teletactilidad, o incluso a una alucinación. En realidad, era un tauptu, un purificado. Describió el nopal a los científicos, que se mostraron incrédulos. “¿Cómo no ha advertido antes esas cosas?”, preguntaban. Maub Kiamkagx desarrolló la hipótesis que nos ha llevado a la victoria sobre los chitumih y el nopal: “La energía del generador ha matado a la criatura”, arriesgó.»Se hizo entonces un experimento. Se trató del mismo modo a un criminal, y Maub Kiamkagx declaró que había quedado libre del nopal. Los científicos sentían un odio irracional contra ambos hombres, pero su buen juicio —esa expresión indicaba la peculiar capacidad xaxana para sentir las equivalencias lógicas y matemáticas, que Burke no comprendía bien— les impulsó a desconfiar de ese odio, suponiendo que tenía sentido si las afirmaciones de Maub Kiamkagx eran acertadas.»Dos de los científicos fueron purificados. Maub Kiamkagx certificó que eran tauptu. Los demás científicos del grupo sufrieron idéntico tratamiento, y ése fue el núcleo original de los tauptu.»Muy pronto empezó la guerra, que fue amarga y cruel. Los tauptu eran al principio una mísera banda de refugiados, que vivían en cavernas de hielo y se atormentaban una vez al mes con energía, purificando también a los chitumih que lograban capturar. Finalmente, los tauptu empezaron a ganar la guerra, y hace apenas un mes ésta terminó.»Esta es la historia. Hemos vencido en Ixax. Hemos eliminado la resistencia chitumih; pero el nopal subsiste, y una vez al mes debemos someternos a la tortura en la parrilla de energía. No abandonaremos la guerra hasta que el nopal sea destruido. Y por eso la guerra no ha terminado, sino que apenas hemos entrado en una nueva fase. El nopal es relativamente escaso en Ixax, pero éste no es su hogar. La ciudadela es Nopalgarth; de allí viene la plaga. En ese mundo pululan en número increíble. Y desde Nopalgarth vienen a Ixax a la velocidad del pensamiento, para apoderarse de nuestras cabezas. Ese es por lo tanto nuestro próximo objetivo en la lucha contra el nopal, al que algún día debemos vencer.Burke guardó silencio un instante.—¿Y por qué no pueden los xaxanos ir a Nopalgarth?—En Nopalgarth los xaxanos resultan demasiado visibles. Mucho antes de poder conseguir nuestros fines seríamos perseguidos, exterminados o expulsados.—¿Pero por qué he sido elegido yo? ¿De qué puedo servir, suponiendo que acepte ayudarles?—Porque usted no resultará allí demasiado visible.Burke, dubitativo, asintió.—Los habitantes de Nopalgarth, ¿son hombres como yo?—Sí. Pertenecen a una especie idéntica a la suya; lo que no es sorprendente, puesto que Nopalgarth es el nombre que nosotros damos a la Tierra.Burke sonrió con escepticismo.—Debe tratarse de un error. No hay nopales en la Tierra.El xaxano exhibió su torcida mueca.—No tenía usted conciencia de ellos.Un temor nauseabundo se apoderó de Burke.—No comprendo cómo puede ser eso cierto...—Lo es.—¿Quiere decir que yo tenía al nopal en la Tierra, antes de venir aquí?—Lo ha tenido toda su vida.6
Burke contemplaba el torbellino de sus propios pensamientos mientras la voz monocorde continuaba.
—La Tierra es Nopalgarth. Los nopales inundan el aire sobre los hospitales de la Tierra y abandonan a los muertos, lanzándose sobre los recién nacidos. Desde que los terrestres nacen hasta que mueren llevan el nopal.—Pero lo sabríamos —murmuró Burke—. Lo habríamos descubierto, como se descubrió aquí...—Nuestra historia es miles de años más antigua. Y sólo por accidente lo encontramos... Basta con eso para que nos preguntemos qué otras cosas ocurren más allá de nuestro conocimiento...Burke permaneció sombrío y pensativo, sintiendo que una avalancha de trágicos acontecimientos se precipitaba sin que él pudiera evitarlo. Varios xaxanos más —quizá ocho o diez— entraron en el comedor y permanecieron en línea delante de él. Burke miró sus narices afiladas; los ojos de aspecto ciego, color de lodo, le miraban y, según él sentía, formulaban su juicio.—¿Por qué me cuenta usted esto? —preguntó—. ¿Por qué me ha traído aquí?Pttdu Apiptix se enderezó. Sus macizos hombros estaban muy altos; su rostro, duro, inmóvil.—Hemos limpiado nuestro mundo a muy elevado costo —respondió—. El nopal no encuentra aquí un hogar. Durante un mes somos libres; luego, el nopal de Nopalgarth vuelve a caer sobre nosotros y debemos sufrir la tortura para purificarnos.Burke reflexionó.—Y desean que nosotros limpiemos de nopales la Tierra...—Ésa es su tarea.Pttdu Apiptix no volvió a hablar. Los xaxanos contemplaban y medían a Burke.—Parece una inmensa tarea —contestó con dificultad Burke—. Demasiado grande para un solo hombre, o para la duración de una sola vida.Pttdu Apiptix sacudió la cabeza.—¿Cómo podría ser fácil? Hemos purificado Ixax; pero en el proceso, Ixax ha quedado destruida.Burke, mirando hoscamente al frente, no dijo nada.Pttdu Apiptix le miró un instante.—Se pregunta si no será peor el remedio que la enfermedad —dijo.—Ese pensamiento ha cruzado mi mente.—Dentro de un mes, el nopal volverá a apoderarse de usted. ¿Lo permitirá?Burke recordó el proceso de purificación. Desde luego, no había sido una experiencia agradable. ¿Y si no se purificaba? Una vez establecido sobre su cuello, el nopal sería invisible; pero Burke sabría que estaba allí, el penacho de púas erguido como la cola de un pavo real, los ojos mirando por encima de sus hombros. Y unas finas fibras penetrarían en su cerebro modificando sus emociones y alimentándose de sabe el cielo qué íntimas fuentes...Burke respiró hondo.—No, no permitiré que vuelva a establecerse.—Ni nosotros tampoco.—Pero eliminar al nopal de la Tierra... —Burke vaciló ante la magnitud del problema y movió la cabeza, frustrado—. No veo cómo podría hacerse... En la Tierra viven muchas clases de personas, diferentes nacionalidades, religiones, razas..., miles de millones de individuos que no saben nada del nopal, que quizá no quieran saber, y que no me escucharían si yo les dijese...—Lo comprendo perfectamente —replicó Pttdu Apiptix—. Hace cien años, ésa era también la situación en Ixax. Hoy sólo sobrevive un millón de nosotros; pero volveríamos a hacer esa guerra o cualquier otra. Si los habitantes de la Tierra no purifican su propia corrupción, debemos hacerlo nosotros.Hubo un ominoso silencio. Cuando Burke habló, su voz sonó apagada, como una campana debajo del agua.—Nos amenazan con la guerra.—Una guerra contra el nopal.—Si el nopal es expulsado de la Tierra, se limitará a trasladarse a otro mundo.—Entonces lo perseguiremos hasta que por fin desaparezca.Burke se movió, incómodo. En cierto modo, por algún motivo que no lograba identificar, la actitud del xaxano le parecía irracional y fanática. Sin embargo, había una enorme cantidad de aspectos que no lograba comprender. ¿Los xaxanos le decían todo lo que sabían? Repuso casi con desesperación:—No puedo asumir un compromiso tan enorme. Debo tener más información.Pttdu Apiptix preguntó.—¿Qué es lo que desea saber?—Bastante más de lo que me han dicho. ¿Qué es el nopal? ¿De qué materia está hecho?—Eso no tiene relación con el problema, pero de todos modos trataré de responder. El nopal es una forma de vida relacionada con la conceptualización.—¿La conceptualización? —Burke estaba intrigado—. ¿Con el pensamiento?El xaxano vaciló, como si también él tuviera dificultades con la exactitud semántica.—«Pensamiento» significa algo distinto para nosotros. Pero intentaré utilizar la palabra en el sentido que usted le atribuye. El nopal viaja por el espacio más deprisa que la luz, y tanto como el pensamiento. Como no conocemos la naturaleza del pensamiento, ignoramos la naturaleza del nopal.Los demás xaxanos observaban a Burke impasibles, como una hilera de antiguas estatuas de piedra.—¿Razona el nopal? ¿Es inteligente?—¿Inteligente? —Apiptix produjo un breve sonido que la caja no logró traducir—. Usted usa la palabra para referirse al modelo de pensamiento que practican los terrestres. «Inteligencia» es un concepto de los humanos de la Tierra. El nopal no piensa como usted. Si aplicara usted al nopal uno de sus tests de inteligencia, alcanzaría muy baja calificación, y se burlaría usted de él. Sin embargo, el nopal puede manipular los cerebros de la Tierra más fácilmente que los nuestros. El estilo del pensamiento terrestre, y la naturaleza de su proceso visual, más veloz y flexible, es más fácil presa de la sugestión del nopal. El nopal halla en los cerebros de la Tierra un campo más fértil. En cuanto a la inteligencia del nopal, sirve para aumentar el éxito de su existencia. Comprende que usted puede horrorizarse, y se oculta. Sabe que los tauptu son sus enemigos, y alienta el odio de los chitumih. Está lleno de recursos y lucha por su vida. En el sentido más general del término, el nopal es inteligente.Fastidiado por lo que le sonaba a condescendencia, Burke respondió:—Sus ideas sobre la inteligencia pueden ser lógicas, o pueden no serlo; su imagen del nopal me parece confusa; y sus métodos para eliminarlo, absolutamente primitivos. ¿Es indispensable el uso de la tortura?—No conocemos otro método. Hemos dedicado a la guerra todas nuestras energías. No hemos tenido tiempo para la investigación.—Pues bien, ese sistema no funcionará en la Tierra.—Debe usted hacer que funcione.Burke emitió una risa hueca.—Apenas lo intentara me meterían en la cárcel.—Entonces deberá crear una organización destinada a evitarlo, o encontrar alguna forma de ocultamiento.Burke movió lentamente la cabeza.—Tal como lo dice, parece sencillo. Pero soy un solo hombre. No sabría por dónde empezar.Apiptix se encogió de hombros, con un gesto casi terrestre.—Si es un hombre, deberá lograr que haya dos. Esos dos se convertirán en cuatro, y los cuatro en ocho, hasta que toda la Tierra esté purificada. Ése ha sido el proceso desarrollado en Ixax. Ha eliminado a los chitumih, por lo tanto ha tenido éxito. Nuestra población volverá a crecer; reconstruiremos nuestras ciudades. La guerra habrá sido apenas un momento en la historia de nuestro planeta, y lo mismo ocurrirá en la Tierra.Burke no estaba convencido.—Si la Tierra está invadida por el nopal, debe ser purificada. Sobre eso no queda duda. Pero no querría desatar el pánico o un disturbio general, por no hablar de una guerra.—Tampoco lo deseaba Maub Kiamkagx. La guerra empezó sólo cuando los chitumih descubrieron a los tauptu. El nopal hizo que los odiaran, y ellos lucharon para aniquilarlos. Los tauptu resistieron, y cuando capturaban a los chitumih, los purificaban. Así se llegó a una guerra total. Y lo mismo puede ocurrir en la Tierra.—Espero que no —dijo secamente Burke.—Mientras el nopal de Nopalgarth sea destruido, y pronto, no criticaremos sus métodos.Hubo otro silencio. Los xaxanos permanecían inmóviles. Burke tenía la cabeza apoyada en las manos. Maldito fuera el nopal, los xaxanos y todo el problema... Pero estaba metido en él, y no había forma de salir. Y aunque no podía encontrar agradables a los xaxanos, se veía obligado a reconocer la justicia de su exigencia. De modo que no tenía opción.—Haré lo que pueda —dijo.Apiptix no demostró satisfacción ni sorpresa. Se puso de pie.—Le enseñaré lo que sabemos sobre el nopal. Vamos.Regresaron por un pasillo húmedo a la sala que Burke bautizó como «cámara de desnopalización». La maquinaria estaba en marcha. Con el estómago contraído, Burke vio cómo una mujer chitumih se debatía mientras la ataban a la parrilla. Los ojos de Burke —¿o se trataba de otro sentido?— veían con claridad al nopal. Se retorcía bajo la luz azulada, con las púas erizadas, los globos oculares latiendo, el velludo cuerpo agitándose agónicamente.Burke se volvió hacia Apiptix, lleno de repugnancia.—¿No es posible usar algún tipo de anestesia? ¿Es necesaria tanta brutalidad?—No comprende usted el proceso —replicó el xaxano. La caja transmitía de algún modo una sensación de sombrío desdén—. No es la energía lo que expulsa al nopal, sino el desorden del cerebro, la certidumbre del dolor del chitumih. Tenemos a los chitumih junto a la cámara de purificación, donde pueden escuchar los gritos de sus compañeros; es terrible, pero debilita al nopal. Quizá logre usted descubrir en la Tierra una técnica más eficaz.—Así lo espero —murmuró Burke—. No podré soportar este tormento.—Quizá se vea usted obligado a soportarlo.Burke trataba de olvidar la parrilla de desnopalización, pero de vez en cuando miraba fascinado. El repiqueteo de la voz y la palpitación del torso de la mujer eran frenéticos; el nopal intentaba aferrarse desesperadamente a su cráneo, hasta que por fin se desprendió y fue guardado en el saco semitransparente.—¿Y ahora qué ocurre? —preguntó Burke.—El nopal sirve al fin para algo útil. Quizá se haya preguntado cómo puede guardarse en ese saco el nopal, que es impalpable...Burke lo reconoció.—El saco está hecho de nopal muerto. Es lo único que sabemos al respecto, porque no tenemos medios para estudiarlo. El calor, la electricidad, las materias químicas, nada de nuestro mundo físico lo afecta. No parece poseer masa ni inercia, y sólo se adhiere a sí mismo. Y sin embargo, el nopal no puede atravesar esa delgada tela de nopal muerto. Cuando arrancamos el nopal a un chitumih, lo capturamos dentro del saco y lo aplastamos. Es muy sencillo; el nopal se desmorona apenas se toca, siempre que el golpe sea transmitido por la tela de nopal.Apiptix miró hacia la máquina de desnopalización y un fragmento de tela de nopal flotó hacia él.—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó Burke.—Por telequinesis.Burke no sintió mayor sorpresa. En el contexto de lo que había visto, le parecía normal. Examinó con cuidado la tela de nopal. Era algo fibrosa, como tejida con tela de araña. Había ciertas implicaciones en el hecho que ese material respondiera con tanta facilidad a la telequinesis... La voz de Apiptix interrumpió el curso de sus pensamientos:—La tela de nopal es el material del que estaban hechas las gafas que le entregué ayer. No sabemos por qué, pero a veces los chitumih pueden percibir al nopal a través de ese material. Nos lo preguntamos. Las leyes que gobiernan el nopal no son las de nuestro espacio. Quizá pueda atacar al nopal de Nopalgarth mediante el descubrimiento y la sistematización de una nueva ciencia. En la Tierra hay medios, y miles de mentes entrenadas. Aquí en Ixax sólo quedan soldados cansados.Burke pensó con nostalgia en su antigua vida, el seguro refugio al que nunca volvería. Recordó a sus amigos, al doctor Ralph Tarbert, a Margaret, la alegre y vivaz Margaret Haven. Vio sus rostros, e imaginó al nopal encaramado sobre ellos como un gordo fantasma. La imagen era grotesca y trágica. Podía comprender perfectamente la fanática firmeza de los tauptu; en idénticas circunstancias, pensaba, él podía también ser así. ¿En idénticas circunstancias? ¿Acaso no eran idénticas?La voz de la caja traductora interrumpió sus pensamientos:—Mire.Burke vio a un chitumih luchando ferozmente mientras los tauptu lo llevaban a la parrilla desnopalizadora. El nopal se alzaba sobre su cabeza y su cuello como un fantástico casco guerrero.—Es usted espectador de un gran acontecimiento —dijo Apiptix—. Éste es el último chitumih. Ixax está purificado.Burke dejó escapar un profundo suspiro; con él aceptó la responsabilidad que los xaxanos le imponían.—A su tiempo también la Tierra lo estará —dijo—. A su tiempo.Los tauptu sujetaron a la parrilla al último chitumih. La llama azul restalló, y el chitumih lanzó un repiqueteo comparable al de una gran trilladora. Burke se apartó, sintiendo malestar en el estómago y en el corazón.—¡No podemos hacer eso! —dijo con aspereza—. Tiene que haber alguna forma menos terrible. ¡No podemos torturar, no podemos provocar una guerra!—No hay ninguna forma fácil —declaró la voz de la caja—. No debe haber dilaciones. Estamos decididos.Burke miró a Apiptix con furia y asombro. Un momento antes, él mismo le había sugerido la posibilidad de un programa de investigación en la Tierra; ahora rugía ante la posibilidad de una dilación. Una curiosa contradicción.—Vamos —dijo bruscamente Apiptix—. Le mostraré lo que ocurre con el nopal.Penetraron en una gran sala más bien oscura, llena de mesas y bancos. Un centenar de xaxanos trabajaban sin cesar, montando mecanismos que Burke no podía identificar. Tampoco era posible determinar si sentían curiosidad por él.Apiptix le dijo a Burke:—Tome usted el saco.Burke obedeció vivamente. Era leve y frágil; el nopal parecía romperse entre sus manos.—Parece quebradizo —dijo—, como una cáscara de huevo vieja y seca.—Es curioso, pero..., ¿no se engaña usted? ¿Cómo puede percibir algo impalpable?Burke miró con sorpresa a Apiptix, y luego al saco. ¿Cómo era posible, en verdad? Ahora no sentía la tela, que parecía deslizarse entre sus dedos como una voluta de humo.—No lo siento —observó, con voz sofocada por el asombro.—Por supuesto que puede sentirlo. Está ahí, y ya lo ha percibido.Burke volvió a apretar. Al principio el saco parecía menos tangible que antes, pero sin duda estaba allí. A medida que lo confirmaba, la sensación táctil aumentaba.—¿Lo estoy imaginando? ¿O es real?—Es algo que siente con su mente, no con sus manos.Burke continuó presionando.—Lo muevo con las manos. Lo aprieto. Puedo sentir al nopal quebrándose entre mis dedos.Apiptix le miró con curiosidad.—Una sensación, ¿no es acaso la reacción de su cerebro al recibir corrientes nerviosas? Así operan, según entiendo, los cerebros de la Tierra.—Puedo distinguir una sensación en mi mano de otra en mi cerebro —repuso secamente Burke.—¿Lo cree así?Burke empezó a contestar, y luego se interrumpió.Apiptix continuó:—Es un error. Usted recibe el saco con su mente, y no con sus manos, aunque la sensación acompañe al gesto. Si toma algo con la mano, recibe la impresión táctil; si no lo hace, no la recibe porque, normalmente, no espera una sensación si el acto de tocar no se produce.—En ese caso, podría sentir la tela de nopal sin valerme de las manos.—Debería usted sentirlo todo sin valerse de sus manos.Teletacto, pensó Burke. Tocar sin emplear las terminaciones nerviosas. La clarividencia, ¿no consistía acaso en ver sin usar los ojos? Miró el saco. El nopal encerrado le miró con furia. Se imaginó oprimiendo el saco, estrujándolo. Un temblor de sensación llegó a su mente, una simple huella, leve y frágil.—Trate de mover el saco de un lugar a otro.Burke puso su mente a prueba; el saco se desplazó inmediatamente.—Es fantástico —murmuró—. ¿Entonces, tengo facultades telequinéticas?—Es fácil con este material. El nopal es pensamiento, el saco es pensamiento; ¿qué puede ser manipulado por la mente con más facilidad que los pensamientos?Burke consideró que se trataba de una pregunta retórica, y no respondió. Miró como los operadores tomaban el saco, lo colocaban sobre una mesa y lo aplastaban con sus manos. El nopal, convertido en polvo, se confundió con la tela del saco.—Aquí ya no hay más que ver —dijo Apiptix—. Venga conmigo.Regresaron al comedor. Burke se dejó caer en un asiento, en un estado de ánimo sombrío, muy distinto de su anterior decisión.—Parece sentir dudas —dijo Apiptix—. ¿Alguna pregunta?Burke reflexionó.—Hace un momento se refirió al funcionamiento del cerebro terrestre. ¿El de los xaxanos funciona de otro modo?—Sí. Su cerebro es más sencillo, y sus partes más versátiles. Nuestro cerebro trabaja de modo mucho más complicado. Eso unas veces constituye una ventaja, otras, no. Carecemos de la capacidad de formar imágenes, lo que usted denomina «imaginación». Carecemos de la posibilidad de combinar cantidades irracionales e inconmensurables para llegar a una nueva verdad. En gran parte, sus matemáticas y sus pensamientos son incomprensibles para nosotros. Confusos, aterradores, dementes. Pero tenemos mecanismos de compensación; computadores naturales que realizan instantáneamente los cálculos que para ustedes son laboriosos. En lugar de imaginar un objeto, de crear su imagen, construimos un modelo del mismo en una determinada zona del cráneo. Algunos de nosotros pueden construir modelos de gran complejidad. Ese don es más lento y engorroso que su imaginación, pero igualmente útil. Pensamos, observamos y concebimos el universo en términos de esos modelos que nuestro cerebro conforma y que podemos sentir con nuestros dedos internos.Burke meditó un momento.—Cuando asimila usted el nopal al pensamiento, ¿se refiere al pensamiento terrestre o al xaxano?Pttdu Apiptix vaciló.—La definición de pensamiento es demasiado general, y la he usado en un sentido más amplio. ¿Qué es el pensamiento? No lo sabemos. El nopal es invisible e impalpable, y cuando se impide su libertad de movimientos, es fácil de manipularlo por medio de la telequinesis. Se alimenta de energía mental. ¿Está realmente hecho de la tela de los pensamientos? No lo sabemos.—¿Por qué no se limitan a extraer el nopal del cerebro? ¿Por qué es indispensable la tortura?—Lo hemos intentado. El dolor nos desagrada tanto como a usted. El nopal, en un último esfuerzo maligno, mata al chitumih. En la parrilla, el nopal sufre tanto dolor que retira sus raíces del cerebro, y así es posible desprenderlo. ¿Está claro? ¿Qué más quiere usted saber?—Querría saber cómo desnopalizar la Tierra sin remover un avispero.—No hay ningún camino fácil. Le daré planos y diagramas de la máquina de desnopalizar. Debe construir una o más, y comenzar a purificar a los suyos. ¿Por qué duda?—Es un proyecto interminable. Siento que debe haber otra manera. —Burke vaciló, y agregó—: El nopal es un inmundo parásito, de eso no hay duda. Pero, ¿causa algún mal concreto?Pttdu Apiptix estaba rígido como un hombre de hierro, con los ojos clavados en su interlocutor. Como ahora Burke sabía, formaba en su mente un modelo de su rostro.—Puede impedir el desarrollo de nuestra capacidad psiónica, por ejemplo —continuó Burke—, aunque nada sé de ella, pero...—Olvide sus recelos —dijo la caja del xaxano, con amenazadora deliberación—. Hay un hecho principal: somos tauptu, no volveremos a ser chitumih. No deseamos someternos a la tortura una vez al mes. Deseamos su colaboración en nuestra guerra contra el nopal; pero no la necesitamos. Podemos destruir al nopal de Nopalgarth, y lo destruiremos, si no lo consiguen los mismos terrestres.De nuevo Burke pensó que sería difícil sentir amistad hacia un xaxano.—¿Desea usted formular otras preguntas?Burke reflexionó.—Tal vez no pueda interpretar los planos de la máquina desnopalizadora.—Han sido adaptados a su sistema de unidades, y los elementos necesarios son corrientes.—Necesitaré dinero.—Tendrá suficiente. Le daremos oro, tanto como necesite, y sólo deberá hacer los arreglos necesarios para venderlo. ¿Qué otra cosa desea saber?—Hay una cosa que me intriga..., quizá se trate de algo sin importancia...—¿Qué es?—Pues... Para desalojar al nopal se utiliza una tela hecha de nopal muerto. ¿De dónde vino la primera tela de nopal?Apiptix le miraba fijamente con sus ojos color de lodo. La voz de la caja murmuró algo incomprensible. Apiptix se puso de pie.—Ahora volverá usted a Nopalgarth.—Pero no ha respondido a mi pregunta...—Ignoro la respuesta.A Burke le sorprendió el tono peculiar de la voz presuntamente inexpresiva de la caja traductora.7
Regresaron a la Tierra en un cilindro negro y desprovisto de comodidades, castigado por ciento cincuenta años de servicios. Pttdu Apiptix se negó a comentar el mecanismo de propulsión, pero reconoció vagamente que se relacionaba con la antigravedad. Burke recordó el disco de metal desgravitado que, ¡tanto tiempo atrás!, le había conducido hasta la casa de Sam Gibbons en Buellton, Virginia. Intentó sin éxito llevar a Pttdu Apiptix a una conversación general sobre la antigravedad. Pero el xaxano se mostró tan lacónico que Burke se preguntó si el asunto no era igual de misterioso para ambos. Propuso otros temas, con la esperanza de averiguar la extensión de los conocimientos xaxanos pero Pttdu Apiptix se mostró poco inclinado a satisfacer su curiosidad. Una raza taciturna, reservada, carente de humor, pensó Burke. Luego recordó que Ixax estaba en ruinas después de cien años de guerra feroz, y que esa situación no tenía por qué producir un estado de ánimo alegre y bondadoso. Con tristeza, se preguntó lo que le esperaba a la Tierra.
Pasaban los días, y se aproximaban al Sistema Solar. El espectáculo era invisible para Burke, pues sólo había ventanillas en la cabina de control, donde no se le permitía el acceso. En un momento dado, mientras se interrogaba sobre el plan de desnopalización, apareció Apiptix. Con un brusco movimiento dio a entender a Burke que debía prepararse para desembarcar. Le llevó hacia la parte posterior, hacia un módulo tan vetusto y deteriorado como el resto de la nave. Burke se sorprendió al ver su coche en él.—Hemos estudiado las transmisiones de televisión —dijo Apiptix—. Sabemos que su coche, abandonado, habría llamado la atención. Y eso se oponía a nuestros planes.—¿Y Sam Gibbons, el hombre que mató? ¿No cree que eso también puede haber llamado la atención?—Eliminamos el cuerpo. A nadie le consta que haya muerto.Burke protestó.—Desapareció al mismo tiempo que yo. El personal de mi despacho sabe que me llamó por teléfono. Si alguien suma dos y dos, tendré que inventar alguna explicación.—Utilice su ingenio. De todos modos le recomiendo que evite lo más posible la compañía de los demás. Usted es ahora un tauptu entre los chitumih; no le tratarán con benevolencia.Burke no creyó que la caja traductora pudiera interpretar el tono sarcástico del comentario que afloraba a sus labios, de modo que calló.El módulo se posó en un silencioso camino de tierra, en el campo. Burke pisó el suelo y estiró los brazos. El aire parecía maravillosamente dulce. ¡El aire de la Tierra!La luz no había desaparecido por completo del cielo nocturno. Podían ser, quizá, las nueve. Un perro ladraba en una granja vecina; cantaban los grillos en los macizos de zarzamoras que bordeaban el camino.Apiptix dio las últimas instrucciones a Burke. La voz monocorde parecía ahogada y conspiradora al aire libre, privada de los ecos que creaban los corredores metálicos de la nave.—En su coche hay cien kilos de oro que deberá convertir en moneda legal. —Golpeó la cartera que Burke llevaba—. Debe construir el desnopalizador lo antes posible. Recuerde que muy pronto, dentro de unas dos semanas, el nopal volverá a su cerebro; debe estar preparado para purificarse. Este aparato —entregó a Burke una pequeña caja negra— emite señales que me mantendrán informado de sus movimientos. Si necesita ayuda, o más oro, rompa el sello, apriete este botón, y podrá comunicarse conmigo.Sin más palabras, regresó al módulo, que se elevó y desapareció.Burke se hallaba solo. ¡La Tierra, tan familiar y querida! Nunca había tenido conciencia de su profundo amor por su mundo natal. ¿Y si hubiese tenido que pasar en Ixax el resto de su vida? Su corazón se heló al pensarlo. Sin embargo —Burke apretó la mandíbula—, ahora y por su mano, debía correr sangre en la Tierra... A menos que pudiese dar con una forma mejor de matar al nopal...Por un camino que aparentemente llevaba hasta una casa de campo se bamboleaba la luz fluctuante de una linterna. El granjero, alertado por su perro, había salido a investigar. Burke subió a su coche, pero la luz de la linterna le iluminó.—¿Qué le ocurre? —dijo una voz áspera. Burke sintió casi sin verlo que el hombre llevaba una escopeta—. ¿Qué hace aquí?La voz era hostil. El nopal abrazaba la cabeza del granjero. Era vagamente luminoso y estaba hinchado y tenso de furia.Burke explicó que se había detenido por una necesidad corporal; ninguna otra justificación parecía apropiada para las circunstancias.El granjero no hizo ningún comentario. La linterna recorrió los alrededores y retornó a Burke.—Le aconsejo que se marche. Algo me dice que no busca nada bueno, y en lugar de mirar podría también emplear mi calibre doce.Burke no vio motivos para discutir. Puso el motor en marcha y se alejó, antes que el nopal indujera al granjero a poner en práctica su amenaza. Por el espejo retrovisor vio disminuir el funesto ojo blanco de la linterna.«Ésta es la bienvenida que me ofrecen los chitumih... —pensó sombrío—. Podría haber sido peor...»El camino de tierra se convirtió en una carretera. En la primera población, cinco kilómetros más lejos, Burke entró en una gasolinera. Un joven atlético, de cara bronceada y pelo rubio blanqueado por el sol, salió del túnel de engrase. Las púas de su nopal brillaban como una retícula de difracción a la luz de la marquesina, mientras los globos oculares miraban a Burke. Éste vio que las púas se erizaban con rapidez; el empleado se detuvo y abandonó su sonrisa profesional.—¿Sí, señor? —dijo secamente.—Llene el depósito, por favor —dijo Burke.El joven murmuró por lo bajo y se dirigió al surtidor. Cuando terminó, recibió el dinero sin mirar a Burke, y sin moverse para comprobar el nivel de aceite o limpiar el parabrisas. Le dio el cambio por la ventanilla y dijo:—Gracias, señor.Burke preguntó cuál era el mejor camino para ir a Washington; el joven se lo indicó con el pulgar.—Siga la carretera —dijo, y se alejó inmediatamente.Burke sonrió para sí mientras volvía a la carretera. Un tauptu en Nopalgarth y una bola de nieve en el infierno tenían muchas cosas en común, pensó.Un gran camión diesel con remolque pasó rugiendo en sentido contrario. Con súbita alarma, Burke imaginó al conductor —y al nopal del conductor— mirando al frente la ruta iluminada por los faros. ¿Qué influencia real podía ejercer el nopal? Un movimiento de la mano, una sacudida del volante... Burke se agazapó detrás del volante, transpirando cada vez que aparecían luces al frente.Sin incidente alguno llegó hasta las afueras de Arlington, donde vivía en un apartamento sin pretensiones. Sintió un vacío en el estómago y recordó que no había comido nada en ocho horas, y lo último había sido tan sólo un tazón de caldo xaxano. Se detuvo ante una cafetería brillantemente iluminada y miró por las ventanas, sin decidirse.Había un grupo de jóvenes en torno a una mesa de nudosa madera de pino; en los bancos de la barra se hallaban sentados dos trabajadores con vaqueros, devorando sus hamburguesas. Todo el mundo parecía entregado a sus propios asuntos, aunque todos los nopales del lugar se estremecieron y miraron a Burke a través de los cristales. Burke vaciló, pero impulsado por la obstinación, estacionó, entró y se sentó en un extremo de la barra.El propietario se acercó mientras secaba sus manos en el delantal. Era un hombre alto, con una cara como una vieja pelota de tenis. Sobre su gorro blanco se elevaba un magnífico penacho de plumas, grueso y brillante, de más de un metro de alto. Los ojos eran grandes como pomelos. Era el mejor ejemplar de nopal, y el más grande que Burke había visto.Burke pidió un par de hamburguesas con una voz tan neutra y serena como pudo hallar. El hombre se alejó, luego se dio la vuelta e inspeccionó a Burke.—¿Qué le pasa, amigo? ¿Ha estado bebiendo? Tiene una forma rara de moverse.—No —dijo Burke, cortésmente—. Hace semanas que no bebo.—¿Hierba, quizá?—Tampoco —repuso Burke, con una sonrisa de compromiso—. Sólo tengo hambre.El hombre se alejó despacio.—No me gustan los bromistas... Ya tengo de sobra.Burke calló. El dueño arrojó con petulancia las hamburguesas sobre la plancha, mirando furtivamente a Burke. También su nopal miraba furtivamente a Burke.Éste miró a su alrededor, y vio que en las mesas había también ojos de nopal. Alzó la mirada y halló tres o cuatro nopales a la deriva a la altura de sus ojos, etéreos como gasas. Había nopales por todas partes. Grandes y pequeños, rosados y verde claro, agrupados como cardúmenes, nopal tras nopal mucho más allá de las paredes del establecimiento... La puerta exterior se abrió, y cuatro jóvenes fornidos entraron y se sentaron al lado de Burke. De sus palabras se deducía que habían recorrido el pueblo en busca de chicas, sin encontrarlas. Burke permaneció inmóvil, consciente de un nopal que describía repulsivas órbitas muy cerca de su cabeza. Se apartó un poco y, como si eso hubiera sido una señal, el joven que estaba a su lado le miró con frialdad.—¿Le pasa algo, amigo?—Nada en absoluto —repuso Burke.—¿Sarcástico, eh?El dueño se acercó.—¿Qué ocurre?—Este tipo se ríe de nosotros —dijo el joven, interrumpiendo las protestas de Burke.A unos centímetros de su cara, se movían los ojos del nopal. Los demás ojos de la habitación miraban fijamente. Burke se sintió solo y abandonado.—Lo siento —respondió—. Ha sido sin querer.—¿No quiere que lo arreglemos fuera? Me encantaría.—No, gracias.—Ah, es un gallina.—Sí.El joven, con una risita burlona, le dio la espalda.Burke comió las hamburguesas que el dueño le puso delante sin contemplaciones, pagó y salió. Los cuatro jóvenes salieron detrás. El primero le dijo:—Mire, no es por insultar, pero no me gusta su cara.—A mí tampoco —repuso Burke—, pero no me queda más remedio que vivir con ella.—Es rápido, ¿eh? Debería estar en la televisión, con tanto ingenio.Burke, sin responder, intentó alejarse. El otro le cortó el paso.—A propósito de su cara, ya que no nos gusta ni a usted ni a mí, ¿no me dejaría cambiársela un poco?Disparó el puño. Burke lo esquivó. Otro del grupo le empujó; trastabilló y recibió un impacto directo. Cayó en el sendero de grava; los cuatro empezaron a darle puntapiés.—Duro con el hijo de perra —decían—. ¡A destrozarle!El propietario salió.—¡Basta! ¿Me oyen? ¡Basta ya! ¡No me importa lo que hagan, siempre que no sea aquí! —Y luego, dirigiéndose a Burke—: Vamos, márchese y no vuelva más, si sabe lo que le conviene.Burke cojeó hasta su coche y entró. Los cinco le miraban. Puso el coche en marcha y condujo lentamente hasta su casa, con el cuerpo palpitante por los nuevos dolores y magulladuras. Una maravillosa bienvenida, pensó con amarga e irónica autocompasión.Estacionó en la calle, subió las escaleras, abrió la puerta y entró arrastrando los pies, fatigado.Se quedó inmóvil en el centro de su habitación, mirando los muebles gastados, los libros, los recuerdos, las cosas. Cuán queridas y familiares eran; y a qué distancia se encontraban... Era como si hubiese entrado en la habitación de su infancia...Se oyeron pasos en el rellano. Se detuvieron delante de su puerta. Alguien llamó suavemente. Burke hizo una mueca. Debía ser la dueña de la casa, la señora McReady, siempre tan amable, pero a veces algo charlatana. Cansado, golpeado, despeinado, desalentado, Burke no se sentía con ánimo para la cortesía superficial.Pero llamaron de nuevo y con mayor insistencia. Burke no podía negar su presencia, y ella sabía que él había regresado. Fue con dificultad hasta la puerta y abrió.En el rellano se hallaba la señora McReady. Vivía en uno de los pisos de la primera planta. Era una mujer frágil, nerviosa, enérgica, de sesenta años. Tenía un cuidado pelo blanco, cara delicada y una piel tersa que, según su propia afirmación, no conocía otro producto que el jabón de Castilla. Caminaba muy erguida, hablaba de modo claro y preciso, y Burke la había considerado siempre una encantadora sobreviviente de la época eduardiana. El nopal que cabalgaba sobre sus hombros era grotescamente grande. Su espinoso penacho se elevaba arrogante a una altura que equivalía a la de la mujer. El cuerpo era una gran masa velluda y negra, y la ventosa de succión casi envolvía la cabeza de la señora McReady. Burke sintió sorpresa y repugnancia; ¿cómo podía una mujer tan refinada soportar un nopal tan monstruoso?A la señora McReady también le sorprendió el estado de Burke.—¡Señor Burke! ¿Qué le ha ocurrido? ¿Ha tenido algún accidente? —dijo, bajando la voz y pronunciando las últimas palabras muy separadas una de otra.Burke trató de tranquilizarla con una sonrisa.—Nada grave. Me atacó una pandilla de tunantes.La señora McReady se le quedó mirando. Las grandes órbitas del nopal, justo debajo de las orejas de la mujer, también le miraban. Ella adoptó una rígida expresión.—¿Ha estado bebiendo, señor Burke?Burke protestó con una risa incómoda.—No, señora McReady. No he bebido ni he perturbado el orden público.La señora McReady frunció el ceño.—No puedo entender por qué no avisó de su ausencia, señor Burke. Le han llamado varias veces de su despacho, y unos hombres, de la policía, creo, han preguntado por usted.Burke explicó que asuntos de fuerza mayor habían impedido que actuase de forma normal, pero ella no le escuchaba; estaba muy disgustada por el descuido y la falta de consideración de Burke; nunca había pensado que pudiera comportarse tan desconsideradamente.—También ha telefoneado la señorita Haven. Casi todos los días. Ha estado muy preocupada por su desaparición. Le prometí llamarla apenas llegara usted.Burke gruñó entre dientes. No era posible que Margaret se viese afectada por la situación... Se alisó el pelo despeinado con las manos, mientras la señora McReady le miraba con suspicacia y desaprobación.—¿Se siente mal, señor Burke? —preguntó, no por simpatía sino por su creencia en la caridad dinámica, lo que la había convertido muchas veces en el terror de cualquier persona que maltratara a un animal.—No, señora McReady, estoy bien. Pero por favor, no llame todavía a la señorita Haven.La señora McReady se negó a comprometerse.—Buenas noches, señor Burke —dijo, y se marchó.Descendió muy digna la escalera, contrariada por la conducta del señor Burke. ¡Y pensar que siempre le había parecido una persona tan agradable y merecedora de confianza! Fue directamente hasta el teléfono y, como había prometido, llamó a Margaret Haven.Burke se sirvió un whisky, lo bebió sin placer, se afeitó y se dio una ducha caliente. Luego, demasiado fatigado y dolorido para afrontar sus problemas, se metió en la cama y se durmió.Despertó poco antes del amanecer. Escuchó los ruidos de la mañana. Un lejano despertador bruscamente interrumpido, el canto de los gorriones, un coche puesto en marcha. Todo era tan normal que su misión parecía absurda y fantástica. Y sin embargo, el nopal existía. Podía verlos flotando en el fresco aire matinal como enormes mosquitos de grandes ojos. Podían ser fantásticos, sí, pero de ningún modo absurdos. Según Pttdu Apiptix sólo le quedaban dos semanas. Luego el nopal superaría las resistencias que ahora existían, y de nuevo él volvería a ser un chitumih... Burke se estremeció y se sentó en el borde de la cama. Sería tan duro y frío como los xaxanos; haría cualquier cosa antes que soportarlo. No perdonaría a nadie, ni siquiera a...Sonó el timbre. Burke se acercó a la puerta y la abrió, temiendo ver el rostro que estaba seguro de encontrar.Era Margaret Haven. Burke no podía soportar la visión del nopal que se alzaba sobre su cabeza.—Paul —dijo con voz ronca—. ¿Qué te ocurre? ¿Dónde has estado?Burke le tomó la mano y la atrajo hacia el interior. Dolorido, sintió que los dedos de la muchacha estaban rígidos.—Haz un poco de café —dijo con voz fatigada— Voy a vestirme.La voz de Margaret le siguió a su dormitorio.—Tienes el aspecto de haber estado borracho un mes entero.—Pues no ha sido así —respondió—. Digamos que he tenido algunas aventuras extraordinarias.Volvió a su lado cinco minutos después. Margaret era una chica alta, de piernas largas, con una atractiva brusquedad de movimientos, propia de un muchacho. Burke pensó que nunca había conocido a nadie que le gustara más. Tenía el pelo negro y lacio, una ancha boca en cuyas comisuras solía verse un céltico mohín, la nariz torcida por un accidente de coche sobrevenido en la infancia. En una muchedumbre, habría pasado inadvertida. Pero sus facciones formaban, en conjunto, un rostro de singular viveza y expresividad, en el que cada emoción aparecía con tanta claridad como la luz del sol. Tenía veinticuatro años, y trabajaba en una oscura división del Ministerio del Interior. Burke sabía que era tan inocente de toda malignidad como un gatito.Margaret le miraba con el ceño fruncido, y Burke comprendió que esperaba alguna explicación por su ausencia. Por más que lo pensaba, no se le ocurría ninguna historia convincente. Y Margaret podía ser cándida, pero percibía al instante la falsedad ajena. De modo que Burke bebió su café sin mirarla.Finalmente dijo, intentando resolver la situación:—He estado fuera un mes, pero no puedo decirte dónde.—¿No puedes o no quieres?—Las dos cosas. Es algo que no debo revelar.—¿Un asunto del gobierno?—No.—¿Estás..., en dificultades?—No del tipo que piensas.—No pensaba en ningún tipo en particular.Burke se dejó caer en un sillón.—Ni me escapé con una mujer ni he estado traficando con drogas.Ella se encogió de hombros y se sentó frente a él, examinándole con ojos claros e imparciales.—Has cambiado. No entiendo bien cómo ni por qué, pero has cambiado.—Sí. He cambiado.Apuraron el café en silencio.—¿Qué piensas hacer? —preguntó Margaret.—No volveré a mi trabajo. Presentaré hoy mi dimisión, si es que no me han despedido... Lo que me recuerda...Se interrumpió bruscamente; iba a decir que tenía cien kilos de oro en el coche, es decir unos cien mil dólares, y que esperaba que no se los hubiesen robado.—Querría saber qué es lo que marcha mal —dijo Margaret.Su voz era serena, pero le temblaban las manos y Burke sabía que estaba al borde de las lágrimas. Su nopal contemplaba la escena con placidez, sin otra expresión que una leve vibración de las púas.—Las cosas no son como antes, y no sé por qué —agregó—. Estoy confundida.Burke respiró hondo. Se apoyó en los brazos del sillón, se puso de pie y se acercó a la muchacha.—¿Quieres saber por qué no puedo decirte dónde estuve?—Sí.—Porque no me creerías. Pensarías que me he vuelto loco. Y no quiero perder el tiempo encerrado en un sanatorio.Margaret no contestó. Apartó la vista, y Burke pudo leer en su rostro que consideraba la posibilidad que él estuviera loco. Paradójicamente, eso le daba esperanzas. Paul Burke loco no era ese Paul Burke taciturno, misterioso, odioso. Le miró con renovado interés.—¿No te sientes bien? —preguntó con timidez.Burke le tomó la mano.—Estoy bien, y cuerdo. Tengo un nuevo trabajo enormemente importante. Y no podemos volver a vernos.Ella retiró la mano. Su mirada de furia reflejaba el odio de los globos oculares del nopal.—Está bien —repuso—. Me alegra que pienses así, porque yo también lo pienso.Se levantó y se marchó.Burke, pensativo, se dirigió al teléfono. Con la primera llamada averiguó que el doctor Ralph Tarbert ya había salido para su despacho de Washington.Burke se sirvió una segunda taza de café, y media hora más tarde llamó al despacho de Tarbert.La secretaria preguntó su nombre, y diez segundos después la voz tranquila de Tarbert brotaba del receptor.—¿Dónde diablos ha estado?—Es una historia larga y penosa. ¿Está ocupado?—No demasiado. ¿Por qué?¿Había cambiado la voz de Tarbert? ¿Su nopal podía oler un tauptu a veinte kilómetros de distancia? Burke no estaba seguro. Se sentía hipersensible, y ya no confiaba en su propio juicio.—Tengo que hablar con usted. Le aseguro que le interesará.—Está bien. ¿Viene al despacho?—Por varias excelentes razones, preferiría verle aquí.«Sobre todo —pensó—, porque no me atrevo a salir de mi piso.»—Hum —dijo alegremente Tarbert—. Eso suena misterioso, y casi siniestro.—Lo es.No hubo respuesta. Luego Tarbert observó con voz cautelosa:—Supongo que ha estado enfermo..., o herido...—¿Por qué lo supone?—No lo sé, su voz tiene un tono extraño.—Incluso por teléfono, ¿eh? Yo soy el extraño. Sin comparación posible, en realidad. Se lo explicaré cuando le vea.—Iré inmediatamente.Burke sentía una mezcla de alivio y aprensión. Tarbert, como cualquier otro habitante de Nopalgarth, podía odiarle lo suficiente para negarle su ayuda. Era una situación delicada, que exigía el manejo más delicado. ¿Cuánto podía decirle a Tarbert? ¿Cuánto podría aceptar la credulidad de Tarbert? Burke ya había pensado en ese problema, pero aún no había tomado una decisión.Se quedó mirando por la ventana. Hombres y mujeres caminaban por las aceras. Chitumih, ignorantes de sus complacientes parásitos... Le parecía que todos los nopales le miraban, aunque podía ser fruto de su imaginación. No sabía realmente si esos globos funcionaban como ojos. Miró al cielo; las formas translúcidas estaban en todas partes, flotando sobre los grupos de personas, envidiosas de sus congéneres más afortunadas. Enfocando su mirada mental, Burke veía cada vez un mayor número. Muchos le rodeaban y le miraban codiciosos. Recorrió su habitación con la mirada: dos, tres..., no, ¡cuatro! Se levantó, fue hasta la mesa en que había depositado su cartera, la abrió y recogió un trozo de tela de nopal. La dispuso en forma de bolsa, aguardó una oportunidad y se lanzó al ataque; el nopal se apartó. Lo intentó de nuevo y otra vez el nopal escapó. Eran demasiados rápidos para él. Se movían como bolitas de mercurio. Y aun si atrapaba uno y lo aplastaba, ¿qué habría ganado? Un nopal menos entre los miles de millones que pululaban en el planeta... Era tan fútil como matar hormigas.Sonó el timbre de la puerta. Burke atravesó la habitación y abrió. Allí estaba Ralph Tarbert, muy elegante con un terno gris, una camisa blanca y una corbata de lunares. Un observador casual no habría podido imaginar su ocupación; crítico de teatro, habría pensado, o playboy, o arquitecto de vanguardia, o ginecólogo de moda; pero nunca un científico de gran categoría. El nopal que tenía sobre la cabeza no era notable, sino muy inferior al de la señora McReady. Evidentemente, la calidad mental de las personas no se reflejaba en su nopal. Pero los globos oculares le miraban con el odio de siempre.—Hola, Ralph —dijo Burke, con cuidadosa cordialidad—. Adelante.Tarbert entró. El nopal movió sus púas y se estremeció, furioso.—¿Café? —preguntó Burke.—No, gracias. —Tarbert miró la habitación con curiosidad—. Pensándolo mejor, sí. Estoy seguro que recuerda cómo: solo.Burke sirvió una taza para Tarbert y otra para él.—Tome asiento. Esto llevará bastante tiempo.Tarbert se sentó en un sillón, y Burke en un diván.—Para empezar —dijo Burke—, usted ha llegado a la conclusión que yo he sufrido alguna terrible experiencia que ha modificado mi personalidad por completo.—Observo un cambio —admitió Tarbert.—Para peor, ¿no es verdad?—Ya que insiste, sí. Pero no puedo identificar el carácter exacto de ese cambio.—Sin embargo, acaba de decidir que no le agrado. Y se pregunta por qué se ha mostrado amistoso anteriormente.Tarbert sonrió, pensativo.—¿Cómo puede estar tan seguro de eso?—Porque forma parte de una situación general, y se trata de una parte muy importante. La menciono para que pueda tenerla en cuenta por anticipado y, quizás, ignorarla.—Ya veo. Continúe.—Creo que lograré explicarle todo a su entera satisfacción; pero mientras lo hago, debe poner en juego su objetividad profesional y hacer a un lado ese peculiar y nuevo desagrado que le inspiro. Podemos estar seguros que éste existe; pero le doy mi palabra que tiene un origen artificial, y que nada tiene que ver con ninguno de nosotros.—Está bien. No me dejaré llevar por mis emociones. Le escucho con interés.Burke vaciló, mientras elegía con cuidado las palabras.—En sus aspectos más generales, la historia es la siguiente: he topado con un campo del conocimiento absolutamente nuevo, y necesito su ayuda para explorarlo. Estoy en desventaja por el aura de odio que me rodea. Anoche fui atacado por unos desconocidos en la calle; no me atrevo a aparecer en público.—Ese campo de conocimiento al que se refiere —preguntó con prudencia Tarbert—, ¿es de carácter psíquico?—Hasta cierto punto. Aunque preferiría no emplear esa expresión, que supone demasiadas connotaciones metafísicas. Y no tengo idea de qué terminología emplear. Sería mejor «psiónico». —Burke observó la expresión reflexiva de Tarbert y agregó—: No le he pedido que viniera para hablar de abstracciones; se trata de algo tan psíquico como la electricidad; no podemos verla, pero observamos sus efectos. Y el desagrado que usted siente es uno de esos efectos.—Ya no lo siento. Desapareció apenas intenté aislarlo... Pero advierto una sensación física, como un leve dolor de cabeza o un comienzo de náusea...—No lo ignore, porque sigue ahí. Debe estar en guardia.—Muy bien. Lo intentaré.—La fuente es una... —Burke buscó la palabra—, una fuerza a la que de momento he escapado, y que ahora me considera una amenaza. Esa fuerza opera sobre su mente, intentando persuadirle para que no me ayude. No sé qué tipo de presión emplea, porque no conozco su nivel de inteligencia. Pero tiene suficiente conciencia para saber que yo soy una amenaza.Tarbert asintió.—Sí, puedo sentir algo así. Experimento el impulso, sumamente curioso, de matarle. —Sonrió—. Me alegro de constatar que es un impulso emocional, no racional. Pero estoy intrigado... Nunca pensé que pudiera existir algo así.Burke emitió una risa hueca.—Espere a escuchar toda la historia. Estará más que intrigado.—La fuente de esa presión, ¿es humana?—No.Tarbert se levantó de su sillón y se acomodó en el diván, al lado de Burke. Su nopal aleteó y se retorció. Tarbert miró a Burke, alzando sus finas cejas blancas.—Se ha apartado usted... ¿Siente acaso idéntico disgusto hacia mí?—No, no, de ningún modo. Haga el favor de mirar esa tela plegada que hay sobre la mesa.—¿Dónde?—Aquí.Tarbert aguzó la vista.—Creo ver algo..., pero no estoy seguro. Es algo impreciso, vago. Me da escalofríos, como deslizar las uñas por una pizarra.—Espléndido. Si siente el mismo tipo de emoción por mí y por un trapo, comprenderá que esa emoción no tiene base racional.—Lo comprendo muy bien. Y ahora, conscientemente, puedo controlarla. —Su mundana urbanidad había desaparecido en parte, descubriendo la personalidad franca y honesta que tanto le gustaba disimular—. Y ahora observo en mi mente un sonido peculiar, como un gruñido: «grr, grr, grr». Como engranajes que rechinan, o alguien que se aclara la garganta... Es curioso... Gher se parece más. Un gher glotal. ¿Se trata de telepatía, por casualidad? ¿Qué significa gher?Burke movió la cabeza.—No tengo ni idea. Pero también lo he oído.Tarbert alzó la mirada y luego cerró los ojos.—Veo unas formas peculiares que se deslizan. Extrañas, más bien repulsivas... No las puedo distinguir... —Abrió los ojos y se frotó la frente—. Es curioso... ¿Percibe usted esas... visiones?—No. Yo veo la cosa real.—Ah —dijo Tarbert, mirándole fijamente—. Me asombra usted. Dígame más.—Quiero construir un equipo de cierto volumen y necesito un lugar tranquilo y alejado de los intrusos. Hace un mes podría haber elegido entre una docena de laboratorios, pero ahora me es muy difícil conseguir cooperación. En primer lugar, no seguiré en ARPA; en segundo lugar, todo el mundo en la Tierra me odia.—Todo el mundo en la Tierra... —repitió Tarbert—. ¿Supone eso que hay alguien fuera de la Tierra que no le odia?—En cierta medida. Dentro de una o dos semanas, sabrá usted tanto como yo. Y entonces tendrá la opción, como la he tenido yo, de seguir adelante o no.—Está bien. Puedo conseguir un lugar de trabajo para usted. Se me ocurre inmediatamente uno: Electrodyne Engineering ha cerrado, y la planta está desierta. Sin duda conoce a Clyde Jeffrey...—Sí, muy bien.—Hablaré con él. Estoy seguro que le permitirá utilizar el lugar todo el tiempo que usted desee.—Magnífico. ¿Podrá llamarle hoy?—Ahora mismo.—Ahí está el teléfono.Tarbert llamó, y obtuvo de inmediato una autorización informal para que Burke utilizara el local y el equipo de la Electrodyne Engineering Company todo el tiempo que quisiera.Burke le tendió un talón a Tarbert.—¿Para qué? —preguntó éste.—Es mi saldo en el banco. Necesitaré materiales.—Con dos mil doscientos dólares no comprará gran cosa.—El dinero es lo que menos me preocupa. Hay cien kilos de oro en mi coche.—¡Por Dios! ¿Y qué quiere construir en Electrodyne? ¿Una máquina para fabricar más oro?—No. Un desnopalizador.Mientras hablaba, Burke miraba al nopal de Tarbert. ¿Podía comprender sus palabras? No estaba seguro. Las púas se movían y resplandecían, lo que podía significar algo o nada.—¿Qué es un desnopalizador?—Pronto lo sabrá.—De acuerdo. Esperaré, si es preciso.8
Dos días más tarde, la señora McReady llamó a la puerta del piso de Burke con unos golpecitos delicados, pero firmes. Burke se puso en pie y abrió la puerta.
—Buenos días, señor Burke —dijo la señora, McReady, con fría urbanidad. Su nopal, inmenso, grotesco, se encrespó al verle como un pavo—. Siento traerle una noticia desagradable. Necesitaré su piso; le ruego que busque otro lugar lo antes posible.Burke asintió tristemente. La petición no le sorprendía. De hecho, ya había procedido a instalar en un rincón de Electrodyne Engineering una cama y una pequeña cocina.—Está bien, señora McReady. Me marcharé dentro de uno o dos días.Era obvio que la señora McReady tenía problemas con su conciencia. Si tan sólo él hubiese hecho una escena, o hubiese dicho algo poco delicado... Abrió la boca para hablar, pero se sintió confusa y sólo dijo:—Muchas gracias, señor Burke.Burke volvió lentamente a la sala.El episodio seguía un modelo que ya se estaba acostumbrando a esperar. La formalidad de la señora McReady representaba un antagonismo tan intenso como el ataque físico de los cuatro tipos de la cafetería. Ralph Tarbert, inclinado a la objetividad por su profesión y su temperamento, admitía que debía luchar continuamente contra sus emociones. Margaret Haven le había telefoneado muy turbada y ansiosa. ¿Qué era lo que ocurría? No le pasaba desapercibido que el odio súbito que él le inspiraba era poco natural. ¿Estaba enfermo Burke? ¿O ella se había vuelto paranoica?A Burke se le hizo difícil responder, y luchó consigo mismo durante unos segundos. De uno u otro modo —eso era seguro—, sólo podía causarle dolor. Lo único decente era una ruptura. Tartamudeando, trató de proponer esa política, pero Margaret se negó a escuchar. No, declaró ella; algo extraño debía ser la causa del problema; juntos lo vencerían.Burke, agobiado por su responsabilidad y por su terrible soledad, no pudo oponerse. Era el día siguiente a su conversación con la señora McReady. Le dijo que si iba a la planta de Electrodyne Engineering le explicaría la situación.Margaret, a pesar de sus dudas, respondió que iría de inmediato.Media hora más tarde llamó a la puerta del despacho exterior. Burke salió del taller y descorrió el cerrojo. Ella entró despacio, insegura, como si entrase en una piscina helada. Burke sintió que estaba asustada. Incluso su nopal parecía agitado; las púas brillaban con una iridiscencia verde y roja. Margaret se quedó en mitad de la habitación. Sus emociones se perseguían unas a otras en su cara maravillosamente expresiva.Burke ensayó una sonrisa. A juzgar por la expresión de ella, no logró que fuera reconfortante.—Ven —le dijo con voz metálica—. Te enseñaré algo.En el taller, ella vio su cama, su mesa, la cocinita de camping.—¿Y eso? —preguntó—. ¿Estás viviendo aquí?—Sí. La señora McReady padece el mismo desagrado que tú sientes hacia mí.Margaret le miró en silencio y se apartó. De pronto, pareció endurecerse:—¿Qué es eso? —preguntó, con voz ronca.—Un desnopalizador.Ella le dirigió una mirada de temor por encima del hombro, mientras su nopal resplandecía y se retorcía.—¿Y qué hace?—Desnopaliza.—Me da miedo. Parece un potro, una máquina de tortura.—No temas. Aunque lo parezca, no es un instrumento para el mal.—Entonces, ¿qué es?Obviamente, ése era el momento de confiar en ella. Pero Burke no podía decidirse a hablar. ¿Por qué tenía que agobiar la mente de Margaret con sus propias preocupaciones, aun suponiendo que ella le creyera? Y de hecho, ¿cómo podía creerle? La historia era demasiado fantástica. Él había sido transportado a un planeta lejano; sus habitantes le habían convencido respecto a que toda la población de la Tierra era víctima de una vil bestia mental. Sólo él podía ver a esa bestia; incluso en ese momento, la criatura que se erguía sobre los hombros de Margaret le miraba con furia. Él, Burke, había recibido la misión de exterminar a esos parásitos; si fracasaba, los habitantes de ese mundo remoto invadirían y destruirían la Tierra. Naturalmente, ella pensaría que era un caso flagrante de megalomanía y se sentiría obligada a pedir una ambulancia.—¿No me lo vas a decir? —preguntó Margaret.Burke seguía mirando al desnopalizador.—Desearía poder encontrar una mentira convincente, pero no puedo. Y si te digo la verdad, no me creerás.—Ponme a prueba.Burke sacudió la cabeza.—Hay algo que debes saber: el odio que sientes hacia mí no tiene nada que ver contigo ni conmigo. Es algo sugerido por una cosa exterior, una cosa que desea que me odies.—¿Pero cómo puede ser, Paul? —exclamó ella, desesperada—. Has cambiado. Yo sé que has cambiado. Eres tan diferente de lo que eras...—Sí, he cambiado. Pero no necesariamente para peor, aunque lo pienses. —Miró sombrío al desnopalizador—. Y si no termino pronto, volveré a ser como era.Margaret, impulsiva, le tomó el brazo.—¡Eso quisiera yo! —Luego retiró su mano, retrocedió un paso y le miró—. No te entiendo, no me entiendo.Se volvió y salió del taller al despacho.Burke suspiró, pero no se movió. Examinó los planos dibujados por Pttdu Apiptix, con su defectuosa versión de los signos ingleses, y se puso a trabajar. El tiempo se acortaba. Dos, tres y hasta cuatro nopales se cernían sobre él todo el tiempo, esperando la misteriosa señal que necesitaban para establecerse en su cuello.De pronto, Margaret apareció en la puerta. Un instante después atravesó el taller, tomó la cafetera de Burke, la miró y arrugó la nariz. La llevó a un fregadero, la limpió, la llenó de agua y preparó café.En ese momento apareció Ralph Tarbert. Los tres tomaron juntos el café. La presencia de Tarbert inspiró seguridad a la chica, que intentó sonsacarle información.—Ralph, ¿qué es un desnopalizador? Paul no quiere decírmelo.Tarbert sonrió, incómodo.—¿Un desnopalizador? Pues una máquina de desnopalizar, sea eso lo que fuere.—Entonces, usted tampoco lo sabe.—No. Paul es muy reservado.—No por mucho tiempo —respondió éste—. Dentro de dos días, todo estará claro. Y entonces empezará la diversión.Tarbert inspeccionó la parrilla, los estantes posteriores que contenían los circuitos, las entradas de electricidad.—A primera vista, parece un sistema de comunicación. Pero no sé si para transmitir o para recibir.—Me asusta —dijo Margaret—. Cada vez que le miro, algo se retuerce dentro de mí. Oigo ruidos y veo sombras extrañas... Cosas como frascos llenos de gusanos.—Yo tengo sensaciones análogas —dijo Tarbert—. Es extraño que una máquina produzca ese efecto.—No tan extraño —intervino Burke.Margaret le miró de lado, mordiéndose el labio. La furia estaba a punto de superar el dominio de sí misma.—Lo que dices resulta siniestro.Burke se encogió de hombros, de un modo que a Margaret le pareció insensible y brutal.—No era ésa mi intención —respondió.Miraba al nopal que flotaba por encima de él, con una forma que le recordaba la de una enorme medusa, y que le rondaba día y noche, con las púas erizadas y moviéndose sin cesar, hambrientas...—Tengo que ponerme a trabajar. No queda mucho tiempo —añadió.Tarbert puso en la mesa su taza vacía. Al mirar su expresión, Margaret comprendió que también él empezaba a encontrar intolerable a Burke. ¿Qué había sido del viejo Paul Burke, el hombre agradable, amable, cordial? Margaret recordó que a veces los tumores cerebrales determinaban bruscos cambios de personalidad. Y sintió que la vergüenza la inundaba. Paul Burke era como siempre había sido; merecía piedad y comprensión.Tarbert dijo:—No vendré mañana. Estaré ocupado todo el día.Burke asintió.—Conforme. Pero el martes estaré listo, y le necesitaré. ¿Puedo contar con usted?Una vez más, Margaret encontró difícil controlar su rechazo. Burke parecía tan salvaje, tan demente... Desde luego, haría lo necesario para que fuera examinado y tratado...—Sí —respondió Tarbert—. Vendré. ¿Y Margaret?Ella abrió la boca para responder, pero Burke meneó la cabeza.—Mejor será que estemos solos. Por lo menos, en la primera prueba.—¿Por qué? —preguntó, curioso, Tarbert—. ¿Puede haber peligro?—No. Ninguno. Pero una tercera persona complicaría las cosas.—Está bien —dijo Margaret, con voz neutra.En otras circunstancias se hubiera sentido herida; no en este caso. La máquina no debía ser otra cosa que una aberración, una insensata acumulación de partes... Pero en ese caso, ¿el doctor Tarbert se tomaría tan en serio a Burke? Sin duda era capaz de advertir cualquier irregularidad científica, y no daba muestras de hacerlo en este caso. Quizá no fuera, después de todo, una locura. Pero entonces, ¿para qué servía? ¿Por qué deseaba Burke que ella no estuviera presente durante la prueba?Se apartó de los dos hombres y se deslizó en el almacén. En un ángulo había una vieja puerta con una sencilla cerradura de resorte. Movió la traba para que fuese posible abrirla desde el exterior y regresó al taller. Tarbert se estaba despidiendo; Margaret se marchó con él.Durmió mal esa noche y trabajó duramente al día siguiente. Por la noche, telefoneó a Ralph Tarbert, en busca de aliento. Pero no estaba, y Margaret pasó otra mala noche. Algo, ¿el instinto?, le decía que ese martes sería un día importante. Finalmente logró dormirse, y cuando despertó su mente estaba llena de congoja.Sin duda tenía razón. Burke tenía que estar loco. Telefoneó a su trabajo para avisar que estaba enferma.A mediodía trató de encontrar al doctor Tarbert, pero ninguno de sus colaboradores sabía dónde se encontraba.Víctima de una indefinible inquietud, Margaret sacó su coche del garaje y tomó por la Leghorn Road hacia el sur, hasta que vio a cuatrocientos metros de distancia los grises edificios de Electrodyne Engineering. Sintió una alarma nada racional, se desvió por un camino secundario, aceleró y condujo a gran velocidad durante muchos kilómetros. Después estacionó a un lado del camino y trató de recobrar el ánimo. Se estaba comportando de un modo absurdo. ¿Por qué sentía esos extraños impulsos? ¿Y qué eran esos ruidos misteriosos en su mente, y esas alucinaciones?Giró en redondo y regresó a la Leghorn Road. En el cruce vaciló, luego apretó los dientes y se dirigió a Electrodyne Engineering.En el estacionamiento estaba el viejo Plymouth descapotable, color negro, de Burke y el Ferrari del doctor Tarbert. Margaret frenó y permaneció un momento en el coche.No se oía ningún sonido, ni voces. Descendió ágilmente y se enfrentó con una nueva lucha interior. ¿Qué debía hacer? ¿Entrar por la puerta principal y meterse sin más en el despacho? ¿O utilizar la puerta del almacén?Optó por esto último, y dio la vuelta al edificio.La puerta estaba como la había dejado. La abrió y penetró en el poco alumbrado almacén.Aunque se movía con sigilo, le parecía que sus pasos sobre el suelo de cemento provocaban ecos.A mitad de camino se detuvo, débil, como un nadador que en medio de un lago duda en alcanzar la costa.Del taller surgía ahora un ruido de voces. Luego oyó un áspero grito de furia: la voz de Tarbert. Corrió y miró.Tenía razón; Burke estaba loco. Había atado al doctor Tarbert a las barras de su diabólica máquina, aplicando a su cabeza pesados electrodos. Y ahora le hablaba, con una sonrisa de diabólica crueldad en el rostro. Margaret apenas logró comprender algunas palabras, con tal violencia latía su corazón...—... En un entorno bastante menos agradable..., un planeta llamado Ixax..., el nopal, como pronto verá..., calma ahora, y despertará tauptu.—¡Sáqueme de aquí! —rugía Tarbert—. ¡Sea lo que sea, no quiero!Burke, pálido, no le hacía caso. Accionó un interruptor. Un fulgor azul violeta llenó de fluctuantes luces y sombras el espacio. Tarbert lanzó un inhumano grito de dolor y tiró de sus ligaduras.Margaret miraba con horrorizada fascinación. Burke tomó lo que parecía un plástico transparente y lo dispuso en torno a la cabeza y los hombros de Tarbert. Algo rígido parecía llenarlo y alejarlo de los aparatos situados detrás de la cabeza de Tarbert. Entre los intermitentes estallidos de luz azul y los feroces gritos de Tarbert, Burke amasaba y modelaba la película transparente.Margaret volvió en sí. Gher, gher, gher. Miró en torno buscando un arma, una barra de hierro, una llave inglesa, lo que fuera. No había nada a la vista. Casi se dispuso a atacar a Burke con las manos desnudas; lo pensó mejor y en cambio pasó por detrás de él hasta el despacho, donde había un teléfono, afortunadamente conectado. Llamó a la operadora.—Policía, policía —gritó—. Póngame con la policía.Se oyó una gruesa voz; Margaret balbuceó la dirección.—Aquí hay un demente; ¡está matando al doctor Tarbert!—Enviaremos un patrullero. Electrodyne Engineering, en la Leghorn Road, ¿no es eso?—Sí, deprisa, deprisa...Se le ahogó la voz en la garganta. Sintió una presencia a sus espaldas, y tuvo un momento de pánico glacial. Lentamente, con el cuello envarado, como si las vértebras giraran con gran dificultad, se volvió.Burke estaba en el vano de la puerta. Movió la cabeza apenado, regresó junto al cuerpo de Tarbert, que se sacudía cada vez que resplandecía la extraña luz, y continuó su tarea de modelar y tirar de la película transparente sobre la cabeza del hombre.A Margaret se le aflojaron las piernas, y se apoyó contra la jamba de la puerta. Se preguntó estúpidamente por qué Burke no la había tocado. Era un demente, sin duda debía haber oído que llamaba a la policía... A lo lejos oyó una sirena cada vez más audible.Burke se irguió. Jadeaba y tenía el rostro fatigado. Margaret nunca había visto una expresión tan maligna. Si hubiese tenido un arma en las manos, habría disparado; si sus piernas la hubiesen sostenido, le habría atacado con las uñas... Burke sostenía la película en forma de saco con algo dentro. Margaret no podía ver lo que era, pero el saco parecía moverse y debatirse. Su mente experimentó un sobresalto; el saco parecía de pronto cubierto por una mancha negra... Vio entonces que Burke lo pisoteaba. Y ése, pensó, era el más grave de sus actos. Una profanación.Entró la policía. Burke apagó la máquina. Mientras Margaret miraba, paralizada, avanzaron hacia Burke prudentemente. Burke esperaba, cansado y derrotado.Vieron entonces a Margaret.—¿Se encuentra bien, señorita?Ella asintió, pero no podía hablar. Se arrojó al suelo y se echó a llorar. Dos policías la llevaron hasta una silla e intentaron tranquilizarla. Pronto llegó una ambulancia y dos hombres de blanco se llevaron el cuerpo inconsciente del doctor Tarbert. Metieron a Burke en uno de los dos coches patrulla; ella iba en el otro, y más atrás iba su propio coche, conducido por un policía.9
Burke fue internado para su observación en el hospital estatal para dementes criminales, en una pequeña celda blanca con el techo celeste. Las ventanas eran de cristal esmerilado, y se hallaban protegidas exteriormente por unas rejas. La cama estaba empotrada en el suelo para que no pudiera meterse debajo. No había la menor posibilidad que pudiera ahorcarse; ni cables, ni brazos de lámpara, ni estantes; y hasta las bisagras de la puerta tenían un diseño especial para que una cuerda improvisada se deslizara sin encontrar apoyo.
Un pequeño grupo de psiquiatras examinó largamente a Burke. A él le parecieron personas inteligentes, pero también embusteros, pedantes o inseguros, como si se movieran a tientas entre una niebla de ofuscación debida a la dificultad del caso o a la falsedad de sus premisas básicas. A su vez, los psiquiatras encontraron a Burke coherente y amable, aunque advertían su aire triste y burlón durante la realización de los diversos tests, dibujos, tablas y juegos con que esperaban medir el grado preciso de su anormalidad.Finalmente, fracasaron. La presunta locura de Burke no se revelaba de ninguna forma objetiva. Con todo, los psiquiatras coincidieron en un diagnóstico intuitivo: paranoia extrema. Le describían como una persona «engañosamente racional, que vela con astucia sus obsesiones». Con tanta astucia velaba esas anormalidades —señalaban— que sólo psicopatólogos de gran experiencia, como ellos mismos, podían detectarlas. Informaron que Burke se mantenía retraído y no mostraba interés más que por una cosa: el estado de su víctima, el doctor Ralph Tarbert, a quien pidió ver en forma reiterada. Esa petición fue, por supuesto, denegada. Los psiquiatras solicitaron un período más extenso para un nuevo examen, antes de formular una recomendación precisa a la corte.Los días pasaban y la paranoia de Burke parecía agudizarse. Los psiquiatras observaron síntomas de persecución. Burke paseaba nervioso la vista por la habitación, como si persiguiera formas flotantes. Se negaba a comer y adelgazaba. Tenía miedo de la oscuridad, hasta el punto que se le permitió conservar por la noche una luz encendida. En dos ocasiones se le vio golpear con las manos el aire vacío.Burke sufría mental y físicamente. Sentía en su cerebro un constante tirón; una sensación similar a la desnopalización original aunque, por fortuna, menos intensa. Los xaxanos no le habían hablado de ese particular tormento. Si debían también sufrirlo además de la agonía de la desnopalización, Burke no podía objetar nada a su determinación de extirpar el nopal del universo.El malestar aumentaba, y empezó a sentirse medio enloquecido. Los psiquiatras le hacían preguntas solemnes y le observaban con aires de sabiduría, mientras el nopal que entraba y salía de la habitación le miraba con un grado casi igual de sabiduría. Finalmente, el jefe del equipo ordenó tranquilizantes. Burke se resistió, por miedo a dormirse. El nopal estaba ahora cada vez más cerca. Le miraba a los ojos, con sus púas erizadas y revueltas, como las plumas de una gallina que se revuelve en el polvo. Dos enfermeros se apoderaron de Burke, le aplicaron la inyección y, a pesar de su decisión de permanecer despierto, se durmió.Despertó dieciséis horas más tarde. Miró al cielo raso. El dolor de cabeza había desaparecido. Se sentía atontado, como alguien que sufre un catarro. Los recuerdos llegaban poco a poco, desganados, fragmentados. Alzó la vista y examinó el aire sobre su lecho. Para alivio suyo, no había ningún nopal. Suspiró, y volvió a apoyarse sobre la almohada.La puerta se abrió y le presentaron una bandeja de comida.Burke se incorporó y miró al enfermero. No tenía nopal. Sobre la cabeza del hombre, el espacio estaba limpio. No había un par de globos encima de los hombros cubiertos por una bata blanca.Burke tuvo un pensamiento. Se inclinó, alzó la mano, la llevó a la nuca. Sólo su propia piel, y su pelo...El enfermero le observaba. Burke parecía más tranquilo y casi normal. El psiquiatra, durante su ronda, recibió la misma impresión. Conversó brevemente con Burke, y sintió la convicción que éste había vuelto a la normalidad; por lo tanto, mantuvo una promesa que había hecho unos días atrás. Llamó por teléfono a Margaret Haven y le dijo que podía ver a Burke durante el horario normal de visitas.Esa misma tarde, avisaron a Burke de la visita de Margaret, y acompañado por un enfermero fue hasta un alegre salón engañosamente parecido al de un hotel rural.Margaret corrió a su encuentro y le tomó las manos. Miró su rostro y su expresión se iluminó de felicidad.—¡Paul! ¡Has vuelto a la normalidad! ¡Lo sé!—Sí —dijo Burke—, he vuelto a ser como antes. —Ambos se sentaron—. ¿Dónde está Ralph Tarbert? —preguntó.La mirada de Margaret vaciló.—No lo sé. Se perdió de vista apenas salió del hospital. —Apretó la mano de Burke—. No conviene que hablemos de esas cosas; el doctor no quiere que te excites.—Muy amable por su parte. ¿Cuánto tiempo se propone retenerme aquí?—No lo sé. Hasta que estén seguros, supongo.—Hum. No pueden tenerme aquí demasiado tiempo sin una orden especial de algún tipo...Margaret apartó la mirada.—La policía se ha desentendido del caso. El doctor Tarbert no ha presentado ningún cargo contra ti; sostiene que tú y él estaban realizando un experimento. La policía opina que él está tan...Burke se rió.—¿Tan loco como yo, eh? Bueno, pues no lo está; ha dicho la verdad.Margaret se inclinó hacia delante, llena de duda y ansiedad.—¿Qué es lo que ocurre, Paul? Estás metido en algo muy raro..., y estoy segura que no es un trabajo para el gobierno. Sea lo que sea, me preocupa.Burke suspiró.—No lo sé... Las cosas han cambiado. Quizás he estado loco. Quizás he vivido durante un mes en el delirio más extraño... No estoy seguro.Margaret apartó la vista y dijo en voz baja.—No sé si actué correctamente cuando llamé a la policía. Yo pensé que le estabas haciendo daño al doctor Tarbert... Ahora, ya no lo sé.Burke no contestó.—¿No me lo vas a contar?Burke sonrió con desmayo, y meneó la cabeza.—Pensarías que estoy loco de veras.—¿No estás enfadado conmigo?—Por supuesto que no.Sonó la campanilla que marcaba el final de la hora de visitas. Margaret se puso de pie. Burke la besó, y advirtió que la chica tenía los ojos húmedos. Le acarició el hombro y le dijo:—Algún día te contaré toda la historia. Quizás en cuanto salga de aquí.—¿Me lo prometes?—Te lo prometo.A la mañana siguiente, el doctor Kornberg, el jefe de psiquiatría del hospital, vio a Burke durante su ronda semanal de rutina.—Y bien, señor Burke —dijo—, ¿cómo se encuentra?—Muy bien. En realidad, me estoy preguntando cuándo me dejarán en libertad.El psiquiatra asumió la expresión distante y reservada con que solía afrontar ese tipo de preguntas.—Cuando sepamos qué es lo que marcha mal en usted, en el caso que así sea. Con franqueza, señor Burke, es usted una persona extraña.—¿No le consta que soy una persona normal?—No podemos adoptar decisiones basándonos en nuestras impresiones. Algunos de nuestros pacientes más enfermos parecen perfectamente normales. No me refiero a usted, desde luego; aunque presenta aún algunos síntomas desconcertantes.—¿Cómo por ejemplo?El psiquiatra rió.—No puedo violar el secreto profesional. Quizá «síntomas» sea una palabra demasiado fuerte. —Reflexionó—. Bueno, se lo diré de hombre a hombre. ¿Por qué se mira al espejo hasta cinco minutos seguidos?—Narcisismo, supongo —dijo Burke, sonriendo.El psiquiatra movió la cabeza.—No lo creo. ¿Y por qué intenta aferrar el aire por encima de su cabeza? ¿Qué es lo que espera encontrar?Burke se frotó el mentón y respondió:—Sencillamente, me ha sorprendido haciendo ejercicios de yoga.—De acuerdo. —El psiquiatra se puso de pie—. Muy bien...—Un momento, doctor. Usted no me cree. Piensa que bromeo, o que me comporto de un modo evasivo. Y en ambos casos, que aún muestro una conducta paranoide. Permítame que le haga una pregunta: ¿se considera usted un materialista?—No comparto ninguna religión metafísica, lo que las incluye, o las excluye, a todas. ¿Responde eso a su pregunta?—No por completo. Lo que me interesa es saber si admite la posibilidad de hechos y experiencias que se alejen de lo ordinario.—Sí, hasta cierto punto.—¿No cree que una persona a quien le ha ocurrido una experiencia extraordinaria, al referirla puede ser calificada de insana?—Desde luego. Pero si usted me informara que acaba de ver una jirafa azul con patines de ruedas y tocando la armónica, no le creería.—No, porque eso sería un simple absurdo, una burla de la normalidad. —Burke vaciló—. No seguiré, puesto que deseo salir de aquí lo antes posible. Pero esas acciones que usted ha observado, mirarse al espejo, tocar el aire..., surgen de circunstancias que considero especiales.Kornberg rió.—Es usted muy prudente.—Naturalmente. Estoy hablando con un psiquiatra en un sanatorio.Kornberg se puso en pie con decisión.—Debo continuar la ronda.Burke tuvo buen cuidado de no examinar el aire a su alrededor y de no mirarse demasiado al espejo; una semana más tarde salió del hospital. No había la menor acusación contra él; era un hombre libre.El doctor Kornberg le tendió la mano.—Me gustaría saber cuáles son esas «circunstancias especiales» que ha mencionado.—También a mí. Pienso investigarlas. Quizá me tenga de regreso aquí en breve plazo.Kornberg movió la cabeza, con una muda advertencia. Margaret tomó del brazo a Burke y lo llevó hasta su coche. Allí le abrazó y besó con euforia.—¡Estás libre, estás cuerdo, estás...!—Sin trabajo —dijo Burke—. Pero quiero ver de inmediato a Tarbert.La cara de Margaret, un espejo de agua clara para sus emociones, demostró su desaprobación. Dijo con una ligereza demasiado transparente:—No te preocupes por el doctor Tarbert... Está muy ocupado con sus propios asuntos.—Debo ver a Ralph Tarbert.Margaret balbuceó:—¿Y no crees... que podríamos hacer otra cosa?Burke sonrió. Era obvio que Margaret había decidido —o que le habían aconsejado— apartarle de Tarbert.—Margaret —dijo con ternura—, se trata de algo que tú no comprendes. Es preciso que vea a Tarbert.Margaret exclamó, angustiada:—¡No quiero que tengas más problemas! Imagínate que vuelvas a..., a excitarte.—Me excitaré mucho más si no veo a Tarbert. Por favor, Margaret. Hoy mismo te lo explicaré todo.—No es sólo por ti. También es por el doctor Tarbert... Ha cambiado. Era tan amable..., y ahora es duro y amargo. De veras, Paul, me da miedo. Me parece un ser maligno.—Yo sé que no lo es. Vamos.—Me has prometido contarme cómo llegaste a esa terrible situación.—Así es —repuso Burke, con un profundo suspiro—. Hubiese querido mantenerte al margen todo lo posible. Pero te lo he prometido... ¿Dónde está Ralph?—En Electrodyne Engineering. Se instaló allí apenas te fuiste. Está muy raro.—No me asombra. Si todo esto es verdad, si no estoy verdaderamente loco...—¿No lo sabes?—No. Lo sabré en cuanto vea a Tarbert. Quisiera estar loco de veras. Me sentiría muy feliz y aliviado si pudiera creer que lo estoy.La cara de Margaret mostró su turbación y su asombro, pero no respondió.En la Leghorn Road la resistencia de Margaret se hizo más notoria. Incluso el mismo Burke empezaba a pensar que no era buena idea visitar a Tarbert. En su cerebro estallaban relámpagos de clara luminosidad, y en sus centros auditivos surgía una sensación sibilante, casi la de un golpe. Un golpe, un gruñido. Gher, gher, gher. El mismo sonido que había escuchado antes, en Ixax. ¿O acaso era Ixax una ilusión, y él estaba loco? Burke sacudió con tuerza la cabeza. Todo era una locura. Obligado por una absurda ilusión, había atado al pobre Tarbert a su máquina casera de tortura, y casi le había matado. Tarbert era a veces una persona de carácter difícil, hasta desagradable... Decididamente, no quería verle. A medida que se acercaban a Electrodyne Engineering, mayor era el rechazo, más claro el sonido discordante en su mente. Gher, gher, gher. La luz también aumentaba de intensidad, fluctuaba antes sus ojos y creaba visiones: colores oscuros, un objeto terriblemente parecido a una mujer ahogada en el fondo de un océano verdinegro, con su largo pelo claro en libertad... Unas algas como de cera con estrellas en las puntas, como una malva loca en flor... Un cubo de espagueti que giraban, hechos de un tembloroso cristal azul verdoso... Burke inspiró entre los labios entreabiertos, y se frotó los ojos con el dorso de la mano.Margaret observaba con esperanza cada uno de sus gestos de incomodidad. Pero Burke apretó las mandíbulas con obstinación. Cuando viera a Tarbert sabría la verdad.Margaret estacionó. Allí estaba el coche de Ralph. Con pies de plomo, Burke avanzó hasta la puerta. El gruñido de su mente era ahora claramente amenazador. Dentro del edificio había una presencia maligna. Era como si Burke fuese un hombre prehistórico ante una oscura caverna que hedía a sangre y a carroña...Intentó abrir. La puerta estaba cerrada, y llamó.Algo se agitó en su interior. «¡Huye mientras puedas! ¡Todavía hay tiempo! ¡No esperes! ¡No esperes! ¡Vete!»Tarbert apareció. Un Tarbert monstruoso, un vil y malévolo Tarbert...—Hola, Paul —dijo, sonriente y burlón—. ¿Le dejaron salir, por fin?—Sí —dijo Burke, sin poder evitar que le temblara la voz—. Ralph..., ¿estoy loco o no? ¿Puede verlo?Tarbert le miró con la astucia de un tiburón hambriento. Sólo deseaba atraparle, llevarle al infortunio y la tragedia.—Sí, ahí está —dijo Tarbert.Burke suspiró con fuerza. Oyó la voz asustada de Margaret:—¿A qué se refiere? Dime, Paul, ¿qué es?—El nopal. Está sobre mi cabeza, y se alimenta de mi cerebro.—¡No! —gritó Margaret, tomándole el brazo—. ¡No le creas! ¡Miente! ¡No hay nada! ¡Te estoy mirando, y no tienes nada!—De modo que no estoy loco —dijo Burke—. Tú no puedes verlo porque también tienes tu nopal. Es él quien no te deja ver. Y trata de hacernos creer que Ralph es un ser maligno, así como te hizo pensar que yo lo era.En la cara de Margaret aparecieron el asombro y la incredulidad.—Yo quería mantenerte alejada de esto. Pero no es posible, y más vale que sepas lo que ocurre.—¿Qué es el nopal? —susurró Margaret.—Sí —dijo Tarbert—. ¿Qué es? Tampoco yo lo sé.Burke tomó por el brazo a Margaret y la condujo al despacho.—Siéntate. —Margaret lo hizo, y Tarbert se apoyó contra un mueble del despacho—. Sea lo que sea, el nopal no es nada agradable. Un espíritu maligno, un parásito de la mente... Pero eso no son más que palabras, que no describen las cosas. En este momento, Margaret, el nopal nos induce a odiar a Tarbert. Nunca comprendí su poder hasta que llegamos a la Leghorn Road.Margaret se puso las manos sobre la cabeza.—¿Está..., ahora..., sobre mí?Tarbert asintió.—Puedo verlo. No es un bonito espectáculo.Margaret se hundió en el sillón, con las manos unidas. Miró a Burke con una sonrisa incierta.—¿Es una broma, verdad? Sólo para asustarme...Burke le acarició la mano.—Quisiera que lo fuese. Pero no es una broma.—¿Pero cómo es que nadie más lo ve? —preguntó Margaret, todavía incrédula—. ¿Cómo no saben nada los hombres de ciencia?—Te contaré toda la historia.—Ya es hora —dijo secamente Tarbert—. Me encantará oírla; hasta ahora no sé nada en absoluto, aparte del hecho que todo el mundo lleva un monstruo encaramado en la cabeza.—Lo siento, Ralph —dijo Burke, sonriendo—. Supongo que habrá sido un duro golpe.—No puede imaginárselo —confirmó Tarbert, ceñudo.—Pues bien, la cosa empezó así...10
Era ya de noche. Los tres estaban sentados en el taller, dentro del círculo de luz que rodeaba al desnopalizador. En un banco de carpintero burbujeaba una cafetera eléctrica.
—Es una situación tremenda —decía Burke—. No sólo para nosotros; para todos. Necesitaba ayuda, Ralph. Tuve que hacerlo.Tarbert miraba el desnopalizador. Hubo un silencio, tan sólo interrumpido por el canturreo en la mente de Burke. Tarbert parecía todavía la personificación de todos los males y peligros, pero Burke, cerrando su mente a esa idea, insistía en que Ralph era su único amigo y aliado, aunque no pudiera mirar su rostro malévolo.—Todavía puede elegir —le dijo Burke—. Después de todo, no es responsabilidad suya. Ni tampoco mía, desde luego. Pero ahora que sabe lo que ocurre, puede también descartarlo, sin guardarme rencor.Tarbert sonrió con tristeza.—No me quejo. Más pronto o más tarde, esto me hubiese afectado. Quizá sea mejor que haya ocurrido desde el principio.—Lo mismo pienso yo. ¿Cuánto tiempo he estado en el sanatorio?—Unas dos semanas.—Dentro de dos semanas más, el nopal volverá a caer sobre usted. Se dormirá y al despertar pensará que todo ha sido una terrible pesadilla. Así me sentía yo. Y no tendrá dificultad para olvidar, porque el nopal le ayudará.Los ojos de Tarbert se enfocaron en un punto situado sobre el hombro de Burke, y se estremeció.—¿Con esa cosa mirándome? —Movió la cabeza—. No comprendo cómo puede usted soportarlo, sabiendo cómo es.Burke hizo una mueca.—Está tratando de aplacar la repugnancia... Sofocan las ideas que les molestan; logran cierto grado de control. Pueden alentar la hostilidad latente de cualquier persona. Es peligroso ser un tauptu en el mundo de los chitumih.Margaret cambió de posición.—No comprendo cómo pueden tener esperanzas.—No se trata de tener o no esperanzas; es algo que debemos hacer. Los xaxanos nos han dado un ultimátum. O limpiamos nuestro planeta, o lo limpiarán ellos. Son capaces, y lo bastante despiadados para hacerlo.—Puedo comprender su determinación —repuso, pensativo, Tarbert—. Han sufrido mucho, al parecer.—Pero nos infligen, o tratan de infligirnos, el mismo sufrimiento —protestó Burke—. A mí me parecen duros, violentos, dominantes.—Los ha visto usted a la luz menos favorable. Sin embargo, me imagino que le han tratado con todas las contemplaciones que podían. Yo propondría postergar el juicio sobre los xaxanos hasta que los conozcamos mejor.—Yo los conozco bastante bien —gruñó Burke—. No olvide que he sido testigo de...Se interrumpió. Quizás el nopal le impulsaba a atacar a los xaxanos; probablemente la defensa de Tarbert era la actitud más racional... Y, sin embargo, por otra parte...Tarbert interrumpió sus especulaciones.—Hay muchas cosas que no comprendo —dijo—. Por ejemplo, ellos llaman Nopalgarth a la Tierra. Quieren que nos libremos del nopal, evidentemente para eliminar un foco de la plaga. Pero el universo es grande; puede haber otros mundos afectados por el nopal. No pueden purificar todo el universo, como no se puede suprimir a todos los mosquitos del mundo poniendo insecticida en una charca.—Según me dijeron, ésa es precisamente su finalidad. Están montando una cruzada antinopal, y somos los primeros conversos. Por eso debemos ocuparnos de la Tierra. Es una tremenda responsabilidad, y no veo cómo podemos deshacernos de ella.—Pero si esas cosas existen —insinuó Margaret—, y se le explica a la gente...—¿Quién nos creería? No podemos desnopalizar a cada persona que pasa. No duraríamos ni cuatro horas. Y si nos fuéramos a alguna isla remota, si estableciéramos una colonia de tauptu y por fortuna lográramos escapar a la persecución y al exterminio, terminaríamos por iniciar una guerra del tipo xaxano.—Entonces... —dijo Margaret.Burke la interrumpió:—Si no hacemos nada, los xaxanos nos destruirán. Han matado en Ixax a millones de chitumih. ¿Por qué vacilarían en hacer aquí lo mismo?—Deberíamos tranquilizarnos y reflexionar con calma —dijo Tarbert—. Se me ocurren una docena de preguntas que me gustaría explorar. ¿No hay ningún modo de eliminar al detestable nopal aparte de esta máquina de tortura? ¿No existe la posibilidad que el nopal sea una parte del organismo humano, como eso que se suele denominar el «alma»? ¿O una especie de imagen refleja de los procesos mentales, o de la mente inconsciente?—Si es una parte de nosotros mismos —musitó Burke—, ¿por qué tiene ese aspecto tan espantoso?Tarbert rió.—Si yo sacudiera sus intestinos delante de su cara, tampoco le gustarían.—Es verdad —respondió Burke. Luego pensó un momento—. En respuesta a su primera pregunta..., los xaxanos no saben cómo atacar al nopal, si no es con el desnopalizador. Lo que no significa, desde luego, que no pueda haber otros medios. En cuanto a que el nopal sea parte del organismo humano..., la verdad es que no obra como si lo fuese. Flotan en el aire, pasan de unos planetas a otros, actúan como criaturas independientes. Si existe alguna especie de simbiosis hombre-nopal, parecería operar en exclusivo beneficio del nopal. Por lo que yo sé, no proporciona ninguna ventaja a su huésped; aunque tampoco parece que cause un daño activo.—Entonces, ¿por qué están los xaxanos tan ansiosos por deshacerse del nopal y por eliminarlo del universo entero?—Porque es horrible, supongo —repuso Burke—. Para ellos, parece ser razón suficiente.Margaret se estremeció.—A mí me ocurre algo extraño —dijo—. Si esa cosa existe, como ustedes dos sostienen, yo debería sentir mayor repugnancia; pero no es así. La verdad es que no me importa.—Tu nopal oprime el nervio adecuado en el momento preciso —respondió Burke.—Eso supondría que posee una inteligencia considerable —observó Tarbert—, y plantearía una nueva serie de preguntas: ¿comprende el nopal las palabras, o sólo siente las emociones desnudas? Aparentemente, vive en un solo huésped hasta que ese huésped muere. En ese caso, tendría la oportunidad de aprender la lengua. Aunque por otra parte, podría no poseer una memoria de tanta capacidad. O no tener memoria alguna.Margaret dijo:—Si se queda en una sola persona hasta que ésta muere, al nopal le conviene mantenerla viva.—Así parece.—Y eso podría explicar las premoniciones de peligro, los presentimientos y demás.—Es muy posible —reconoció Tarbert.Llamaron perentoriamente a la puerta. Tarbert se puso de pie; Margaret, sorprendida, se volvió con la mano ante la boca.Tarbert empezó a avanzar hacia la puerta; Burke le detuvo.—Es mejor que abra yo. Soy chitumih, como todo el mundo.Atravesó el taller en penumbra, hacia el despacho y la puerta exterior. A mitad de camino se detuvo. Miró hacia atrás; Margaret y Tarbert, en la pequeña isla de luz amarilla, esperaban inmóviles.De nuevo sonaron tres golpes. Un ruido mesurado y amenazador.Burke obligó a sus piernas a moverse, recorrió el oscuro despacho y miró por el panel de cristal. De un alto ciprés colgaba una pálida media luna; entre las sombras había una gran figura oscura.Burke abrió lentamente la puerta y la figura se adelantó. Los haces de luz de los coches que pasaban por la Leghorn Road revelaron una piel gris, una nariz prominente como un arco inclinado, unos ojos opacos. Era Pttdu Apiptix, el xaxano. Y tras él, en las sombras, pudo sentir más que ver otras cuatro formas xaxanas, con mantos negros que los semejaban a coleópteros, y yelmos de metal con una cimera de espinas.Apiptix miró inexpresivo a Burke, quien volvió a sentir el odio y el temor que originariamente le inspiraban los tauptu. Se resistió; pensó en su nopal mirando a los xaxanos por encima de sus hombros, pero no fue suficiente.Pttdu Apiptix avanzó con lentitud; y en ese instante, en la carretera, a treinta metros, frenó un coche. Una luz roja parpadeaba; una linterna buscó la planta de Electrodyne.Burke salió hacia delante.—Rápido, detrás de los árboles. ¡La patrulla de carreteras!Los xaxanos se ocultaron entre las sombras, como una hilera de bárbaras estatuas. Se oyó la radio del patrullero; luego se abrió la puerta y dos figuras descendieron.Con el corazón en la garganta, Burke se acercó. La linterna le enfocó.—¿Qué ocurre? —preguntó.No hubo respuesta. Los policías lo estudiaban con expresión suspicaz.—No ocurre nada —dijo una voz fría—. Estamos efectuando un control. ¿Hay alguien dentro?—Amigos.—¿Tiene autorización para estar aquí?—Naturalmente.—¿Le importa que echemos un vistazo?Se adelantaron, sin preocuparse del hecho que a Burke le importara o no. Las linternas se movieron de un lugar a otro, sin alejarse demasiado de Burke.—¿Están buscando algo? —preguntó éste.—Nada en particular. Pero éste es un lugar sospechoso. Ya ha habido problemas antes.Lleno de ansiedad, Burke observaba sus movimientos. En dos oportunidades estuvo a punto de lanzar una advertencia; la tos contuvo su voz. ¿Qué podía decirles? Sin duda presentían la proximidad de los xaxanos; mostraban cierto nerviosismo. Burke vio las formas ocultas detrás de los árboles... Las luces derivaron hacia ellos... Margaret y Tarbert aparecieron en la puerta.—¿Quién es? —preguntó Tarbert.—Policía, ¿quién es usted?Tarbert respondió, y un momento después los hombres volvieron hacia la carretera. Una de las linternas iluminó los cipreses... La luz vaciló y se afirmó. Los policías lanzaron una exclamación ahogada y sacaron sus armas.—¡Quienquiera que sea, salga de ahí!La única respuesta fueron dos breves llamas rosadas, dos líneas rosadas parpadeantes. Los policías parecieron iluminarse, y cayeron como sacos vacíos.Burke gritó, dio un traspiés, se detuvo. Pttdu Apiptix le miró un instante, luego se volvió hacia la puerta.—Vamos adentro —dijo la caja parlante.—¡Pero esos hombres...! —exclamó Burke—. ¡Es un crimen!—Calma. Los cuerpos serán eliminados. El coche también.Burke miró al coche patrulla y oyó la voz metálica de la radio.—No comprenden lo que ha ocurrido... Nos pueden arrestar y ejecutar...Se interrumpió cuando comprendió lo absurdo de sus palabras. Apiptix, sin ocuparse de él, se dirigió al edificio con dos compañeros; los otros dos se movieron hacia los cadáveres. Burke tenía la piel de gallina. Tarbert y Margaret retrocedieron ante las altas formas grises.Los xaxanos se detuvieron al borde del círculo de luz.—Si tenían alguna duda... —les dijo amargamente Burke a Margaret y a Tarbert.—Las he descartado por completo —repuso éste.Apiptix se aproximó al desnopalizador y lo examinó sin comentarios. Luego se volvió a Burke.—Este hombre —dijo, señalando a Tarbert— es el único tauptu de la Tierra. En el tiempo transcurrido, podría haber organizado usted un escuadrón entero.—Me encerraron —dijo Burke, taciturno. El desagrado que le inspiraba Pttdu Apiptix, ¿procedía enteramente del nopal?—. Y por otra parte, no estoy seguro que desnopalizar grandes cantidades de personas sea lo mejor por el momento.—¿Y qué propone entonces?Tarbert hizo una apelación a la concordia.—Pensamos que debemos saber más acerca del nopal. Quizás existen formas más simples de desnopalizar. —Miró con interés a los xaxanos—. ¿No han intentado otros medios?Los ojos color de lodo de Apiptix se fijaron impasibles en los de Tarbert.—No somos sabios; somos guerreros. El nopal llegó hasta Ixax desde Nopalgarth. Una vez al mes debemos eliminarlo de nuestras mentes. Se trata de una plaga de ustedes; es preciso que actúen de inmediato.Tarbert asintió, con una aquiescencia que Burke juzgó, resentido, demasiado fácil.—Comprendemos que su impaciencia está justificada.—¡Necesitamos tiempo! —exclamó Burke—. Sin duda pueden concedernos uno o dos meses.—¿Para qué necesitan tiempo? El desnopalizador está listo. No hay más que utilizarlo.—Es mucho lo que debemos aprender —repuso Burke—. ¿Qué es el nopal? Parece repulsivo, pero..., ¿quién sabe? Incluso podría ejercer un efecto benéfico.—Una divertida especulación. —Apiptix no parecía precisamente divertido—. Les aseguro que el nopal es perjudicial. Ha perjudicado a Ixax al determinar una guerra de cien años.—¿Es inteligente el nopal? —continuó Burke—. ¿Se puede comunicar con los hombres? Queremos saberlo.Apiptix le miró con lo que parecía sorpresa.—¿De dónde proceden esas ideas?—A veces siento que el nopal trata de decirme algo.—¿Con qué fin?—No lo sé. Cuando me acerco a un tauptu, en mi mente escucho una extraña palabra. Suena como, gher, gher, gher.Apiptix volvió lentamente la cabeza, como si no pudiera soportar la visión de Burke.Tarbert observó:—Es verdad que sabemos demasiado poco. Nuestra tradición nos impulsa a pensar primero y obrar después.—¿Qué es la tela de nopal? —preguntó Burke—. ¿Se puede hacer con una materia diferente? Y otra cosa, ¿de dónde vino el primer trozo de tela de nopal? Si un solo hombre logró desnopalizarse accidentalmente, es difícil saber cómo pudo fabricar la tela.—Eso es irrelevante —dijo la caja parlante del xaxano.—Tal vez sí, tal vez no —repuso Burke—. Pero indica una zona de ignorancia...; ¿también para ustedes? ¿Saben cómo apareció la primera tela de nopal?El xaxano le miró un momento, con sus impasibles ojos color cerveza. Burke no podía leer sus emociones. Por fin, Apiptix dijo:—Ese conocimiento, si existe, no puede ayudarle a destruir al nopal. Proceda de acuerdo con sus instrucciones.Aunque era monótona y mecánica, la voz lograba transmitir una siniestra sugestión, pero Burke, reuniendo todo su valor, agregó:—No podemos actuar a ciegas. Es demasiado lo que ignoramos. Esta máquina destruye al nopal, pero no puede ser el mejor método, ni el mejor medio de enfocar el problema. Piensen en su planeta, que está en ruinas; en su población, casi extinguida. ¿Quieren provocar idéntico desastre en la Tierra? Dennos algún tiempo para aprender, para experimentar, para comprender el asunto.El xaxano guardó silencio por un instante.—Ustedes, los terrestres, están llenos de sutileza —dijo la caja—. Para los xaxanos, la destrucción del nopal es el único problema. Recuerden que no necesitamos su ayuda; podríamos destruir al nopal de Nopalgarth en cualquier momento, esta noche o mañana. ¿Saben cómo lo haremos, si es preciso? —sin esperar respuesta se dirigió a la mesa y recogió la tela de nopal—. Ya conocen las peculiares cualidades de este material. Saben que no posee masa ni inercia, que responde a la telequinesis, que es casi infinitamente extensible, y que es impenetrable para el nopal.—Lo sabemos.—Estamos preparados para envolver la Tierra en tela de nopal. Podemos hacerlo. El nopal quedará atrapado; el movimiento del planeta lo arrancará de los cerebros huéspedes; pero esos cerebros quedarán destruidos y la población de la Tierra perecerá.Nadie habló. Apiptix continuó:—Es un recurso drástico, pero no sufriremos más tormentos. He explicado lo que deben hacer. Exterminen ustedes mismos al nopal, o lo haremos nosotros.Se volvió, y salió del taller con sus dos congéneres.Burke le siguió, ardiendo de indignación. Trató de moderar su voz cuando dijo, dirigiéndose a las dos altas espaldas cubiertas con capas:—No pueden esperar que hagamos milagros. ¡Necesitamos tiempo!Apiptix no se detuvo.—Tienen una semana.Los tres xaxanos entraron en la noche, seguidos por Burke y Tarbert. A la sombra de los cipreses aparecieron los otros dos, pero no se veían los cadáveres ni el coche de la policía. Burke trató de hablar, pero la voz quedó sofocada en su garganta. Mientras él y Tarbert miraban, los xaxanos se quedaron inmóviles y erguidos; luego se elevaron en el aire, con creciente velocidad, y desaparecieron en el espacio entre las estrellas.—¿Cómo pueden hacer eso? —preguntó Tarbert, maravillado.—No lo sé —repuso Burke, mientras se sentaba en un escalón, agotado y con náuseas.—¡Es magnífico! Un pueblo dinámico... A su lado, somos como moluscos.Burke le miró, suspicaz.—Dinámico y asesino —observó con acritud—. Nos han metido en un nuevo problema. Este lugar se llenará de policías en cualquier momento.—No lo creo. El coche y los cuerpos han desaparecido. Es un lamentable asunto.—Especialmente para los policías.—Es el nopal... —observó Tarbert, y Burke se obligó a pensar que debía de tener razón.Se puso en pie y ambos volvieron al interior.Margaret estaba en el despacho.—¿Se han ido?Burke asintió.—En mi vida he pasado tanto miedo —dijo Margaret, estremecida—. Es como estar nadando y encontrarse con un tiburón.—Tu nopal modifica las sensaciones —dijo Burke—, y yo tampoco puedo pensar con claridad. —Miró al desnopalizador—. Supongo que debería aplicarme el tratamiento. —De pronto sintió un violento dolor de cabeza—. El nopal no está de acuerdo.Se sentó, cerró los ojos, y el dolor se calmó progresivamente.—No estoy seguro que sea una buena idea —dijo Tarbert—. Más vale que conserve el nopal por un tiempo. Uno de nosotros tiene que conseguir reclutas para el escuadrón, como dice el xaxano.—¿Y después qué? —preguntó Burke, con voz sorda—. ¿Ametralladoras? ¿Cócteles Molotov? ¿Bombas? ¿Contra quién peleamos primero?—¡Es tan brutal y tan insensato! —protestó Margaret.Burke pensaba lo mismo.—Es una situación brutal... Pero no podemos hacer gran cosa. No tenemos libertad de acción.—Han pasado un siglo combatiendo contra el nopal —dijo Tarbert—. Probablemente ya saben todo lo que se puede saber sobre él.—¡Pero si tampoco ellos saben nada, lo han admitido! —replicó Burke—. Nos están presionando, tratan que perdamos el equilibrio. ¿Por qué? ¿Qué más da unos días más o menos? Ocurre algo muy raro.—Palabras del nopal. Los xaxanos son duros, pero parecen honestos. Es evidente que no son tan brutales como el nopal le induce a creer; si lo fueran, desnopalizarían la Tierra sin darnos ninguna oportunidad.Burke trató de poner en orden sus pensamientos.—Es posible —respondió—. Y también pueden tener alguna razón para querer que la Tierra esté desnopalizada, pero poblada.—¿Y qué razón pueden tener? —preguntó Margaret.Tarbert movió la cabeza con escepticismo.—Nos estamos poniendo sutiles, como dirían los xaxanos.—No nos dan tiempo para investigar —se quejó Burke—. Por lo que a mí se refiere, no deseo embarcarme en semejante proyecto sin estudiarlo. Es razonable que nos concedan algunos meses.—Tenemos una semana —dijo Tarbert.—¡Una semana! —exclamó Burke, con sorna. Le dio un puntapié al desnopalizador—. Si por lo menos pudiésemos inventar algo diferente, más fácil e indoloro, todo sería mejor. —Se sirvió una taza de café, lo probó y escupió con disgusto—. Ha hervido.—Haré otro —se apresuró a decir Margaret.—Tenemos una semana —repitió Tarbert, paseando con las manos en la espalda—. Una semana para concebir, explorar y desarrollar una nueva ciencia.—No es tanto —dijo Burke—. Sólo falta establecer un método de enfoque, descubrir instrumentos y técnicas de investigación y crear la nomenclatura. Apenas si debemos concentrarnos en una aplicación específica: la rápida desnopalización de Nopalgarth. Y después de seleccionar y poner a prueba nuestras ideas, podemos tomarnos el resto de la semana libre.—A trabajar —dijo Tarbert—. Nuestro punto de partida es el hecho que el nopal existe. Estoy viendo el suyo, y observo que no le agrado.Burke se movió inquieto, consciente de la entidad establecida sobre su cuello.—No nos lo recuerde —pidió Margaret, que acababa de limpiar el filtro de la cafetera—. Ya es bastante malo saberlo.—Lo siento. De modo que empezamos con el nopal, una criatura ajena por completo a nuestra vieja imagen de las cosas. El simple hecho de su existencia es, sin embargo, significativo. ¿Qué es el nopal? ¿Un fantasma, un espíritu, un demonio?—¿Qué más da? —refunfuñó Burke—. Clasificarlo no lo explica.Tarbert no le prestó atención.—Sea como fuere, está hecho de un material desconocido. Un nuevo tipo de materia, semiinvisible, impalpable, sin masa ni inercia. Aparentemente, el nopal se nutre de nuestra mente, o de nuestros procesos de pensamiento; y sus cuerpos muertos responden a la telequinesis, lo que es muy sugerente.—Lo que sugiere es que el pensamiento es un proceso bastante más material de lo que creíamos —dijo Burke—. O quizá sería más exacto decir que parece haber ciertos procesos materiales relacionados con el pensamiento, y que aún no podemos definir.—Por supuesto, la telepatía, la clarividencia, y los demás fenómenos llamados psiónicos indican lo mismo —sugirió Tarbert—. Es posible que el nopal sea precisamente esa materia. Cuando algo, un pensamiento, o una vívida impresión, pasa de una mente a otra, ambas mentes se ligan materialmente de algún modo. No es posible una acción a distancia. Para conocer al nopal, deberíamos ocuparnos del pensamiento.Burke movió la cabeza.—No sabemos más del pensamiento que del nopal. Incluso sabemos menos. El encefalógrafo registra un subproducto del pensamiento. Los médicos afirman que ciertas partes del cerebro se hallan vinculadas a ciertos tipos de pensamiento. Suponemos que la telepatía es instantánea, cuando no más rápida aún.—¿Cómo puede algo ser más rápido que lo instantáneo? —preguntó Margaret.—Puede llegar antes de partir, en cuyo caso se llama premonición.—Oh.—De cualquier modo —dijo Burke—, se podría pensar que el pensamiento es algo distinto de la materia común, que obedece a leyes diferentes y que actúa en un conjunto de dimensiones diferentes, es decir es un espacio distinto, lo que supone un universo distinto.Tarbert frunció el ceño.—Va usted muy deprisa, y utiliza el término «pensamiento» con cierta imprecisión. Después de todo, ¿qué es el pensamiento? Según sabemos, la expresión describe un conjunto de procesos químicos y eléctricos de nuestro cerebro, más elaborados, sí, pero no más misteriosos en sí que las operaciones de un computador. Con toda la buena voluntad del mundo, no puedo ver cómo el «pensamiento» puede producir milagros metafísicos.—Entonces, ¿qué sugiere?—Para empezar, mencionaré algunas especulaciones recientes en el campo de la física nuclear. Ya sabe cómo se descubrió el neutrino: en cierta reacción, entraba más energía de la que salía, y eso sugirió la acción de una partícula desconocida. Se han revelado discrepancias más delicadas todavía. Las paridades no siempre son equivalentes, y parece como si operase una nueva e insospechada fuerza «débil».—¿Adónde quiere ir a parar? —refunfuñó Burke. Luego se obligó a borrar su ceño fruncido y a reemplazarlo con una desmayada sonrisa—. Lo siento —agregó.Tarbert, con un gesto, indicó que la excusa no era necesaria.—Estoy viendo su nopal —dijo—. ¿Que adónde quiero ir a parar? Conocemos dos fuerzas poderosas: la energía que une los núcleos, y los campos electromagnéticos; y, si ignoramos la fuerza de decadencia beta, una fuerza débil: la gravedad. La cuarta fuerza es mucho más débil que la gravedad, y menos perceptible que el neutrino. Y lo que sugiere, o podría sugerir, es que el universo tiene un complemento en sombras, completamente congruente, basado en esa cuarta fuerza. Sigue siendo un único universo, y no hay nuevas dimensiones; sólo que el universo material tiene otro aspecto constituido por una sustancia, o un campo, o una estructura, como usted quiera llamarle, invisible para nuestros sentidos y para nuestros mecanismos sensorios.—He leído algo así. Lo cierto es que no le dediqué mucha atención... Pero estoy seguro que es el buen camino. Ese universo de la fuerza débil, ese para-cosmos, puede ser el ambiente del nopal, así como el dominio de los fenómenos psiónicos.—Pero si ese paracosmos de la cuarta fuerza es indetectable... —observó Margaret—, si la telepatía no se puede detectar, ¿cómo sabemos que existe?Tarbert rió.—Mucha gente afirma que no existe. No han visto al nopal, desde luego. —Miró al espacio situado sobre las cabezas de Burke y de Margaret—. El hecho es que el para-cosmos no es tan imposible de detectar. Si lo fuese las discrepancias que permitieron el descubrimiento de la cuarta fuerza jamás se hubiesen advertido.—Suponiendo que así fuese —dijo Burke—, y lo cierto es que necesitamos suponer algo como punto de partida, entonces la cuarta fuerza, suficientemente concentrada, podría influir sobre la materia. O mejor dicho, la cuarta fuerza influye sobre la materia; pero sólo lo advertimos cuando la fuerza se concentra.—Entonces, ¿la telepatía es una proyección, o un rayo de esa cuarta fuerza? —dijo Margaret, desconcertada.—No —respondió Tarbert—, yo no lo diría así. Nuestros cerebros no pueden generar la cuarta fuerza. No me parece que debamos alejarnos demasiado de la física convencional para explicar los fenómenos psiónicos, si aceptamos la existencia de un universo análogo, congruente con el nuestro.—Todavía no lo comprendo —repuso Margaret—. ¿No se supone que la telepatía es instantánea? Si el mundo análogo es exactamente congruente con el nuestro, ¿por qué no deberían ocurrir los acontecimientos a la misma velocidad en ambos?—Bien —Tarbert reflexionó unos instantes—. Otra hipótesis, o quizá sería mejor considerarla una inducción. Lo que sabemos de la telepatía y del nopal sugiere que las partículas análogas gozan de mayor libertad que las nuestras. Como globos comparados con ladrillos. Están construidas con campos débiles; y lo que es más importante, no están constreñidas de modo rígido a los campos fuertes. En otras palabras, el mundo análogo es topológicamente congruente con el nuestro, pero no a nivel dimensional. En realidad, las dimensiones no tienen verdadero significado.—Entonces, «velocidad» o «tiempo» serían también palabras sin significado real —acotó Burke—. Eso puede darnos una idea sobre la teoría de las naves espaciales xaxanas. ¿Le parece posible que penetren en el universo análogo de algún modo? —Alzó la mano cuando Tarbert empezó a hablar—. Lo sé; ya se encuentran en el universo análogo. No debemos confundirnos con los conceptos de las cuatro dimensiones.—Eso es —asintió Tarbert—. Pero volvamos a la unión entre los universos. Me gusta la imagen de globos y ladrillos. Cada globo está atado a un ladrillo. Los ladrillos pueden perturbar a los globos, pero no resulta tan sencillo a la inversa. Consideremos lo que ocurre en el caso de la telepatía. Las corrientes de mi mente generan una fuerza similar en el para-cosmos análogo de mi mente, mi mente-sombra, por así decirlo. En ese caso, los ladrillos mueven a los globos. Por algún mecanismo desconocido, quizá porque mi yo análogo crea vibraciones análogas que son interpretadas por otra personalidad análoga, los globos pueden mover a los ladrillos. Y las corrientes nerviosas son transferidas de vuelta al cerebro receptor, si las condiciones son adecuadas.—Esas condiciones adecuadas —agregó Burke, pensativo—, bien pueden ser el nopal.—Así es. Aparentemente, el nopal es una criatura del para-cosmos, construida con la tela de los globos y, por alguna razón, viable en ambos universos.El café estaba a punto. Margaret lo sirvió.—Me pregunto —dijo— si no es posible que el nopal no tenga existencia alguna en este universo.Tarbert alzó las cejas apenado, demostración de protesta que Burke encontró exagerada.—¡Pero si lo estoy viendo!—Quizá sólo cree que es así —agregó Margaret—. Imagínese que el nopal exista solamente en el otro cosmos, y que se alimenta de los análogos... Lo ve usted por clarividencia o, mejor aún, quien lo ve es su análogo. Y esa visión es tan clara y vívida que cree usted que el nopal es un objeto material real.—Pero querida Margaret...Burke le interrumpió.—Sin embargo, tiene sentido. Yo también he visto al nopal, y sé que parece real. Pero no refleja ni irradia luz. Si lo hiciera, aparecería en las fotografías. No creo que tenga realidad en nuestro mundo.Tarbert se encogió de hombros.—Si pueden impedir que reconozcamos su forma real, lo mismo podrían hacer con las fotografías.—En muchos casos se interpretan las fotos por medios mecánicos. Las irregularidades se advertirían.—En ese caso, ¿cómo no lo saben los xaxanos? —intervino Tarbert.—Admiten no saber nada acerca del nopal.—No podrían ignorar algo tan elemental. Los xaxanos no son precisamente ingenuos.—No estoy tan seguro. Esta noche Pttdu Apiptix ha actuado de forma poco racional. A menos que...—¿Qué? —preguntó Tarbert; Burke pensó que con excesiva vivacidad.—Que los xaxanos tengan algún otro motivo. Eso es lo que quería decir. Aunque sé que es ridículo; he visto su planeta y sé lo que han sufrido.—Desde luego —admitió Tarbert—, hay muchas cosas que no comprendemos.—Yo respiraría bastante más tranquila si el nopal no estuviera en mi cuello —dijo Margaret—, sino en el de mi yo análogo.Tarbert se inclinó hacia delante.—Es que su yo análogo es parte de usted misma, no lo olvide. Tampoco puede ver su hígado, pero está vivo. Y lo mismo ocurre con su análogo.—¿No cree que Margaret puede tener razón? —preguntó Burke—. ¿Qué quizás el nopal está confinado en el para-cosmos?—Pues..., es una suposición tan válida como cualquier otra —reconoció Tarbert—. Pero se me ocurren dos argumentos en contra: el primero es que puedo mover con mis manos la tela del nopal; el segundo es el control que ejerce el nopal sobre nuestras emociones y percepciones.Burke se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro.—El nopal podría ejercer su acción por medio del análogo, de modo que si pienso que toco la tela de nopal, sólo estoy aferrando el aire; es el análogo el que trabaja. De hecho, es una implicación de la teoría inicial.—En tal caso —dijo Tarbert—, ¿por qué no podría también visualizar que golpeo al nopal con un hacha imaginaria?Burke sintió un alarmado sobresalto.—No se me ocurre una razón que lo impida.Tarbert miró la tela de nopal.—No tiene masa, no tiene inercia, por lo menos en este universo. Si mis poderes telequinéticos son suficientes, puedo manipular esta materia...La leve tela se elevó en el aire. Burke la miraba con repugnancia; le hacía pensar en cadáveres, muerte, corrupción...Tarbert volvió vivamente la cabeza.—¿Está usted oponiéndose?La arrogancia de Tarbert, que nunca había sido su mejor cualidad, pensó Burke, empezaba a hacerse intolerable. Iba a decir eso mismo, pero cuando advirtió la maliciosa diversión que había en los ojos de Tarbert, se calló. Miró a Margaret, en cuyos ojos leyó el mismo odio que él sentía. Quizá los dos juntos podrían...Burke se refrenó, espantado por la dirección de sus pensamientos. El nopal le dominaba, eso era evidente. Pero por otra parte, ¿por qué no podía tener su propia idea? Tarbert se había vuelto sinuoso y malévolo; eso era un juicio desapasionado. Era él, y no Burke, el instrumento de las criaturas extrañas. Tarbert y los xaxanos eran los enemigos de la Tierra; si Burke no se oponía, todo el mundo sería destruido... Burke observaba a Tarbert, concentrado en la tela de nopal. La tenue materia se movía y cambiaba lentamente de forma, como de mala gana.Tarbert rió nervioso.—Es un duro trabajo. Sin duda, esta materia debe ser bastante rígida en el para-cosmos... ¿Quiere probar?—No —repuso Burke.—¿Por el nopal?Burke se preguntó por qué Tarbert se permitía una broma tan ofensiva.—Su nopal está excitado —dijo Tarbert—. El penacho aletea y fluctúa.—¿Qué importa el nopal? Ocurren otras cosas.Tarbert le miró de lado.—Es curioso que diga eso.Burke detuvo la marcha y se frotó la cara.—Es verdad. Ahora que lo dice...—¿Es el nopal quien ha puesto esas palabras en su boca?—No... —Burke no estaba seguro del todo—. He tenido una intuición, o algo parecido. Probablemente procede del nopal. Como una vislumbre de..., de algo.—¿De algo? ¿Cómo qué?—No lo sé. No lo recuerdo.—Hum —repuso Tarbert, de nuevo concentrado en la tela de nopal, que ahora se alzaba, caía, giraba y se retorcía. De pronto, la envió como una flecha a varios metros de distancia, y soltó una horrible risa—. Acabo de darle un buen golpe a un nopal.Miró especulativo a Burke, o mejor dicho a lo que tenía encima de su cabeza.Burke avanzaba hacia Tarbert. En su cerebro resonaban las ya familiares sílabas: gher, gher, gher.Tarbert retrocedió.—No deje que se apodere de usted, Paul. El nopal está desesperado y asustado.Burke se detuvo.—Si no pueden dominarlo, habremos perdido la partida antes de empezar. —Tarbert miró a Burke y luego a Margaret—. Ninguno de ustedes me odia; es el nopal, amedrentado.Burke miró a Margaret; tenía el rostro tenso y le devolvió la mirada.—Sin duda, tiene razón —dijo Burke, inspirando con avidez. Volvió a su silla—. Y es preciso que me controle. Su juego con la tela de nopal me afecta; no puede saber cuánto...—No olvide que también yo he sido antes chitumih —repuso Tarbert—. Y que tuve que aguantarle a usted.—No lo dice con demasiada delicadeza.Tarbert sonrió, y dedicó de nuevo su atención a la tela de nopal.—Es interesante. Si me esfuerzo, puedo utilizarlo como un arma... Supongo que, con tiempo suficiente, podría erradicar buena parte de los nopal.Burke miraba con fijeza a Tarbert sin moverse de su silla. Luego aflojó los músculos, y al hacerlo descubrió que estaba sumamente fatigado.—Ahora intentaré otra cosa —dijo Tarbert, pensativo—. Si tomo dos fragmentos de tela de nopal, atrapo un nopal entre ellos y aprieto..., hay una resistencia y la cosa se destruye, como cuando se casca una nuez.Burke parpadeó. Tarbert le miró con interés.—¿Lo ha entendido usted?—No de manera directa.Tarbert dijo:—No tiene nada que ver con su propio nopal.—No. Es como una punzada..., miedo inducido. —No tenía interés en continuar. Ni energía—. ¿Qué hora es?—Casi las tres —respondió Margaret, mirando la puerta con ansiedad. Como Burke, estaba exhausta. Qué hermoso sería estar en casa, en la cama, sin pensar en el nopal, en todo ese extraño problema...Tarbert, absorto en su cacería, parecía fresco como el sol de la mañana. Un asunto repugnante, pensaba Burke. Tarbert era como un chico sucio matando moscas... Tarbert le miró, con el ceño fruncido, y Burke se enderezó en su silla, consciente de una nueva tensión. De su anterior desaprobación indiferente había pasado a un interés más activo por ese juego, y ahora se resistía a las manipulaciones de Tarbert con toda su voluntad. Se había comprometido, y la hostilidad entre ambos era ahora manifiesta. En la frente de Burke brotaron gotas de sudor; los ojos se le salían de las órbitas. Tarbert estaba inmóvil, con el rostro contraído, y pálido como una calavera. La tela de nopal se agitaba, trozos arrancados se alejaban y volvían a unirse.En la mente de Burke surgió una idea que se convirtió en certidumbre: no era una batalla ociosa, era mucho más. La felicidad, la paz, la supervivencia, todo dependía del resultado. No era suficiente mantener rígida la tela de nopal; debía blandirla, golpear a Tarbert y cortar ese ombligo vital... La tela de nopal, impulsada por el fervor de Burke, flameó y se lanzó hacia Tarbert. Y entonces ocurrió algo nuevo, imprevisto y aterrador. Tarbert, rebosante de energía mental, arrancó la tela de nopal retenida por la mente de Burke y la envió lejos de su control.La partida había terminado, el conflicto de voluntades había concluido. Burke y Tarbert se miraron.—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Burke.—No lo sé —repuso Tarbert, frotándose la frente—. Algo se apoderó de mí... Me sentí irresistible, como un gigante... —Rió débilmente—. Una sensación extraordinaria.Hubo un momento de silencio. Luego Burke dijo con voz temblorosa:—Ralph, ya no puedo confiar en mí. Debo librarme del nopal. Antes que me obligue a hacer algo malo.Tarbert reflexionó un momento.—Quizá tenga razón —dijo por fin—. Si seguimos enfrentándonos no conseguiremos nada. —Se puso lentamente en pie—. Muy bien. Le desnopalizaré, si Margaret puede soportar a dos demonios encarnados en lugar de uno solo.—Sí que puedo, si es necesario —dijo ella, y luego murmuró—: Supongo que lo es. Espero que lo sea. Sé que debe ser así.—Vamos.Burke se levantó y se obligó a acercarse al desnopalizador. La furia y la repugnancia del nopal tiraban de él, y minaban la fuerza de sus músculos.Tarbert miró con tristeza a Margaret.—Es mejor que se marche.Ella meneó la cabeza.—Por favor, deje que me quede.Tarbert se encogió de hombros; Burke estaba demasiado fatigado para insistir. Un paso hacia el desnopalizador, otro más, un tercero...; era como marchar por una ciénaga profunda. Los esfuerzos del nopal eran frenéticos. Burke veía luces y colores, y el sonido gutural era claramente audible: gher, gher, gher.Burke se detuvo a descansar. Los colores que giraban delante de sus ojos adoptaban extrañas formas. Si pudiera ver...Tarbert frunció el ceño.—¿Qué ocurre?—El nopal trata de mostrarme algo, de dejarme ver algo... No estoy viendo de forma adecuada...Cerró los ojos, intentando ordenar las manchas negras, los torbellinos dorados, las madejas de fibras azules y verdes...La voz de Tarbert, quejumbrosa, irritada, llegó a través de la oscuridad.—Vamos, Paul... Terminemos con esto.—Espere. Ahora empiezo a ver cómo es. La cuestión es mirar con los ojos de la mente, los del análogo. Y entonces se ve...Su voz se convirtió en un suspiro, mientras las imágenes vacilantes se organizaban... Por un instante compusieron una visión. Era un panorama salvaje, compuesto de paisajes superpuestos, negro y oro; como una escena vista a través de un visor estereoscópico, resultaba a la vez clara y deformada, familiar y fantástica. Estrellas, el espacio, negras montañas, llamaradas verdes y azules, cometas, suelos oceánicos, moléculas en movimiento, redes nerviosas. Si movía su mano análoga podía alcanzar cada punto de esa región multifásica, aunque se extendía por un espacio mayor y más complicado que el ocupado por el universo familiar.Vio al nopal, mucho más materializado que en las visiones anteriores de algo velado y espumoso. Pero allí, en ese cosmos análogo, el nopal era menos importante que una forma colosal agazapada en una región indefinible, una forma oscura y enorme, en la que flotaba apenas visible un núcleo dorado como la luna entre las nubes. De esa forma oscura surgían miles de millones de flagelos, blancos como tiernas barbas de maíz, que giraban, ondulaban y alcanzaban hasta los puntos más remotos de ese complicado espacio. En el extremo de algunos flagelos, Burke percibía formas que bailoteaban, como marionetas, como frutas maduras, como hombres ahorcados. Las fibrillas llegaban cerca y lejos; una de ellas se hallaba ahora en Electrodyne Engineering, fijada a la cabeza de Tarbert. Era como una antena sensitiva, rematada por una especie de ventosa. Junto a esa fibrilla el nopal se concentraba, aparentemente raspando y mordisqueando. Burke comprendía que si el nopal tenía éxito, la fibrilla se retiraría frustrada, dejando un cráneo desnudo, sin protección. Encima de su cabeza había otra fibrilla, terminada en una ventosa vacía. Burke pudo seguir toda su longitud a una distancia que era a la vez remota como el fin del universo y próxima como la pared. Y pudo mirar el foco central del gher. El núcleo cristalino y amarillento le estudió con una malignidad tan ávida, deliberada e inteligente que Burke murmuró y balbuceó.—¿Qué te ocurre, Paul? —dijo la ansiosa voz de Margaret.También a ella podía verla; era clara y reconociblemente Margaret, aunque su imagen fluctuaba como a través de una columna de aire caliente. Y podía ver a muchas personas y, si lo deseaba, hablar con cualquiera de ellas. Estaban a un tiempo tan lejos como la China y tan cerca como la punta de su nariz.—¿Estás bien? —dijo la visión de Margaret, con palabras sin palabras y sonido sin sonido.Burke abrió los ojos.—Sí —dijo—. Estoy bien.La visión había durado un segundo, dos segundos. Burke miró a Tarbert, ambos se miraron fijamente. El gher controlaba a Tarbert, a los xaxanos; había controlado a Burke hasta que el nopal logró carcomer la fibrilla. Los nopal..., unos limitados, activísimos parásitos que luchaban por la supervivencia, habían traicionado a su gigantesco enemigo...—Empecemos —dijo Tarbert.Burke dijo despacio:—Antes quiero pensar un poco.Tarbert le dirigió una mirada suave y ciega. Frías corrientes parásitas se movían en los nervios de Burke. El gher instruía a su agente.—¿Me ha oído? —preguntó Burke.—Sí —repuso Tarbert, con melosa voz—. Le he oído.En la mente de Burke, los ojos de Tarbert relucían con un fulgor de oro viejo.11
Burke echó a andar lentamente, paso a paso. Se detuvo a un metro de Tarbert mirando el rostro de su amigo, tratando de lograr la máxima objetividad. No lo consiguió. Sintió odio y horror. ¿En qué medida eso procedía del nopal?
—Ralph —dijo, con la voz más firme que pudo articular—, tenemos que hacer un esfuerzo. Sé lo que es el gher. Le domina, como me domina a mí el nopal.Tarbert movió la cabeza, sonriendo como un zorro gris.—Palabras del nopal.—El gher habla por medio de usted.—No lo creo. —También Tarbert luchaba por la objetividad—. Paul, usted sabe lo que es el nopal. No subestime su astucia.Burke rió con tristeza.—Es como una discusión entre un cristiano y un musulmán. Ambos piensan que el otro es un pagano equivocado. Ninguno de los dos puede convencer al otro. ¿Qué haremos?—Me parece importante su desnopalización.—¿Para beneficio del gher? No.—¿Entonces...?—No lo sé. Cada vez es más complicado. Por el momento, no podemos confiar en pensar con precisión, por no hablar de confiar el uno en el otro. Debemos aclarar las cosas.—Estoy completamente de acuerdo.Tarbert parecía relajado y pensativo. Casi sin darse cuenta, jugueteaba con el flotante espesor de la tela de nopal. La amasó con vasta autoridad, hasta formar una almohada de visible densidad.«Cuidado.»—Veamos si podemos encontrar un denominador común para un acuerdo —propuso Tarbert—. Siento que la desnopalización de la Tierra es prioritaria.Burke meneó la cabeza.—Nuestra obligación principal es...—Ésta.Tarbert actuó. La tela de nopal saltó y giró en el aire, y cayó sobre la cabeza de Burke. Las púas del nopal lograron sostener momentáneamente la sustancia, pero luego se aflojaron. Burke sentía una presión palpable, algo como la asfixia. Trató de asir la tela con los dedos, y de ahuyentarla con la mente, pero Tarbert tenía la ventaja de la sorpresa. De pronto, el nopal tembló y se quebró como una cáscara de huevo. Burke experimentó una violenta sacudida, como si hubiese recibido un martillazo en el cerebro expuesto, y pasaron por sus ojos ardientes relámpagos azules, explosiones de cálido amarillo.La presión cesó y las luces se apagaron. A pesar de su furia por el traicionero ataque de Tarbert, a pesar del asombro y el dolor, conoció un nuevo estado de bienestar. Era como si, al asfixiarse, sus pulmones se hubiesen abierto al aire fresco.Pero no había tiempo para la introspección. El nopal había sido destruido. Muy bien. ¿Y el gher? Enfocó su mirada mental. En todas direcciones flotaban los nopal, revoloteando con los penachos erizados, como arpías. Y encima de ellos se hallaba suspendido el brazo del gher. ¿Por qué vacilaba? ¿Por qué sus movimientos eran tan vacilantes? Se acercó; Burke se agachó, buscó los fragmentos del nopal destruido, la tela de nopal, y cubrió con ella su cabeza. La fibrilla bajó, palpando y explorando. Burke volvió a eludirla, mientras disponía con cuidado la tela protectora. Tarbert y Margaret miraban con asombro. Los nopal temblaban de excitación. Y a lo lejos se erguía el gher..., ¿a medio universo de distancia?, inmenso como una montaña en el cielo nocturno.Burke estaba furioso. Estaba libre. ¿Por qué se debía someter al gher? Tomó un fragmento de tela de nopal en su mano, en la mano del análogo, y golpeó la fibrilla, que se retrajo como el labio inferior de un perro enfurecido, y se alejó.Burke rió como un loco.—¿No te gusta, eh? Y no he hecho más que empezar.—Paul —exclamó Margaret—. ¡Paul!—Un momento —dijo Burke.Golpeó una y otra vez la fibrilla, pero algo le contuvo. Burke miró en torno. A su lado estaba Ralph Tarbert; aferraba la tela de nopal, se oponía a sus esfuerzos. Burke se debatió en vano... ¿Era realmente Tarbert? Se le parecía, pero distorsionado de un modo curioso... Burke parpadeó. Se equivocaba. Tarbert estaba en su silla, con los ojos entornados... ¿Dos Tarbert? No, uno debía ser el análogo, actuando bajo la influencia de la mente de Tarbert. ¿Pero cómo podía separarse el análogo? ¿Era una entidad en sí mismo? ¿O la separación era sólo una apariencia, el resultado de la distorsión del para-cosmos? Burke miró el rostro de Tarbert.—Ralph —dijo—. ¿Me escucha?Tarbert se movió, y se enderezó en su silla.—Sí, le oigo.—¿Recuerda lo que le dije sobre el gher?Un instante de vacilación. Luego Tarbert dejó escapar un gran suspiro apenado.—Sí. Y le creo. Había algo, no sé qué, y me controlaba.Burke le miró fijamente.—Puedo luchar contra el gher, si usted no se opone.—Y después, ¿qué? ¿El nopal de nuevo? ¿Cuál es peor?—El gher.Tarbert cerró los ojos.—No puedo asegurarle nada. Haré lo posible.Burke volvió a mirar hacia el para-cosmos. Lejos —¿o era muy cerca?—, el gher estaba alarmado. Burke tomó un trozo de tela de nopal y trató de darle forma; pero en manos de su análogo era un material duro y resistente. Con enorme esfuerzo, Burke lo hizo él mismo, y al final obtuvo una gruesa barra. Se enfrentó entonces a la lejana forma amenazadora, sintiéndose trivial, como un David infinitesimal ante un imponente Goliat. Para atacar, debería cubrir con el golpe de su barra un espacio inmenso... Burke parpadeó. ¿Era tanta la distancia? ¿Era el gher tan enorme, después de todo? Las perspectivas se desplazaban, como los ángulos de una ilusión óptica, y de pronto el gher parecía estar a veinte metros, o quizá sólo a dos... Burke retrocedió. Alzó la barra y la descargó de lado. Dio en la masa negra, que cedió como espuma. El gher, a cien kilómetros, o a mil, ignoró a Burke. Su indiferencia era más insultante que la hostilidad.Burke se lanzó hacia el ser monstruoso. El globo interior se hinchó, las miríadas de capilares brillaban, lustrosos como la seda. Miró en otra dirección; buscó la fibrilla que llegaba a la cabeza de Tarbert. La atrapó y trató de arrancarla. Hubo resistencia, pero luego se partió, y el extremo se desprendió, parpadeando y retorciéndose. ¡La criatura no era invulnerable! Los nopal se lanzaron de inmediato hacia el cráneo desprotegido de Tarbert. Burke podía ver las emanaciones mentales de éste como una gran flor luminosa. Un enorme nopal llegó antes que los demás al festín, pero Burke interpuso un fragmento de tela de nopal rodeando la cabeza de Tarbert, y el nopal se alejó, frustrado, con sus globos oculares llenos de solemnidad y reprobación. El gher perdió su placidez. El núcleo dorado giraba y se revolcaba furioso.Burke se volvió hacia Margaret. El nopal se irritó, consciente del peligro. Tarbert alzó la mano para evitar una acción apresurada.—Espere..., aún podemos necesitar que alguien actúe por nosotros. Ella es todavía una chitumih...Margaret suspiró. El nopal se calmó. Burke miró de nuevo al gher, ahora muy lejos, al final del universo, entre un frío oleaje negro.Burke se sirvió una taza de café, y se dejó caer en una silla con un suspiro de fatiga. Miró a Tarbert, que contemplaba algo en el aire con expresión arrobada.—¿Lo ve?—Sí. De modo que ése es el gher.Margaret se estremeció.—¿Qué es?Burke describió el gher y al extraño ambiente en que vivía.—El nopal es su enemigo; tiene algo de inteligencia. El gher tiene lo que yo llamaría una sabiduría maligna. El nopal es más activo; después de mordisquear durante un mes, logra romper la fibrilla del gher, y apartar su ventosa de succión. He tratado de herir al gher sin éxito. Es el más resistente, seguramente a causa de la energía que dispone.Margaret, entre uno y otro sorbo de caté, miró a Burke.—Pensaba que no era posible la desnopalización sin esa máquina, pero ahora...—Ahora que no tengo mi nopal, me odias de nuevo.—Menos. Puedo controlarlo. Pero..., ¿cómo...?—Los xaxanos fueron muy explícitos. Me dijeron que no era posible apartar al nopal del cerebro. Pero jamás intentaron aplastarlo allí mismo; el gher no lo hubiese permitido. Tarbert fue más rápido que el gher.—Sólo por casualidad —dijo con modestia Tarbert.—¿Y por qué los xaxanos no saben nada del gher? —preguntó Margaret—. ¿Por qué el nopal no les hizo ver al gher, como a ti?Burke meneó la cabeza.—No lo sé. Quizá porque los xaxanos no son susceptibles al estímulo visual. No ven como nosotros. Construyen modelos tridimensionales en su cerebro, y los interpretan con terminaciones nerviosas táctiles. Y el nopal, recuerda, es una criatura tenue, materia del para-cosmos, un globo en comparación con los ladrillos de los que estamos hechos nosotros. Pueden excitar corrientes nerviosas comparativamente débiles en nuestros cerebros, suficientes para el estímulo visual; pero tal vez no puedan manipular los pesados procesos mentales de los xaxanos. El gher cometió un error cuando envió a los xaxanos a operar en la Tierra. Ignoraba nuestra capacidad de percibir visiones y alucinaciones. De modo que hemos tenido suerte. Por el momento. En el primer round, no han vencido el gher ni el nopal. Pero debemos cuidarnos.—Se acerca el segundo round —dijo Tarbert—. Y no será difícil matar a tres personas.Burke se puso en pie.—Si fuéramos más... —Frunció el ceño ante el desnopalizador—. Al menos, ahora podemos ignorar esa máquina brutal.Margaret miró ansiosa a la puerta.—Deberíamos marcharnos, ir a alguna parte donde los xaxanos no nos puedan encontrar.—Me gustaría que nos escondiésemos —dijo Burke—, pero, ¿dónde? No podemos engañar al gher.Tarbert miró hacia el espacio.—Es una cosa siniestra —dijo.—¿Qué puede hacer?—No puede atacarnos desde el para-cosmos —repuso Burke—. Es fuerte, pero no más que el pensamiento.—Es inmenso —observó Tarbert—. ¿Un kilómetro cúbico? ¿Un año luz cúbico?—O quizá un metro, o un centímetro cúbico. Las medidas físicas no significan nada. Lo que importa es la energía que logre concentrar contra nosotros. Si por ejemplo...Margaret se sobresaltó, y alzó la mano.—Silencio...Burke y Tarbert la miraron sorprendidos. Prestaron atención, pero no pudieron oír nada.—¿Qué has oído?—Nada. Pero me siento helada... Me parece que los xaxanos regresan.Ni Burke ni Tarbert dudaron de la exactitud de sus sensaciones.—Salgamos por la puerta posterior —dijo Burke—. No pueden venir con buen propósito.—De hecho —dijo Tarbert—, vienen a matarnos.Cruzaron el taller, y se acercaron a las puertas corredizas que lo separaban del oscuro depósito; pasaron, y Burke cerró las puertas, dejando una rendija de un centímetro.Tarbert murmuró:—Miraré fuera... Podrían vigilar la puerta posterior...Desapareció en la oscuridad. Burke y Margaret oyeron el eco de sus pasos en el suelo de cemento.Burke miró por la abertura entre las puertas corredizas. Vio cómo se abría la puerta del despacho, advirtió un rápido movimiento, y luego algo explotó con un silencioso fulgor púrpura.Burke trastabilló, alejándose. Una luminosidad morada, densa como el humo, se filtró entre las puertas.Margaret le tomó el brazo y le sostuvo.—Paul..., ¿estás bien?—Sí —dijo Burke, frotándose los ojos—; pero no puedo ver.Trató de mirar con la visión de su análogo, que podía haber quedado afectado o no. Pero la escena empezó a precisarse en la oscuridad: el edificio, los cipreses, las sombras amenazadoras de cuatro xaxanos, dos en el despacho, uno patrullando el frente y otro que se desplazaba hacia la entrada del depósito. Cada uno de ellos estaba unido al gher por una fibrilla. Tarbert se hallaba junto a la puerta trasera; si la abría, se encontraría con el xaxano.—¡Ralph! —llamó Burke en voz baja.—Ya lo he visto —respondió Tarbert—. He echado el cerrojo.—Quizá se marchen —susurró Margaret.—No es probable —repuso Burke.—Pero ellos...—Nos matarán, si no se lo impedimos.Margaret, ansiosa, guardó silencio un instante.—¿Cómo podemos detenerlos?—Podríamos cortar su conexión con el gher; o por lo menos intentarlo. Eso quizá daría resultado.La puerta crujió.—Saben que estamos aquí —dijo Burke.Miró hacia la nada, tratando de ver por los ojos de su análogo.Dos xaxanos entraron en el taller. Uno de los dos —Pttdu Apiptix— avanzó hacia la puerta corrediza. Dio un paso, y otro, y otro. Con la mirada en el para-cosmos, Burke localizó la fibrilla que llevaba al gher. Extendió la mano del análogo, asió la fibrilla y tiró. Esta vez la lucha fue intensa; de algún modo, el gher logró endurecer la fibra y hacerla vibrar; y Burke sintió un vago dolor mientras se esforzaba. Apiptix rechinaba con furia, con las manos en la cabeza. Finalmente la fibrilla se rompió, y la ventosa se alejó. Un nopal se dejó caer sobre la cresta ósea, con sus plumas ondulando de satisfacción. Apiptix gimió.La puerta posterior chirrió. Burke se volvió, y pudo ver cómo Tarbert tiraba de otra fibrilla. Ésta se quebró, y otro xaxano perdió su vínculo con el gher.Burke miró por la rendija. Apiptix estaba inmóvil, como atontado. Los dos xaxanos restantes entraron y le miraron. Burke extendió las manos de su análogo y rompió una de las fibrillas, mientras Tarbert se ocupaba de la otra. Ambos xaxanos quedaron inmediatamente inmóviles, mientras el nopal se instalaba en seguida en sus cabezas.Burke, con la vista clavada en ellos, se sentía en un torbellino de indecisión. Si los xaxanos habían actuado impulsados por el gher, todo podía resolverse bien. Pero por otra parte, ellos eran ahora chitumih y él tauptu, lo que también podía incitarles al crimen.Margaret oprimió el brazo de Burke.—Déjame salir.—No —susurró Burke—. No podemos confiar en ellos.—El nopal ha vuelto a sus cabezas, ¿no?—Sí.—Yo puedo sentir la diferencia. No me harán daño.Sin esperar la respuesta de Burke, abrió la puerta y pasó al taller.Los xaxanos no se movieron. Margaret se acercó.—¿Por qué han tratado de matarnos?Las placas pectorales de Pttdu Apiptix repicaron, y la caja parlante respondió:—No han obedecido nuestras órdenes.—Eso es mentira —dijo Margaret, meneando la cabeza—. Nos dieron una semana para cumplir la tarea. Sólo han pasado unas horas.Pttdu Apiptix parecía dubitativo y desconcertado. Se volvió hacia la puerta del despacho.—Nos iremos.—¿Todavía piensan hacernos daño?Pttdu Apiptix no contestó. Dijo solamente:—Me he convertido en un chitumih. Todos somos ahora chitumih. Debemos purificarnos.Burke pasó del depósito al taller. El nopal que acababa de posarse sobre la cabeza de Apiptix agitó con furia el penacho. Apiptix alzó la mano, pero Burke se movió con mayor celeridad. Tomó la tela de nopal y la proyectó contra el xaxano. El nopal quedó aplastado sobre la cabeza gris. Pttdu Apiptix vaciló bajo el choque doloroso, y miró como ebrio a Burke.—Ahora no es usted chitumih, ni tampoco una criatura del gher —dijo Burke.—¿El gher? —inquirió la caja, con su ridícula monotonía—. No sé nada del gher.—Mire hacia el otro mundo, el mundo del pensamiento. Verá al gher.Pttdu Apiptix lo miró sin expresión. Burke amplió sus instrucciones. El xaxano cerró los ojos. Unas membranas grises se replegaron sobre los ojos sombríos.—Veo formas extrañas. No son sólidas..., pero siento una presión.Hubo un momento de silencio, y Tarbert entró en el taller.Las placas pectorales del xaxano resonaron como una granizada. La caja parlante balbuceó y tartamudeó, superada en apariencia por conceptos que su memoria no poseía. Dijo:—Veo al gher. Veo al nopal. Residen en un ambiente que mi cerebro no puede conformar. ¿Qué son esas cosas?Burke se dejó caer en un sillón. Se sirvió el café que quedaba. Margaret, automáticamente, se dispuso a preparar más. Burke respiró hondo, y luego explicó lo poco que sabía del para-cosmos, así como las teorías que Tarbert y él habían desarrollado.—El gher es para los tauptu lo que el nopal para los chitumih —concluyó—. Hace ciento veinte años, el gher logró desalojar al nopal de un xaxano.—El primer tauptu.—El primer tauptu de Ixax. El gher le proporcionó el primer trozo de tela de nopal. ¿De dónde, si no, habría venido? Los tauptu pasaron a ser los guerreros del gher. Debían realizar una cruzada de un planeta a otro. El gher les ha traído a la Tierra, para eliminar al nopal y desnudar los cerebros de la Tierra. Antes o después, el nopal habría sido derrotado, y el gher reinaría en el para-cosmos. Al menos, eso es lo que esperaba el gher.—Y lo que todavía espera —observó Tarbert—. Y muy poco podemos hacer por evitarlo.—Debo regresar a Ixax —dijo Pttdu Apiptix.Incluso a través de la voz mecánica de la caja se podía percibir la desolación que sentía.Burke sonrió.—Sería detenido y encarcelado al llegar.Las placas pectorales del xaxano resonaron incisivas y airadas.—Llevo el yelmo de seis puntas; soy el Señor del Espacio.—Eso no le importará al gher.—¿Debemos entonces iniciar otra guerra? ¿Debe haber una nueva lucha entre tauptu y chitumih?Burke se encogió de hombros.—Lo más probable es que el nopal o el gher nos destruyan antes que podamos iniciar esa guerra.—Salvo si nosotros les atacamos primero.Burke dejó escapar una corta risa.—Me gustaría saber cómo.Tarbert empezó a hablar, y se interrumpió. Con los ojos entornados, tenía su atención fija en el mundo del pensamiento.—¿Qué mira, Ralph?—Veo al gher. Parece agitado.Burke canalizó su mirada hacia el para-cosmos. El gher estaba suspendido en el análogo del cielo nocturno, entre grandes esferas estelares borrosas. Temblaba y se estremecía; el núcleo central giraba como una calabaza en un lago oscuro. Burke miraba fascinado, y le parecía ver un increíble paisaje lejano en el fondo.—Todo lo que hay en el para-cosmos tiene su equivalente en el universo básico —murmuró Tarbert—. ¿Qué objeto o criatura de nuestro universo es el equivalente del gher?Burke apartó la vista del gher y miró a Tarbert.—Si pudiéramos localizar al equivalente del gher...—Eso es.Olvidando su fatiga, Burke se irguió en la silla.—Lo que es cierto para el gher, debe serlo asimismo para el nopal.—Así lo creo —dijo Tarbert.Apiptix se adelantó.—Desnopalice a mis hombres; quiero observar su técnica.Aunque ni el nopal ni el gher deformaran la mente de los xaxanos, jamás habría camaradería entre ellos y los terrestres, pensó Burke. En su mejor estado de ánimo, no demostraban más simpatía ni calor que un lagarto. Sin comentarios, tomó la tela de nopal y en rápida sucesión destruyó a los tres nopales, protegiendo con sus restos los cráneos puntiagudos. Y luego, sin previo aviso, hizo lo mismo con el nopal de Margaret, quien lanzó un «Ah» y se desplomó en su silla.Apiptix no la miró.—Los hombres, ¿son ahora invulnerables a esas fuerzas nocivas?—Aparentemente, sí. Ni el nopal ni el gher pueden atravesar la tela.Pttdu Apiptix guardó silencio. Era evidente que atisbaba el para-cosmos. Al cabo de un momento, sus placas pectorales produjeron un rumor de frustración.—Mis órganos visuales no perciben bien al gher. ¿Lo ve usted con claridad?—Sí —repuso Burke—. Cuando me concentro.—¿Puede definir la dirección en que se encuentra?Burke señaló en un ángulo determinado, hacia arriba y hacia un lado, oblicuamente.Pttdu Apiptix se dirigió luego a Tarbert.—¿Está usted de acuerdo?Tarbert asintió.Las córneas placas se agitaron, frustradas.—Su sistema visual es diferente. Yo veo al gher —la caja repiqueteaba cuando encontraba una idea intraducible— como si estuviera en todas direcciones. —Hizo una pausa y luego agregó—: El gher ha causado un terrible sufrimiento a mi pueblo.Era lo menos que se podía decir, pensó Burke, mientras se aproximaba a la ventana. En el cielo oriental apuntaba el amanecer.Apiptix se volvió hacia Tarbert.—No he comprendido bien sus observaciones sobre el gher. ¿Querría usted repetirlas?—Con mucho gusto. El para-cosmos es, aparentemente, subsidiario del universo normal. Por lo tanto, el gher debería ser el análogo de una criatura material. Y lo mismo se aplica al nopal.Apiptix calló, mientras analizaba las derivaciones de esa afirmación. Su caja parlante dijo:—Veo la verdad de esas palabras. Es una gran verdad. Debemos buscar a la bestia y destruirla, y hacer luego lo mismo con el nopal. Encontraremos su entorno original y lo destruiremos, y así desaparecerá.Burke se apartó de la ventana.—No estoy seguro que eso último sea una bendición. Podría hacer daño a la gente de la Tierra.—¿Por qué?—Imagínese las consecuencias si todos los habitantes de la Tierra se hicieran clarividentes y telépatas...—El caos —comentó Tarbert—. Habría muchísimos divorcios...—No importa —dijo Apiptix—. Eso es lo que debemos hacer. Vamos.—¿Vamos? —preguntó Burke, sorprendido—. ¿Adónde?—A nuestra nave espacial. —Hizo un gesto—. De prisa. Ya casi es de día.—No queremos ir a su nave espacial —repuso Tarbert, en el tono de alguien que razona con un niño díscolo—. ¿Por qué deberíamos hacerlo?—Porque sus cerebros perciben el mundo del pensamiento. Nos conducirán hasta el gher.Burke protestó, Tarbert alegó razones, Margaret permaneció apática. Apiptix hizo un gesto perentorio.—Pronto, o morirán.El tono monocorde de la caja dio a la amenaza un significado inmediato y tremendo. Burke, Tarbert y Margaret salieron con rapidez del edificio. 12
La nave espacial xaxana era un cilindro largo y achatado, con una hilera de torrecillas en la parte superior. El interior era austero e incómodo y olía a los materiales xaxanos y al tufo acre de los propios xaxanos. En lo alto, unas pasarelas comunicaban las torres. En la parte delantera había controles, paneles de instrumentos, diales. A popa se hallaban los motores, bajo sus cubiertas de metal rosado, semejantes a vainas. No se asignó un compartimento especial a los terrestres, ni parecía haberlos para los miembros de la tripulación. Cuando no se ocupaban de una tarea concreta, los xaxanos permanecían sentados en bancos, inmóviles, intercambiando de vez en cuando un repiqueteo emitido por sus placas.
Sólo en una ocasión Apiptix se dirigió a los terrestres. Fue para preguntar:—¿En qué dirección está el gher?Tarbert, Burke y Margaret coincidieron en que era la dirección de la constelación de Perseo.—¿Saben a qué distancia?Ninguno de los tres podía aventurar una respuesta.—Entonces proseguiremos hasta que observemos una desviación perceptible.El xaxano se alejó.Tarbert suspiró.—¿Volveremos a ver la Tierra?—Me gustaría saberlo —respondió Burke.Margaret gimió:—No tengo cepillo de dientes. ¡Y ni siquiera una muda de ropa interior!—Quizá podrías pedirles algo de eso a los xaxanos —sugirió Burke—. Apiptix sin duda le prestará su máquina de afeitar a Tarbert.Margaret sonrió.—Tu sentido del humor resulta ligeramente inoportuno.—Me gustaría saber cómo funciona esto —declaró Tarbert, mientras examinaba las máquinas—. El sistema de propulsión no se parece a nada. —Hizo un gesto a Apiptix, quien después de dirigirle una mirada impersonal y poco curiosa, se aproximó—. Querría que nos explicara el funcionamiento del motor —le dijo.—No sé nada de eso —repuso la caja parlante—. Es una nave muy antigua; fue construida antes de las grandes guerras.—Me gustaría saber cómo es la propulsión. Nosotros no conocemos velocidades superiores a la de la luz.—Pueden mirar cuanto quieran, porque no hay nada que ver. En cuanto a la posibilidad que compartamos con ustedes nuestra tecnología, me parece poco probable. Son una raza versátil y caprichosa, y no nos conviene que dominen la galaxia.Luego se marchó.—Qué lamentable montón de bárbaros —gruñó Tarbert.—Verdaderamente, no son encantadores —observó Burke—. Pero por otro lado, no parecen inclinados a ninguno de los vicios de la humanidad.—Seres nobles. ¿Le gustaría que su hermana se casara con uno?La conversación se extinguió. Burke se entregó a la contemplación del para-cosmos. Logró una imagen oscura de la nave, que más bien le pareció una función de la facultad formadora de imágenes de su mente que clarividencia. Más allá sólo había tinieblas.Agotados, los tres se durmieron. Al despertar les dieron alimentos, pero en cualquier otro aspecto fueron ignorados. Recorrieron la nave entera sin que nadie se opusiera; vieron mecanismos de finalidad incomprensibles, fabricados con extraños métodos y procedimientos.El viaje continuaba. Sólo el movimiento de las agujas del reloj permitía estimar la duración. En dos oportunidades, los xaxanos llevaron la nave al espacio interestelar normal, para que los terrestres pudieran indicar la dirección del gher. Luego corregían el rumbo y la nave volvía a partir. En ambas ocasiones, observaron que el gher había abandonado su estado contemplativo. El núcleo amarillo flotaba en la parte superior, como una yema de huevo en un tazón de tinta. La distancia era aún indefinible. En el para-cosmos, la distancia era un factor impreciso. Burke y Tarbert previeron, preocupados, la posibilidad que el gher habitara una galaxia remota. Pero en la tercera detención, el gher no se hallaba al frente sino a popa, en la dirección exacta de una oscura estrella roja. El gher era ahora inmenso, y mientras observaban la masa negra, el núcleo amarillo se acercó rodando a la superficie frontal. Daba la sensación que se trataba de un órgano de percepción.Los xaxanos modificaron el rumbo y, cuando salieron del hiperespacio, la estrella roja se encontraba debajo, escoltada por un único planeta helado. Enfocando su percepción, Burke vio los bordes del gher, superpuestos al disco del planeta.Ésa era la morada del gher. El paisaje del planeta constituía el fondo. Una tierra oscura, con ciénagas levemente iridiscentes y extensiones de lo que parecía lodo seco y cuarteado. El gher ocupaba el centro del paisaje. Sus filamentos se extendían en todas direcciones. El globo giraba y vibraba.La nave entró en órbita. La superficie, amplificada por los telescopios, era llana, casi sin accidentes, punteada por ocasionales ciénagas grasientas. La atmósfera era pobre, fría y nauseabunda. En los polos había agrupaciones de una sustancia negra semejante al papel carbonizado. Nada indicaba la presencia de vida. No había ruinas, objetos, ni iluminación. El único rasgo notable era un profundo surco en una latitud elevada, similar a un corte en un viejo balón.Burke, Tarbert, Pttdu Apiptix y otros seres xaxanos vistieron trajes espaciales y penetraron en el módulo de desembarco, que se separó de la nave y descendió despacio. Burke y Tarbert examinaron el panorama y coincidieron en cuanto a la situación precisa que ocupaba el gher; se trataba de un pequeño lago en el centro de una gran depresión, iluminado oblicuamente por el sol rojo.El módulo atravesó la atmósfera superior, y se posó en una baja elevación a un kilómetro del lago.El grupo descendió bajo la pálida luz roja y pisó una superficie de pizarra y grava. A pocos metros había algo que parecía un liquen: negro, alto hasta la rodilla, rizado como hojas de col. El cielo era morado y se volvía castaño en el horizonte; la depresión del terreno en que se encontraban se teñía de castaño con la luz del sol. En el centro, el suelo se hacía húmedo y oscuro. Primero era un lodo brillante, y más allá, líquido. De la superficie sobresalía un correoso saco oscuro. Tarbert lo señaló.—Ése es el gher.—Insignificante, comparado con su análogo.Apiptix parpadeó y clavó la mirada en el para-cosmos.—Sabe que estamos aquí.—En efecto —dijo Burke—, así es. Está muy agitado.Apiptix extrajo un arma y empezó a bajar la cuesta. Burke y Tarbert le siguieron, y de pronto se detuvieron, asombrados. En el para-cosmos el gher se convulsionaba, y luego empezaba a exudar un vapor que conformaba una alta sombra semihumana que se elevaba... ¿Hasta qué altura? ¿Un kilómetro? ¿Un millón de kilómetros? El gher parecía relajarse mientras la sombra se condensaba y absorbía sustancia del gher. Se hizo dura y sólida. Burke y Tarbert avisaron a Apiptix.—¿Qué ocurre? —dijo éste, volviéndose.Burke señaló al cielo.—El gher está construyendo algo. Un arma.—¿En el para-cosmos? ¿Qué mal nos puede hacer?—No lo sé. Si concentra suficiente energía débil..., miles de millones de ergios...—Eso es lo que está haciendo —exclamó Tarbert—. ¡Aquí viene!A unos treinta metros apareció un denso cuerpo bípedo, algo semejante a un gorila sin cabeza, de unos tres metros de altura. Tenía grandes brazos equipados con pinzas, y garras en los pies. Saltó con siniestra intención.Apiptix y los xaxanos dispararon sus armas. Un fulgor púrpura rodeó al ser creado por el gher, quien no pareció sentir su efecto y se lanzó contra el xaxano más próximo. Por disciplina, horror o valor fanático, el xaxano sostuvo el embate a pie firme, combatiendo mano a mano. La lucha fue breve y espantosa; el cuerpo del xaxano fue desgarrado y sus vísceras dispersadas por el lodo gris apelmazado del suelo. Su arma cayó a los pies de Tarbert, quien la recogió y gritó a Burke:—¡El gher!Tarbert corrió torpemente hacia el lago, y Burke, con las rodillas temblorosas, se obligó a seguirle.El monstruo se mecía sobre sus patas negras; su torso resplandecía bajo los rayos púrpura de las armas xaxanas. Luego se volvió y persiguió a Tarbert y Burke, que corrían por la encharcada superficie, como en la más irreal y aterradora pesadilla.La criatura, echando humo, alcanzó a Burke y le dio un golpe que le hizo rodar por el suelo. Luego siguió en pos de Tarbert, que chapoteaba con esfuerzo en el limo brillante. El monstruo, más denso y pesado, ganaba terreno. Burke se incorporó, buscando algo a su alrededor, mientras Tarbert, ya al alcance del gher, intentaba usar el arma. La oscura criatura avanzó. Tarbert la miró por encima del hombro, tratando de comprender cómo funcionaba el arma extraña, y se hizo a un lado, pero sus pies resbalaron y cayó.El monstruo cayó sobre Tarbert, esgrimiendo sus pinzas. Burke, a trompicones, se adelantó y asió por atrás a la criatura. Era dura y pesada como si fuese una piedra, pero Burke pudo desequilibrarla, y la hizo caer sobre el lodo. Tarbert recogió el arma caída y trató frenéticamente de encontrar el disparador. El monstruo se incorporó y cargó contra Burke, con las pinzas preparadas. Un chorro de fuego púrpura pasó junto a la oreja de Burke y dio contra el gher, que explotó. La criatura negra y sin cabeza pareció hacerse porosa, y luego se derrumbó, disgregándose en jirones y brumas. El para-cosmos se fracturó en un gran estallido de silenciosa energía, verde, azul y blanca. Cuando Burke volvió a mirar, el gher había desaparecido.Se acercó a Tarbert, le ayudó a incorporarse y ambos marcharon con dificultad hasta el terreno sólido. El lago había quedado solitario y abandonado.—Una criatura extraordinaria —comentó Tarbert, con voz todavía tensa y sofocada—. Muy poco amable.Ambos contemplaron el lago. El frío viento creaba olas perezosas en la superficie. Parecía ahora vacío, desprovisto de la significación que le daba la presencia del gher.—Debía tener un millón de años —dijo Burke.—Quizá más.Burke y Tarbert alzaron la vista hacia el oscuro sol rojo, mientras se preguntaban cuál habría sido la historia del planeta. Los xaxanos estaban reunidos, y miraban el lago del gher.Burke dijo:—Supongo que cuando no pudo conseguir más alimento del mundo físico se volvió al para-cosmos y se convirtió en un parásito.—Extraña forma de evolución —observó Tarbert—. Quizá los nopal han evolucionado de modo similar, y en similares condiciones físicas.—Los nopales... Me parecen unas criaturas tan poco peligrosas...Burke dirigió su mirada al para-cosmos, tratando de descubrir al nopal. Vio como antes los sucesivos paisajes, el intrincado follaje, las conexiones, las luces vibrantes. Un nopal lejano le vigilaba con desconfianza. ¿Dónde estaba? ¿Sobre un xaxano? ¿Sobre un terrestre? En otras partes había otros, con ojos prominentes y vibrantes penachos. Estos últimos parecían pequeños y desarrollados a medias, y venían de un punto aparentemente próximo. Ese dato podía ser erróneo, puesto que toda apreciación de la distancia era engañosa. Mientras estudiaba a los nopal, y se preguntaba por su naturaleza y procedencia, Burke oyó la voz de Tarbert:—¿No ha tenido la visión de una gruta?Burke fijó la mirada en el para-cosmos.—Veo riscos, o muros irregulares... Un profundo tajo... ¿No será el surco que vimos al descender?Apiptix les llamó.—Debemos volver a la nave —dijo con lentitud—. El gher ha sido destruido. Ya no hay tauptu. Sólo chitumih. Los chitumih han vencido. Eso hay que cambiarlo.Burke le dijo a Tarbert:—Ahora o nunca. Tenemos que hacer algo.—¿Qué quiere decir?Burke señaló a los xaxanos.—Quieren destruir al nopal. Debemos impedirlo.Tarbert vaciló.—¿Podemos?—Por supuesto. Los xaxanos no podían encontrar al gher sin nuestra ayuda. Tampoco podrán encontrar al nopal. Dependen de nosotros.—Si fuera posible... Existe la posibilidad que, desaparecido el gher, se tranquilicen y atiendan a razones.—Podemos intentarlo. Pero si la razón no alcanza, habrá que probar otra cosa.—¿Qué?—Me gustaría saberlo.Siguieron a los xaxanos por la cuesta hasta el módulo. Burke se detuvo.—Tengo una idea.Se la explicó a Tarbert. Éste dudaba.—¿Y si los efectos teatrales fracasan?—No deben fracasar. Yo me ocuparé de la argumentación; usted de la persuasión.—No sé si soy tan persuasivo —contestó Tarbert, con una risa preocupada.Pttdu Apiptix, de pie junto al módulo, hizo un gesto brusco.—Vamos. Falta la gran tarea final: la destrucción del nopal.—No es tan sencillo —dijo, cauteloso, Burke.El xaxano abrió sus grises brazos, con los puños cerrados. Cada nudillo era un sobresaliente hueso blanco. Era un ademán de alegría y triunfo. La voz de la caja, sin embargo, sonó con tanta monotonía como siempre.—Como el gher, debe tener su cubil en el universo común. Han localizado sin dificultad al gher; podrán hacer lo mismo con el nopal.Burke meneó la cabeza.—No sería conveniente —dijo—. Hay otras cosas en que pensar.Apiptix dejó caer los brazos y miró a Burke con sus ojos de topacio.—No comprendo. Debemos ganar la guerra.—Hay dos mundos involucrados. Debemos considerar lo mejor para los dos. En la Tierra, la destrucción instantánea del nopal sería un desastre. Nuestra sociedad se funda en el individualismo y el carácter privado del pensamiento y la intención. Si todo el mundo adquiriese una capacidad psiónica, nuestra civilización se convertiría en un caos. Y naturalmente, no deseamos que eso ocurra en nuestro planeta.—Sus deseos no son relevantes. Nosotros somos los que más hemos sufrido, y deben obedecer nuestras instrucciones.—No si son irracionales e irresponsables.El xaxano le miró un momento.—Es usted osado. Debe saber que puedo obligarle a obedecer.—Es posible —dijo Burke, encogiéndose de hombros.—¿Toleraría la Tierra esos parásitos?—No de modo permanente. Con el tiempo, o los destruiremos, o lograremos que adquieran una utilidad social. Y antes que eso ocurra, habremos tenido tiempo de adecuarnos a la realidad psiónica. Y otra consideración; en la Tierra tenemos nuestra propia guerra, la «guerra fría», contra una horrenda forma de esclavitud. Con nuestras facultades psiónicas, podemos ganar esa guerra con el mínimo derramamiento de sangre. De modo que no tenemos nada que ganar, y mucho que perder, si destruimos al nopal en este preciso momento.El tono monocorde de la caja parlante del xaxano parecía casi sardónico.—Como han dicho, se hallan involucrados los intereses de dos mundos.—Así es. Destruir al nopal afectaría a su mundo tanto como a la Tierra.Apiptix echó la cabeza hacia atrás, sorprendido.—¡Eso es absurdo! ¿Cómo pretenden que después de ciento veinte años nos detengamos a tan corta distancia de la meta?—Están obsesionados con el nopal —afirmó Burke—. Olvida al gher, que les impulsó a la guerra.Apiptix miró el lago solitario.—El gher está muerto. El nopal subsiste.—Afortunadamente, porque puede ser aplastado y utilizado como protección, contra el mismo nopal y contra todos los demás parásitos del para-cosmos.—El gher ha muerto. Destruiremos al nopal. Y luego ya no necesitaremos protección.Burke rió.—¡Qué absurdo! —Señaló al cielo—. Hay millones de mundos como éste. ¿Cree que sólo existen el gher y el nopal, que son acaso las únicas criaturas que habitan el para-cosmos?Apiptix echó atrás la cabeza como una tortuga asustada.—¿Hay otras?—Mire por sí mismo.Apiptix, rígido, se esforzó por percibir el para-cosmos.—Veo formas que no puedo comprender. Una en particular... Un ser maligno... —Se volvió hacia Tarbert, que miraba fijamente al cielo, y luego le dijo a Burke—: ¿Lo ve usted?Burke miró al cielo.—Veo algo similar al gher... Con un cuerpo hinchado, dos grandes ojos, una nariz ganchuda, largos tentáculos...—Sí. Es lo que he visto. —Apiptix guardó silencio—. Tiene usted razón. Necesitamos al nopal para protegernos. Al menos por ahora. Vengan. Regresaremos.Se alejó cuesta arriba.Burke y Tarbert le seguían.—Ha proyectado un excelente pulpo —dijo Burke—. Casi me dio miedo.—Primero pensé en un dragón chino, pero el pulpo me pareció más apropiado.Burke se detuvo y examinó el para-cosmos.—En realidad, no ha sido del todo un engaño. Sin duda hay otros seres como el nopal y el gher. Me parece ver algo muy, muy lejos... Una especie de maraña de gusanos angulares...—Basta por hoy —dijo Tarbert, jubiloso de pronto—. Vamos de vuelta a casa. Les daremos un buen susto a los comunistas.—Noble reflexión. Además, tenemos cien kilos de oro en el maletero del coche.—¿Y quién tiene necesidad de oro? Lo único que nos hace falta es la clarividencia y las mesas de juego de Las Vegas. Es un método que no puede fallar.El módulo se elevó del viejo planeta, atravesando el profundo surco que hendía la superficie hasta una desconocida profundidad. Al mirar hacia abajo, Burke advirtió formas plumosas que derivaban y cruzaban el espacio hacia un lugar del para-cosmos donde un globo familiar —aunque distorsionado—, emitía una radiante luminosidad amarillo verdosa.—Vieja y querida Nopalgarth —dijo—. ¡Allá vamos!FIN