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agosto 12, 2012

"Ya no podemos hacer nada por él", dijeron los médicos de la sala de urgencias. Pero dos cirujanos concibieron una última esperanza.
Por Peter MichelmoreLA TARDE DEL MIÉRCOLES 26 de agosto de 1992, Doug Kinsley, de 29 años, se dispuso a ejecutar una tarea a la que estaba acostumbrado. Como operario de calderas en la central termoeléctrica de Wheatland, Wyoming, había recibido instrucciones de reparar un voluminoso interruptor de circuito de 6900 voltios. Para ello tenía que deslizarlo sobre un riel, usando como palanca una barra de hierro de 90 centímetros que le llegaba al pecho.
Sujetó la barra entre las manos y la empujó con los 80 kilos de peso de su musculoso cuerpo. El interruptor ya casi estaba en posición cuando se oyó un fuerte zumbido.Al mismo tiempo se produjo un cegador destello anaranjado, y una explosión de calor derribó a Doug de espaldas. Tendido boca arriba en el suelo de hormigón, alzó la cabeza y vio el interruptor en llamas. ¡Levántate!, se dijo. ¡Huye!Pero al tratar de ponerse en pie sintió que se le quemaban las piernas y vio con horror que tenía los pantalones ardiendo y que el fuego comenzaba a subirle por las mangas de la camisa.—¡Auxilio! —gritó, revolcándose en el suelo.Varios hombres acudieron en su ayuda en cuestión de segundos, cuando la alarma de incendios resonaba ya por toda la central. Uno tomó un extintor y le vació en la ropa el contenido de bióxido de carbono licuado. Mientras lo cubrían con una manta, Doug notó que tenía las manos chamuscadas y con consistencia de cuero. ¡Vaya!, pensó. No podré ir de cacería esta temporada.En las cinco temporadas anteriores un amigo suyo y él se habían internado en la región boscosa de Wyoming, donde, armados de arco y flecha, pasaban hasta dos semanas a la caza de ciervos. La última ocasión habían perseguido un macho a pie por espacio de varias horas, hasta tenerlo al alcance de sus armas.Pero Doug erró el tiro y el ciervo escapó. Lejos de darse por vencido, el joven cazador reanudó la persecución de inmediato.—¡Doug! —exclamó su amigo, admirado y exhausto—. ¡Eres realmente incansable!POCAS ESPERANZAS
Doug fue trasladado en ambulancia a la sala de urgencias de un hospital, donde los médicos observaron las consecuencias de la descarga: quemaduras graves de la cabeza a los pies. Sin pérdida de tiempo le insertaron tres catéteres intravenosos y comenzaron a suministrarle la mayor cantidad posible de suero; como estaba casi enteramente en carne viva, rezumaba líquido por todo el cuerpo y corría el peligro de deshidratarse.
Uno de los médicos llamó por teléfono al Centro Médico del Norte de Colorado, en la ciudad de Greeley, 177 kilómetros al sur. Con sólo cuatro camas, la unidad de atención de quemaduras del centro era una de las más pequeñas de Estados Unidos.—¿Tienen cupo para un paciente? —preguntó el médico—. Es un joven con quemaduras en el 90 por ciento del cuerpo, casi todas de tercer grado.Los médicos de Wheatland pensaban que había pocas esperanzas de que Doug se salvara.—Ya no podemos hacer nada por él —comentó uno.El personal de Greeley accedió a que lo trasladaran allí. Doug ingresó en el centro esa misma noche, en sedación profunda y con un respirador intubado en la tráquea. El cuerpo se le hinchaba cada vez más debido a la gran cantidad de suero que estaban suministrándole. Su esposa, Donna, de 31 años, dejó a su hija de siete años, Danette, al cuidado de su abuela, y partió para Greeley en un avión privado. Cuando llegó al hospital, los médicos le advirtieron que su esposo tenía pocas probabilidades de sobrevivir.ACUERDO RAPIDO
Al día siguiente, el doctor Richert Quinn, hombre rubio de 51 años que dirigía la unidad de atención de quemaduras, examinó las lesiones de Doug. Observó que solamente los pies y el extremo inferior del abdomen habían salido ilesos. La espalda y el pecho presentaban profundas quemaduras de segundo grado que sanarían con el tiempo. Pero en los brazos, las piernas y las nalgas, las lesiones llegaban hasta el músculo; eran de tercer grado, y no cicatrizarían a menos que se recubrieran con injertos de piel sana. Por el momento, lo que más inquietaba al médico era la posibilidad de que el accidentado sufriera un choque séptico de fatales consecuencias por infección de las heridas abiertas. Quinn sabía perfectamente que Doug estaba a las puertas de la muerte.
—Si sigue con vida en los próximos días —le dijo a Eric Reitz, colega suyo de 34 años—, va a necesitar muchos injertos.—Pero le queda muy poca piel sana de donde tomarlos —objetó Reitz.Convinieron en que el mejor recurso de que disponían era un tratamiento revolucionario: injertos de piel cultivada. Sin embargo, ninguno de los integrantes de la unidad tenía experiencia en él. Empleado por primera vez de manera experimental en 1979, el cultivo se realiza en un laboratorio con una pequeña muestra de piel tomada del propio paciente para que su organismo no rechace los injertos.Los técnicos del laboratorio sumergen la muestra en un líquido rico en cierta enzima que descompone el tejido cutáneo en millones de células sueltas. Estas se trasfieren entonces a los recipientes de cultivo, los cuales contienen una preparación de células tratadas que estimulan la multiplicación. Colocadas en una incubadora, las células dérmicas se reproducen con rapidez y se adhieren unas a otras hasta formar, en el fondo de los recipientes, delgadísimas láminas de piel de unos 150 centímetros cuadrados de superficie. En un lapso de tres o cuatro semanas, este procedimiento rinde suficiente piel para recubrir todo un cuerpo.No obstante, esta piel tiene la desventaja de ser muy frágil. Mientras que el espesor normal de la epidermis, la capa más superficial de la piel, es de aproximadamente 16 células, el tejido de laboratorio mide apenas de dos a ocho células de grueso, por lo que resulta casi invisible. Y como carece de un sustrato fibroso (la dermis) que le confiera resistencia, se desgarra con facilidad."¡HAGAMOSLO!"
La empresa BioSurface Technology, situada en Cambridge, Massachusetts, había puesto el servicio de cultivo a disposición de los médicos desde 1988 y, hasta la fecha del accidente de Doug, 336 personas se habían sometido al tratamiento. Con todo, el procedimiento de injerto aún inspiraba temor a los médicos, incluso a los de las clínicas especializadas de las grandes ciudades. La piel cultivada caducaba apenas 24 horas después de haber sido producida, y la proporción de injertos que prendían era muy variable: desde 20 hasta 80 por ciento.
A pesar de todo, Quinn seguía creyendo que este tratamiento era la mejor opción.—Hagámoslo! —le dijo al doctor Reitz.Mientras se alejaba hacia el pabellón de quirófanos sintió una agradable emoción. Le encantaban los desafíos; de ahí su interés por incorporarse a la unidad de atención de quemaduras de Greeley desde su fundación, en 1975. En aquel entonces muchos médicos rehuían el tratamiento de los pacientes con quemaduras porque era largo y difícil, y sus resultados a menudo dejaban que desear. La situación casi no había cambiado cuando Quinn decidió injertarle piel cultivada a Doug, la primera intervención de este tipo que se efectuaría en Greeley.BioSurface Technology envió a su representante Mark Smith para asesorar a Quinn y su equipo. Al tercer día de la llegada de Doug al centro, Reitz le aplicó un anestésico local y le recortó de la ingle dos porciones de piel del tamaño de una estampilla postal y de unos tres milímetros de grueso, todo ante la mirada atenta de Smith. Los recortes se colocaron en dos tubos de ensayo que contenían una solución antibiótica y se enviaron por avión a Cambridge.Entre tanto, Doug padecía dolores incesantes, y las enfermeras aumentaban su tormento cada vez que iban a moverle las extremidades para evitar la atrofia muscular y el anquilosamiento de las articulaciones. Cuando Rayne Ramstack, una de las jefas de enfermería de la unidad, le quitó los vendajes de las manos para ejercitarle los dedos, creía que él iba a dar un respingo; lejos de eso, se quedó quieto como una roca, aunque por las mejillas le corrían lágrimas de dolor.—Perdona, Doug —dijo ella con delicadeza—, pero tenemos que hacerlo; si no, perderías la movilidad.UN BRILLO EN LOS OJOS
Al quinto día, Quinn y Reitz consideraron que Doug estaba en condiciones de resistir una operación. Después de ponerlo bajo anestesia general, le rasparon el tejido quemado con una espátula quirúrgica. Luego tomaron porciones de piel sana del abdomen, las reimplantaron en las rodillas y en el codo izquierdo, y las fijaron con grapas.
Unos días más tarde le pusieron injertos del mismo tipo en la mano izquierda y en el cuello, y le envolvieron brazos y piernas con epidermis obtenida de un cadáver, a fin de protegerlo contra las infecciones hasta la llegada de la piel cultivada, que aún tardaría casi tres semanas.El 8 de septiembre Quinn le quitó el respirador, y Doug pudo al fin hablar con su esposa.—Lo siento, Donna —le dijo con voz débil desde el colchón de aire en que yacía—. Pero no te preocupes: todo va a salir bien.Donna llevó al hospital algunas de las fotos que su esposo atesoraba, con escenas de sus correrías de caza y pesca, y las clavó en la pared de su habitación. El brillo de los ojos de Doug al mirarlas hizo comprender a Quinn cuánto ansiaba su paciente volver de excursión a las montañas. ¡He aquí alguien que no se da por vencido!, pensó el médico.Un día Doug recibió la visita de su cuñado, Terry Bach.—Reservé lugares para los dos en el concurso de pesca en hielo de Saratoga, en enero —dijo Terry—. ¡No te lo puedes perder!—Voy a intentarlo —respondió Doug.Terry comprendió en seguida que hablaba en serio.TODO DISPUESTO
El 23 de septiembre, a primera hora de la mañana, los técnicos de BioSurface, en Cambridge, sacaron de la incubadora los cultivos de piel de Doug y, cortando las láminas por la mitad, formaron 252 piezas del tamaño de una galleta salada. Luego colocaron cada pieza sobre una gasa impregnada de vaselina y la sumergieron en una solución estéril dentro de una caja de vidrio.
Finalmente guardaron las cajas en cuatro estuches refrigerados de acero inoxidable para su transporte. Alrededor de las 4:30 de la tarde entregaron los estuches a dos mensajeros que los llevarían en avión a Greeley.A las 7 de la mañana del día siguiente, el equipo quirúrgico de Quinn aguardaba en el quirófano. Sonó el teléfono; una enfermera atendió la llamada y anunció:—Ya llegó la piel. Mark Smith va a traerla.—Preparen al paciente —indicó Quinn—. Voy a lavarme.El anestesiólogo le inyectó a Doug el fármaco que lo haría dormir. Luego una enfermera le intubó un respirador en la tráquea y le puso en alto la pierna derecha con un elevador neumático.Mark Smith se presentó con los estuches refrigerados. Las enfermeras retiraron los vendajes de la pierna de Doug y comprobaron que la temperatura del quirófano era de 32.2° C., lo cual contrarrestaría la pérdida de calor corporal del paciente a través de las heridas.UNA INCOGNITA
Con una espátula vibratoria de alta velocidad, Quinn desprendió la epidermis de cadáver con que se había protegido la pierna. Smith sacó una caja de vidrio del primer estuche, la abrió y la sostuvo al alcance de Quinn.
—Esta piel tiene la consistencia de un pañuelo de papel mojado. Una vez colocada, ya no se puede mover —le advirtió.Con pinzas puntiagudas en ambas manos, el cirujano tomó injerto y gasa, y los aplicó a la espinilla de Doug con la gasa hacia arriba.—Cuando haya puesto dos o tres injertos, comiencen a engraparlos —les dijo a las enfermeras.—¡Esta piel es transparente! —exclamó con sorpresa la enfermera Ramstack.Al cabo de una hora, la parte anterior de la pierna derecha de Doug quedó tapizada de injertos separados entre sí por una distancia de dos milímetros. Para recubrir la parte posterior, Quinn trabajó de rodillas y con la cabeza levantada.—¡Es la operación más laboriosa de toda mi vida! —murmuró.Cuando toda la pierna quedó revestida, las enfermeras le colocaron una envoltura de malla de nailon, un vendaje de gasa absorbente y una férula de plástico, y la bajaron a la mesa de operaciones.A continuación elevaron la pierna izquierda; Quinn efectuó la misma operación en ella, y más tarde en los brazos de Doug. Cuando terminó de colocar todos los injertos eran ya las 3:30 de la tarde. Con el cuerpo entumecido de cansancio, dio un paso atrás.—Ahora falta ver si prenden los injertos —dijo—. Esa es la mayor incógnita.BROMAS AMABLES
Cuando llevaron a Doug de vuelta a su habitación, lo pusieron boca arriba en el colchón de aire, con las extremidades extendidas. Las enfermeras se le acercaban de puntillas, como si fuera una bomba de tiempo.
—Si se mueve o lo rozamos, los injertos pueden desgarrarse —le dijo Rayne Ramstack—. Tiene que estarse quieto como una estatua.Obediente, Doug clavó los ojos en una fotografía en la que aparecía con Terry Bach mostrando un par de carnosas truchas. Ahí está un motivo para salir adelante, se dijo. Tengo que ir a ese concurso de pesca.El octavo día volvieron a anestesiarlo y le quitaron los vendajes externos. Luego Quinn retiró la malla de nailon de la pierna derecha. Con toda delicadeza extrajo las grapas, levantó la gasa con pinzas y vio que los injertos se habían juntado.—¡Prendieron! —exclamó—. ¡Lo logramos!El cirujano terminó de descubrir esa pierna, se ocupó de la otra y luego de los brazos.—Ha prendido más del 90 por ciento del tejido —observó Mark Smith—. ¡Es un gran logro!Una semana después, Doug bajó de la cama y dio, vacilante, sus primeros pasos. Se alegró al notar que su nueva piel iba tomando más color y suavidad cada día. Durante más de un mes, mientras la piel se fortalecía, practicó escrupulosamente los ejercicios que le prescribieron los fisioterapeutas del centro.LA MAYOR PESCA
El 9 de noviembre, 75 días después del accidente, Donna Kinsley se llevó a su esposo a casa. Diez semanas más tarde, Terry Bach y él acudieron al concurso de pesca, en el que se congregaron más de 800 participantes. Doug anduvo pescando durante dos días vestido con ropa elástica especial. Sacó una trucha arco iris de 57 centímetros, que resultó ser el mayor ejemplar de su clase en la competencia.
La piel que le injertaron ha seguido fortaleciéndose y tomando su color normal. Entre tanto, Doug ha instalado un taller de carpintería en su casa, suele salir de campamento con Donna y Danette, y hasta le queda tiempo para ir a la montaña en pos de ciervos y alces."La unidad de atención de quemaduras de un hospital es un buen lugar para presenciar el heroísmo y la reciedumbre de las personas", comenta el doctor Quinn. "Y eso es lo que hemos visto en Doug Kinsley. Nada nos recompensa más que saber que ha vuelto al lado de su familia y a la montaña, donde debe estar".