EL HOMBRE DE LA ARENA (E.T.A. Hoffman)
Publicado en
agosto 19, 2012
NATHANAEL A LOTHAIR
Sé muy bien que os sentiréis intranquilos porque hace muchísimo tiempo que no escribo. Mi madre debe de estar muy enfadada, y sin duda Clara pensará que llevo una vida desenfrenada y que olvido a mi dulce ángel, cuya imagen llevo profundamente grabada en mi memoria. Pero se equivoca. Pienso en todos vosotros cada día, y contemplo el encantador rostro de Clara, con su inocente sonrisa y sus ojos claros, igual que cuando regresaba a casa... Sin embargo, ¡cómo voy a escribiros en mi estado actual!... ¡Me ha ocurrido algo espantoso! Oscuros presentimientos de un hado fatal se ciernen sobre mí como negros nubarrones impenetrables a la luz del sol... Necesito contarte lo que me ha sucedido; sin embargo, sólo de pensarlo se me hiela la sangre... ¡Ah, mi querido Lothair!
¡Qué puedo decirte para que comprendas, siquiera de un modo aproximativo, que lo que me ocurrió hace algunos días ha trastornado por completo mi vida! Si estuvieras aquí, tú mismo podrías verlo; no obstante, estoy seguro de que me consideras un supersticioso visionario... En resumidas cuentas, el espantoso acontecimiento que me sucedió, y cuya tremenda impresión en vano me esfuerzo en olvidar, no es otra cosa sino que hace días, precisamente el 30 de octubre, a las doce del mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa para ofrecerme su mercancía. No le compré nada, y le amenacé con tirarle escaleras abajo, cosa que no hice gracias a que él se retiró prudentemente. Acertarás al suponer que en algunos acontecimientos decisivos de mi vida tuvo influencia este suceso, pues fueron funestas mis relaciones con la persona de aquel malvado traficante. La cosa fue así: Pero no, antes quiero referirte algunos detalles de mi primera infancia, a fin de que comprendas todo y te hagas idea de lo que sucedió. Me parece verte riendo y oigo a Clara decir: «¡Pero, qué niñerías!». ¡Ríete, sí..., ríete de mí todo lo que quieras..., te lo suplico...! Pero, por Dios, los pelos se me ponen de punta cuando te pido que rías, pues verdaderamente estoy loco y desesperado como Franz Moor ante Daniel[i]. Pero ¡vamos al asunto! En aquel tiempo, mi hermana y yo no solíamos ver a nuestro padre más que a las horas de comer, pues los negocios parecían absorber toda su actividad: poco después de cenar, todas las noches íbamos con nuestra madre a sentarnos alrededor de la mesa redonda de la habitación donde trabajaba mi padre. Mi padre encendía su pipa y llenaba hasta el borde un inmenso vaso de cerveza, y nos refería una infinidad de maravillosas historias: durante la narración se apagaba la pipa y yo me alegraba mucho de ello, porque estaba encargado de encenderla cuando eso sucedía. A menudo, si no estaba de muy buen humor, nos daba libros muy bonitos con estampas preciosas, y él se recostaba en un sillón de encina, lanzando con febril actividad bocanadas de humo, de forma que desaparecía de nuestra vista como envuelto tras una espesa niebla. Aquellas noches, mi madre se ponía triste y, cuando el reloj daba las nueve, nos decía: «¡Niños, a la cama, que viene el hombre de la arena!». Apenas pronunciaba estas palabras, oía yo en la escalera el ruido de unos pasos pesados: debía de ser el hombre de la arena. Cierta noche, aquel rumor fantástico me atemorizó más que de costumbre y pregunté a mi madre: «Mamá, ¿quién es ese hombre de la arena, que siempre nos obliga a salir de la habitación de papá?». «No hay hombre alguno de la arena, querido hijo —repuso mamá— cuando digo que viene el hombre de la arena, únicamente quiero decir que tenéis sueño y que cerréis los ojos como si os hubieran echado arena.» La respuesta de mi madre no me satisfizo, y en mi espíritu infantil arraigóse la convicción de que se nos ocultaba la existencia del personaje para que no tuviéramos miedo, pues siempre le oía subir la escalera. Dominado por la curiosidad, y deseoso de saber alguna cosa más precisa sobre el hombre de la arena y sus relaciones con los míos, pregunté finalmente a la anciana que cuidaba de mi hermanita quién era aquel ser misterioso: «¡Ah, Thanelchen! —me contestó— ¿No le conoces? Es un hombre muy malo, que viene en busca de los niños cuando se niegan a acostarse y les arroja puñados de arena a los ojos, los encierra en un saco y se los lleva a la luna para que sirvan de alimento a sus hijitos; éstos tienen, al igual que los mochuelos, picos ganchudos, y con ellos devoran los ojos de los niños que no son obedientes». Desde que oí eso, la imagen del hombre cruel de la arena se fijó en mi mente bajo un aspecto horrible, y apenas oía por la noche el ruido que hacía al subir me estremecía de espanto. «¡El hombre de la arena! ¡El hombre de la arena!», exclamaba yo, corriendo a refugiarme en la alcoba: y durante toda la noche me atormentaba la terrible aparición. Ya mayor, yo comprendía muy bien que el cuento de la anciana sobre el hombre de la arena y sus hijos en la luna podía no ser verdad; sin embargo, ese personaje seguía siendo para mí un fantasma terrible, y me espantaba cuando le oía subir la escalera, abrir bruscamente la puerta del gabinete de mi padre y cerrarla después. Algunas veces pasaban varios días sin que viniera, pero luego sucedíanse sus visitas. Eso duró algunos años y nunca pude acostumbrarme a la idea del odioso espectro, cuyas relaciones con mi padre me preocupaban cada día más. No me atrevía a preguntarle a mi padre quién era, aunque siempre traté de averiguar el misterio, de ver al fabuloso hombre de la arena, y a medida que pasaban los años era mayor mi deseo. El hombre de la arena me conducía a la esfera de lo maravilloso, de lo fantástico, idea que tan fácilmente germina en el cerebro de los niños. Nada me agradaba tanto como oír o leer cuentos de espíritus. de hechiceros v de duendes: pero a todo eso se anteponía el hombre de la arena, cuya imagen dibujaba yo con yeso o carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes, representándolo bajo las figuras más extrañas y horribles. Cuando tuve diez años, mi madre me retiró de la habitación de los niños y me instaló en `un cuartito que comunicaba con un corredor, cerca del gabinete de mi padre. Todavía entonces sabíamos que debíamos acostarnos cuando, al dar las nueve, oyésemos los pasos del desconocido. Desde mi habitación le oía entrar en la de mi padre, y poco después me parecía percibir un olor extraño. Con la curiosidad se despertó en mí el valor suficiente para trabar conocimiento con el hombre de la arena: muchas veces me deslizaba con la mayor ligereza desde mi cuarto al corredor cuando mi madre se había alejado, pero sin lograr descubrir nada, pues el hombre misterioso siempre había entrado cuando yo llegaba al sitio donde hubiera podido verle al pasar. Finalmente, llevado por un impulso irresistible, resolví esconderme en el gabinete de mi padre y esperar la llegada del hombre de la arena. Cierto día, por el silencio de mi padre y la tristeza de mi madre presentí que el hombre misterioso vendría: con el pretexto de estar muy cansado salí de la habitación un poco antes de las nueve y me oculté en un rincón. Poco después, la puerta de la casa se abrió rechinando y se cerró; un paso lento resonó en el vestíbulo dirigiéndose hacia la escalera: mi madre pasó junto a mí con mi hermana. Entonces abrí suavemente..., suavemente la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, silencioso e inmóvil, de espaldas a la puerta, y no me vio. Un momento después me oculté en un armario destinado a colgar ropa, que sólo se cubría con una cortinilla. Los pasos se aproximaban..., cada vez más cerca... La campanilla resonó con estrépito. El corazón me palpitaba de temor y ansiedad... Junto a la puerta se oyen los pasos... y la puerta se abre bruscamente. No sin hacer un esfuerzo, me atrevo a entreabrir la cortina con precaución. El hombre de la arena está delante de mi padre y la luz de los candelabros se proyecta en su rostro... Aquel ser terrible que tanto me espanta es el viejo abogado Coppelius, que come algunas veces en casa. La figura más abominable no me hubiera causado tanto horror como la suya. Figúrate un hombre alto, ancho de hombros, con una cabeza disforme, rostro apergaminado y amarillento, cejas grises muy pobladas, bajo las cuales brillaban los ojos de gato, y nariz larga que se encorvaba sobre el labio superior. La boca, algo torcida, se contraía a menudo con una sonrisa irónica: dos manchas de color rojizo coloreaban entonces los pómulos y, a través de los dientes apretados, se escapaba una especie de silbido. Coppelius vestía siempre levita de color gris, cortada a la antigua, chaleco y calzón del mismo estilo, medias negras y zapatos de hebillas. Su peluca, muy pequeña, apenas cubría la parte superior de la cabeza, de modo que los tirabuzones no llegaban ni con mucho a las orejas, muy grandes y coloradas, y en la nuca quedaba descubierta la hebilla de plata que sujetaba su corbata raída. En fin, toda su persona era espantosa y repugnante; pero sus largos dedos huesudos y velludos nos desagradaban más que todo, hasta el punto de que no podíamos comer nada de. lo que él tocaba. Él lo había notado, y cuando nuestra madre nos ponía furtivamente algún pedazo de pastel o una fruta confitada, se complacía en tocarlo bajo cualquier pretexto: de modo que, llenos los ojos de lágrimas, rechazábamos con disgusto las golosinas que tanto nos gustaban. Lo mismo hacía cuando nuestro padre, en los días de fiesta, nos daba un vasito de vino con azúcar. Pasaba la mano por encima o acercaba el vaso a sus cárdenos labios, y se reía con expresión verdaderamente diabólica al observar nuestra repugnancia y oír los sollozos que manifestaban nuestro disgusto. Siempre nos llamaba «sus animalitos», y nos estaba prohibido quejarnos o abrir la boca para decir la menor cosa. Nuestra madre parecía temer tanto como nosotros al espantoso Coppelius, pues cuando aparecía, la alegría habitual de su inocente ser se convertía en tristeza profunda. Mi padre se comportaba en su presencia como si estuviera ante un ser superior, cuyos defectos hubiera que soportar. Se expresaba entonces con mucha prudencia, y se servían manjares delicados y vinos raros. Cuando al fin vi a Coppelius me imaginé que ese odioso personaje no podía ser otro sino el hombre de la arena, pero en vez de ser el de los cuentos infantiles, aquel espantajo que tenía niños en un nido en la luna, veía en él algo de satánico e infernal, que sin duda atraería sobre nosotros alguna terrible desgracia. Yo estaba como encantado. Por miedo a ser sorprendido reprimí un movimiento de espanto y me acurruqué lo mejor que pude en el fondo del armario, dejando sólo el espacio suficiente para ver la escena. Mi padre recibió a Coppelius con el mayor respeto. «¡Vamos, manos a la obra!», gritó éste con voz ronca, despojándose de la levita. Mi padre le imitó y ambos se pusieron unas blusas de color oscuro que sacaron de un hueco practicado en la pared, en el cual vi un hornillo. Coppelius se acercó y casi en el mismo instante vi brotar bajo sus dedos una llama azulada que iluminó la habitación con diabólico reflejo. En el suelo estaban esparcidos extraños instrumentos. ¡Ah, Dios mío!... Cuando mi padre se inclinó sobre el crisol en fusión, su semblante adquirió de pronto una expresión extraña. Sus nobles facciones crispadas por el dolor íntimo tenían algo diabólico y odioso. Se parecía a Coppelius. Este último sondeaba con unas pinzas la materia en fusión, sacaba unos lingotes de metal brillante y los batía sobre el yunque. A cada momento me parecía que veía saltar cabezas humanas, pero sin ojos. «¡Ojos, ojos!», gritó Coppelius con voz ronca. No pude oír más, mi emoción fue tan fuerte que, perdido el conocimiento, caí en tierra. Coppelius, precipitándose sobre mí, me agarró, rechinando los dientes, y me suspendió sobre la llama del crisol, que comenzaba a quemarme el cabello. «¡Ah! —gritó—. ¡He aquí los ojos, y ojos de un niño!» Al decir esto sacó del hornillo carbones encendidos y fue a ponerlos sobre mis párpados. Mi padre, suplicante, gritaba: «¡Maestro, maestro! ¡Dejadle a mi Nathanael los ojos..., dejádselos!». Coppelius se rió sardónicamente y dijo: «Bueno, que conserve el chico los ojos; bastante trabajo tiene con lloriquear en este mundo. ¡Pero, por lo menos, quiero ver el mecanismo de sus manos y de sus pies!», y diciendo esto hizo crujir de tal modo las coyunturas de mis miembros que me parecía estar ya todo dislocado. «Hay algo que no funciona, ¡tan bien como estaba todo! ¡El viejo lo entendió!», murmuraba Coppelius. Después todo quedó oscuro y silencioso, y ya no sentí nada. Al recobrarme de aquel segundo desvanecimiento, sentí el suave aliento de mi madre junto a mi rostro, y le pregunté balbuciente: «¿Está aquí todavía el hombre de la arena?». «No, ángel mío —me contestó—, se ha marchado y ya nunca más te hará daño.» Así dijo la madre, besando y acariciando al hijo que acababa de recuperar. ¡No voy a cansarte más, querido Lothair! Creo que te he referido todo con pormenores suficientes, y que no queda nada por contar. Fui descubierto en mi escondite y maltratado por Coppelius. El miedo y el terror hicieron que una fiebre ardiente se apoderase de mí, y estuve varias semanas enfermo. «¿Está ahí el hombre de la arena?», ésa fue la primera pregunta que hice al curarme, cuando estuve sano. Pero todavía tengo que contarte algo más espantoso; tú sabes que no es miopía lo que me hace ver todo en este mundo como descolorido, sino que un velo de tristeza cubre mi vida amenazada por un destino fatal, que posiblemente sólo podré desvelar con la muerte. No volvimos a ver a Coppelius y se decía que había abandonado la ciudad. Había transcurrido un año y, conforme a la antigua costumbre, nos sentábamos cada noche en torno a la mesa redonda. Mi padre mostrábase muy alegre y contaba cosas muy entretenidas de los viajes que había hecho en su juventud. Cierta noche, al dar las nueve, oímos la puerta rechinar sobre sus enmohecidos goznes y en la escalera resonaron pesados pasos. «Es Coppelius», dijo mi madre palideciendo. «¡Sí!, es Coppelius», repuso mi padre con voz débil y temblorosa. A mi madre se le saltaron las lágrimas: «Pero ¿por qué tiene que ser así?», exclamó. «Es la última vez —repuso mi padre—, es la última vez que vendrá, te lo prometo. ¡Vete, acuesta a los niños!... ¡Vete a acostar! Buenas noches.» Tuve la sensación de que una piedra pesada y fría me oprimía el pecho, dificultando mi respiración... Mi madre me cogió del brazo y, como yo permaneciese en el mismo sitio, dijo: «¡Ven, Nathanael, ven!». Me dejé conducir y entré en la habitación. «Estate tranquilo y acuéstate!... ¡Duerme..., duerme!», me gritó mi madre; pero mi estado de terror y agitación me impidió conciliar el sueño. El odioso Coppelius se me aparecía y de sus ojos salían chispas, mientras reía sardónicamente. En vano traté de librarme de su imagen. Serían las doce de la noche cuando se oyó un ruido semejante al que produce una detonación de arma de fuego. La casa entera retembló y las puertas y las vidrieras, y alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto, y después cerróse con estrépito la puerta de la calle. «¡Es Coppelius!», exclamé espantado, saltando de la cama. En la habitación de mi padre resuenan gritos desgarradores y veo salir de ella una nube de humo negro e infecto, mientras la criada grita: «¡Mi amo! ¡Ah, mi amo!». Delante de la chimenea se halla tendido el cadáver de mi padre, ennegrecido y mutilado de una manera espantosa; mi madre y mi hermana, inclinadas sobre él, profieren gritos desgarradores: «¡Coppelius, Coppelius —exclamé yo—, has matado a mi padre!» Y caí al suelo sin conocimiento. Dos días después, cuándo se depositó el cadáver de mi padre en el ataúd, sus facciones habían recobrado, a pesar de la muerte, la calma y la serenidad de otro tiempo. Fue muy consolador para mi alma que sus relaciones con el diabólico Coppelius no hubieran sido causa de su eterna condenación. La explosión había despertado a todos los vecinos, el suceso dio lugar a muchos rumores, y la superioridad decretó exigir responsabilidades a Coppelius, pero éste había desaparecido sin dejar rastro alguno. Y ahora, querido Lothair, cuando sepas que el vendedor de barómetros que me visitó no era otro sino ese maldito Coppelius, espero que no dirás que me atormento el espíritu para buscar en los incidentes más comunes presagios de desgracia. Aunque iba vestido de otro modo, he reconocido bien las facciones y la estatura de Coppelius, y no es posible que sufra un error. No ha cambiado mucho su nombre. Se hace pasar por especialista en maquinaria piamontés y ha tomado el nombre de Giusseppe Coppola. Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No le digas nada de la aparición de este horrible monstruo a mi madre... Saluda a mi querida Clara. Le escribiré cuando esté más tranquilo. Que te vaya bien, etcétera, etcétera. CLARA A NATHANAEL
Aunque no me hayas escrito desde hace mucho tiempo, creo que no has desechado mi recuerdo de tu pensamiento y de tu corazón, pues el otro día, al escribir a mi hermano Lothair, pusiste en el sobre mi nombre y las señas de mi casa. Muy contenta abrí la carta y me di cuenta del error cuando leía las dos primeras palabras: «¡Ah, mi querido Lothair!». Hubiera querido no leer una palabra más y darle la carta a mi hermano. Pero tú muchas veces me has dicho en broma que debería tener un carácter tranquilo, sosegado, como aquella mujer que estando a punto de derrumbarse su casa, y echando a correr precipitadamente, todavía tuvo tiempo de arreglar un pliegue del visillo del balcón, así es que reconozco que el principio de la historia me ha impresionado mucho. Apenas podía respirar, todo se desvanecía ante mi vista... ¡Ah, mi querido Nathanael, qué horribles cosas te han sucedido en la vida! Separarme de ti, no volverte a ver más, ¡sólo ese pensamiento me atraviesa el pecho como un puñal ardiente!... Seguí leyendo y leyendo... Tu descripción del horrible Coppelius es espantosa. Ahora me entero del terrible accidente que ocasionó la muerte de tu padre.
Mi hermano Lothair, al que entregué la carta, en vano trató de tranquilizarme. El maldito vendedor de barómetros, Giusseppe Coppola, me persiguió todo el día como un espectro amenazador, y me avergüenzo de confesar que turbó mi sueño tranquilo y sosegado con toda clase de extrañas visiones y pesadillas. Aunque al día siguiente consideré las cosas de otro modo. No te enojes, amado mío, si Lothair te dice que, no obstante tus presentimientos de que Coppelius te va a hacer algo malo, me encuentro otra vez con el ánimo alegre y sereno. Precisamente iba a decirte que todo lo terrorífico y las cosas espantosas de que hablas tienen lugar en tu imaginación, y que la realidad no interviene en nada. Coppelius podrá ser el más aborrecible de los hombres y, además, como odiaba a los niños, por eso sentíais repulsión ante su vista. Has hecho la personificación del hombre de la arena tal como podría hacerla un espíritu infantil impresionado por cuentos de nodriza. Las entrevistas nocturnas de Coppelius con tu padre no tenían seguramente otro objeto que el de practicar operaciones de alquimia; tu madre se afligía porque ese trabajo debía de ocasionar gastos muy grandes sin producir nunca nada y, por otra parte, tu padre, absorbido por la engañosa pasión investigadora, descuidaba los asuntos de su casa y la atención a su familia. Tu padre ha encontrado la muerte debido a su propia imprudencia, y Coppelius no tiene culpa alguna. ¿Quieres saber lo que pregunté ayer al boticario vecino? Si era posible encontrar la muerte instantánea, a causa de una explosión, haciendo experimentos químicos. Me dijo: «Sí, ciertamente», y me describió detalladamente muchas sustancias que no puedo repetirte, porque no he podido retener sus nombres. Sé que vas a compadecer a tu pobre Clara y vas a decir: «Este carácter razonable no cree en lo fantástico, que envuelve a los hombres con brazos invisibles; sólo considera el mundo bajo su aspecto más natural, igual que el niño pequeño sólo ve la superficie de la fruta dorada y reluciente, sin adivinar la ponzoña que esconde». ¡Ah, mi querido Nathanael! ¿No crees que también en los caracteres alegres, ingenuos, inocentes, puede existir un presentimiento de que hay un oscuro poder capaz de corrompernos?... Perdóname, a mí que soy una joven sencilla, que me atreva a insinuarte lo que pienso acerca de estos combates en el interior de uno mismo. Al final no encuentro las palabras adecuadas, y si te ríes no será por las tonterías que diga, sino porque no me las arreglo para decirlas bien. ¿Existirá alguna fuerza oculta, dotada de tal ascendiente sobre nuestra naturaleza que pueda arrastramos por una senda de desgracias y desastres? Si existe, está en nosotros mismos, y por eso creemos en ella y la aceptamos para llevar a cabo todas las acciones misteriosas. Si recorremos con firme paso la senda de la vida, la fuerza oculta tratará inútilmente de atraernos a sus brazos. Es cierto, según dice Lothair, que el oscuro poder físico hace que en algunos momentos nuestra imaginación finja fantasmas engañosos, cuyo aspecto nos parece realmente amenazador, pero esos fantasmas no son otra cosa sino pensamientos que nos influyen de tal modo que nos arrojan al Infierno o nos llevan al Cielo. Ya sabes, querido Nathanael, que mi hermano Lothair y yo hemos hablado de esos poderes ocultos; y ahora que he escrito lo principal, creo que puedo meditar sobre ello. No entiendo las últimas palabras de Lothair, aunque supongo lo que quiere decir, y por eso me parece que está en lo cierto. Te suplico que deseches de tu memoria la odiosa figura del abogado Coppelius y del vendedor de barómetros Giusseppe Coppola. Convéncete de que no pueden hacerte nada; sólo el pensar en su poder enemigo puede hacerte daño. Si tu carta no llevase en cada línea el sello de una gran exaltación, me divertiría mucho diciéndote todo lo que se me ha ocurrido de extraño respecto al hombre de la arena y a Coppola, el vendedor de barómetros. ¡Estate tranquilo..., muy tranquilo! En caso de que el odioso Coppola se te aparezca otra vez, me he propuesto de nuevo ser tu ángel guardián. Nada conozco más eficaz que una alegre carcajada cuando se quieren desechar los monstruos fantásticos. No le temo, ni a él ni a sus garras; además, ni como abogado ni como hombre de la arena podrá estropearme los ojos. Siempre tuya, mi amado Nathanael, etcétera, etcétera. NATHANAEL A LOTHAIR
Me ha contrariado mucho que, debido a mi necia distracción, Clara haya leído la carta que te escribí. Me ha escrito una profunda y filosófica carta en la que me demuestra que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior, y que son un fantasma de mi propio yo, que desaparecerán en el acto en cuanto lo reconozca.
En realidad, resulta difícil creer que una persona tan ingenua y sencilla como Clara pueda hacer unas distinciones tan sutiles y escolásticas. Sin duda esas agudezas son obra tuya. En fin, vamos a dejarlo; reconozco que el traficante en barómetros y el abogado Coppelius son dos individuos diferentes. Ahora tomo lecciones de un célebre físico que, como el distinguido naturalista, se llama Spallanzani[ii]; es de origen italiano, y conoce desde hace mucho tiempo a Giusáeppe Coppola, que tiene acento piamontés; mientras que Coppelius era alemán, un alemán no muy digno. Y ahora, por más que tu hermana y tú creáis que tengo la cabeza vacía, os diré que no puedo borrar de mi mente la impresión que me causa el maldito rostro de Coppelius. Me alegro de que se haya marchado de la ciudad, según me dice Spallanzani. Este profesor es un personaje muy estrafalario: imagínate a un hombre como una bola, con los pómulos muy salientes, la nariz afilada, los labios abultados y ojos brillantes y penetrantes. Te harás una idea si miras el dibujo de Cagliostro[iii] que ha hecho Chodowiecki[iv] en un calendario de bolsillo[v]... Así es Spallanzani. Recientemente fui a su casa a ver algunos experimentos; al pasar por el vestíbulo observé que la cortina verde de una puerta vidriera no estaba corrida como de costumbre; me acerqué maquinalmente, impulsado por la curiosidad. Vi a una mujer esbelta y bien proporcionada, muy bien vestida, sentada en el centro de la habitación, apoyados sus brazos sobre una mesita, con las manos juntas; como estaba de cara a la puerta mis ojos se encontraron con los suyos y, presa de asombro, a la vez que de temor, observé que sus pupilas carecían de mirada, mejor dicho, que aquella mujer dormía con los ojos abiertos. Me sentí desconcertado. Me deslicé por la sala, donde un inmenso auditorio esperaba las lecciones del profesor. Luego me enteré de que la mujer es Olimpia, la hija de Spallanzani, que la tiene secuestrada en su casa y no quiere que nadie se acerque a ella... Quizá la explicación sea que ella es necia o algo por el estilo... ¿Dirás que por qué te escribo todo esto? Hubiera sido mejor que te lo hubiera contado de palabra. Has de saber que dentro de quince días estaré con vosotros. Y volveré a ver a mi querida Clara, mi dulce ángel, que después de aquella carta fatal calmará mis inquietudes. Por eso no le escribo hoy. Mil saludos, etcétera, etcétera. No puede inventarse, ¡oh amable lector!, nada más raro y maravilloso que lo que te he contado de mi pobre amigo, el joven estudiante Nathanael. Acaso, benévolo lector, has experimentado en tu pecho o has vivido o has imaginado algo que deseas expresar. La sangre te hierve en las venas como si fuera fuego y tus mejillas se enrojecen. Tu mirada parece extraviarse como si vieras figuras en el espacio vacío, que los demás no perciben, y tu voz se convierte en profundo suspiro. Los amigos te preguntan: «¿Qué te sucede, querido amigo? ¿Te pasa algo? ...». Y tú quisieras expresar cómo son esas imágenes que ves en tu interior con colores brillantes y sombras oscuras, y no puedes encontrar palabras. Y desearías expresar con una sola palabra, que fuera como una descarga eléctrica, todo lo maravilloso, horrible, fantástico, espantoso. Pero esa palabra te parece incolora, helada, muerta. Buscas y buscas, balbuceas y titubeas, y las secas preguntas de tus amigos te agitan como un huracán, y remueven tu ser, hasta que te aplacas. Si como un pintor audaz te hubieras atrevido a pintar con algunas pinceladas la silueta de la imagen que has visto, posiblemente con poco trabajo destacarían los colores cada vez más brillantes y una serie de diversas figuras llamarían la atención de tus amigos, que se entremezclarían con esas creaciones de tu imaginación. He de decirte, amable lector, que hasta ahora nadie me ha preguntado por la historia del joven Nathanael; bien sabes que yo pertenezco a ese maravilloso linaje de autores que, si tienen algo que decir, tienen también la sensación de que el mundo entero les pregunta: «¿Qué sucedió? ¡Sigue contándonos, por favor!». Por lo tanto, tengo verdadero interés en seguir contándote cosas acerca de la fatídica existencia de Nathanael. Mi alma estaba dominada por todo lo raro y maravilloso que había oído, pero precisamente porque, ¡oh, lector mío!, deseaba que tú también tuvieras esa sensación de lo fantástico, me devanaba la cabeza para empezar la historia de Nathanael de una manera original y emocionante: «¡Érase una vez...!». Ese bello principio de cuento me parecía sosísimo. «En la pequeña ciudad provinciana de G. vivía...», un poco mejor, por lo menos preparaba para el clímax... O in media res: «¡Voto al diablo!", exclamó furioso e iracundo, echando rayos por los ojos, el estudiante Nathanael cuando Giusseppe Coppola, el vendedor de barómetros...». Realmente, eso era lo que yo había escrito, cuando creí notar algo ridículo en la mirada del estudiante Nathanael: la historia, sin embargo, no tiene nada de ridícula. Tuve la sensación de que no reflejaba lo más mínimo el colorido de las imágenes que veía en mi interior. ¡Amable lector!, toma las tres cartas que Lothair me dejó por el esbozo de un cuadro que trataré de completar durante el relato, añadiendo nuevos colores. Quizá logre retratar algunas figuras, de modo que puedas tener la sensación, sólo al ver el retrato, sin conocer el original, de que has visto a la persona con tus propios ojos. Quizás, ¡oh, lector mío!, pienses que no hay nada más absurdo y fantástico que creer que el poeta puede reflejar la verdadera vida en su espejo bruñido, que sólo da un oscuro reflejo. Para decirlo todo con exactitud, lo primero que hay que saber y que debe añadirse a las cartas anteriores, es que al morir el padre de Nathanael, Clara y Lothair, dos niños parientes lejanos, fueron recogidos en su casa por la madre de Nathanael. Clara y Nathanael se profesaron siempre una mutua simpatía, a la que nadie tuvo nada que objetar; ya eran novios cuando Nathanael tuvo que irse para seguir sus estudios en G...; acabamos de ver, por su última carta, que asistía al curso del famoso profesor de física, Spallanzani. Ahora ya me siento más aliviado y puedo continuar la historia; sin embargo, en este momento la imagen de Clara está tan viva ante mis ojos que (siempre me sucede lo mismo) no puedo dejar de mirarla mientras me sonríe. Clara no era hermosa en la acepción vulgar de la palabra. Los arquitectos hubieran elogiado sus exactas proporciones, los pintores habrían visto en los contornos de su busto la imagen de la castidad, y se habrían enamorado al mismo tiempo de su magnífica mata de pelo como la de una Magdalena, apropiándose del colorido, digno de un Battoni[vi]. Uno de ellos, fanático de la belleza, habría comparado los ojos de Clara con un lago azul de Ruysdael[vii], en cuya límpida superficie se reflejan con tanta pureza los bosques, los prados, las flores y todos los poéticos aspectos del más rico paisaje. Los poetas y los pintores decían: «¡Qué lago..., qué espejo!». Si cuando miramos a esta joven en su mirada parecen oírse melodías y sonidos celestiales que nos sobrecogen y nos animan a la vez, ¿acaso no cantamos nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la fina sonrisa que expresan los labios de Clara, que es como un cántico, no obstante algunas disonancias? A estos encantos naturales de la joven añádase una imaginación viva y brillante, un corazón sensible y generoso que no excluía lo positivo ni lo razonable. Los espíritus románticos no le agradaban del todo: discutía poco con los que son aficionados a divagar, pero su mirada maliciosa decíales con mucha elocuencia: «Amigos míos, inútilmente os esforzáis en conducirme a vuestro mundo imaginario». Muchos acusaban a Clara de insensible y prosaica, pero los espíritus privilegiados admiraban bajo aquella fría apariencia a la amable, delicada y razonable niña. Nadie amaba a Clara como Nathanael, a pesar de su ferviente pasión por lo maravilloso, y la joven le correspondía con tierno amor: las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. Cuando el joven regresó, ¡con qué contento la estrechó entre sus brazos al ir a su encuentro en casa de su madre! Sucedió entonces lo que Clara había previsto; que desde aquel día desechó de su memoria, sin esfuerzo alguno, a Coppelius y Coppola. Sin embargo, Nathanael tenía razón cuando escribió a su amigo Lothair que la presencia del maldito vendedor Giusseppe Coppola le había sido fatal. Todos notaron desde el primer día que estaba totalmente cambiado. Su carácter comenzó a ensombrecerse y se hizo taciturno, tanto que la vida le parecía como un sueño fantástico y, cuando hablaba, decía que todo ser humano, creyendo ser libre, era juguete trágico de oscuros poderes, y era en vano que se opusiese a lo que había decretado el destino. Todavía más: llegó a afirmar que consideraba una locura creer que nos comportábamos conforme a nuestro gusto y albedrío en el arte y en la ciencia, pues en realidad el entusiasmo que nos llevaba al trabajo creador provenía, no de nuestro interior, sino de la influencia de un principio superior que estaba fuera de nosotros. Sus meditaciones místicas, de las cuales no era posible sustraerlo, ocasionaban gran disgusto a la pobre Clara, sin que toda la sabiduría de sus razonamientos pudiera calmarle. Cierto día en que Nathanael se quejaba de ver sin cesar al monstruoso Coppelius y decía que ese horrible demonio iba a destruir su felicidad y su futuro, Clara repuso con tristeza: —Sí, Nathanael, creo en efecto que ese hombre extravagante es tu genio del mal, que es un poder diabólico y que realmente se ha introducido en tu vida, pero a nadie debes culpar sino a ti mismo, porque su fuerza reside en tu credulidad. Enojóse mucho Nathanael al ver que Clara atribuía la existencia de los demonios a la fuerza de su fantasía y en su despecho consideró a Clara como uno de esos seres inferiores que no saben penetrar en los misterios de la naturaleza invisible. No obstante lo cual, todos los días, cuando Clara ayudaba a servir el desayuno, le leía tratados de filosofía oculta. Ella, entonces, le decía: —Creo, en verdad, querido Nathanael, que tú eres el principio del mal que ejerce una mala influencia sobre mi café, porque me es preciso descuidar los quehaceres de la casa, perdiendo el tiempo para oírte discurrir. El agua hierve, el café se vierte en la ceniza y ¡adiós desayuno! Nathanael, furioso al ver que no le comprendían, cerraba los libros e iba a encerrarse en su habitación. En otros tiempos solía referir narraciones graciosas y animadas que luego escribía, y Clara le oía con el mayor placer; ahora, en cambio, sus poemas eran secos, incomprensibles, deformes, de modo que aunque Clara no lo decía, él se daba cuenta de que le fastidiaban mortalmente esas cosas, y en todos sus gestos resultaba patente el aburrimiento que trataba de dominar. Las poesías de Nathanael en realidad eran aburridísimas. Cada vez era mayor su disgusto por el carácter frío y prosaico de Clara, y Clara, a su vez, no podía evitar su enojo por los pesados, abstrusos y tenebrosos sofismas de Nathanael, por lo que cesó la buena armonía entre ambos, y poco a poco fueron distanciándose. La imagen del odioso Coppelius se iba alejando cada vez más, según confesaba Nathanael, y hasta le costaba trabajo a veces evocar a ese espantajo fatídico en sus creaciones. Finalmente, le atormentaba el presentimiento de que Coppelius destruiría su amor, todo lo cual fue objeto de un poema. Describía en él la felicidad de ambos, Clara y él unidos, aunque un negro poder les amenazaba, destruyendo su alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar, hacía su aparición el espantoso Coppelius, que tocaba los bellos ojos de Clara, y éstos saltaban sobre el pecho de Nathanael como chispas sangrientas, encendidas y ardientes. Luego Coppelius lo cogía y lo arrojaba en medio de las llamas de un horno, que ardían con la velocidad de una tormenta, donde se consumía al instante. En medio del tumulto que parecía el de un huracán que bramaba sobre la espuma de las olas, semejantes a blancos y negros gigantes que combatían furiosamente entre sí, en medio de ese tronar furioso, oía la voz de Clara que decía: —¿Acaso no me ves, querido? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que quemaban tu pecho, sino gotas ardientes de tu propia sangre. Mira, yo tengo ojos... ¡Mírame! Nathanael pensaba: «Es Clara, y yo soy eternamente suyo...». Entonces parecía como si su pensamiento dominase el fuego del horno donde se encontraba, y el tumulto desaparecía, alejándose en un negro abismo. Nathanael miraba los ojos de Clara, pero entonces la muerte le contemplaba amigablemente desde las profundidades de los ojos de su amada. Mientras el joven escribía estas cosas estaba muy tranquilo y razonable, sentía que cada linea le salía mejor y, entregado a los esfuerzos de la rima, no descansaba hasta que la musicalidad no le parecía perfecta. Cuando al fin hubo terminado y se leyó a sí mismo, en voz alta, su propio poema; quedó horrorizado, y lleno de espanto se dijo: «¿De quién es esa horrible voz?». No obstante tuvo la sensación de que ese poema estaba muy logrado y que podría inflamar el ánimo de Clara leyéndoselo, al tiempo que le hacía ver las espantosas imágenes que le angustiaban y presagiaban la destrucción de su amor. Un día, los dos enamorados estaban sentados en el jardín. Clara se hallaba muy alegre porque desde hacía tres días Nathanael, dedicado a escribir su poema, no la había enojado con sus manías y presentimientos fatídicos. También el joven hablaba animadamente y muy alegre sobre asuntos divertidos, de modo que Clara le dijo: —Otra vez estás conmigo; gracias a Dios, nos hemos librado de ese odioso Coppelius. Entonces Nathanael se acordó de que llevaba en el bolsillo un poema y que tenía intención de leerlo. Sacó las hojas del bolsillo y comenzó su lectura. Clara, imaginándose que sería algo aburrido, como de costumbre, y resignándose, comenzó tranquilamente a hacer punto. Pero del mismo modo que los nubarrones cada vez más negros de una tormenta van en aumento, llegó un momento en que, abandonando la labor, miró fijamente a su amado. Terminada la lectura, el joven arrojó lejos de sí el manuscrito y, con los ojos llenos de lágrimas y las mejillas encendidas, inclinóse hacia Clara, cogió sus manos convulsivamente y exclamó con acento desesperado: —¡Ah, Clara, Clara! Clara le estrechó contra su pecho y le dijo suavemente, muy seria: —Nathanael, querido Nathanael. ¡Arroja al fuego esa maldita y absurda obra! El muchacho, desilusionado, exclamó, apartándose de Clara: —Eres un autómata, inanimado y maldito. Y sin decir más alejóse corriendo, mientras Clara, profundamente desconcertada, derramaba amargas lágrimas. —Nunca me ha amado, pues no me comprende —sollozaba en alta voz. Lothair apareció en el jardín y Clara tuvo que referirle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, sentía sus quejas en lo más íntimo, de forma que el disgusto que sentía en su pecho a causa del visionario Nathanael se transformó en cólera terrible. Corrió en pos del joven y le reprochó con duras palabras su loca conducta respecto a su querida hermana. Nathanael respondió con violencia. El iluso y extravagante loco se enfrentó con el desgraciado y vulgar ser humano. Decidieron batirse a la mañana siguiente, detrás del jardín, conforme a las reglas al uso. Llegaron mudos y sombríos. Como Clara hubiese oído la disputa y viese que el padrino, al atardecer, trajese los floretes, imaginó lo que iba a suceder. A la hora designada, las armas estaban sobre el césped que, muy pronto, iba a teñirse de sangre. Lothair y Nathanael se habían despojado ya de sus levitas y con los ojos brillantes iban a abalanzarse el uno sobre el otro, cuando Clara apareció en el jardín. Sollozando exclamó: —¡Monstruos, salvajes, matadme a mí, antes de que uno de vosotros caiga, pues no quiero sobrevivir si mi amado mata a mi hermano, o mi hermano a mi amado! Lothair dejó el arma y miró al suelo silenciosamente. Nathanael sintió en su interior la tristeza y el amor desbordante que había sentido en los bellos días de su primera juventud. El arma homicida cayó de sus manos, y se arrojó a los pies de Clara: —¡Perdóname, adorada Clara! ¡Perdóname, hermano mío, querido Lothair! Lothair se emocionó al ver el profundo dolor de su hermano, y derramando los tres abundantes lágrimas abrazáronse reconciliados y juraron no separarse jamás. Desde aquel día Nathanael se sintió aliviado de la pesada carga que le había oprimido hasta entonces, y le pareció como si se hubiese salvado del oscuro poder que amenazaba con aniquilarle. Permaneció allí tres días más antes de marcharse a G., adonde debía volver para cursar el último año de sus estudios universitarios, y se acordó de que al cabo de ese tiempo se establecería para siempre en su país natal, con su prometida. A la madre de Nathanael se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues era bien sabido que le producía horror su nombre, ya que también a ella le recordaba la muerte de su esposo. Al llegar a G., Nathanael se sorprendió mucho al ver que su casa había sido pasto de las llamas, que sólo dejaron en pie dos o tres lienzos de pared ennegrecidos y calcinados. Según le dijeron, el fuego comenzó en la botica, y varios amigos de Nathanael que vivían cerca de la casa incendiada pudieron salvar algunos de los objetos, instrumentos de física y papeles, todo lo cual llevaron a otra habitación alquilada a nombre del estudiante. Nathanael no podía suponer que estuviera situada frente a la del profesor Spállanzani. Desde la ventana se podía ver muy bien el interior del gabinete donde, con frecuencia, cuando las cortinas estaban descorridas, se veía a Olimpia muda e inmóvil, y aunque se destacaba claramente su silueta, los rasgos de su rostro sólo se vislumbraban borrosamente. Nathanael se extrañó de que Olimpia permaneciese en la misma actitud horas enteras sin ocuparse de nada, junto a la mesita, aunque era evidente que de vez en cuando le miraba fijamente: hubo de confesarse que en su vida había visto una mujer tan hermosa. Sin embargo, su amor a Clara le llenaba el corazón, preservándole de las seducciones de la austera Olimpia, y por eso el joven dirigía sólo de tarde en tarde algunas miradas distraídas a la estancia habitada por aquella hermosa estatua. Cierto día, en ocasión de estar escribiendo a Clara, llamaron suavemente a su puerta: al abrirla, vio la desagradable figura de Coppola. Un estremecimiento nervioso agitó a Nathanael. Recordando los argumentos de Clara y los datos que le diera el profesor Spallanzani acerca de aquel individuo, avergonzóse de su primer movimiento de espanto y con toda la tranquilidad que le fue posible dijo al inoportuno visitante: —No necesito barómetros, querido amigo. ¡Marchaos, por favor! Pero Coppola, entrando en la habitación, dijo en un tono ronco, mientras su boca se entreabría con una odiosa sonrisa y le refulgían los ojillos entre sus largas pestañas grises: —¡Eh, no sólo tengo barómetros, no sólo barómetros! ¡También tengo ojos, bellos ojos! Nathanael, espantado, exclamó: —¡Maldito loco!, ¿cómo es posible que tengas ojos?... ¿Ojos? Al instante, Coppola puso a un lado sus barómetros y fue sacando de sus bolsillos gafas que dejó sobre la mesa: —¡Gafas, gafas para ponérselas sobre la nariz!... ¡Esos son los ojos..., los bellos ojos! Y al decir esto, Coppola continuó sacando gafas, de modo que la mesa se llenó, y empezaron a brillar y refulgir desde ella. Miles de ojos miraban fijamente a Nathanael. No podía dejar de mirar a la mesa, y Coppola continuaba sacando gafas y cada vez eran más fantásticas y terribles las penetrantes miradas que traspasaban con sus rayos ardientes y rojizos el pecho de Nathanael. Sobrecogido por un espantoso malestar gritó: —¡Para ya, detente, hombre maldito! Y sacudiéndole por el brazo detuvo a Coppola, que se preparaba a seguir sacando gafas del bolsillo, aunque la mesa estaba enteramente cubierta de ellas. Coppola, sonriendo a duras penas, se desprendió de él, al tiempo que decía: —¡Ah!, no las queréis..., pues aquí tenéis unos buenos anteojos. Y después de recoger todas las gafas, empezó a sacar anteojos de larga vista. En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas, Nathanael quedó tranquilo como por encanto, y acordándose de Clara, recordó que el fantasma sólo estaba en su imaginación, ya que Coppola era sólo un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble de Coppel¡us. Además, las gafas que el vendedor había puesto en la mesa no tenían nada de raro, ni tampoco nada de extraordinario los anteojos, de modo que, algo confuso por haberse entregado a la violencia, Nathanael quiso repararlo comprando alguna cosa a Coppola. Eligió un pequeño anteojo, cuya montura le llamó la atención por su exquisito trabajo, y para probarlo miró a través de la ventana. Nunca en su vida había tenido un anteojo con el que pudiera verse con tanta claridad y pureza. Instintivamente, miró hacia la estancia de Spallanzani; Olimpia estaba sentada como de costumbre ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por vez primera Nathanael veía detenidamente el hermoso semblante de Olimpia. Únicamente los ojos le parecieron fijos, como muertos. Pero, a medida que miraba más y más a través del anteojo, le pareció como si los ojos de Olimpia irradiasen pálidos rayos de luna. Tuvo la sensación de que por vez primera nacía en ella la capacidad de ver; y cada vez más intensa brillaba su mirada. El joven se quedó como galvanizado mirando a la ventana, observando a la bella y celeste Olimpia, pero le hizo volver en sí el ruido que hacía Coppola, al tiempo que repetía: —Tre zecchini (tres cequíes). Nathanael, que se había olvidado por completo del óptico, se apresuró a pagarle: —¿No os parecen unos buenos anteojos, eh? —preguntó Coppola con su odiosa voz ronca y la sonrisa maliciosa. —Sí, sí... —repuso Nathanael, disgustado—. ¡Adiós, querido amigo! Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar algunas miradas de reojo. Apenas bajó las escaleras, dejó escapar una horrible carcajada. «Se ríe de mí —pensó Nathanael— porque me ha hecho pagar el anteojo a un precio mucho más caro de lo que vale.» En ese momento le pareció oír un profundo gemido en la habitación, que le estremeció. Sintió tal miedo que se le cortó la respiración. Pronto diose cuenta de que era él mismo quien había suspirado. «Clara tenía razón al considerarme un visionario —se dijo—: pero lo que más me atormenta ahora y me parece absurdo..., incluso más que absurdo, es la idea de que he pagado los anteojos demasiado caros, y eso me inquieta. Y no sé cuál es el motivo...» Dejando todo, se puso a escribir a Clara, pero apenas había cogido la pluma miró por la ventana para cerciorarse de que Olimpia estaba allí, sentada. Al instante sintió el impulso irresistible de coger el anteojo de Coppola, y permaneció contemplando la fascinante figura de Olimpia hasta que su compañero Siegmund fue a buscarle para asistir a la clase del profesor Spallanzani. Desde aquel día los visillos de la habitación de Olimpia estuvieron siempre perfectamente echados, y el enamorado estudiante perdió el tiempo haciendo de centinela durante dos días, anteojo en mano. Al tercer día se cerraron las ventanas. Desesperado y poseído de una especie de delirio, salió corriendo de la ciudad. La figura de Olimpia se multiplicaba a su alrededor como por encanto: la veía flotar por el aire, brillar a través de los setos floridos y reproducirse en los cristalinos arroyuelos. Nathanael no se acordaba ya de Clara, sólo pensaba en Olimpia, y gemía y sollozaba: «¡Oh, estrella de mi vida, no me dejes solo en la tierra, en la negra oscuridad de una noche sin esperanza!». Cuando volvió a su casa observó que reinaba un gran bullicio en la de Spallanzani: las puertas se abrían, limpiábanse las ventanas y numerosos obreros iban de un lado a otro llevando muebles, mientras que algunos colocaban tapices con extraordinaria actividad. Nathanael se quedó asombrado cuando en plena calle apareció Siegmund y le dijo, riendo: «¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spallanzani?». El joven le aseguró que no sabía nada del profesor y que estaba asombrado de que aquella casa silenciosa y sombría estuviera en plena actividad. Siegmund le dijo que Spallanzani daría al día siguiente una gran fiesta, con concierto y baile, a la que asistiría lo más notable de la universidad. Se rumoreaba que Spallanzani iba a presentar en sociedad a su hija Olimpia, a la que hasta ahora había mantenido escondida, fuera de la vista de los hombres. Nathanael encontró una invitación al llegar a su casa y se encaminó a la vivienda del profesor a la hora convenida, con el corazón palpitante, cuando ya rodaban otros carruajes y las luces brillaban en los adornados salones. La sociedad allí reunida era numerosa y brillante. Olimpia, engalanada con un gusto exquisito, era admirada por su belleza y sus perfectas proporciones. Sólo se notaba algo extraño, un ligero arqueamiento del talle, posiblemente debido a que su talle de avispa estaba en exceso encorsetado. Andaba con una especie de rigidez que desagradaba y que atribuían a su timidez natural, acentuada al encontrarse ahora en sociedad. El concierto comenzó. Olimpia tocaba el piano con gran habilidad e incluso cantó un aria con voz sonora y brillante que parecía el vibrante sonido de una campana. Nathanael estaba extasiado, pero como llegara un poco tarde le tocó sentarse en la última fila, y apenas podía ver el semblante de Olimpia, deslumbrado por las luces de los candelabros. Instintivamente, sacó el anteojo de Coppola y se puso a mirar a la bella Olimpia. Le pareció que ella le miraba con miradas anhelantes, que una melodía acompañaba cada mirada amorosa y le traspasaba ardientemente. Las artísticas inflexiones de su voz le parecieron al joven cánticos celestiales de un corazón enamorado, y cuando resonó el largo trino por todo el salón, a su cadencia creyó que un brazo amoroso le ceñía y, extasiado, no pudo evitar esta exclamación: «¡Olimpia!». Las personas más próximas se volvieron y muchas se echaron a reír. El organista de la catedral puso un semblante muy serio y dijo simplemente: «Bueno, bueno». El concierto llegaba a su fin. El baile comenzó. «Bailar con ella..., bailar con ella...» Todos los deseos de Nathanael tendían hacia ese objetivo. Pero, ¿cómo atreverse a invitar a la reina de la fiesta? En fin..., no supo bien cómo, pero poco después de empezar el baile se encontró junto a Olimpia, a la que nadie había sacado aún, y osando apenas balbucir alguna palabra tomó su mano. Un sudor frío inundó su frente cuando con la extremidad de sus dedos rozó los de Olimpia, pues la mano de la joven estaba helada como la de un muerto. Nathanael detuvo en ella su mirada y observó que sus ojos tenían la misma fijeza lánguida, y tuvo la sensación de que el pulso empezaba a latir en su muñeca y la sangre corría por sus venas. También él sentía en su interior una amorosa voluptuosidad, así es que enlazó con su brazo el talle de la bella Olimpia y atravesó las filas de los invitados. Creyó haber bailado al compás, aunque sentía que la rigidez rítmica con que Olimpia bailaba a veces le obligaba a detenerse, y entonces se daba cuenta de que no seguía bien los compases de la música. No quiso bailar con nadie más, y si alguno se hubiera acercado a Olimpia para solicitar un baile, de buena gana le habría matado. Solamente sucedió eso dos veces: para asombro suyo, Olimpia estuvo sentada durante todo el baile, así es que pudo sacarla cuantas veces quiso. Si Nathanael hubiera tenido ojos para ver otra cosa que no fuera Olimpia, sin duda se habría encontrado con más de una pelea, pues era evidente que por los rincones los jóvenes se reían de él, y hasta un sinfín de miradas curiosas se dirigían a la bella Olimpia. ¿Podía saberse por qué? Excitado por la danza y el vino, Nathanael había perdido la timidez. Sentándose junto a Olimpia, tomó su mano entre las suyas y le habló de su amor con lodo el fuego de la pasión que sentía, aunque ni Olimpia ni él mismo comprendían bien lo que trataba de expresar. Mas ésta, mirándole fijamente, sólo suspiraba: «¡Ah..., ah..., ah ...!». Nathanael exclamó: «¡Oh, mujer celestial, que me iluminas desde el cielo del amor! ¡Oh, criatura que domina todo mi ser!», y cosas por el estilo, pero Olimpia únicamente respondía: «¡Ah, ah!». Durante esta singular conversación, el profesor Spallanzani pasó varias veces por delante de los felices enamorados y los miró sonriendo de una manera extraña. Poco a poco Nathanael se dio cuenta con terror de que el brillo de las luces disminuía en la sala vacía. Hacía mucho que la música y el baile habían cesado. —¡Separarnos, separarnos ahora! —gritó desesperado y furioso. Besó la mano de Olimpia e, inclinándose hacia su boca, sus labios ardientes se encontraron con los labios helados de la muchacha. Apenas hubo tocado su fría mano, se sintió dominado por el terror y le pasó por la mente la leyenda de la novia muerta[viii], pero Olimpia le oprimía contra su pecho y el beso pareció vivificar sus labios... El profesor Spallanzani atravesó lentamente la sala vacía; sus pasos resonaban huecos y su figura, que proyectaba una larga sombra, tenía un aspecto fantasmagórico y horrible. —¿Me amas? —musitó Nathanael. Pero Olimpia se limitó a suspirar, poniéndose de pie. —¡Sí, amada mía, criatura encantadora y celestial —decía Nathanael—, tú me aclaras todo y me explicas la existencia! —¡Ah! ¡Ah! —replicó Olimpia en el mismo tono. Nathanael la siguió y fueron con el profesor. —Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo éste, sonriendo—. Bueno, mi querido Nathanael, tendremos mucho gusto en que venga a conversar con mi hija, y su visita siempre será bienvenida. Al joven le pareció que se le abrían las puertas del Cielo. El baile de Spallanzani fue tema de conversación durante mucho tiempo. A pesar de que el profesor les había obsequiado espléndidamente, no pudo evitar la crítica y, especialmente, recayeron los comentarios sobre la callada y rígida Olimpia, que pese a su hermoso aspecto exterior demostraba ser una estúpida, lo cual justificaba que Spallanzani se hubiera abstenido tanto tiempo de presentarla en público. Nathanael se encolerizaba al oír esas cosas, pero callaba, pues creía poderles demostrar a esos tontos que su propia estupidez les impedía darse cuenta del maravilloso y profundo carácter de Olimpia. —Dime, por favor, amigo mío—le dijo un día Siegmund—: ¿cómo es posible que un hombre razonable como tú se pueda enamorar de una muñeca? Nathanael, encolerizado, fue a responder, pero reflexionó y repuso: —Dime, Siegmund, ¿cómo es posible que un hombre con tan buenos ojos como tú no haya visto los encantos y los tesoros ocultos en la persona de Olimpia? Mejor es que no hayas visto todo eso porque serías mi rival, y uno de los dos tendría que morir. Siegmund comprendió en qué estado se encontraba Nathanael y desvió la conversación, diciendo que en amor era muy difícil juzgar. —Es muy extraño, pero todos nosotros juzgamos del mismo modo a Olimpia. No te enfades, hermano, si te digo que nos parece rígida y como inanimada. Su cuerpo es proporcionado, es cierto, como su semblante... Pero podría decirse que sus ojos no tienen expresión ni ven. Su paso tiene una extraña medida y cada movimiento parece deberse a un mecanismo; canta y toca al compás, pero siempre lo mismo y con igual acompañamiento, como si fuera una máquina. Nos ha inquietado mucho, y no queremos tratarnos con ella; se comporta como un ser viviente, aunque en realidad sus relaciones con la vida son muy extrañas. Nathanael se disgustó mucho al oír las palabras de Siegmund, pero hizo un esfuerzo por contenerse y, al fin, dijo muy serio: —Todos vosotros sois unos jóvenes prosaicos y por eso Olimpia os inquieta. ¡Sólo a los caracteres poéticos se les revela lo que es semejante! Solamente me mira a mí, y sus pensamientos son para mí, y yo sólo vivo en el amor de Olimpia. Es posible que no logréis entablar con ella una conversación vulgar, propia de los caracteres superficiales. Habla poco, es cierto, pero las escasas palabras que dice son para mí como verdaderos jeroglíficos del mundo del amor, y me abren el camino del conocimiento de la vida del espíritu para la consideración del más allá. Vosotros no comprendéis nada, y es en vano. —¡Que Dios te proteja, hermano! —dijo Siegmund bondadosamente y casi con tristeza—; pero creo que vas por el mal camino. Puedes contar conmigo cuando... ¡No quiero decir nada más! Nathanael pareció conmoverse al oír estas palabras y le estrechó cordialmente la mano antes de separarse. En cuanto a Clara, Nathanael la había olvidado por completo, como si jamás hubiera existido, y para nada se acordaba tampoco de Lothair ni de su madre. Sólo vivía para Olimpia, y pasaba los días enteros junto a ella, y le hablaba de su amor, de la ardiente simpatía que sentía, y fantaseaba acerca de las afinidades electivas psíquicas[ix], y Olimpia escuchaba con suma atención. El joven iba sacando de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y cada día aumentaba el número de sus composiciones con toda clase de sonetos, estancias, canciones, que leía a Olimpia, quien jamás se cansaba de escucharle. Nunca había tenido una oyente tan magnífica. No tejía, no cosía, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro, no jugaba con ningún perrillo ni con ningún gatito, no hacía pajaritas ni tenía algo en la mano, ni disimulaba un bostezo fingiendo toser; en una palabra, permanecía horas enteras con la vista fija en los ojos del amado, sin moverse, y su mirada era cada vez más ardiente y más viva. Sólo cuando Nathanael, al terminar, se levantaba y sé llevaba su mano a los labios para depositar en ella un beso, decía: «¡Ah! ¡Ah!...», y luego: «¡Buenas noches., amor mío!...». «¡Qué encantadora eres! —exclamaba Nathanael en su cuarto— ¡Sólo tú me comprendes.» Se estremecía de placer al pensar qué resonancia tenían sus palabras en el ánimo de Olimpia, pues le parecía que ella hablaba en su interior y sus palabras se manifestaban en lo que él escribía. Así debía de ser, pues Olimpia nunca habló más de las palabras mencionadas. Algunas veces, en momentos de lucidez, por ejemplo al levantarse por la mañana, reflexionaba sobre la pasividad y el laconismo de Olimpia. Entonces se decía: «¿Qué son las palabras? La mirada de sus ojos dice más que toda la elocuencia de los hombres. ¿Puede acaso una hija del Cielo descender al círculo mezquino y obligarse a vulgares relaciones?». El profesor Spallanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nathanael, y prodigaba al estudiante las mayores atenciones y cordial benevolencia. Así es que cuando Nathanael se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con una gran sonrisa, dijo que dejaba enteramente la elección al juicio de su hija... Animado por estas palabras, con el corazón anhelante, al día siguiente se decidió a suplicar a Olimpia que le manifestase con palabras lo que ya le había expresado con ardientes miradas: que deseaba ser suya. Buscó en una cajita el anillo de oro, recuerdo de su madre, para ponerlo en el dedo de su amada como anillo nupcial. Lo primero que encontró en la cajita fueron las cartas de Lothair y de Clara, las cuales apartó con impaciencia, y cuando encontró el objeto corrió a casa del profesor. Al llegar al último tramo de la escalera, oyó un estrépito espantoso en la habitación de Spallanzani, producido por repetidos golpes en el suelo y las paredes, y luego choques metálicos, percibiéndose en medio de aquella barahúnda dos voces que proferían tremendas imprecaciones: «¿Quieres soltar, miserable, infame? ¿Te atreves a robarme mi sangre y mi vida?» «¡Yo hice los ojos!» «¡Y yo los resortes del mecanismo!» «¡Vete al diablo!» «¡Llévese tu alma Satanás, aborto del Infierno!» He aquí lo que decían aquellas dos voces formidables, que eran las de Spallanzani y de Coppelius. Nathanael, fuera de sí, descargó un puntapié en la puerta y se precipitó en la habitación, en medio de los combatientes. El profesor y el italiano Coppola se disputaban con furia una mujer; el uno tiraba de ella por los brazos, y el otro por las piernas. Nathanael retrocedió horrorizado al reconocer la figura de Olimpia: luego, con furia salvaje, quiso arrancar a su amada de manos de los rabiosos combatientes, pero en el mismo instante, Coppola, dotado de fuerza hercúlea, obligó a su adversario a soltar la presa gracias a una vigorosa sacudida. Luego, levantando a la mujer con sus nervudos brazos, descargó tan rudo golpe en la cabeza del profesor que el pobre hombre, completamente aturdido, fue a caer al suelo a tres pasos de distancia, rompiendo con su caída una mesa llena de frascos, redomas, alambiques e instrumentos. Coppola se cargó a Olimpia al hombro y desapareció, profiriendo una carcajada diabólica; hasta el fin de la escalera oyóse el choque de las piernas de Olimpia contra los peldaños, el cual producía un ruido semejante al de unas castañuelas. Al ver la cabeza de Olimpia en el suelo, Nathanael reconoció con espanto una figura de cera, y pudo ver que los ojos, que eran de esmalte, se habían roto. El desgraciado Spallanzani yacía en medio de numerosos fragmentos de vidrio, que le habían ocasionado sangrientas heridas en los brazos, el rostro y el pecho. Recuperándose, dijo: —¡Corre detrás de él! ¡Corre! ¿A qué esperas?... Coppelius, me has robado mi mejor autómata..., en el que he trabajado más de veinte años... He puesto en este trabajo mi vida entera. Yo he hecho la maquinaria, el habla, el paso..., los ojos..., pero te he robado los ojos..., maldito..., condenado... ¡Ve en su busca! ¡Tráeme a Olimpia..., aquí tienes los ojos! Nathanael vio a sus pies, efectivamente dos ojos sangrientos que le miraban con fijeza. Spallanzani los recogió y se los arrojó al estudiante, tocándole con ellos en el pecho. Apenas sintió su contacto, Nathanael, presa de un acceso de locura, comenzó a gritar, diciendo las cosas más incoherentes: —¡Ajá..., ajá..., ajá! ¡Rueda de fuego..., rueda de fuego!... ¡Gira, rueda de fuego! ¡Divertido..., divertido! ¡Muñeca de madera, muñeca de madera, da vueltas! Y precipitándose sobre el profesor, trató de estrangularle. Y lo habría hecho si en aquel instante, al oír el ruido, los vecinos no hubieran acudido y se hubieran apoderado de su persona; fue preciso atarle fuertemente para evitar una desgracia. Siegmund, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar al loco furioso, que gritaba con voz espantosa: «Muñeca de madera, ¡da vueltas!», y se pegaba puñetazos. Finalmente, varios hombres pudieron hacerse con él, le sujetaron y le ataron. Todavía se oían sus palabras como si fueran los rugidos de un animal, y de ese modo fue conducido a un manicomio. Amable lector, antes de seguir refiriéndote lo que le sucedió al infeliz Nathanael, voy a decirte, pues me imagino que te interesarás por el diestro mecánico y fabricante de autómatas Spallanzani, que se restableció al poco tiempo y fue curado de sus heridas. Mas, apenas se halló en estado de resistir el traslado a otro punto, tuvo que abandonar la universidad, pues todos los estudiantes que tenían conocimiento de la burla de que Nathanael acababa de ser víctima habían jurado vengarse terriblemente del italiano, por haber abusado, sirviéndose de un maniquí, de la confianza de personas tan honorables, ya que nadie (excepto algunos estudiantes muy listos) había podido sospechar nada. ¿Podía acaso resultar sospechoso que Olimpia, según decía un elegante que acudía a los tés, ofendiendo todas las conveniencias, hubiera bostezado? El profesor de poesía y retórica tomó una dosis de rapé, estornudó y dijo gravemente: «Honorables damas y caballeros..., ¿no se dan cuenta de cuál es el quid de la cuestión? ¡Todo es una alegoría..., una absoluta metáfora!... ¡Ya me entienden! Sapienti sal». Pero muchos señores respetables no se conformaron con eso; la historia del autómata había .echado raíces y ahora desconfiaban hasta de las figuras vivas. Y para convencerse enteramente de que no amaban a ninguna muñeca de madera, muchos amantes exigían a la amada que no bailase ni cantase a compás, y que se interrumpiese al leer, que tejiera, que jugase con el perrito, etc., y sobre todo que no se limitase a oír, sino que también hablase y que en su hablar se evidenciase el pensamiento y la sensibilidad. Los lazos amorosos se estrecharían más, pues de otro modo se desataban fácilmente. «Esto no puede seguir así», decían todos. En los tés, ahora se bostezaba para evitar sospechas. Como hemos dicho, Spallanzani tuvo que huir para evitar un proceso criminal, por haber engañado a la sociedad con un autómata. Coppola también desapareció. Cuando Nathanael recobró la razón, al abrir los ojos experimentó un sentimiento de bienestar y le invadió un placer celestial. Estaba en su cuarto, en su casa paterna. Clara, inclinada sobre él, y al lado su madre y Lothair. —¡Por fin, por fin, querido Nathanael! Ya estás salvado de una cruel enfermedad. ¡Otra vez eres mío! —dijo Clara con toda su alma, abrazando a su amado mientras derramaba cristalinas lágrimas. —¡Clara! ¡Clara! —murmuró el joven. Siegmund, que no había querido abandonar a su amigo enfermo, entró en la habitación y le estrechó la mano. Toda huella de locura había desaparecido. Pronto se restableció con los excelentes cuidados de su madre, de su amada y de su amigo. La felicidad volvió a reinar de nuevo en la casa, pues un viejo tío que parecía ser pobre, porque era muy avaro, acababa de morir y había dejado a la madre una casa cerca de la ciudad, con una buena herencia. Toda la familia se proponía ir allí, la madre, Nathanael con Clara, con la que pensaba casarse, y Lothair. Nathanael estaba más amable que nunca. Tenía un carácter infantil, y ahora se daba cuenta del maravilloso y puro carácter de Clara. Nadie se acordaba ya de lo pasado. Sólo cuando Siegmund se despedía de Nathanael, éste dijo: —¡Por Dios, hermano mío, iba por mal camino, pero gracias a este ángel voy por el bueno! Así pues, llegó el día en que los cuatro, muy felices, se dirigieron a la casa. Era al mediodía, y atravesaban las calles de la ciudad. Habían hecho ya las compras necesarias. Al pasar junto a la torre de la iglesia, cuya larga sombra se proyectaba sobre el mercado, Clara dijo: —Nathanael, ¿quieres que subamos al campanario para contemplar una vez más las montañas y los lejanos bosques? ¡Dicho y hecho! Subieron solos, pues la madre había vuelto a casa para dejar las compras, y Lothair, no queriendo cansarse subiendo una escalera de muchos peldaños, prefirió esperar al pie de la torre. Los dos amantes, apoyados en la balaustrada del campanario, contemplaban absortos los grandes árboles, los bosques y las siluetas azules de las montañas que parecían una gigantesca ciudad. —¿Ves aquel arbusto que se agita allá abajo? —decía Clara—. Diríase que viene hacia nosotros. Nathanael, mecánicamente, buscó en el bolsillo el anteojo de Coppola y miró hacia el arbusto. Clara se puso delante del cristal. Entonces el joven sintió que su pulso latía rápidamente y que su sangre le hervía en las venas; pálido como la muerte miró a Clara y sus ojos tenían siniestra expresión. Saltó como un tigre, profiriendo un grito ronco y feroz: —¡Muñeca de madera, da vueltas, muñeca de madera, da vueltas! Después, cogiendo a la joven con fuerza convulsiva, quiso arrojarla desde la plataforma. La pobre Clara, presa de espanto, se agarraba a la barandilla con la energía de la desesperación, mientras que Lothair, oyendo por fortuna los gritos y sospechando alguna desgracia, franqueaba presuroso la tortuosa escalera de la torre. Rabioso y asustado golpeó la puerta, que al fin saltó. «¡Socorro, salvadme!», se oía una débil voz... «Ya está sin vida, la ha matado ese loco», exclamó Lothair. También la puerta de la galería estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas descomunales e hizo saltar la puerta. Encontró a su hermana sujeta con una mano a la barandilla, aterrorizada. La agarró con gran rapidez y asestó un golpe en la cabeza a Nathanael, que soltó su presa y rodó por el suelo. Lothair bajó la escalera con su hermana desmayada en brazos... Estaba salvada... Mientras tanto, Nathanael corría como un loco de un lado a otro gritando: «¡Gira, rueda de fuego, gira, rueda de fuego!». Al oír los terribles gritos, la gente se fue aproximando. En medio de los curiosos destacaba como un gigante el abogado Coppelius, que acababa de entrar en la ciudad y se había dirigido directamente a la plaza del mercado. Como algunos hombres quisieran subir para rescatar al loco, Coppelius dijo riendo: «¡Bah!, dejadle; ya bajará por sus propios medios». Luego alzó la vista y Nathanael, que se hallaba inclinado sobre la balaustrada, le divisó al punto, le reconoció y, gritando de un modo salvaje: «¡Ah, bellos ojos..., bellos ojos!», saltó al vacío. Mientras Nathanael yacía sobre el empedrado de la calle con la cabeza destrozada, Coppelius aprovechó la confusión para desaparecer. Algunos años después, en un país lejano, Clara se hallaba a la puerta de una casita de campo; a su lado, un hombre de aspecto apacible la enlazaba por el talle; dos graciosos niños jugaban a suspies. Clara había encontrado, al fin, la felicidad que correspondía a su alegre y dulce carácter, felicidad que el trastornado Nathanael nunca hubiera sido capaz de ofrecerle. NOTAS[i] Véase: Rüuber, de Schiller, Acto V, Escena 1. Franz Moor, viendo que el fracaso de todas sus malvadas maquinaciones es inevitable, y que su propia ruina está a punto de abatirse sobre él, se siente finalmente abrumado por la locura de la desesperación, y descarga los terrores de su conciencia sobre el viejo sirviente Daniel, haciendo que éste se ría despectivamente de él.[ii] Lazzaro Spallanzani, célebre anatomista y naturalista (1729—1799), ocupó durante varios años la cátedra de Historia Natural en Pavía, y viajó extensamente con fines científicos por Italia, Turquía, Sicilia, Suiza, etcétera. [iii] Giuseppe Balsamo, siciliano de nacimiento, que se hacía llamar a sí mismo conde de Cagliostro, uno de los mayores impostores de tos tiempos modernos, vivió durante la última parte del siglo XVIII. Véase: Miscellanies, de Carlyle, para una aproximación a su vida y carácter. [iv] Daniel Chodowiecki, pintor y grabador de ascendencia polaca, nació en Danzig en 1726. Durante algunos años fue tan popular como artista que pocos libros eran publicados en Prusia sin planchas o viñetas suyas. Se dice que el catálogo de su obra incluye 3.000 realizaciones. [v] «Almanaques de las Musas», como eran llamados algunas veces; eran publicaciones periódicas, generalmente anuales, y contenían todo tipo de efusiones literarias; la mayoría, sin embargo, líricas. Tuvieron su origen en el siglo XVIII. Schiller, A. W. y F. Schlegel, Tieck y Chamisso, entre otros, dirigieron empresas de este tipo. [vi] Pompeo Girolamo Battoni, pintor italiano del siglo XVIII, cuyas obras obtuvieron en su tiempo una gran estimación. [vii] Jacob van Ruysdael (c. 1625—1682), pintor de Haariem, Holanda. Sus temas favoritos eran granjas remotas, solitarias aguas estancadas, bosques de profundas sombras con fangosos caminos, el litoral..., temas todos de una profunda y lúgubre melancolía. Sus obras marinas son muy admiradas. [viii] Flegón, el liberto de Hadrian, relata que una joven doncella, Filemium, la hija de Filostrato y Charitas, se enamoró profundamente de un joven, Machates, huésped en la casa de su padre. Sus padres no dieron su aprobación, y echaron a Machates de la casa. La joven doncella se sintió tan afectada por aquello que languideció y murió. Poco tiempo después Machates regresó a su antiguo alojamiento, donde fue visitado en mitad de la noche por su amada, que volvió de la tumba para verle de nuevo. La historia puede ser leída en Hierarchie of Blessed Angels de Thomas Heywood, libro VII, p. 479 (Londres, 1637). Goethe hizo de esta historia la base de su hermoso poema Die Braur von Korinth, muy conocido de Hoffmann. [ix] Esta frase (Die Wahlverwandschaft en alemán) se ha hecho célebre como título de una de las obras de Goethe.